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En el corazón de la guerra franco-india en América, el joven ofcial Duncan Heyward y las hermanas Munro emprenden un peligroso viaje escoltados por el explorador Ojo de Halcón y sus aliados Chingachgook y Uncas. Se enfrentarán a traiciones, a emboscadas y a la amenaza del cruel Zorro Sutil. El último mohicano es la novela más conocida de James Fenimore Cooper. Fue publicada en 1826. Su influencia en la cultura popular ha dado lugar a numerosas adaptaciones en el cine y la televisión.
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Seitenzahl: 294
Veröffentlichungsjahr: 2025
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El último mohicano
James Fenimore Cooper
EDICIONES RIALP
MADRID
© 2025 de la edición adaptada por Antonio C. Gavaldá
by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid.
www.rialp.com
© Ilustraciones de Guillermo Altarriba
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-7058-4
ISBN (edición digital): 978-84-321-7059-1
ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-7060-7
ISNI: 0000 0001 0725 313X
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PRÓLOGO
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXIII
CAPÍTULO XXIV
CAPÍTULO XXV
CAPÍTULO XXVI
CAPÍTULO XXVII
CAPÍTULO XXVIII
CAPÍTULO XXIX
CAPÍTULO XXX
CAPÍTULO XXXI
CAPÍTULO XXXII
CAPÍTULO XXXIII
Cubierta
Portada
Créditos
Índice
Comenzar a leer
Puedo asegurar que esta obra es un relato fiel de una serie de hechos, contados en forma novelada para darles cierta amenidad.
No obstante, en la obra se refieren algunos detalles que interesa aclarar. Hay cierta confusión en lo que respecta a los nombres de lugares y de cosas, debido a que los ingleses, holandeses y franceses, por una parte, y los naturales del país, por otra, se han creído autorizados para proceder a su antojo en cuanto a multiplicar las denominaciones.
Cuando los colonos europeos penetraron en la dilatada región que se extiende entre el Penobscot y el Potomac, el océano Atlántico y el Misisipi, comprobaron que estaba habitada por un solo pueblo, al que llamaban Wapanacki. Pero los indígenas estimaban más el nombre de Leni Lenape, que quiere decir «pueblo sin mezcla».
El autor de esta obra —lo confiesa sin rubor— no está tan documentado que pueda enumerar todos los nombres de las tribus en que estaba subdividida aquella raza. Todas las tribus tenían su nombre, sus jefes, su territorio y su dialecto. Eran como príncipes feudales y peleaban unos contra otros. Pero su origen común se exteriorizaba en hablar una misma lengua, transmitida a través de las generaciones.
Una rama de aquel numeroso pueblo ocupaba las orillas del hermoso río llamado Lenapewibittuck. En este territorio se hallaba establecida con unánime consentimiento «La Casa Larga» o «El juego del gran consejo de la nación».
El territorio, formado por la parte situada al sudoeste de Nueva Inglaterra, y la de Nueva York, que se encuentra al este de la bahía de Hudson, más una gran extensión prolongada hacia el sur, estaba habitado por un pueblo poderoso, el Moicani, llamado también mohicano.
Estos propietarios primitivos del país fueron los primeros desposeídos por los blancos, y los supervivientes se dispersaron entre las otras tribus. De su poder y grandeza solo quedan tristes y amargos recuerdos.
Durante muchos años se aplicó el lisonjero título de Lenape a la tribu que guardaba el recinto sagrado de la Casa del consejo; pero, cuando los ingleses cambiaron el nombre de aquel río por el de Delaware, así comenzaron a llamarse los que habitaban la región.
Otro pueblo, llamado Mengwe, que también estaba subdividido en varias tribus, habitaba a lo largo de las fronteras septentrionales de los lenapes, en un espacio de muchos centenares de millas. Esos salvajes del norte fueron antaño menos poderosos y habían estado menos unidos entre sí que los lenapes; pero se aliaron las cinco tribus más pobladas y más próximas a la Casa del consejo de sus enemigos. Tales fueron las repúblicas unidas más antiguas que la historia de América del Norte menciona en sus páginas.
Mohawks, oneidas, senecas, cayugas y onondagas, así se llamaban estas tribus, a las que después se reunió otra trashumante de la misma raza y que participó de todos sus privilegios políticos. Esta tribu, conocida por el nombre de los tuscaroras, creció de tal manera que los ingleses cambiaron el nombre que habían dado a la confederación, llamándola no ya las cinco, sino las seis naciones. Una tradición que parece ajustarse a la realidad refiere la manera poco honrosa que emplearon holandeses y mengwes para obligar a los lenapes a deponer las armas. Los mengwes se encargaron de su defensa y los dejaron reducidos al papel de «mujeres», como ellos decían en su lenguaje figurado.
Desde aquel momento la nación lenape perdió su antiguo esplendor. Despojada por los blancos, oprimida y asesinada por los salvajes, los lenapes anduvieron errantes y finalmente fueron dispersándose en los vastos desiertos que se extienden al oeste.
Como una lámpara que se apaga, su gloria no alumbró nunca tanto como en el mismo momento de extinguirse.
Las fatigas y peligros a través de las selvas, antes de presentar batalla, eran lo más penoso y extenuante de las guerras en escenario sangriento de los territorios del Norte.
Las posesiones que pertenecían a las provincias enemigas de Francia e Inglaterra estaban separadas por grandes bosques, aparentemente inextricables. Por este motivo, tanto el europeo avezado a la disciplina militar como el colono bregado en las rudas faenas agrícolas, que combatían bajo las mismas banderas, se veían en ocasiones obligados a luchar durante meses enteros contra los torrentes, y abrirse paso entre las gargantas de las montañas, para mostrar su intrepidez y valor. Sin embargo, imitando a los guerreros naturales del país, de quienes habían aprendido a someterse a las privaciones, lograban vencer todos los obstáculos. Esto permitía aventurar que, con el tiempo, no quedaría en los bosques guarida oscura ni paraje apartado que protegiera contra las incursiones de los que derramaban su sangre para saciar su venganza o defender las ambiciones de los soberanos de Europa.
Las tierras situadas entre el nacimiento del Hudson y los lagos antiguos eran el sitio donde con más encarnizamiento se combatía, y en toda la extensión de las fronteras de aquel territorio no existía otro distrito más empeñado en aquellas luchas salvajes, y que de más enormes crueldades fuese testigo, que el mencionado.
La propia naturaleza parecía facilitar el avance de los combatientes: el lago Champellain se extendía desde las fronteras del Canadá hasta los mismos confines de la provincia de Nueva York, formando de este modo un paso a mitad de distancia, muy necesario a los franceses para poder combatir a sus enemigos. Las aguas que por el sur recibía el Champellain eran tan puras y cristalinas que los misioneros jesuitas las aprovechaban para administrar el bautismo a los indígenas. Por tal motivo recibió el nombre de lago del Santo Sacramento.
Los ingleses, a pesar de ser menos devotos, quisieron honrar esta agua y les dieron el nombre de su rey, que era el segundo de los príncipes de la casa de Hannover.
Francia e Inglaterra, pues, se habían enemistado para expulsar de estos territorios a sus salvajes poseedores y privarles del derecho a perpetuar su nombre primitivo de lago Honcán.
Los franceses aprovecharon con talento y esfuerzo las considerables ventajas que ofrecía aquel país, escenario más tarde de sangrientas batallas. Construyeron fuertes y procuraron abrirse paso por las lejanas y casi impracticables gargantas de los Alleghanys.
El colono se retiraba hasta los más antiguos establecimientos para evitar una vecindad tan peligrosa. Los ejércitos luchaban sin tregua ni descanso para discernir de una vez la supremacía de aquellos territorios.
Este relato empieza durante el tercer año de la última guerra entre Francia e Inglaterra, naciones que lucharon por la posesión de un país que, afortunadamente, no debía de pertenecer a ninguna de estas dos naciones europeas.
La inercia de los jefes militares y la falta de energía de los gobiernos de la metrópoli habían hecho menguar en Inglaterra el espíritu emprendedor y los talentos de sus antiguos hombres de armas y de Estado; ya no era temida por sus enemigos, sus servidores habían perdido aquella saludable confianza de la que emana el respeto propio; los colonos eran despreciados y sufrían las lógicas consecuencias de ese abatimiento. Habían visto poco tiempo antes llegar un brillante ejército al que respetaban, considerándolo invencible. No obstante, este mismo ejército, al mando de un jefe que por sus raros talentos militares fue elegido entre otros guerreros experimentados, sucumbió al valor y disciplina de un puñado de franceses y de indios, y solo pudo evitar su total destrucción la presencia de ánimo de un valeroso joven, natural de Virginia, cuya fama, acrecentada con los años, llegó a la cúspide de la gloria. Y para decirlo de una vez, este joven virginiano, que a la sazón tenía veintitrés años, era Washington, que luego sería el jefe de una gran nación.
Este inesperado desastre había dejado al descubierto una extensión enorme de las fronteras, y a las calamidades ciertas iba unido el temor de mil peligros imaginarios; alarmados, los colonos creían oír ya los gritos de los indios mezclados con los silbidos del viento, procedente de los bosques inmensos del oeste. La ferocidad de estos implacables enemigos aumentaba por momentos los males comunes de la guerra; el recuerdo de las horrorosas carnicerías estaba grabado en su memoria, y en todas las provincias no había una sola persona que no hubiese escuchado alguna vez el relato espantoso de algún ataque, cuyos autores eran siempre los habitantes de la selva; y, mientras el viajero crédulo y exaltado refería las aventuras de su paso por las selvas, los hombres apocados temblaban, y las madres contemplaban con inquietud a sus hijos en las grandes ciudades.
En suma, el miedo, que aumentaba todos los objetos, empezó a invadir todos los ánimos; los más valientes creyeron que la lucha era incierta, y aumentaba de día en día el número de los que consideraron perdidas, anticipadamente, todas las posesiones de la Corona de Inglaterra en América. Al saberse en el fuerte, que cubría los límites de la calzada situada entre el Hudson y los lagos, que se había visto al general francés Montcalm sobre el Champellain y al frente de un ejército muy numeroso, nadie dudó del hecho. Todos estaban consternados ante tal noticia, pues no hay que olvidar que aquellos hombres pacíficos no eran soldados dispuestos a la lucha.
La noticia fue en realidad divulgada por un correo indio que llevaba un mensaje de Munro, comandante de un fuerte que se alzaba a orillas del lago Santo y que no distaba más de cinco leguas. Munro pedía refuerzos ante el ataque inminente.
Los ingleses habían dado a estas dos ciudades los nombres de «Guillermo-Enrique» y «Eduardo», dos príncipes de la familia reinante.
El escocés Munro era el jefe de la primera fortaleza y disponía de un regimiento de línea y un destacamento de tropas provinciales. Pero estas fuerzas eran en realidad muy pocas para hacer frente al formidable ejército del francés Montcalm.
El general Webb mandaba el segundo fuerte. Agrupaba los ejércitos reales en la provincia del norte y disponía de unos diez mil hombres, con los cuales podía enfrentarse a los atrevidos franceses que se habían aventurado fuera de su campo.
Sin embargo, los oficiales y soldados ingleses de este segundo fuerte se hallaban un tanto desmoralizados y no se atrevían a presentar combate en campo abierto. Preferían defenderse dentro de las murallas.
Poco a poco los ánimos empezaron a aquietarse. Pero después se esparció por todo el campo fortificado el rumor de que un destacamento de mil quinientos hombres debía partir al amanecer hacia la ciudadela «Guillermo-Enrique». El rumor no tardó en ser confirmado por una orden del comandante en jefe, al ordenar que estuviesen preparados los hombres escogidos para este servicio.
Así, pues, tras una noche de preparativos y de corto descanso, con las primeras luces del alba, se puso todo el campo en movimiento, y hasta el último soldado deseaba presenciar la marcha de sus compañeros y ser testigo de los incidentes que podrían ocurrir, con el alma rebosante de entusiasmo.
Se puso en orden de marcha el destacamento designado. La derecha de la línea la ocupaban con orgullo las tropas regulares pagadas por la Corona, en tanto que los colonos, más humildes, se alineaban a la izquierda con la docilidad que el hábito les había hecho adquirir.
Partieron las avanzadas; una fuerte guardia precedía y seguía a los pesados carruajes que conducían los equipajes y la intendencia; al rayar el día, después de haberse formado en columna el cuerpo principal de combatientes, este salió del campamento con un manifiesto entusiasmo militar. El buen ánimo sirvió para alejar los temores de algunos soldados nuevos que iban a hacer su primer ensayo en la carrera de las armas. Mientras permanecieron a la vista de sus camaradas conservaron el mismo orden y firmeza, hasta que el sonido de los silbatos se fue perdiendo en la lejanía. El bosque parecía haber engullido aquella masa animada de jóvenes.
El ruido de la marcha de la columna se había extinguido ya completamente. El último de los rezagados había desaparecido de la vista de los que quedaban en el campamento; pero todavía continuaban haciéndose preparativos para otra partida delante de una choza de madera de mayores dimensiones que las ordinarias. En esta puerta estaban colocados los centinelas para guardar la persona del general inglés; cerca de ella se veían seis caballos ensillados, dos de los cuales, a juzgar por sus arreos, estaban destinados a servir a señoras de una clase no habituada a internarse por los parajes desiertos de aquel país. El tercero estaba enjaezado como para servir de cabalgadura a un oficial del Estado Mayor. La sencillez de los restantes, y las maletas de que estaban cargados, revelaban claramente que estaban destinados a la servidumbre, que aguardaba las órdenes de sus dueños.
A cierta distancia había un grupo de curiosos que contemplaba con aire entre estúpido y admirado la belleza y brío de los dos caballos. Entre aquel grupo solo había una persona que merecía llamar la atención.
Era físicamente poco atrayente. De pie, su estatura aventajaba a la de sus compañeros; no obstante, sentado, era de talla inferior a la normal.
Mientras los grupos de soldados se mantenían distanciados del lugar donde se hacían estos preparativos, este personaje se adelantó hacia los criados que esperaban a los caballos, a los que elogió o censuró según el concepto que le merecían por sus cualidades y defectos.
—En mi opinión —dijo a uno de ellos—, este hombre no ha nacido en este país. Seguramente procede de alguna tierra extranjera, acaso de la pequeña isla del otro lado del mar. ¿No es cierto, amigo?
Como no obtuvo respuesta, levantó los ojos hacia el personaje silencioso a quien había formulado la pregunta, y encontró en él un motivo más de admiración: se trataba del correo indio que tan malas noticias había traído del campamento la tarde anterior.
La impaciencia de los criados y algunas voces agradables anunciaron la llegada de las damas, a quienes se esperaba para emprender la marcha.
Una vez montaron, ambas saludaron a Webb, que permaneció en la puerta de la choza unos momentos. Luego, en compañía de sus criados, marcharon en dirección a la parte norte del campo.
Las dos jóvenes permanecieron en silencio y, salvo una ligera exclamación de la más joven cuando vio pasar junto a ella al correo indio, ninguna pronunció una palabra. La otra dama, aunque sorprendida, contempló al indio con admiración y compasión.
Este tenía cabellos negros y su tez era ligeramente morena. Las facciones se veían llenas de dignidad.
La joven dama se repuso enseguida del susto por la aparición del correo indio. Sonrió y preguntó alegremente al oficial que cabalgaba junto a ella:
—¿Puede decirme una cosa, Heyward? ¿Es frecuente ver espectros en este bosque o es que han querido proporcionarnos una buena diversión? Supongo que debemos estarles agradecidas. De no ser así, quizá Cora y yo tengamos que hacer acopio de todo nuestro valor…
—Este indio es un correo de nuestro ejército —repuso el joven oficial—. Es considerado como héroe en su país; se ha brindado a guiarnos hasta el lago por un sendero poco frecuentado, pero más corto que el camino que sigue el destacamento militar, y, por tanto, menos desagradable. Nos va a prestar un buen servicio.
—¡No me gusta nada ese hombre! No puedo remediarlo…, aunque pueda sernos útil —observó la joven dama, tratando de ocultar su recelo—. No dudo de que usted le conocerá bien, de lo contrario no habría confiado en él…
—Diga mejor, Alicia —repuso Heyward con vehemencia—, que no la hubiese confiado a usted a él; le conozco y respondo de su lealtad. Dicen que ha nacido en el Canadá; pero ha servido con los mohawks, nuestros enemigos, que, como usted sabe, forman una de las seis naciones aliadas. Vive con nosotros, según me han informado, a causa de un incidente desagradable que le ocurrió, en el que el padre de usted intervino y lo trató con severidad. Pero ha olvidado todo aquel episodio, ahora es nuestro amigo.
—Si ha sido enemigo de mi padre, me agrada menos todavía —exclamó Alicia, sobresaltada.
—Vamos, querida —intervino Cora—: ¿será preciso desconfiar de este hombre por la sola razón de que sus modales no son como los nuestros y su tez no es blanca? Olvídalo…
Alicia se sobrepuso al fin a sus prejuicios, y, azuzando a su caballo, fue la primera en seguir al correo, entrando por un camino estrecho y sombrío que les señalaba el indio y cuyos pasos interrumpía a menudo la maleza.
El salvaje contempló a Cora con extraordinaria admiración. Dejó pasar a Alicia, más joven, pero no más hermosa, y se ocupó él mismo de desbrozar el sendero para facilitar el paso.
Los criados siguieron el camino que llevaba el destacamento, en lugar de entrar en la senda del bosque. Eran las órdenes que seguramente habían recibido antes de iniciar la marcha. Esta preocupación, según dijo el mayor, fue inspirada por la sagacidad de su guía: convenía dejar menos rastro si por casualidad algunos indios canadienses llegaban hasta allí.
El camino era al principio demasiado escabroso para que los viajeros pudiesen conversar entre ellos. Una vez en el bosque, lo encontraron más cómodo para las cabalgaduras, y pronto se encontraron bajo una bóveda de grandes árboles donde no penetraban los rayos del sol.
Tan pronto el guía se dio cuenta de que los caballos podían andar sin obstáculos aceleró el paso lo más rápido que pudo.
El oficial habló con Cora unos instantes, y luego guardó silencio al percibir a cierta distancia un galope de caballos. Detuvo el suyo y todos le imitaron.
Al cabo de unos minutos vieron correr un potro entre los pinos y poco después descubrieron al singular personaje mencionado anteriormente.
Heyward se tranquilizó, y hasta sonrió cuando el extraño personaje estuvo a su lado.
Alicia, por su parte, no pudo contener la risa, y Cora adoptó un aire risueño.
—¿Qué le trae por aquí? ¿Busca usted a alguien? —preguntó Heyward al desconocido—. ¿Acaso hay malas noticias?
—Vengo en busca de alguien, en efecto —respondió el extraño personaje—. Me he enterado de que se dirigían ustedes al fuerte «Guillermo-Enrique», y como yo voy allí, me ha parecido que no les vendría de más un compañero de viaje.
—Si quiere ir al lago —dijo Heyward en tono altivo—, ha equivocado el camino. Tendrá que retroceder por lo menos media milla.
—Lo sé —replicó el desconocido, sin dejarse afectar por la frialdad de Heyward—. Estuve una semana en el fuerte «Eduardo» y conozco perfectamente todos estos lugares. No es conveniente que un hombre como yo se familiarice con aquellos a quienes debe instruir. Por eso he tomado otro camino diferente del que sigue el destacamento. Creo, además, que usted conoce la ruta mejor. Por eso preferiría acompañarlos y que el viaje sea así más agradable, con su conversación amistosa.
—Su determinación es arbitraria y sorprendente —repuso el mayor, sin saber si enojarse o reír—. Habla usted de instrucción y de profesión: ¿está quizás agregado al cuerpo provincial como maestro de ofensa y defensa? ¿O es quizá de los que trazan ángulos para explicar a los demás los misterios de las matemáticas?
El extranjero, profundamente asombrado, miró entonces al que acababa de dirigirle semejante pregunta y respondió, mudando el tono de suficiencia por otro que expresaba gran humildad:
—No me remuerde en ningún momento la conciencia de haber cometido ofensa contra nadie y no tengo defensa ninguna que hacer, pues no he incurrido en pecado mortal desde la última vez que rogué a Dios que perdonara mis culpas pasadas. No entiendo bien qué quiere decir eso de trazar ángulos, y en cuanto a la explicación de misterios, la dejo a los santos varones que han recibido esta misión. En cuanto a mí se refiere, no reclamo otro mérito que el de poseer algunos conocimientos en el delicioso arte de la música.
—Este hombre es seguramente discípulo de Apolo —exclamó Alicia, a quien divertía cada vez más aquella conversación—; yo lo tomo bajo mi especial protección: no se enfade, Heyward, y, por complacer a mis curiosos oídos, permita usted a este… señor que viaje con nosotros. Además —agregó bajando la voz y dirigiendo una mirada a Cora, que marchaba con lentitud tras el lúgubre y silencioso guía—, siempre será un amigo más que podrá ayudarnos en el caso desgraciado de que suframos un accidente.
—¿Puede usted creer, Alicia, que conduciría lo que más estimo en el mundo por un sendero que ofreciese el menor peligro?
—No es eso precisamente lo que estoy pensando ahora, Duncan Heyward; pero ese extranjero me resulta simpático, y ya que es tan buen artista, según dice él mismo, no seamos tan descorteses que rehusemos su compañía.
Y, dicho esto, miró cariñosamente a su interlocutor y los ojos de ambos se encontraron: el oficial se detuvo un poco para prolongar aquel dulce instante. Luego, cediendo a la influencia de Alicia, adelantó su caballo y se colocó al lado de Cora.
—Estoy muy contenta de haberle encontrado —dijo Alicia al extranjero, haciéndole una seña amistosa para que se acercase—. Creo que podré desempeñar muy bien mi papel en un dúo. El camino podrá ser menos monótono con una buena compañía. ¿No le parece? ¿Acaso no tengo razón?
—En efecto.
—Como yo soy una ignorante en muchísimas cuestiones, me será de gran utilidad oír los consejos de una persona con tanta experiencia como usted.
—Tiene razón en todo. Ciertamente es muy grato para el espíritu entregarse a la música en determinadas ocasiones —respondió el extranjero, siguiéndola sin hacerse de rogar—. No hay nada tan agradable como la música, pero le advierto que no basta un dúo; se necesitan por lo menos cuatro voces para obtener una armonía perfecta. Por lo que se refiere a su voz, creo que es de tiple, y la mía es de tenor. Nos faltan, pues, contralto y bajo. Quizás este señor oficial que no quería aceptar mi compañía tenga voz de bajo, a juzgar por su entonación al hablar. ¡Vamos! Por lo menos así lo creo…
—No juzgue por las apariencias —dijo Alicia sonriendo—. Las apariencias suelen engañar a veces. No tiene voz de bajo, sino de tenor.
—¿Sabe cantar?
—Desde luego. Aunque temo que a usted le agraden las canciones demasiado profanas, frívolas, si lo prefiere. La vida militar no da para más…
—Hay que ejercitar las facultades que Dios concede a cada uno para lo mejor —replicó el maestro en tono grave—. Consagré toda mi juventud a la música y nunca me he desviado del camino recto.
Mientras decía esto, sacó un libro, lo abrió, se puso los lentes y dijo a Alicia:
—Escúcheme usted.
Aplicó a sus labios el instrumento que dominaba a la perfección, lanzó un sonido muy agudo y comenzó a cantar. Sus gestos y ademanes acompañaban los efectos de la música y de la letra. Alzaba y bajaba la mano derecha si el tono era grave o agudo, hasta tocar con ella el libro abierto, mientras resaltaba las dos últimas sílabas de cada verso.
El mayor Heyward y los demás viajeros, que caminaban a cierta distancia, oyeron su voz, que interrumpía el prolongado silencio de aquellos bosques. El correo indio murmuró algunas palabras al mayor, y este retrocedió.
—Aunque no corremos peligro —dijo—, la prudencia más elemental aconseja que caminemos lo más silenciosamente posible. Perdone usted, Alicia, si me opongo a su diversión. Le suplico a su compañero que reserve el canto para otra ocasión…
—No le quepa a usted duda de que me molesta lo que me pide —repuso Alicia, irónica—. Su voz de bajo ha logrado interrumpir el curso de mis reflexiones sobre cómo conjugar una perfecta ejecución musical con una pésima poesía.
—Ignoro —contestó Heyward algo picado— a qué llama usted voz de bajo; pero sé que su vida y la de Cora me preocupan en este momento mucho más que toda la música de Haendel. Se lo aseguro.
El mayor se dirigió de nuevo al correo indio, que no había detenido la marcha. Por un instante le pareció ver, entre las hojas de un gran zarzal que bordeaba el sendero, la cabeza de un salvaje; pero, temeroso de que fuera un error, prosiguió adelante.
Pero Heyward no se había engañado. Apenas habían pasado los viajeros cuando, por entre las ramas de un arbusto, asomó un hombre de fisonomía horrible, tanto como las pasiones que lo mantenían vivo.
Los siguió con la vista, poseído de una extraña complacencia, mientras observaba la dirección que tomaba la comitiva.
Unas millas al oeste de aquel paraje, a orillas de un río muy ancho, aunque de rápido caudal, y a una hora de distancia del campamento de Webb, se habían dado cita dos hombres. Parecían esperar a otro, o tal vez la noticia de un suceso excepcional. El bosque se extendía hasta la misma orilla del río, y la sombra de los árboles, proyectándose sobre las aguas, daba a su superficie un tinte melancólico.
Los rayos del sol comenzaban a debilitarse y se hacía menos intenso el calor del día a medida que se elevaban en la atmósfera como una nube los vapores de fuentes, lagos y ríos.
Un profundo silencio reinaba en aquel apartado lugar, apenas interrumpido por el cuchicheo de aquellos dos individuos, el sonido característico del pájaro carpintero, del grajo y del lejano ruido de una cascada.
Estos sonidos eran demasiado familiares a los dos interlocutores, y no les distraían de su conversación. Uno de ellos tenía la tez colorada y lucía los atavíos que distinguen a los indios. El otro, aunque vestido groseramente y casi salvaje, evocaba un origen europeo, a pesar de su rostro quemado por el sol.
Se hallaba sentado el primero sobre un viejo tronco cubierto de moho. Su cuerpo semidesnudo recordaba el espectro espantoso de la muerte, por sus matices blanco y negro. En su cabeza afeitada solo conservaba un mechón de pelo, que el espíritu caballeresco de los indios deja en la parte superior como para mofarse del enemigo que pretendiera apoderarse de su cabellera, sin otro adorno que una larga pluma de águila que caía sobre el hombro izquierdo. Llevaba un hacha de piedra y un cuchillo de procedencia inglesa colgando de la cintura, y un fusil reposando sobre sus rodillas, de los que los blancos proveían a los salvajes, sus aliados. Su pecho, sus bien desarrollados miembros y su grave aspecto mostraban a un guerrero en edad de madurar.
El cuerpo del otro, por lo que sus vestiduras dejaban al descubierto, era el de un hombre que desde joven soportaba las fatigas de una vida sumamente penosa. Más bien flaco, pero con músculos endurecidos por el trabajo y los rigores de la intemperie. Llevaba casacón de paño verde con guarniciones amarillas, gorro de piel muy ajado y cuchillo pendiente de un cinturón semejante al que ceñía el indio, pero sin hacha. Los mocasines estaban adornados al uso de los naturales del país, y cubría sus piernas con paños de piel atados por los lados y sujetos sobre las rodillas con un nervio de gamo. Completaban su atavío un zurrón y un frasco de pólvora. Apoyado contra un árbol cercano tenía su fusil, arma que los europeos habían enseñado a considerar a los indios como la más temible. Sus ojos de cazador, espía o lo que fuese, eran diminutos, vivos, y miraban a todas partes mientras hablaba, como si ojease la caza o temiese que se acercara algún enemigo.
—Vuestras tradiciones deciden a mi favor, Chingachgook —dijo en una lengua común a todas las tribus entre el Hudson y el Potomac—. Vuestros padres vinieron de la parte en que el sol se oculta, cruzaron el río grande, vencieron a los naturales del país y se apoderaron de sus tierras; y los míos, de aquella tierra en que, al amanecer, se ve el firmamento adornado de brillantes colores. Esto es todo cuanto puedo decir…
—Mis padres lucharon con armas iguales —respondió el indio Chingachgook con altivez—. ¿No existe diferencia, Ojo de Halcón, entre la flecha de piedra de nuestros guerreros y la bala de plomo con que matáis vosotros?
—Aunque la naturaleza haya dado al indio una piel roja, no le ha privado de razón —repuso Ojo de Halcón. Por un momento pareció estar convencido de que no defendía la mejor causa; pero, reuniendo todas sus fuerzas intelectuales, respondió a su antagonista acudiendo a sus escasos conocimientos—. No soy sabio, y me ruboriza confesarlo; pero, por lo que he visto hacer a tus compatriotas cuando cazan el gamo y la ardilla, un fusil habría sido menos peligroso en manos de sus abuelos que el arco y la flecha con puntas afiladas de piedra.
—Cuentas la historia como te la contaron tus padres —replicó Chingachgook con desdén—. Pero ¿acaso dicen los ancianos a los jóvenes guerreros que cuando los rostros pálidos pelearon contra los hombres rojos tenían el cuerpo pintado para la guerra e iban armados con hachas de piedra y fusiles de madera? Escúchame, Ojo de Halcón, te lo suplico —prosiguió tras un momento de silencio—. Tus oídos no oirán la mentira: yo te diré lo que mis padres me han referido y lo que han hecho los mohicanos. ¿No se vuelven saladas en ciertas épocas las aguas dulces del río que corre a nuestros pies, y la corriente no retrocede entonces hasta el lugar de su origen?
—La Santa Biblia no es más verdadera —respondió el cazador—, ni existe nada más cierto en toda la naturaleza: esto es lo que los blancos llaman la marea, cosa bien fácil de explicar. El agua del mar entra en el río durante seis horas y sale durante otras tantas: esta es la razón del cambio de sabor. Cuando el agua del mar sube más que la del río, entra en él.
—Los ríos que tienen su origen en nuestros bosques y desaguan en el gran lago, corren siempre hacia abajo, hasta que se forman como mi mano —replicó el indio, extendiendo el brazo—, en cuyo punto cesan de correr.
Hizo una pausa y continuó:
—Llegamos al lugar en que el sol se oculta durante la noche, atravesando las vastas llanuras pobladas de búfalos en las márgenes del río grande; combatimos con los alligewis, que dejaron la tierra regada con su sangre. Desde sus orillas hasta las del gran lago de agua salada, a nadie encontramos, aunque éramos seguidos por los maguas a corta distancia. Desde el punto en que el agua de este río se eleva hasta otro, a veinte jornadas hacia la parte este, el país era nuestro, y el terreno que habíamos conquistado como guerreros lo conservamos como hombres. Rechazamos a los maguas al interior de los bosques, del mismo modo que a los osos; ellos no volvieron a gustar la sal ni pescaron en el gran lago, arrojándoles nosotros los despojos de los pescados.
—Todo eso lo he oído contar y lo creo —dijo el cazador al advertir que el indio se detenía—. ¡Pero cuando tal cosa ocurrió los ingleses aún no habían llegado a este país!
—Los primeros rostros pálidos que vinieron no hablaban el inglés: arribaron en una gran canoa cuando mis padres acababan de hacer la paz con los hombres rojos. Entonces, Ojo de Halcón, formábamos un solo pueblo y nos considerábamos los seres más felices; teníamos mujeres que nos daban descendencia; el lago salado nos proveía de pescado; los bosques, de gamos; el aire, de aves; adorábamos al Gran Espíritu, y los maguas se encontraban a tanta distancia de nosotros que nuestros cánticos de triunfo no llegaban a sus oídos.
—Pero ¿dónde está actualmente tu tribu, que hace tantos años que fue a reunirse con sus parientes en el Delaware? ¿Qué ha sido de las flores de todos los veranos que se han sucedido desde entonces? ¿Puedes decírmelo?
—¡Ah! Todas se ajaron, se marchitaron unas tras otras. Esto mismo ha sucedido a mi familia, a mi tribu: todos, uno tras otro, han ido desapareciendo para ir a habitar la morada de los espíritus. Me encuentro en la cumbre de la montaña y es necesario que me precipite en el valle; y cuando Uncas haya ido a reunirse conmigo ya no existirá una gota de sangre de los sagamores, porque mi hijo es el último de los mohicanos.
—Uncas está aquí —dijo otra voz, no muy lejana, en el mismo tono agradable y natural—. ¿Qué quieren de Uncas?
Un joven guerrero pasó por entre los dos, en silencio y con paso rápido, y se sentó tranquilamente en la margen del río.
—Bueno, hijo. Puedes hablar. Contesta a mi pregunta: ¿se atreven los maguas a dejar en nuestros bosques las huellas de sus mocasines?
—Puedo decirte que he seguido sus pasos —respondió el joven indio— y me he dado perfecta cuenta de que su número iguala al de los dedos de mi mano. Pero se ocultan como cobardes.
—A pesar de todo serán expulsados de sus guaridas como los gamos. Cenemos esta noche, Ojo de Halcón, y mañana demostraremos a los maguas que somos hombres.
—Estoy dispuesto a cenar y a ser valiente. Pero para cenar se necesita caza, y para demostrar el valor es preciso encontrar al enemigo. Tanto hablar de gamos y allá entre la maleza se divisan las mejores astas que he contemplado en mucho tiempo… Cuidado, Uncas —el cazador bajó la voz—, prepara tus flechas. Te dejo para ti el gamo, pues si usara mi arma probablemente sería en beneficio de los iroqueses.
Uncas, con la aprobación de su padre, se acercó a rastras hacia el gamo. Cuando comprendió que estaba a una distancia conveniente de los arbustos, preparó el arco cuidadosamente, mientras el gamo levantaba las patas como si se percatara de la proximidad. Un instante después se oyó vibrar la cuerda del arco y la flecha voló hasta la maleza, de donde salió el gamo dando brincos.
Uncas evitó diestramente el ataque de su enemigo, enfurecido con la herida; le clavó el cuchillo en el cuello al pasar junto a él, y el animal dio un gran salto y cayó al río, tiñendo las aguas con su sangre.
—Silencio —ordenó Chingachgook volviéndose con la agilidad de un perro que rastrea una pieza de caza.
—¿Qué? ¿Hay alguna manada? —inquirió el cazador, cuyos ojos brillaban ya con el ardor de su profesión—. Si se ponen a tiro de fusil mataré a uno de ellos, aun cuando escuchen las seis naciones la detonación… ¿Oyes algo, Chingachgook? Yo no oigo nada…
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