El toreo. Arte y mito - Alfonso Verdoy Blanco - E-Book

El toreo. Arte y mito E-Book

Alfonso Verdoy Blanco

0,0
6,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Es evidente que, en la actualidad, el toreo no vive su mejor momento, y por ello este libro quiere ofrecer una visión abierta a la que pueda acercarse cualquier persona, tenga o no afición a las corridas de toros. Hoy en día estamos al cabo de la calle respecto a las opiniones de los animalistas, quienes condenan sin reservas la tauromaquia. Pero es necesario también escuchar otras opiniones, si es que se quiere mantener un talante democrático. La afición a los toros ha sido mantenida en nuestro país desde hace siglos, y ha habido personas notables de nuestra cultura, como las hay en este momento, que se han declarado partidarias de este singular espectáculo. Músicos, poetas, pintores y escultores, escritores y filósofos han glosado con fervor a los más afamados diestros, y no sólo en España, pues cantidad de personalidades extranjeras, antes y ahora, han demostrado y demuestran su afición sin tapujos. ¿Se puede creer que todas ellas están equivocadas? Es muy difícil responder afirmativamente, por no decir imposible. Así que hay que reflexionar más sobre el asunto, tarea que se ha propuesto este libro, para no echar por la borda una de las manifestaciones culturales más identitarias de nuestro país.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Alfonso Verdoy Blanco

EL

TOREO

ARTE

YMITO

con doce ilustraciones de antonio loperena

© Alfonso Verdoy Blanco

© Ilustraciones: Herederos de Antonio Loperena

© 2023. Editorial Renacimiento

www.editorialrenacimiento.com

polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

tel.: (+34) 955998232•[email protected]

Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento

sobre la obra Torerillos de pueblo, de Ignacio Zuloaga, 1906

isbn ebook: 978-84-19791-63-4

A los cuatro pilares que sustentan mi vida: mi esposa Gloria, y mis tres hijas Ana, Gloria y Lola.

«Un torero es artista y torea con arte cuando tiene un misterio que decir… y lo dice».

Rafael Gómez, El Gallo

Prólogo

Una vez que he terminado de escribir este libro y han pasado unos días, he caído en la cuenta de que tengo que presentarlo a los posibles lectores. Esta presentación debe ser rápida y no prolija en detalles, tal como hacemos al presentar un amigo a otras personas que no lo conocen: decimos su nombre, su estilo de vida, añadimos que lo consideramos una buena persona y poco más. No es necesario extenderse en más detalles, porque el trato posterior que el nuevo mantendrá con aquellos ante quienes ha sido presentado será la mejor manera de que lo conozcan de verdad.

Así que me voy a limitar a decir el nombre de este particular y gran amigo –«El toreo: arte y mito»–, especificar también su estilo, que es el de describir el toreo mediante la comparación con las demás artes, considerándolo además como una elaboración del subconsciente que le hace ingresar en el ámbito de los mitos. Falta por añadir cuál es mi relación con él; basta decir que es algo que me colma de satisfacción desde hace muchos años, casi todos los que tengo. Se me apareció cuando acababa de cumplir diez años y pude comprobar la gran conmoción que causó en las gentes de nuestra España la trágica muerte de Manolete, lo cual me impresionó y me sobrecogió profundamente. Nosotros, los niños de entonces, jugábamos a toros, y eso nos divertía; sabíamos que los toros podían matar al torero, pero no habíamos experimentado tan de cerca un suceso como el de la dramática muerte del torero cordobés. Por eso empecé a preguntarme de vez en cuando por qué había personas a las que les gustaba torear, pese a que ello supusiera jugarse la vida y aun perderla, sin dejar de experimentar que mi simpatía por este espectáculo iba creciendo inexplicablemente.

Conforme fueron pasando los años, mi afición fue en aumento: en Tudela los amigos fundamos la Peña Taurina El Viti, que estaba entonces en auge, aunque esa peña se deshizo a los pocos años. Cuando mi novia entró en mi casa le sorprendió que en la cabecera de mi habitación tuviera una foto de una verónica de Manolo Vázquez, insertada en una de las esquinas de un cuadro religioso, no recuerdo cuál.

En aquellos tiempos, mozo ya, sólo veíamos en vivo los tres o cuatro festejos taurinos que se programaban en las Fiestas de Tudela, alguno de los pueblos de alrededor, sobre todo Tarazona y Alfaro, además de las numerosas corridas que televisaban. Así que me fui haciendo amigo íntimo de la Fiesta de los toros, que hoy he querido describir en las páginas que siguen y que les presento a ustedes. Es un tema capaz de subyugar de una manera especial a quien se entrega a él con sinceridad, porque está lleno de una especie de embrujo que nos deja henchidos de una emoción distinta a todas sin saber por qué, como si nos hiciera presentir algo que no podemos descifrar, por lo cual les recomiendo que lean lo que sigue. Seguro que desearán incluir a la Fiesta de los Toros en el círculo de sus mejores amistades.

Alfonso Verdoy

Tudela-Fontellas, junio 2021

primera parte

BREVE REFLEXIÓN SOBRE EL TOREO

A los toros

Ya sé que más de una persona se negará a leer este artículo y lo que sigue porque la Fiesta de los toros le parecerá irracional, alejada de toda razón, que es el culmen de nuestra naturaleza. Pero esto tiene hoy mucho que matizar.

Es cierto que nuestra cultura se ha basado en la razón, desde que los primeros pensadores griegos la rescataran allá por el siglo vi a. de C. Sin embargo, la historia ha pasado por muchas situaciones distintas: de la razón a secas de los presocráticos, se pasó a la razón metafísica de Platón y Aristóteles; casi a continuación interesó únicamente la razón ética de los estoicos y epicúreos, y tras varios siglos de indefinición, se impuso la razón crítica de Kant, seguida de la trascendental de Hegel, más tarde la razón dialéctica de Carlos Marx, la razón vital de Nietzsche y sobre todo de Ortega,y después la razón existencial de Heidegger y Sartre, lo que significa que cada época ha estado presidida por un particular modelo de razón. Desde cada una se ha enfocado la realidad con una perspectiva distinta, lo cual ha deparado lógicamente visiones diferentes.

Todas esas razones han dado sin embargo frutos positivos, pero no han conseguido atisbar el nivel más profundo y determinante de nuestro yo: el subconsciente. Sólo Freud lo descubrió por medio del psicoanálisis, una técnica que no estriba en leer nuestros actos tal como se muestran, sino en interpretarlos, es decir, en buscarles un sentido distinto a lo que aparentemente manifiestan, lo cual indica que los hechos individuales y culturales son algo más de lo que a primera vista parecen. Como dice el filósofo francés Jean-Paul Sartre (1905-1980): «Todo hecho humano es por esencia significativo. Si le despojáis de su significación, le despojáis también de su naturaleza».1 Y en la página siguiente añade que: «Significar es indicar otra cosa, de tal manera que al desarrollar la significación se halle justamente lo significado». Es decir, que no se pueden considerar los hechos humanos sólo por lo que son en sí mismos, sin hacer ninguna referencia a algo distinto, porque esos hechos son en realidad profundas metáforas cuyo sentido hay que desvelar; no son unos hechos como los demás, sino que son unos hechos especiales: son símbolos.

Por ello, respecto a las manifestaciones artísticas ya no interesan las razones citadas en el párrafo anterior, sino una nueva, la razón simbólica, esa que nos dará la comprensión de esas manifestaciones porque nos ayuda a ir descubriendo lo que los símbolos ocultan, por lo cual el toreo, como actividad artística que es, entra de lleno en el terreno de la racionalidad. Así que si queremos saber quiénes somos colectiva e individualmente, hemos de analizar nuestras manifestaciones culturales, pero más que examinarlas desde una razón intemporal y estática, en la que suelen basarse los detractores de la Fiesta, hay que echar mano de la razón simbólica, propia de la filosofía hermenéutica y sus vecinas, para desentrañar el hecho-símbolo que estamos observando.

La tauromaquia, como hoy la conocemos, es un espectáculo que se fue concretando poco a poco, a partir de los alanceamientos de toros desde el caballo, hasta decantarse en el toreo a pie; no se sabe quién fue el primero que tuvo tal iniciativa, ni hace falta, porque para desentrañar este tipo de hechos no es necesario conocer a su autor; son eventos que tienen vida propia y producen sus propios efectos, siendo la historia de esos efectos lo que va determinando más profundamente ese sentido que andamos buscando, como reconoce Gadamer, quizá el mayor impulsor de la hermenéutica: «No se trata de penetrar en la actividad espiritual del autor; está en cuestión únicamente captar el sentido, el significado».2 La hermenéutica no es sólo un método para investigar escritos y costumbres, sino que, como afirma Gadamer3 al citar la misma opinión de Heidegger sobre el tema, es además nuestra estructura más profunda, nuestra manera de ser: «La comprensión no es sólo una operación de la vida, sino el modo de ser original de la vida humana».

Por otro lado, hay que tener en cuenta que no mantenemos siempre la misma forma de pensar y actuar; somos seres de un tiempo concreto, y cada época ofrece nuevas experiencias que nos hacen reinterpretar las precedentes de modo distinto. Hoy, gracias a Freud, somos capaces de entender mucho mejor el comportamiento del ser humano y desde una perspectiva insospechada en tiempos anteriores. Por si fuera poco, la teoría del médico y neurólogo austriaco ha irrumpido con fuerza demoledora en el mundo de la cultura, produciendo un vuelco total de las pautas tradicionales, dando lugar a esa visión surrealista del mundo y de la vida de la que todas las artes hacen gala. Lo que en el siglo xix hubieran parecido garabatos infantiles –tales la pintura de Picasso, Miró, etc.– hoy las entendemos como maravillosas genialidades. Y por supuesto, en todas las otras artes se pueden poner ejemplos que demuestran lo dicho.

Claro que esto no acaba aquí, sino que tiene como secuela el que también nos reinterpretamos a nosotros mismos, lo cual nos impulsa a buscar nuevas hipótesis y explicaciones de las expresiones humanas. No podemos pues encasillarnos en una interpretación determinada y darla por resuelta para siempre, como podría ser la prohibición definitiva de una actividad artística, porque tampoco tenemos una idea invariable de nosotros mismos.

Es evidente por tanto que los símbolos tienen dos niveles de lectura: el primario, puramente literal que se queda en la mera superficie del suceso en cuestión, como si solamente fuese un hecho físico, y el secundario, que es el realmente importante y el que contiene su verdadera esencia; por ello es necesario interpretarlos saltando por encima de su apariencia, puesto que se trata de unos hechos vivos. Uno de esos símbolos es la Fiesta de los toros, en la que, lógicamente, hay mucho más de lo que ven quienes la desprecian, porque no pasan de su capa más superficial, pues la entienden únicamente desde un punto de vista positivista, el mismo que se aplica a las ciencias naturales. Pero profundizando hacia su segundo nivel podremos topar con el alma colectiva causante del acontecimiento y la podremos ir desvelando poco a poco.

Por ello, aceptar y mantener los símbolos –en este caso los toros– es la mejor manera de ascender en el proceso siempre inconcluso de ir conociéndonos. Porque, así como al psiquiatra no le podemos ocultar nuestros sueños, tampoco a la historia le debemos esconder nuestros símbolos, esos sueños colectivos que surgieron sin saber cómo. Sería igual que cerrar los ojos ante nosotros mismos.

El torero no produce cosas bellas que se perciben y entienden inmediatamente, ni signos que requieran de una interpretación para descubrir la belleza, sino que transforma la expresión de su cuerpo al ritmo de la embestida del toro, y esas transformaciones son la obra de arte, que queda integrada en el cuerpo del matador y, acabada la lidia, en él desaparece.

1

El toreo y las artes

Desde que el cine hizo su aparición hace poco más de cien años, ingresó en la categoría de las artes; si estas eran hasta entonces seis –arquitectura, escultura, pintura, poesía, drama y música–, a la cinematografía se le adjudicó el número siete, recibiendo desde ese momento el pomposo apelativo de El séptimo arte.

Claro que, además de las citadas, hay otras actividades humanas que merecen el calificativo de artísticas y que no están representadas de manera expresa en la anterior clasificación. Una es la danza, bien sea el ballet, los bailes de salón, el flamenco o las coreografías modernas que se muestran en cantidad de espectáculos; cualquiera de estas modalidades no hay duda de que tienen una elevada calidad estética, y que podríamos considerar como incluidas o en la categoría de la música, puesto que se realizan necesariamente con un acompañamiento musical, o en la del drama principalmente, ya que se exhiben siempre en un escenario y tienen un argumento, igual que las obras teatrales, dramático, festivo o erótico.

Y otra es el toreo, que tiene una cierta familiaridad con el drama y también con la danza: muestra una desigual lucha que puede terminar de modo trágico, y tanto los lances de capa como los de muleta tienen una indudable cercanía con el baile. Pero pese a estas relaciones, el toreo es esencialmente distinto porque lo que el diestro hace no queda objetivado frente a él como sucede en las otras artes –una escultura o un libro, por ejemplo, son objetos distintos y exteriores al autor que las produjo– sino que lo que hace es modular la expresión de su cuerpo, y estas modulaciones no quedan externas a su persona, sino que son totalmente subjetivas, porque no salen de él, tal y como pasa en la danza, aunque mantiene con ella una profunda diferencia: por lo general, las danzas forman parte de un espectáculo que se repite continuamente el mismo cada vez que se representa en el escenario, y los bailes de salón responden siempre a un estilo fijado de antemano, mientras que cada una de las faenas que realiza un diestro son siempre improvisadas, novedosas con respecto a las anteriores, y por tanto del todo irrepetibles. Hay además otras distinciones que añadiré a lo largo de los próximos capítulos.

Por esa distinción fundamental con las admitidas siete artes, no estaría de más que el toreo fuese considerado diferente a ellas, puesto que así es realmente, y como un arte más, el número ocho, el octavo arte. Pero no quiero herir susceptibilidades de los puristas, ni entrar en disputas con los que le niegan a la Fiesta el derecho a la vida. Hoy está denigrada por un sector de la sociedad, lo cual se ha convertido en una moda símbolo de progresismo. Se ha llegado a creer, sobre todo por parte de gente joven, que no se puede ser progresista sin ser antitaurino, lo cual es conclusión de un razonamiento basado en premisas cuando menos inexactas, si no erróneas, y choca frontalmente con personalidades de clara ideología progresista que son y han sido verdaderos aficionados a la Fiesta de los toros. Esta postura en contra de los festejos taurinos está influida principalmente por ideas procedentes del norte de Europa que no entienden nuestra personalidad, sin excluir un inconfesado complejo de inferioridad nuestro respecto a los otros países europeos, y también por corrientes animalistas.

Sin querer entrar en la discusión, me voy a limitar a analizar el llamado arte de Cúchares, torero de principios de siglo xix, continuador en cierto modo de Pedro Romero, que consolidó la faena de muleta dándole la importancia y la duración que hoy tiene, pues con anterioridad a él esta suerte estaba dedicada únicamente a cuadrar al toro para la estocada final.

2

Persistencia de las creaciones artísticas

En principio el toreo es distinto a las demás artes, porque es una manifestación efímera que dura un tiempo escaso y además irrepetible. Las grandes obras artísticas persisten a lo largo del tiempo: un edificio, una escultura o un cuadro permanecen inalterables en su estado, en él se ofrecen al espectador de todas las épocas y las podemos volver a ver siempre que nos apetezca. En las otras tres artes –el drama, la poesía y la música– aunque hay una permanencia constante –pues están escritas con signos invariables, sean letras o notas musicales–, al ser reproducidas es lógico y natural que el reproductor, tanto sea un lector ocasional o el director teatral del momento, un recitador profesional de poemas o el director de orquesta, introduzca matices, ritmos, intensidades u otras variantes a las que su carácter y cultura le inclinan. Incluso en el teatro cabe incorporar variaciones de época: se puede representar a Sófocles como si fuera un dramaturgo del siglo xxi, conservando los mismos textos. De igual modo, cada director de orquesta suele imprimir su propio sello a la hora de interpretar las diferentes partituras; estas mantienen las mismas notas musicales pero estructuradas de forma distinta: ha variado el tempo, el compás, el marcar con mayor o menor intensidad los diferentes pasajes, etc. Y todas estas obras permanecen no sólo por un tiempo breve, sino que lo hacen durante años y hasta siglos: ahí están las pirámides de Egipto y el Moisés de Miguel Ángel, por citar sólo dos de los miles de ejemplos que se podrían poner, a la vista de quien quiera y se acerque al sugerente país africano o a la hermosa ciudad de Roma. El teatro griego, los dramas de Shakespeare o de García Lorca, sin despreciar igualmente los innumerables casos citables, se conservan intactos y se reponen periódicamente en todos los teatros de Europa y América, siendo incluso llevados al cine. Mozart, Beethoven, Bach y una larga lista de compositores perduran en sus obras y reviven muchas veces gracias a que los aficionados las demandan y que hay orquestas y directores que tienen ese objetivo. Pablo Neruda, San Juan de la Cruz y Antonio Machado, amén de otros reconocidos poetas, duermen en bibliotecas públicas y privadas a la espera de que los múltiples lectores de turno relean y disfruten de cada una de sus estrofas. Las películas de Murnau, Bergman y Ford, sin querer marginar a un numeroso elenco, siguen fijadas en sus celuloides y se proyectan casi a diario en cines, televisiones y filmotecas de todo el mundo. Así que las obras de las siete artes permanecen años y centurias, prestándose algunas de ellas, concretamente la poesía, el drama y la música, a ser recreadas con nuevos matices.

Sin embargo, las extraordinarias faenas de Belmonte o Joselito, de Pepe Luis y Manolo Vázquez, Manolete o Luis Miguel, Antoñete, o las de otros diestros cercanos en el tiempo que alcanzaron igualmente grandes éxitos, no se conservan en ningún sitio. Es cierto que hay grabaciones televisivas de ellas, pero las grabaciones no son la obra original, que es precisamente la que se conserva en las siete artes. No es lo mismo la Venus de Milo que una foto de la Venus de Milo. Nos da lo mismo que las grabaciones televisivas o las fotos de esas artes desaparezcan, porque con ellas no desaparece el original, mientras que la faena como tal, la original, se la llevó el tiempo para siempre. En las tradicionales siete artes tenemos el original y cantidad de copias, tantas como los turistas hagan, mientras que de una faena tenemos sólo las copias, y el original desapareció en el momento de ser creada.

En conclusión, el resultado de las primeras seis artes, excluyendo al cine, es algo que queda hecho de manera estable y definitiva, permaneciendo inalterable en su identidad durante décadas, centurias y hasta milenios. Cuando un autor termina su tarea, la obra queda fuera de él como un objeto más, distinto y extraño al creador, se ofrece a la vista de todos, y en ese estado perdurará invariable a lo largo del tiempo. Esto es más claro respecto a las artes plásticas: el Discóbolo, la portada del Baptisterio de Florencia y la Lección de anatomía, llevan siglos en el mismo estado, desde que Mirón, Ghiberti y Rembrandt las realizaron. Pero es algo que también pertenece a las otras artes: El alcalde de Zalamea, la Novena sinfonía o El séptimo sello son obras que permanecen de forma idéntica a lo largo del tiempo, sin cambio alguno, desde que Calderón de la Barca, Beethoven y Bergman las compusieron. Por otra parte, podemos ver el Discóbolo o escuchar la Novena sinfonía sin saber quiénes eran Mirón o Beethoven. Sin embargo la lidia de un toro en una corrida no está hecha, sino que se va haciendo de manera ordenada, existe sólo en un presente que se va convirtiendo en pasado de manera continua, no es algo acabado ni estático, sino dinámico y en desarrollo, es realmente un proceso, algo que tiene principio y también fin, que se ofrece a la vista sólo de los que estén presentes, de tal modo que cuando su evolución ha llegado al final, la faena desaparece, no queda fuera de su autor para que la gente la siga viendo, sino que se ha encarnado en el cuerpo del torero y en él se ha ido desarrollando mediante todos sus movimientos, razón por la que presenciarla equivale a conocer de forma inmediata al torero que ha sido su autor. No se puede estar presente en una corrida sin conocer a quien lidia cada toro, es decir, al artista en cuestión, cosa que no sucede con las demás artes. Las faenas taurinas no quedan aparte del matador para que otros las presencien; únicamente se introducen en la conciencia de cada una de las personas que asistieron al hecho y en esa conciencia quedan como algo que se podrá recordar, pero nunca volver a ver.

Por otra parte, el toreo es un arte irrepetible; se pueden representar una y otra vez las obras de teatro, leer los poemas, interpretar las partituras y admirar los cuadros; las esculturas y los edificios no es necesario repetirlos porque permanecen a lo largo del tiempo, y esta permanencia equivale a una repetición continua; lo mismo sucede con las danzas, bien que se puedan matizar por cada intérprete; sin embargo, no se pueden repetir las faenas taurinas. Un torero no puede reproducir la misma faena que ayer le encumbró a la gloria, no puede decir «mañana torearé igual que hoy», porque eso es imposible. No es un arte como la danza, en la que sólo interviene una o varias personas, que sí se pueden comprometer –y de hecho se comprometen a menudo– a hacer el mismo espectáculo durante mucho tiempo, sino que en el toreo intervienen el matador y el toro, una persona y un animal, que previamente no se ha comprometido a nada y no puede comprometerse porque no tiene capacidad para ello, y es además distinto en cada corrida, debiendo ser el diestro el que tenga la facultad de embarcarlo en sus engaños; como cada toro tiene sus particularidades al reaccionar y sus propias características morfológicas, no resulta viable aplicar la misma faena del día anterior, y ha de ser el matador el que se haya de inventar el dominar de nuevo a una res diferente, que ofrece otras dificultades, como si dijéramos amaestrarla, para intentar cuajar una buena faena, que nunca será idéntica a las anteriores, porque además de lidiar con otro toro, tampoco se darán las mismas circunstancias climáticas, ni el torero vivirá una situación idéntica, ni tendrá los mismos pensamientos ni las mismas inquietudes, etc.

El toreo es también distinto en otros aspectos: ¿Cuánto tiempo dura una buena faena?, ¿cuántas personas tienen acceso a ella? Para responder esta segunda pregunta hay que decir que la presencian muy pocas, unos cuantos miles, a no ser que sea retransmitida por televisión, modalidad que va en claro declive. Esa buena faena la guardan en su memoria los escasos aficionados que la vieron, como ya queda dicho, la comentan y la analizan con sus amigos y contertulios, pero estos no la ven ni la pueden ver, a lo sumo la imaginan, pero nada más.

En relación con la primera pregunta la respuesta es evidente: la lidia completa de un toro dura alrededor de veinte minutos si ha discurrido por los cauces de la normalidad; pero teniendo en cuenta únicamente lo más representativo de cada faena, es decir, las intervenciones directas del matador, podemos contabilizar aproximadamente unas seis verónicas, tres o cuatro quites y unas cuatro o cinco series de naturales, una vez embarcado el toro mediante los iniciales doblones; en total unos diez minutos más o menos, tiempo que comparado con la duración de una tragedia teatral o una sinfonía es más bien irrelevante. Ver un edificio por completo, el exterior y su interior, exige bastante más tiempo que el de un éxito torero, y si bien es verdad que la contemplación de una escultura o de un cuadro puede durar escasos minutos, también es cierto que un espectador exigente -pongamos por ejemplo un crítico- empleará en su análisis varias páginas escritas, y a veces hasta un libro entero.

Por supuesto que no hay otro modo de guardar la antedicha faena que en la imaginación de los asistentes. Es cierto que se pueden filmar y conservar esas imágenes, pero nunca es lo mismo la presencia in situ que la visualización de la corrida por la tele. Esta filmación la podemos proyectar una y mil veces, pero es totalmente virtual, puesto que no se presencia la faena como tal, no su auténtica realidad, sino una copia monótona y aburrida y hasta cierto punto falsa, puesto que está realizada desde una perspectiva demasiado estrecha si la comparamos con la nuestra, no sólo más amplia desde el punto de vista físico, sino también desde el emocional que nos embarga.

La cámara normalmente «ve» con un ángulo aproximado de 45º, mientras que la visión humana lo hace con una abertura muy próxima a los 180º, lo que determina un campo de visión mucho más rico que el que pueda ofrecer cualquier objetivo fotográfico. Por si fuera poco, la faena está grabada en un soporte de píxeles distinto a la corporalidad del diestro en la que se fue estampando hasta desaparecer una vez concluida. En cambio, interpretar una sinfonía o una obra de teatro es algo real, no en cuanto a los signos gráficos con los que su autor la escribió, por supuesto, ni tampoco en el mismo espacio y tiempo en los que fue escrita, pero sí con el mismo significado que el autor tuvo en su mente al crearla. Los signos no se reproducen tal cual, pero es que los signos no son el mensaje, sino que este es el significado, eso que descubrimos después de interpretar los signos utilizando el mismo código que utilizó su creador al trasladarlos al papel. La filmación es como ver una escultura en foto o en televisión, que la podemos parar, echar atrás si lo queremos o incluso visionar en cámara lenta, con lo cual se pierde la verdadera temporalidad de la lidia, la hilazón de los muletazos entre sí, a la vez que interrumpimos el crecimiento de la armonía entre toro y torero. Y lo más importante es que no presenciamos la verdadera faena, porque no tiene la fuerza ni la verdad de verla en directo, pues únicamente la percepción inmediata de algo en general y de una corrida de toros en particular nos puede ofrecer toda su verdad. Pero, ¿en qué consiste esta verdad?

3

De verdad