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«Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón», nos dice Jesús en el Evangelio. La oración es uno de los tesoros más sublimes porque supone tener hilo directo con Dios. Si la fe cristiana es un encuentro, la oración es el cauce. En esta obra, Jacques Philippe y varios autores más nos ayudarán a descubrir las diferentes facetas de la oración y los medios que la Iglesia nos ofrece para alimentarla y hacerla parte de nuestra vida.
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Seitenzahl: 129
Veröffentlichungsjahr: 2025
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JACQUES PHILIPPE – ANNE DE JÉSUS
El tesoro de la oración
EDICIONES RIALP
MADRID
Título orginal: Le trésor de l'oraison
© 2024 Editions des Béatitudes, S.O.C.
© 2025 de la versión española realizada por Miguel Martín
by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-7081-2
ISBN (edición digital): 978-84-321-7082-9
ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-7083-6
ISNI: 0000 0001 0725 313X
Introducción
1. La unión con Dios
2. El deseo de Dios
3. La determinación
4. El celo apostólico
5. Conocimiento de Dios y conocimiento de sí
6. Oración y pobreza espiritual
7. La relectura de vida
8. ¿por qué estar acompañado?
9. Santificar el espacio
10. Santificar el tiempo
11. ¿por qué la
lectio
?
12. ¿cómo hacer la
lectio
?
13. La lectura espiritual
14. Los cinco sentidos espirituales
15. La guarda del corazón
16. Oración y ascesis
17. La docilidad al Espíritu Santo
18. Oración y acción
19. Unión con Dios en la acción
20. La fecundidad de la oración
Cubierta
Portada
Créditos
Índice
Comenzar a leer
Notas
Jacques Philippe
Esta obra es la continuación del libro La oración, oxígeno del creyente, publicado en abril de 2023 en su edición original1. Como el primero, agrupa diversos artículos sobre la oración y la vida espiritual redactados por hermanos y hermanas de la Comunidad de las Bienaventuranzas. Se destinaron inicialmente a los miembros y amigos de la Comunidad, y ahora están disponibles a todos cuantos deseen ayuda y alimento en su camino de oración.
Su publicación es más oportuna porque el papa Francisco, en el contexto del gran jubileo de 2025, pidió que 2024 fuese un año especialmente dedicado a la oración, que sea como una «gran sinfonía de oración. En primer lugar para recuperar el deseo de estar en presencia del Señor, de escucharle y de adorarle… La oración que permite a cada hombre y a cada mujer de este mundo volverse hacia el Dios único, para decirle lo que está escondido en el secreto del corazón. La oración como camino real hacia la santidad que conduce a vivir la contemplación misma en medio de la acción»2.
Está claro que el Espíritu Santo, por la voz del papa, pero también por todos los acontecimientos difíciles a los que se enfrenta hoy nuestro mundo, nos pide un verdadero impulso de la oración. Es urgente que los hombres vuelvan su corazón a Dios, y dediquen fielmente tiempo para estar en su presencia, a fin de obtener de él la gracia que permite mantener siempre la esperanza, crecer en la fe y en el amor, y encontrar las buenas respuestas a los desafíos del mundo actual.
Sin la luz y la fuerza que provienen del contacto con Dios en la oración, seremos demasiado frágiles para hacer frente a nuestros combates. Un cristiano que no reza es un cristiano en peligro, decía ya el papa Juan Pablo II en la exhortación apostólica Novo Millenio Ineunte, publicada al comienzo del tercer milenio. Un cristiano que es fiel a encontrarse con Dios en la oración —tanto comunitaria como personal, aunque esta oración sea simple y pobre— tendrá siempre la gracia necesaria para vivir positivamente aquello a lo que se enfrente.
Que esta obra anime a los lectores en este hermoso camino de unión con Dios, por Cristo y en el Espíritu Santo, al que todos somos llamados. Que la perseverancia en la oración nos permita gustar y ver «qué buenoes el Señor» (Sal 34, 9), en la espera de vivir un día una total comunión con él y entre nosotros en su Reino.
Jacques Philippe
«Lo que pretende Dios es hacernos dioses por participación, siéndolo él por naturaleza: como el fuego convierte todas las cosas en fuego»1.
San Juan de la Cruz
«Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré conmigo en justicia y derecho, en amor y misericordia. Te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás al Señor» (Os 2, 21-22). ¿No deseamos que se realicen para nosotros las promesas de la Escritura? El fin de nuestra vocación no es otra cosa que la unión con Dios. Conocerle íntimamente y amarle con ardor, tal como somos amados y conocidos por él. Queremos «permanecer en [él], como [él] en [nosotros]» (Jn 15, 4). Deseamos también poder decir como san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20) a fin de devenir, según las palabras de san Pedro, «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1, 4). Queremos vivir el «todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío» (Jn 17, 10) propio del don mutuo del esposo y la esposa, aunque sea preciso consentir en las purificaciones dolorosas necesarias para esta unión, que requiere una gran pureza de corazón.
Además de la Escritura, la tradición del Carmelo nos invita a aspirar ardientemente a esta dimensión nupcial de la existencia cristiana. Los textos magníficos de san Juan de la Cruz que describen el esplendor del alma transformada en Dios nos ofrecen un horizonte y una esperanza extraordinarias:
Entonces [el alma] le amará también como es amada de él, pues un amor es el de entrambos. De donde no solo queda el alma enseñada a amar, mas aún hecha maestra de amar, con el mismo maestro unida, y, por el consiguiente, satisfecha; porque hasta venir a este amor no lo está; lo cual es amar a Dios cumplidamente con el mismo amor que él se ama2.
A veces, la unión con Dios puede experimentarse de manera sensible, reflejándose en las diferentes dimensiones de la persona (inflamar la voluntad, colmar la memoria, iluminar la inteligencia, alegrar la sensibilidad e incluso el cuerpo) y haciéndonos saborear una alegría, una felicidad, una plenitud que superan infinitamente todo lo que el mundo puede ofrecer. Pero este no suele ser el caso. Más que una posesión, la vida cristiana aquí abajo es a menudo un deseo y una espera del Esposo… deseo que se expresa y que se mantiene vivo sobre todo gracias a la fidelidad a la oración.
Sabemos que la esencia de la unión no reside en el sentimiento, sino que es una unión de voluntad: no querer otra cosa que lo que Dios quiere para nosotros. Quien en la pobreza, la oscuridad y el sufrimiento acepta con fe su estado puede estar más unido a Dios que quien gusta de consuelos sensibles. Hay a veces tareas que nos ocupan enteramente, sin darnos mucha facilidad para pensar en Dios o sentir su presencia, vividas sin gran entusiasmo sino con una humilde fidelidad, en las que estamos profundamente unidos a Dios porque cumplimos sencillamente lo que él espera de nosotros. La monotonía del sacrificio une más seguramente a Dios que el éxtasis, nos enseña la pequeña Teresa.
El alma se une a Dios en la medida en que posee fe, esperanza y amor, tal es la enseñanza esencial de san Juan de la Cruz. Pero como todos saben, estamos a veces llamados a creer sin ver, a esperar sin poseer y a amar sin experimentar satisfacción.
El grado de unión con Dios es algo difícilmente mensurable. Muchos santos han vivido una profunda unión con Dios al tiempo que sentían una extrema pobreza interior. Como sucedió a la pequeña Teresa en sus últimos años o a la Madre Teresa de Calcuta, aunque la unión con Dios sea real y profunda, el alma no goza siempre de ella; experimenta a veces grandes oscuridades, y se siente más «en la mesa de los pecadores» que en la antesala del Cielo. El Señor permite que sus amigos, y eso parece frecuente hoy, sientan pesar sobre ellos, en una misteriosa solidaridad, todo el peso del pecado del mundo. Si puede haber criterios que permitan evaluar el grado de unión con Dios de una persona, no se los va a encontrar en el dominio sensible. Los criterios más seguros serán más bien la profundidad de la humildad, la caridad atenta con aquellos con quienes compartimos la vida, la aceptación pacífica y confiada de todo lo que nos pueda pasar, incluidas las decepciones y sufrimientos. La aceptación de la Cruz es lo que nos coloca más eficazmente en el camino de la unión…
Aunque nadie puede medir su grado de unión con Dios, conocemos con certeza el camino que conduce a ella: el camino de la fidelidad a la oración, de la pobreza de espíritu, de la humildad, de la paciencia, de la mansedumbre, de la pureza de corazón, de la misericordia, de la paz… en una palabra el camino de las Bienaventuranzas. No hay otra puerta de entrada en el Reino.
He aquí un pasaje de una carta del padre Marie-Étienne Vayssière a una persona a la que él acompañaba:
Proseguid sin descanso el trabajo de vuestra unión con Dios. ¿Cómo? Por la muerte de vos mismo, la purificación de vuestro interior, por la humildad, la mansedumbre, la abnegación, el olvido generoso de vos mismo, el abandono sin reserva. Cantad las voluntades divinas en todos los detalles que en cada instante salen a vuestros pasos. Sed un alma de fe que ve todo en Dios, en su voluntad, en su amor, adhiriéndose sin reserva a ella por un impulso incesante del corazón. En el fondo, todo está ahí: toda santificación y toda virtud, en esta vida de la fe. Ver a Dios en todo, Dios y su infinito amor, hasta en el grano de polvo que pisamos con los pies, el cabello que cae, la hoja que se agita. Y responder a este amor de nuestro Dios por la adhesión y el amor de nuestro corazón. Estar alegre y contento con todo, porque todo es de Dios, todo es Dios. Haced de eso el gran principio de vuestra vida espiritual, el verdadero centro en el que todo se apoya. Vuestra marcha adelante estará hecha de seguridad, de rapidez, de alegría, de fecundidad sobrenatural3.
Otros puntos quedarían por tratar en este asunto de la unión con Dios. Con santa Teresa de Jesús, sabemos que se fundamenta en el misterio de la Encarnación, y que la unión con Dios se realiza a través de una comunión amorosa con la humanidad de Jesús. Con san Louis-Marie Grignion de Monfort sabemos el rol esencial que juega María para conducirnos a esa unión. Pero todo no puede abordarse aquí.
A modo de conclusión, dejémonos aún animar y estimular por este bello texto del padre Vayssière:
El alma que ora, cualquiera que sea su miseria, está siempre, en realidad, en marcha hacia Dios. Y las miserias que parecen retrasar su marcha no hacen en verdad más que acelerarla. No es el sentimiento que tenemos de Dios lo que nos une a él, sino más bien el sentimiento de nuestra miseria, y en esta miseria, la confianza que nos levanta y nos hace marchar a pesar de todo. Reanudad, pues, con humildad los ejercicios cotidianos. Marchad habitualmente en esta humildad, en el sentimiento práctico de que no sois nada y no podéis nada bueno, pero al mismo tiempo en una confianza sin límites en la infinita misericordia de nuestro Padre del Cielo4.
¿Dónde estoy en mi deseo de unión con Dios? ¿Es la gran prioridad de mi vida, algo ardiente en mí? ¿Se ha debilitado un poco con el paso de los años? ¿Qué ha podido atenuarlo: desilusión, desánimo, pérdida de esperanza debida a la experiencia de mis miserias? ¿O bien he puesto mi deseo en algo distinto de Dios? ¿Qué puedo hacer en concreto para despertar y mantener vivo ese deseo? Estas preguntas las podría llevar a una charla con quien me acompaña espiritualmente.
Marie-Pascale Jégou
«Que me bese con el beso de su boca. He recibido, lo afirmo, favores que están muy por encima de mis méritos, pero están por debajo de mis deseos. Soy arrastrado por mis deseos, no es la razón lo que me guía. No acuséis de temeridad, os ruego, lo que no es más que efecto de un ardiente amor»1.
San Bernardo
El hombre está constantemente asaltado por múltiples deseos, pero su gran deseo fundamental es una sed de plenitud sin fin, aunque no sepa nombrar esta atracción irresistible. «El hombre lleva en sí un misterioso deseo de Dios»2. «Mi alma añora, desfallece por los atrios del Señor; mi corazón y mi carne se alegran por el Dios vivo» (Sal 84, 3).
Ese deseo es un movimiento hacia un bien ardiente. «El deseo de Dios están inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí»3. La esposa del Cantar de los Cantares dice: «Buscaré al que ama mi alma» (Ct 3, 2). Este deseo es un movimiento hacia delante. «Continúo esforzándome por ver si lo alcanzo, puesto que yo mismo he sido alcanzado por Cristo Jesús» (Flp 3, 12). Es también un martirio. Teresa de Lisieux afirma que el deseo confina a veces con el martirio, como un fuego que os quema, como lo ha experimentado ella en la oración mientras buscaba su misión específica en el corazón de la Iglesia.
Las lunas de miel no duran, pero viene el tiempo del amor profundo que se enraíza. La esposa del Cántico espiritual busca al esposo y al no encontrarle dice: «Y déjame muriendo un no sé qué quedan balbuciendo»4.
Intenta alcanzar ese no sé qué mediante cosas pequeñas (en apariencia) pero que son de una extrema importancia:
esas
palabras de amor
que se escapan del corazón, como flechas que desearan atravesar al Amado, elegido por nuestro corazón;
la
carta de amor de la Escritura
releída sin cesar, siempre nueva, frases de choque que nos conmueven, copiadas enseguida;
la
gratitud
como telón de fondo del alma, bendición pedida sobre el mundo, la Iglesia, nuestro prójimo;
el
deseo de bondad
para con todos;
la
ley del don
a ejemplo del «
Hijo del hombre
[que]
no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos
» (Mc 10, 45);
una
cultura de la confianza,
liberadora: todos no tienen como Teresa una confianza innata a toda prueba. Lo que paraliza mi deseo no es atreverme a creer que puedo agradar a Dios que
me
busca,
a mí
pobre pecador;
la
purificación
constante del pecado, en la reconciliación.