Embarazada del jefe - Carol Grace - E-Book
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Embarazada del jefe E-Book

Carol Grace

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Beschreibung

Nunca se sabe lo que puede ocurrir en una fiesta navideña... En aquella fiesta de Navidad en la oficina ocurrió lo impensable. Después de tres años de intachable profesionalidad, Claudia Madison cayó en los brazos de su jefe, Joe Callaway, un hombre rico, encantador y con fama de conquistador. Pero lo más sorprendente fue que quedó embarazada. Por supuesto, Claudia dejó el empleo inmediatamente; pero, para su sorpresa, Joe fue en su busca para pedirle que continuara siendo su mano derecha... y que además se convirtiera en su esposa. Pero, ¿cómo podría aceptar un matrimonio sin amor... queriendo a aquel hombre como lo quería?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Carol Culver

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Embarazada del jefe, n.º 1403 - julio 2016

Título original: Pregnant by the Boss!

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8686-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

TenÍa prisa, tenía mucha prisa por llegar al ascensor. Joe Callaway se abrió paso entre la multitud de hombres y mujeres que llenaba el vestíbulo del rascacielos, situado en el corazón del distrito financiero de San Francisco. Apretó el botón de la planta veintidós y observó, inquieto, cómo se iban iluminando los botones. Tres, cuatro, cinco…, aquello tardaba una eternidad.

Acababa de regresar de lo que se suponía un simple viaje de negocios, pero que se había convertido en una larga serie de reuniones, negociaciones y contactos. Podía imaginar la cantidad de papeles que se habría acumulado sobre su escritorio. O los papeles que se habrían acumulado sobre su escritorio si no tuviera la secretaria ejecutiva más eficiente del mundo.

El problema era que no había podido hablar con Claudia desde Costa Rica. Cada vez que conseguía línea se encontraba con el contestador. Le había dejado varios mensajes, pero ella no se los devolvió. Por supuesto, había una diferencia horaria y problemas con la conexión, pero era muy raro que no hubiese podido localizarla.

Aunque Claudia habría hecho su trabajo a la perfección mientras él estaba fuera. Después de tres años, se conocían muy bien. A veces incluso le parecía que ella era capaz de leer sus pensamientos.

Por fin estaba de vuelta en San Francisco y deseando contarle todo lo que había pasado en Costa Rica. Claudia estaba tan emocionada como él con el nuevo proyecto. Trabajarían juntos como habían hecho tantas veces, desde primera hora de la mañana hasta última hora de la tarde. La diferencia era que el proyecto era el más importante de su vida. Importante para él y para ella.

Estaba deseando contárselo. Ya imaginaba qué cara pondría. Abriría los ojos como platos y empezaría a hacerle preguntas: ¿cuándo, cómo, dónde, cuánto…?

Joe sonrió para sí mientras entraba en las oficinas de Cafés Callaway.

—Buenos días, señor Callaway —lo saludó la recepcionista—. Bienvenido a casa.

—Gracias, Janice. ¿Te importa decirle a Claudia que vaya a mi despacho?

No esperó respuesta. Quería sacar cuanto antes los papeles del maletín. Se alegraba de no haber podido hablar con ella hasta entonces. La sorpresa sería mayor cuando se lo contase en persona. Cuando estaba emocionada, a Claudia le brillaban los ojos y se le ponían las mejillas coloradas…

Eso le recordó la fiesta de Navidad en la que ella… en la que él…

La sonrisa de Joe desapareció. Había algo más de lo que debían hablar. Para que no hubiese ningún malentendido. Porque no quería hacer nada que pudiese estropear aquella maravillosa relación profesional.

Eran las nueve en punto de la mañana. ¿Dónde estaba Claudia? Quería verla inmediatamente. Joe abrió la puerta del despacho. Había dos mujeres en recepción hablando con Janice en voz baja.

Al verlo, se miraron la una a la otra con cara de susto antes de salir prácticamente corriendo. Janice sonrió, pero era una sonrisa forzada. Claudia nunca lo había hecho esperar. Siempre estaba allí cuando la necesitaba.

—¿Qué ocurre? ¿Dónde está Claudia?

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes? ¿Ha salido, llega tarde, está enferma? ¿Está en el lavabo?

—Pues no lo sé. No la he visto.

—¿No la has visto? Pero bueno… ¿no la ha visto nadie?

Janice se encogió de hombros.

—Llámala a casa —dijo Joe.

—Ya he llamado. No está allí.

—¿No está? —repitió él, atónito.

Tuvo que morderse la lengua para no volver a preguntar dónde estaba su secretaria. Empezaba a parecer un loro. Pero sin ella estaba perdido. Sin ella no funcionaba nada, no sabía por dónde empezar. Ni siquiera sabía dónde estaban los papeles.

—Esto es ridículo. No hay razón para preocuparse —se dijo a sí mismo.

Pero su extraña desaparición lo preocupaba. Claudia siempre estaba en su puesto. Sobre todo, cuando él volvía de un viaje largo.

—Supongo que hoy llega un poco tarde. Habrá sido el tráfico —Janice no dijo nada. Solo parpadeó nerviosamente—. ¿No?

—Yo creo… ¿No ha mirado en su escritorio? Creo que le dejó una nota.

¿Una nota? ¿Claudia había dejado una nota para él? Una nota era una mala noticia, seguro. Un sentimiento de aprensión se instaló en la boca de su estómago. Joe miró a Janice para intentar averiguar qué estaba pasando allí y después volvió a su despacho. No había visto nada en su escritorio al entrar, excepto una montaña de carpetas y correo sin abrir… lo cual era muy extraño, pensó entonces. Nervioso, empezó a rebuscar entre los papeles, tirando algunos al suelo sin querer, hasta que vio un sobre marrón con la fina letra de Claudia. Mientras lo abría, tuvo un presentimiento:

 

Querido Joe:

Siento haber tenido que marcharme tan precipitadamente mientras estabas fuera, pero es por razones personales. He avisado con quince días de antelación y he entrenado a Lucy, la chica que enviaron de la agencia de trabajo temporal, para que no tengas problemas. Mis mejores deseos para todos tus nuevos proyectos.

Un saludo,

 

Claudia

 

Joe se quedó mirando el papel, incrédulo. ¿Por qué le hablaba así, como si fueran jefe y secretaria y nada más? En su opinión, eran un equipo. Se sentía dolido por su deserción. Dolido y atónito. Estuvo inmóvil durante unos minutos leyendo la nota una y otra vez, con el ronroneo del fax como única compañía.

Habría querido ponerse a gritar, golpear el escritorio con los puños, exigir que volviera, preguntarle cómo podía hacerle aquello después de todo lo que habían pasado juntos…, pero intentó tranquilizarse.

Con los años, había aprendido a controlar su temperamento. Aquello no era lo peor que le había pasado en la vida y estaba acostumbrado a enfrentarse a catástrofes. Como el año que se perdió la cosecha de café en Venezuela, el día que lo despidieron de su primer trabajo por insubordinación… o cuando sus padres lo dejaron en la academia militar porque no podían cuidar de un niño tan problemático.

Lo había superado todo y superaría aquello. Pero primero tenía que encontrar a Claudia para persuadirla de que volviese. Le daría lo que quisiera: un aumento de sueldo, más días de vacaciones, una reducción de horario, un ayudante, lo que fuera.

Cuando entró en el despacho de Claudia, estaba oscuro y silencioso. Seguía habiendo una leve traza de su perfume en el aire, pero el único signo de vida era el cactus que él mismo le había regalado en navidades. Si todo era un caos en su despacho, el de Claudia era un modelo de orden y organización. Era como si nadie hubiera pasado por allí en varias semanas.

Y se sintió vacío, tan vacío como aquel despacho. Joe cerró la puerta y fue a recepción.

—¿Dónde está Lucy?

—¿La chica que mandó la agencia? —preguntó Janice.

—Sí, esa Lucy. ¿Dónde demonios está?

—Se marchó. No lograba acostumbrarse al sistema.

Joe apretó los dientes.

—Ya veo. ¿Te importa llamar a la agencia y pedir que nos manden a alguien inmediatamente?

—No, claro. Ahora mismo llamo. Lo habría hecho antes, pero pensé…

Joe no la estaba escuchando. Volvió a su despacho y cerró de un portazo. No era un hombre dado a las fantasías, pero cerró un momento los ojos e imaginó que Claudia estaba frente a él.

Entonces olería a café. El café Callaway era lo primero que ella hacía por las mañanas. Estaría sentada en el sofá, con las piernas cruzadas, diciéndole lo que pensaba de su último proyecto, fuese una nueva mezcla, un nuevo mercado o un nuevo plan de márketing. Ella era la única persona en toda la empresa en la que confiaba ciegamente, la única que le daba una opinión sincera.

Joe sonrió recordando cuántas veces no habían estado de acuerdo. Discutían durante horas, a veces compartiendo una sonrisa. Y entonces pensó en la fiesta de Navidad y la sonrisa desapareció de nuevo. Que Claudia hubiese desaparecido no podía tener nada que ver con… No, no podía ser.

Irritado, leyó la nota de nuevo y, por fin, hizo con ella un avión que lanzó al otro lado del despacho. Acabó en la papelera. Allí era donde debía estar. Si Claudia no quería trabajar en Cafés Callaway, se las arreglaría sin ella. Se las había arreglado antes de que llegase… ¿Cuándo fue eso, durante el último terremoto? Y volvería a hacerlo.

Alguien llamó entonces a la puerta y a Joe se le aceleró absurdamente el corazón. Había vuelto, pensó, poniendo los pies sobre el escritorio. No quería parecer preocupado, como si tuviese miedo de que Claudia no volviera, porque sabía que iba a volver. No quería que se creyera indispensable, de modo que adoptó una actitud falsamente relajada.

—Pase.

Pero no era Claudia. Era Janice, acompañada de una mujer de unos cincuenta años con traje de chaqueta y zapatos planos. Joe bajó los pies del escritorio, decepcionado.

—¿Sí?

—Señor Callaway, le presento a la Sarah McDuff, de la agencia de trabajo temporal.

—¿Ya? Muchas gracias, Janice. Pase, señora McDuff, siéntese. Tengo la impresión de que vamos a entendernos muy bien —dijo Joe con una sonrisa forzada.

El problema era que, por muy buena que fuese, nadie podía enseñarle cuál era su trabajo. Y él no tenía tiempo porque debía irse a una reunión, así que dejó a la señora McDuff en el despacho de Claudia.

—Necesito los informes del proyecto de Costa Rica —dijo señalando el ordenador—. Imprima todo lo que encuentre.

La señora McDuff asintió, se quitó la chaqueta y conectó el ordenador.

Joe se quedó en la puerta un momento mirando a aquella mujer que no era Claudia, intentando acostumbrarse a la idea de que quizá no volvería a ver nunca más a su antigua secretaria. Pero no podía hacerlo. La desaparición de Claudia Madison ponía todo su mundo patas arriba.

Debería darle alguna indicación a la señora McDuff, pero solo había una persona que pudiera decirle qué hacer y cómo hacerlo. Y esa persona había desaparecido. O eso decían.

Quizá Janice no se había esforzado en localizarla. Quizá había sufrido un accidente y estaba en alguna cama de hospital, con amnesia. La idea hizo que se pusiera enfermo.

Incapaz de tranquilizarse, le dijo a Janice que cancelase la reunión y pasó el resto de la mañana haciendo llamadas. El teléfono de Claudia estaba desconectado, así que llamó a la policía para ver si había alguna denuncia por desaparición; llamó a los hospitales, al depósito de cadáveres… Solo levantó la cabeza cuando Sarah McDuff entró para preguntarle la contraseña del ordenador. No tenía ni idea.

Claudia debió decírsela en algún momento, pero no lo recordaba. Suspirando, Joe le dijo a la secretaria que se tomase el resto del día libre y volviera al día siguiente.

Después, buscó la dirección de Claudia en el departamento de personal y salió de la oficina. Era la primera vez que iba a su casa.

Cuando llamó al timbre del dúplex de estilo victoriano, la propietaria le dijo que Claudia se había mudado dos semanas atrás.

—¿Ha dejado alguna dirección?

—No, me temo que no. Una chica muy agradable. Siempre pagaba el alquiler a tiempo. No se habrá metido en algún lío, ¿verdad?

Joe negó con la cabeza.

—¿Es usted su novio? —preguntó la mujer.

—No. ¿Tiene novio? —preguntó él entonces, sorprendido. Claudia nunca hablaba de su vida personal y la verdad era que él tampoco había preguntado.

—¿Una chica tan guapa como ella? No lo sé, seguramente. La verdad es que no me meto en la vida de mis inquilinos.

Joe le dio las gracias y bajó a la calle, abatido.

No sabía dónde buscar. Tenía muchísimo trabajo pendiente, pero no podía enfrentarse a él sin Claudia. De modo que se acercó a una cafetería y se sentó en la terraza, pensativo. ¿Habían pasado solo dos horas desde que llegara a la oficina, lleno de planes para el futuro de la empresa? De repente, el futuro le parecía muy negro y el nuevo contrato fuera de su alcance.

Pero se dijo a sí mismo que debía tranquilizarse. No pasaba nada. Nada había cambiado. Seguía a cargo de una empresa multimillonaria. Tenía un maravilloso apartamento frente a la bahía, un descapotable, un barco, el carné de socio del mejor gimnasio de San Francisco. No necesitaba a nadie. Y sin embargo, sin embargo…

Joe pidió un café y se lo tomó de un trago. Tenía que volver a la oficina para hablar con el director de la empresa de Relaciones Públicas que acababa de contratar.

Había llamado desde Costa Rica y habían concertado una reunión para ese día, a las cinco de la tarde. Lo mejor sería llamar para comprobar que no había ningún cambio de planes. Si lo hubiera, se iría al gimnasio a jugar un rato al pádel, como solía hacer todos los martes. Y lo necesitaba, estaba tenso como nunca. Sudar un poco le iría bien. Golpear una pelota le sentaría estupendamente. Pero la única forma de volver a la normalidad era encontrar a Claudia.

 

 

Claudia Madison estaba en la acera de enfrente mirando el rascacielos en el que había trabajado durante los últimos tres años. Eran casi las ocho y había algunas luces encendidas en el piso veintidós, pero seguramente serían los de la limpieza. Joe Callaway nunca trabajaba hasta tan tarde los martes. Los martes iba al gimnasio.

Llevaba casi media hora allí, observando. No lo había visto salir del edificio, no había visto a nadie conocido, afortunadamente. Ni siquiera a la chica que entrenó para que hiciese su trabajo. Seguramente para entonces ya conocería el funcionamiento de la empresa a la perfección.

Joe debía haber vuelto a San Francisco unas semanas antes y seguramente se habría olvidado de ella…, excepto cuando no pudiese encontrar algo.

Claudia dejó escapar un suspiro. Si ella pudiera olvidarlo tan fácilmente… Pero eso no iba a pasar. Algún día, quizá. Si lo intentaba con todas sus fuerzas.

Respirando profundamente para darse valor, cruzó la calle y entró en el edificio.

Debería haber vuelto antes para buscar lo único que había olvidado el día que dejó la oficina. Pero entonces se sentía demasiado mal, tanto física como anímicamente. No ir a trabajar había dejado un agujero en su vida. No ver a Joe todos los días era muy doloroso. Intentaba evitar todo lo que le recordase el mejor trabajo y el mejor jefe que había tenido nunca. Incluso pensó dejar el cactus allí. Después de todo, ¿para qué quería tener en casa algo que le recordaría a Joe todos los días?

Pero se encontraba mejor. Había tomado decisiones importantes y empezaba a recuperar el control de su vida. Podía hacerlo, tenía que hacerlo.

Sin embargo, cuando el ascensor se detuvo en la planta veintidós, empezó a temblar. ¿Y si Joe estaba en la oficina? ¿Y si estaba Janice? ¿Y si el cactus había desaparecido de su despacho? Estaba a punto de apretar el botón para volver a bajar cuando la señora de la limpieza le hizo un gesto.

Claudia salió del ascensor, saludó a la mujer y entró en su antiguo despacho. Pero cuando miró hacia el de Joe supo que acababa de cometer un error. Asomaba luz por debajo de la puerta y se oían voces. La voz de Joe y la voz de una mujer. Estaban riéndose. Se quedó helada. ¿Qué había esperado? ¿Que hubiese hecho un juramento de soltería desde que ella se marchó? Joe Callaway nunca haría eso. Estaba tonteando con una mujer en su despacho. El mismo despacho en el que… en el que…

Debería haber vuelto antes o no haber vuelto jamás. Eso estaba claro. Pero ya no podía volver atrás. Le había hecho falta reunir valor para subir allí. Con un poco de suerte, entraría en su despacho, tomaría el cactus y se marcharía sin dejar rastro. Y no volvería nunca. Nunca volvería a ver a Joe. Nunca volvería a oír su voz, a reservar mesa para él y su ligue en algún restaurante, nunca volvería a comprar flores para alguna de sus múltiples novias y nunca volvería a oírlo reír. Tenía que hacerlo.

No había un solo papel sobre su escritorio, que estaba cubierto por una finísima capa de polvo. ¿Nadie trabajaba allí? ¿Qué había pasado en cuatro semanas? ¿Qué fue de Lucy? No debía quedarse más tiempo del necesario, pero los recuerdos la envolvieron: cuando Joe abrió su primer Café Callaway, entró en su despacho, la tomó en brazos y empezó a dar vueltas, loco de alegría… Se mareó entonces y se mareaba en aquel momento, solo de recordarlo.

Automáticamente, sin pensar, sacó un pañuelo del bolso y limpió el escritorio. Las motas de polvo empezaron a flotar por el aire… y la hicieron estornudar. Claudia se cubrió la boca con la mano, asustada.

Entonces oyó ruido en el pasillo y se escondió debajo de la mesa.

Alguien encendió la luz.

—¿Señora McDuff?

Era Joe. Su corazón latía con tal fuerza que temía que él pudiese oírlo.

Claudia contuvo el aliento hasta que, de nuevo, se apagó la luz. Unos segundos después, recuperaba el cactus que Joe le había regalado por Navidad. Al contrario de lo que todo el mundo pensaba, los cactus no pueden sobrevivir sin agua, aunque mueren si se los riega demasiado. Por eso no podía dejarlo allí. Nadie más sabría cómo cuidarlo. No era por sentimentalismo, sino porque le daba pena dejarlo morir.

Con la planta en la mano, abrió la puerta del despacho y miró a un lado y otro del pasillo. Milagrosamente, el ascensor llegó unos segundos después de llamarlo.

Pero cuando se creía a salvo, alguien metió una mano entre las puertas metálicas.

—¡Tú! —exclamó Joe—. ¿Qué demonios haces aquí?

Las puertas se cerraron y Claudia se vio enclaustrada con el hombre al que no había esperado ver nunca más. Tragó saliva al respirar el olor de su colonia, mezclado con el de café y con aquel olor particular que era la esencia de Joe Callaway. Y le temblaron las rodillas.