En aguas turbulentas - Melissa Mcclone - E-Book
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En aguas turbulentas E-Book

Melissa McClone

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Beschreibung

Hace mucho tiempo, en un lugar muy lejano... Hasta que los terremotos lo hundieron bajo el mar, aquel había sido un reino próspero y feliz. Poco a poco, los habitantes de Pacífica se fueron adaptando a las nuevas condiciones de vida, pero estalló la guerra civil y el rey se vio obligado a enviar a sus cuatro hijos lejos del hogar. Cada uno de ellos llevaría consigo un guardián y un fragmento del sello real. Veinticinco años después había llegado el momento de que los hermanos volvieran a reunirse. La bella Kayla Waterton llevaba toda su vida intentado evitar el mar; podía percibir sus secretos y su peligro. Pero una oportuna expedición en busca de un barco hundido iba a permitirle resolver los misterios de su pasado... y encontrar la pasión en los brazos del moderno pirata Ben Mendoza.

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Seitenzahl: 149

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

En aguas turbulentas, n.º 1771 - julio 2014

Título original: In Deep Waters

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4694-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

Háblame de Atlantis, papá.

Jason Waterton arropó a su hija de nueve años, Kayla, con una manta de cuadros.

–¿No quieres que te cuente el de los duendes?

–Mañana. Ahora quiero que me cuentes lo de Atlantis.

Sus ojos, del mismo color verde grisáceo de su madre, brillaban como el mar al amanecer. Cada año, el parecido de Kayla con su madre era mayor. Los mismos ojos, la misma sonrisa, la misma melena dorada. Jason sintió un peso en el corazón. Cómo echaba de menos todo lo que había perdido...

–Es mi favorita, pero Heidi Baxter dice que Atlantis y las sirenas no existen –dijo Kayla entonces, arrugando el ceño–. Son reales, ¿verdad, papá?

Esa pregunta encogió más aún el corazón de Jason. Era una soñadora. Una soñadora de corazón puro. Sus compañeras de clase se reían de esos sueños, pero él esperaba que no cambiase nunca.

–Si tú crees que son reales lo serán, cariño.

Kayla apoyó la cabeza sobre la almohada con una sonrisa de satisfacción.

–Yo creo que lo son.

–Debes creer siempre –murmuró Jason besando su frente. El amor que sentía por aquella niña nunca dejaba de asombrarlo. No podía imaginar la vida sin Kayla.

–¿Me vas a contar lo de Atlantis?

No podía negarle nada. Y hubiera querido poder ofrecerle más.

–Hace mucho tiempo, en un mar muy lejano, había una isla mágica llamada Atlantis. La gente de Atlantis vivía muy feliz. Era un lugar rico en recursos naturales, la ciencia los había librado de la enfermedad y poseían alta tecnología que simplificaba sus vidas. Era una existencia perfecta.

–Hasta que un día, el volcán que dominaba la isla empezó a lanzar humo y cenizas. La lava corría montaña abajo, el olor a azufre hacía imposible respirar. Los habitantes de la isla lucharon con valentía, pero al final perdieron la batalla y Atlantis se hundió en el océano.

Kayla sintió un escalofrío.

–Qué miedo.

Jason apretó su mano.

–Pero los habitantes de Atlantis habían sido buenos con el mar, tomando solo lo que necesitaban y nada más, así que el mar permitió que alrededor de la isla hundida hubiese una burbuja de oxígeno. Los científicos ayudaron a la gente a adaptarse a su nuevo hogar bajo el agua.

–Y se convirtieron en sirenas.

–Con el tiempo, los habitantes de Atlantis se convirtieron en anfibios. Podían vivir en el agua, con agallas y cola, o en la tierra, con piernas y pulmones, pero la mayoría prefería la libertad del mar –Jason cerró los ojos un momento–. Dejar Atlantis atrás, estar conectado a las otras criaturas del mar, ser capaz de nadar durante horas era... la felicidad total.

Kayla dejó escapar un suspiro.

–Ojalá fuese yo una sirena.

–Ojalá, cariño –murmuró él besándola en la frente–. Ojalá.

Capítulo 1

Las fuertes olas golpeaban el casco del barco moviéndolo de un lado a otro como si fuera un juguete. Kayla Waterton se sujetó a la barandilla y miró hacia abajo. No podía esconder el miedo a los secretos que ocultaban las oscuras aguas.

–Esto la mantendrá segura hasta que sea transferida al otro barco, señorita Waterton –dijo Pappy, el capitán, atando un cabo a su chaleco salvavidas por si caía al agua mientras intentaba saltar al otro barco–. No sé por qué el mar se ha embravecido de repente.

En cuanto el Xmarks Explorer, un barco de exploración y rescate, apareció en el horizonte, las tranquilas aguas se volvieron fieras. Nadie podía explicar por qué, pero Kayla creía conocer la respuesta.

El mar estaba furioso.

Ella no debía estar en medio del océano Pacífico. Le había prometido a su padre que se alejaría del mar... Pero estaba muerto y Kayla siguió con la tarea que él había empezado: localizar barcos hundidos. Resolver los secretos del pasado le daba una gran satisfacción. Le gustaba leer viejos mapas de navegación, comparar demandas de empresas de seguros, reunir las piezas para organizar expediciones.

Y por primera vez en su vida iba a tomar parte en una expedición. El sueño de su padre había sido encontrar los restos del Isabella, un barco pirata de increíble valor perdido casi tres siglos antes, pero el idiota que dirigía la expedición estaba buscando en el sitio equivocado, perdiendo tiempo y dinero.

–¿Preparada, señorita Waterton? –le preguntó el capitán.

Kayla asintió, aunque no las tenía todas consigo. Las olas rozaban la quilla del barco, mojando su cara. Tendría que pasar por encima del agua, a través de una pasarela de metal que unía los dos barcos. A ella le gustaba leer libros de aventuras en el mar, no experimentarlas en carne propia.

«Piensa en el Isabella, en el tesoro perdido, en hacer que el sueño de papá se haga realidad, en encontrar respuestas».

Solo era agua. ¿Qué más daba mojarse un poco? Podía hacerlo. Tenía que hacerlo.

–Hemos llevado sus cosas junto con los suministros. Solo tiene que cruzar la pasarela –insistió el capitán–. Sujétese al cabo y no se detenga. Y no mire hacia abajo.

Kayla se sujetó a la barandilla y dio un paso hacia la delgada pasarela, que parecía hundirse bajo las olas. El agua le cubría los pies.

«No mire hacia abajo».

Buen consejo.

Kayla miró a la tripulación del otro barco y un hombre de pelo negro llamó su atención. Tenía un aspecto arrogante, altivo. Con un pendiente de oro en la oreja izquierda, parecía más un pirata que el capitán de un barco del siglo XXI. Era muy fácil imaginarlo al timón del Isabella, dándole órdenes a su tripulación, robando tesoros a otros barcos en medio del Pacífico y secuestrando a las pasajeras. Sin duda susurraría frases seductoras en español, si no se equivocaba sobre su ascendencia, antes de hacer con ellas lo que le diese la gana.

Como si hubiera leído sus pensamientos, el hombre clavó en ella sus ojos negros.

«Peligroso» era una palabra que lo definía bien. No podría decirse que fuese guapo... a menos que a una le gustaran los hombres altos, fuertes y con cara de hombre-hombre. A ella no le gustaban, pero por alguna extraña razón su pulso se aceleró. ¿Adrenalina? ¿Atracción física? Temblando en medio de la pasarela que unía los dos barcos, Kayla no podría explicarlo.

Lo único que estaba claro era que debía moverse.

El instinto le decía que diera la vuelta, pero no lo hizo. Se obligó a sí misma a caminar hacia él. Con cada paso, se sentía más hipnotizada por aquellos ojos negros.

«Aparta la mirada, mira a otro sitio».

Entonces miró hacia abajo. Hacia el mar embravecido.

–¡Cuidado!

Kayla oyó la advertencia, pero era demasiado tarde. Una ola la envió contra la barandilla, empapándola, llenando su boca de agua salada. A pesar de que el suelo de la pasarela estaba resbaladizo, consiguió sujetarse. Sabía lo que significaba caer al agua en medio de aquella tormenta.

Sintió entonces que unos fuertes brazos tiraban de ella para llevarla al otro barco. Y cuando abrió los ojos se encontró de cara con el pirata.

–¿Qué hacía parada ahí en medio? –preguntó él, irritado. Tenía acento americano, nada de acento extranjero, pensó Kayla, tontamente decepcionada–. ¿Suele tener la cabeza en las nubes?

Aquel comentario le recordó las risas de sus compañeras cuando era pequeña. Nunca tuvo amigas en el colegio. Ni en ninguna parte.

–No lo he hecho a propósito.

–Lo mínimo que podría hacer es darme las gracias por salvarle la vida.

No le gustaba su actitud ni tampoco estar entre sus brazos.

–Yo no le he pedido que me rescate.

–Ah, muy bien.

Él la soltó de golpe y a Kayla le temblaban tanto las piernas que cayó al suelo.

–¿Se ha hecho daño? –le preguntó el pirata entonces, con un tono más suave.

Ella negó con la cabeza. «Menuda entrada».

Había media docena de hombres rodeándola. Y ninguno de ellos parecía un profesor de arqueología marina. No, aquellos tipos parecían estar más a gusto montados sobre una Harley que en un aula universitaria.

–Apartaos para que pueda respirar, chicos.

Quizá el pirata no era tan peligroso después de todo. Quizá era un príncipe disfrazado, con un corazón generoso...

–Siento haberles hecho perder tiempo.

–Es un poco tarde para eso, ¿no?

Muy bien, no era un príncipe. Ella tampoco era una princesa, así que... Pero el pirata estaba de pie y Kayla seguía sentada en el puente. Nerviosa, se levantó intentando recuperar el control de las piernas.

Pasaría uno o dos meses con aquella gente y no quería empezar con mal pie. Al fin y al cabo, era una profesional.

–Gracias por subirme a bordo.

El pirata la miró de arriba abajo, descaradamente.

–Soy Ben Mendoza. Este es mi barco, mi tripulación y mi expedición.

De modo que era él quien estaba buscando el Isabella en el sitio equivocado. Mucho físico, poca cabeza.

–Yo soy Kayla...

–Mire, Watertown…

–Waterton –lo corrigió ella–. Supongo que la primera impresión no ha sido muy favorecedora, pero vamos a trabajar juntos.

Mendoza la miró de arriba abajo otra vez.

–Esa sí que es buena.

–Me han enviado aquí para ayudar.

–El museo la ha enviado para legitimar la operación y tranquilizar a los inversores.

–Pero yo soy...

–Una distracción.

El pirata no la quería allí. Peor para él. Kayla tenía derecho a estar en el barco y pensaba quedarse.

–Señor Mendoza, creo que ha habido un malentendido.

–Quien debe entender algo es usted: apártese de mi camino. Tenemos mucho trabajo que hacer, señora Waterson.

–Waterton, señor Mendoza. Me llamo Kayla Waterton. Y soy señorita, no señora.

–Hoy es nuestro día de suerte, chicos. ¡Está soltera! –exclamó uno de los hombres.

–¿Y cuándo te ha detenido una alianza, Wolf? –preguntó otro, con acento del sur.

Los comentarios no parecieron afectar a Ben Mendoza.

–Vamos a dejar clara una cosa. Me da igual que se llame ET. Nadie la quiere aquí excepto los inversores y el museo.

–Yo no diría eso, jefe –rio el del acento sureño.

Ben levantó los ojos al cielo.

–Pero mientras esté aquí, es usted responsabilidad mía, así que no haga ninguna estupidez.

Kayla se quedó boquiabierta. Ben Mendoza no tenía ni idea de por qué estaba allí. Charles Andrews, el Relaciones Públicas del museo, no le había contado quién era ni su participación en la búsqueda del pecio. E imaginaba cuál sería su reacción al saber la verdad.

–Qué suerte tengo –murmuró irónica.

–Vaya a ponerse ropa seca. Andando.

–¿Perdone?

Él masculló una maldición. Francamente, cada vez le caía peor.

–¿El sentido común no forma parte de su currículum?

Kayla lo miró directamente a los ojos.

–Me perdí esa clase, igual que usted se perdió las de buena educación.

Ben Mendoza se quedó mirándola sin decir nada. Los segundos se convirtieron en minutos.

El encuentro no debería haber sido así. ¿Cómo iban a trabajar juntos? Le costaba trabajo respirar... y no podía echarle la culpa a la claustrofobia.

Afortunadamente, él rompió el tenso silencio:

–Cierre la puerta de su camarote con cerrojo. Mis chicos son humanos y ya nos ha ofrecido una visión panorámica de sus... atributos.

Kayla miró su ropa, tan mojada que parecía una segunda piel. Estupendo, acababa de convertirse en la chica del calendario para aquella pandilla. Nerviosa, cruzó los brazos sobre el pecho, notando la atrevida mirada de los hombres. Desde luego, eran humanos.

Era una tripulación de especialistas en localizar pecios hundidos, pero parecían otra cosa. Si llevasen pabellón negro, podría creer que estaba en un barco pirata.

Ben estaba frente al camarote de Kayla Waterton. Había levantado la mano dos veces para llamar, pero no lo hizo. Le estaba dando tiempo para cambiarse y deshacer la maleta.

No se sentía orgulloso de su comportamiento en el puente, pero lo había pillado desprevenido. Kayla Waterton no era lo que esperaba y eso lo puso nervioso.

Y lo había pagado con ella.

«Qué listo eres, Mendoza».

Menudo profesional... Pero no había podido evitarlo.

Ya era suficiente fastidio que el museo hubiese enviado a alguien. Una puñalada en la espalda. El Xmarks Explorer era lo suficientemente bueno para firmar un contrato cuando nadie más quería localizar el legendario barco pirata, pero después de haber hecho todas las preparaciones, enviaban un espía. Y no un espía normal, sino una chica que parecía una modelo y podría distraer a sus hombres.

«Ben Mendoza, acabas de conocer a tu peor pesadilla: Kayla Waterton».

Cuando se quitó el chaleco salvavidas, parecía más una ninfa que una historiadora marítima. Una historiadora debería ser gorda, bajita, con moño y gafas. Habría podido soportar una mujer así en su barco. Y su tripulación también. Habría sido un latazo, pero no una distracción.

Al contrario que Kayla. Ella era una distracción del tamaño del Titanic y más peligrosa que un iceberg.

Aquella melena rubia debía estar suelta, cayendo por su espalda, rozando el torso desnudo de un hombre... Hacerse un moño con ese pelo sería un crimen.

Y esos ojos, una intrigante mezcla de verde y gris, como el mar y el cielo durante una tormenta. Cuando la miró a los ojos, sintió que la conocía, como un déjà vu. Y enseguida supo por qué. Kayla tenía esa cualidad soñadora en sus ojos... como su padre y su ex mujer.

Los silbidos de sus hombres fueron un eco de la atracción física que Ben sintió inmediatamente.

Pero no había sitio en su vida para otra belleza soñadora que arruinase sus planes. Tenía que encontrar un barco y no podía fracasar en el empeño. Su tripulación y Madison contaban con él y no pensaba decepcionarlos.

Por eso Kayla Waterton tenía que marcharse.

Los inversores y el Museo de historia marítima la querían allí. Eran patrocinadores de la expedición y, por lo tanto, no podía echarla. De modo que le haría la vida imposible para que ella misma decidiera irse.

La vida en un barco como aquel podía ser aventurera, romántica incluso. Pero la realidad no tenía nada que ver con las imágenes de una tripulación abriendo cofres llenos de tesoros. Un turno en medio de la noche, durante una tormenta, y Kayla le rogaría que la dejase volver a su confortable torre de marfil.

Ben sonrió. Trabajaría como una más de la tripulación y, poco a poco, acabaría desilusionada y exhausta. Cuanto antes se fuera del barco, antes sus hombres y él podrían concentrarse en buscar el Isabella, el Izzy como lo llamaban ellos.

Entonces llamó a la puerta. Unos segundos después, oyó cómo ella quitaba el cerrojo. Al menos había seguido sus instrucciones.

Kayla lo miró. El silencio se alargaba como la calma que precede a la tormenta.

–¿Necesita algo? –le preguntó por fin.

–No.

No iba a ponérselo fácil. De acuerdo, se lo merecía.

–Sobre lo que ha pasado antes...

Kayla, con vaqueros y camiseta blanca, estaba para comérsela. Casi tan guapa como con la ropa mojada.

Ben se apoyó en el quicio de la puerta.

–He sido...

–Un imbécil.

–Si usted lo dice...

–Y un tirano.

–Muy bien, de acuerdo –suspiró él. Disculparse no se le daba nada bien.

Pensó entonces en el Izzy. Muchos decían que aquella búsqueda era un sueño absurdo, que el barco no existía. Al principio, para él no era más que un trabajo, pero después de dos años se convirtió en una obsesión. Tenía que encontrarlo.

Por muy mal que le cayese Kayla Waterton, no podía dejar que el orgullo se interpusiera en su camino. Encontrar el Izzy cambiaría su vida, la vida de su tripulación y, sobre todo, la vida de su hija. No podía fallar.

–Lo siento –dijo por fin.

Kayla arrugó el ceño.

–Acepto la disculpa. ¿Quería alguna cosa más?

«A ti». Aquel pensamiento lo sorprendió. Tendría que mantener las distancias, se dijo. No sería fácil en un barco pequeño, pero lo último que necesitaba eran complicaciones personales que pudieran poner en peligro la expedición.

–Una segunda oportunidad.

Sus ojos se encontraron y Ben sintió que le costaba respirar.

–Kayla Waterton –dijo ella entonces, ofreciendo su mano.

–Ben Mendoza.

Su piel era suave y bronceada. Seguramente pasaba mucho tiempo al aire libre, pero el único trabajo que hacía con aquellas manos era mover libros en la biblioteca.

–Encantada, señor Mendoza.

–Por favor, llámame Ben. Bienvenida a bordo del Xmarks Explorer.

–¡Papá, papá! –una niña se acercaba corriendo por el pasillo–. Ya he dormido mucho.

–Madison, no debes salir sola del camarote.

–Pero es que he oído voces –sonrió la cría–. ¿Es ella? –preguntó mirando a Kayla.

Ben no pudo evitar una sonrisa. Madison era medio metro de azúcar, sonrisas y rayos de sol. Y cada vez que la miraba, su corazón se encogía de amor.

–Kayla, esta es mi hija. Madison, te presento a la señorita Waterton.

Kayla se arrodilló para estrechar la mano de la niña. Ambas tenían el pelo largo, pero el de su hija era oscuro.

–Madison Mendoza. Qué bonita aliteración.

–¿Ali... qué?

–Que tienes un nombre precioso.

–Gracias.

–¿Cuántos años tienes?

La niña levantó cuatro dedos.

–¿Cuándo viene la otra señora, papá?

–¿Qué otra señora, princesa?

–La que tiene un cuchillo en la espalda.

Ben tuvo que contener una carcajada. Madison era un peligro cuando se ponía a parlotear. Pero no tuvo tiempo de dar explicaciones porque la niña entró en el camarote y se puso a mirar en la maleta de Kayla.

–Madison, no toques eso.

–Da igual. No va a romper nada –sonrió ella.

–No te imaginas lo que puede hacer una niña de cuatro años.