El texto literario - Alonso Rabi Do Carmo - E-Book

El texto literario E-Book

Alonso Rabi Do Carmo

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Beschreibung

El estudio de la literatura compromete el conocimiento de diversas herramientas que permitan un acercamiento integral a la peculiar naturaleza de los textos literarios, llamados también textos artísticos. Este manual pretende poner en manos del estudiante unos conceptos teóricos mínimos, así como instrumentos de análisis que lo guíen, con rigor y creatividad, en la lectura. Aquí se dan cita distintos tópicos y preguntas, como la indagación en un concepto de literatura como disciplina, el canon, el contexto histórico, las características centrales del texto literario y sus vinculaciones con la experiencia social. De igual modo, se presentan miradas sobre la poesía, la teoría literaria latinoamericana, el teatro, los relatos fantásticos y de ciencia ficción y la hibridez de los llamados textos de no ficción. En suma, se trata de un libro que iniciará al estudiante en el apasionante estudio de la práctica literaria.

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El texto literario. Aportes para su estudio

Primera edición impresa: agosto, 2020

Primera edición digital: septiembre, 2020

De esta edición:

© Universidad de Lima

Fondo Editorial

Av. Javier Prado Este 4600

Urb. Fundo Monterrico Chico, Lima 33, Perú

Apartado postal 852, Lima 100, Perú

Teléfono: 437-6767, anexo 30131

[email protected]

www.ulima.edu.pe

Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Imagen de portada: Comfreak/Pixabay

Interiores: imágenes utilizadas conforme a la licencia de Shutterstock.com

Versión e-book 2020

Digitalizado y distribuido por Saxo.com Perú S. A. C.

https://yopublico.saxo.com/

Teléfono: 51-1-221-9998

Avenida Dos de Mayo 534, Of. 404, Miraflores

Lima - Perú

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN 978-9972-45-543-8

Índice

Al lector

Capítulo 1. ¿Qué es la literatura?

Selenco Vega Jácome

Capítulo 2. Las características del texto literario

Alonso Rabí do Carmo

Capítulo 3. La teoría literaria en Latinoamérica

Camilo Fernández Cozman

Capítulo 4. La poesía y el texto poético

Luis Fernando Chueca / Carlos López Degregori

Capítulo 5. Lo fantástico o el reino de la transgresión

Alejandro Susti

Capítulo 6. ¿Qué es la ciencia ficción?

José Güich Rodríguez

Capítulo 7. Nuevas fronteras: el discurso de no ficción, los géneros híbridos

Paolo de Lima

Capítulo 8. Teatro, género de emociones

Jorge Eslava

Los autores

Al lector

La pregunta por la literatura es muy antigua e invoca respuestas diversas, no siempre válidas en todos los contextos culturales. De lo que no puede dudarse es que de su estudio se pueden sacar muy provechosas conclusiones sobre la experiencia y la vida social. No significa esto que la literatura sea un simple reflejo de la realidad; muy por el contrario, lo que hace la literatura es devolvernos una versión de esa vida real, una versión tamizada por el lenguaje, la imaginación, la invención u otras figuras, que enriquece nuestra mirada y acentúa la perspectiva crítica con que debe mirarse la existencia.

Los profesores que actualmente impartimos esta materia en la Universidad de Lima hemos querido ofrecer al estudiante una síntesis de varios problemas relacionados con el concepto de literatura, una lista parcial de sus características más relevantes y una aproximación a ciertos géneros y tendencias en la escritura de ficción. No se trata de una edición definitiva, ya que con el tiempo iremos añadiendo temas y capítulos que hagan más completa esta incursión por el fascinante mundo de la literatura.

Capítulo

1

¿Qué es la literatura?

 

Selenco Vega Jácome

Comencemos con una historia.

Hace muchos, muchos años, en la antigua China, el emperador Shih Huang Ti acometió dos empresas tan monumentales como censurables: primero, ordenó amurallar las fronteras de su extenso imperio para evitar el contacto de su gente con otras sociedades del mundo y, segundo, mandó recolectar y quemar todos los libros escritos por sus más grandes sabios, literatos y científicos. ¿La explicación? Su megalomanía y un deseo irrefrenable por controlar las mentes y el destino de sus súbditos, a quienes quiso hacer creer que antes de él no existió nada importante que recordar y a quienes intentó imponer su personal visión del mundo y de las cosas.

La historia anterior forma parte de “La muralla y los libros”, un breve y celebrado ensayo de Jorge Luis Borges (1952). Para el gran escritor argentino las acciones de Shih Huang Ti ejemplifican una vieja tentación de los gobernantes déspotas a lo largo de la historia: impedir el desarrollo de la imaginación, el pensamiento crítico y la libertad de elección entre los miembros de sus sociedades. Amurallar las fronteras supone, para un tirano como Shih Huang Ti, la posibilidad de retener físicamente a los hombres, limitar el espíritu aventurero que puede llevarlos a descubrir por sí mismos las maravillas y la diversidad del universo. Quemar libros, por otra parte, significa destruir la acumulación del saber científico, artístico e histórico que, con todo su poder, el déspota no alcanzará a controlar debido a sus propias limitaciones humanas.

Uno de los bienes más trascendentes que una sociedad es capaz de producir, acumular y valorar es, sin duda, el conjunto de textos literarios. No existe colectividad que no se haya servido de ellos, al margen del nombre con que los haya bautizado: mitos, tradiciones, historias religiosas, cantos, poemas, epopeyas, fábulas, leyendas, etcétera. Tampoco importa que se traten de textos orales o escritos, complementados o no con la gracia de los instrumentos musicales. La literatura, bajo sus múltiples formas, ha acompañado al ser humano casi desde el comienzo mismo de lo que conocemos como civilización. Junto con los dibujos de bisontes y enigmáticos cazadores, al amparo del fuego de las cavernas, los primeros hombres se sentaban de noche a contarse historias, a explicarse mediante anécdotas los pormenores de su vida cotidiana o a imaginarse posibles razones que dieran cuenta del porqué de su existencia.

No solo Borges, otro escritor latinoamericano, nuestro compatriota Mario Vargas Llosa (2009), ha reflexionado también innumerables veces acerca del sentido y la importancia de la literatura en la vida de las sociedades. Así, en el discurso de aceptación del Premio Nobel, en el año 2010, menciona el papel profundamente subversivo (en el mejor sentido del término) de las obras literarias: la literatura es un bien cultural crítico por naturaleza, gracias a ella los hombres consiguen hallar respuestas imaginativas a los dramas y problemas presentes en sus sociedades. La literatura procesa las injusticias colectivas, se convierte en un espacio crítico y en un laboratorio de la imaginación; lleva a los hombres a encontrar soluciones distintas a las que los tiranos y los regímenes autoritarios se empeñan en hacernos creer que son las únicas posibles. Por ello, según Vargas Llosa, un género como la novela, por ejemplo, no llegó a desarrollarse plenamente en las sociedades virreinales de lo que hoy conocemos como Hispanoamérica. A la manera del gobernante chino Shih Huang Ti, la Metrópoli impuso una única mirada del mundo que reforzaba la perpetuación del poderío español, en alianza con la religión católica: todo aquello que resultara distinto o insinuara un orden diferente, o que propiciara el librepensamiento era considerado riesgoso, pues ponía en entredicho el poder monolítico y absolutista que permitía el control de estas tierras.

SOBRE LA IMPORTANCIA DE LAS OBRAS LITERARIAS

De las ideas de Borges y Vargas Llosa se desprende, pues, que la importancia de las obras de ficción en nuestras sociedades es mucho mayor a la que solemos asignarle cotidianamente. En efecto, muchas veces, sobre todo en comunidades humanas modernas como la nuestra, la literatura resulta minusvalorada e incomprendida por la mayoría. Tomamos la lectura e incluso la producción de poemas, novelas y cuentos como un mero pasatiempo, como una actividad parasitaria que consiste en jugar con palabras y que practicamos cuando no tenemos ninguna cosa “verdaderamente” importante que hacer. Esta es una idea recurrente, propia de una sociedad de consumo donde predomina el valor monetario de las cosas y en que el éxito y la felicidad se miden en términos más bien utilitarios, de acumulación de bienes. Y no es una exageración: a menudo, juzgamos nuestro éxito como personas de acuerdo con el número de propiedades y dinero que hayamos producido y conservamos a lo largo de nuestras vidas.

Sin embargo, un análisis más detenido del significado de las obras literarias y de su permanencia en el tiempo nos hará darnos cuenta del error. Si por algo se caracteriza el hombre es por no desperdiciar esfuerzos en vano: las sociedades solo se dan el trabajo de preservar aquellos productos culturales que son verdaderamente esenciales para la colectividad en su conjunto. Pues bien, las obras literarias han sido nuestras fieles compañeras desde los inicios mismos de la civilización. A lo largo de la historia, uno tras otro, fueron surgiendo y cayendo los grandes imperios de la tierra. Del mismo modo, nacieron, se desarrollaron y se desvanecieron las grandes religiones y los distintos sistemas de pensamiento. A despecho de ello, nosotros, hombres del siglo XXI, seguimos leyendo a Homero y nos emocionamos con las grandes lecciones de heroísmo, hermandad y amistad presentes en La Ilíada y La Odisea. Asimismo, seguimos admirando las piezas dramáticas de Shakespeare, nos torturamos con el infierno posible del Dante de La Divina Comedia y nos reímos y seguimos al Quijote y Sancho Panza en su empresa imposible por ayudar a quienes sufren injusticias y por “desfacer entuertos”.

Algunos críticos, como Miguel Ángel Huamán (2015), opinan que cuando pensamos en el valor de las obras literarias desde una óptica moderna centrada en la mera idea de consumo, estamos condenados a equivocarnos sin remedio. La literatura, según Huamán, no nos da de comer, es cierto, no nos brinda abrigo en el sentido físico de la palabra ni nos permite adquirir una vivienda digna o un carro de lujo. Si pensamos en ella en términos utilitarios, no sirve absolutamente para nada. Sin embargo, este producto social, la literatura, ha acompañado al hombre a lo largo de su historia con una fidelidad ejemplar, por lo tanto, algún valor trascendente ha de tener. ¿En qué radica ese valor?

En primer lugar, la literatura, en tanto actividad cultural, nos permite crear una escuela de respeto a los otros y de tolerancia. Lejos de posiciones absolutistas de regímenes autoritarios que quisieran controlarlo todo, las obras literarias permiten el libre vuelo de nuestra imaginación y ponen al descubierto las diversas facetas de nuestra siempre difícil naturaleza humana. En una novela, en un cuento, en un poema respiran, conviven y dialogan hombres de distintas épocas, de diversas razas, credos y religiones. En las grandes obras literarias existe una dimensión cognoscitiva que nos permite conocer y analizar la pluralidad del pensamiento y de las costumbres humanas. En el caso peruano, por ejemplo, antes que los sociólogos, antropólogos y demás científicos sociales, fue José María Arguedas quien, a través del drama y las experiencias de personajes como el entrañable Ernesto de Los ríos profundos, nos explicó las tensiones y los conflictos irresueltos entre los hombres de la costa y la sierra peruana. O, antes que los filósofos, fue el propio Vargas Llosa (2015), quien nos hizo comprender y meditar sobre la condición de ser peruano a través de la mítica pregunta del protagonista de Conversación en La Catedral: “¿En qué momento se había jodido el Perú?” (p. 12).

Pero no es solo en el lado cognoscitivo donde se ve el valor de las obras literarias. Existe también una dimensión estética, de trabajo con el lenguaje en tanto “forma” y plano del significante. Ojo que con esto último no nos referimos a la creación literaria como un libre juego con las palabras. Muchas veces esta idea no se comprende bien y ha sido la responsable de una visión reduccionista que ve a la literatura como una mera manipulación del lenguaje destinada a la producción de “belleza”, así como a la creación de figuras lúdicas sin otro fin que el de entretener o sorprender a los lectores. Sucede que la producción literaria permite a los creadores, gracias a la libre experimentación con los sonidos y los sentidos de las palabras, ampliar las fronteras del propio lenguaje. Los escritores, en especial los poetas, son algo así como los grandes guardianes del lenguaje en una sociedad. Ninguna colectividad vive estancada en el tiempo: el progreso, la evolución o el simple cambio producto de las experiencias sociales obliga al lenguaje a modernizarse permanentemente, a adecuarse, a modular y crear nuevas palabras para nombrar aquellos productos de reciente creación, así como aquellas experiencias y situaciones hasta entonces inéditas. ¿Quién es el personaje central en esta renovación del lenguaje en una sociedad? Los poetas, los narradores, los dramaturgos; en una palabra: los literatos. Ellos manipulan el lenguaje con acierto y precisión, dan formas y sentidos nuevos a las palabras. Gracias a las obras literarias, el lenguaje se renueva y aparece, así, siempre listo para que los miembros de una sociedad se adapten a los (inevitables) cambios históricos y puedan nombrar o renombrar su realidad.

LITERATURA: GÉNESIS DE UN CONCEPTO

La reflexión acerca del valor de las obras literarias nos conecta de manera inmediata con otra de las grandes interrogantes que ha suscitado la literatura desde sus comienzos: nos referimos a la pregunta por su condición, por su naturaleza misma.

¿Qué es la literatura? ¿Cómo podemos definirla?

No una, infinidad de veces los estudiosos han intentado ofrecer una respuesta satisfactoria al concepto de “literatura”. Sin embargo, hasta hoy es imposible definirla de una vez y para siempre. Según críticos como Susana Reisz (1987), parte de esta dificultad obedece a que desde que nacemos y crecemos vivimos inmersos en un conjunto de discursos lingüísticos que nuestra sociedad ya utiliza y reconoce como “literatura”. De esta forma, el mero reconocimiento de un poema o un cuento se confunde con la pregunta acerca de lo que “es” literatura. En efecto, desde muy pequeños, casi con el propio aprendizaje del lenguaje, nos vamos familiarizando con esas historias que comienzan con la célebre expresión “Había una vez…”. Sin cuestionarnos, disfrutamos de aquellos cuentos que los mayores nos leen por las noches, antes de dormir; convivimos con esas historias, las hacemos de alguna manera, nuestras: poco a poco cuentos, novelas y poemas se convierten en parte de nuestra cotidianeidad y nos parecen tan sencillos de comprender como el propio aire que respiramos. A medida que crecemos, a través de nuestra incursión en las bibliotecas del colegio, de las universidades o de nuestra ciudad, estas obras se van multiplicando más y más, albergadas en lo que se conoce con el nombre de “canon” de la literatura.

Canon, para Susana Reisz (1987), es el conjunto de obras y autores que una sociedad considera los más importantes y útiles y que, debido ello, resultan dignos de ser atesorados. Se trata de una inmensa biblioteca virtual conformada por lo más representativo de eso que lo propia sociedad nos lleva a asumir —sin ningún tipo de cuestionamiento— como literario. Ese canon, en el caso peruano, está articulado de tal forma que nos permite recorrer sin trabas el camino de la poesía, con Vallejo a la cabeza, o el de la novela, con Mario Vargas Llosa y Arguedas, o el del cuento, con autores emblemáticos como Abraham Valdelomar, Julio Ramón Ribeyro y Oswaldo Reynoso.

El problema, prosigue Susana Reisz, es que el mero reconocimiento de las obras literarias y su adecuación con un canon no ayudan a responder a la pregunta sobre su naturaleza. Este problema se hace todavía más palpable si vemos que el conjunto de discursos considerados “literarios” abarca un gigantesco espectro de obras distintas y para todos los gustos, algunas que incluso se parecen muy poco a lo que habitualmente reconoceríamos sin problemas como “literatura”: las biografías o autobiografías, por ejemplo, se hallan en las fronteras mismas de lo que muchos reconocerían como literario. Lo mismo ocurre con las cartas de personajes famosos que a veces se publican o, incluso, con las letras de canciones como las de Bob Dylan quien, para terminar de complicar las cosas, fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en el 2016.

Volviendo a la problemática sobre la correcta definición de la literatura, tal vez un dato relevante de mencionar es que este debate lleva más de veinticinco siglos. En efecto, ya en la Grecia clásica Platón y Aristóteles reflexionaron acerca del alcance y la naturaleza de lo que hoy consideramos como discursos literarios. Lo interesante (y hasta insólito) es que lo hicieron pese a que en griego antiguo no existe un término equivalente a “Literatura”. Si buscamos el sentido actual de esta palabra, la hallaremos en el pensamiento romántico desarrollado a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, a través de obras como la fundacional De la literatura considerada en sus relaciones con las instituciones sociales, de la escritora alemana Madame de Staël. Desde entonces, muchos teóricos modernos han intentado, sin éxito, definir adecuadamente el concepto de literatura. Este problema, insistimos, tiene que ver con la enorme diversidad de registros, formas y estilos de discursos que a lo largo de la historia se van acumulando en los anaqueles inconmensurables del canon literario de las diferentes sociedades del mundo.

Pese a estos reparos no han faltado, sin embargo, autores que, con mayor o menor éxito, han propuesto una definición de lo literario. La ya mencionada Susana Reisz (1987), por ejemplo, es autora de un concepto que puede resultarnos bastante útil. Para ella, la literatura es “el conjunto de discursos lingüísticos que una sociedad utiliza de una manera, lo utiliza como literatura” (p. 44). Una vez que tales discursos son considerados por una colectividad como literarios, prosigue Reisz, su valor de veracidad, de discurso “real” se anula o pasa a tener una importancia secundaria. Lo que una sociedad rescata entonces de las obras asumidas como literarias es su valor estético, el trabajo con la forma y las palabras con las que tales discursos están conformados.

Un ejemplo de esta idea la podemos encontrar en un texto peruano de casi quinientos años. Se trata de un libro que encierra una historia real, pero tan sorprendente que parece sacada de un cuento de Borges. Hace varios siglos, durante la Colonia, el escritor y líder indígena Guamán Poma de Ayala recorrió el Perú y, como resultado de su peregrinaje, compuso un extenso texto titulado Nueva corónica y buen gobierno. Allí, acompañado de una serie de dibujos emblemáticos también de su autoría, Guamán Poma se dirige en persona al rey de España. Su intención era informarle acerca de la mejor manera de entender y gobernar estos reinos, que él consideraba mal administrados por la Corona. Su texto, escrito además en un español muy propio de él, jamás llegó a su destinatario, sino que se extravió durante siglos y fue redescubierto en 1908, en la biblioteca de Copenhague, en Dinamarca. Nadie sabe cómo fue a dar allí. Lo cierto es que su descubrimiento suscitó todo género de preguntas. Si bien fue concebido como una obra con un valor y una intención reales, con el tiempo ni el rey español a quien estaba dirigido ni la Colonia que Guamán Poma conoció existían. Sin embargo, su extraña estructura, su original estilo, así como la inigualable gracia de sus dibujos ayudaron a que, en adelante, la sociedad en su conjunto asignara a esta obra un valor estético que trascendía su mero valor de verdad. Nueva corónica… mutó su funcionalidad, adquirió un valor artístico como el de otras grandes crónicas que ahora consideramos también literarias. Hoy, aparte de ser considerado un texto histórico, Nueva corónica... también es estudiada y admirada por la sociedad como una obra literaria. Pero el de Guamán Poma y las crónicas no son el único caso: podemos hallar otros escritos, como los de la Biblia que, si bien poseen un valor religioso, son considerados cada vez más por estudiosos y amantes de la buena literatura como textos poseedores de un valor estético indudable. Ello significa que si, por ejemplo, lo que conocemos como religión cristiana dejara de existir un día, los textos bíblicos bien podrían perdurar como parte del canon literario de las sociedades del futuro.

Sin referirse directamente a ella, autores como el estadounidense Jonathan Culler (2004), parecen no estar del todo de acuerdo con la propuesta de Susana Reisz. Según el teórico estadounidense, definir la literatura como el conjunto de discursos que las diferentes sociedades consideran y emplean como “literarios” es una idea correcta a medias (p. 254). El contexto histórico (diacrónico, diría Ferdinand de Saussure) es importante en la comprensión de lo literario, es cierto, pero una correcta definición pasa también por considerar el presente de las obras, así como su interacción con cada lector en particular. Dicho de otro modo, para Culler gran parte de la aceptación y reconocimiento de un discurso como “literario” depende del contexto inmediato (sincrónico, diría Saussure) en el cual los lectores encontremos dicho discurso. Un texto en rima, por ejemplo, será considerado por nosotros “literario” o “no literario” dependiendo de si aparece en un poemario o en la publicidad de una tienda de electrodomésticos. Por otra parte, una obra literaria jamás viaja sola: aparece dentro de un soporte material, junto con el nombre del autor, el título y hasta el género al que pertenece lo que estamos leyendo. Todos estos detalles ayudan a tener una mirada distinta y distintiva de lo que leemos, nos hace tener una disposición particular, nos predispone a la lectura de las obras y a su reconocimiento como “literatura”.

Ese reino de lo imaginario que es la literatura, sin embargo, siempre está un paso más allá de nuestra capacidad de aprehenderla racionalmente. El contexto (ya sea el histórico o el inmediato), si bien nos ayuda a comprender lo literario, no nos permite definir de una manera perfecta y perdurable lo que es la literatura. Nuestra propia experiencia nos indica que existen discursos que no necesitan de ningún contexto previo, que a la primera línea ya reconocemos como literatura sin necesidad de ninguna ayuda adicional. Podemos no haber leído nunca a Gabriel García Márquez (1967), pero, ¿quién podría dudar de que es literario el comienzo de Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” (p. 9)? De igual modo, ¿acaso necesitamos de algo más, aparte de estos versos de “Madre” de Carlos Oquendo de Amat (1927), para comprender que no podrían sino ser parte de un hermoso poema: “Tu nombre viene lento como las músicas humildes / y de tus manos vuelan palomas blancas” (p. 24)?

LA DESPRAGMATIZACIÓN COMO ELEMENTO CLAVE DE LAS OBRAS LITERARIAS

En mayor o en menor grado, todas las obras literarias son el resultado de una manipulación consciente del lenguaje de todos los días. En un poema, en un cuento, en una novela el creador manipula las palabras, se sirve de ellas para transmitir un acto comunicativo único, distinto al que usaríamos, por ejemplo, en nuestro quehacer cotidiano. Es como si el literato tomara las palabras y les quitara cualquier finalidad pragmática o práctica, aquella que las convierte en meros instrumentos de comunicación. Puestas en manos del creador, las palabras serán manipuladas de tal suerte que, dentro y solo dentro de los límites de su obra, adquirirán un significado único, a menudo insólito y poderoso. Eso sí, fuera del espacio de la obra, tales palabras significarán poco o nada. A este proceso, muy característico de las obras literarias, se le conoce con el nombre de despragmatización. Confrontado con este lenguaje prístino y despragmatizado, el lector reaccionará buscando los posibles significados implícitos que se esconden detrás de esas palabras. Ya no simples palabras, por cierto: ahora figuras retóricas, eufónicas por obra y gracia de la musicalidad y la cadencia de la que también están impregnadas.

Un ejemplo del efecto de despragmatización lo hallamos en el poema de Oquendo de Amat citado anteriormente. Allí, el nombre de la madre es comparado, gracias a un símil, con la dulce resonancia de una música “humilde”, como la propia madre lo es, y sus manos, debido a la presencia de una metáfora, se convierten en gráciles aves que vuelan a ofrecer una caricia en el tierno espacio de los recuerdos del yo lírico. Y es que muchas veces, como lo explica Jonathan Culler, la literatura trae “a primer plano” la propia presencia del lenguaje, como ocurre en los versos de Oquendo: en ellos, el lenguaje nos obliga a prestar atención a su propia forma. Si en la vida diaria lo que nos interesa del lenguaje es usarlo como una mera herramienta para transmitir determinados sentidos, en el caso de la literatura, en especial de la poesía, el lenguaje deja de ser un mero transmisor de significados. El lenguaje literario tiende a despragmatizarse, es decir: pierde su utilidad práctica, se vuelve tan impráctico que solo posee valor, convertido en metáfora, sinécdoque o cualquier otra figura retórica, en el propio poema y solo en él. Otro ejemplo de esta despragmatización, según el crítico español Ricardo Senabre (citado en Villanueva, 1994, p. 154), la hallamos en los versos iniciales de uno de los sonetos más célebres del poeta español José Bergamín:

Mañana está enmañanado

y ayer está ayerecido

y hoy, por no decir que hoyido,

diré que huido y hoyado

Las palabras “enmañanado”, “ayerecido” y “hoyido” simplemente no existen en nuestro idioma: el poeta las ha creado, no de la nada, sino que ha tomado términos parecidos: “mañana”, “ayer”, “hoy”, y los ha sometido a un profundo cambio, ha alterado su categoría gramatical: los sustantivos se han convertido en verbos. De este modo, explica Ricardo Senabre, transformados en otra cosa, han perdido su función práctica, pues nadie las emplearía para comunicarse en la vida diaria. Se trata de palabras despragmatizadas, tan poco funcionales que su uso se restringe única y exclusivamente a los márgenes del propio poema de José Bergamín.

Pero retornemos a nuestro intento de definición de lo que es la literatura. Por todo lo explicado hasta ahora, es imposible definir el hecho literario de una manera única y definitiva, universal. A veces, como explica Jonathan Culler, será el contexto inmediato, o simplemente la claridad del discurso que tenemos en nuestras manos lo que nos impulsará a verlo sin asomo de dudas como literario. Otras veces, como afirma Susana Reisz, será el contexto histórico, el conjunto de convenciones de una sociedad y una época la que fijará el carácter literario de tal o cual discurso, ya sea escrito u oral, en verso o en prosa. A menudo, tanto la definición de Culler como la de Reisz se hermanarán para permitirnos acceder a una definición más compleja de lo que entendemos por literatura. Sin embargo, ambas definiciones, juntas o por separado, resultarán frecuentemente insatisfactorias para entender de una vez y para siempre la compleja naturaleza de lo literario.

UNA DISCUSIÓN CONTEMPORÁNEA: EL SITIO DE LA LITERATURA

Aparte de la controversia generada por su definición, otro de los grandes debates sin resolver que suscita la práctica de la literatura es el lugar que ella ocupa dentro de nuestras sociedades modernas. Muchas veces, su presencia resulta incomprendida y a menudo se la relega junto con actividades menores, aquellas que uno practica “cuando no se tiene nada importante que hacer”. Dentro de los espacios académicos son poquísimas las universidades donde existen carreras de Literatura. Una pesadilla recurrente de los padres es encontrarse con un hijo que le confiesa de pronto que ha decidido “dedicarse a la literatura, pues desea componer versos o escribir novelas y cuentos”. Existe el convencimiento (propio de sociedades como la nuestra, donde lo material y utilitario gana cada día más terreno) de que dedicarse a la literatura nos confinará a una vida de pobreza y sacrificio en vano.

Ya dijimos que escribir literatura, o leerla, no se verá reflejado en una casa más grande o en un bien material cuantificable. Son escasos los escritores o críticos literarios que viven de lo que escriben, lo que los obliga a buscar otros medios de subsistencia. Quien piense en la literatura como una fuente de riqueza material, lo más probable es que esté perdiendo su tiempo. Sin embargo, y lejos de cuestiones materiales, leer y comprender un poema, una novela, un cuento, nos ayudará a pensar con mayor lucidez y a hacer mejor las cosas que hacemos cotidianamente. Cierta vez, terminado su mandato, el expresidente estadounidense Bill Clinton confesó que, durante su ejercicio como presidente, e hiciera lo que hiciera, reservaba tres horas diarias para leer a los grandes maestros de la literatura contemporánea de su país. ¿Por qué? Pues porque, según sus palabras, la mejor manera de conocer a sus gobernados era a través de las novelas de Faulkner y Hemingway, de los dramas de Tennessee Williams, de los cuentos de Raymond Carver.

Por otra parte, la literatura, en tanto práctica cultural, posee una función social de enorme impacto: nos pone en alerta frente a los peligros del autoritarismo. Gracias al ejercicio de la imaginación, nos hace cuestionarnos las injusticias y las convenciones sociales, al ejercitar nuestra mente, nos despierta los sueños de construir un mundo mejor. Cada novela, por ejemplo, puede verse como un inmenso campo de exploración de las posibilidades humanas. Uno no necesita suicidarse, pero puede comprender muy bien lo que esto significa si lee las páginas finales de Madame Bovary, como dice Vargas Llosa que le sucedió a él. No necesitamos experimentar las guerras: podemos comprender sus alcances y las desgracias que acarrean leyendo las páginas de La guerra del fin del mundo. Comprendemos las injusticias sociales y encontramos posibles respuestas para combatirlas leyendo las novelas de Arguedas y Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Entendemos la naturaleza del amor leyendo los Veinte poemas de amor… de Pablo Neruda. Pero no solo ello: existe un valor lúdico en la literatura, como nos lo hace notar Jonathan Culler (2004): “Frente a cualquier ortodoxia, cualquier creencia o cualquier valor, la literatura puede imaginar una ficción diferente y monstruosa, burlarse, parodiar” (p. 266).

La literatura, finalmente, nos permite desarrollar en libertad valores como la tolerancia y el respeto a los otros. Nadie puede obligarnos a abrir una novela o un poemario y leerlos con decisión y fruición hasta el final: se trata de una elección que solo nos compete a nosotros. Como dijo Borges una vez: la lectura es un acto de felicidad y nadie puede obligarnos a ser felices. Por el contrario, leer (y escribir) es una práctica democrática, pero que una vez que la adquirimos, nos enseña a desarrollar una sensibilidad que solo las obras estéticas nos permiten: ellas incentivan nuestra imaginación, de tal suerte que nos hacen más competentes y útiles en cualquier actividad que realicemos. Así como a Bill Clinton lo hicieron ser un mejor presidente, un abogado desarrollará una visión de su profesión muy por encima del promedio si lee los capítulos dedicados al juicio en Los hermanos Karamazov, o a través de El proceso de Kafka. Un banquero o agente de la bolsa tendrá un manejo más sutil de su oficio y de los riesgos que entraña si es capaz de leer y reflexionar con La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe. En el caso latinoamericano, si uno es sociólogo o periodista, comprenderá el conflicto de las clases sociales leyendo Un mundo para Julius de Alfredo Bryce, o entenderá mejor las encrucijadas del fracaso a través de los cuentos del gran Julio Ramón Ribeyro.