El «Tractatus» de Wittgenstein - Michael Morris - E-Book

El «Tractatus» de Wittgenstein E-Book

Michael Morris

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Beschreibung

El "Tractatus logico-philosophicus" de Wittgenstein es una de las grandes obras filosóficas del siglo XX. A juzgar por el alcance de su temáti­ca y por la profundidad de su pensamiento, no hay más que otras dos obras -inconclusas- que le sean comparables: "Ser y tiempo" de Heidegger e "Investigaciones filosóficas" del propio Wittgenstein. Pero aun en comparación con aquéllas el "Tractatus" resulta cautivador. Es una obra muy breve y está redactada en un estilo epigramático. Se trata de una reflexión que trasluce el carácter del hombre que la escribió y su manera de pensar en el momento de escribirla. La presente edición está concebida como una guía para la lectura del "Tractatus", la única obra de Wittgenstein publicada durante la vida del autor. Michael Morris nos ayuda a comprender este breve y a menudo críptico texto, apuntando y analizando los temas clave: la vida de Wittgenstein y su trasfondo en el "Tractatus"; las ideas y textos del "Tractatus"; y la importancia y la vigencia que tiene hoy en día en la filosofía la obra de Wittgenstein.

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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Michael Morris

El «Tractatus» de Wittgenstein

Guía de lectura

Traducción de Rodrigo Neira Castaño

Índice

PREFACIO

INTRODUCCIÓN

1. La obra y su historia

2. Problemas para los intérpretes

3. El estudio académico del «Tractatus»

4. El enfoque del presente trabajo

5. Visión general kantiana

6. Nota sobre traducciones

7. Referencias

CAPÍTULO I. La naturaleza del mundo

1A. Un boceto de metafísica

1B. El mundo como la totalidad de los hechos

1C. Hechos y cosas

1D. La sustancia del mundo

1E. El mundo como mundo de hechos: una recapitulación

1F. Los compromisos metafísicos del «Tractatus»

CAPÍTULO II. El legado de Frege y Russell

2A. La importancia del lenguaje

2B. El giro objetivo

2C. El giro objetivo y la delgadez del significado

2D. El giro objetivo y la unidad de la proposición

2E. La unidad de la proposición y la teoría del juicio como relación múltiple

2F. La unidad de la proposición, los correlatos de las palabras y el principio contextual

2G. Forma lógica y constantes lógicas

2H. Las posturas de Frege y Russell sobre las matemáticas

CAPÍTULO III. La teoría general de la representación

3A. El punto de partida de Wittgenstein

3B. El modelo de los tribunales de París

3C. La teoría general de la representación

3D. La imposibilidad de figurar la forma

3E. Pensamientos y forma lógica

CAPÍTULO IV. Las oraciones como modelos

4A. Exposición preliminar

4B. Mismidad de forma y reglas de traducción

4C. Mismidad de forma, sentido y sinsentido

4D. El principio contextual y la forma general de la oración

4E. El análisis y las oraciones elementales

4F. Predicados y relaciones

4G. La solución a los problemas heredados de Frege y Russell

4H. La metafísica del «Tractatus»

CAPÍTULO V. Lógica y oraciones compuestas

5A. Problemas

5B. El «pensamiento fundamental» de Wittgenstein

5C. El operador N

5D. La lógica y la forma general de la oración

5E. Lógica y tautología

5F. Extensionalidad

CAPÍTULO VI. Solipsismo, idealismo y realismo

6A. Una afirmación dramática

6B. El trasfondo

6C. «Lo que el solipsismo quiere decir es totalmente correcto»

6D. «El mundo es mi mundo» —un planteamiento kantiano

6E. «El mundo es mi mundo» —un argumento cartesiano

6F. Solipsismo, realismo y el sujeto

6G. El solipsismo y lo que no se puede decir

CAPÍTULO VII. Metafísica, ética y los límites de la filosofía

7A. El problema de la posibilidad de la metafísica

7B. La necesidad y las leyes de la naturaleza

7C. Ética

7D. Metafísica y filosofía

7E. La paradoja del «Tractatus»

APÉNDICE. El argumento de la sustancia

BIBLIOGRAFÍA

CRÉDITOS

Prefacio

Este libro deriva en último término de algunas lecciones que impartí cuando di clases sobre el Tractatus por primera vez en un curso universitario. Mi amigo Julian Dodd y yo mismo tuvimos la idea de juntar esos contenidos con algunas cosas en las que él estaba interesado —relativas a la noción de verdad y a interpretaciones recientes del Tractatus— para hacer un libro. Con esto en mente, escribimos un artículo en colaboración acerca de la aparente paradoja del Tractatus (Morris y Dodd, 2008), cuyas conclusiones principales aparecen en el capítulo final de este libro.

Al final, sin embargo, otros compromisos filosóficos apartaron a Julian de este proyecto, y ese artículo fue la única cosa que escribimos juntos. Eso quiere decir que sólo yo soy el responsable de todo cuanto contiene este libro, salvo de los pasajes del capítulo final, que se derivan de nuestro artículo conjunto. Le estoy, sin embargo, enormemente agradecido a Julian por su apoyo en el proceso de elaboración de este libro, así como por su contribución en la elaboración de nuestro artículo conjunto.

Estoy asimismo en deuda con muchas personas con las que he mantenido conversaciones en las que me han ayudado quizá más de lo que ellas pensaron. De entre ellas me gustaría mencionar a las siguientes en particular: Leo Cheung, Richard Gaskin, Andreas Georgallides, Warren Goldfarb, Colin Johnston, Marie McGinn, Adrian Moore, Michael Potter, Thomas Ricketts, Tanja Staehler, Roger White y José Zalabardo. Peter Sullivan leyó la penúltima versión del libro completo y me hizo un gran número de comentarios y sugerencias de mucha utilidad que me salvaron de cometer varios errores y me hicieron entender mejor el Tractatus: le estoy enormemente agradecido. Finalmente, me gustaría darle las gracias a Gemma Dunn de Routledge por su paciencia y su clarividente comprensión del proyecto.

Introducción

1. LA OBRA Y SU HISTORIA

El Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein es una de las grandes obras filosóficas del siglo XX. A juzgar por el alcance de su temática y por la profundidad de su pensamiento, no hay más que otras dos obras —inconclusas— que le sean comparables: Ser y tiempo de Heidegger e Investigaciones filosóficas del propio Wittgenstein. Pero aun en comparación con aquéllas el Tractatus resulta cautivador. Es muy breve y está redactado en un estilo epigramático. Se trata de una reflexión que trasluce el carácter del hombre que la escribió y su manera de pensar en el momento de escribirla.

Ludwig Wittgenstein nació en Austria en 1889, en el seno de una de las familias más acaudaladas de Europa. Disfrutó de una educación privilegiada en un ambiente de sofisticación cultural que llevaba aparejada una intensidad tal de expectativas que no fue fácil de sobrellevar (dos de sus hermanos se suicidaron cuando Wittgenstein era todavía un niño). Acabada la escuela, empezó a estudiar ingeniería, primero en Berlín y luego en Mánchester. Fue allí donde germinó su interés por las matemáticas y sus fundamentos. Leyó dos trabajos innovadores acerca de la fundamentación de las matemáticas que acababan de ser publicados: la obra temprana de Bertrand Russell Los principios de las matemáticas y la más o menos contemporánea de Frege Grundgesetzse der Arithmetik(Leyes fundamentales de la aritmética), que trataban de mostrar que la aritmética no se apoya más que en la lógica. En 1911, Wittgenstein visitó a Frege en Jena, y éste le recomendó que estudiara con Russell en Cambridge.

Por aquel entonces, las ideas de Russell se habían desarrollado y modificado. Russell acababa de publicar, junto con Alfred North Whitehead, los monumentales Principia Mathematica, que desarrollan con profusión de detalles y un gran despliegue de complejidad técnica —buena parte del cual era necesario para eludir una contradicción que Russell había encontrado en el sistema de Frege— las ideas generales que Frege esbozaba en los Grundgesetze. Russell era en aquel momento la figura más destacada en el panorama de la lógica contemporánea, pero tal como él mismo confesó, estaba fatigado tras la elaboración de los Principia. Wittgenstein se pegó a Russell como una lapa, persiguiéndole hasta su habitación e importunándole con preguntas incluso mientras se estaba vistiendo. Pero no tardó en dejar de ser una molestia: Wittgenstein aprendía extraordinariamente rápido y Russell no tardó en darse cuenta de que podía ser la persona que prosiguiera el desarrollo técnico de la lógica que él ya no podía llevar a término.

Hacia 1913, Wittgenstein daba forma a las ideas sobre lógica que más tarde iban a convertirse en la columna vertebral del Tractatus. Aquel mismo año aparecen esbozadas sus primeras ideas en Notas sobre lógica, obra (publicada hoy en día como apéndice de los Diarios) que constituye un importante recurso para aquellos que tratan de comprender el Tractatus. Sin embargo, a finales de 1913, Wittgenstein sintió que ya no podía realizar el trabajo para el que estaba capacitado mientras estuviera en Cambridge, así que decidió marcharse a vivir solo en Noruega y trabajar allí. En la primavera de 1914 le hizo una visita a otro filósofo de Cambridge, G. E. Moore, destacado impulsor de la rebelión contra el hegelianismo que inauguró la filosofía analítica en el mundo de habla inglesa. A pesar de su prestigio académico, Moore ni siquiera pudo discutir con Wittgenstein de igual a igual; de hecho, solía tomar notas de lo que Wittgenstein le dictaba. Aquellas Notas dictadas a G. E. Moore en Noruega también aparecen publicadas como apéndice en los Diarios.

Sin embargo, en el verano de 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y Wittgenstein se alistó en el bando austríaco. No eludió sus deberes militares —no en vano estaba ansioso por ser enviado al frente y una vez allí mostró un extraordinario coraje—, pero tampoco dejó de hacer filosofía. Han sobrevivido muchos de los diarios que rellenó con sus anotaciones, publicados como Diarios 1914-1916 (aunque las últimas anotaciones están fechadas en enero de 1917). La primera entrada reza: «La lógica ha de preocuparse de sí misma».

Durante la mayor parte de los dos primeros años, las inquietudes de Wittgenstein se dirigieron sobre todo a dificultades que le planteaba su interés acerca de las obras de Russell y Frege. Pero, en junio de 1916, la unidad de Wittgenstein estaba inmersa en durísimos combates que se cobraban incesantes bajas. Sus notas de aquel momento atestiguan una especie de sacudida y se abren a cuestiones acerca del sentido de la vida —se trataba de las mismas cuestiones, a fin de cuentas, que tanto les habían preocupado a él y a sus hermanos mayores, al igual que a buena parte de cierta clase vienesa en los primeros años del siglo—. A partir de entonces la obra que estaba escribiendo comenzó a unificar su interés por los fundamentos de la lógica con una cierta actitud acerca de los problemas relacionados con el sentido de la vida.

El propio Tractatus fue elaborado durante los dos años siguientes a partir de los diarios escritos durante la guerra por Wittgenstein. Hay un primer borrador provisional, hoy en día conocido como Prototractatus, pero la versión definitiva fue mecanografiada en el verano de 1918. Sin embargo, a Wittgenstein no le resultaba fácil publicarla y al final tuvo que ser bajo los auspicios de Russell y gracias a la inclusión de una introducción explicativa del propio Russell —que no agradó a Wittgenstein— como la obra vio la luz en 1922. Estaba escrita en alemán, pero apareció con una traducción en paralelo en el mismo volumen que, a pesar de presentarse como realizada por C. K. Ogden, parece haber sido obra de Frank Ramsey, brillante matemático y filósofo de Cambridge que por aquel entonces no había cumplido ni siquiera los veinte años.

Tras la aparición del Tractatus, Wittgenstein se retiró de la vida académica —incluso de la vida intelectual ordinaria que habría sido natural para un hombre con su formación—. Renunció a su fortuna y se convirtió en maestro de una escuela rural en un pueblo de Austria. Allí recibió alguna visita de Ramsey y poco a poco fue reverdeciendo su interés por la filosofía, merced tanto a las cuestiones que le planteó Ramsey como al interés de un grupo de jóvenes filósofos fuertemente influenciados por el Tractatus que habían formado en torno a la obra el Círculo de Viena de los positivistas lógicos.

En 1929 Wittgenstein optó por regresar a Cambridge y sometió a revisión los puntos de vista del Tratatus, lo cual fue haciendo que sus ideas se modificaran a lo largo de la década de los treinta hasta que estuvo en disposición de elaborar su gran obra de madurez, las Investigaciones filosóficas (el grueso de la cual estaba listo hacia 1945, aunque no fue publicada hasta 1953, con posterioridad a la muerte de Wittgenstein).

2. PROBLEMAS PARA LOS INTÉRPRETES

Hay dos cosas que hacen del Tractatus una obra particularmente difícil para los intérpretes —tanto para los filósofos profesionales como para los estudiantes—. La primera es el estilo en el que está escrito y la segunda su contenido. Wittgenstein confiesa sus propósitos estilísticos en el Prefacio. Así reza el párrafo de apertura1*:

Este libro sólo será entendido quizá por quien alguna vez haya pensado por sí mismo los pensamientos que en él se expresan o, al menos, pensamientos parecidos. No es éste, pues, un libro que pretenda sentar doctrina. Su objetivo lo alcanzaría si procurase placer a quien lo leyera comprendiéndolo.

No iba a ponérselo fácil al lector. Ecos de la misma idea se perciben en el prefacio de su obra posterior, Investigaciones filosóficas. «No quisiera con mi escrito ahorrarles a otros el pensar, sino, si fuera posible, estimular a alguien a tener pensamientos propios» (IF, 14, 15).

Eso tiene como mínimo en común el primer Wittgenstein con el autor de las Investigaciones. De hecho, es mucho más difícil comprender el Tratatus que las Investigaciones filosóficas: hay pasajes del Tractatus en los que Wittgenstein parece abreviar la expresión de su pensamiento con la intención de hacerlo más difícil en vez de más fácil de entender. Es patente la diferencia de tono entre su obra temprana y la de madurez: Investigaciones filosóficas es una obra cargada de paciencia —una paciencia que a veces se diría condescendiente—, mientras que, si por algo se distingue el Tractatus, es por las prisas que parecen atenazar a su autor. Este contraste puede ser ilustrado mediante un ejemplo: mientras que buena parte del despliegue técnico que Whitehead y Russell realizan en su monumental obra Principia Mathematica está pensado como respuesta a la paradoja que Russell encontró en el sistema de Frege, en el Tractatus, Wittgenstein no le dedica a la cuestión más que cinco proposiciones (3.331-3.333), antes de concluir: «Con esto desaparece la paradoja de Russell» (3.333).

La obra da la sensación de haber sido escrita con el propósito de que su comprensión resulte lo suficientemente ardua como para que el lector se vea forzado a pensar por sí mismo. Por desgracia, esto parece haber frustrado una de las ambiciones del libro: es plausible la hipótesis de que Wittgenstein esperara que Frege en particular fuera «uno de los que lo entendieran al leerlo», dado que le envió una copia mecanografiada del texto antes de que fuera publicado, pero Frege no logró entender nada con ella. (Sin embargo, las esperanzas de Wittgenstein no quedaron por completo frustradas: hubo al menos una persona que leyó el libro y lo entendió incluso deleitándose: Frank Ramsey).

Las dificultades derivadas de la compresión estilística de la obra son de no poca enjundia. Aquellos que empiezan a hablar una lengua extranjera son conscientes del peligro que suponen los «falsos amigos» —palabras a las que atribuimos un significado similar al de otras palabras de nuestra propia lengua a las que se asemejan, pero que de hecho significan algo en todo punto diferente—. En el Tractatus abundan los falsos amigos, incluso —acaso especialmente— para los académicos especializados. Hay expresiones y guiños en la argumentación que parecen referirse a otros autores ya conocidos, y a esas reminiscencias trata de agarrarse el lector, pensando que Wittgenstein tiene en mente lo mismo que esos autores, pero con frecuencia no es así.

Pero no es un mero afán de perversidad lo que inspira el estilo de Wittgenstein; su texto, por el contrario, parece guiado por un cierto sentido de austeridad poética. En el Prefacio escribe: «Si este trabajo tiene algún valor, éste consiste en dos cosas. La primera de ellas es que en él se expresan pensamientos, y este valor será tanto mayor cuanto mejor expresados estén. Tanto mayor será cuanto más se haya remachado en el clavo» (TLP, pág. 105).

(Enseguida nos ocuparemos de la segunda cosa). Vemos aquí a Wittgenstein interesándose principalmente por cómo están expresados los pensamientos del libro —de hecho, esto llega antes de la cuestión de si esos pensamientos son verdaderos (cosa de la que Wittgenstein se ocupa en el párrafo siguiente)—. Sus preocupaciones aquí son las propias de un poeta (aunque la imagen que usa sea bastante tópica), y pretende que el Tractatus funcione poéticamente. En mi opinión, tal como veremos en un momento, hay una razón concreta para ello aparte de las meras consideraciones estéticas.

Por desgracia para quien trate de comprender el Tractatus, ese estilo poético puede asemejarse a un falso amigo: la misma cadencia de algunas de las proposiciones del libro nos cautiva haciéndonos pensar que sabemos lo que dicen cuando en realidad no es así. La misma proposición inicial del libro —«El mundo es todo lo que es el caso»— es un ejemplo de ello.

La otra dificultad del libro tiene que ver con su contenido —o más bien con un rasgo particular de su contenido—. En ocasiones es una obra técnica y las prisas con las que Wittgenstein parece ir exponiendo su pensamiento no ayudan a hacerla más accesible, pero no reside ahí el mayor problema: el verdadero problema es que, a la vista de ello, se diría que la obra es paradójica, que parece desmentirse a sí misma. La penúltima sección del libro empieza: «Mis proposiciones son elucidaciones de este modo: quien me entiende las reconoce al final como sinsentidos, cuando mediante ellas —a hombros de ellas— ha logrado auparse por encima de ellas» (6.54).

Resulta patente, por supuesto, que Wittgenstein no puede resistirse a expresar esto de manera poética. Pero el problema clave es que esa observación parece afirmar que las proposiciones del libro («Mis proposiciones») no tienen significado en absoluto.

A fin de comprender el problema que esto produce para el intérprete es necesario que reflexionemos un poco acerca de la práctica de la interpretación, que está guiada por lo que se conoce como el principio de caridad. La idea que subyace al principio de caridad es que no se puede interpretar bien a alguien si se le retrata como un idiota. Pero hay aquí una cuestión más sencilla y grave: interpretar un texto es darle sentido, y darle sentido a un texto es representarlo como dotado de sentido. Por lo general, representar un texto como dotado de sentido es representarlo como diciendo algo que es razonable decir en su contexto. Pero es condición mínima para ello que uno represente el texto como dotado literalmente de sentido —es decir, como algo que no carece de significado—. La penúltima sección del Tractatus parece poner sobre las espaldas del intérprete una carga imposible de llevar: para representar las proposiciones del Tractatus como diciendo algo que sea razonable parece que tenemos que representarlas como no diciendo nada en absoluto.

Este problema general tiene también aplicaciones particulares. Con frecuencia, si estamos interpretando una obra, tenemos razones para pensar que su autor no está diciendo una cosa si contamos con una evidencia clara de que ha negado esa misma cosa. Desafortunadamente, si una obra se declara a sí misma paradójica, esa regla no puede usarse si no es con extrema cautela. Tenemos que hacer juicios muy delicados para decidir qué negaciones indican que el autor no quiere decir algo y cuáles no. En el caso del Tractatus, un intérprete puede considerar que Wittgenstein dice algo mientras que otro puede señalar un fragmento del texto y decir: «Pero mira: aquí lo niega». El primer intérprete todavía puede responder: «Sí, ciertamente, así es», sin que se sienta presionado por ello para revisar su interpretación.

Mi punto de vista es que el carácter paradójico de la obra es una de las razones de que su modo de expresión sea tan importante —la importancia del estilo poético en el que está escrita—. Como la obra es paradójica —porque de acuerdo consigo misma carece de significado—, no puede ser tomada en realidad como si tratara de decir algo. De ahí que lo poético del lenguaje pueda ser entendido de otra manera: trata de alcanzar un propósito diferente de la afirmación de verdades (pero de esta cuestión nos ocuparemos en el último capítulo).

Esto está relacionado con la segunda cosa que, de acuerdo con Wittgenstein, da valor a la obra. Wittgenstein sostiene que ha resuelto los problemas de la filosofía «en lo esencial [...] de modo indiscutible» (TLP, pág. 105). Pero no es eso lo que hace que la obra merezca la pena. Wittgenstein prosigue: «Y si no estoy equivocado en esto, la segunda cosa de valor que hay en este trabajo consiste en mostrar cuán poco se ha conseguido una vez que estos problemas se han resuelto» (ibidem).

Y esto enlaza con algo en lo que ya había pensado al escribir el Prefacio. Tal como le había dicho a su editor, Ludwig von Ficker: «Lo que he querido escribir es esto: mi obra se compone de dos partes: la que aquí presento más todo lo que no he escrito. Y es precisamente esa segunda parte la que es importante» (WSP, 94-95).

Es esto lo que subyace a su críptico, poético y epigramático estilo: su objetivo es darle sentido en todo momento a lo que no ha sido dicho, que es la parte más importante de la obra.

3. EL ESTUDIO ACADÉMICO DEL «TRACTATUS»

La literatura académica acerca del Tractatus —también, en general, la literatura académica acerca del primer período de la filosofía analítica— atraviesa actualmente una etapa apasionante —aunque el interés por la obra no ha menguado desde los orígenes de la filosofía analítica—. Esto se debe en parte a que la tradición analítica acaba de darse cuenta del hecho de que sus propias obras son susceptibles de exégesis histórica, es decir, de estudio por parte de los historiadores filosóficos de la filosofía (simplificando quizá demasiado, considero que un historiador filosófico de la filosofía es aquel que pospone hasta el último momento el abandono de la creencia en la falta de razonabilidad de las ideas de los filósofos a los que estudia; la historia filosófica de la filosofía trata de construir la justificación de los puntos de vista filosóficos). Por el contrario, un historiador intelectual no filosófico se conformará con apelar a factores explicativos que no constituyen justificaciones y que se localizan en una etapa mucho más temprana de su explicación de una idea o de un cambio de parecer. La tradición analítica se ha dado cuenta de que sus obras fundamentales no son meras contribuciones al debate actual, sino que expresan puntos de vista lo bastante peculiares como para reclamar una justificación más elaborada.

En el núcleo de este bullicioso interés se encuentra, en particular, el reverdecimiento del interés por Bertrand Russell. Este reverdecimiento ha sido alimentado —y a su vez ha alimentado— la publicación en los últimos años de los trabajos filosóficos de Russell. De especial relevancia para el Tractatus ha sido la publicación de artículos escritos tanto antes como después del célebre Sobre la denotación de 1905, así como del manuscrito titulado Teoría del conocimiento, que fue escrito en unas pocas semanas en 1913 y más tarde abandonado —al parecer porque Russell no encontró la manera de sortear las críticas de Wittgenstein—. Al mismo tiempo se han publicado obras serias que se adentran en los pormenores de la composición del Tractatus y en sus más o menos informales predecesoras, Notas sobre lógica y Diarios 1914-1916 —esta segunda de la época de la guerra—. Hoy en día se sabe más acerca de las opiniones contra las que Wittgenstein reaccionó y de las circunstancias en las que se produjo esa reacción de lo que nadie salvo el mismo autor haya sabido desde que la obra fue publicada.

Junto a la floreciente proliferación de bibliografía académica en torno a las primeras etapas de la filosofía analítica, el interés por el Tractatus ha aumentado gracias a una disputa acerca de la interpretación de la obra. De acuerdo con las explicaciones más difundidas, la disputa se da entre dos escuelas de interpretación: por un lado, aquellos que se presentan a sí mismos como portavoces del «nuevo Wittgenstein» y como partidarios de una lectura «resoluta»; por el otro, aquellos que en cierta manera son considerados «tradicionalistas». En realidad, hay más de dos posturas que ofrecen diferentes soluciones a múltiples problemas interpretativos. En el núcleo de todas ellas se sitúa la aparente paradoja del Tractatus y el rechazo a la consideración de la filosofía como sinsentido que forma parte de ella. Una de las disputas versa en torno a qué se ha de entender por «sinsentido»: ¿cabe distinguir entre el sinsentido puro y el que de alguna manera es significativo? ¿Y es el sinsentido puro algo más que meros galimatías? Cuestión aparte es si Wittgenstein sostiene en el Tractatus que hay verdades inefables —verdades que no pueden ser enunciadas, pero cuya comunicación puede entenderse como el objetivo de la obra—. Otra materia de disputa tiene que ver con la relación entre la actitud de Wittgenstein en torno a la filosofía en el Tractatus y en sus obras posteriores, sobre todo en las Investigaciones filosóficas. Un buen número de quienes se describen a sí mismos como divulgadores del «nuevo Wittgenstein» o partidarios de la lectura «resoluta» entienden que la obra posterior supone el rechazo a una manera particular de hacer filosofía, la que llaman «metafísica»; y tienden a considerar asimismo que Wittgenstein acierta en ese rechazo. Leen el Tractatus como si en lo fundamental coincidiera con las Investigaciones filosóficas —y por extensión con lo que ellos mismos defienden— en su rechazo a la «metafísica». Contra estos defensores de la interpretación «nueva» o «resoluta» del Tractatus no faltan quienes piensan que hay un radical desacuerdo entre las obras del primer y del segundo Wittgenstein.

4. EL ENFOQUE DEL PRESENTE TRABAJO

Sería absurdo prescindir de la enorme acumulación de bibliografía académica reciente acerca del Tractatus e imposible no tomar posición en el extenso campo de las disputas interpretativas. Pero ha sido mi criterio no saturar el texto de referencias y presentar una obra que sea de utilidad incluso para aquellos lectores que terminen discrepando conmigo en los puntos fundamentales de las disputas interpretativas. Este libro ha sido concebido sobre todo para hacer comprensible un texto al que es difícil encontrarle sentido. Se centra, pues, en los detalles del propio texto —y en especial en aquellos detalles que son al principio (y frecuentemente nunca dejan de ser) especialmente desconcertantes.

Los problemas se presentan en el estilo poético característico de la obra, al que ya me he referido, en conjunción con un hecho obvio: continuamente Wittgenstein presenta afirmaciones epigramáticas como lógicamente dependientes de otras. Si es cierto que hay dependencia lógica, entonces debe haber algún argumento que haga patente esa dependencia, pero debido a la impaciencia de Wittgenstein y a su insistencia en expresarse de manera poética, ese argumento rara vez se expresa. Es esta ausencia de argumentos explícitos la principal fuente de dificultades de la obra. Así pues, mi principal preocupación ha sido expresar tan clara y explícitamente como me ha sido posible los argumentos que todo el mundo intuye que están ahí y que deben ser encontrados. Es obvio que esto implica que se difumine la cualidad poética de la obra y en ocasiones también que se desdibujen sus sutilezas y matices. Pero hay una línea muy delgada entre las sutilezas y las evasivas, y allá donde he sentido que esa línea está cerrada he tratado de ser explícito e inequívoco incluso si ello conllevaba el riesgo de perder la sutileza. A mi juicio, ésta es la mejor manera de ser útil tanto a los estudiantes como a los académicos.

Los argumentos que trato de exponer de manera explícita han sido objeto de disputas académicas desde que la obra fue estudiada por primera vez. Ninguna concepción en el campo de esas disputas merece ser considerada «canónica» [standard], de tal manera que es imposible evitar que cualquier interpretación explícita que pueda proponer resulte controvertida. Esto significa que mi obra no es meramente introductoria, como con frecuencia se considera que debe ser una guía de estudio. Pero he tratado de exponer los argumentos y su desarrollo de manera lo suficientemente clara como para que los estudiantes puedan comprenderlos sin dificultad, a la vez que indico las diferencias entre las diversas interpretaciones.

Por supuesto, al exponer los argumentos de manera explícita me tomo en serio —al menos mientras los expongo— esos mismos argumentos. Es inexorable que eso me involucre en algunas de las cuestiones que se plantean a partir del aparente carácter paradójico de la obra, pero no me obsesiono con ellas mientras expongo los argumentos. En vez de eso pospongo el tratamiento de esas cuestiones hasta el último capítulo, en el que me ocupo de ellas con más detalle.

Hay otra cuestión relativa a la interpretación del Tractatus en la que no he tratado de profundizar aquí. Se trata de algo que tiene que ver con la relación entre el primer y el segundo Wittgenstein. La razón por la que esta cuestión no puede ser adecuadamente planteada aquí es que la obra posterior no es más fácil de entender que el Tractatus, si bien las razones de esa dificultad son ligeramente diferentes en un caso y en el otro. Sin embargo, por más que no sea éste el lugar apropiado para defender una interpretación, puede resultarles de ayuda a los lectores para entender la orientación de este libro que mencione brevemente lo que estoy inclinado a pensar: considero, en primer lugar, que Wittgenstein es menos antifilosófico en su obra tardía de lo que con frecuencia se cree. Y, en segundo lugar, estoy inclinado a pensar que hay al menos una sencilla pero decisiva discrepancia filosófica entre la obra del primer período y la posterior: la obra temprana admite (si bien en términos difíciles dado su carácter paradójico) y la tardía rechaza la idea central de la filosofía del lenguaje del Tractatus: que la forma del lenguaje es la misma que la forma del mundo.

5. VISIÓN GENERAL KANTIANA

A la hora de abordar una obra difícil siempre sirve de ayuda una visión de conjunto. El propio Tractatus invita a un tipo particular de resumen, dada la disposición numérica de sus observaciones. La propia obra se presenta a sí misma como portadora de siete tesis clave:

1. El mundo es todo lo que es el caso.

2. Lo que es el caso, un hecho, es la existencia de estados de cosas.

3. Una figura lógica de los hechos es un pensamiento.

4. Un pensamiento es una proposición con sentido.

5. Una proposición es una función de verdad de proposiciones elementales. (Una proposición es una función de verdad de sí misma).

6. La forma general de una función de verdad es [ , , N ( )]. Ésta es la forma general de una proposición.

7. De lo que no se puede hablar hay que callar la boca.

Todos los demás contenidos de la obra aparecen como comentario o explicación de alguna de estas siete tesis, como comentarios de un comentario o como comentario de un comentario de un comentario, de acuerdo con el esquema de numeración establecido en una nota a pie de página de la primera tesis.

Los capítulos que siguen pueden hacerse corresponder aproximadamente con estas tesis fundamentales; así, el primer capítulo se corresponde con las tesis uno y dos; la noción de figura que se menciona en la tesis tres se explica en el tercer capítulo y su traslación al lenguaje en la tesis cuatro es la materia de la que trata el cuarto capítulo. Esa concepción del lenguaje tiene cierta historia, de la que se ocupa el segundo capítulo. El quinto capítulo trata de las tesis cinco y seis. Wittgenstein considera que esas afirmaciones tienen importantes consecuencias para el problema del solipsismo, cuestión de la que se ocupa el sexto capítulo. Las demás consecuencias de de la tesis seis para la filosofía, puesto que conducen a la tesis siete, son objeto del séptimo capítulo.

Pero este tipo de visión general difícilmente le va a aportar a quien se acerque por primera vez al Tractatus la ayuda que necesita. Lo que queremos saber es de qué trata en realidad la obra en su conjunto, y esas siete tesis no aportan demasiada información al respecto. Sirve de ayuda recordar aquí que el proyecto fue abordado en los Diarios de Wittgenstein escritos durante la guerra con la afirmación: «La lógica ha de preocuparse de sí misma» (D, 2; TLP, 5.473).

Considero que el sentido de esto se entiende más fácilmente como derivado del interés de Wittgenstein por un problema filosófico kantiano (no hay certeza acerca de cuánto había leído Wittgenstein a Kant —ni en general a ningún otro autor—, pero hay pocas dudas acerca de que su aproximación a la filosofía fue fundamentalmente de orientación kantiana). Lo que sigue es una breve lectura general del Tractatus desde esa perspectiva diferente. Se trata, por supuesto, de una lectura controvertida, como todo lo relativo a la interpretación del Tractatus. Pero aquellos que se enfrentan a la obra por primera vez necesitan contar con un esquema, y es preferible que se les proporcione un esquema que sea más tarde rechazado como una caricatura a que no dispongan de ningún esquema en absoluto.

He aquí una manera de plantear alguna de las cuestiones que preocupaban a Kant: un amigo matemático me dijo en una ocasión algo como lo siguiente: «¿No es asombroso que los números, que mantienen entre ellos todas esas complicadas relaciones en las que están interesados los matemáticos, puedan ser usados en el mundo real para contar objetos ordinarios como vacas y ovejas?». Parece inmediatamente claro que hay algo muy raro en la manera de ver las cosas de mi amigo, pero no es tan fácil explicar qué es exactamente lo que está mal, y más difícil aún es articular qué es lo que hay que aceptar si queremos evitar equivocarnos de esa manera.

La primera cosa que estamos inclinados a decir es algo como esto: no es un accidente que los números puedan usarse para contar objetos ordinarios en el mundo real. Al contrario, en el momento en que tenemos cosas, debemos ser capaces de distinguir entre cosas diferentes y, por tanto, de distinguir entre una cosa y dos, y esto nos da la posibilidad de contarlas. En definitiva, no es que los números tengan vida propia y se usen para contar cosas; es más bien que su origen reside en el contar cosas, y sólo por eso poseen las propiedades que interesan a los matemáticos.

Esta respuesta no es por completo errónea, pero es inadecuada en dos aspectos cruciales: en primer lugar, no basta con distinguir unas cosas de otras para contar y, por tanto, tampoco para la aritmética. Lo que es necesario es una noción extra crucial —la de sucesor en una serie de un cierto tipo—. Y entonces es posible preguntar: ¿de dónde viene la noción de sucesor? En segundo lugar, está muy bien decir que el origen de los números se encuentra en la discriminación entre cosas, pero eso somete a presión nuestra concepción de lo que es una cosa: la noción de cosa requiere ir acompañada de la noción de identidad (y correlativamente de la de distinción). Además, esa noción de identidad parece conectada con la de clasificación: si identificamos una cosa debemos identificarla como de un cierto tipo. Y luego podemos preguntar: ¿de dónde viene la noción de cosa con esas nociones conexas de identidad y clasificación?

Sea lo que fuere lo que digamos acerca de esto, es necesario que tengamos en cuenta el hecho importante de que estos conceptos fundamentales (como todos los conceptos) traen consigo ciertos compromisos que estamos inclinados a considerar verdades necesarias. Hay cosas que parecen ser necesariamente verdaderas en cualquier relación que pueda ser descrita como de sucesión, al igual que a propósito de cuanto pueda ser considerado una cosa. Parece haber verdades necesarias acerca de la identidad, así como acerca de cualquier cosa de la que se diga que pertenece a un determinado género de cosa. Es tentador decir que lo que se nos revela cuando consideramos lo que está presupuesto en la práctica aparentemente simple de contar son nada menos que verdades necesarias acerca del mundo. La empresa de socavar el asombro de mi amigo matemático parece llevarnos a tomar en consideración la estructura necesaria del mundo, cómo tiene que ser el mundo si contar o incluso hablar ha de ser posible.

Y esto —por decirlo de manera tosca— es lo que sorprendió a Kant. Hay cosas que son necesariamente verdaderas del mundo y que se revelan cuando consideramos lo que se requiere para que las matemáticas —y, de hecho, el pensamiento en general— tengan sentido. Pero esto es en sí mismo enigmático. Es natural pensar que nuestro conocimiento de lo que es verdadero en el mundo nos viene dado por la experiencia —gracias a los sentidos mediante los que percibimos las cosas a nuestro alrededor—. Pero la experiencia parece ponernos en contacto únicamente con verdades contingentes, es decir, con cosas que, si bien son verdaderas, no lo son de manera necesaria. Observamos la situación efectiva de una oveja en lo alto de una colina, o de la aguja de frecuencia de una radio en el sintonizador; pero no observamos cómo las ovejas, las colinas, las agujas y los sintonizadores tienen que ser. Así pues, ¿cómo podemos tener conocimiento de cómo tienen que ser las cosas en el mundo, de lo que es necesariamente verdadero en el mundo?

La respuesta de Kant —por decirlo una vez más de manera tosca— fue algo como esto: para que una verdad sea necesaria, pensaba, tiene que ser susceptible de ser conocida sin recurrir a la experiencia; es decir, tiene que ser a priori. Pero para que se trate de una verdad acerca del mundo tiene que ir más allá de lo que puede derivarse del mero análisis de los conceptos involucrados: debe tener al menos algo procedente del mundo y no de nuestros conceptos. Esto significa en lenguaje kantiano que tiene que ser sintética y no analítica. Así pues, Kant consideraba que para bregar con confusiones como las de mi amigo matemático necesitamos apelar a verdades de un tipo especial: aquellas que son a la vez sintéticas y a priori. Ésta es en sí misma una noción desconcertante. Parece como si fuera necesario algún tipo de contacto previo o de familiaridad [acquaintance] con el mundo para que éste nos suministre algo que vaya más allá de nuestros conceptos. Kant llamó intuición a esa familiaridad. Pero no se debe permitir que esa familiaridad o intuición ponga en peligro el hecho de que las verdades que produce sean a priori: no debe conllevar ningún recurso a la experiencia. Kant pensaba que tiene que haber algún tipo de familiaridad a priori o intuición del mundo. El desafío es entonces entender cómo tal cosa es posible, y ése es el principio de la filosofía positiva de Kant.

Podemos entender el Tractatus como producto de la reacción de Wittgenstein contra ese planteamiento —incluso si esa reacción no se produjo, o al menos no se produjo inicialmente, contra la presentación del propio Kant—. Las verdades necesarias incumben a la lógica, en una concepción de aquella que Wittgenstein recibió de Russell. Insistir en que «la lógica ha de preocuparse de sí misma» es insistir en que la necesidad es en un sentido independiente del mundo y en que podemos tener conocimiento de las verdades que consideramos lógicas o necesarias sin ningún tipo de familiaridad o intuición de aquél. Así, a lo que se opone el Tractatus, de acuerdo con esta propuesta, es a la idea de las verdades sintéticas a priori.

Hay una manera de evitar recurrir a las verdades sintéticas a priori a la vez que todavía se mantiene tanto que hay verdades necesarias acerca del mundo como que podemos conocerlas. Evitamos recurrir a las verdades sintéticas a priori afirmando que las verdades a priori, en tanto que podemos hablar aquí de verdades, se conocen simplemente a la luz del sistema mediante el cual nos representamos el mundo: si aquello a lo que apelamos es meramente la naturaleza del sistema de representación, entonces todavía estamos en el ámbito de lo analítico, en el lenguaje de Kant, y no en el de lo sintético. Pero la comprensión del sistema puede, en efecto, proporcionarnos conocimiento del mundo si se cumple cierta condición. Es necesario que insistamos en que cómo debe ser el sistema refleja o está reflejado en cómo es el mundo. Si tenemos una correspondencia de este género entre el sistema de representación y el mundo que es representado, entonces podemos tener conocimiento a priori de lo que son, en efecto, verdades necesarias acerca del mundo, pero sin intuición a priori ni familiaridad de ningún género con el mundo.

Lo que aquí se expresa de manera tosca es, a mi juicio, la tesis expuesta en el Tractatus —en la medida en que pueda decirse que en el Tractatus se expone alguna tesis—. En el núcleo de la obra se halla la tesis acerca de la relación entre un sistema de representación —cualquier sistema de representación— y el mundo: en cierto sentido, el uno tiene que reflejar el otro. Ésta es la suposición de que el sistema de representación y el mundo tienen que tener ambos la misma forma. Es la tesis central de la filosofía del lenguaje expuesta en el Tractatus, la idea que quizá de manera un tanto equívoca se describe como teoría de la figura —que se expresa en las tesis tres y cuatro de las siete proposiciones principales de la obra.

Este supuesto de la similitud de forma sólo puede ser verdadero si tanto el mundo como el lenguaje son de una cierta manera. Cómo tiene que ser el mundo para que la mismidad de forma [thesame-form assumption] sea verdadera se elabora en las tesis uno y dos, así como en sus comentarios y explicaciones. Cómo tiene que ser el lenguaje se resuelve en las tesis tres, cuatro, cinco y seis, y en las proposiciones que las aclaran y desarrollan. Pero si la tesis de la mismidad de forma es verdadera, resulta que habrá problemas para enunciarla: no podemos, por así decirlo, usar el lenguaje para situarnos fuera de la relación de correspondencia entre el propio lenguaje y el mundo. Y eso significa que toda la empresa filosófica kantiana resulta ser imposible, y lo mismo ocurre con cualquier filosofía que pretenda decir algo acerca de nuestra relación con el mundo —lo que incluye al propio Tractatus—. Y eso explica los posteriores comentarios acerca de las tesis seis y siete. Resulta, por tanto, que la única manera de abordar el problema kantiano culmina con la demolición de la filosofía.

Bastará con esto como visión general: el demonio, como es bien sabido, está en los detalles, cosa que los capítulos que siguen tratarán de explicar.

6. NOTA SOBRE TRADUCCIONES

Muchas veces es importante echarles un vistazo a las palabras que el propio Wittgenstein utiliza —o a las versiones más próximas a ellas si uno no habla alemán—. En los capítulos que siguen cito por lo general traducciones. Así pues, tengo que plantearme la cuestión de a qué traducciones recurrir para esas citas.

Hay hoy en día en circulación dos traducciones canónicas y revestidas de autoridad. Una es la que originalmente se publicó acompañada del texto de Wittgenstein en alemán —la traducción de C. K. Ogden (aunque en buena medida fue obra de Frank Ramsey)—. Una versión revisada de ella sigue todavía disponible con la versión original alemana en un texto paralelo. La otra es la traducción posterior de David Pears y Brian McGuinness, que aparece sin el alemán. La introducción original de Russell a la obra se imprimió con anterioridad a ambas traducciones.

Brevemente expuestos, éstos son los méritos de ambas traducciones: la de Ogden fue revisada por Wittgenstein, que le dio el visto bueno, y su versión final es el resultado de modificaciones hechas a partir de la comunicación entre Ogden y el propio Wittgenstein; y el original alemán se imprime junto a la versión inglesa. Pero la traducción es tosca, en ocasiones como resultado de su excesiva literalidad. Pasa por alto también algunos matices (conocido es el hecho de que no se percata de la diferencia entre sinnlos —carente de sentido [without sense]— y unsinnig —sinsentido, absurdo [nonsense]). Por otra parte, su literalidad tiene también algunas ventajas —por ejemplo, la detallada progresión de 6.54—.

Las virtudes de la traducción de Pears y McGuinness son justo las opuestas a las de la versión de Ogden: las peculiaridades del alemán se reproducen en inglés y la obra puede leerse con relativa facilidad. Además, muchas de las sutilezas del original aparecen apropiadamente indicadas (su tratamiento de la distinción entre sinnlos y unsinnig es una célebre mejora con respecto a la versión de Ogden). Hay, sin embargo, lugares en los que el inglés idiomático dificulta la comprensión de lo que Wittgenstein quiere decir (un ejemplo es el enunciado acerca de la forma general de la proposición en 4.5). El índice es más útil que en la traducción de Ogden.

Al final he decidido usar la traducción de Ogden para citar del texto, tanto en los capítulos que siguen como en esta introducción. Si he elegido la traducción de Ogden ha sido en buena medida por sus imperfecciones: su misma tosquedad y el hecho de que su expresión sea tan poco natural en inglés hacen que haya en ella relativamente pocos «falsos amigos» que puedan confundir al lector. Dado que no incluyo citas sin hacer comentarios acerca de ellas, puedo señalar cuándo la traducción de Ogden no logra captar algún matiz importante del texto original. Y el hecho de que el propio Wittgenstein revisara la traducción de Ogden significa que puede ser tratada, en el texto paralelo en el cual aparece, como parte del texto original.

Por todo ello, ningún estudiante debería tener dificultad alguna para trabajar sobre ese libro si tiene cualquiera de esas dos traducciones: no es difícil orientarse con la traducción de Pears y McGuinness si se tiene la de Ogden y el número de la proposición citada. Un estudiante serio que lea inglés pero no (o todavía no) alemán querrá tener tanto la traducción de Ogden como la de Pears y McGuinness: usa las dos para hacerse una idea de lo que dice Wittgenstein, confrontando el inglés idiomático con el no idiomático; usa la traducción de Ogden para no perder de vista el texto alemán; y usa la de Pears y McGuinness para el Índice.

7. REFERENCIAS

Las citas del cuerpo central del Tractatus están referenciadas por su número de sección —por ejemplo, 4.0312—. Las referencias a las obras de Wittgenstein se hacen por lo general mediante abreviaturas, cuya clave puede hallarse en la Bibliografía. Las referencias al Prefacio del Tractatus usan tanto abreviaturas como números de página —los números de página se corresponden con la edición de Ogden2—, como, por ejemplo: TLP, pág.29*.

1. * De ahora en adelante, los fragmentos del Tractatus que se reproducen en el texto siguen la traducción española de Luis M. Valdés Villanueva, salvo en algunas modificaciones que he tenido que hacer para ajustar los textos a los términos que usa el autor. Cfr. Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, 3.ª ed., trad./introd. de Luis M. Valdés Villanueva, Madrid, Tecnos, 2007. [N. del T.]

2. * En nuestro caso, la paginación sigue: Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, 3.ª ed., trad./introd. de Luis M. Valdés Villanueva, Madrid, Tecnos, 2007. [N. del T.]

CAPÍTULO I

La naturaleza del mundo

1A. UN BOCETO DE METAFÍSICA

El Tractatus empieza con una célebre afirmación críptica3:

1. El mundo es todo lo que es el caso.

La mayoría de la gente, al leer esto por primera vez, no sabe muy bien cómo entenderlo. ¿Se supone que es una definición que fija el significado del término «mundo»? ¿Se supone que es algo meramente obvio? ¿O se trata de una aseveración polémica, del establecimiento deliberado de una posición que Wittgenstein espera que sea atacada, pero que él se dispone a defender? Un vez más, si es una definición, ¿cuál es el proyecto que Wittgenstein pudo haber tenido en mente, de acuerdo con el cual es apropiado definir una palabra como «mundo»? Y, si no es una definición, ¿qué razón pudo haber tenido Wittgenstein para pensar que es verdadera?

La única razón para pensar que la aseveración de Wittgenstein es una definición es que la introduce sin justificarla. Si una obra filosófica empieza con una aseveración fuerte —y ciertamente ésta lo es, al margen de qué más cosas se puedan decir de ella— para la que se ofrece ninguna justificación, entonces nos inclinamos a suponer que esa aseveración es básica con respecto al desarrollo filosófico que sigue. Pero la proposición de apertura del Tractatus no puede ser leída así. Si la aseveración fuera una definición de apertura a la filosofía del Tractatus, sería de esperar que los términos usados para enunciarla fueran claros por sí mismos, como anticipo de un desarrollo filosófico ulterior. Pero lo cierto es que no lo son. Todavía no entendemos qué es algo «que es el caso». Muy pronto (en 1.1), sabremos que se trata de un «hecho» y no de una «cosa», pero ahora mismo tenemos poca idea de cuál puede ser la diferencia entre «hechos» y «cosas». Y ésta es una cuestión que no puede aclararse con independencia de la concepción general del lenguaje que se desarrolla en las secciones posteriores.

Además, si se tratara de una definición, la obra perdería inmediatamente buena parte de su significación. Dado que Wittgenstein no estaría ya haciendo ninguna aseveración acerca del mundo, tal como solemos entender la noción, podríamos simplemente responderle: «Sí, sí, todo eso podría ser verdad del “mundo” en el sentido peculiar en el que tú lo entiendes, pero ¿qué hay del mundo tal como el resto de nosotros usa el término?».

Es preferible aceptar que la aseveración en cuestión no es una definición. El término «mundo» se usa ahí en un sentido familiar. Se supone que la proposición de apertura del Tractatus es una aserción sustantiva acerca del mundo que todos conocemos, el mundo del que tenemos experiencia. Y se supone que es polémica en al menos este sentido: Wittgenstein propone en ella una visión de la naturaleza del mundo inédita hasta el momento, que debería resultar novedosa y sorprendente para la mayoría de nosotros, a pesar de que pueda terminar pareciendo obvia una vez comprendidas las razones en las que se basa. Wittgenstein se opone aquí deliberadamente a una larga tradición filosófica.

La afirmación de apertura da pie a la presentación de una explicación muy general de la naturaleza de la realidad como un todo que se extiende hasta 2.063 (una explicación muy general de la naturaleza de la realidad es lo que al menos parece ser: más abajo, al final de la sección 1F abordaremos una cuestión relacionada con esto). Pero aunque aquí se presenta una explicación general de la realidad, ningún argumento real que apoye esa explicación se expone en estas secciones. Algunos puntos están elaborados y algunos argumentos se presentan con posterioridad a 2.063 —pero no será hasta las últimas secciones en donde esos argumentos estén completos—. ¿Por qué, entonces, expone Wittgenstein sus puntos de vista acerca de la naturaleza de la realidad en estas primeras secciones del Tractatus? Porque, en último término, así cree que lo exige la posibilidad misma del lenguaje: considera que el lenguaje ni siquiera habría sido posible si el mundo no hubiera sido tal como él lo presenta en estas secciones.

¿Por qué empieza, entonces, el Tractatus con esta descripción general de la naturaleza de la realidad si la razón para pensar que la realidad es tal como Wittgenstein la describe no se ofrece hasta más tarde? Podemos hacernos una idea de lo que ocurre en la parte inicial del Tractatus si tenemos en cuenta lo siguiente: se supone que los filósofos quieren entender la naturaleza de la realidad, lo cual no deja de ser la tarea tradicional de la filosofía y, por encima de todo, de la reina de la filosofía: la metafísica. La tarea de la metafísica consiste en explicar cómo tiene que ser el mundo. Pues bien, eso es justamente lo que Wittgenstein nos dirá en estas primeras secciones, hasta 2.063. La pregunta que entonces se nos plantea es por qué deberíamos aceptar este punto de vista metafísico particular. La explicación irá emergiendo de manera gradual, a medida que sea explicada la naturaleza del lenguaje —de cualquier lenguaje posible.

Aun así, podemos intuir que en realidad no hemos entendido por qué Wittgenstein debe empezar el libro exponiendo la naturaleza del mundo, de la cual no ofrece ninguna explicación y cuya justificación aplaza. La razón que explica este estilo de exposición no emergerá en su plenitud hasta más tarde, una vez que nos hayamos ocupado de la totalidad de la obra, pero aquí podemos anticipar algo. La penúltima proposición del libro reza:

Tiene que superar esas proposiciones [es decir, las proposiciones del Tractatus]; entonces verá el mundo correctamente.

Aquí, en las secciones iniciales del Tractatus, tenemos la anticipación de una visión del mundo que sólo está propiamente a disposición de quien haya entendido lo que Wittgenstein hace en el libro. Y, tal como quedará claro una vez que hayamos recorrido la totalidad de la obra, es importante que haya algo misterioso (por usar de momento una expresión brusca) en el punto de vista que se presenta. Las secciones iniciales están encaminadas a proporcionarnos un vistazo fugaz e imperfecto de lo que sólo la adecuada comprensión del propósito de Wittgenstein nos permitirá ver con claridad, y a darnos a probar el misterio que trae consigo esa concepción. Exponiendo las líneas generales de esa concepción de la naturaleza del mundo con nada más que una mínima explicación y justificación, Wittgenstein es capaz de generar algo próximo a lo que considera el sentimiento apropiado con respecto al mundo.

A lo largo de la exposición que llevaré a cabo en este capítulo seguiré el procedimiento del propio Wittgenstein. En este capítulo apenas me ocuparé de la justificación de la concepción metafísica que Wittgenstein presenta en las secciones iniciales de la obra. Me sumergiré brevemente en la concepción general de Wittgenstein acerca del lenguaje, pero sólo en tanto que sea necesario para explicar lo que Wittgenstein dice más que las razones que tiene para decirlo (aunque llegará un punto en el que esa tarea requiera adelantar algunos contenidos con cierto detalle). Pretendo que quede claro qué es con exactitud lo que Wittgenstein sostiene y a qué se opone al sostener precisamente eso. Deberíamos hacernos así con una idea clara de lo que habrá que justificar mediante la explicación que sigue acerca del lenguaje.

1B. EL MUNDO COMO LA TOTALIDAD DE LOS HECHOS

Volvamos entonces al principio:

1. El mundo es todo lo que es el caso.

¿Qué quiere decir esto? ¿Qué es lo que se descarta aquí? La siguiente observación lo explica:

1.1. El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas.

Un hecho es algo que es el caso. Así, si el mundo es todo lo que es el caso, entonces el mundo es la totalidad de los hechos. Pero esto no nos lleva muy lejos por ahora. Para entender lo que Wittgenstein asevera en este punto es preciso que tengamos en cuenta dos cosas: en primer lugar, cuál es la diferencia entre hechos y cosas y, en segundo lugar, por qué debe decirse que el mundo es la totalidad de los hechos y no de las cosas —en oposición, por ejemplo, a ser la totalidad de los hechos así como de las cosas.

La mejor manera —acaso la única— de entender la diferencia entre hechos y cosas es mediante una comparación que ya exige que adelantemos contenidos y les echemos un vistazo fugaz a las secciones posteriores de la obra. Nos es familiar la distinción entre palabras y oraciones. Las palabras son, en cierto sentido, los componentes básicos de las oraciones: de manera natural consideramos que las palabras son la parte de la oración más pequeña que tiene significado. Las oraciones se componen de palabras, pero (tal como nos encargaremos de aclarar) de una manera especial. De acuerdo con cómo entendemos las cosas, se dice que una oración está compuesta de palabras en un sentido diferente a aquel en el que, por ejemplo, se dice que una lista está compuesta de palabras. Consideremos la diferencia entre las siguientes sucesiones de palabras:

(O) Wittgenstein era rico.

(L) Wittgenstein; era, rico.

(O) es una oración completa, mientras que (L) es sólo una lista —a pesar de que tanto (O) como (L) constan de exactamente las mismas palabras—. La diferencia reside en que las palabras pueden ser añadidas o sustraídas de (L) de manera arbitraria sin que ello afecte al hecho de que (L) sea una lista, mientras que sólo sustracciones o adiciones muy concretas permitirían que (O) siguiera siendo una oración. Una oración se distingue de una lista por ser una unidad completa y orgánica.

De acuerdo con Wittgenstein, la relación entre hechos y cosas es semejante a la relación entre oraciones y palabras (o al menos entre oraciones y ciertas palabras básicas). Los hechos se componen de cosas. Y un hecho no es sólo un amasijo de cosas, sino que tiene cierta unidad orgánica propia. Por ejemplo, el hecho de que Wittgenstein sea rico no es sólo la concurrencia de Wittgenstein (el hombre) y la propiedad de ser rico. La razón de esta precisa correspondencia entre la relación oración-palabra y la relación hecho-cosa será explicada en el marco de la concepción general de Wittgenstein acerca del lenguaje. Pero el paralelismo es ya patente en estos pasajes iniciales, antes de que sea expuesta la concepción acerca del lenguaje. Aquí ya aparecen afirmaciones acerca de la naturaleza de la realidad yuxtapuestas a otras acerca del lenguaje (véase 2.0122 y 2.02-2.0201).

¿Qué tipo de entidad es un hecho? Es algo que esencialmente se caracteriza por medio de una oración completa. Un hecho es, por así decirlo, que tal y tal sea el caso (que Wittgenstein fuera rico, que Russell viviera hasta muy entrada la vejez, que a Ramsey le gustara escalar montañas, etc.). Una entidad que es que tal y tal sea el caso parece ser de un tipo completamente diferente al de una entidad a la que podamos referirnos con un nombre ordinario (una entidad como Wittgenstein, Russell o Ramsey). Esta diferencia se extiende a lo que podemos considerar la localización de los hechos. Las cosas ordinarias existen en el espacio y se distribuyen en el espacio. Que sean espaciales es una condición fundamental de su naturaleza. Pero es difícil hacerse una idea de lo que sería para un que ocupar un lugar en el espacio. Si los hechos existen en un espacio, cabe esperar que ese espacio sea de un tipo especial. Dice Wittgenstein:

1.13. Los hechos en el espacio lógico son el mundo.

¿Qué es, entonces, el espacio lógico? El espacio lógico es un espacio de posibilidades. Es un hecho que Wittgenstein fuera rico; otro hecho es que Russell viviera hasta muy entrada la vejez; y otro que a Ramsey le gustara escalar montañas. Pero los padres de Wittgenstein pudieron haber perdido todo su dinero; Russell pudo haber muerto joven; y Ramsey pudo haber tenido una mala experiencia que le hiciera sentir pavor ante la mera contemplación de una colina. Por así decirlo, hay innumerables hechos que podrían haber existido pero que no han existido. Los hechos reales son sólo algunos de los hechos posibles: existen, en cierto sentido, entre todos los hechos posibles. Lo que es posible delimita la extensión del espacio de las posibilidades. Cada posibilidad es, por así decirlo, una localización en un espacio de posibilidades.

Así pues, los hechos son bastante diferentes de las cosas. Pero ¿por qué insiste Wittgenstein en que el mundo es la totalidad de los hechos pero no de las cosas? ¿Por qué no puede ser el mundo concebido como fundamentalmente constituido de cosas, aunque se añada que esas cosas pueden a su vez combinarse para formar hechos? Se sugiere a veces que la razón es que Wittgenstein concibe el mundo en un sentido bastante especial: como aquello que hace que las verdades sean verdaderas4. Ciertamente muy pocas verdades son verdaderas merced a la mera existencia de cosas: la existencia del hombre Wittgenstein, por ejemplo, hace que un muy reducido número de verdades sean verdaderas acerca de él. Se diría que para que queden fijadas todas las verdades es necesario algo más que la mera existencia de cosas: es necesario, por así decirlo, el modo en que las cosas son —es decir, los hechos.