El tebeo mágico - Rafael Marín - E-Book

El tebeo mágico E-Book

Rafael Marín

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Beschreibung

Preciosista historia infanto-juvenil del emblemático autor Rafael Marín en la que nos demuestra una vez más su amor por el mundo del cómic y el género fantástico. Este libro nos cuenta la historia de Danny, un chico aficionado a los tebeos, con un gran problema: su hermano pequeño ha desaparecido dentro de uno de sus últimos comics. Él y su amiga Laura tendrán que viajar al interior del tebeo en pos del pequeño Tiny, aunque en su viaje les esperan grandes aventuras y un pérfido villano al que enfrentarse. Una delicia para los nuevos lectores y para aquellos que disfrutan con la nostalgia de ver la ficción con los ojos de un niño.

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Seitenzahl: 164

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Rafael Marín

El tebeo mágico

 

Lust

El tebeo mágico

 

Copyright © 2018, 2021 Rafael Marín Trechera and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726783049

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

1

UNA LIBRERÍA MISTERIOSA

Estaba toda llenita de tebeos.

Danny miró embobado los pósters de los personajes que tan bien conocía. El Hombre-Araña colgado de una red. Un héroe bárbaro con espada y melena y cara de muy pocos amigos. El perro Snoopy sentado en su caseta y diciendo algo así como SMILE, que en inglés quería decir sonríe, si no se equivocaba.

Danny había visto la librería al pasar con la bici camino de casa. TEBEOLANDIA, decía el cartel. Paró la bici junto a una farola, le puso la cadena por si las moscas y empujó la puerta de cristal. Una campanita que colgaba de una telaraña de plástico anunció su llegada.

Olía extraño. Ni a nuevo ni a viejo. Ni a sucio ni a limpio. Y no había nadie. Sólo las estanterías con los tebeos ordenados, algunos guardados en bolsas de plástico, y las figuras de acción, y los juegos de cartas, y alguna camiseta de La Guerra de las Galaxias y un recortable enorme, a tamaño natural, de Chewbacca el wookiee con su ballesta. Bueno, quizá a tamaño natural no, que Chewie medía dos metros y medio y la imagen de cartón no llegaba al metro treinta.

Danny había soñado toda su vida, o sea diez años y tres meses, con una librería así. Y ahora le habían plantado una poco menos que en la esquina.

Cogió un tebeo de Batman, el hombre murciélago. No, ese ya lo tenía. Había un libro gordote de aventuras de El Hombre Enmascarado, pero debía ser carísimo. Y unos tebeos que debían ser del año del catapún, así apasaidos y en blanco y negro, de papel muy fino, El Capitán Trueno. Y muchos superhéroes. Y tebeos japoneses, que se llamaban manga, aunque no tenían nada que ver con la ropa.

Danny era un fanático de los tebeos. Bueno, del baloncesto también. Pero era fácil comprar una camiseta Nike o las zapatillas de Michael Jordan. En cualquier Continente o Pryca las había y hasta a buen precio, aunque papá siempre se quejaba. Por lo que costaban y por lo pronto que se las cargaba. Qué tendrá este niño en los pies, decía.

Pero una librería donde sólo hubiera tebeos, y no periódicos, o los fascículos de jardinería de mamá, o los libracos esos de detectives que su padre amontonaba en la mesilla de noche y no terminaba de leer nunca, porque se quedaba dormido a la cuarta página y después no distinguía al policía del mayordomo o a la actriz enamorada de la suegra envenenadora... Jolines, esto sí que era suerte. Tebeolandia, sí señor. Y apenas a tres calles de su casa.

Lo que le extrañaba, claro, era que la librería estuviera vacía. Vale, todavía los chavales estaban de exámenes. Lo mismo la tienda de recreativos había recibido alguna máquina de marcianos nueva. Ya no había mucha gente que leyera tebeos o soñara, como él, con dedicarse a eso cuando fuera grande, dentro de un porrón de años.

Pero lo más normal es que al menos un par de chicos (o de chicas, que también entendían ya, y cualquiera les llevaba la contraria) estuvieran curioseando como él por la librería.

—¿Hola? ¿Hay alguien?

No respondió nadie. Danny avanzó entre los tebeos. Allí estaba el famoso número 147 de La Masa. Y la aventura de Mortadelo y Filemón que más le gustaba, El sulfato atómico. Y Astérix y Obélix saludando desde lo alto de un mapa de España.

—¡Jolines! —se quejó Danny, rebuscando en el bolsillo de su pantalón vaquero—. ¡Y yo casi me he gastado ya la paga de la semana!

—Está cerrado. No abrimos hasta mañana.

Danny se asustó un poco porque no había oído acercarse a nadie. Se dio la vuelta y allí lo vio. El librero. Lo supo enseguida, porque tenía cara de eso. De librero viejo. Calvorota, con gafitas, encogido y algo gris. Parecía que se hubiera materializado de la nada.

—¿Mañana? —Danny se rascó la cabeza—. Mecachis, no podré venir. Tengo partido contra los de primero B.

—Pues ven pasado —respondió el librero, algo seco. Tenía una voz de raspa, como de humo—. No te preocupes. Aquí hay tebeos de sobra.

Danny echó otra ojeada a las estanterías. Localizó los álbumes de Tintín y Milú y de Spirou y Fantasio, muy fáciles de identificar por los lomos amarillos y azul claro.

—¡Ya lo creo! —exclamó.

El librero lo miró de arriba a abajo. Se frotó las manos e hizo un gesto que pareció empujar hacia adelante su nariz.

—¿Te gustan los comics, amiguito?

—¿Que si me gustan? —contestó Danny—. ¡Cuando sea mayor seré dibujante, como Jack Kirby o Alex Raymond!

Danny se rascó otra vez la cabeza, miró al suelo.

—Bueno... si aprendo a dibujar mejor. También quiero jugar al baloncesto. Soy el capitán del equipo de la clase, ¿sabe?

—Pues vuelve cuando quieras —dijo el librero, mientras le ponía una mano en el hombro y lo acompañaba hasta la puerta—. Tengo todo tipo de tebeos a la venta.

—¿Y tengo que esperar a pasado mañana? —Danny se hizo el remolón—. ¿No puedo comprarme uno ahora?

—Todavía no me han instalado el ordenador que me lleva las cuentas, así que... Sería un lío. Vuelve otro día.

—Jo. Seguro que entonces ya no hay ninguno que me interese. Seguro que sólo quedan los que ya tengo. Como ese de Batman.

El librero se detuvo.

—¿Tienes muchos tebeos en casa?

—Más de los que mis padres quisieran. Soy un poco desordenado. Pero los tebeos los cuido bien.

El librero se echó a reír, dio una palmada.

—¡Un coleccionista! ¡Tan joven! Vaya, vaya... Te apuesto a que no tienes este tebeo.

Rebuscó entre la pila de tebeos y sacó uno envuelto en plástico. Lo alzó a la luz y Danny vio el título MUNDOS INFINITOS. Era un tebeo de terror con un tipo muy feo, vestido de negro, en la portada.

—¡El número uno de Mundos Infinitos! —exclamó el niño—. ¡Jo! No, claro que no lo tengo. Ese tebeo es de antes de que yo empezara...

—De que empezaras a andar, por lo menos —sonrió el librero con aire de misterio—. Un auténtico ejemplar de coleccionista.

—Eso dicen. La verdad es que no...

—Vamos a hacer una cosa —propuso el librero—. Tú vas a ser cliente de mi tienda, ¿verdad?

—¡Claro! Vendré todas las semanas. El kiosquero de la plaza es un antipático. Y nunca me busca los números atrasados.

—Bien, ya que vas a ser mi cliente todas las semanas y no puedo venderte nada porque no me han traído el ordenador, vamos a hacer una cosa... Te regalo el tebeo.

—¿El número uno de Mundos Infinitos? ¿Para mí? ¡Pero si debe costar una fortuna!

—Oh, no tanto, no creas. Hay otros tebeos que valen mucho más. Venga, toma, para ti. Pero no te pongas a leerlo ahora. Te lo regalo, ala. Pero déjame terminar de ordenar esto o no abriré ni mañana ni nunca.

Danny cogió el tebeo con dedos temblorosos. Como estaba metido dentro de una bolsita de plástico muy mona, no lo pudo hojear. El librero lo fue acercando hasta la puerta. Era un poco brusco y no hacía nada por disimularlo.

—Venga, venga. Que tengo que limpiar los estantes y no sé cuántas cosas más. Recuerda que pasado mañana, cuando ganes el partido, los demás tebeos seguirán estando aquí.

—¡Muchas gracias, señor! ¡Hasta otro día!

Danny corrió hasta la bicicleta. La telaraña con la campanita siguió sonando un rato después de que la puerta se cerrase.

El librero se quedó solo en su tienda. Se frotó las manos otra vez. Sonrió enigmáticamente y se quitó las gafas, la peluca, las arrugas. Si Danny lo hubiera visto de esa forma se habría dado cuenta de que allí pasaba algo raro.

Porque sin aquel disfraz el librero era clavadito al hombre vestido de negro. Al tipo feo que aparecía en la portada del tebeo de terror que le había regalado.

2

LAURIE

Cuando Danny llegó a su casa, todo sudoroso y con la lengua fuera, y con la zapatilla de deporte derecha hecha un asquito porque pisó un charco de lluvia o algo peor, subió corriendo las escaleras y abrió con cuidado la puerta de su habitación.

Encaramada a una silla, un monopatín, un coche de bombero, y un puñado de juguetes apilados estaba su hermana Laurie. Tenía también la la lengua fuera, porque se empinaba para coger de una estantería algo que estaba fuera de su alcance.

Detrás, en una cuna blanca, un bebé con chupete y dodotis estaba mirando con ojillos pícaros la maniobra de la hermana. El perro de la familia, Monko, se movía nervioso de un lado a otro. A lo mejor había olido a Danny al llegar a la casa y sabía que al mayor de los tres niños no le hacía maldita la gracia que rebuscaran en sus cosas.

—¡Ya lo tengo! —exclamó la niña, agarrando un juguete de la parte más alta del mueble, y en ese justo momento Danny decidió anunciar su llegada.

—Laurie, ¿se puede saber qué estás haciendo?

Asustada y sorprendida por la aparición sorpresiva de su hermano, Laurie perdió el equilibrio y se cayó al suelo entre un montón de juguetes, libros y tebeos. Un camión estuvo a punto de coronar la cabeza del perro, como si fuera un casco vikingo.

Laurie se cayó de culo a suelo, justo a los pies de su hermano. Danny se enfadó de veras.

—¡Te tengo dicho que no curiosees en mis cosas! ¡Mis juguetes son míos! ¡Y mis tebeos! ¡Y mis libros! ¡Vete a tu habitación y juega con tus muñecas, Laurie!

Laurie se frotó el trasero dolorido mientras Danny le quitaba el Transformen de las manos y lo ponía otra vez en el estante, donde no pudiera volver a cogerlo.

—¡Eres un machista, Danny! —exclamó la niña—. ¿Qué pasa, no puedo jugar con tus Transformen? ¡La señorita Julieta dice que no hay juguetes para niños y para niñas!

—¡Pues que la señorita te preste sus cosas! —contestó Danny, mosca como siempre con los discursitos feministas de su hermana y de la maestra, que ni siquiera era guapa—. ¡Mira, ya me has roto el brazo del pirata! ¡Será posible...! ¡Eres una lata de niña!

—¡Y tú un patoso egoísta! ¡Después no me pidas favores!

Danny terminó de recoger y ordenar las cosas, actividad que por cierto no le hacía ninguna gracia y que evitaba cuanto podía. Sacó el tebeo de la mochila y lo colocó sobre la mesa.

—Te he dicho cientos de veces que no me gusta que me toques mis cosas. Me lo dejas todo desordenado.

—¡Mira quién fue a hablar! —dijo Laurie. A lo mejor los niños no se daban cuenta, pero cuando se peleaban eran igual que sus padres cuando discutían si poner un canal u otro en la tele y al final uno de los dos acababa por coger un libro e irse a la cama.

Desde la cuna, el bebé los miraba como si entendiera la batalla entre los dos. Le llamaban Tiny, y como ya empezaba a dar los primeros pasos sus padres decían que amenazaba con ser más peligroso que Danny y Laurie juntos. Un horror, vamos.

—¡Mira! —dijo Danny, olvidado el sofoco en un dos por tres, porque no era un niño rencoroso. Un poquito suyo sí, pero rencoroso nada de nada—. ¡Hay una nueva librería especializada en el barrio! ¡Y el dueño me ha regalado este tebeo!

—¡Otro tebeo más! —Laurie sacó la lengua—. ¡Vaya cosa!

—Ni se te ocurra acercarte a él, ¿te enteras, Laurie? Pro-hi-bi-do. Es un ejemplar de coleccionista.

—¿De qué?

—¿Serás tonta? Que es muy caro. Que es único. Que ni se te ocurra manchármelo de chocolate, como haces con todo.

Laurie extendió la mano hacia el tebeo.

—¡Vale! ¿Pero me lo dejarás leer?

Danny le dio una palmada en los dedos. Laurie se los metió en la boca, ay.

—¿Estás sorda? ¡Ni hablar! Además, primero lo tengo que leer yo.

La niña iba a mandarlo a paseo, pero justo entonces sonó el teléfono. Dio un brinco y lo atendió antes que Danny.

—Es tu amigo Lino —dijo un minuto y medio después—. Que dice no se qué de un entrenamiento de baloncesto. Se oye fatal.

Danny miró la hora en el reloj que le habían regalado por su cumpleaños. Era del Jorobado de Nôtre Dame, aunque él lo habría preferido de Hércules, o mejor del Capitán América o de Star Trek. No había habido suerte, aunque por lo menos no atrasaba.

—¡Qué tarde es ya! ¡Trae!

—Ya ha cortado —dijo Laurie, vengativa, y colgó también.

—Muy graciosa. ¿A qué hora vuelve mamá?

—Pues lo menos a las cinco, como siempre.

—Todavía me da tiempo de llegarme a la plaza. Me largo. ¡Adiós, Monko! ¡Adiós Tiny!

Danny salió por la puerta. La cerró. La volvió a abrir.

—¡Y ya sabes! —dijo, asomando la cabeza—. ¡Ni te acerques a mi tebeo nuevo!

—¡Vale, vale, cacho egoísta!

Laurie se quedó sola en el cuarto con Tiny y el perro. El bebé le canturreó algo en ese idioma que sólo entienden los niños pequeños y que, vaya usted a saber por qué, tanta gracia hace a los abuelos y a los padres. Luego, claro, se quejan porque en la tele sale algún político hablando con acento así del norte y dicen que es una vergüenza que haya que leer lo que dicen y que a ver qué país es éste y que no se les entiende nada. Cosas de adultos que los niños tampoco comprendían, porque después bien que les gustaba ver las pelis en V.O., que quiere decir versión original, en inglés o francés o servocroata.

—No te preocupes, Tiny —dijo Laurie—, cuando seas un poco mayor, yo sí que te dejaré mis cosas... Y si Danny se pone farruco, también las de él.

Se echó a reír. Como si se hubiera enterado de todo, Tiny aplaudía.

—Venga, termínate el biberón. Yo voy a la cocina a preparme un bocata.

El perro empezó a dar saltos, loco de alegría. Era un comilón, como casi todos los perros. Y le encantaba el pan con chocolate y los bordes duros de pizza que no quería nadie. Miedo tenían en casa de que probara algún día el centro blandito, todo calentito de prosciutto y mozzarella. Entonces habría que pedir la oferta de pizza familiar y la mediana de regalo, o escribir una carta a Pedigrí Pam o Dog Chau o uno de esos para que inventaran de una vez pizza para perros y no esas bolas que parecían albóndigas crudas o gusanitos gigantes. Por no mencionar el asco que les daba a todos en casa abrir las latas esas llenas de carne a presión. Cuando le tocaba abrirlas a Laurie, siempre tenía la impresión de que los trozos marrones de carne de bicho de segunda saltarían al aire como las serpentinas sorpresa.

—No, Monko. Tú ya has comido. Si sigues engordando parecerás una foca en vez de un perro. Y no sé qué va a ser de ti entonces, porque lo único que no te gusta es el pescado.

Laurie salió del cuarto y el pequeño Tiny se quedó solo en la cuna. En la habitación, ahora que Danny lo había vuelto a poner todo en su sitio, sólo le llamó la atención una cosa nueva.

El tebeo que su hermano había dejado sobre la mesa. Aquel número uno de Mundos Infinitos que brillaba dentro de su bolsita de plástico, como diciéndole, estoy aquí, ven a cogerme. Te espero, Tiny. ¡Venga!

3

LA AVENTURA DE TINY

Pasaron unos minutos y el bebé se aburría. Como estaba solo y el perro se había echado a dormir en la alfombra, como siempre, Tiny empezó a hacer las barbaridades que hacen los niños pequeños cuando están así, solos en su cuarto: en un dos por tres, se escapó de la cuna a riesgo de romperse el cuello, realizando una maniobra de funambulista que a lo mejor, cuando fuera mayor, le vendría de perlas para presentarse a alguno de esos concursos de la tele. Luego pisó sin querer uno de los coches de Danny que se habían quedado en el suelo y resbaló por toda la habitación y a puntito estuvo de partirse la crisma contra los muebles, se subió en una silla y le faltó el canto de un euro para volcarla, intentó imitar lo que había visto hacer a Laurie y apiló unos cuantos juguetes y se subió encima...

Tiny estaba dando sus primeros pasos y entre ajós y soniditos infantiles no paraba de darle enormes chupadas a su pipo. Claro, como que se lo estaba pasando pipa.

Volcó el biberón, se manchó las rodillas, destrozó un libro de recortes, regó de Clicks y Action Men toda la cama, acabó haciendo malabarismos por la mesa.

Y entonces se fijó en el tebeo.

Tiny recordó a Danny diciendo Y ni te acerques a mi tebeo nuevo, pero ni por esas. Sin hacer caso a la advertencia de su hermano mayor, cosa que por otra parte se dan muy buena maña para no hacer todos los hermanos pequeños, el temerario Tiny se acercó al tebeo. Lo cogió, le echó una ojeada, vio al tipo vestido de negro que aparecía en la portada.

—Gu, qué feo feo... —dijo Tiny, o al menos dijo algo parecido, con su media lengua de trapo. No sabía hablar muy bien todavía, pero el tipo del tebeo era tan espantoso que no había que tener doscientos trece años para darse cuenta de que era más feo que Godzilla una tarde de de dolor de muelas.

Tiny sacó el tebeo de la bolsa de plástico, por poquito no lo rompe cuando se le quedó pegado en los dedos un trozo de fixo, y lo colocó sobre la mesa y después de mirarlo un rato boca abajo, lo abrió como había visto que papá abría el periódico durante el desayuno.

Tiny fue pasando las hojas del tebeo... Como era pequeñito y no sabía leer ni nada, no pudo darse cuenta de que el tebeo era algo especial. Tan especial tan especial, que estaba en blanco, sin dibujos. Y es que el tebeo que el hombre misterioso de la librería le había regalado a Danny no tenía dibujados más que los recuadros en blanco de las viñetas.

Tiny se volvió hacia un cubilete donde sus hermanos mayores almacenaban un puñado de lápices, los que Danny utiliza para hacer garabatos que consideraba obras de arte y Laurie para morder mientras se comía el coco intentando solucionar los problemas de mates. Cogió uno.

—Gu. A pintá, a pintá...

O algo así fue lo que dijo. La intención, por lo menos, estaba clara: Tiny creyó que era un libro para colorear y no un tebeo un tanto... extraño.

Abrió el tebeo por una página al azar. Le dio la vuelta, porque en el último momento le dio la impresión de que estaba boca abajo. Pasó un par de páginas, eligió una porque le dio la gana que fuera esa, y alzó el lápiz que era rojo y tenía ya sacada la punta. Acercó la mano a la hoja blanca.