El tiempo en un hilo - Maruja Moragas Freixa - E-Book

El tiempo en un hilo E-Book

Maruja Moragas Freixa

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Beschreibung

"Juan y yo disfrutábamos con la vida que hacíamos, arriba y abajo con los niños… Con el tiempo, le llegó el éxito profesional y se centró en él. Creo que eso fue el detonante de todo, pero en ese momento no supe reconocerlo. Todo llegó demasiado de repente… y no supimos reaccionar. No estábamos preparados aún. Ni podía entonces imaginar lo que vendría luego, de dolores… pero también de alegrías." La autora relata su conmovedora travesía por la vida entre crisis de fe, de pareja, y también de salud.

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MARUJA MORAGAS

EL TIEMPO EN UN HILO

Reflexiones desde la adversidad

Prólogo y epílogo de Nuria Chinchilla

Sexta edición

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

© 2014 by JOAN, XAVIER e IGNACIO SAN MIGUEL MORAGAS Y NURIA CHINCHILLA

© 2014by EDICIONES RIALP, S. A.

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Fotografías interiores: Foto 1 tomada por Calafell, el resto de las fotografías cedidas por la autora.

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-6136-0

ISBN (versión digital): 978-84-321-6137-7

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

MARUJA EN MI VIDA (Xavier Balagué)

PRÓLOGO

DEDICATORIA

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

1. UNA CARRERA DE OBSTÁCULOS

La llegada a urgencias

El sol, de nuevo

Un encuentro fortuito

Nuevos problemas a solucionar

Mi nuevo dormitorio

Mis amigas, siempre cerca

La operación

Las nuevas tecnologías

2. AFRONTAR LA ENFERMEDAD: ¿QUÉ TENGO EN LA MOCHILA?

El discurso de la fiesta de cumpleaños

Reubicación tras la operación del riñón

La actitud frente a la enfermedad: vivir aquí o vivir allí

Una legión de amigos

La vida y la muerte

Una luz en la oscuridad

El desarrollo de la enfermedad

Descubrimiento del sentido de mi enfermedad

La hora de los demás

Recursos en mi mochila para afrontar la enfermedad

3. El regreso a mis orígenes

La belleza y la enfermedad

La enfermedad y el paso del tiempo

El regreso a mis orígenes

La familia de mi padre

La familia de mi madre

La educación y el servicio

Recursos puestos por la familia en mi mochila

4. Recursos en la mochila de la niñez y de la adolescencia

El desarrollo de hábitos en una familia unida

Constructores de identidad

Recursos procedentes del colegio

Los esfuerzos educativos de la familia extensa

La confusión entre cristianismo y franquismo

Un entorno ordenado

Siguen los veraneos: las nuevas amistades

La vida a ritmo lento

5. Veintidós años casada, y con tres hijos

El noviazgo

El crecimiento familiar

De Sitges a Cadaqués

Mis suegros

La transmisión del legado familiar

6. La madre de todas las crisis

La tormenta

Mi norte: el amor incondicional

La decisión de vivir sola

La separación

Dios cierra una puerta y abre un portal

Los primeros años

Recursos de partida en la madre de todas las crisis

Los recursos intelectuales

Los recursos materiales

Los recursos sociales

Los recursos emocionales

Ungüentos para curar el dolor

La música y el silencio

El desarrollo de los sentidos

La naturaleza y sus contrastes

El valor de la vida cotidiana

7. Operación baldeo: del desorden al orden

Las grandes preguntas

Las respuestas procedentes del entorno

Operación baldeo: construir de forma sólida

El despertar de los recursos espirituales

La verdad: el fiel de la balanza

En busca de respuestas sólidas y definitivas

La fuerza de las Escrituras

La nueva toma de decisiones

La reconstrucción identitaria

Matrimonio civil y Matrimonio religioso

La fidelidad

Una única vida y una única persona

«Dios existe: yo me lo encontré»: el sentido de misión

Del desorden al orden

8. Obstáculos en mi camino

Sacar adelante un matrimonio atípico

La reconstrucción familiar

Una bajada masiva de brazos: «¡Es lo que hay!»

«Rehaz la vida»

«A rey muerto, rey puesto»: la plaga de los «ex»

El revoloteo de los buitres

La incomprensión del entorno

La entrada del buenismo en la Iglesia

La defensa del amor incondicional, ¿una provocación?

Saltando sobre las olas

Libre, por fin

9. El cambio de tendencia: educar para el amor incondicional

Las baldosas de Barberà

¿De dónde partimos para conseguir el cambio a mejor?

Conocer el pensamiento caótico contemporáneo

Cómo ayudar: uno a uno

La ausencia de límites

La anarquía en el «amor»: la desprotección de los débiles

La quiebra de las relaciones familiares

Historias de amigas

Nada nuevo bajo el sol: las nuevas viudas del siglo XXI

Redes

Las dificultades para educar hijos después de una separación

Muchos padres quieren recuperar su sitio

Enseñar a amar

Enseñar a perdonar

Distinguir entre persona y comportamiento

Llamar a las cosas por su nombre

10. El esplendor, a la carrera

El Centro Internacional Trabajo y Familia

Women’s lobby

Mi llegada al IESE

Desarrollo de la misión profesional y personal

Los nuevos recursos intelectuales

Los nuevos proyectos

Hacia un nuevo feminismo

La ONU

11. El futuro

De nuevo en la clínica

Diferencias entre las dos crisis

El tiempo, a la carrera

Afrontar las crisis y su repercusión en la biografía de uno mismo y de otros

EPÍLOGO

OTROS LIBROS RIALP

FOTOGRAFÍAS

MARUJA EN MI VIDA

Siempre dicen que lo difícil es cómo empezar a contar una historia, y puedo corroborar que así es. Mi especial conexión con Maruja no se debe precisamente a mis vivencias junto a ella, durante su vida. De hecho, el libro que tienes en tus manos me sirvió para descubrir al verdadero personaje en toda su grandeza.

Mi nombre es Xavi y soy amigo de los hijos de Maruja. Conocí a Joan, el hijo mayor, hace 25 años en un antiguo gimnasio que ahora ya no existe. Juan era y sigue siendo una persona muy extrovertida que fácilmente entabla conversación con la gente. Si no hubiera tomado la iniciativa para presentarse hace 25 años, nada de esto hubiera ocurrido. Parece increíble cómo pequeñas situaciones pueden tener una influencia tan grande en nuestras vidas.

Joan me presentó a sus hermanos, Ignasi y Xavi, quien ha acabado convirtiéndose en mi mejor amigo y a quien quiero como a un hermano. En esa época teníamos 19 años y los encuentros en casa de los hermanos “Sanmi” eran frecuentes los fines de semana. Sus padres se iban a Bolvir y ellos tres se quedaban “solos” en su casa, o, mejor dicho, bien acompañados: mañana, tarde y sobre todo noche, la casa se llenaba de amigos, y montábamos unas fantásticas fiestas que aún recordamos con nostalgia.

A Maruja tardé tiempo en conocerla. Fue seguramente algún día entre semana, cuando quedábamos para estudiar en casa “Sanmi”. Dentro del grupo de amigos de sus hijos yo era una cara nueva para Maruja, a diferencia de otros chicos a los que había visto crecer. Mi trato con ella era, por ese motivo, algo distante y respetuoso.

Con el paso de los años, a las fiestas de fin de semana en Barcelona se añadieron los fines de semana en su casa de Bolvir. Mi relación con Maruja fue creciendo, pero nunca más allá de lo que era: la madre de un buen amigo, por la que sentía un gran respeto.

De hecho, ella tenía mucha más confianza con otros amigos de sus hijos, para quienes era como una segunda madre. Mi relación con ella no alcanzó nunca esa familiaridad. Pero sí compartimos comidas y risas en Bolvir con sobremesas interesantes, pues Maruja era un pozo de sabiduría. Era la época previa a su paso por el IESE.

Pasaron los años, me casé y nació mi primera hija, Laura. Los encuentros con Maruja se limitaban a algún fin de semana en que subíamos a la Cerdanya. El último fue durante la fiesta de la Purísima de 2012. Aún recuerdo estar bailando un vals con Laura en brazos en el salón de la casa de Bolvir mientras Maruja decía: «Es la única niña que conozco que con un año canta el Danubio Azul».

Lo poco que la traté en vida hace más sorprendente aún la conexión que tengo con ella desde su fallecimiento. En abril de 2013, perdía su lucha contra el cáncer en la clínica Teknon de Barcelona. Todos sabíamos que eran momentos delicados y que en cualquier instante recibiríamos una llamada con la triste noticia. El domingo 27, poco después de comer, recibí un mensaje de Cristina “la mujer de Xavi” diciéndome que fuera a la Teknon porque Xavi me necesitaría. Llegué en quince minutos, junto a los hermanos y al grupo de amigos más íntimos. Nos informaron del inminente desenlace y nos preguntaron si queríamos pasar a despedirnos de ella. Entramos en la habitación y permanecimos un rato a su lado, en silencio. Maruja estaba sedada. Cada uno fue despidiéndose como quiso, con una caricia en la mano, un beso en la frente…

Cuando salimos, sentí una opresión en el pecho y pregunté dónde estaba la capilla. Una vez allí, sin saber por qué, empecé a llorar como nunca antes lo había hecho. Me vacié. No entendía nada. Soy una persona poco o nada emotiva, de las que apenas sueltan una lágrima. ¿Por qué reaccionaba así? ¿Por qué me afectaba tanto? Al fin y al cabo, solo era la madre de mis amigos.

Falleció al día siguiente, por la tarde, a las 20:30 h.

Dos semanas después del funeral, sentí la necesidad de ir a visitar su tumba en el cementerio de Sant Gervasi (Barcelona). Frente a su lápida me sucedió lo mismo, volví a desmoronarme. Empecé a llorar, y me arrodillé. Desde entonces voy a menudo, y llevo flores. Paso ratos de reflexión junto a ella y le pido consejos sobre innumerables cosas. El vínculo que se ha establecido es tan especial que llevo en mi cartera una foto suya, junto a la de mi mujer y mis hijos. Y por más que me lo he preguntado, no entiendo el motivo de este sentimiento hacia Maruja.

Maruja y el nacimiento de Pau

Pasaron los años, y en enero de 2017 mi mujer se quedó embarazada de Pau, nuestro segundo hijo. Fue un embarazo muy complicado, con continuas pérdidas, reposos, ingresos en la Maternitat… hasta que el 23 de junio, en el quinto mes de embarazo, Bárbara empezó a tener contracciones y tuvo que permanecer ingresada.

Las doctoras nos informaron de lo delicado de la situación y de los riesgos de un nacimiento tan prematuro. Bárbara es una mujer excepcional y mantuvo un absoluto reposo, sin moverse de la cama, para ganar el máximo tiempo posible. Contábamos los días como victorias.

Pero el 26 de junio todo se precipitó. Me telefoneó a las 23:15 h llorando, diciéndome que la bajaban de inmediato a quirófano: Pau ya venía y no se podía esperar más... Salí de casa volando en dirección a la Maternitat, y llegué justo a tiempo para despedirla a la entrada del quirófano.

Pau nació a las 00:30 h del 27 de junio cuando debería haber nacido a mediados de octubre.

Era un prematuro extremo de tan solo 24 semanas de gestación, con un peso de apenas 700 gramos. Me lo dejaron ver fugazmente en el pasillo, camino de la UCI, metido en una incubadora repleta de aparatos y botellas de oxígeno.

A la mañana siguiente, en la UCI de neonatos, descubrí un mundo desconocido. La doctora me informó de la gravedad de la situación: entre otros problemas, a Pau no le funcionaban los pulmones. A diferencia del resto de incubadoras, la de Pau estaba llena de bombas por las que le administraban numerosos fármacos. A la respiración asistida se sumaban las botellas de óxido nítrico y, pese a todo, mantenía muy baja la saturación de oxígeno en sangre, con continuas y graves apneas. La doctora me dijo que, si la madre aún no había visto a Pau, que bajara lo antes posible: el pronóstico era muy malo. Cuando apareció Bárbara, pude apreciar las miradas de compasión de todas las enfermeras mientras caminaba hacia la incubadora.

Pasaron 48 horas y Pau no mejoraba. Los médicos nos dijeron que no podían hacer nada más, que ya dependía de Pau el salir adelante, y que la noche siguiente sería determinante. Comprendimos que habían perdido toda esperanza de que Pau sobreviviera, y solo nos preparaban para lo peor.

De regreso a casa, se me llenaron los ojos de lágrimas mientras conducía la moto por la Ronda Litoral. Me vino entonces Maruja a la mente: «Maruja, si estás ahí arriba, ahora es el momento de que lo demuestres. Coge a Pau de la mano y tira de él para que salga de esta». A la mañana siguiente, de regreso a la Maternitat, no paraba de repetir ese mismo deseo.

Ya en la clínica, antes de entrar en la UCI, miré por una ventana la incubadora de Pau y el monitor que mostraba sus constantes vitales. ¡Su saturación de oxígeno estaba al 90 por ciento! Los médicos me informaron que durante la noche se había producido un punto de inflexión de manera inexplicable.

A partir de ahí la mejora fue continua. Pocos días después lo desentubaron y pasó de la respiración asistida a llevar un cpap. Las analíticas comenzaron a mejorar, y también las demás pruebas diagnósticas que le hacían diariamente. Tampoco se produjo ningún derrame cerebral, tan común en los niños prematuros extremos.

98 días después de nacer, pudimos llevarnos a Pau a casa. Durante esos más de tres meses en la UCI habíamos visto cómo otros pequeños no habían tenido la misma suerte. Algunos niños presentaban a priori un pronóstico mejor que el de Pau, y murieron.

Quienes cuidaron de Pau en la Maternitat nos confesaron que, durante los primeros días, no veían posibilidades de que saliera adelante. Algunos habían llegado a despedirse de él. Todo ello quedó recogido en el informe médico de alta, donde indicaron que el caso de Pau era extraordinario. Una enfermera con más de 30 años de experiencia en la unidad de neonatología no recordaba un caso así, y lo calificó de milagroso.

Desde entonces, Pau no ha sufrido ninguno los usuales efectos secundarios pronosticados por los médicos. En el CDIAP (Centro de Desarrollo Infantil y Atención Precoz), estaba pautado que visitaran a Pau en los cinco primeros años de vida. Sin embargo, al año le dieron el alta diciendo que estaba perfecto, y que no recordaban un caso igual. De hecho, dijeron que era el único prematuro extremo sin efectos secundarios que habían tratado nunca.

Obviamente siempre cabrá la duda de qué hubiera pasado si no le hubiera pedido a Maruja que tirara de Pau. Yo solo sé lo que le pedí y lo que sucedió. No necesito más. Hay gente a la que Maruja le ha cambiado la vida, mientras vivía. A otros les pasara tras leer este libro. En mi caso fue entremedias. Y le estaré siempre agradecido por su ayuda en la milagrosa recuperación de Pau.

Xavier Balagué

PRÓLOGO

En este libro, es Maruja Moragas, mi amiga del alma, quien nos cuenta su historia. Nos conocimos cuando atravesó la que ella llama «la madre de todas las crisis»: su separación y divorcio. Desde el primer minuto se inició entre las dos una fuerte amistad. Vi en ella a una mujer honrada, buscadora de la verdad, con hambre de aprender, de ser mejor y, sobre todo, de dejarse ayudar.

Fue sin duda una gran directiva, en el sentido profundo del término: dueña de sus actos y responsable de sus decisiones. Su vida, sus escritos y su actividad profesional lograron inspirar a muchas personas. Licenciada en Filosofía y Letras, se doctoró en Dirección de Empresas por la Universidad Internacional de Cataluña (UIC). Se incorporó al IESE en 2004, donde pronto dirigió la Unidad de Español para la Empresa en el MBA y trabajó como profesora en el Departamento de Dirección de Personas en las Organizaciones. Fue para mí una colaboradora infatiga­ble en el International Center for Work and Family (ICWF). Participó en numerosas conferencias y congresos y ejerció también como coach en programas para directivos. Juntas escribimos el libro Dueños de nuestro destino, así como diversos artículos de opinión en numerosos medios de comunicación. Además, impulsó el Women’s Lobby del IESE desde 1998.

Una tarde de diciembre me sugirió dar un paseo por el barrio gótico y recorrer las callejuelas que rodean la catedral de Barcelona: quería verlas engalanadas con las luces y motivos navideños. Fue un regalo encontrarnos con dos músicos con un violín y un piano eléctrico, en sendos recovecos de nuestro itinerario. «¿Crees de verdad que escribir mi vida va a ser útil para alguien?», me preguntó una vez más, mientras escuchábamos aquellas piezas del barroco. Yo sabía que sí.

El lector encontrará en estas páginas una vida semejante a la suya, con las mismas ilusiones, retos, alegrías y dificultades, cinceladas por el amor. Un amor vivido hasta sus últimas consecuencias y desde lo más profundo de uno mismo. Con sus reflexiones desde la adversidad, y con una pluma vigorosa y directa, Maruja pretende compartir un modo diferente de recorrer el camino.

Hace más de siglo y medio, Kierkegaard decía que «engañarse respecto al amor es la pérdida más espantosa, es una pérdida eterna, para la que no existe compensación ni en el tiempo ni en la eternidad: la privación más horrorosa, que no puede resarcirse, ni en esta vida... ¡ni en la futura!». El título El tiempo en un hilo, lo escogió tras descartar La luz del amor. Maruja había impartido clases sobre cómo gestionar el tiempo, y hablábamos de él con frecuencia. Supo aprovechar el tiempo, y trabar desde el presente ese hilo fino y frágil que nos une con la eternidad —«la puerta de al lado», como le gustaba decir en palabras de san Agustín—.

Fue un lujo tenerla como amiga, y sigue siéndolo ahora. Quizá más.

«El tiempo a la carrera» es uno de los apartados que incluyó en el capítulo XI. Su título denota una lucha contrarreloj contra un tiempo que comenzaba a faltar. Aunque algunas ideas aparecen repetidas, hemos querido mantener la agilidad y espontaneidad de su redacción. Solo hemos revisado las citas y hemos introducido alguna pequeña precisión.

NURIA CHINCHILLA

Profesora del IESE Business School

Universidad de Navarra

Septiembre de 2013

DEDICATORIA

La finalidad del libro se ha ido transformando a medida que han ido pasando las semanas y los meses. En los momentos duros de enfermedad, como los que atravieso ahora, pienso que es el mejor legado que puedo dejar a mis hijos. Todos formamos parte de la rueda de la vida, y una generación aprende para dejar sus experiencias a la siguiente. Ahí va, pues, parte de mi contribución al crecimiento de mis hijos y futuros nietos. En especial a mi nieta mayor, que ha aparecido como una flor de verano en medio de este tiempo de enfermedad.

Este libro es también para mi familia extensa y mis amigos. Se lo debo. Tengo la dicha de formar parte de una gran familia, que ha respondido como pocas ante la enfermedad de uno de los miembros del clan. Y tengo también un montón de amigas incondicionales, cuya amistad jamás podría pagar aunque viviera mil años. A todas ellas dedico estas líneas llena de agradecimiento por la inmensa compañía y el apoyo que me han dado. Todos forman parte de mi historia: son mi historia.

También dedico el libro a cualquier otro lector que pueda verse reflejado en estas páginas. Seguramente, y sin saberlo, comparto con él un modo de vivir y de entender la vida, a veces muy distinto del que está en boga. No hay caminos únicos para andar por ella, todos tenemos el nuestro. Sin embargo, la experiencia me ha mostrado que no todos valen lo mismo, ni se obtienen los mismos resultados si escogemos uno u otro: hay rutas mejores que otras. Para afrontar la mayor crisis personal que ha salido a mi encuentro, decidí optar por un camino alternativo, distinto a las costumbres sociales que hoy en día se suelen seguir. Por suerte, cuando necesitaba recursos abría mi mochila y ahí estaban: alguien los puso en algún momento de mi vida.

Por eso este libro también puede ayudar a que padres y madres sean conscientes de los tipos de recursos que sus hijos necesitarán para llevar vidas estables. Lo que les den o dejen de dar influirá en su futuro, porque repercutirá en sus vidas y en su felicidad. Me apena ver a gente joven con sus mochilas escuálidas. Tenemos la responsabilidad de ayudar y formar a nuestros hijos. Bien es cierto que ellos tienen su libertad personal y que pueden tirar su vida al pozo. Pero eso es harina de otro costal: es, literalmente, su problema. Nuestro drama sería dejar de contribuir a su formación y a que tengan recursos con los que afrontar la vida.

AGRADECIMIENTOS

A todos aquellos que me han ayudado a ser quien soy en las distintas etapas de mi vida.

INTRODUCCIÓN

Este es un libro que no pensaba haber escrito jamás: se ha colado entre mis planes. Aparece como resultado de sufrir una gran crisis de salud, que decido aprovechar para explicar cómo voy tratando de solucionarla. Sin embargo, me topo con un primer obstáculo: debo hacer referencia a otra gran crisis anterior, que padecí hace casi dieciséis años. La denomino «la madre de todas las crisis» por su gran complejidad, su virulencia y el enorme esfuerzo que representó superarla. El ingenio se me agudizó de tal forma que tu­ve que poner a trabajar mil y un recursos que desconocía, para aprender de cuantos retos y oportunidades se me pusieron por delante. Fue la única forma de no sucumbir en ellos y encontrar una salida. Sin esa primera experiencia, la que me ocupa ahora habría sido terriblemente más complicada de gestionar.

Empecé a escribir estas memorias animada por varias amigas. Me sugirieron hacerlo porque estiman que ahora dispongo de formación y experiencia para aportar algo que puede ayudar a otras personas. Acepté el reto entre divertida y escéptica, con cierta ambivalencia. Por un lado, porque aunque el cáncer que padezco tiene mal pronóstico, pensé que era una aventura nueva y que a lo mejor podía salir algo bueno de ahí. Por otra parte, yo no sabía la forma ni la dirección que iba a tomar este libro, pero es cierto que cada vez encuentro un mayor sentido a lo que hago. El libro va creciendo conmigo a medida que la enfermedad avanza: supero unas crisis y aparecen otras.

Escribir este libro es un reto para mí. Aunque el hecho de ser profesora especialista en temas de relaciones interpersonales en la empresa, en mujer y liderazgo, y competencias directivas facilita mi trabajo. También el disponer de formación antropológica y de una curiosidad y ganas de aprender de todo y de cualquier persona.

Debo decir que hay otros acicates que me empujan a situarme ante el ordenador en mi cama de enferma. En primer lugar, este libro representa luchar contra el tiempo y tener que correr. Sé que no voy a poder destinar el tiempo que me gustaría dedicar a su escritura porque, simplemente, no sé si dispongo de él. Pero, gracias a Dios, en este momento tengo todavía la cabeza clara y no puedo perder ni un solo minuto de los que me es posible escribir. De hecho, he tenido que dejar de hacerlo durante semanas, porque me encontraba muy mal: no podía ni pensar, y menos escribir. Me han hecho sesiones de radio y quimioterapia que me han dejado fuera de combate, y he estado ingresada un par de semanas con una neumonía doble.

Pero, en esta lucha contra el tiempo, me animé. Pensé que lo acabaría si era algo que Dios pensaba que valía la pena hacer, ya que Él conocía los tiempos y el porqué de las cosas. Así que decidí poner esta preocupación en sus manos y olvidarme de ella. En este momento estoy ingresada en la clínica y el cuerpo me permite apresurarme, por lo menos, unos días más. Tengo que correr yo más que la enfermedad.

En la vida hay momentos de la verdad, en los que uno saca de dentro lo que realmente cree, piensa y valora. Este es uno de ellos. Lejos de mi intención pretender dar lecciones a nadie. Solo quiero compartir las experiencias vividas a lo largo de los años, a veces en medio de una dureza inusitada, que al final han resultado cruciales para sobrevivir y enderezar, hasta extremos nunca pensados, un entorno personal que parecía perdido de antemano.

En estas memorias explico tan solo lo que creo que puede ser de interés para la gente, pero protejo la intimidad de mis hijos, la mía y la de mi familia y amigos. Habrá quienes las encuentren en ocasiones algo edulcoradas. Pero las crisis y los años me han enseñado a conservar solo los buenos recuerdos, y a olvidar los malos. La propia vida enseña que el odio, el rencor y el resentimiento son lastres que impiden avanzar, nos anclan en el pasado y nos impiden crecer y disfrutar, con lo que la vida pierde el brillo e interés.

Soy una persona normal y corriente, con una vida como la de tantas otras, a la que le encanta «navegar» por ella aprovechando los recursos disponibles, sean los que sean. Me fascinan los retos y soy consciente de que lo que hago no valdría nada si me lo quedara tan solo para mí. Me doy por satisfecha si puedo ayudar a que otros no caigan en los errores que yo cometí, y sepan rectificar a tiempo antes de que su vida se transforme en un río por el que corren aguas putrefactas que los arrastren y del que no sepan salir.

La vida nos viene dada a todos de una determinada manera, pero hay que perder el miedo y olvidar miles de viejos prejuicios que, como si de cadenas se tratara, se enrollan alrededor de nuestros pies y nos tiran hacia abajo. La libertad humana es fascinante. Hay que recuperar la cabeza y la valentía de vivir, iniciando una época que sane de nuevo a la gente. En la madre de todas las crisis, yo lo tenía todo en contra pero no me amilané. Hubo personas que me ayudaron muchísimo a encontrar el camino indicado y, aunque era difícil, lo conseguí. Eso es lo que pretendo compartir con otros: entusiasmarles para que inicien este nuevo camino de regeneración, tan necesario para la felicidad. Mis hijos y nietos se lo merecen.

Barcelona, abril de 2013

1. UNA CARRERA DE OBSTÁCULOS

La llegada a urgencias

Eran las 11 menos cuarto de la mañana del jueves 4 de octubre de 2012. Había ido al despacho porque tenía una reunión vía Skype con Sowon, una colega de trabajo que vive en Suiza, coautora de un paper con el que batallamos desde hace un año. El día anterior había orinado sangre de forma bastante continua, por lo que esa noche llamé a mi hermana Gloria, médico en la Clínica Teknon desde hace 12 años. Le conté lo que me pasaba. «¿Cómo te encuentras?», me preguntó. «Bien», le respondí. «Si no fuera por esto, no tengo nada». Me dijo que fuera a Urgencias y me lo miraran, porque podía tener varias causas. Como ya era de noche, le respondí que me iba a la cama y que acudiría al día siguiente, bien dormida y descansada.

Dormir nunca fue algo que hiciera de forma espontánea. Envidio a la gente que cabecea nada más subirse al avión o que ronca en cuanto su cabeza toca la almohada. Cuando era pequeña iba a la habitación de mis padres, llamaba a la puerta y les decía: «¡No puedo dormir!». Mi padre, invariablemente, contestaba: «¡Bebe agua!», placebo que muy pocas veces funcionaba.

Y esa noche dormí. Así que aparecí en la clínica con un sol espléndido y un día aún de verano. Mi hermana me esperaba a la entrada: «Estaré pendiente de todas las pruebas que te hagan».

Me atendieron en seguida, no tuve que esperar. El médico de urgencias me iba palpando y me preguntaba: «¿Dónde le duele? ¿Aquí?». «No», le contestaba yo una y otra vez. Me auscultó, me hicieron orinar en un bote y salió una orina que, a primera vista, era normal y corriente. «No se ve nada, pero la vamos a analizar». Me hicieron una placa. Y esperé.

Volvieron al cabo de un rato: «Hay sangre. Hay que hacer una ecografía». Y ahí que fui. La doctora que me atendió era amiga de mi hermana, así que ella estuvo presente también. Vi sus dos caras mirando atentamente la pantalla. Una de ellas, no recuerdo quién, señaló con el dedo: «Aquí». Me untaron el cuerpo con gelatina fría y siguieron mirando más y más. Al salir, mi hermana me dijo: «Hay un tumor, te han de hacer un TAC. Voy a decir que te busquen especialistas en riñón, los mejores...». Empecé a ver cómo la clínica se ponía en marcha de una forma cada vez más frenética. Lo que parecía un tumor mediano se convertía en grande... Las puertas se abrían y cerraban tras de mí a gran velocidad.

Mi hermana me dijo: «Han localizado a tres oncólogos especializados en riñón. Tenemos que escoger. Los tres son unos número uno». Elegimos a un oncólogo del Hospital Valle de Hebrón que también trabajaba en Teknon. «Me será más fácil seguir todo el proceso...», me dijo Gloria. Le localizaron. Quedó en que me recibiría esa misma tarde antes de empezar las visitas en la clínica. Yo pensé: «Uf, Maruja, cómo debes de estar...».

Entre prueba y prueba volvió Gloria: «Ahora tenemos que localizar un buen cirujano. El mejor. Nos va mucho en ello...». No entendí nada de lo que me contaba. Soy lego total en Medicina, pero sí sé de Comunicación, y me dediqué a observar el lenguaje no verbal de todos los que se me ponían delante. Vi muchas prisas, mucha atención y ningún drama. Mucha profesionalidad. Y esto tranquiliza. Gloria seguía: «Me están buscando un buen cirujano»... Y al cabo de un rato: «Hay uno buenísimo que hace solo seis meses que tiene consulta privada aquí por la tarde. Pero no le conozco. Si no, habrá que mirar otro...». Los dejé hacer. Me di cuenta de que lo mejor era callar y obedecer. Terminaron las pruebas, eran las dos menos cuarto. Faltaban dos horas y media para que me viera el oncólogo.

Desde Urgencias realicé dos llamadas telefónicas. La primera de ellas fue a mi hijo. Le conté lo que pasaba y casi se desmaya. Tuve que imponerme para que no se plantara en la clínica a los tres minutos. Se lo desaconsejé porque todo estaba ya encarrilado y yo volvía un rato al IESE. Le dije que le llamaría un poco más tarde y que entonces podría venir. La segunda llamada fue a mi jefa, que casi se muere del susto al saber lo que estaba pasando. «Cuenta con toda nuestra ayuda, y ¡ánimo!». Desde entonces no ha parado de estar al tanto de todo y de ayudar cuanto ha podido.

Me hicieron volver a Urgencias por una cuestión de procesos. «¿Qué hago?», le pregunté a mi hermana, y me dice: «Come en el restaurante o vuelve después». La doctora de urgencias que me atendió se horrorizaba: «¡No sé si la van a dejar salir!».

El sol, de nuevo

Pero me dejaron. Decidí que no me quedaba en la clínica, que ya no podía más de hospital y que me volvía a comer al IESE. La comida de allí siempre ha sido muy buena, así que pensé que volver a mi redil normal me haría mejor que esperar todo ese tiempo sola en corral ajeno, porque mi hermana tenía muchísimo trabajo que había ido posponiendo por atenderme a mí.

Llegué al IESE y le conté a Carlos, amigo y colega de trabajo, lo que me pasaba. Ahí, por un momento, vi la que me caía encima. «Dios mío, mis hijos». Derramé muy pocas lágrimas. Hasta entonces había estado muy serena. De hecho, incluso mi hermana me lo comentó: «Has dejado parados a las enfermeras y a los médicos por tu reacción». No puedo decir que me quedara igual, porque no fue así, pero veía que yo dominaba la situación y que ella no me dominaba a mí.

Me recuperé: «Vamos a comer», le dije. Nos colocamos en una mesa al fondo, lejos de los grupos de gente que aún quedaban en el comedor. No tenía ganas de hablar con nadie. Terminamos la comida y me fui a lavar los dientes, como cada día. Y después de hacerlo, como cada día también, fui a hacer la visita al Oratorio del Campus Sur.

Un encuentro fortuito

Al salir, me encontré de frente con un psiquiatra al que conozco desde que mi marido nos abandonó hace ya quince años. «Tengo cáncer de riñón y metástasis...». Y él, sin inmutarse me dice: «Tengo muchos amigos que han tenido cáncer de riñón y están la mar de bien. Solo tienes que hacer una cosa a partir de ahora: céntrate en el presente, vive el minuto y no te enredes en pensar en nada de lo que te puede pasar en el futuro...». Fueron dos minutos de conversación, pero providenciales para enfocar bien todo lo que me iría sucediendo. Me di cuenta de cómo Alguien seguía cuidando de mí.

Volví por la tarde a la clínica. Le había dicho a Gloria que no quería ningún engaño de los médicos. La situación que fuera, yo quería conocerla. Ella estaba totalmente de acuerdo. El Dr. Carles, oncólogo especialista en riñón, me atendió muy amablemente y confirmó el diagnóstico de las pruebas. Sugirió atenderme en el Valle de Hebrón, porque el tratamiento era carísimo. «Es un tumor de los más silenciosos. No se muestra hasta que ya es grande...». Mi hermana le comentó que precisábamos un buen cirujano, que tenía el nombre y que no sabía cómo llegar a él. «Yo le conozco. No te preocupes. Le llamaré ahora mismo». Al cabo de pocos minutos Gloria me dice: «Lo ha localizado. ¿Puedes venir esta tarde a última hora?». Contesté que sí. La vida se había detenido. Todos mis planes estaban frenados. Mi vida se limitaba a partir de entonces a hacer lo que los médicos dijeran.

Lo que Gloria no sabía es que ella había estado bajo mis focos durante esa terrible mañana que pasamos juntas. La observé con el rabillo del ojo. Ella era la persona que podía acompañarme. Era templada, tenía sangre fría, no se acogotaba ni por la presión ni por los problemas. Vi su reacción cuando nos iban dando más y más malas noticias. Me di cuenta de que podía apoyarme en ella. No resisto los dramas, no solucionan nada. Me gusta la gente entera, luchadora, que encara los problemas sin arrugarse. Yo necesitaba gente así a mi lado. Lo último que necesitaba era gente emocional: necesitaba personas racionales, acostumbradas a solucionar problemas y afrontarlos de cara por duros que fueran.

Nuevos problemas a solucionar

Salí de nuevo de la clínica y me fui en dirección a casa. Aparqué el coche en la calle, cerca de la casa de mi hijo Xavi, y me puse a pensar: «Maruja, lo de los médicos está encarrilado. Ya sabes el diagnóstico. Habla ahora a tus hijos»... No lo había hecho antes por no preocuparles. Quería tener ya datos más concretos y posibles soluciones, las que fueran. Tengo tres chicos, y desde hace quince años soy yo quien voy tirando del carro, y aunque me ayudan, y mucho, me gusta ejercer mi papel de madre. Llamé por teléfono a Ignacio: «Tengo una mala noticia. Tengo cáncer de riñón. Me han hecho pruebas, salgo del oncólogo»... Tras la sorpresa, se enfadaban: «¡Mamá!, ¿por qué no nos lo has dicho y te hubiéramos acompañado nosotros?», y les contestaba que porque había estado acompañada en todo momento por mi hermana, y porque, en esos momentos, ella era quién más me podía ayudar.

Estos dos hijos míos son licenciados en Dirección de Empresas. Xavi se dedica al mundo financiero: acaba de montar una empresa sobre gestión de patrimonios. Ignacio trabaja en un banco. Los dos están casados, sin hijos de momento. Son todos treintañeros y muy buenos chicos. A estas alturas de la vida, lo único que me interesa de la gente es su calidad humana.

Vinieron corriendo a donde yo estaba. Se empeñaron en acompañarme a última hora y asentí, pero les dije que en la visita con los médicos estaríamos tan solo Gloria y yo. Mis hijos han dado y dan la talla, ya lo creo, pero al fin y al cabo soy su madre. Quería protegerles y evitar que oyeran lo que me iban a decir. Una cosa es oírlo de mis labios, o de los de su tía, y otra directamente del médico. Bastante han sufrido ya. Quería ahorrarles todo el sufrimiento que pudiera y mitigárselo como fuera. Ya vale de sufrir. Pero reconocí que si no les dejaba actuar les estaba negando un derecho fundamental, así que les dejé que vinieran a la clínica.

No llamé a Joan, mi hijo mayor, porque está en Bélgica, en el Hospital Universitario de Bruselas, y no lo hubiera localizado a esa hora. Está haciendo un fellowship con un cirujano maxilofacial muy prestigioso. Hacía tan solo una semana que se había mudado allí, y estaba agobiado. Pensé que por la noche lo encontraría y podría darle noticias más concretas. Recibir malas noticias estando lejos y siendo médico es un mal trago. Joan tiene dos carreras, es cirujano maxilofacial y dentista, y acaba de empezar el doctorado. No hace falta decir que tiene una inteligencia y una memoria brillantes.

«¿Y qué vas a hacer después de operada?», me preguntaron Xavi e Ignacio. Vi cómo se ponían en marcha, uno quería venir a vivir a casa, el otro que me fuera a la suya... «No», les dije. «Os lo agradezco, pero es mejor que me vaya a vivir esta temporada a casa de la abuela. Ella todavía no sabe nada de todo esto, ni de mi intención de ir a su casa. Se lo diré mañana en cuanto lo tenga todo resuelto...». Y asintieron. Mi madre tiene 87 años. Tiene dos stents en el corazón y toma Sintróm, un medicamento anticoagulante. Además, tiene una artrosis que le fastidia las rodillas y le impide andar ligera. Pero está bien. Es templada, fuerte, sonriente y siempre animosa. Cuidó ocho años de forma primorosa a mi padre con un Alzheimer del que murió. Yo sabía que no tenía más que insinuar a mi madre que me cuidara para que se volcara en mí. Por suerte, además, la intendencia en su casa funciona como un reloj. Tiene una buenísima asistenta que la atiende la mayor parte del día, y acababa de montar un cuarto con cama de enfermo para su hermana, mi tía Nuri, que al final no ocupó, porque falleció el invierno pasado. Y yo pensé: «Maruja, ya tienes habitación».

Volví a la clínica a última hora de la tarde. Me recibieron los dos médicos juntos. Y yo seguía pensando: «Maruja, cómo debes de estar para que te reciban dos figuras juntas y el mismo día...». Salieron de la consulta los dos, con todas las pruebas, para deliberar: «Esperaos aquí, volvemos en seguida», nos dijeron a Gloria y a mí. Regresaron a los pocos minutos. El Dr. Alcaraz, cirujano especialista en Urología del Hospital Clínico de Barcelona, tomó la iniciativa: «Tenemos muy clara la estrategia. Clarísima. Hay que operar ya». Se dirigió a mi hermana: «Habrá que preguntar cuándo hay quirófano en la Teknon»... Y ella contestó: «Ya lo he hecho. Este lunes o el martes». Y dice Alcaraz: «El lunes a las tres». Y yo seguía pensando: «Maruja, ¡cómo estás!...». Pero su decisión y su iniciativa me tranquilizaron. Vi que estaba en las mejores manos. Providencial de nuevo. Pregunté cuál era el pronóstico. No era bueno, la supervivencia era muy baja, así que podía enfrentarme a la muerte en un período más o menos breve.

Decidieron hacerme al día siguiente un PET y las pruebas preoperatorias. Estaban bien: el cáncer no había llegado a los huesos. Debo decir que mi hermana es la directora de la unidad de Medicina Nuclear de la Teknon, una chica risueña y amable, con mucho carácter, médico vocacional y la salvación de la familia en cuanto alguien estornuda. Pero ese día batió su propio récord: en 24 horas yo estaba diagnosticada, me habían visitado dos médicos de campanillas, tenía el preoperatorio hecho y me operaban después del fin de semana.

Mis hijos se ocuparon de todos los trámites y papeleos: llamaron al IESE, al agente de seguros... Todo en orden. Los chicos son de mucha ayuda. Yo, que siempre he tirado sola del carro, vi que tenía hombres a mi alrededor. Y eso me relajó, porque la presión era extrema.

El viernes a media mañana, solo 24 horas después de toda la movida, aparecí en casa de mi madre. «¿Qué haces aquí?», me preguntó, «¿No trabajas hoy?». Le contesté lo que había pasado. No hubo lloros, ni lamentos, ni nada. Le expuse hechos y soluciones. No oculté la gravedad. Le expliqué que yo estaba preparada para lo que fuera, que no sufriera, porque sabía el significado de la vida, que tenía un límite, pero que la gracia estaba en que la vida continuaba después y en otra dimensión infinitamente mejor. Mi madre es una mujer muy entera, de una generación muy fuerte, de enraizadas convicciones religiosas, y totalmente dedicada a la familia, a sus seis hijos, yerno, nueras y trece nietos. Me entendió al instante. Le pedí si podía quedarme en su casa: «Solo faltaría. Mi casa es tu casa. Aquí te cuidaremos bien. Incluso tienes la habitación preparada...». «Además —seguía mi madre—, me va mejor que estés aquí que en tu casa. Aquí puedo ver cómo estás y qué necesitas, mientras que si estuvieras en la tuya debería coger el autobús...».

Mi nuevo dormitorio

Fui a ver la habitación. Me chocó, porque me di cuenta entonces de muchos detalles en los que antes no había reparado. Por ejemplo, en la colcha. La hizo mi suegra hace años para el apartamento que teníamos en Llívia. La bajaron mi hijo Ignacio y Fara, su mujer, hace poco de Bolvir. Se la pedí para la cama de la tía Nuri, que resultó ser la mía. Y se me había olvidado. Ahora, la colcha hecha durante tanto tiempo por mi suegra, me cubriría a mí. Y me encantó.

Cogí el coche, me fui a casa y me tumbé. El riñón empezó a sangrar cada vez más, lo mismo que el sábado. Yo pensaba: «Esto es por los meneos que te han dado. Ya estás diagnosticada y te operan el lunes, así que tranquila...». Era como una carrera de obstáculos: visualizábamos uno, nos preparábamos para saltarlo y lo saltábamos. Todo hiper-rápido, pero lo lográbamos. Las cosas se iban encarrilando. Esa noche volví a dormir bien, y he seguido haciéndolo todos los días antes, durante y después de la clínica. Y sigo haciéndolo desde entonces como un lirón.

El sábado por la mañana, el teléfono sonaba sin parar. Lo tenía silenciado y contestaba las llamadas cuando podía. Fui a confesar, como cada sábado, y le conté al sacerdote lo que me pasaba. Él es mi confesor desde hace más de diez años y me conoce bien. «No te preocupes», me decía. «Nuestro tiempo es de Dios. Nuestra vida es un regalo. Él te quiere profundamente y estás en sus manos. Él te cuidará como siempre ha hecho». Y añadía: «Cuando te pongan en la camilla, piensa que estás tumbada de lado a lado en el altar del Señor y que Él es quien te opera valiéndose de las manos del cirujano...».

Mis nueras Cristina y Fara me acompañaron a El Corte Inglés a comprar alguna cosa para llevarme al hospital. Las dos son muy buenas chicas, inteligentes y unos bellezones. Son trabajadoras y muy buenas profesionales, y quieren muchísimo a mis hijos. Agradezco profundamente a mis consuegros el enorme tiempo que han dedicado a sus hijas. Eso se nota. Mi madre suele decirme: «Tú no has tenido hijas, pero ¡tienes dos nueras de una pieza!». Cristina es dentista, especializada en ortodoncia. Siempre sonríe, jamás pierde la sonrisa, y tiene un sentido común aplastante. Es morena, de pelo largo y estiloso, alta y muy guapa. Le encanta celebrar en familia todos los acontecimientos: santos, cumpleaños, todo tipo de fiestas, seguida siempre entusiásticamente por Xavi, que ve en ella la perfección. Fara es rubia y con unos asombrosos ojos azul-verdosos muy claros. Se graduó en Dirección de Empresas, y dirige una pequeña empresa familiar que acaban de montar, en plena crisis, innovando en temas dentales, porque su padre y su hermano son dentistas. Ellos aportan el conocimiento científico y Fara es capaz de hacer una empresa de todo ello. Mi hijo Ignacio también les ayuda.

Mis amigas, siempre cerca

Las llamadas y las visitas se sucedían. A mediodía apareció uno de mis sobrinos de Zaragoza con su novia, y se quedaron a comer, junto con unos amigos de mis hijos que querían verme y estar con nosotros. Mis nueras empezaron a encargarse de todo, como han venido haciendo desde ese momento. A media tarde vino Nuria, mi gran amiga del alma, recién aterrizada de Chile, y hablamos largo y tendido. A ella tampoco le asusta ni la muerte ni la vida. Yo lo sabía y anticipaba su reacción: incondicional, como siempre, a mi lado. Esa tarde hablamos otro rato y nos preparamos para la nueva etapa que estrenábamos: yo no podría ayudarla como había estado haciendo hasta entonces, y a ella le tocaba continuar gran parte del trabajo que ella sola había iniciado también. No nos asustamos: el hombre propone, pero Dios dispone. Sabíamos que pasara lo que pasara, eso era lo mejor. Un poco más tarde llegaron mis amigas del IESE: Esther y Mireia, y Mª Carmen, otra incondicional. Yo sangraba mucho, pero estaba tranquila. ¡Cómo no iba a estarlo con ellas a mi lado! Decidimos merendar y celebrar que estábamos juntas.

La operación

El lunes a mediodía me llevaron al quirófano. Gloria estuvo allí mientras me anestesiaban, explicándome qué iban a hacerme... Me dijo que no pensaba estar durante la operación, que le daba corte. Pero más tarde me enteré que había estado y me alegré. Así tendríamos información fresca. La intervención duró una hora y media por laparoscopia. Yo, a quien la ciencia le gusta cuando es llevada por científicos humanos, quedé impresionada de que una operación que antes implicaba que le abrieran a uno de lado a lado, ahora quedara reducida a la mínima expresión.

Me fui despertando en la sala de reanimación. Medio consciente, miraba a mi alrededor, veía otras camillas y al personal sanitario yendo constantemente de un lado a otro de la sala, cuidando de los pacientes. Decidí que mientras esperaba el turno para que me subieran a la habitación, lo mejor que podía hacer era rezar el rosario y darle gracias a Dios por estar ahí.

Quien me conozca ahora, pensará que siempre he sido una persona religiosa... y no es así. Soy una conversa dentro del propio catolicismo, una persona a la que no le interesaba la religión, que cargaba contra la Iglesia, pero que, en el fondo, creía en Dios. Era un «algo» vago y difuso hasta que dejó de serlo, y se convirtió en una certeza de tal calibre que enderezó mi vida y le dio tal vitalidad que la primera sorprendida fui yo misma. Ya no era algo, sino Alguien quien me empujaba a la vida, con una alegría, un sentido del humor y unas ganas de vivir tan enormes que arrastraba.

Me subieron a una preciosa suite, digna de las revistas del corazón, que Gloria logró que me dieran. Me maravillaba, porque todo seguía saliendo muy bien dentro de la gravedad de la situación. Allí estaba toda mi familia, como de fiesta, solo que yo estaba recién operada. Ellos parecían no darse cuenta de que acababan de sacarme un riñón y, bien mareada, bendije la suerte de poder disfrutar de esa habitación con dos estancias. Por fin, alguien mandó callar a los ruidosos y los metió en la antesala del dormitorio, para que pudiera descansar.

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