La pasión del jeque - Carol Grace - E-Book
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La pasión del jeque E-Book

Carol Grace

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Beschreibung

Bajo la luz de aquel oasis, de pronto vio a su empleada de un modo completamente diferente… Claudia Bradford tenía un secreto: se había enamorado locamente del hombre más inadecuado: su jefe, el guapísimo jeque Samir Al-Hamri. Y ahora él iba a llevarla de viaje de negocios a la mansión que tenía en el desierto. Samir sabía que su hermosa ayudante estaba completamente cautivada con el exotismo de Tazzatine. Además de eficiente, Claudia era una mujer divertida que hacía que Samir se sintiera vivo. Lástima que él tuviera que casarse por obligación…

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2008 Carol Culver. Todos los derechos reservados.

LA PASIÓN DEL JEQUE, N.º 2212 - febrero 2013

Título original: Her Sheikh Boss

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2673-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Buenas noticias.

Claudia apartó la vista de su escritorio y miró a su jefe Sheik Samir Al-Hamri, que estaba de pie junto a la puerta de su despacho, con los brazos cruzados y una sonrisa en su atractivo e irresistible rostro.

–¿La fusión está en marcha?

Llevaban meses trabajando en aquel asunto con una compañía de transportes rival en su país, Tazzatine.

–Por fin. Ha sido un largo camino y no lo habría conseguido sin ti.

Claudia se sonrojó al oír el halago. Sabía que valoraba su preparación, su disposición a trabajar muchas horas y su entrega al trabajo. Lo que no le gustaría tanto si lo supiera sería su devoción por él. Había intentado tratarlo como a cualquier otro jefe, pero ¿cómo podía hacerlo si él no era como los demás jefes?

Era un jeque, un miembro de la familia reinante de su país, con más dinero del que nadie podría gastar en su vida, además de tener un físico impresionante, una buena educación y un gran sentido del humor. Además, era generoso. ¿Cómo podía olvidar lo espléndido que era cuando le había subido el sueldo sin tan siquiera pedirlo? En lo único en lo que no era generoso era en las vacaciones. Él no las disfrutaba y tampoco entendía por qué ella debía hacerlo.

A Claudia no le importaba. Si se fuera de vacaciones, no podría verlo día tras día. No hablarían de nuevas rutas de transporte, del producto interior bruto de los países en desarrollo o de la fluctuación de los precios del petróleo. ¿Con qué otra persona podría hablar de las fuentes de energía alternativas o del futuro de los buques de carga? Desde luego que con nadie de su club de costura ni del de lectura. Claro que, ¿quién podía pensar que aquellos temas le interesarían a una licenciada en Filología de veintiocho años como Claudia?

Al principio, cuando aceptó el empleo, era tan sólo eso, un empleo con un buen sueldo. Pero trabajar con Samir le había abierto los ojos. Su entusiasmo por el transporte internacional era contagioso. Ahora, ella tenía un gran interés en su trabajo y en el futuro del negocio familiar de Samir.

–Tu familia debe de estar contenta.

Él se quedó pensativo unos instantes, se acercó a la ventana y se quedó mirando el reflejo del sol de la mañana sobre la bahía de San Francisco.

–Lo están –dijo–. Y mucho. Es el final de una era, el final de las hostilidades y rivalidades entre Al-Hamri y los Bayadhi, pero...

Claudia se quedó esperando que terminara la frase, pero no lo hizo. Algo iba mal. Lo conocía muy bien y sabía que debería estar hablando por teléfono, llamando a amigos, haciendo planes y compartiendo aquellas noticias con todos, incluida la prensa. Sin embargo, estaba allí de pie, perdido en sus pensamientos.

–¿Y los documentos? –preguntó ella levantando el expediente que incluía el contrato–. Todavía no hay nada firmado.

Quizá fuera eso, quizá no quisiera dar por cerrado el acuerdo hasta que fuera oficial.

–La firma se llevará a cabo en las oficinas centrales de Tazzatine el veintiuno de este mes –respondió mirando la fotografía de la sede central de la compañía de transportes Al-Hamri, rodeada de edificios residenciales, un complejo deportivo y un centro comercial–. De momento, tenemos su palabra y ellos tienen la nuestra.

–Deberías estar celebrándolo. ¿Quieres que reserve una mesa en La Grenouille para esta noche?

Se giró y la miró durante unos largos segundos antes de hablar.

–Claro –dijo por fin–. ¿Por qué no? Y saca dos billetes en primera clase para Tazzatine el día... –cruzó la habitación hasta llegar al calendario que había colgado en la pared–. El día quince. Deja la vuelta abierta.

Claudia anotó la fecha en su cuaderno de notas.

–¿Dos?

–Sí, para ti y para mí.

–¿Voy a ir contigo? –preguntó boquiabierta–. No lo dices en serio.

Nunca había ido a más de una o dos horas de distancia de Silicon Valley en los dos años que llevaba trabajando allí. Ahora, iba a recorrer medio mundo.

–Claro que sí. Fuiste tú la que redactó la propuesta. Te sabes los detalles del contrato. No pensarás que voy a firmar nada sin que estés presente, ¿no?

–Yo...

–Especialmente siendo algo tan importante. ¿Quién sabe qué podría pasar en el último minuto, qué cambios podrían hacer falta? Necesito que estés allí, no se me dan bien los detalles.

Tenía razón. Él era el de las grandes ideas y ella la que se ocupaba de los detalles. Hacían un buen equipo.

–Creo que debería quedarme en la oficina. Si me necesitas, siempre puedes llamarme.

–No me parece bien. Tienes que estar allí. No te preocupes, es un país muy moderno. No tienes que llevar velo. Las mujeres conducen, van de compras, nadan, juegan al golf... Al menos en la capital.

No le preocupaba tener que llevar velo o no poder jugar al golf. Le preocupaba estar en su país, verlo con su familia y darse cuenta de una vez por todas que era una estúpida por enamorarse de su jefe. Un jefe que algún día gobernaría un país y cuya familia tendría ciertas expectativas respecto a él.

Se sentiría como una intrusa. No tenía ninguna duda de que se mostrarían amables con ella. Había oído historias acerca de su legendaria hospitalidad. Pero ella era una extraña y con el tiempo se haría evidente.

Quizá fuera eso lo que necesitaba, descender a la realidad y dejar de imaginar que algún día él levantara la vista de su escritorio y reparara en ella.

Sacudió la cabeza para apartar aquellos pensamientos de la cabeza. Eso nunca pasaría. Él no estaba enamorado de ella y nunca lo estaría. Por lo que sabía, nunca había estado enamorado de nadie y no por falta de oportunidades. Muchas mujeres estarían encantadas de enamorarse de él, mujeres bellísimas y socialmente destacables a las que veía en las columnas de sociedad de los periódicos.

Si no se había enamorado de ninguna de ellas, ¿cómo iba alguien como ella a tener una oportunidad con él? Estaba lejos de ser bonita. Era muy sencilla. Las mujeres con las que salía llevaban glamurosas prendas de diseñadores, mientras que su ropa era normal. Sus familias era la crème de la crème de la sociedad de San Francisco. La suya estaba lejos de serlo.

No tenía intención de cambiar y, aunque quisiera, ¿cómo podría hacerlo? ¿Qué diría él si de repente la viera con un vestido ajustado y unos tacones altos, con un corte de pelo atrevido y la cara maquillada?

Era suficiente que la respetara, que contara con ella y que dependiera de ella. Tenía que ser suficiente puesto que eso era todo lo que iba a haber entre ellos.

–¿Qué ocurre? –preguntó él, inclinándose sobre la mesa para mirarla a los ojos–. Estás a miles de kilómetros de aquí. ¿Has oído algo de lo que he dicho?

–Sí, claro –dijo ella poniéndose de pie para apartarse de su penetrante mirada.

Quería alejarse de su encanto masculino y de la dulzura de su voz con aquel ligero acento extranjero debido a su educación en varios países. Aquél no era el momento de negarse a viajar con él a Tazzatine, no cuando se sentía tan aturdida.

–No veo la necesidad de...

–No sé de qué te preocupas. El vuelo es bastante cómodo y es un país fascinante, una mezcla entre lo moderno y lo tradicional.

–Lo sé. Me has hablado de esa ciudad tan moderna, del desierto, el oasis y los caballos que crías. Estoy segura de que es muy bonito, pero...

–Es un mundo diferente a éste –dijo–. Tienes que verlo para apreciarlo. Tienes que ver todo, no sólo los nuevos edificios, el desierto o la casa familiar en el oasis. También podrás conocer gente, como a mi familia. Y a la familia Bayadhi. Y te darás cuenta de lo que supone este acuerdo para todos. Sí, vendrás.

De acuerdo, quizá tuviera que ir. Quizá fuera una ocasión única para conocer su mundo a través de sus ojos. ¿Cómo podía negarse cuando la estaba mirando así? Tenía unos ojos marrones tan profundos y oscuros que cualquier mujer desearía perderse en ellos. Su pelo oscuro solía caer sobre su frente hasta que se lo echaba hacia atrás con un gesto impaciente. Su mentón era muy firme. Tenía más determinación que diez hombres juntos. Algunos lo llamaban arrogancia, porque cuando Samir Al-Hamri quería algo, siempre lo conseguía.

–Está bien, iré –dijo.

–Sabía que podía contar contigo.

Por supuesto que lo sabía. ¿Cuándo le había dicho que no a algo? Nadie decía que no a Sheik Samir Al-Hamri. La sola idea era absurda.

–Necesito un café –dijo ella, desesperada por alejarse de su órbita–. ¿Quieres que te traiga uno?

–Sí, gracias. Con leche y dos azucarillos.

Ella sonrió. Después de dos años, ¿de veras pensaba que no sabía cómo le gustaba el café? Como si no supiera que prefería la mostaza a la mayonesa en los sándwiches, o el Merlot al Cabernet, o el circo a la ópera.

–¿Claudia?

Ella se giró y se paró junto a la puerta.

–Otra cosa. Mientras estemos en Tazzatine, voy a comprometerme.

Ella agarró el pomo y lo apretó con todas sus fuerzas mientras sentía que la habitación comenzaba a dar vueltas. Respiró hondo y se obligó a mostrarse tranquila y calmada.

–Enhorabuena –balbuceó–. Esto es... una sorpresa.

–No del todo. El asunto hace tiempo que estaba en marcha. Nuestras familias son viejas amigas. Es sólo una formalidad.

–Sólo una formalidad –murmuró ella–. ¡Qué bien!

Claudia se acercó a uno de los sillones de cuero que había junto a la pared de su despacho y se sentó un momento para recuperar el aliento, al menos, hasta que sus piernas dejaran de temblar. Fue todo lo que pudo hacer para mostrarse interesada.

–Vas a comprometerte –repitió, como si estuviera asimilando la idea.

Quizá no lo hubiera oído bien. No era posible que fuera a comprometerse sin que ella se hubiera enterado. Abría toda su correspondencia, atendía sus llamadas telefónicas y revisaba su correo electrónico.

–¿Quién es ella?

–Se llama Zahara Odalya –respondió él y, llevándose la mano al bolsillo de su chaleco, sacó una foto.

Claudia no podía creerlo. Llevaba una fotografía suya en el bolsillo. Aquello la ponía enferma. Nadie guardaría una foto de su prometida en el bolsillo a menos que estuviera enamorado de ella. ¿Su jefe enamorado? Eso parecía.

–Mira –dijo entregándole la foto de una bella mujer morena, de expresión fría en su impecable rostro.

–Oh, es muy guapa –dijo Claudia, sin saber cómo había sido capaz de articular palabra con el nudo que sentía en la garganta.

–Eso parece.

–¿No la conoces?

–Hace mucho tiempo que no la veo. La última vez que la vi era una chiquilla que jugaba con mi hermana. Se fue a estudiar a Londres cuando yo estaba en París y nunca he vuelto a verla.

–Me sorprende que no se haya casado todavía –murmuró Claudia.

Cualquier mujer con aquel aspecto, miembro de la alta sociedad de Oriente Medio, debería estarlo.

Tomó la foto de la mano de Claudia y la estudió con el ceño fruncido.

–A mí también. Creo que se ha reservado para mí. ¿Por qué no? –dijo encogiéndose de hombros–. Todo el mundo dice que hacemos una buena pareja. Las conexiones familiares lo son todo en nuestro mundo, ya lo verás.

No, no lo vería. No recorrería medio mundo para ver a su jefe comprometerse con alguien a quien no amaba o que no lo amaba a él. Ella era una empleada leal, pero no una masoquista.

–Sam, de veras no puedo ir contigo.

Le costaba trabajo llamarlo Sam, pero él había insistido en que lo tuteara.

Se quedó parado, con una ceja levantada, esperando a que le dijera por qué no podía ir. La cabeza de Claudia daba vueltas. Tenía que darle una buena excusa. Él podía ser muy insistente, pero ella iba a serlo más.

–Tenía un compromiso previo.

–¿Qué clase de compromiso? Tu compromiso es conmigo y es una obligación de tu trabajo.

–Lo sé. Siempre lo ha sido, pero voy a ser dama de honor en la boda de mi amiga Susan, que precisamente va a casarse en esos días.

Tenía una amiga llamada Susan, pero todavía no iba a casarse. Por la expresión de su rostro, era evidente que no la creía, pero no podía demostrar lo contrario.

–¡Qué coincidencia! Tu amiga va a casarse justo cuando se va a formalizar la fusión. Me pregunto por qué no lo habías mencionado.

–Lo siento, se me habrá pasado. Debería haberme acordado –dijo Claudia–. Debe de ser por el mes de junio. Todo el mundo se casa en junio.

–¿Incluso tú?

Claudia se mordió el labio. Sam sabía de su breve matrimonio por el cuestionario que había tenido que rellenar al solicitar aquel empleo. Era algo de lo que no le gustaba hablar y en lo que apenas pensaba.

–Me casé en septiembre y me divorcié en diciembre. Realmente no cuenta.

–¿Es eso de lo que va todo esto? –preguntó él, paseando hasta la mesa de Claudia–. Tuviste un mal matrimonio y temes que yo cometa el mismo error.

Estaba tan lejos de la realidad que a punto estuvo Claudia de romper a reír.

–Estoy segura de que no será lo mismo –dijo ella.

Su marido la engañó antes incluso de casarse y luego la abandonó. Aunque de ninguna manera le iba a contar a Sam aquella parte tan humillante de la historia.

–Estoy segura de que serás muy feliz.

–¿Cómo puedes estar tan segura? –preguntó él.

Claudia miró hacia la puerta. ¿Por qué no se había ido por el café antes de empezar aquella conversación?

–Porque no tienes ilusión. Eres consciente de la obligación que estás asumiendo y ella también.

–¿Y tú no lo eras?

–Pensé que estaba enamorada.

–¿Qué te hizo pensar en eso?

Ella se puso de pie y se dirigió hacia la puerta, decidida a salir de la oficina.

–¿Por qué cree la gente que está enamorada? –preguntó ella impaciente–. Sus corazones laten más deprisa, están todo el día en una nube, no pueden dormir ni comer ni concentrarse. Piensan que no pueden vivir sin la otra persona.

–Suena maravilloso –dijo él con una sonrisa sarcástica–. Me alegro de que nunca me haya pasado a mí.

–Tienes suerte. Nunca tendrás que sufrir.

–Como te pasó a ti.

Ella abrió la boca para decir que no, pero enseguida la cerró.

–Esto no tiene nada que ver conmigo. Eres tú el que va a comprometerse y me alegro por ti. Tendrás una bonita fiesta acompañado por toda tu familia.

–Y por ti. Tú también estarás allí.

–No, no estaré, ya te lo he dicho.

–No puedo creer que sigas empeñada en mantener otras obligaciones. Pensé que yo significaba más para ti. Siempre he sido justo contigo, ¿no? –preguntó él inclinándose sobre la mesa y observándola con toda la intensidad de su mirada.

Ella suspiró.

–Sí.

–Nunca te he pedido nada fuera de los límites. Bueno, quizá esa vez que me sacaste de aquella subasta de solteros simulando una indisposición repentina. Todo el mundo se sintió mal por ello.

–Se sintieron mal porque no estuviste en la subasta, no porque yo estuviera enferma.

–Eso no es cierto. Recibiste una docena de tarjetas deseándote una pronta recuperación. Dime la verdad. Me debes mucho. No hay ninguna boda, es sólo que no quieres ir a mi país. No quieres estar allí cuando firmemos los papeles. No te interesa mi vida personal y lo entiendo. Pero este viaje es principalmente un asunto de negocios y quiero que estés allí. Te necesito allí. ¿Por qué no puedes entenderlo?

Lo entendía. Sabía demasiado bien que verlo celebrar su compromiso con aquella hermosa mujer sería como recibir una puñalada en el corazón.

–Está bien, te voy a decir el motivo verdadero: me da miedo volar. No quería decírtelo, pensé que te reirías de mí. Te conozco. Me obligarías a ir a terapia para superar el miedo a volar o a tomarme algún tipo de medicación. Así que ya lo sabes. Tengo acrofobia.

–¿Y eso qué es? ¿Miedo a los secuestros o a las turbulencias?

–A todo eso.

–¿Te ha visto algún médico?

–No hay cura para lo que tengo.

La única cura que había para su mal de amores era dejar su trabajo y alejarse del jeque más sexy, rico y guapo del mundo. Eso era lo único que podía hacer, dejar su trabajo. O esperar a que se fuera y dejarle una nota en su mesa que dijera:

Lo siento Sam, pero no puedo seguir trabajando para ti. Ahora tienes a Zahara. Siempre supiste que algún día te casarías con ella, pero nunca dijiste una palabra. Cuando estés comprometido, todo será diferente. No querrás trabajar hasta tarde ni me llamarás a casa cuando quieras comentar algo de negocios. Nada volverá a ser lo mismo. Tengo que irme mientras pueda.

No, nunca haría eso. Nunca revelaría sus verdaderos sentimientos. Lo mejor era mentir.

–Quizá sea un problema de oído. Te concertaré una cita con un especialista.

–No es necesario. No voy a ir. Alguien tiene que ocuparse de la oficina mientras no estés aquí y ésa seré yo.

Cuanto más decidido estaba él, más dispuesta estaba ella a negarse. Por una vez en su vida, no dejaría que se saliera con la suya. ¿Qué podía hacer, atarla y meterla en el avión? Ni siquiera él estaba tan empeñado como para hacer eso. Claro que la despediría por insubordinación, lo que, si se llevaba a su futura esposa a vivir con él, en el fondo le estaría haciendo un favor ahorrándole el trabajo de dimitir.

La idea de imaginar a su prometida llegando y desapareciendo en su despacho durante horas, la horrorizaba. Zahara, o cualquiera que se casara con él, llamaría cada hora y eso la apartaría de su vida social y después de sus negocios. Era increíble cómo podía cambiar la vida para peor en tan sólo un minuto.

–Contrataremos a alguien para contestar el teléfono. El resto de los empleados estarán aquí –le aseguró Sam–. Se las arreglarán. Somos una pequeña empresa familiar.

–¿Una pequeña empresa familiar? ¿Con oficinas por todo el mundo y millones de beneficios?

–De acuerdo, somos una pequeña oficina de una gran empresa.

–Voy por café –dijo ella.

–De acuerdo, pero piensa en esta conversación. Te vienes conmigo, ya está decidido.

Al regresar, Claudia se había armado de paciencia y llevaba un café para Sam, pero él ya se había ido. La nota en su mesa decía que tenía una cita. Revisó la agenda, pero no vio nada para aquella mañana.

Se sentó a su mesa, apoyó la barbilla en la mano y se quedó mirando el retrato del abuelo de Sam con su corona, junto a su caballo favorito. Su caballo, no su esposa. Aquello debería darle una idea de la vida familiar en Tazzatine. Por supuesto que las cosas habían cambiado. Pero si Sam iba a comprometerse con alguien a quien no amaba, a quien tan siquiera no conocía porque era parte del plan de su vida, entonces, las viejas costumbres seguían muy vivas.

No le importaría conocer el país, galopar en un purasangre árabe por las dunas. Siempre había querido dormir en una jaima, beber té de menta en el zoco, comprar artilugios de cobre y tomar parte en las ceremonias que formaban parte de la cultura de Sam, a excepción de su compromiso. Él seguía costumbres occidentales debido a su educación y a su forma de vida, pero eran sus orígenes lo que lo convertían en el hombre más irresistible que jamás había conocido.

Si fuera tan sólo un viaje de negocios, ya habría hecho las maletas y estaría hablando con la línea aérea. Pero no lo era y ninguna mujer debería estar presente cuando el hombre amado se comprometiera con otra.

Era culpa suya enamorarse de alguien tan inalcanzable. ¿En qué estaba pensando? Ya había sido abandonada por un completo imbécil. Su ego no podía soportar más, por lo que Sam nunca debería saber lo que sentía por él.

De momento, no le había resultado difícil mantener su secreto, ni siquiera cuando se quedaban a trabajar hasta tarde en la oficina, ni cuando la llevaba a casa después, ni cuando le llevaba importantes documentos a su ático por la noche. Pero estar con él en un país extraño mientras él hacía planes para su boda... Eso era algo a lo que no estaba dispuesta. Tenía que escabullirse como fuera. Ni siquiera le había preguntado cuándo era la boda. No lo quería saber.

El teléfono sonó y resultó ser la hermana de Sam, Amina.

–Lo siento, pero Samir no está en la oficina.

–Estupendo, porque es contigo con quien quiero hablar –dijo Amina–. Tenemos un problema. Lo que voy a decirte tiene que permanecer en secreto. Prométeme que no le dirás una palabra de esto a Sam.

Claudia apretó con fuerza el auricular. ¿Cómo podía negarse? ¿Qué era un secreto más junto al que ya guardaba?

Capítulo 2

Es sobre Zahara. ¿Sabes a quién me refiero? –preguntó Amina.

Parecía preocupada. Claudia no había mantenido una conversación de ese tipo con ella antes.

–¿La prometida de Sam?

–Sí, ella. No sé qué hacer. Lo último que quiero es alarmar a mi hermano. No debe enterarse de esto. Así que, si llama alguien de aquí, diles que no está. Verás, la semana pasada tenía que haberse probado el vestido que le hice para la fiesta de compromiso. Ella no ha dejado de posponerlo una y otra vez. Por fin quedamos en que viniera hoy, pero no ha aparecido. No contesta el teléfono. ¿Qué le pasa a Zahara?

–Seguramente estará muy ocupada.

–¿Qué mujer en su sano juicio está tan ocupada como para no probarse un fantástico vestido hecho a medida en París que le ha costado una fortuna?

–Hay mucho que hacer antes de un evento así –sugirió Claudia, como si ella estuviera acostumbrada a hacerse vestidos para acontecimientos sociales.

Claudia recordó la primera y única prueba de su vestido de novia y la fiesta que su amiga Susan le había dado, además de la cena en el restaurante en el que Malcolm se emborrachó. Entonces debería haberse dado cuenta. Quería pensar que había cambiado y que era más sabia ahora que entonces.

–No la conoces –dijo Amina–. No tiene nada que hacer. Sus sirvientes lo hacen todo por ella. Lo único que debía hacer era venir y probarse el vestido. ¿Qué le pasa? Uno pensaría que comprometerse con el hombre más deseado del país la haría feliz, ¿no?

–¿No está feliz?

Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Claudia tampoco sabía qué decir.

–¿Qué puedo hacer? –preguntó Claudia por fin.

¿Por qué la había llamado Amina? Estaba a miles de kilómetros y ella era tan sólo una empleada, no una amiga ni un familiar.

–Rastrea sus llamadas. No dejes que nadie lo llame y lo eche todo a perder. Incluida Zahara. No sé qué dirá. Este compromiso fue acordado hace tiempo. Es el destino. Están hechos el uno para el otro. ¿Sabes lo que significa para nuestra familia? Por supuesto que lo sabes. Eres una empleada de confianza. Estamos muy contentos de que vengas. Samir nos ha hablado de lo bien que se te da resolver problemas.

–Bueno, no estoy segura...

Además, pensó Claudia, ¿cuál era el problema? Si de verdad estaban hechos el uno para el otro, no había por qué preocuparse sólo porque la mujer no quisiera ir a probarse un vestido.

–No podría llevar la oficina sin ti. No sé qué haríamos si no vinieras. Si algo saliera mal y no estuvieras aquí...

¿A qué se refería, a la fusión o al compromiso? Claudia se sentía confusa. Había llegado el momento de que Amina respirara hondo y se tranquilizara.

–Mira, Amina, no te preocupes. Nada va a salir mal. Todos los detalles han sido preparados de antemano. El contrato está listo para firmar y...

–Nuestra familia lleva años intentando que esto ocurra. Hemos estado a punto de cerrar el acuerdo en otras ocasiones, pero al final siempre sale algo mal. Es como si hubiera alguna maldición.

–No digas eso. Esta vez todo saldrá bien.

Era evidente que estaba hablando de la fusión.