En busca de un marido - Carol Grace - E-Book
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En busca de un marido E-Book

Carol Grace

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Beschreibung

Algo estaba ocurriendo entre la bella Lise, hija del difunto rey de St. Michel, y Charles Rodin, hermano del ex marido de esta. Había rumores que afirmaban que Charles estaba intentando compensar a Lise por el daño que le había hecho su desconsiderado hermano gemelo... y quería hacerlo casándose con ella. Pero no se trataba de un matrimonio de conveniencia, ya que Charles llevaba mucho tiempo enamorado de Lise. Una vez que él demostrara su amor por el niño que estaba a punto de nacer, ¿estaría Lise dispuesta a entregarle su corazón?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Harlequin Books S.A.

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En busca de un marido, n.º 1709 - noviembre 2015

Título original: A Princess in Waiting

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7317-9

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

ÉRASE una vez un pequeño país llamado St. Michel, situado entre Francia y Rhineland, donde vivía una hermosa ex princesa llamada Lise de Bergeron. La antaño princesa no vivía en un bonito palacio con torreones, salones y un batallón de sirvientes. Vivía en una pequeña casita en los alrededores de palacio, que le daba la independencia que ella quería. Tanto la actual reina, la cuarta esposa de su padre, como su abuela, la reina madre, se habían mostrado de acuerdo con que viviera allí. Lise se había visto desposeída de su título, ya que el matrimonio de sus padres había sido declarado nulo. Así que no estaba rodeada de doncellas que cumplieran todos sus deseos, sino que era atendida por la niñera que siempre había estado a su lado desde que su madre la abandonara a ella y a sus hermanas. La niñera era ya mayor y sufría de artritis, así que la princesa Lise tenía que ocuparse más de cuidarla a ella que a sí misma.

A la Princesa no le importaba la falta de pompa real. Lo que de verdad le dolía era que su padre, el rey, acababa de morir y que su marido, Wilhelm, de la vecina Rhineland, la había abandonado estando embarazada de tres meses.

Por todo ello, el año anterior había sido bastante duro. El futuro era incierto. ¿Qué les tendría reservado a ella y a su futuro hijo? Apartó el pensamiento y se concentró en los problemas más cercanos. El número uno era solucionar la gotera del tejado.

–Nana, ¿quién dijo que «abril es el mes más cruel»? –le preguntó a la anciana, que estaba sentada en la mecedora.

–Me imagino que uno de esos poetas que siempre estás leyendo –contestó Gertrude acariciando al perro afgano que tenía sobre las rodillas–. Quizá el mismo que dijo que «abril lluvioso hace a mayo florido y hermoso».

–No creo que las cosas se arreglen así de rápido para mí –contestó Lise mirando por la pequeña ventana la lluvia que caía sobre los jardines que rodeaban el palacio.

–Ay, pobrecita, ¿es el tiempo lo que te pone tan melancólica o es otra cosa? –preguntó la anciana con preocupación.

–No, si estoy bien… –replicó Lise, que no quería entristecer a la niñera–. Tomemos un té. Tengo que confesar que me muero de hambre. ¿Sabes? Como siga comiendo así durante los próximos seis meses, me pondré como un tonel.

–Eso son tonterías. Tienes que comer por dos.

Lise se colocó la mano sobre el vientre. Era sorprendente lo impaciente que estaba por tener aquel hijo. Por muy incierto que fuera el futuro.

–Cuando me levanté esta mañana, me di un paseo y la cocinera de palacio me ha dado galletas de chocolate, así que hoy vamos a darnos un festín.

Lise enseñó la cesta que llevaba para que la anciana pudiera ver las galletas recién hechas.

«Sigue sonriendo», se dijo Lise. Aunque por dentro estaba bastante nerviosa, no quería que se lo notara su niñera, que había sufrido ya tanto por ella. La reina Celeste, en cambio, pensaba que se lo merecía. Por otra parte, tampoco quería entristecer a sus hermanas con sus penas. Nadie debía saber el dolor que había sentido al ser abandonada por su marido.

Así que tenía que tratar de pensar solo en el presente, se dijo. Pensaría solo en cada día, no en el mañana, ni lo que sucedería dentro de seis meses. Iría día a día. Por lo menos tenía un techo donde guarecerse, aunque tuviera goteras. El hombre que se dedicaba al mantenimiento de palacio le había dicho que estaba muy ocupado y que iría en cuanto pudiera. También tenía la suerte de trabajar en lo que le gustaba y su vieja niñera le hacía compañía. Así que las cosas podían irle mucho peor.

De hecho, desde que se había casado con Wilhelm, siempre había tenido problemas. Sí, habían vivido muy bien en Rhineland, donde él, como miembro de la familia real, tenía dinero y poder. Pero era una persona fría, arrogante, ambiciosa y que se había acercado a ella por razones políticas. Así que debería alegrarse de haberse librado de aquella sabandija a la que no quería volver a ver.

Después de darle a la niñera una bandeja con una taza de té y galletas, Lise se sentó ante la mesa de pino de la cocina y aspiró el aroma con placer.

–¿Hay alguna noticia en palacio? –le preguntó Gertrude–. ¿Viste a la reina?

–No, me dijeron que le han aconsejado que guarde reposo hasta el nacimiento de su hijo.

–¿Hijo? ¿Entonces va a ser un niño? –preguntó la anciana, dejando su taza de té.

–Eso dice ella, pero en realidad nadie lo sabe. Ni siquiera la reina, porque Celeste se niega a mostrarle la prueba que certifica el sexo del bebé. Al parecer, hablar de que sea niño es bastante optimista.., pero, claro, si no es un varón, Celeste lo perderá todo. Su poder, su nivel social... bueno, lo sabes tan bien como yo.

Lo que todo el mundo también sabía era que, de acuerdo a una antigua ley, solo podían ser reyes de St. Michel los hijos varones.

La niñera asintió pensativamente.

–Me imagino que todo el mundo quiere que aparezca un príncipe heredero. Porque si no, nuestro querido país será absorbido por Rhineland.

Lise se estremeció ante la idea. Ella y su marido habían vivido en Rhineland durante los meses que había durado su breve matrimonio, pero no conservaba buenos recuerdos, ni de él ni de su país.

–No te pongas triste –dijo la anciana al ver la expresión de Lise–. ¿No es cierto que la reina madre ha encargado a Luc Dumont que encuentre al heredero? Quizá dé con él.

–Sí, a lo mejor.

–Bueno, si es así, nos salvaremos. Siempre nos salvará algo –aseguró Gertrude–. Mientras tanto, si me das mi labor, seguiré trabajando. Tengo que darme prisa si quiero terminar el jersey antes de que nazca tu hijo.

Lise quitó la bandeja de la mesa y le dio a la mujer la cesta de labor, llena de madejas amarillas. Después de dejarla sentada cerca de la chimenea para que estuviera calentita, se puso un jersey de cuello alto y un pantalón de lana y se fue al invernadero. Era allí donde restauraba piezas de incalculable valor para todo el país. Ese día tenía que pintar un viejo marco que ya había restaurado.

Además del silencio y la paz, Lise apreciaba la luz natural que le llegaba a través de las ventanas inclinadas, incluso en un día lluvioso como aquel.

Había llenado las estanterías de mosaicos de cristal, jarras pintadas con una base al agua y una selección de pinceles y herramientas. La mezcla del olor a tierra mojada y pigmentos le gustaba y la inspiraba.

Si había algún lugar donde se olvidaba de todos sus problemas, era allí. Mientras mezclaba la pintura, comenzó a canturrear. Su trabajo era todo un reto, pero se había formado en Londres con un buen maestro de artes aplicadas.

Una hora después, oyó que un coche paraba frente a la casa. Estaba muy concentrada en su trabajo y odiaba que la interrumpieran.

–Nana atenderá la visita –se dijo.

Imaginaba que se trataría de su equipaje, que tenían que enviarle desde Rhineland. Se había marchado tan repentinamente, que solo se había llevado una pequeña maleta. Fuera lo que fuera, Gertrude sabía que no debía molestarla cuando estaba trabajando.

Sin embargo, había una persona que no lo sabía. Y esa persona llamó a la puerta del invernadero. Lise se apartó un mechón de pelo y se dirigió a la entrada.

–¿Quién es?

–¿Lise? –dijo una voz profunda y vagamente familiar–. Soy Charles. Charles Rodin.

–¿Charles?

¿El hermano gemelo de su marido? ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Lise no tenía ninguna gana de ver a nadie que estuviera relacionado con Wilhelm. Se había separado y no quería que nada le recordara el mayor error que había cometido en su vida.

–¿Puedo entrar?

Aunque le había fastidiado bastante su visita, Lise no pudo evitar notar la diferencia entre Charles y su hermano. Wilhelm habría entrado sin llamar.

Abrió la puerta y se quedó mirando al hombre que estaba en la entrada. Se parecía de un modo increíble a su ex marido, aunque la expresión de su cara no tenía nada que ver con la arrogancia que siempre mostraba Wilhelm. Apenas recordaba a Charles de la boda, en la que había sido el padrino. Luego no lo había vuelto a ver, pero sabía que no era un hombre arrogante, aunque sí seguro de sí mismo.

Sin embargo, quizá por el modo en que le caía el pelo mojado sobre la frente… o por cómo tenía las manos en los bolsillos… o por el abrigo de lana, lo cierto fue que algo en él le recordó a su hermano y eso llevó recuerdos desagradables a la mente de Lise.

No quería tener ninguna relación con Wilhelm ni con cualquier otro miembro de la familia de este. Estaba haciendo lo posible por olvidarlos a todos. Y de repente, se presentaba allí Charles...

–¿Puedo entrar? –repitió este.

¿Qué le pasaba? La habían educado bien y sabía que no debía dejar a nadie en la entrada. Pero Charles era tan alto, tan ancho de hombros y tan impresionante como su hermano y para ella era como si ya estuviera dentro.

–Por supuesto.

Charles entró en el pequeño invernadero y la estancia pareció totalmente llena. Lise no tenía espacio, no podía pensar ni respirar. Tenía una sensación rara en la boca del estómago y buscó algo que decir, pero tenía la mente en blanco. Lo único que podía hacer era esperar a que él hablara primero.

Después de un largo silencio, durante el cual Charles la observó con demasiada intimidad, finalmente recuperó la voz.

–¿Qué sucede, Charles? ¿Qué es lo que quieres?

Él frunció el ceño ante aquella falta de educación. ¿Qué esperaba, que lo recibiera con los brazos abiertos después de lo que su hermano le había hecho?

–He venido en cuanto me he enterado de... de lo de vuestro divorcio... para ver si puedo hacer algo por ti.

–No, no puedes hacer nada. No puedes impedir que tu hermano se divorcie de mí ni puedes hacer que el matrimonio de mis padres sea válido; no puedes encontrar un príncipe heredero para mi país ni puedes devolverme a mi padre. Así que vuelve a tu país y dile a tu hermano que no lo necesito, ni a él ni a nadie de su familia.

Charles pareció sorprendido por el enfado de Lise.

–Llevo fuera del país unos meses y últimamente no sé mucho de mi familia. Quizá no te hayas dado cuenta, pero mi hermano y yo no estábamos muy unidos. Y ahora apenas nos hablamos. Llevamos vidas separadas, tanto personal como profesionalmente. Yo me encargo del negocio de vinos de Rhineland y Wilhelm de las inversiones de Rhineland en el extranjero.

Charles hizo una breve pausa.

–He estado en Estados Unidos los últimos seis meses. Cuando me encontré la semana pasada con Wilhelm en Los Ángeles me contó que se divorciaba. No podía creérmelo. Pero si solo han sido... ¿Cuánto?

–Ocho meses. Ocho meses de mi vida que estoy tratando de olvidar. Así que si no te importa, volveré a mi trabajo.

Lise se dio la vuelta y se dirigió hacia el marco que estaba restaurando. Si hubiera tenido un traje y una corona, lo habría despedido con un gesto y él se habría ido. Habría usado un tono imperativo y los gestos aprendidos en el pasado. Los años de aprendizaje algunas veces resultaban útiles, pero aquel día no. Charles no se fue. Hizo lo contrario. Dio un paso hacia delante y se puso justo detrás de ella.

–¿Qué estás haciendo? –preguntó.

Tenía una voz tan parecida a la de su hermano, que Lise se estremeció involuntariamente. Y aun así, el tono era diferente. Wilhelm daba órdenes, mientras que Charles le hacía preguntas como si de verdad le interesara lo que ella pudiera contestarle. Wilhelm nunca le preguntaba por su trabajo. Nunca le había interesado saber si lo echaba de menos, ni le había preguntado qué le gustaría hacer en Rhineland mientras él trabajaba.

Dio un suspiro.

–Estoy restaurando un marco del siglo XVIII –le explicó.

Aunque sabía que debería haberle dicho que no era asunto de él, lo cierto era que había muy pocas personas con las que pudiera compartir su entusiasmo por aquel trabajo. Por otra parte, era improbable que a Charles le interesara. Él solo tenía ganas de charlar un rato.

–Me imagino que sería de un retrato –dijo él, acercándose.

Tanto, que rozó el hombro de Lise con su brazo y ella sintió que un escalofrío le atravesaba todo el cuerpo.

–Un retrato –repitió–. Así es.

Deseaba que él se apartara. Su aliento caliente le daba en la nuca y le quitaba seguridad. Era difícil concentrarse en el tema de la pintura.

–De uno de mis antepasados –añadió–, Frederic II.

–Frederic el Valiente, creo que lo llamaban; por las conquistas que hizo.

Lise asintió despacio. Le sorprendía que Charles supiera tanto de Historia. Ni siquiera era la de su país. Ella creía que era la única que recordaba la lista de sus antepasados. ¿Cómo lo sabía Charles?

–Y porque cortejó a una antepasada mía, la princesa Gabrielle –añadió Charles.

Aunque Lise no podía verle la cara, imaginó que estaba sonriendo.

–Fue un escándalo, porque estaba prometida a otro hombre –comentó ella–. ¿Cómo sabes todo eso? –le preguntó, volviéndose hacia él.

Charles estaba tan cerca, que Lise pudo ver que, aunque tenía los ojos del mismo color que su hermano, marrones, eran un poco más suaves, casi aterciopelados. Wilhelm tenía los ojos más fríos que había visto nunca; tan fríos como las piedras de un río. Las miradas de los dos hermanos eran tan parecidas y a la vez tan distintas... ¿O estaría fingiendo? Charles, en realidad, no había explicado qué había ido a hacer allí.

–Mi abuelo me contaba historias –comentó él, encogiéndose de hombros–. Mis padres estaban demasiado ocupados con sus propia vida para cuidar de mí o de mi hermano. Wilhelm tenía otras inquietudes, pero a mí me encantaba la historia de mi país. Y mi abuelo era un gran contador de historias. Me llevaba a la galería de retratos del palacio y me contaba cosas de las personas inmortalizadas en aquellos cuadros.

Charles dio un suspiro.

–Antes de morir, escribió un libro de historia de Rhineland en la que se incluye una parte de la de St. Michel. Ya sabes que es difícil estudiar la de un país sin saber la del otro. No podemos ignorarnos entre nosotros, queramos o no. Estamos demasiado cerca y tenemos demasiadas cosas en común.

A Lise la invadió una sensación de calor al escuchar aquellas palabras. La conmovió el modo en que las decía y cómo la miraba. Se preguntó si estaba hablando de sus países o de ellos dos, pero no se atrevió a preguntar. ¿Por qué habría ido a verla? Si era por curiosidad, si quería saber si estaba destrozada por el divorcio, podía darse cuenta de que no era así.

Como ella no dijo nada, él continuó hablando.

–Tú estudiaste Historia, ¿verdad?

Lise se extrañó de que lo supiera. Para Wilhelm era un pasatiempo inútil, pero para ella era una pasión, junto con el Arte.

–Historia y Restauración. Más de una vez me han criticado por vivir en el pasado.

«Deja ya de leer esas cosas», le había dicho su madre alguna vez.

«Nunca encontrarás novio en un museo», había afirmado su padre.

«¿Qué haces en la biblioteca todo el día?», le había preguntado muchas veces Wilhelm.

–Eso es ridículo. ¿Quién fue quien dijo que si no conocemos nuestra historia, estamos condenados a repetirla?

Lise sonrió.

–Es cierto, pero supongo que no has venido a hablar de historia, ¿verdad?

Si hubiera ido a eso, Lise podría pasarse todo el día charlando con él, ya que no podía hablar de ello con nadie más. Pero a pesar de que se alegraba de poder compartir su amor por el pasado con alguien, incluso con el hermano de Wilhelm, su presencia la inquietaba más de lo debido. Se parecía a su hermano, pero no se comportaba como él. Era alto, guapo y culto, pero no era tan pretencioso como los demás miembros de su familia.

Lise no estaba segura de qué hacer con él. En primer lugar, no sabía a qué había ido allí y tampoco sabía qué hacer para que se marchara. De hecho, ni siquiera estaba segura de si quería que se fuera. Deseaba hacerle algunas preguntas, como a cuántas personas había hablado mal su hermano de ella o qué pensaban sus padres de ella. Y también le gustaría saber lo que pensaba él mismo.

–No, no he venido a hablar contigo de historia, aunque es un tema interesante y, desde que mi abuelo murió, no he podido... –se detuvo, como si no quisiera admitir que no tenía nadie de confianza con quien hablar–. Pero no es de historia de lo que quiero hablar contigo –repitió.

Charles se apoyó contra una mesa de mármol y se quedó observando a Lise en silencio. Estaba tratando de ordenar sus ideas, pero ante la belleza de aquella encantadora princesa, su mente era incapaz de concentrarse y su corazón palpitaba a demasiada velocidad. La última vez que había visto a Lise de Bergeron había sido el día de la boda de esta.

Aquel día, había pensado que, con su traje de novia blanco y su tiara de diamantes, era la mujer más hermosa que había conocido nunca. Había sentido incluso una envidia terrible de su hermano gemelo. Como siempre, Wilhelm había conseguido el premio antes de que a Charles le diera tiempo a concursar. Pero ya entonces, no pudo evitar preguntarse si su hermano iba a ser tan descuidado con aquel premio como lo había sido con todos los demás. La copa de plata por el concurso de polo, la medalla de oro por el campeonato de esgrima..., todas olvidadas tan pronto como las había conseguido. Lo único que le duraba era la jactancia y el orgullo.

Para casarse con Lise Wilhelm ni siquiera había tenido que concursar. Había sido un acuerdo político. Su padre había querido afianzar los lazos entre ambos países y a Wilhelm le convenía el matrimonio porque así ganaba derechos sobre las tierras reales de Micheline y eso podría favorecer a Rhineland. Wilhelm había nacido treinta minutos antes que su hermano. Y esos treinta minutos habían sido decisivos para que tuviera toda clase de privilegios sobre él.

Cuando su hermano había descubierto que Lise era hija ilegítima y que no iba a heredar ni el titulo real ni las tierras que iban asociadas a él, se había divorciado inmediatamente de ella. Cuando Wilhelm se lo había contado, Charles se había quedado atónito. Su hermano no era precisamente conocido por su compasión ni por su amabilidad. Siempre había sido cruel y despiadado y había apartado de su camino a todo aquel que supusiera una molestia para él. Pero en aquella ocasión había ido demasiado lejos. Charles no solo se había quedado impresionado, sino también avergonzado. Así que había tomado el primer vuelo a Europa y allí estaba, tratando de hacer algo para arreglar las cosas.

Cuando vio a la princesa, con la ropa sencilla de cualquier mujer de St. Michel, la mejilla manchada de pintura y el pelo rubio recogido en una coleta, le había parecido más guapa todavía que el día de su boda. Había sentido una emoción que no esperaba. Había imaginado que sentiría compasión por ella, pero eso no era lo que sentía en aquel momento. Lise de Bergeron no le inspiraba lástima. Estaba demasiado segura de sí misma. Lo que sentía por ella era algo mucho más fuerte y que no se atrevía a nombrar.

Sabía que ella necesitaba ayuda, lo admitiera o no. No era conveniente que una princesa viviera en aquella humilde casa con la única ayuda de una vieja niñera. Especialmente, estando embarazada del hijo de su hermano.

Alguien debía enmendar los errores de Wilhelm, aquel era el motivo de su visita. Le entraron deseos de tomarla entre sus brazos y ofrecerle el tipo de vida que merecía. Sin embargo, ella no parecía ser el tipo de mujer a quien le gustara que la llevaran a ningún sitio sin su consentimiento.

Lise no sabía por qué estaba allí, pero él sí lo sabía. Había preparado lo que iba a decirle. Sabía qué era lo adecuado, pero en ese momento, con ella allí delante, mirándolo con aquellos preciosos ojos azules, se sintió incapaz de articular palabra.

Lise había cambiado. No solo por el paso de aquellos ocho meses. Ya no era la princesa recatada y tímida que lo había deslumbrado el día de su boda. No solo su ropa era diferente, sino también su comportamiento. Él había esperado encontrarla débil y triste, dispuesta a aceptar rápidamente su oferta. Pero ya no estaba tan seguro. Tenía un rostro decidido y firme, una mirada orgullosa y un tono de voz seguro. Si ocho meses antes se había sentido atraído por ella, en ese momento estaba fascinado.

Justo en ese momento entró la niñera.

–Lise, ¿no le has preguntado al señor Rodin si le apetece una tacita de té? Creo que aquí hace un poco de frío.

Lise pareció molesta, pero se sintió obligada a reaccionar de manera educada.

–Claro, ¿quieres entrar en casa, Charles?

Él asintió. La interrupción la alivió, ya que no quería irse sin cumplir su cometido, pero no se sentía preparado para decirle nada todavía.

En el acogedor salón de la casa, la chimenea ardía y había una bandeja con una tetera sobre la mesa. Lise, dándose cuenta de repente de que Gertrude los había dejado solos, hizo un gesto a Charles para que se sentara en una silla tapizada con una preciosa tela de terciopelo. Charles la observó servir el té en dos delicadas tazas de porcelana china.

–¿Quieres azúcar o limón?

Charles hizo un gesto negativo.

Aunque Lise iba vestida como una artesana, tenía los modales de una princesa. Sin embargo, parecía totalmente relajada en aquella modesta casa de campo. Charles se preguntó cuánta pena y cuánta desilusión ocultaba. ¿Seguiría amando a su hermano? Eso si alguna vez lo había amado, ya que la boda había sido un acuerdo político.

–¿Qué planes tienes? –preguntó finalmente él.

–¿Planes?

–Para el futuro.

–Ah, el futuro. Buena pregunta –aseguró ella–. Lo primero, llamar otra vez para que me reparen las goteras del tejado. El hombre que se encarga de las reparaciones en palacio está siempre muy ocupado.

Charles levantó la cabeza para mirar el techo.

–Es en la cocina –aclaró ella.

–Deja que me encargue yo de ello. Puedo enviar a alguien a que repare el tejado. Pero no deberías vivir en un lugar así.