11,99 €
Entrar en la Iglesia es entrar en un camino de amor y de complicidad con Jesucristo, un camino que dura toda la vida y que, como todo amor o se enciende o se enfría. La fe y el amor se descongelan y se encienden en la oración. Partiendo de las virtudes, el cristiano inicia un viaje en el que va permitiendo que Dios actúe en su vida y la encienda, dejándose convertir una y otra vez por el poder transformador de la gracia y ofreciéndole lo que tiene en sus manos, en su cabeza y en su corazón: su trabajo, sus afectos, su vida corriente. Este libro invita a rezar, y procede de la oración llevada a cabo durante muchos años por el autor. Lo escribió mientras discurría su vida entre libros, en esta editorial.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Veröffentlichungsjahr: 2013
RAFAEL GARCÍA GARCÍA
EL VIAJE
DE LA ORACIÓN
EDICIONES RIALP, S.A.
MADRID
©2013 by herederos de RAFAEL GARCÍA GARCÍA,
©2013 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid.
(www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN: 978-84-321-4298-7
A mi mujer y mi hijo,
que están en este libro
porque van en mi vida
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
PRÓLOGO
I. PRELUDIO JUNTO AL POZO DE SICAR
II. DESLUMBRAMIENTO
III. COMO UN ÁGUILA QUE VUELA
IV. ABBA, PATER!
V. ORAR ES EL CAMINO
VI. LA AVENTURA DEL GRANO DE TRIGO
VII. LA LUZ DE LA FORMACIÓN
VIII. TIERRA, HOMBRE, HUMILDAD
IX. EL SIGNO DE LA CRUZ
X. VERDAD Y LIBERTAD
XI. LIBERTAD ¿PARA QUÉ?
XII. DIEZ PALABRAS
XIII. LA VOZ Y LA PLUMA
XIV. EL CUCURUCHO DE PAPEL
XV. MANDATO DIVINO
XVI. ¡PODEMOS!
XVII. EN FAMILIA
XVIII. UNA MISIÓN SAGRADA
XIX. UN DON: EL TRABAJO
XX. SOLIDARIDAD
XXI. FORTALEZA
XXII. SINCERIDAD
XXIII. UNA CIERTA TRISTEZA
PRÓLOGO
Con motivo del 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II y del 20 aniversario de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, el Santo Padre Benedicto XVI proclamó para toda la Iglesia un año de la fe, discurriendo este desde octubre de 2012 a noviembre de 2013. El Papa en el documento preparatorio, Porta fidei, de ese año de la fe señalaba lo siguiente: «“La puerta de la fe” (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida»[1].
Por el bautismo cruzamos el umbral de la fe, entramos en la comunión con Dios, en la intimidad divina, lo que supone algo grandioso. Pero más importante aún es no quedarse en la puerta. La fe está llamada a desarrollarse mediante el estudio, el conocimiento y mediante el enamoramiento. Entrar en la Iglesia es entrar en un camino de amor y de complicidad con Jesucristo.
Un camino que dura toda la vida está sometido a las reglas humanas del envejecimiento, como el amor que, o bien se enciende toda la vida, o se enfría. El amor, como el fuego, requiere echar leña nueva y requiere que madure, y pase así del amor de enamoramiento al amor maduro.
En el cristianismo, hablar de fe lleva como consecuencia hablar de caridad. Como resaltaba Benedicto XVI en la Porta fidei, «La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino»[2]. La fe cristiana se convierte en caridad. Conocer el rostro de Cristo y su doctrina lleva al corazón a moverse al amor. Además, quien conoce a Dios, descubre que lo que hay en su corazón son las almas. La caridad de Dios es su amor, pues Dios es amor.
Así pues, la fe y el amor se encienden en la vida de oración del cristiano, de modo que puede afirmarse que la historia de la Iglesia es esencialmente la historia de la oración. Las épocas más espléndidas de la historia de la Iglesia, las páginas más bellas, las han escrito los santos, con su amor a Dios y su amor a los hombres. Precisamente el Papa Benedicto XVI, en la Carta Apostólica Porta Fidei, se refiere al ejemplo de los santos como hombres de fe: «Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban»[3].
Necesitamos por tanto descongelar la fe. Y eso es lo que hace la vida de oración. Al arrimarse al fuego del amor de Dios, el corazón y el entendimiento se encienden en un amor y en un conocimiento renovados.
En este libro que ahora prologamos, lo que se habla esencialmente es de oración. En él se nos invita a la oración, pues la obra escrita por su autor procede de muchos años de conversación personal con Dios. Rafael García lo escribió mientras transcurría su vida trabajando entre libros, en Ediciones Rialp. Es lógico que quien ha impulsado la edición de tantas obras y ha leído tanto, nos haya dejado un libro como recuerdo.
Parece como si nos dijera que desea regalarnos un libro para hacer oración. Si la historia de un hombre es la historia de su oración, en este libro podría darse el tránsito de la oración del autor a la oración del lector.
Como puede observarse por las citas usadas, las fuentes utilizadas por el autor son las básicas de todo cristiano: la Sagrada Escritura, la Tradición de los Padres de la Iglesia, el Magisterio eclesiástico, especialmente del beato Juan Pablo II y de Benedicto XVI. Y entre los autores de espiritualidad citados, destaca san Josemaría Escrivá de Balaguer.
La marcha de la oración requiere la puesta en juego de las virtudes. De ahí que en el capítulo quinto esté expresado como en su núcleo vital lo que será el resto de la obra. Así nos dice su autor: «Rezar es ponerle alas al corazón y echarlo a volar hacia Dios, pero se debe ser consciente de que hay vientos, situaciones, circunstancias que pueden alterar su rumbo puesto que las mismas alas pesan lo suyo y exigen fuerza, tenacidad y perseverancia» (cap.V, p.21).
Seguidamente, como quien lo tiene muy experimentado, añadirá el elemento personal, pues la oración implica la totalidad del propio ser: «Otro ingrediente imprescindible de la oración es la sinceridad. No caben componendas ni máscaras. Se despliega el alma como una bandera y se mece en el aire para que se vean hasta sus costuras» (cap. V, p.22).
La conclusión es clara. La oración debe ser transformante. Al implicarse completamente la persona, permite que Dios pueda actuar y encender toda nuestra vida: «Un afán anhelante que reclama perseverancia, otra virtud a la que le cuadra la biografía del hierro, que se forja metiéndolo en la fragua y, cuando está rojo se moldea con el martillo en el yunque; pero si se deja enfriar se detiene el proceso, no se avanza y hay que volver a empezar. La moraleja del símil es bien sencilla: que hay que mantenerse en ascuas vivas porque, aparte de ser una necesidad del alma, es lo que nos enseña y nos pide Jesús: el pan nuestro de los días repetidos y de siempre, sin almanaques incompletos o rotos» (cap.V, p.22).
Una oración personal, un trato íntimo de corazón a corazón, va aleteando en las páginas de este libro, con las necesarias conversiones que la oración depara. De ahí que el autor concluya con una pregunta sencilla y fuerte: «¿Quién no ha estrenado alguna vez un propósito limpio?» (cap. X, p.52).
El libro está redactado con un estilo sencillo, claro y asequible, con un vocabulario rico y culto. Los temas que van surgiendo a lo largo de la obra, de los veintitrés capítulos que la contienen, muestran los grandes problemas del mundo actual. Se añaden en cada capítulo, pertinentemente, los marcos históricos necesarios para comprender los problemas desde su raíz, de modo que sirvan para hacer pensar al lector y provocar su conversación con Dios.
Para entender el significado y alcance de esas palabras, y de esos análisis, es necesario regresar de nuevo al capítulo quinto, donde está el núcleo de este trabajo. Allí el autor nos dirá con sencillez: «Rezar es rezar con las cosas, otorgando a este vocablo —las cosas— su sentido más alto. No solo los objetos con los que nos topamos, con los que labramos nuestra vida, sino también todas las situaciones, y los pensamientos y la imaginación. Y si la oración es la vía, ancha o estrecha, tortuosa o expedita, por la que se va a la cita con el Señor, ha de estar construida con los materiales que nos son familiares, con los que constituyen el marco y el entresijo de nuestra existencia. En la oración le llevamos a Dios lo que tenemos en las manos, en la cabeza, en el corazón; lo que nos sale al paso en el trabajo, en la familia, en la sociedad; lo que nos sucede, lo que nos duele, lo que nos ilusiona. Es la vida misma puesta en la presencia de Dios. La oración con las cosas» (cap. V, p.20).
El libro acaba con una referencia a la tibieza. Es lógico, pues como personas que buscan que la oración diaria sea la expresión de la fe, la esperanza y la caridad, el enemigo es y será siempre la superficialidad. Con la falta de amor y de conversión en la oración, se termina siempre en el hastío y en el abandono de la práctica de la meditación. De ese modo rezará el autor: «Danos, Señor, la gracia de no buscar pretextos tan falaces, de ser siempre sinceros, de que nunca te aportemos una cansera para no obedecerte, de que nunca consintamos en quedarnos vacíos» (cap. XXIII, p.156).
Así pues este libro está escrito con intención de movernos a la oración, a una conversación filial con Dios, personal e íntima. Eso sí, con deseos de recuperar el aliento y el ánimo, pues en sus palabras no hay pesimismos, no puede haberlos nunca en quien habla de tú con Dios.
José Carlos Martín de la Hoz
Academia de Historia Eclesiástica
Madrid, 4 de diciembre de 2012
[1] BENEDICTO XVI, Porta Fidei, n.1.
[2] BENEDICTO XVI, Porta Fidei, n. 14.
[3] BENEDICTO XVI, Porta Fidei, n.16.
I. PRELUDIO JUNTO AL POZO DE SICAR
Desenvuelta, atrevida, respondona, la mujer samaritana se llegó hasta el pozo con el mundo a la espalda, de vuelta ya de muchas correrías, de algún que otro vértigo dulce, de llantos abundantes, de un montón de corazones explorados, de tanto haber enseñado ella misma su propio corazón. Llevaba sobre el alma una corteza de ilusiones cascadas. Le resbalaba el tiempo porque tenía menguada la esperanza y se le estaban secando los últimos luceros de la vida. Iba ya de regreso, pobre samaritana, cuando se le ocurrió acercarse a por agua con el pozal y el cántaro de los días repetidos. No podía barruntar que volvería convertida en manantial, y en agua, y en clamor, y en ansia recobrada.
Lo vio desde lejos, desde su aburrimiento. Él estaba junto al brocal del pozo. Se le notaba sudoroso, cansado, con huellas de caminos en su porte. Era judío y ello le relevaba, en nombre de una enemistad antigua, de toda cortesía. La hora sexta, hueco del mediodía, derrumbaba su sol sobre Sicar.
Ella iría a lo suyo, ese suyo, ese nuestro —menudo y alicorto— con el que van las gentes mordisqueando la existencia, cuando le sorprendió su voz, que le salió al encuentro con la ternura y la firmeza de un brazo pedigüeño: «Dame de beber»[1].
La mujer de Samaría contestó con sorna, rozando la insolencia. Hasta que las palabras de aquel hombre la fueron envolviendo en una sensación que nunca antes había ni vislumbrado. Aquellas palabras fueron para ella una lluvia serena, fresca, gozosamente puntiaguda que le calaba hasta los hondones del espíritu. Le hablaba de un agua viva que transformaría en hontanares a quienes la bebieran, en fuentes bullidoras para la vida eterna. Y le sobrevino de repente un deseo irreprimible de beberla.
A la samaritana, que circulaba ya por el hastío y estaba invadida por la desilusión, que solo tenía un sabor de retamas después de haber buscado en vano la felicidad, se le abrió de pronto una brecha limpia por la que le penetró un vendaval de luces. Y le explotó en los labios la sinceridad:
—Señor, dame de esa agua para que se me quite la sed[2].
Su sed era la sed de todos, pero ella se mostró apremiante al darse de bruces con el único manantial que la podía calmar. Aquel, Hombre perfecto, era también perfecto Dios.
—Sé que va a venir el Mesías[3]… —balbució decidida a un paso ya de su mudanza interior. Y Él:
—Soy yo, el mismo que habla contigo[4].
Ella, que se ha quedado sin nombre en el Evangelio para poder ser cualquiera; ella, piedrecilla blanca, sintió al instante que le cincelaban un nombre en el aliento. Y, loca de alegría se puso a proclamar la buena nueva, y sus gritos eran de agua porque ella, la samaritana era ya una fuente cuyas voces tenían vuelos de eternidad.
Los hombres de todos los tiempos se han visto siempre en aquella mujer porque también estuvieron perdidos alguna vez, con su cansera a cuestas y carcomidos de desesperanza. Pero como a ella, en un instante decisivo de su vida, se les apareció Jesús para salvarles. La tierra está inundada de pozos de Sicar porque es infinita la misericordia divina.
—Dame de beber.
Y ellos le dieron su agua pequeña, extraída del pozo pequeño de los buenos propósitos; o se la van a dar, o se la quieren dar desde su arrepentimiento. Todos quieren ser la samaritana. O pueden serlo. Porque ella fue deseada, cínica, insolente, y estuvo marchita. Pero ahora es un alma engalanada con los aderezos de la gracia y recorre la ciudad gritando con verbos de agua viva:
—Venid a ver un hombre que ha dicho todo lo que he hecho. ¿Acaso es este el Mesías?[5]
La escena que relata san Juan es un apretado curso de apostolado. Concurren todos los elementos precisos en el clima apropiado, y el hilo argumental se enhebra en la cabeza y en el corazón para desembocar, al cabo, en un desbordamiento: la mujer regresa a su pueblo, en él vegetaba sin pulso y sin relieve, convertida en una fuerza que pregona el hallazgo de la verdad. Se advierte pronto que no se está ante un lance preparado, sino que la protagonista irrumpe en la escena fuera de guión, destrozando los esquemas repetidos que traza la rutina.
Aquello es una inundación inesperada. El embalse del alma, habitualmente bajo de nivel o, lo que es peor, con su capacidad en los límites de la mediocridad, ha dejado atrás la raya de impotencia que marca en las paredes la apatía y se ha ido para arriba, incontenible, hasta rebosar los bordes de la presa y derramarse, con estruendo y con júbilo, por la ladera antes adormecida del espíritu.
¿Quién no ha jugado, alguna vez, de niño, con el agua y la tierra? Es como si el alma humana tuviera la tendencia a expresar con las cosas a su alcance las exigencias arcanas de su intimidad. Y siempre hay un hoyo más o menos profundo, que se llena del todo, hasta que salta el agua y se desliza, anárquica, por los alrededores; o conducida, con orden, por una red de acequias sosegadas. El episodio se repite incesante en las generaciones. Con la tierra y el agua escriben los niños los primeros barruntos acerca del sentido de la existencia: que la vida, para serlo, para cumplir su cometido, tiene que fluir; que fluir es una forma de darse, pero que nadie podrá dar nunca nada si antes no lo posee.
El hombre va por la vida asediado de prisas y de retos. Su tiempo es un almanaque abarrotado de plazos: tantos años para ser un crío, tantos para crecer, tantos para aprenderse los libros o un oficio, tal trecho para decidir un derrotero, tal periodo para alcanzar la plenitud física e intelectual, tanto para sufrir y amar, y tal momento —siempre desconocido— para morirse. Se echa la vista atrás y parece que la historia ha encogido, y cabe en media docena de imágenes colgadas en el gran salón de la memoria. Se tiene la sensación de que la vida fluye, como el agua; que es un río pequeño que corre con demasiada rapidez, sin apenas un lapso para holgarse en los remansos o despertarse en las turbulencias de las dificultades. Corriente abajo, describe sus trayectos mientras los consume. Escribe su existencia mientras esta se esfuma, y entretanto se acentúa, con resonancia creciente, la pregunta radical e inevitable: ¿Cuál es el sentido de la aventura humana? Y tarde o temprano se oyen, lejanas o inminentes, las palabras que son la clave de la fe: «Dame, hijo mío, tu corazón»[6].
Y es que el hombre anda por los vericuetos de la vida, de su vida, con un corazón que barrunta prestado. Intuye que quién se lo puso allí, en lo profundo del pecho, espera algo de él. Y en algún momento, cuando se queda solo, cae en la cuenta de que todo el cúmulo de sensaciones, de pesares, de miedos, de alegrías, de amores, de desasosiegos, de ansias de infinitud que bullen en su interior pasan antes por el corazón o han excavado allí sus cimientos. Lo ve con claridad, pero la claridad se enturbia, porque el ambiente está abarrotado de humaredas que emborronan las ideas y les roban los perfiles a la reflexión. La inquietud del hombre, hoy, tiene que abrirse paso a través de unas mordazas pertinaces que tienden a asfixiarla con engaños: el goce de los sentidos, el poder, el tener. El aire se va inundando de ruidos que vocean las excelencias de ofertas incesantes, rebajas increíbles, liquidaciones a precio de saldo incluso de las verdades y de los valores que orientaron durante la historia a las generaciones pasadas: es el gran guirigay cuya mira consiste en no dar pábulo al individuo para que pueda pensar. Se organizan los relevos a escala universal, y unos agarran el testigo en el punto justo de la extenuación de los otros, y siguen adelante hasta ponerlo en manos de los que llegan de refresco. El carrusel ensordecedor gira vertiginoso y las megafonías se entrecruzan hasta procurarle al ser humano una atmósfera falsa pero alucinante, en la que resulta fácil instalarse y de la que es problemático salir. Se da lugar a una especie de sopor pesado en el que el hombre acampa. No está a gusto en él. Siente a veces una angustia indefinible, y la atonía se le enrosca en la voluntad como una culebra pegajosa. Pero el tiovivo sigue girando, el griterío no cesa y hasta parece que ese delirante espectáculo tiene visos de naturalidad, puesto que en él anda metido tanta gente.
Es difícil, con ese panorama, escuchar la voz interior que se pronuncia serena y firme para que llegue a los oídos del alma: «Dame, hijo mío, tu corazón». Quizá no sea fácil captarla. Pero es posible si se pone en el lance un mínimo de arrestos, si se violenta el ánimo hasta donde sea menester, si se acoge y se alimenta y se impulsa el recurso recio de la rebeldía: la determinación firme de no dejarse manipular, la decisión maciza de recuperar el propio nombre para dejar de ser, en lo sucesivo, un número más en el censo municipal, una gota anónima en el mar del Estado, de una mayoría o de cualquier manada, sea cual sea su título o su intención. Acaso sea difícil alcanzar ese silencio íntimo, que permite darse de bruces con la llamada de Dios:
—Yo te he llamado por tu nombre. Tú eres mío[7].
Quizá cueste, pero en tan trascendental envite se juega el hombre su salvación.
Se sabe entonces cuál es el destino del corazón: dárselo al Señor, porque el Señor lo quiere. Y se vislumbra con certeza que hay una identidad entre el hombre y su corazón: no puede el hombre darse a Dios y guardar para sí, en algún escondite imposible, un trozo de su corazón. Como tampoco puede ofrecerle el corazón sin irse, entero, detrás de él.
El episodio de la samaritana, tan esmeradamente contado por san Juan, es en verdad, una lección sobre cómo ejercitar el apostolado, con el añadido mirífico de que es el mismo Jesucristo quien la dicta con el fin de que todos, en cuanto cristianos, la pongamos por obra; y se trata de una lección urgente, porque los tiempos son duros y hay que contrarrestar la corriente de tanto creyente «teórico» con el clamor ardoroso de un santo español contemporáneo:
«Que tu vida no sea una vida estéril. —Sé útil. —Deja poso. —Ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. —Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón»[8].
Todos los cristianos, miembros de la Iglesia, tienen como misión natural asumir, defender y propagar la fe que recibieron en el bautismo. Y es el mismo Jesús el que sale al encuentro de cualquier indecisión, de todos los olvidos y arideces, para sembrar una sencilla pedagogía del apostolado: «Seguidme y os haré pescadores de hombres»[9]. Es decir: proceded como yo lo he hecho con la mujer de Samaría. Aquí no hay reglamentos ni un prospecto con instrucciones para el usuario. Lo único que hay es un anhelo de ser coherentes con lo que demanda el hecho radical de ser cristianos. Porque el hombre es un ser para la relación, para la entrega y, en consecuencia, tiene que romper con el triste error de replegarse en sí mismo hasta mudarse en un monolito frío y estéril. Hay que salir, y abrirse, y tener ilusión por dar fruto. Y para conseguirlo no hay mejor resolución que imitar al Señor.
Él no ha proyectado cruzarse en su camino con la samaritana. Ha sucedido, simplemente. Las condiciones ambientales no eran favorables: hacía un sol de justicia, Él estaba fatigado y sediento, y se encontraba en un lugar hostil. Ya contaría con el rechazo de la mujer, pero no da rodeos ni se muestra apocado o temeroso: «Dame de beber», le dice, atrevido. Ella se revuelve, extrañada, e incluso interesada en aquella conversación, que va ganando altura hasta alcanzar su objetivo: provocar su curiosidad ante aquella agua misteriosa y ante aquel interlocutor que tal vez fuera un profeta, o incluso el mismo Mesías del que había oído decir que «está al llegar»[10]. Ya ha madurado suficientemente y Jesús culmina su propósito inicial de conducirla hasta la verdad: «Soy yo, el que habla contigo»[11].
Llegan los discípulos y se extrañan de lo que ven, pero el Maestro aprovecha su perplejidad para esclarecerla con tres pinceladas certeras: que todo ser humano que encontremos en nuestro camino es un hijo de Dios —un alma— al que podemos y debemos ayudar a que se gane el cielo, sea cual sea el escenario. Que el alimento principal del hombre en su andar terreno, lo que sustenta su vida, es «hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra»[12]. Y que aquel episodio constituye un paradigma alentador de la tarea universal que les aguarda: «Alzad los ojos y ved los campos ya dorados para la siega»[13].
Hay como un remate prodigioso: en aquel paraje inhóspito de Palestina, que bien podría asemejarse a una balsa aburrida y sin pulso, un buen día alguien tiró una piedra y generó unas ondas concéntricas, que fueron ensanchando la esperanza de las gentes del lugar. La misma samaritana llevó a Jesús al pueblo y lo presentó a los vecinos, que quedaron maravillados de cuanto habían visto. Y aquella mujer, antes respondona, triste, solitaria, y ahora convertida en manantial de agua redentora, recibe la siguiente respuesta: «No creemos ya por tu palabra, pues nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que este es verdaderamente el Salvador del mundo»[14].
Una hermosa lección de apostolado.
[1] Jn 4, 7.
[2] Jn 4,15.
[3] Jn 4, 25.
[4] Jn 4, 26.
[5] Jn 4, 29.
[6] Pr 23, 26.
[7] Is 43, 1.
[8]SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 1.
[9] Mc 1, 17.
[10] Jn 4, 25.
[11] Jn 4, 26.
[12] Jn 4, 34.
[13] Jn 4, 35.
[14] Jn 4, 42.
II. DESLUMBRAMIENTO
Es bien conocido el pasaje evangélico en el que los fariseos y los herodianos, con torcidas intenciones, preguntaron a Jesús: «Dinos que te parece: ¿Es lícito dar tributo al César o no?». Y obtuvieron aquella respuesta, sabia, que ya se ha alojado con naturalidad en el lenguaje de las gentes, que la emplean cuando desean zanjar cualquier dilema: «Enseñadme la moneda del tributo». Ellos le mostraron un denario. Y les dijo: «¿De quién es esta imagen y esta inscripción?» Respondieron: «del César». Entonces les dijo: «Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»[1].
Es una estampa que se trae aquí para considerar que la moneda es el ser humano —el hombre, la mujer— que acepta con orgullo y quizá con temblor lo que está escrito en el amanecer de la revelación de Dios: «Hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza… Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó»[2].
El hombre es hechura de Dios, dotado de una inteligencia de la que emanan la memoria y la voluntad —las potencias del alma—. Ella abre los portillos hacia la belleza, inspira el vértigo de la libertad, traza los senderos hacia la bondad, capacita para buscar siempre la verdad y vocearla entre sus iguales, porque ha descubierto con gozo que el hombre es un ser para la relación, que existe para juntarse con los demás y hacer realidad aquello tan hermoso del poeta Pedro Salinas: «¡Qué alegría más alta, vivir en los pronombres!»[3], vivir en el tú, en el ella, en el nosotros…
Se puede reconstruir la misma escena: ¿Qué veis en el hombre? Y la respuesta acude pronta a los labios, porque antes ha brotado del alma: ¡en el hombre vemos la imagen de Dios!, que todavía conserva, fresca y viva, las huellas de su creador en el barro inicial. Se descubre enseguida que ese hallazgo es un motor incesante que vincula al ser humano con la emoción de conocer y distinguir las cosas, de hilvanar los sonidos y modelar palabras para la convivencia; que franquea una inefable capacidad de emocionarse, de soñar, de sufrir; que se siente dichoso ante el inacabable repertorio de primores que la belleza esgrime, aunque también le brote el llanto cuando se nota herido por la tosquedad o la vileza; y hasta se ha llenado de pavor cuando se descubre a sí mismo capaz de cometer horrores o de herir sin querer a personas cercanas. Se enfrenta con una especie de madeja enredada y nota el impulso de hallar el extremo del hilo y tirar de él, cuidadosamente, hasta averiguar que el factor que posibilita ese aparente revoltijo se llama libertad, una facultad poderosa y embriagante que completa la esencia de los hombres. Dios no quiso crear muñecos repetidos. Nos hizo con mimo y seguramente con emoción. Quiso que nos pareciéramos a Él, y fuéramos distintos, irrepetibles, fraguados uno a uno con una misión concreta que abarca la historia universal: «Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla»[4].
En aquel amanecer de la Humanidad ya estaba todo diseñado en el querer de Dios y quedaba esculpida una verdad: había que trabajar la tierra, el mundo, el universo con nuestra correspondencia al amor de Dios. En esa verdad radical se encerraba ya el fundamento de la armonía, la clave para asegurar una fecunda convivencia donde el Creador pudiera decir —como había dicho de la luz, del firmamento, de la tierra y el mar, del verdor de la hierba y de los frutos de los árboles, de las dos lumbreras del cielo, de los seres que bullen en el mar y de las aves aladas, de los animales vivientes de la tierra y, al fin, como sus capataces, del hombre y la mujer— que «estaba muy bien», que todo aquello era bueno.
Esa fascinante verdad quedaba, sin embargo, en los recintos de la voluntad humana, al albur de lo que su libertad decidiera: seguir con entusiasmo el plan divino o reducirlo, oscurecerlo y hasta rechazarlo. «La renuncia a la verdad es el núcleo de la crisis de nuestra época. Cuando no existe la verdad deja de ser coherente la solidaridad comunitaria —tan bella a pesar de todo— pues se queda sin fundamento»[5], escribía hace años el cardenal Ratzinger. Y ya Pontífice, no cejó de remachar esa misma idea en sus escritos y en su predicación. Procede, pues, que calemos en la entraña de esa verdad para preservarla de desviaciones u olvidos, que la alojemos en la cabeza y en el corazón para defenderla y evitar las trampas que envenenan la fraternidad querida por Dios. Hay que estar preparados para responder a aquella pregunta que ha resonado tantas veces en la historia, en ocasiones con burla y escepticismo, pero también como un afán honrado y sincero de saber: «¿Qué es la verdad?».
La verdad de Dios es uno de los atributos o perfecciones del ser divino, que la Teología Dogmática ha tenido que fragmentar porque la inteligencia humana es incapaz de aprehenderla en un solo plano: la perfección absoluta, la infinitud, la simplicidad, la unidad, la verdad, la bondad, la inmutabilidad, la eternidad y la inmensidad y su omnipresencia[6].
Ahí está la Verdad, pero también hemos de acercarnos a ella troceándola para entenderla con mayor precisión, según se refiera al ser, al conocer, al decir y al obrar. La primera es la verdad ontológica o adecuación de las cosas con su idea, con la inteligencia: el único dios es verdadero Dios; la relacionada con el conocer es la verdad lógica o del conocimiento, que implica la conformidad del pensar con el ser: Dios posee una inteligencia infinita; y la verdad moral que se sigue del decir y el obrar se bifurca o expresa en la veracidad —conformidad de la palabra con el pensamiento— y la fidelidad, o conformidad de la conducta con las palabras, para concluir que Dios es absolutamente veraz y absolutamente fiel.
Se ha dado este rodeo en torno a la verdad porque al conocerla con mayor alcance se despierta en el hombre el orgullo de saberse hijo de ese único Dios, infinito y, al mismo tiempo, tan cercano. Los 150 salmos de la Escritura expresan la actitud que todo ser humano debe adoptar ante su Creador, reacción de gratitud y alegría:
«¡Aleluya!
Alabad a Dios en su santuario,
alabadle en el firmamento de su fuerza,
alabadle en sus grandes hazañas,
alabadle por su inmensa grandeza,
alabadle con clangor de cuero.
alabadle con arpa y con cítara,
alabadle con tamboril y danza,
alabadle con laúd y flauta,
alabadle con címbalos retumbantes,
alabadle con címbalos de aclamación,
¡Todo cuanto respira alabe a Yahvéh!
¡Aleluya![7]
Es como una borrachera de gozo el entusiasmo que despierta el conocimiento de la verdad. Lo experimentó la samaritana cuando encontró a Jesús y gritaba por las calles de su pueblo: «¡Venid y veréis un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho!»[8]. Pero también se puede exultar de puertas para adentro, en el silencio interior. Así, recogemos la moneda del tributo de la parábola empleada: el hombre lleva acuñada en su esencia la imagen de Dios, y siente un impulso imparable de manifestarle su alegría. A ver ¿qué es lo que el hombre debe darle al César y, qué a Dios? Y el Creador se anticipa y le orienta: «Yo te he llamado por tu nombre. Tú eres mío»[9]. Parece como si el profeta Isaías quisiera inculcar la razón primigenia de la que se deduzca la natural respuesta: «Dame, hijo mío, tu corazón»[10]. El primero de los profetas mayores, el que supo defender la Ley de Yahvéh en tiempos de rebeldía en Israel, el que salió al paso del pesimismo anunciando la venida del Mesías, aquel Isaías, con la belleza expresiva de su genio poético, dejó realzado para siempre que somos de Dios —«Tú eres mío»—. En consecuencia, hay que darle la vida misma, la vida entera, que se resume en el corazón. En el siglo VIII a.C., cuando se fundaba Roma y Homero escribía su Ilíada, Isaías señalaba a la Humanidad que, uno por uno, todos somos de Dios.
Hay que enderezar los pasos hacia Él. Y hacerlo con vigor, con anhelos de corresponder, sorteando cuantos obstáculos se atraviesen en el camino: como los ciervos abren brecha en la espesura de los bosques hasta encontrar las fuentes de las aguas, o como el fuego prende en un cañaveral, sin que nada lo detenga. Y hay que llevar siempre en el morral de las convicciones algunas certidumbres que mantenga a raya, alejado, todo amago de blandura o de debilidad; un repertorio de mensajes de urgencia, tomados de la misma Escritura, que son palabra de Dios y que actúan como antorchas, iluminando las sendas verdaderas:
—«No me escogisteis vosotros a mí, sino que Yo os escogí a vosotros...»[11]: la iniciativa es suya y está causada por el amor que nos tiene desde antes de la constitución del mundo. Lo que ha de provocar un torrente de gratitud.
—«Sed santos, porque Yo, que soy vuestro Señor y vuestro Dios, soy santo»[12]: nuestra llamada a la santidad se desgrana de haber sido creados a su imagen y semejanza: ¡nos parecemos a Él!
—«Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto»[13]. Introduce una exigencia de esfuerzo y de ilusión: que no hay que conformarse con la mediocridad ni con pantomimas de corto alcance, sino aspirar a lo más alto.
—«Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación»[14]. Ese querer divino pasa por la voluntad del hombre, siempre libre.
Tal es nuestra herencia. Un legado que ni el más osado de los locos habría podido ni siquiera soñar. Y que exige el serio compromiso de realizarlo en el momento justo, porque «la obra del Espíritu entre los hombres culmina cuando desborda sobre las almas la caridad, que es el amor de Dios»[15].
Se habla, pues, de un dulce desbordamiento que anegará la vida entera de los que lo experimenten. Ebrios de felicidad, tendrán prisa por contarlo para que todos, en su entorno y más allá todavía, tengan noticia del prodigio y quieran, a su vez, propagarlo. Como aquella mujer de Samaría que se encontró con Dios cuando solo pretendía llenar de agua su cántaro de barro.
[1] Mt 22,15-27.
[2] Gn 1, 26-27.
[3] PEDRO SALINAS. La voz a ti debida. Av. Poética, 117.
[4] Gn 1, 28.
[5] J. RATZINGER, Cooperadores de la Verdad, Rialp, p. 393.
[6] Vid. LUDWIG OTT. Manual de Teología Dogmática, Herder, pp. 73-74.
[7] Sal 150, Doxología final.
[8] Jn 4, 39.
[9] Is 43, 1.
[10] Pr 23, 26.
[11] Jn 15, 16.
[12] 1P 1, 16.
[13] Mt 5, 48.
[14] 1 Ts 4, 3.
[15] Vid. LUIS MARÍADE LOJENDIO. El Testimonio personal de San Pablo, II, Rialp, p. 319.
III. COMO UN ÁGUILA QUE VUELA
«Podemos decir que los Evangelios son los primogénitos de toda la Sagrada Escritura, pero el Evangelio de san Juan es el primogénito de todos los Evangelios.
Tan alto es que solo pudo componerlo quien descansó sobre el corazón de Jesús y recibió del mismo Jesús la herencia sagrada de María». (Orígenes)
Un escultor murciano, Francisco Salzillo, le cogió el aire a la figura del apóstol san Juan. Él acuñó la talla del «amigo del Señor» y la dejó cincelada para siempre: lleva alzado y sereno el rostro; los ojos, descorridos y grandes, se asoman a lo que acaba de suceder en el Calvario, a lo que está ocurriendo en ese instante.Él sabe, después de tantos miedos, después de tanto llanto y tanta rabia estéril, que Jesús está apurando el cáliz de la vida para enlazar, en la Resurrección, con el cumplimiento pleno del querer del Padre. Por eso se le ve esbelto como una columna cimbreante de Gerasa. Ahí va, majestuoso y sosegado, el apóstol Juan, hijo de Zebedeo y de Salomé, hermano de Santiago, sillar y cumbre de la Iglesia.
La bravura que aprendió del mar de Tiberíades, recién domada, se desparrama en la firmeza de su mirar impávido. Ha conocido ya la Verdad decisiva y ha desechado los ímpetus de antaño: no piensa en hacer bajar fuego del cielo que abrase a los hipócritas, a los habituales del montaje y la máscara. Ahora ha barruntado el Amor y ha empezado a sembrarlo por las calles del mundo. Ahora ya no sueña con un puesto de relumbrón en un reino de aquí abajo, sino en una misión de entrega y de servicio que le permita seguir oyendo muy de cerca los latidos apresurados del corazón de Dios. Ya no quiere ser «Boanerges», hijo del trueno, sino una espiga granada de buen trigo, que se esparza por los surcos de Amor que ha abierto su Maestro en la tierra de los hombres.
Así va Juan, ardiendo entre la gente como la zarza del Sinaí, sin consumirse. Ha empezado a ser el águila que luego volará, intrépida, por las cimas de la teología. Ha comenzado a remar mar adentro, lejos de la comodidad de las orillas, porque está convencido de que en la calma azul del horizonte volverá a escuchar pronto la voz de Jesús como un «fragor de muchas aguas», como un «rodar de truenos» o como la caricia de un «vientecillo leve». Sueña ya, o adivina, o recuerda el encuentro con Él en Galilea, cuando regresen cansados de la noche y lo vean a lo lejos esperándoles en la playa, junto a un improvisado fuego. Juan le reconocerá el primero —«¡es el Señor!», gritará—. Con su porte noble y resuelto, lo proclama a todos los vientos: ¡es el Señor, es el Señor, es el Señor que ya ha resucitado para quedarse con todos los que tengan una lumbre encendida!
Así es san Juan, «semejante a un águila que vuela». Y nos acercamos a él, a su historia, con un deseo de conocer mejor al apóstol que «en su Evangelio se remonta en su primer vuelo a la altura infinita de la Trinidad de Dios»[1], con una lucidez que deslumbraba a san Agustín: «voló por encima de las cumbres de la tierra, de los espacios del aire, de la lejanía de las estrellas, de los coros y de las legiones de los ángeles. Pues si no se hubiera elevado por encima de todo lo creado no hubiera llegado a Aquel por quien todas las cosas fueron hechas»[2].
¿De dónde sacaba aquel joven pescador esa sabiduría, si Pedro y él «eran hombres sin letras ni cultura?»[3]. Efectivamente, Zebedeo se dedicaba a la pesca y tenía con él a sus hijos. Pero más que pescador sería lo que hoy llamaríamos un armador: los barcos eran suyos y empleaba marineros para faenar en la mar. Por otra parte es conocida la amistad que Juan mantenía con el Sumo Sacerdote y con la aristocracia sacerdotal en general. Es perfectamente asumible que Zebedeo fuera sacerdote del Templo, lo que le exigiría entrar en el turno prescrito para ejercer su ministerio dos semanas al año. De ordinario estaría en Betsaida, ganándose la vida con la pequeña empresa que había creado, pero probablemente tendría en Jerusalén una casa de paso, para cuando tuviera que cumplir su misión: quizá allí el Señor celebró la Última Cena con sus discípulos, y el apóstol llevó consigo a la Virgen María cuando Jesús se la confió desde la cruz[4].
Si se acepta esta plausible explicación se podría deducir, sin violentar nada, que Juan, «una de las columnas de la Iglesia»[5], tuvo muchas oportunidades de estar presente en conversaciones, debates, comentarios o parlamentos, en aquel ambiente zarandeado por las ideas que procedían, ya en decandencia, de los tiempos de plenitud de la filosofía griega. El período de esplendor de Sócrates, Platón y Aristóteles —tres siglos antes— había quedado un tanto difuminado, y el presente optaba por la ética de los estoicos y de los epicúreos. Filón, un judío de Alejandría fallecido en el año 50, propugnaba armonizar todas las tendencias del pensamiento con los textos sagrados, concluyendo que Dios se comunica con la Humanidad, mediante una cadena de intermediarios emanados de Él mismo. El primero de ellos sería el Logos, que no era Dios sino un mero fautor de los mandatos divinos.
Juan pudo estar al tanto de todo eso, pero el factor radical de su saber fue el Espíritu Santo, cuya asistencia permanente le iría inspirando con naturalidad divina la esencia de su doctrina y los derroteros de su enseñanza. Conocería los textos publicados que fraguarían más tarde en el Nuevo Testamento.
Situemos en el tiempo todas esos textos: en el año 50 existe ya la versión en arameo de Mateo, uno de los Doce; en el 60 el redactado por Marcos, que había recogido las narraciones de Pedro; Lucas, procedente de la gentilidad, conoció y acompañó a san Pablo en sus correrías apostólicas, y durante los años 62 o 63 publicó todo lo que había recopilado de su magisterio. Centró el relato en Jerusalén y dejó para una segunda entrega —los «Hechos de los Apóstoles»— la crónica minuciosa de la expansión de la Iglesia. Este libro, con bastante probabilidad, se terminó de redactar en Roma poco antes del gran incendio del año 64. Las trece epístolas de san Pablo se encuadran en la siguiente cronología: años 51 o 52, las dos a los Tesalonicenses; el 54, Gálatas; el 57, las dos a los Corintios; entre el 57 y el 58, Romanos; en torno al 62, con dudas, Filipenses; también en el 62, Colosenses, Efesios y Filemón; en el 65, la I a Timoteo y Tito; y, finalmente , en el 66 o 67, ya al filo de su muerte, la II a Timoteo[6].
La epístola a los Hebreos data del año 66. La carta de Santiago es del año 60; la de Judas Tadeo, entre el 61 y el 67, y las dos de Pedro en el 63 o 64.