En algún lugar del mundo - Gastón Cortizo Guerrero - E-Book

En algún lugar del mundo E-Book

Gastón Cortizo Guerrero

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Beschreibung

Es la historia de una pareja de adolescentes que deciden salir de la rutina y de las obligaciones impuestas por la sociedad. Se escapan del control del sistema político, social y económico de Argentina. Y para ello se embarcan en una peligrosa aventura que dura más de una década. En el año dos mil cuatro se encuentran anclados en Londres. Ciudad por la que sienten cariño, pese a los graves problemas que tuvieron que atravesar durante la primera etapa de su estadía Pero un suceso inesperado produce un quiebre emocional en la vida de los personajes. Y los obliga a tomar una importante decisión de la que dependerá, otra vez, el bienestar futuro. ¿Se quedan o abandonan el país?; es la disyuntiva. Un remolino de sensaciones se mezcla con la nostalgia creada por los recuerdos del pasado que los persigue, provocándoles angustia, dolor y un hondo vacío existencial. Por consiguiente su destino cae en un juego de azar. Y tendrán que seguir transitando por un largo y escarpado camino plagado de situaciones límites; en el que deberán enfrentarse al flagelo que se traduce en toda clase de carencias. Martina y su novio, los protagonistas de esta apasionante historia, se encuentran comprometidos con una realidad inesperada. Se ven obligados a tomar las riendas de su presente funesto. Y a base de perspicacia, audacia, fe y un gran amor que evoluciona, se contraponen a las adversidades, para encontrar finalmente un espacio de confort; un renacer psicológico, físico y espiritual, que les permite cristalizar un sueño que se despierta como elemento motivacional de la existencia de ambos.

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Seitenzahl: 387

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Gaston Cortizo Guerrero

En algún lugar del mundo

Editorial Autores de Argentina

Cortizo Guerrero, Gastón

   En algún lugar del mundo / Gastón Cortizo Guerrero. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2016.

   Libro digital, EPUB

   Archivo Digital: descarga y online

   ISBN 978-987-711-564-2

   1. Novela. 2. Novelas Románticas. 3. Novelas Realistas. I. Título.

   CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail:[email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini

Dedico esta obra literaria a mi mujer, Valeria Marini; es el sentido de mi existencia, mi inspiración, mi guía espiritual, mi compañera de este arduo camino que ha de llamarse vida.

Índice

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX 

Capítulo X

Capítulo XI 

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV 

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Gastón Cortizo GuerRero

Capítulo I

Una mañana de julio del 2004, en el pequeño hotel de la calle Belgrave; donde residíamos y trabajábamos hacía más de dos años, tras haber discutido con uno de los gerentes, decidimos abandonar el país.

No estábamos convencidos con la decisión que habíamos tomado. Pero sabíamos que nos quedaba poco tiempo allí. Y existían dos razones que nos obligaban a pensar con claridad y rapidez en elegir un nuevo camino en nuestra historia.

La primera de éstas se refería al tiempo. Ya que la visa de trabajo y estudio que teníamos para permanecer en la isla expiraría en menos de quince días. Y la segunda tenía que ver con el espacio físico; es decir, el sitio en el que estábamos viviendo. Allí no sólo cumplíamos con las tareas diarias, a las que los gerentes nos sometían, sino también, que cocinábamos, almorzábamos y cenábamos, lavábamos los utensilios y la ropa, nos aseábamos y dormíamos con seis personas en la misma habitación.

Dos semanas antes de este episodio, se inició en nuestras vidas un periodo de incertidumbre. Porque a pesar de la presión que recibíamos por parte de un grupo de empleados y directores (y de sus amenazas de despido, que escuchábamos diariamente), no queríamos dejar la ciudad ni el país.

Y había dos motivos claramente definidos, los cuales justificaban esa aflicción. El primero de estos era, sencillamente, que nos sentíamos parte de la ciudad y del sistema. Y el segundo se basaba en que no teníamos casa en ningún lugar del mundo. Hacía más de diez años que habíamos partido del país donde hubimos nacido. Desde aquel momento, nunca habíamos regresado; ni de visita. Cuanto más tiempo pasaba y más fronteras cruzábamos más se asentaba en nosotros el sentimiento de desarraigo.

Cuando empezamos a viajar éramos adolescentes. Contábamos con la audacia, la fuerza y el valor que poseen la mayoría de los seres humanos que inician esa etapa de la vida. Pero en nuestro caso, a diferencia de los jóvenes de los distintos grupos convencionales a los que pertenecíamos, éramos inquietos, curiosos y aventureros.

Por lo cual nuestra mente y cuerpo se dejaron arrastrar por los deseos del alma; y obedeciendo fielmente a sus caprichos de libertad, mientras el tiempo transcurría con celeridad, permanecíamos sumergidos en un viaje.

Este estilo de vida poco común, basado en salir de la rutina: hacedora de una existencia monótona y profundamente destructiva para cualquier adolescente que se sentía oprimido por las obligaciones impuestas por una sociedad, se hallaba en contra de las convenciones establecidas por los individuos que en un pasado remoto formaron parte de nuestras familias.

Cuando mi padre se enteró de nuestros planes, antes de viajar a España; el primer país al que arribamos, hizo algunos comentarios, para intentar detenerme; evitar que cumpliese mi sueño. Yo no esperaba que estuviese de acuerdo con mi nuevo proyecto. Solamente le estaba informando que me iba del país.

Una semana antes de abandonar la isla hablamos con Paul, el Gerente general. Le presentamos la renuncia, comunicándole que el viernes siguiente sería nuestro último día de trabajo.

—¡Pero…! ¿Por qué dejan el empleo? —inquirió —¿Por una simple discusión?

—¡No! —contestó Martina —; ¡no es por eso! ¡Con todas las que tuvimos!

—¿Y entonces…? prosiguió él amablemente

—¡Son varios motivos que nos obligan a hacerlo!—continuó ella.

— Por lo visto no quieren contarme. Respeto su decisión. Pero por mi parte, les digo que yo no tengo nada contra ustedes. ¡Yo no les echo!; ni nadie lo ha hecho. Y todavía están a tiempo de cambiar de opinión, si así lo desean. Tienen unos días para pensar si quieren seguir trabajando con nosotros.

—¡Es bueno saberlo! —comenté —. ¡Gracias!

—Por el tema del dinero —dijo él —, ¡no se preocupen! Cobrarán el sueldo completo antes del fin de semana; ¡cómo ha sido siempre!

—¡Recorda que viajamos el domingo que viene! —exclamé.

—¿El domingo que viene?—repitió Paúl, a modo de pregunta —, les queda poco tiempo aquí; en la ciudad. ¿Y dónde viajan esta vez?

—No sabemos, todavía —respondimos al unísono.

—¿Cómo que no saben?—preguntó asombrado —¡viajaran la próxima semana, pero no tienen destino aún!

—¡No!—negamos.

—¡Pero…! , se supone que cuando alguien decide hacer un viaje, sobre todo en avión,lo planea con un tiempo considerable —comentó el gerente —. Primero elige el país y averigua todo acerca de este. Mientras compara los precios de los tickets aéreos, evalúa la situación en la que se halla en el trabajo; y dependiendo de esta, fija una fecha de vuelo. ¡En ese orden o algo así!

—¡Tiene razón! —pensé preocupado —. ¡Y es lógico lo que dijo! —. Está mal lo que hicimos. ¡Nos apuramos a dejar el trabajo! ¡Tenemos poco dinero y poco tiempo para elegir un nuevo destino; y al azar! Esta historia la conozco, y se vuelve a repetir constantemente en nuestras vidas. ¡Como puede ser que siempre nos suceda lo mismo! ¡Cuando deseamos quedarnos en un país, porque nos sentimos bien, tenemos que abandonarlo por alguna causa que está fuera de nuestro control! ¡En Estados Unidos nos pasó lo mismo!; ¡estuvimos obligados a comprar los pasajes de un momento a otro, y regresamos a Europa! ¡Una vez que estuvimos en Italia, caímos en la cuenta de que tendríamos que habernos serenado antes de haber tomado una decisión tan importante! ¡Y cuando nos arrepentimos era tarde!

—¿Que estás pensando? —me preguntó Martina, mientras leía mis ojos.

—¡Nada! —contesté, disimulando mi inquietud.

—¡Nada!— repitió Paúl, mofándose, y agregó: —. ¡Ya saben que tienen unos días para pensar si quieren seguir trabajando aquí!

—¡Lo pensaremos! —me apresuré a responder.

—¡Sí!—afirmó Martina —Ahora vamos a comer ¡Nos vemos luego!

—¡Los veo más tarde!

A la mañana siguiente, cuando nos levantamos; durante el desayuno, seguimos debatiendo acerca de un tema que se había instalado en nuestra mesa la noche anterior, mientras cenábamos: —¿Nos quedábamos en el país o buscábamos un nuevo rumbo?

Cuando llegó la tarde, después del trabajo, tomamos una ducha, nos sentamos a beber un café en el comedor y analizamos rigurosamente las ventajas y desventajas que tendríamos si continuáramos viviendo en Londres.

Después de haber consumido muchas horas en vano, porque no hallamos ninguna solución y nos quedamos sumergidos en un mar de incertidumbre, fuimos a caminar alrededor del Támesis. Necesitábamos aclarar las ideas, tomar aire y encontrar una respuesta en la dulce voz del silencio.

La noche había caído por completo; trayendo a su merced una brisa de verano.

Nos sentamos, nos mantuvimos callados y tomados de la mano contemplamos la ciudad.

Unas horas más tarde, rompimos el silencio, al unísono; con un interrogante: —¿Qué hacemos? Y otra vez nos quedamos sin hablar; sin arriesgarnos a dar una respuesta.

Una mezcla de sentimientos se apoderaba de mí, paralizándome.

Tenía treinta y cinco años, y la osadía que hube tenido cuando empezamos a viajar se había perdido, cediendo un espacio relevante a la cobardía que afloraba en mi alma con más intensidad, a la hora de tomar decisiones importantes.

¡No estaba dispuesto a equivocarme; a errar! ¡No! ¡Otra vez no!

¡No quería soportar en el futuro el peso de un posible fracaso! Y Martina tampoco se sentía capaz de hacerlo.

—¿Y si lo dejamos librado al azar?—prorrumpí.

—¿Qué decís?—preguntó ella.

Saqué una moneda de mi bolsillo y le expliqué:

—¡La echamos a suerte! ¡Al aire y al suelo! Si la cara de la reina queda mirando hacia el cielo, nuestro destino será quedarnos en Londres. Pero si ésta se pega al suelo, tendremos que buscar un país al que vayamos a arribar.

¡Y si así fuera, nos quedarían cinco días para viajar!

—¡Esta bien!—dijo Martina —¡Hagámoslo ya!

—¿Quién la tira?—pregunté.

—¡Vos!—expresó Martina, tratando de encender un cigarrillo.

Nos levantamos del asiento, caminamos unos pasos, nos detuvimos en un reparo; y una vez protegidos del viento, coloqué la moneda sobre la uña de mi dedo pulgar derecho. Hice una curva con el índice; apretándolo. Y cuando iba a tirarla…

—¡Espera!—dijo.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Cuando termine de fumar lo haces.

—Bueno. ¡Convídame un cigarrillo!

—¡Vos no fumas!

—¡Esta bien, toma!

—¡Dale, dale, apurate!—dijo ella, con ansiedad.

—¡Le di tres pitadas!, solamente.

—¡No importa! ¡Dale, termina; tira ese cigarrillo; como está! ¡Después si querés te doy otro!

Respondí fielmente con mis actos a las palabras de ella. Y además de echar el cigarro hice lo propio con los dos centavos de libra esterlina.

La moneda giró reiteradas veces, parecía danzar en el aire, alimentando nuestra inquietud. Un objeto definiría nuestro destino, y sobre este se hallaba impreso nuestro éxito o desgracia.

Finalmente cayó, rebotó en un escalón, y se quedó suspendida en el borde del siguiente; en la oscuridad. Entonces nos hincamos, y Martina encendió el mechero.

En efecto, la luz tenue de la llama nos indicó que debíamos abandonar Inglaterra.

Capítulo II

Al día siguiente, comenzó la cuenta regresiva. Nos habíamos acostado tensos.

Pese a los acontecimientos, Martina pudo dormir. En cambio yo alimenté el insomnio crónico que padecía desde mi adolescencia; con la preocupación de buscar nuevamente algún lugar en el mundo para afianzarnos definitivamente.

—Pero..., ¿sería posible esto? —pensaba yo, mientras tomábamos el desayuno —; ¿o en un determinado momento tendríamos que resignarnos y regresar al país donde nacimos?

—¡No volveremos a vivir allí!—prorrumpió Martina, leyendo mis ojos —; ¡no volveremos a vivir en esa tierra!

—¿Estás segura?

—¡Completamente!

—¿Qué destino se te ocurrió para ir? —pregunté.

—¡Todavía ninguno!—contestó ella —. ¿Y a vos?; ¿cuántos y cuáles se te cruzaron por la cabeza?

—¡Creo que de Europa nos queda Suiza y Grecia! ¡Aunque podríamos volver a Italia!; para hacer tu ciudadanía; ya que tenés los documentos de tus ancestros.

¡Para ir a Australia, Estados Unidos y Canadá necesitamos visa! ¡Y en el caso de los países nórdicos, tenemos que aprender el idioma de estos! ¡De todas formas, allí, una parte de la población habla inglés!

—¡Son muchos!—comentó Martina —Y es poco el tiempo que tenemos para elegir. ¡Ahora vamos a trabajar! ¡Después iremos a averiguar las ofertas!

—¡Esta bien!—concluí

Al atardecer, fuimos a recorrer varias agencias de turismo. Porque era menester encontrar las tarifas más económicas y que se hallaran disponibles para la fecha que habíamos estipulado.

Regresamos al hotel, con una lista de precios de los pasajes a los destinos que considerábamos viables. A ésta se habían sumado otros dos: Brasil y México.

¡Esa noche debíamos tomar una decisión, teníamos que arriesgarnos! ¡Porque cinco días más tarde, estaríamos viajando a otro país! ¿Pero a cuál?

Preparamos la cena y comimos en silencio. Estábamos prisioneros en una cárcel construida por nuestros pensamientos; ¡por nuestra indecisión! Ya que la incertidumbre se había despertado, ¡otra vez!; esclavizándonos.

Las agujas del antiguo reloj que colgaba en la pared del comedor, ubicado en el subsuelo del hotel, marcaban las dos de la madrugada.

De repente se oyó el sordo ruido de los escalones; y enseguida la puerta se abrió

—¡Hola!, ¿cómo están ?—saludó Thanasis, sonriendo.

—¡Bien!—respondimos —. ¿Y vos?

—¡Sin sobresaltos!—exclamó —¡Hasta mañana me hallaré inmerso en la rutina! ¡Porque el jueves me iré a Grecia!

—¿A qué hora partirás?—pregunté.

—¡A las cinco de la mañana! ¡Quiero salir temprano! Porque viajaré en auto, y como tengo calculado los kilómetros que voy a hacer por día y donde voy a parar a descansar, no sería bueno salir tarde; porque me sorprendería la noche mientras voy conduciendo.

¡Ustedes también se van del país!—prosiguió éste —; ¡me contó Paúl! ¿Ya saben dónde…?

—¡No!—negué

—¡Pero viajaran el próximo domingo!

—Sí—confirmamos.

—¡Quieren venir conmigo! ¡Yo iré a Atenas!

—¡Es buena idea!—prorrumpí, exaltándome.

— Pero no hablamos griego —comentó Martina.

—¡Eso no tiene importancia!—dijo Thanasis —. ¡Porque ustedes hablan perfectamente otros idiomas! ¡Y pueden trabajar en los hoteles de las islas, como hacen aquí!

—¿Estás seguro?—pregunté.

—¡Totalmente!

Martina fijó sus ojos en los míos durante un tiempo.

Un silencio embriagador nos invadió; invitando a hacer un viaje de ilusión a nuestro pensamiento. Porque las playas de Miconos, Andros, Ceos; y otras tantas del mediterráneo iluminaron nuestra imaginación.

—¿Y entonces? —exclamó Thanasis—¿quieren cruzar el continente europeo de norte a sur?, ¿o no?

—Sí —respondimos ambos —. ¡Pero no podemos! —agregó Martina —¡Vos te irás el jueves, y nosotros el domingo!

—¿Y por qué no se van antes?

— ¡Porque cobramos el viernes!; y es necesario que nos quedemos dos días más. Porque si hubiese algún problema con la liquidación final, tendríamos un tiempo para reclamarle el dinero al dueño de la empresa, yendo a su casa—expliqué.

—¡Ah!, entiendo ¡Y lo lamento mucho! Me hubiese gustado ir acompañado por ustedes. Si pudiera los esperaría, y nos iríamos juntos. ¡Pero este viaje no puedo aplazarlo más!; porque mi padre está muy grave de salud; ¡se está muriendo! Y tengo miedo de no estar allí antes de que suceda éste terrible episodio.

—¡No te preocupes por explicarnos! —expresó Martina —. Comprendemos perfectamente tu situación; porque ya la hemos vivido. Y lo sentimos por vos.

—Muchas gracias —dijo Thanasis, sacando un papel y una lapicera de su bolsillo —. De todas formas, les daré el teléfono y dirección de mi casa.

—¡Nosotros te escribiremos nuestro email!—comenté.

—¡Yo también! —exclamó él —; ¡aquí mismo! Si en algún momento decidieran ir a Grecia, podrían comunicarse conmigo. Y si yo estuviera por allí, podríamos vernos.

—¡Por supuesto! — repuse.

—Aunque todavía no hayan escogido el destino, supongo que tienen algunos en vista. ¡Les queda poco tiempo, van a tener que arriesgarse!

¿Qué ofertas vieron? ¿Y a qué países?

—¡A Brasil y a México, son los más baratos! —respondí —. Ya que nos ofrecen un Charter con una noche de alojamiento incluida. ¡Y eso es importante! Porque el viaje es largo, y uno llega agobiado. ¡Además!, aunque la agencia crea que nos engaña (como a otros clientes); promocionando la noche de hotel gratis; cuando en realidad, uno está pagándola, nos conviene.

¡Porque arribar a un país!, del que nada se sabe, sin reserva, podría costarnos mucho más caro. Los recepcionistas de los hoteles ven la cara de agotamiento de los pasajeros y aprovechan para tenderle una trampa; convirtiéndolos en clientes VIP. Les ofrecen las tarifas más altas, diciendo que son las únicas habitaciones que les quedan disponibles.

—¡Se nota que tienen una gran experiencia en este tipo de cosas!— advirtió Thanasis, con una efímera sonrisa.

—¡Pero menos que la tuya! —agregué.

—¡No!—negó él —. ¡Ustedes son muy jóvenes! Y han viajado mucho.

—¡Bueno…; vos también! —aseguró Martina

—¡Pero tengo más de cuarenta…! —dijo éste.

—¡De cuarenta libras!—comenté, bromeando.

—¡Sí!—afirmó —¡De cuarenta libras también!

—¡Entonces sos rico! —añadí, riendo con ironía —. Porque no sé si nosotros contamos con ese dinero. Por eso esperamos cobrar lo que falta del mes.

—¿Es cierto lo que decís?—preguntó sorprendido.

—¡No...! —contesté —. Pero no creas que tenemos mucho más que esa suma…

—¡Vaya aventura la suya! ¡Creo que ustedes poseen un don!

—¿Cuál?—inquirió Martina.

—¡El don de la improvisación!—prosiguió él.

—¡Qué decís!—exclamé asombrado.

—¡Lo que estás escuchando!—confirmó —. Van de un país a otro sin planificarlo. ¡Y cuando los problemas aparecen, los resuelven sobre la marcha!

—¿En serio crees que eso es un don? —preguntó mi mujer.

—¡Sí!—respondió.

— ¡Yo no creo que poseemos un don!—repliqué —. ¡Lo que tenemos, realmente, es un alto grado de inconsciencia!—completé con sarcasmo —Cuando un joven es aventurero y curioso, viajar de esta forma puede brindarle un aprendizaje único; distinto al que se obtiene con los padres, en la escuela, en el barrio y con los amigos. La clave está en abrir la mente; pero también el alma y el corazón —continué —. Para absorber la esencia de todas las culturas. Concatenarse con cada una de estas. ¡Mezclarse con la gente, pero no contaminarse! Y conectarse a otro universo. ¡Pero es muy importante entender de qué se trata viajar a la deriva!; ¡aventurarse! Y para ello es necesario prepararse; ¡entrenarse!; adquiriendo una capacidad de adaptación a diferentes medios, ¡y asumir riesgos permanentemente!

—¡Discúlpame!, pero…, yo no pienso así —comentó Thanasis. —Esa capacidad de la que vos hablas es innata. Es un sello que está impreso en el alma de ustedes. Como ese extraño sentimiento nómada (del que tantas veces hemos hablado), que se despierta en nuestro ser; incitándonos a desplazarnos de un país a otro.

Cuando empecé a viajar tenía veintiún años. Ahora tengo cuarenta y seis.

A pesar de haber comprado una casa en Estados Unidos, y de tener mi familia en Grecia, no puedo vivir más de seis meses en la misma ciudad o país. Tomo un trabajo, y un tiempo después estoy aburrido. La rutina me perturba.

Cada vez que regreso a Atenas, mis padres y mis amigos me dicen que no puedo seguir viviendo de esta forma. Y agregan también que padezco una grave patología.

Luego continúan diciendo que debo instalarme a vivir allí; para siempre; o en Nevada; ¡pero debo decidir! Por otro lado mi hermana me aconseja que inicie un tratamiento psicológico cuanto antes Yo no creo que esto pudiese ser tratado por un psicólogo.

¡Yo soy feliz viviendo así; de esta manera! Si no paro la marcha ahora, y llego a anciano, el desgaste de mi cuerpo me obligará a hacerlo.

¡Porque soy trotamundos! ¡Como ustedes! Es un carácter distintivo que poseen solamente algunos humanos. Este fue estampado en la esencia de nuestro ser, antes de nacer. ¡Asúmanlo así!

Después del breve discurso de Thanasis nos mantuvimos callados un momento; reflexionando acerca de lo que había expuesto.

—¡Es tarde ya! —prorrumpió él, rompiendo el silencio; mientras miraba su reloj —¡Y en un par horas debo ir a trabajar! ¡Tengo que abandonarlos! ¡Pero antes de irme les daré mi opinión sobre los destinos que tienen en cuenta!

—¡Adelante!—expresé —¡Escucharemos el consejo de un experto; un hombre de mundo!

—¡Yo creo que es mejor que vayan a México, que a Brasil!

—¿Por qué?—pregunté desconfiado.

—Yo viví allí cuatro años —comentó.

—¿Ah….; sí? —expresó Martina.

—¡Sí! —afirmó —, en la península de Yucatán. ¡Es un lugar muy bonito! ¡Y hay mucho trabajo!

—¿En qué...? —inquirí

—¡En turismo y hotelería! ¡Tienen muchas playas para recorrer y buscar! Y se requiere personal bilingüe. Porque la mayor afluencia de turistas que arriban allí son de Estados Unidos.

En cambio en Brasil tendrán que hablar portugués

—¡El idioma no es impedimento!—replicó Martina —¡Podemos aprenderlo; es la mejor forma! ¡Uno empieza a incorporar las primeras frases cuando está recién llegado! ¡Porque tiene que ir al supermercado, y a buscar empleo! ¿O no?

—Sí, es cierto —confirmó Thanasis —. ¡De todas formas, analícenlo! Porque en las condiciones económicas en que están, necesitarán trabajar desde el primer día que lleguen.

—¡Está bien!—dije.

Y mi mujer asintió con lento movimiento de cabeza de arriba hacia abajo.

—¡Ahora sí!—exclamó el griego —; ¡me voy a dormir! ¡Ha sido un placer conocerlos! ¡Me despido de ustedes con un fuerte abrazo! Porque queda poco tiempo, y no sé si volveré a verlos antes de irme. ¡Buenas noches, y que descansen!

—¡Igualmente para vos!—contestó Martina.

—¡Estoy seguro de que el futuro nos deparará un encuentro! —comenté

—¡Yo también! —dijo él —¡Y ya saben en qué país será…!

Esta frase que brotaba de mi boca, en vísperas de un viaje; y que solamente la decía a personas con las cuales había compartido momentos agradables, en el país en que me hallaba; y del cual empezaba a despedirme, revelaba un profundo sentimiento de angustia, que no podía controlar; ridiculizándome.

Capítulo III

El miércoles a la la tarde, después del trabajo, nos fuimos a comprar los pasajes. Habíamos estado desde la mañana pensando y discutiendo sobre nuestro destino.

La agente de ventas nos hizo un extenso interrogatorio; ingresando nuestros datos en la computadora. Debía presentarlos en la oficina de gobierno, de manera urgente, para ser analizados.

Pagamos los pasajes, y regresamos al hotel, a esperar que investigaran toda la información que le habíamos suministrado.

Dos horas más tarde, volvimos a la agencia de turismo y retiramos los pasajes que nos llevarían a México.

Luego averiguamos las tarifas de los medios de transporte que se dirigían al aeropuerto Gatwick. . Como el tren era muy caro, optamos por un bus que salía de la estación Victoria.

Esa noche, cuando nos sentamos a cenar, el silencio, protagonista de la escena, reveló la nostalgia que se había instalado en la mesa. Un aluvión de recuerdos nos azotaba, alimentado la angustia que sentíamos.

De repente se imprimió en nuestra memoria el momento previo al descenso del avión. Y en este apareció el manto de luces tenues de la ciudad, cubierto por el velo de la niebla londinense.

En seguida se proyectó sobre mi mente la imagen de nuestros pies sobre la tierra y nuestra entrada al aeropuerto. El cuestionario al que fuimos sometidos por la inmigración durante una hora y media. Como así también el impacto visual que recibimos cuando llegamos a la calle, y no había nadie más, que la soledad.

También recordé el pequeño hotel de la calle Queensborough, donde nos alojamos el primer día que llegamos; y nos quedamos una semana.

La hermosa habitación que habíamos alquilado en la casa cercana a la avenida Holloway; donde estuvimos un mes. Y tuvimos que abandonarla. Porque no conseguimos trabajo. Y nos gastamos todo el dinero que teníamos ahorrado, pagando la renta, la comida y los medios de transporte.

¡En efecto!, ¡nos habíamos quedado en la calle! ¡Yo no podía olvidar ese capítulo oscuro de nuestra vida! Cuando fuimos a pedir ayuda al consulado nuestro país de origen. Y después de caminar más de quince kilómetros bajo la lluvia incesante, y con los miembros entumecidos por el frío del invierno inglés, por fin llegamos, nos cerraron la puerta con todo el peso del egoísmo que posee la idiosincrasia de esa nación.

¿Entonces?, ¿cuál era la razón por la cual padecíamos melancolía? Con esos antecedentes, supuestamente debíamos estar contentos de viajar; de abandonar esa tierra donde el sistema monárquico nos había castigado.

Pero el motivo residía en que después del trágico invierno que habíamos soportado; cuando la lluvia se detuvo, para dejar que los primeros rayos de sol se despertaran, cambió nuestra suerte.

Porque Sandra y Patricia habían mitigado nuestro dolor. Dos jóvenes catalanas, esencialmente angelicales, aparecieron junto a nosotros, en un momento crucial. Desplegaron sus alas, nos dieron hospedaje, nos alimentaron y nos protegieron.

La primavera se había presentado arrancando de nuestra memoria el sabor amargo de un pasado reciente. Ambos teníamos trabajo, habíamos ahorrado el dinero necesario para pagar la visa. Y empezábamos a disfrutar lo mejor de la ciudad, sin preocupaciones.

Todas las tardes elegíamos un parque. Y nos sentábamos en la alfombra de césped; a contemplar la belleza del paisaje que nos ofrecía.

Con la llegada del verano, amanecía más temprano. Y oscurecía más tarde.

Entonces no queríamos estar tantas horas adentro del hotel. Por lo cual intentábamos concluir nuestro trabajo cuanto antes; para salir a las calles, en busca de sol.

Cuando las flores se marchitaron, y fallecieron ahogadas por la lluvia del otoño británico, empezamos a cambiar nuestro modo de vestir. Comenzamos el college. Y a menudo frecuentábamos los museos y las cafeterías de Notting Hill; donde íbamos con algunos compañeros de estudio y amigos.

Con el invierno llegó la nieve. Y el programa de actividades fue el mismo. Pero a este se agregaron el teatro, el cine, los bares, discotecas y el gimnasio.

— Es increíble—comenté, murmurando entre dientes

—¿Qué? —preguntó Martina.

—¡Cómo pasó el tiempo! ¡Muy rápido!

—¡Sí! Parece como si hubiéramos llegado hace unos días.

— Por momentos siento que todo lo que vivimos acá sucedió en una semana —continué.

—¡Sí; a mí me pasa lo mismo!

—¿Vamos a dormir? —exclamé.

—¡Vamos!—repitió ella.

El viernes por la tarde, cuando concluimos nuestras tareas, devolvimos los uniformes y cobramos el salario convenido. Nos sentamos a comer y decidimos aprovechar el tiempo que restaba paseando por la ciudad. Pero antes de salir nos llamó Paúl.

—¡Hola, muchachos! ¿Cómo están?

—¡Bien! —contestamos al unísono.

—¡En primer lugar, quiero decirles que estoy muy apenado porque se van!

¡Pero respeto su decisión! ¡Y en segundo lugar, que estoy muy conforme con el trabajo que han hecho en el hotel! Por eso, ¡deseo fervientemente!, si ustedes aceptan, hacer una carta de recomendación para cada uno. ¡Les recuerdo que es muy importante! Porque podrán presentarla como prueba de referencia laboral en cualquier empresa en la que ustedes decidieran postularse.

—¡Bueno!—respondió Martina —. ¡Muchas Gracias!

—¡Gracias a ustedes! —replicó él —. ¡Esperen veinte minutos, y les entregaré las cartas!

—¡De acuerdo!—confirmé

Media hora más tarde, salimos a pasear. El tiempo transcurría con velocidad y la fecha del vuelo se asomaba. Era necesario liberar nuestra mente; ¡vaciarla de todo pensamiento, de toda preocupación!

Pasamos por el barrio Chelsea y llegamos a Kensington South. Caminamos por la avenida; mirando las vidrieras de negocios de perfumes y de ropa de importantes firmas.

Como el sol maravilloso de una tarde de verano cálido y radiante no se había retirado, entramos por una de las puertas más grandes del Hyde Park. Paseamos lentamente, tomados de la mano; sintiendo el aroma de la brisa perfumada por las flores. La dulce melodía del canto de los pájaros se mezclaba con el sonido de las copas de los árboles, que danzaban al son del viento.

Salimos del parque y continuamos el itinerario por la avenida Bayswater.

Cruzamos Park Lane y caminamos por Oxford Street. Cuando llegamos a Tottenham Court Road, doblamos hacia la derecha; y nos desviamos por unas calles, hasta Trafalgar Square. Nos sentamos de cara a la fuente y observamos durante unos minutos el movimiento del agua. Mientras algunos artistas, sentados en el suelo, dibujaban y pintaban; los turistas japoneses sacaban fotos a gran velocidad, a todo lo que estaba a la vista.

De repente recordé una etapa de nuestro viaje. La imagen de Barcelona se despertó con sus playas; el mar, de día y de noche. Como así también su gente; tan cálida y amable.

Por consiguiente se proyectó sobre mi mente una tarde de primavera en la que estábamos sentados en un bar del barrio Example. Entonces un camarero se acercó y dijo: —“¡Disculpa muchacho! Estuve escuchando tu discurso; quiero decir, lo que has dicho. ¡Porque no te dedicas a escribir!

Al principio me quedé callado unos segundos. Y luego contesté:—¡Discúlpeme, señor! Creo que usted se confundió de persona

—¡No, hijo!—replicó

—¿Está seguro? —pregunté

—¡Sí; completamente! —continúo él, convencido. —. Quiero decirte que está bien lucirte en público. ¡Pero yo considero que deberías volcar en un papel todo lo que dices!

Como no tuve respuesta para ello, volví a sumirme en el silencio. Pero Martina me indujo a que empezara a hacerlo: —¡Creo que el hombre tiene razón! —expresó ella —. Y todos los que se hallaban sentados a la mesa coincidieron con la idea. ¡Pero yo tenía miedo! ¡No me sentía capaz de poder escribir una sola línea que pudiera reflejar un pensamiento coherente! Entonces mis mejillas se sonrojaron, y respondí: —¡No puedo! —Y ellos replicaron al mismo tiempo: —“¡Porque no lo deseas!”—Finalmente expliqué: —De acuerdo a lo que ustedes dicen, poseo retórica. —¡No creo eso!—Pero en el caso de que esto fuera cierto, tienen que entender que expresarse verbalmente es diferente a volcar en un texto todo lo que uno piensa y siente; y además, darle forma para que adquiera estética literaria.

Todos respetaron mi opinión y cambiaron de tema.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Martina, interrumpiéndome.

—¡En el momento que empecé a escribir, y como…!

—¡Y como dejaste!—agregó ella —¡Esa idea estuvo más de veinte días dando vueltas por tu cabeza, después de la charla que habíamos tenido en el bar!

—Sí; pero empecé…., y con las preocupaciones, las mudanzas de un país a otro y la inestabilidad económica…

—Te desmotivaste y abandonaste —prosiguió ella —¡No tuviste coraje para continuar!

—Y no…—acepté.

—¡Si realmente te gusta escribir (y yo siento que es así), ¡no hay excusas de ninguna índole que puedan justificar dejar de hacerlo! ¡Si eso te hace bien; si te enriquece espiritualmente, no podés; no debes abandonar nunca!

—Tenés razón —comenté.

—¿Porque pensaste en eso?—preguntó.

—Porque el frenesí de la noche dio a luz en mi alma un poderoso sentimiento que me indujo a tomar una lapicera y plasmar en un papel todo lo que estamos viendo y experimentando.

—¡Entonces!, desde ahora en adelante debes llevar a todos lados una agenda y una lapicera. Eso que sentís; y que fluye naturalmente de manera espontánea, le pasa, sólo, a aquellos que nacieron escritores.

En cualquier situación de tu vida; ya sea buena, mala o regular, ¡no te detengas!; ¡nunca te detengas! ¡Escribí, escribí, escribí!, ¡y permítete soñar de que en algún momento vas a publicar!

Estas sabias palabras de mi mujer iluminaron mi alma y mi corazón. ¡Qué belleza emanaba de cada frase que fluía de su boca! Cuando concluyó, me quedé en silencio; reflexionando: —¡Cuánta verdad hay en todo lo que dice!; tanta experiencia de vida; ¡cuánta madurez y cuanta poesía!

De repente comenzó a llover. Levanté la cabeza y miré el cielo. Estaba cubierto de nubes tempestuosas.

—¡Así es Inglaterra!—comentó mi mujer —; ¡inestable!

Nos pusimos de pie y fuimos a caminar por Leinster Square y Covent Garden. Después entramos a un bar y nos sentamos a una mesa que estaba junto a la ventana. Pedimos una cerveza y contemplamos el entorno. Volvimos a quedarnos callados; y yo, por un minuto o dos, deliré, haciendo un viaje hacia el pasado.

Me pareció ver a Oscar Wilde, paseando por el mercado. Y también a Dorian Gray1, llegando en un carruaje; disfrazado.

—¡Estoy cansada!; ¿Vamos?—interrumpió Martina.

—¡Sí!—respondí, volviendo al siglo XXI.

Y concluimos el paseo, caminando por el río.

Cuando llegamos al hotel hicimos un té y lo bebimos rápidamente. Por consiguiente preparamos los bolsos y nos fuimos a dormir.

A la mañana siguiente, cuando despertamos, el cielo era gris y el clima templado.

—¡Qué extraño es Inglaterra!—dije a Martina, mientras desayunábamos —; ¡Estamos en verano y el calor se apagó!

—¡No se aplacó; nunca se encendió! —replicó ella —¡Es igual que la gente!—comentó.

—¿Qué decís?—pregunté.

—¡El clima es igual que la gente que nació en este país!; muy frío, en todas las estaciones ¡Y el inglés es muy frío, en todas las situaciones!

—¿A qué te referís con esta reflexión?

—A que hay ciertas características de una cultura que son el vivo reflejo del alma de la tierra ¡Además quiero decirte que tengo memoria! Por lo cual no me olvido que los nativos de acá hicieron todo lo posible para que nos quedáramos en la calle. Sin embargo, no guardo rencor hacia estos. ¡Es su idiosincrasia!

—¡Sí es cierto!; ¡Yo también lo recuerdo! A mí me gusta mucho la ciudad, pero la gente…

—¡Sí a mí también! —interrumpió ella —; me agrada Londres.

—Pero el ciudadano inglés — prorrumpió Jean Pierre, incorporándose a la conversación —¡es impasible, individualista, indiferente ante las necesidades del prójimo y egoísta!

¡Por eso, por fin, el viernes regresare a París! ¡A mi París! ¡Ola, la!—cantaba el joven parisino —¡Sí! ¡No existe un país en el mundo que sea mejor que Francia!; ni una ciudad en la tierra que se pueda comparar con mi bella París.

¡Dios me libre y me guarde de Inglaterra! ¡Yo no sé en qué estaba pensando cuando decidí venir aquí; a perseguir a una muchacha inglesa! ¡Si las mujeres más hermosas del mundo están en mi país! ¡Y por eso regreso! ¡Y ahora voy a brindar con ustedes por eso!

—¡No!—dije yo —¡Es muy temprano para beber!

—¡Sí!; tiene razón—afirmó Martina

—¡Vamos!; sólo un trago de este wisky escocés; ¡para festejar que ustedes también se van de esta tierra inhóspita!

—¡No!—replicó ella —. ¡Estamos desayunando!

—¡Yo también; jajá, já! —dijo él, riendo en forma exagerada. —. ¡Está bien! ¡Está bien! No les molesto más, por el momento —continuó —¿Qué van a hacer más tarde?

—Iremos a Camden Town —contesté.

—¿Con este clima?—preguntó.

—¡Sí! —respondió Martina.

—Ah….; bueno. Si quieren nos vemos por la noche y hacemos una fiesta de despedida.

—No podemos. Porque mañana tendremos que despertarnos a las tres de la mañana. Así que debemos acostarnos temprano.

—¿A qué hora es el vuelo?

—¡A las nueve y cuarenta y cinco!

—Ah… De todas formas, antes de que se vayan a dormir, ¡beberemos algo juntos!

— ¡Está bien!—confirmamos al mismo tiempo.—. ¡Pero!, ¿estarás sobrio?—pregunté.

—¡Por supuesto! ¡Ustedes no me conocen! ¡Bebo alcohol desde los once años! ¡Y tengo mucha resistencia!

—¡Si vos lo decís; sabrás!—dijo Martina.

—¡Entonces nos vemos luego!—expresó el simpático francés efusivamente.

—¡Así será!—aseguré.

Cuando volvimos de Camden Town, estaban Sandra, Patricia y Blas (el vasco), conversando en el salón-comedor

—¡Hola!, ¿cómo estáis? — saludó Sandra, dando un abrazo a cada uno.

—¡Bien!—respondimos —. ¿Y vos?

—¿Qué les puedo decir?

—¡La verdad!—dije yo.

—¡Sabéis que terminé mi relación con Francisco!, ¿o no?

—Sí —contestamos.

—Por momentos me siento bien, sola; y por momentos muy mal.

—¿Querés contarnos que te pasó? —preguntó Martina sutilmente.

—¡No; mejor no! Todos conocen la historia. Yo era la única que no quería aceptarlo. Él era infiel, no quería trabajar, vivía de mi dinero; y cuando no podía darle, me revisaba todas las carteras para robarme; y si encontraba algo, se lo gastaba con sus novias.

—¡Pero no vine a hablar de esto!, sino a darles mi bendición. ¡Así que se van a México!

—¡Sí! —afirmé.

—¡Ah…., tengo recuerdos de ese país! ¡Por cierto muy malos!—comentó Sandra.

—¡Sí!, nos contaste la historia —dije.

—¡Mejor olvidarla! ¡Pero estoy segura de que vosotros tendréis una experiencia mejor que la que yo viví!

—¿Están seguros de lo que haréis ?—preguntó Patricia, revelando preocupación.

— A la hora de tomar una decisión importante, en el fondo del alma, ningún ser humano se siente totalmente seguro de que lo que eligió es correcto.

Pero debemos arriesgar; es parte del aprendizaje. ¡Y tenemos que permitirnos errar y aceptar que es posible equivocarse! ¡Y así sabremos realmente (y a ciencia cierta) quienes somos; donde estamos y hacia dónde vamos! —expliqué.

—¡Ah…; tío! ¡Maravillosa exposición has hecho! ¡Eres muy inteligente y muy culto!—prorrumpió Blas con admiración.

—¡Agradezco profundamente tu elogio!, mi querido amigo. Pero me parece que estas exagerando. Lo que escucharon es sólo un punto de vista.

—¡Ah…; vamos tío; no estoy abultando! ¡Es la verdad! ¡Eres un filósofo! ¡Tienes que dedicarte a escribir!

—¡Lo tendré en cuenta!—comenté avergonzado.

—¡Tienes que hacerlo!—prosiguió Blas.

—¡De todas formas, yo creo que lo más importante es que estáis juntos en esto y en todo lo que hacen!— dijo Sandra, mirándonos con sus ojos empañados por las lágrimas —¡El amor que sienten, uno por el otro, es digno de admiración! ¡Y así vale la pena arriesgarse! ¡Porque siempre estáis juntos!; en momentos de risa y en momentos de llanto; en momentos de alegría y cuando les invade la tristeza.

—¡Bueno, guapa!—exclamó Patricia —. ¡Tú también tienes tu esencia filosófica y poética!

—¿Estás burlándote de mí?—preguntó Sandra, esbozando una sonrisa.

—¡No; para nada! ¡Estoy bromeando para levantarte el ánimo!

—¡Hablando de eso!—prorrumpió Martina —; ¿Quieren ir al Saint James Park?

—¡Está lloviendo a raudal!—repuso Blas.

—¡Estás en Inglaterra! — replicó ella —. ¡Agarras un paraguas y salís a caminar! ¡Además el clima en tu tierra es igual que acá!

—¡Sí; es cierto!—confirmó él —. Por ello estoy siempre encerrado en algún sitio.

—¡Entonces vos no vas! —expresó ella.

—¿Porque quieren ir allí?—preguntó Patricia.

—¡Porque es la última posta de la olimpiadas!—contesté —; es el punto final; ¡la llegada! ¿No lo sabías?

—¡No!

—¡Vos no te enteras de nada!

—¡No!—aseguró, riendo a carcajadas. De todas formas, me quedo. Es muy lejos para ir caminando —prosiguió.

—¿Y vos qué decís? —pregunté a Sandra.

— No me siento bien. Será mejor que me vaya para el hotel. Iré con vosotros hasta Victoria street; y allí nos despediremos.

Cuando llegamos al parque nos sentamos en un banco y escuchamos la melodía de una balada, que estaba sonando del otro lado del lago. Contemplamos la lluvia y observamos a algunos transeúntes que caminaban lentamente y en forma pausada. También había niños jugando y patos nadando. Después nos levantamos y nos acercamos a la muchedumbre, para ver al atleta llegar con la antorcha.

Luego regresamos al hotel, cenamos y revisamos los bolsos. Subimos al living room para despedirnos de todos los amigos y también de los enemigos.

Jean Pierre (el francés) se hallaba tirado en el suelo del depósito de sábanas y manteles. Se encontraba abrazado a una botella de wisky vacía. Y tenía el torso y los pies descubiertos. Otros estaban fumando frente a la puerta del hotel; envueltos en una nube de humo con aroma a hierba. Sus ojos se disparaban hacia afuera y sus pupilas proyectaban un color carmín.

Como estábamos en la calle Belgrave, nos fuimos a caminar; a dar el último paseo por la ciudad. Recorrimos el río Támesis hasta el parlamento. Cuando volvíamos, nos detuvimos en el puente Vauxhall; y desde allí observamos el cielo. La lluvia, por fin, había cesado. Las nubes se habían retirado. Y las estrellas, emanando el brillo de su luz, hacían resucitar el alma de esa tierra.

Después regresamos al hotel, bebimos un té y nos fuimos a acostar.

Cuando apoyé la cabeza en la almohada, visualice la imagen del río y sosteniéndola en mi mente, agudicé mis sentidos, sumiéndome en un profundo sueño.

1Dorian Gray es el personaje principal de la famosa novela titulada “El retrato de Dorian Gray”; escrita por Oscar Wilde, célebre escritor de origen irlandés.

Capítulo IV

Unas horas más tarde, despertamos para dejar la ciudad y el país definitivamente. Desayunamos, revisamos los bolsos minuciosamente y los cargamos hasta el living room. Luego le entregamos al recepcionista las llaves de la habitación. Y nos despedimos de él con un efusivo abrazo.

A las tres y cuarenta y cinco minutos de la madrugada, llegamos a la estación Victoria. Había un muchacho solo. Era robusto y bajo de estatura. Tenía una boina celeste sobre su cabeza. Y vestía una camisa blanca, Jean y una chaqueta del mismo género. Se acercó y nos preguntó si sabíamos de qué plataforma partía el bus que se dirigía hacia Gatwick. Como estábamos sumidos en nuestro pensamiento, le contestamos y nos quedamos callados de inmediato, evitando el inicio de un diálogo. Pero el joven estaba aburrido, y tratando de calmar su ansiedad, buscó una excusa para iniciar un monólogo, diciendo:

—¡Yo creía que salía de la plataforma cinco! Así me informó la empleada de la agencia. ¡Pero, por lo visto, se confundió!

Por consiguiente permanecimos en silencio.

Entonces este continuó: —¡Me llamo Marcelo y soy argentino! ¿Ustedes también…?

—¡No!—respondimos ambos al mismo tiempo.

—¡Creía que sí…! Porque hablan inglés con un acento parecido al mío.

—¿Y qué hacen en Londres; estudian o trabajan?

—¡Ahora!, ni una ni otra —contesté —¡Nos estamos yendo!

—¡Ah…! ¿Y dónde viajan?

—¡A México!—intervino Martina con sequedad.

—¡Yo voy a Grecia! ¡Voy a visitar a un amigo que vive allá! ¡Me quedaré quince días! ¡Y después vuelvo a Inglaterra! ¡Me gusta este país! Hace un año y medio que vivo acá, y mi hermana también; ¡vive con el marido! Ella se casó con un ciudadano inglés

—¡Ahí viene el bus!—comenté, interrumpiendo su discurso —¡Vamos!—dijea Martina.

A las cuatro y cinco de la madrugada partimos hacia el aeropuerto. Estábamos en silencio y observábamos las luces tenues de los edificios, los puentes y los parques.

Veinte minutos más tarde, habíamos salido de la ciudad. Y nos hallábamos transitando por un camino angosto. A ambos lados de este se alzaban verdes praderas. Y emplazadas allí, distantes, pero imponentes, se levantaban bajo la luz de la luna, algunas construcciones de piedra de origen medieval.

Llegamos al aeropuerto de Gatwick con tiempo suficiente para evitar riesgos.

Nos sentamos en el hall central. Y cuatro horas antes del vuelo, nos paramos y fuimos a despachar el equipaje.

A las seis y cuarenta y cinco de la mañana nos ubicamos en la línea correspondiente al Check in. Deseábamos concluir con la burocracia cuanto antes; y por fin, sentarnos a dormir en el avión.

Una vez que llenamos los formularios y mostramos los pasaportes, subimos a una cinta que nos transportaba hasta la plataforma de embarque.

Estuvimos allí durante dos horas, mirando por la ventana, sin emitir una palabra. De repente el avión se acercó y nos dirigimos hacia la puerta de entrada al conducto del medio de transporte que nos haría cambiar de escenario.

Cuando formamos la fila para entregar los pasajes y los pasaportes nuevamente, dos oficiales del servicio de investigación británico salieron del tubo con una maleta sospechosa. Al parecer ésta no poseía precinto de identificación. Entonces los hombres hicieron señas a la empleada de la empresa para que suspendiera el vuelo.

Por orden del personal a cargo de este tipo de tareas regresamos al área central del aeropuerto, donde se hallaba el shopping y el patio de comidas.

Fuimos a la oficina de información al cliente, creyendo que encontraríamos una solución, pero dijeron que los baños del avión estaban averiados y no sabían cuánto tiempo podrían demorar los técnicos en arreglarlos.

Por consiguiente los futuros pasajeros se aglomeraron allí, y al igual que nosotros, perdieron los estribos y empezaron a gritar, reclamando una respuesta creíble y satisfactoria.

Pero a los empleados no le afectó la exasperación de la gente. Porque cerraron el sector, y se retiraron, riendo cínicamente.

Como el tiempo transcurría, y continuábamos en la misma situación, intentamos dormir. Nos dejamos caer en los únicos, rígidos, helados y angostos asientos de hierro que había en el área central. Dimos sucesivas vueltas de un lado a otro, intentando encontrar una posición adecuada.

¡Pero fue en vano! Porque no logramos conciliar el sueño.

A las ocho y media de la noche nos paramos y fuimos a la oficina de la compañía aérea que nos había vendido los pasajes.

—¡Buenas noches!—saludó una empleada, sonriendo, mientras abría la puerta.

—¡Para usted! —contesté, en forma ofensiva —. ¡Porque para nosotros, que estamos cansados de esperar…!

—¡Disculpe señor! —prosiguió ella.

—¡No la disculpo! —repliqué, irritado —. ¡Estamos tensionados por la incertidumbre! ¡No se da cuenta! ¡Nadie nos resuelve el problema!

—¡Disculpe señor!—repitió ella maquinalmente; —, por los inconvenientes ocasionados.

Y continuó con el discurso que había memorizado, bajo las órdenes del gerente: —¡Tuvimos la obligación de cerrar la oficina porque se dañó la instalación eléctrica!

—¡Es una excusa!—grité, enfureciéndome —. ¡Todo es mentira!

—¡Si; es cierto lo que dice! —comentó la gente que llegó detrás de nosotros —. ¡Tiene razón!

—¡Ustedes también cerraron la puerta para no mostrar la cara a los pasajeros!—exclamé, con las mejillas enrojecidas.

—¡Sí!—gritaron otros clientes al unísono.

—¡Me dice que tuvieron problemas de electricidad!—expresé cínicamente. Y aproveché la efervescencia que generé en los ingleses, allí presentes; utilizando mi palabra como instrumento dominador de las pasiones reprimidas de estos; estimulándolos a que se sublevaran, alguna vez, contra el sistema; aunque tuvieran que actuar en contra de sus principios. Entonces continué preguntando a la empleada: —¿Nos está subestimando?

—¡No! —dijo la mujer, retrocediendo —; ¡para nada!

—¡yo creo que sí!—proseguí, incitando a todos.—¡Cree que somos idiotas!; ¡como todos los que venden pasajes o trabajan en una línea aérea!

—¡Sí!—gritaron dos hombres ebrios; sobrexcitándose —. ¡Eso es lo que piensan de nosotros!—confirmó uno de ellos, agarrando una computadora para arrojarla en el aire —¡Pero vamos a romper la oficina!

—¡Llamaré a la policía!—exclamó la mujer; abalanzándose sobre él y deteniéndolo.

—¡No me importa!—gritó uno, enardecido —¡A mí tampoco!—comentó el borracho, mientras su esposa lo tomaba del brazo, separándolo de la muchedumbre.

Por consiguiente el resto de la gente acorraló a la empleada contra el mostrador.

—¡Cálmense!; ¡cálmense!; ¡por favor! —gritó ella —¡Todo tiene solución! ¡Déjenme llamar al gerente general, para que venga a la oficina con una respuesta!

Cinco minutos más tarde, llegó éste, escoltado por dos policías, y dijo: ¡Ante todo quiero pedirles que me disculpen por…!

—¡Otra vez con el mismo sermón! —interrumpió una joven —, ¡queremos viajar! ¡No toleramos pretextos!

—¡Está bien, está bien! —continuó él —. ¡El problema que tenemos!

—¡No nos importa!—prorrumpió un anciano, exasperado —. ¡Otro problema más grave tendrán si nos quedamos durmiendo en los asientos o en el suelo del aeropuerto; como si fuéramos indigentes! ¡Voy a llamar a mi abogado; ya mismo! ¡A mí no me interesa la policía!

—¡A mí tampoco!—gritó uno de los ebrios.

En tanto los oficiales intentaron detenerlo.

—¡Que hacen!—exclamó Martina; interponiéndose entre estos —, ¡van a arrestarlo porque reclama lo que nos corresponde!

—¡Sí; es cierto!—expresó la esposa del anciano, eufóricamente —. ¡Esto es una represión; estamos viviendo en una represión! ¡Nos estafan, se burlan de nosotros, y tenemos que quedarnos callados!; ¡porque si no..., nos encierran en la cárcel; como si fuéramos delincuentes! ¡Bajo ese régimen hemos nacido, y respetando las reglas de este, nos hemos educado; creyendo que aquí, en Inglaterra, se vive mejor que en cualquier país del mundo! ¡Nos lavaron la cabeza! ¡Nos hicieron creer que nosotros!; ¡los ingleses!, somos los mejores en todo lo que hacemos; ¡y que somos superiores a cualquier ser humano que no haya nacido en esta tierra! ¡Y eso es mentira! ¿Ustedes no se dan cuenta de eso?—preguntó la anciana. Y dejándose arrastrar por sus sentimientos más hondos, prosiguió: —¡No se dan cuenta de que no somos felices, aquí, en la isla! ¡Nadie se ríe! ¡En las calles de Londres, los únicos que se ríen son los hijos de los inmigrantes! ¡Y a pesar de que sus padres trabajan todo el día!; haciendo el trabajo que nosotros no tenemos agallas para hacer, y obteniendo un sueldo miserable; cuando llegan a sus casas, cansados, le dedican tiempo a sus niños, enseñándoles a sonreír y estimulándolos para que lo hagan ¡permanentemente! ¿A cuántos de nosotros nos inculcaron que la risa es salud?; ¡alegría, placer! ¡A ningún inglés!; por el contrario: ¡es pecado! ¡Reír atenta contra las normas impuestas por el sistema! ¡Es una falta total de seriedad! ¡No es parte de nuestra tradición, ni de nuestra idiosincrasia!

¡Al diablo con nuestro sentimiento patriótico! ¡Estoy cansada de soportarlo!