En la corte de tres papas - Mary Ann Glendon - E-Book

En la corte de tres papas E-Book

Mary Ann Glendon

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Beschreibung

Durante veinte siglos la Iglesia católica no solo ha sobrevivido, sino que ha ido configurando buena parte de la historia mundial. En las décadas posteriores al Concilio Vaticano II, tres papas han llevado adelante este legado, esforzándose por liderar a la Iglesia y a su órgano de gobierno (la última monarquía absoluta de Occidente) para introducirlo en el mundo moderno. En este libro, la conocida diplomática, abogada y profesora de Harvard contempla con mirada original los papados de Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco y analiza su intervención en acontecimientos clave en la historia reciente. Ellos introducen a la Iglesia en el tercer milenio, y lo hacen pidiendo perdón por los abusos del clero y promoviendo una nueva posición de la mujer. Glendon ilumina los problemas que irritan a la Iglesia hoy: el lugar de la fe en la política secular, la relación con otras religiones, el clericalismo y el poder de los laicos, y la corrupción en el Banco del Vaticano y dentro de la Curia Romana. Glendon ofrece un análisis único sobre el funcionamiento interno de la Santa Sede, mostrando a los lectores que, a pesar de sus errores, la Iglesia católica es una comunidad viva que respira. Detrás de las doctrinas, políticas e instituciones de la Iglesia se encuentran personas, aspiraciones y relaciones que aún prometen transformar vidas.

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MARY ANN GLENDON

EN LA CORTE DE TRES PAPAS

Una jurista y diplomática americana en la última monarquía absoluta de Occidente

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2024 byMary Ann Glendon

Publicado en EE. UU. por Image, un sello de Random House, una división de Penguin Random House LLC

© 2024 de la edición española traducida por Andrea Fernández Cueto

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6739-3

ISBN (edición digital): 978-84-321-6740-9

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6741-6

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

En memoria de Martin Francis Glendon y Sarah Pomeroy Glendon

ÍNDICE

Introducción

PARTE I LA CORTE DE JUAN PABLO II

1. De Dalton a Roma

2. Liderando una delegación vaticana: Beijing 1995

3. Conociendo a la curia

4. Dentro de un laboratorio de ideas del Vaticano

PARTE II LA CORTE DE BENEDICTO XVI

5. «¿Le gustaría ser la embajadora de Estados Unidos para la Santa Sede?»

6. De Harvard a la embajada del Vaticano

7. El papa Benedicto y el presidente que «hablaba en católico»

8. Diplomacia pública de tiempo completo

9. Rumor en Notre Dame, dificultades para un nuevo papa

PARTE III LA CORTE DEL PAPA FRANCISCO

10. Un papa del nuevo mundo; un banco en problemas

11. «El demonio vive en el IOR»

12. El papa aborda las ‘enfermedades de la curia’

Epílogo. La hora de los laicos

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Índice

Comenzar a leer

Notas

INTRODUCCIÓN

Una tarde de otoño de 2013 presencié una ceremonia insólita en la Biblioteca Vaticana. Dos hombres, Terrence Keeley y el cardenal Rafaelle Farina, estaban de pie uno frente al otro bajo un magnífico techo con frescos que celebra el matrimonio entre la fe y la razón. La mano del financiero estadounidense descansaba sobre una Biblia mientras el cardenal aplicaba un juramento solemne, detallando todas las cosas desagradables que podrían sucederle a Terry en este mundo, y en el próximo, si rompía su voto. Terry estaba, en términos vaticanos, ‘siendo puesto bajo el secreto pontificio’.

A principios de ese año, el papa Francisco nos había nombrado a mí, a Farina y a otras tres personas a formar parte de una comisión que debía investigar el escandaloso banco del Vaticano. Habíamos contratado a Terry, un director administrativo de la firma de inversiones BlackRock, como consultor. Dado que tendría acceso a información confidencial en el curso de su trabajo, Farina determinó que tendría que prestar juramento de guardar el secreto.

Mientras observaba el tradicional ritual, rodeada de volúmenes de sabiduría antigua, pensé que a nadie se le había ocurrido jamás someterme al secreto pontificio, a pesar de que, para entonces, ya había servido a tres pontificados en diversos cargos durante casi dos décadas. Creo que, después de cierto punto, todos debieron haber supuesto que eso se había hecho en algún momento.

La omisión resulta reveladora de la situación de la mujer en una corte con muchos caballeros y pocas damas. En mis años de servicio a la Santa Sede, fui una extranjera en una tierra bastante extraña: una laica en una cultura dominada por el clero, una mujer estadounidense en un ambiente mayoritariamente masculino e italiano, y una ciudadana de una república constitucional en una de las últimas monarquías absolutas del mundo.

La vida en una corte así es tan diferente de la vida en una democracia liberal que en ocasiones sentí una cierta familiaridad con el yanqui de Connecticut de Mark Twain quién, tras un golpe en la cabeza, se despertó en la corte del rey Arturo. Mi viaje también comenzó con nociones románticas e idealistas y yo también me volví un poco más conocedora de la vida cortesana, conforme pasó el tiempo. Incluso hoy, tras veinticuatro años de servicio a la Santa Sede, sigo siendo una extraña mirando hacia adentro.

Este libro es la historia de mis experiencias en la Santa Sede y lo que vi en las cortes de tres papas muy diferentes mientras intentaban responder a los desafíos y oportunidades de un mundo en rápida transformación.

Mi trabajo con la Santa Sede comenzó en un momento en que la Iglesia como institución enfrentaba múltiples crisis. Estas crisis y la necesidad de la Iglesia de adaptarse han sido especialmente desafiantes para los laicos, como puedo testificar personalmente.

Si bien las luchas de la Iglesia en esta situación relativamente nueva a menudo se centran en las instituciones, los obispos y los prelados, en realidad son los laicos quienes tienen la responsabilidad principal de llevar a cabo la misión evangelizadora de la Iglesia en la esfera secular donde viven y trabajan. El Concilio Vaticano II dejó claro que correspondía a los hombres y mujeres laicos, no al clero, impregnar a las instituciones políticas, económicas y sociales con principios cristianos.

Los padres conciliares, reconociendo que el mundo moderno presentaba al cristianismo extraordinarias complejidades nuevas, comprometieron a la Iglesia en un proceso que el papa Juan XXIII había llamado aggiornamento, literalmente ‘actualización’. Pero ni siquiera los más visionarios entre los presentes en el concilio podrían haber anticipado la agitación social y cultural que comenzó justo cuando el Concilio estaba concluyendo.

La revolución se produjo de forma tan inesperada que incluso los demógrafos profesionales quedaron sorprendidos. En el lapso de quince años, a partir de 1965, las tasas de natalidad y matrimonio se desplomaron en los países industrializados, mientras que las tasas de divorcio y nacimientos fuera del matrimonio aumentaron abruptamente. Todas las instituciones, familias e individuos se vieron afectados de alguna manera por la ruptura de las normas tradicionales, por el cambio de actitudes con respecto al sexo y al matrimonio y por el ambiente de ‘cuestionar la autoridad’. Un número cada vez mayor de hombres y mujeres se identificaban como no religiosos o no afiliados a una religión organizada.

El santo papa Juan Pablo II, el papa Benedicto XVI y el papa Francisco tuvieron que esforzarse por encontrar mejores formas de cumplir la misión de la Iglesia «al final de la cristiandad», como describió Fulton Sheen la situación. Era el fin, especificó, «no del cristianismo, no de la Iglesia, sino de la cristiandad: de la vida económica, social y política inspirada en los principios cristianos».

Para estos tres papas, el trabajo de aggiornamento significó encontrar nuevas formas para comunicarse con los hombres y mujeres modernos, reformar estructuras eclesiásticas ineficientes, trabajar para sanar viejas divisiones con la Cristiandad y mejorar relaciones con otras instituciones religiosas y seculares. Esos desafíos ya eran suficientemente intimidantes durante el Vaticano II, pero se volvieron infinitamente más complicados a finales del siglo xx. Y, además de los cambios en el mundo, estaban surgiendo dos crisis internas: los escándalos de abuso sexual sacerdotal y la corrupción en el ámbito de las finanzas de la iglesia.

Fue precisamente en ese momento —a mediados de la década de los 90— cuando me involucré con el trabajo de la Santa Sede.

Si bien este libro es una reflexión sobre lo que observé mientras servía en la Santa Sede, también es una reflexión sobre el papel cambiante de los laicos. Este libro es la perspectiva de una abogada y laica estadounidense sobre la dinámica de tres cortes papales, conforme cada papa navegaba por los enormes cambios culturales del siglo pasado. Mi esperanza es que los católicos laicos, de manera especial, encuentren útil mi recuento de las altas y bajas en ese proceso, en su lucha por ser ‘sal, luz y levadura’ en estos tiempos de turbulencia en la Iglesia y en la sociedad.

Nuestras experiencias pasadas informan nuestro entendimiento del presente, especialmente en lo que concierne a asuntos de fe. Y, dado que mi origen religioso afecta inevitablemente mi enfoque de los temas tratados en estas memorias, conviene decir unas palabras sobre mis influencias formativas más importantes.

Fui educada como católica por Congregacionalistas en Dalton, una pequeña ciudad fabricante de papel en el condado de Massachusetts, situada en el extremo oeste del estado. Cuando mi madre, Sara Pomeroy —una protestante— se casó con Martin Glendon en la rectoría de la Iglesia de Santa Inés (en esos días los ‘matrimonios mixtos’ no se podían celebrar en la iglesia misma), la Iglesia católica exigía que el cónyuge no católico firmara un documento en el que aceptaba que los hijos del matrimonio serían educados como católicos. Para mi madre, esa era una obligación seria, no porque fuera un contrato, sino porque era una promesa.

En el gran clan Pomeroy en el que mi hermano Martin, mi hermana Julia y yo fuimos criados, no fue solo mi madre quien se tomó esa promesa con seriedad. La abuela Pomeroy me dio un rosario en mi Primera Comunión (junto con un librito llamado Un Dios, con un cristiano, un judío y un musulmán en la portada). Cuando me quedaba con mis tíos o tías durante las vacaciones de verano, se aseguraban de que asistiera a Misa en domingo, llevándome en su auto y esperando afuera hasta que terminara la celebración. El abuelo Pomeroy no solía ir a la iglesia. Como lo dijo su ministro durante su elogio fúnebre, fue un hombre que creía en «virtudes simples, el proceso democrático y el futuro de los Estados Unidos». El ministro hizo especial mención al ecumenismo de Teodoro Pomeroy mucho antes de que la palabra llegara a Vogue:

Respetaba la fe de otros hombres y tenía una propia fe personal y profunda. «Las he visto a todas», solía decir, «y todas tienen buenos hombres y trabajan por las mismas cosas». Hace unos años, cuando un sacerdote católico romano habló por primera vez en nuestra Iglesia, él fue el primero en línea para estrechar su mano y decirle que creía que era una cosa maravillosa que sucedía en la fe de ambos.

Los Pomeroy no eran los únicos en mi familia con un aprecio por las diferencias religiosas y étnicas que superaba la tolerancia. El hermano de mi padre, Mickey, y su esposa protestante, Margaret, tenían tres hijos, uno de los cuales, mi primo Lowell, se volvió sacerdote sulpiciano y otra, mi prima Barbara, una hermana ursulina. Durante todos los años antes de que Barbara cambiara su ropa religiosa tradicional por trajes de pantalón de poliéster, la tía Margaret cosía los hábitos de Bárbara en su máquina de coser Singer. Sin duda, la bondad y buena voluntad de nuestros familiares protestantes jugó un papel enorme en los compromisos religiosos que mis primos y yo adquirimos más adelante. El espíritu que guio a esos maravillosos y viejos yanquis fue una mezcla extraordinaria de sus creencias religiosas y el carácter de buena vecindad que impregnaba el mundo, casi perdido, de los pequeños pueblos de Nueva Inglaterra.

Mi padre estaba bastante satisfecho con dejar la formación religiosa de sus hijos en las manos de los Pomeroy y en las monjas que venían de Pittsfield una vez por semana a enseñar en la escuela dominical de la parroquia de Santa Inés. Gracias a esas hermanas de San José y al catecismo Baltimore (el texto estándar de enseñanza católica en Estados Unidos hasta la década de 1960), adquirí una base rudimentaria pero sólida en la doctrina católica. Una de las sensibilidades católicas con más consecuencias que adquirí en esa época provino de un artículo que leí en el Bachillerato. Estaba empezando a hacerme vagamente consciente del problema de que los defensores de las teorías psicológicas, económicas y biológicas tienden a tratar sus teorías como filosofías totales, y me encontré con una columna periodística escrita por el padre Theodore Hesburgh, presidente de la Universidad de Notre Dame. Escribió que «cuando te encuentras con un conflicto entre ciencia y religión, o estás tratando con un mal científico o con un mal teólogo». La frase me llamó la atención y no es exagerado decir que tuvo una poderosa influencia en mi desarrollo intelectual. Años más tarde, cuando conocí al padre Ted, fue un gozo poder agradecerle por ese regalo. Su consejo no sólo me ayudó en el peligroso viaje desde las creencias infantiles hasta la fe adulta, sino que también sirvió para canalizar parte de mi energía adolescente hacia un compromiso sólido pero crítico con las ciencias naturales y humanas.

En los años 40, aun había muchas similitudes entre Dalton y los pueblos autogobernados de Nueva Inglaterra que Alexis de Tocqueville visitó en 1831, y los que celebró en La democracia en América. Situado a lo largo del río Housatonic en las colinas de Berkshire, con unos 5000 habitantes, tenía el tamaño que Aristóteles imaginó para una ciudad ideal. Aún había una asamblea del pueblo en la que los ciudadanos elegían muchos asuntos importantes, y una junta de concejales de la que mi padre fue el primer presidente demócrata católico irlandés elegido. Mi abuelo Pomeroy fue presidente del comité republicano de la ciudad.

Para la década de 1940, los católicos de descendencia irlandesa, italiana y polaca constituían cerca de la mitad de los habitantes de Dalton. Había una pequeña comunidad afroamericana cuyos antepasados habían llegado al norte en el ferrocarril subterráneo y habían establecido un próspero negocio de podadores de árboles, y una familia judía: la del profesor de inglés de Bachillerato que me enseñó a amar la poesía. Más tarde se convirtió en director y luego en superintendente de escuelas. El médico de la ciudad, un viejo y brusco escocés al que le gustaba recitar Tennyson a sus pacientes, se aseguró de que todos supieran que era ateo.

Las dos iglesias con las congregaciones más grandes estaban en lados opuestos de la calle principal. Un extraño que condujera por Dalton bien podría haber considerado a la iglesia católica de Santa Inés como un centro de reuniones protestante. Desde fuera, era un edificio de madera blanca, como muchos de los que se ven en los jardines de los pueblos de Nueva Inglaterra. Pero en el interior, sus vitrales, la liturgia latina, el Vía Crucis y las estatuas de María, José y Santa Inés evidenciaban que había sido construido por un tipo de inmigrantes distintos a los primeros pobladores.

Para mí, la casa congregacional de reuniones de mi madre, de sólido granito gris, y la iglesia de mi padre, con su aguja hacia el cielo, marcaban los contornos de un universo espiritual donde había mucho en común. La vida había sido difícil casi para todos durante la reciente Depresión, miembros de ambas comunidades recibieron a personas que no podían valerse por sí mismas, las mujeres tejieron calcetines para los soldados durante la guerra, y los escolares armaron paquetes de ayuda para los europeos que sufrían cuando terminó el conflicto. Cada día de escuela comenzaba con el saludo a la bandera y la recitación de la oración del Señor; los niños católicos guardaban silencio después de ‘líbranos del mal’, y los protestantes continuaban con la parte de ‘porque tuyo es el reino…’, hasta que los católicos se unían para el ‘Amén’ final.

Al estar inmersa tanto en la comunidad congregacionalista enfocada en la justicia social, como en la piadosa comunicad católica, aprendí a considerar ambos compromisos al bien común y a la vida de fe como uno solo. Para la década de 1950, el Congregacionalismo en Dalton tenía pocos rastros de sus firmes orígenes puritanos. A diferencia de los católicos, que se tomaban muy en serio la obligación de asistir a Misa, la mayoría de los protestantes de la ciudad tenían una actitud más relajada hacia los servicios dominicales. Sin embargo, la iglesia de mi madre era un hervidero de actividades caritativas y sociales. Las mujeres organizaban una serie interminable de actividades y eventos benéficos que todo el pueblo, protestantes y católicos por igual, disfrutaban enormemente: venta de alimentos, cenas grupales, ventas de segunda mano, concursos de talento, picnics tradicionales de comida de mar, entre otros. Durante la Cuaresma, las familias congregacionales guardaban el cambio en sacos de manta pequeños y coloridos que se llevaban a la iglesia el domingo de Pascua para distribuirlos a organizaciones benéficas. Cuando mi hermana Julia y yo viajamos a la Marcha en Washington del verano de 1963, lo hicimos en un autobús alquilado por un grupo de protestantes del condado de Berkshire decididos a poner su parte para cumplir lo que Martin Luther King llamaría el pagaré de la igualdad. Algunos seguían los pasos de sus antepasados que habían luchado en la Guerra Civil.

Los grupos y eventos en Santa Inés tenían un enfoque muy distinto. No había cenas, ni ventas, ni espectáculos, pero sí muchas novenas, rezos del rosario, bendiciones y adoraciones al Santísimo Sacramento. Después de cada Misa, rezábamos por la conversión de Rusia. Durante la Cuaresma, ayunábamos, confesábamos nuestros pecados, hacíamos penitencia y prometíamos enmendar nuestras vidas. Contrario a la distinción teológica frecuentemente afirmada, los protestantes de Dalton eran virtuosos de las buenas obras, mientras que los católicos eran virtuosos de la fe. Inmersa en ambas culturas, estaba destinada a ser una estudiante de derecho comparado y gobierno.

Roma y sus papas casi no figuraban en las rutinas de la vida católica en Dalton. Cuando nuestro párroco, el Padre Leo Shaughnessy, anunció un domingo de 1957 que Pío XII había relajado la regla de abstenerse de comida y agua desde la media noche hasta después de recibir la Comunión la mañana siguiente, causó bastante alboroto. Las personas se reunieron afuera, después de Misa, para discutir esta notable innovación. Para muchos fue un alivio que nos dijeran que ahora, al menos, podíamos tomar un vaso de agua en ese período. Pero a otros les inquietaba apartarse del requisito de la abstinencia estricta antes de recibir la Sagrada Eucaristía. «Esos italianos», dijo un hombre, «pueden beber toda el agua que quieran, pero yo no lo haré».

No es que nos faltara el sentido de pertenencia a una Iglesia universal. Para mí, el catolicismo antes del Vaticano II era una ventana que se abría al mundo más allá de Berkshire. Sus ceremonias hablaban de una historia anterior a la roca de Plymouth y su liturgia nos vinculaba con todos los católicos del mundo. A través de las palabras y los gestos de la Misa en latín, estábamos conectados con personas de lugares donde nunca nevaba, con los habitantes de grandes ciudades como Roma y Nueva York, y con nuestros propios antepasados enterrados en tierras lejanas. La Iglesia permitió a los hijos e hijas de los trabajadores de las fábricas comprenderse a sí mismos como miembros del rico tapiz de la historia mundial y en el misterio de la salvación.

Gracias al Catecismo Baltimore, también aprendimos que, a diferencia de nuestros amigos y vecinos protestantes (mis parientes maternos), éramos parte de una Iglesia encabezada por un hombre que era el sucesor de Pedro y, por lo tanto, el Vicario de Cristo en la tierra. Y desde que teníamos memoria, ese hombre era italiano.

Crecer en Dalton en los años cuarenta y cincuenta significó estar inmersos en el patriotismo local, la fe bíblica, la sensación de un futuro lleno de oportunidades y, sí, en mi caso, en ideas bastante románticas sobre la lejana Roma. Sin embargo, nunca imaginé que algún día viajaría allí como consultora de la Santa Sede.

PARTE ILA CORTE DE JUAN PABLO II

Entonces, repentinamente, como el claro sonido de la campana de maitines,

tu señal de disentimiento, que es como un milagro.

Las personas preguntan, sin comprender cómo es posible

que el joven de los países no creyentes

se reúna en plazas públicas, hombro a hombro,

esperando noticias de hace dos mil años.

Y se tiren a los pies del Vicario

que acogió con su amor a toda la tribu humana.

Tú estás con nosotros y estarás con nosotros

de ahora en adelante.

Cuando las fuerzas del caos alcen la voz

y los dueños de la verdad se encierren en iglesias

y solo los que dudan se mantengan fieles

tu retrato en nuestros hogares cada día nos recuerda

lo mucho que un hombre puede lograr y cómo funciona la santidad.

Czeslaw Milosz, Oda para el lxxx cumpleaños de Juan Pablo II

1. DE DALTON A ROMA

Pensé que lo sabía todo cuando llegué a Roma pero pronto descubrí que tenía todo que aprender.

Edmonia Lewis, escultora estadounidense.

Asistí a la Universidad de Chicago en una época en la que los bromistas solían decir que era la universidad donde los profesores judíos enseñaban Tomás de Aquino a los estudiantes marxistas. Personalidades como Richard Weaver, Leo Strauss y Richard McKeon enseñaban las obras de Agustín y Tomás de Aquino. Luminarias católicas como Jacques Maritain y Martin D’Arcy realizaban frecuentemente largas visitas al campus. Me familiaricé con las riquezas de la tradición intelectual católica a través del plan de estudios centrado en los ‘grandes libros’, creado por Robert Maynard Hutchins, quien una vez se refirió a la Iglesia católica, con cierta envidia, diciendo que tenía «la tradición intelectual más larga de cualquier institución en el mundo», y quien se inspiró libremente en esa tradición al establecer el núcleo obligatorio de cursos de Chicago. De este modo, no sólo me familiaricé con los ‘grandes’ de mi propia tradición, sino que observé que esos pensadores eran tenidos en alta estima por los mejores profesores de Chicago.

La misma educación que reforzó un acercamiento crítico al aprendizaje, también ayudó a reforzar los hábitos y prácticas religiosas que había adquirido en Dalton. El trabajo de Tomás de Aquino tuvo un significado especial en mi formación. Entendió al intelecto como un regalo de Dios —un regalo cuyo uso avanzaría la habilidad individual de conocer, amar y servir mejor al Creador—. Absorbí un poco del enfoque de Tomás hacia el conocimiento, que le había permitido abordar la filosofía pagana con la confianza de que su deseo de saber no perturbaría su fe sino que, más bien, lo acercaría más a la mente de Dios.

Como es el caso de muchos católicos de mi generación, mi educación me brindó un aprecio vivo por las riquezas intelectuales y espirituales del catolicismo, pero conocía poco del pensamiento social cristiano, el centro de las enseñanzas de la Iglesia sobre asuntos económicos y políticos. Eso cambió con la aparición de la famosa encíclica del papa Juan XXIII, Pacem in Terris, ‘Paz en la tierra’.

Era el verano de 1963 y estaba en Bélgica, terminando un año de estudios de posgrado en leyes en la universidad extremadamente secular Université Libre de Bruxelles y trabajando como interna en la sede del Mercado Común Europeo, el predecesor de la Unión Europea. Había estado trabajando activamente en causas sociales como pasante y estudiante de Derecho en la Universidad de Chicago, así que me entusiasmaba que el papa mismo estuviera respaldando los ideales en los que yo creía. Su enfática insistencia en que «la discriminación racial de ninguna manera puede ser aceptada», su afirmación de los roles y derechos de las mujeres en la sociedad contemporánea y sus elogios a la Declaración Universal de Derechos Humanos me dieron un sentimiento de orgullo de que mi Iglesia estuviera a la vanguardia de los cambios históricos.

Para una católica estadounidense como yo, también fue un cierto motivo de orgullo ver la amplia atención pública que atrajo la encíclica. Por primera vez en la historia, una encíclica papal (una carta que tradicionalmente circulaba entre las iglesias) utilizó un lenguaje moderno de derechos humanos. Además, estaba dirigida a «todos los hombres de buena voluntad», lo que atrajo la atención más allá de los círculos religiosos. El New York Times la publicó completa y más de dos mil estadistas, académicos y diplomáticos destacados de todas partes del mundo asistieron a una conferencia en las Naciones Unidas dedicada al documento.

La Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas que se debatía en París —mientras Angelo Roncalli, quien luego se convirtió en el papa Juan XXIII, era Nuncio papal en Francia— se convirtió en un punto de referencia importante para la Iglesia al dirigirse a una sociedad secular. Debido a que la Declaración había venido a servir como modelo para la mayoría de las Declaraciones de derechos posteriores a la Segunda guerra mundial y ya que era fundamental para las discusiones transnacionales sobre la libertad y dignidad humanas, tenía sentido que el papa la invocara. En años posteriores, tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI seguirían el ejemplo de Juan XXIII, basándose en la Declaración, al tiempo que también expresaban reservas sobre su susceptibilidad a un uso indebido.

A pesar de que Pacem in Terris me cautivó y aunque estaba emocionada por el Concilio Vaticano II, perdí contacto con gran parte de lo que estaba sucediendo en la Iglesia durante unos años en la década de 1960, cuando me desvié hacia lo que hoy se llamaría catolicismo de cafetería.

Sin embargo, me detuvo una dolorosa crisis personal. En mayo de 1966, mi amado padre murió a los cincuenta y cinco años de un cáncer que avanzaba rápidamente y que había sido diagnosticado sólo tres meses antes. Diez días después de la muerte de mi padre, nació mi hija Elizabeth y, poco después, el padre de Elizabeth —un abogado afroamericano que había conocido en el movimiento de derechos civiles— cambió de intereses. Me encontré con la completa responsabilidad de una hermosa niña, lejos de amigos y familiares, y me vi obligada a enfrentar el hecho de que mis propias decisiones —un matrimonio civil con una persona que apenas conocía— me habían llevado a esta situación.

Decidí que dejaría mi trabajo como asociada en la Firma de abogados de Chicago, Mayer, Brown and Platt, y regresaría a Massachusetts para poder estar más cerca de mi madre, quien en ese entonces estaba sufriendo de problemas mentales, y de mi hermano y hermana adolescentes, quienes estaban devastados por la pérdida de mi padre.

Sin estar segura de cuál era la mejor manera de hacer la transición de regreso a Massachusetts, consulté a una de mis mentoras en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago, Soia Mentschikoff, que había sido la primera mujer en enseñar derecho en Harvard. Soia me puso en contacto con el decano de la Facultad de Derecho de Boston College, el padre Robert Drinan, quien me invitó a una entrevista que rápidamente condujo a una oferta de trabajo.

En el verano de 1968, regresé a Massachusetts con Elizabeth para comenzar mi carrera académica. El ambiente del Boston College fue de gran ayuda para mi vida espiritual. Estuve rodeada de fieles colegas católicos que se convirtieron en buenos amigos, y el erudito jesuita que presidía el departamento de Filosofía, Joseph Flanagan, me dio la bienvenida a proyectos interdisciplinarios. Mediante la oración regular, la asistencia a Misa y el imperativo de ser la mejor madre posible, me convertí en una mejor católica. Y a través de los grupos de estudio del Boston College recibí algo así como una educación de posgrado en teología mientras leía y discutía obras de Romano Guardini, Karl Rahner, Joseph Ratzinger, Bernard Lonergan y otros. Estas sesiones interdisciplinarias me ayudaron a ver los problemas legales en relación con los múltiples desafíos que enfrentaba la Iglesia en un mundo posmoderno secularizado.

Dos años más tarde tuve la gran fortuna de casarme en una ceremonia católica con Edward Lev, con quien había trabajado en Mayer, Brown and Platt, y quien trasladó su práctica de derecho laboral a Boston. Fue una época de muchas bendiciones. Edward adoptó a Elizabeth, nació nuestra hija Katherine, Edward ganó el premio Ross de ensayo de la Asociación de Abogados de Estados Unidos por un brillante artículo sobre arbitraje y yo estaba en camino de ser titular con la publicación de un texto con Max Rheinstein, quien había sido mi supervisor en el programa de Maestría en Derecho Comparado de la Universidad de Chicago. En 1973, en agradecimiento ‘a quien corresponda’ (como diría mi esposo judío), adoptamos a una adorable huérfana coreana de tres años, a quien llamamos Sarah Pomeroy Lev en honor a mi madre, que murió a principios de ese año.

A lo largo de la década de 1970, la vida familiar y el trabajo como profesora principiante de derecho ocuparon casi todo mi tiempo y atención. Para bien o para mal, la mayor parte de esa década llena de acontecimientos (la debacle de Vietnam, el pontificado de Pablo VI, las secuelas inmediatas del Vaticano II, Watergate, Woodstock, Roe vs. Wade, la crisis de los rehenes en Irán) simplemente la pasé por alto. Mi único esfuerzo por servir a la Iglesia en ese período fue un desastre. ¡Enseñar a estudiantes de derecho era muy sencillo en comparación con una clase de catecismo para estudiantes de octavo grado!

En octubre de 1978, cuando Karol Wojtyla se paró en un balcón que daba a la Plaza de San Pedro y se presentó como ‘un papa de una tierra lejana’, no tenía idea de cómo ese evento cambiaría el mundo y afectaría el resto de mi vida. Al año siguiente, cuando el nuevo papa, Juan Pablo II, visitó Boston, el único miembro de nuestra familia que fue (bajo una lluvia torrencial) a escucharlo hablar fue Elizabeth, que entonces tenía doce años.

Cuando estuve lista para dedicar tiempo a actividades pro bono, casi no reconocía las causas a las que alguna vez me había dedicado. Seguí intensamente interesada en el cuidado de nuestro medio ambiente, en los derechos humanos y en los asuntos que afectan a las mujeres, las familias y el mundo del trabajo. Pero no veía cómo involucrarme con los movimientos que entonces dominaban en esas áreas. Mi insatisfacción con las tendencias en esas áreas finalmente me llevó a buscar mejores enfoques en organizaciones basadas en el pensamiento social católico. En los Berkshires, en mi juventud, estuve inmersa en lo que llamábamos conservacionismo. Los nativos de Berkshire estaban, desde antes, preocupados por los peligrosos productos químicos que la planta de General Electric de Pittsfield estaba vertiendo al río Housatonic y estaban atentos a la necesidad de proteger el monte Greylock de la explotación comercial. Mi abuelo Pomeroy me inscribió en la Federación nacional de vida silvestre cuando tenía diez años. Así que me sentí atraída por el nuevo campo del derecho ambiental. Pero el enfoque y el tono del movimiento ecologista de los años setenta estaban tan centrados en el control de la población que casi parecía ser antipersonas. Parecía alejado de la idea de proteger toda la creación de Dios.

También había cambiado el panorama político. Como estudiante universitaria, me enorgullecí de haber emitido mi primer voto en una elección presidencial por John F. Kennedy de Massachusetts, y como estudiante de derecho y joven abogada, había participado activamente en la gran causa del momento: la lucha por poner fin a la segregación. Pero ni el Partido Demócrata ni el movimiento de derechos civiles aceptaban a aquellos de nosotros que creíamos que la ‘querida comunidad’ de Martin Luther King debía preocuparse por los no nacidos y dar asistencia a las madres que necesitaban apoyo. Al mismo tiempo, el Partido Republicano no fue muy acogedor con las personas que admiraban muchos aspectos del ‘Nuevo trato’ de Franklin D. Roosevelt. Así que me hice independiente.

Estaba también la forma particular de feminismo que dominó en la década de 1970. Cuando los estudiantes me preguntan si soy feminista, siempre he contestado: «Sí, si eso significa interesarse por aquellos asuntos que conciernen principal o mayormente a las mujeres». Mi concepto de feminismo había sido informado por Susan B. Anthony, del condado de Berkshire, quien luchó por el sufragio de las mujeres y creía que el aborto principalmente beneficiaba a los hombres irresponsables. Me era difícil identificarme con un movimiento que promovía animosidad hacia los hombres, el matrimonio y la maternidad y que enfatizaba el derecho al aborto.

Así, conforme crecían mis hijos, dediqué la mayoría de mis actividades pro bono a organizaciones católicas. Me volví activa en asuntos de la Iglesia tanto en la Arquidiócesis de Boston y a nivel nacional, como consultora para el Comité de la Conferencia Episcopal en políticas internacionales (ahora el Comité Internacional en Justicia y Paz). El arzobispo de Boston, Bernard Law y yo teníamos mucho en común. Ambos habíamos sido criados por un padre católico y una madre protestante y ambos habíamos estado involucrados en la lucha por derechos civiles en Mississippi, él como editor de campaña de un periódico católico local y yo como abogada voluntaria de los trabajadores en derechos civiles que habían sido arrestados. Uno de sus primeros actos en Boston fue establecer un Comité Asesor sobre Justicia Social, al que me uní entusiasmada.

Los miembros de este nuevo comité eran un grupo diverso de líderes empresariales y laborales, académicos y profesionales de la salud. Su presidente, monseñor William Murphy, que acababa de llegar de Roma después de haber trabajado durante varios años en el Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz, comprendió bien que nuestra asesoría no iba a ser útil si nuestra comprensión de la justicia social provenía de la mentalidad secular que prevalecía en los lugares donde la mayoría de nosotros trabajaba. Así que su prioridad fue proveernos con algunos tutoriales. Nos mandó a cada uno una copia de la Encíclica de Juan Pablo II Sollicitudo Rei Socialis (Atención a la realidad social) que recién había salido y consiguió que uno de los colaboradores más cercanos al papa, el cardenal belga Jan Schotte, participara en nuestra primera reunión. El cardenal Schotte, quien había trabajado con Murphy en el Consejo de la Justicia y la Paz, nos habló sobre los principios que se esperaba que aplicáramos a las cuestiones de justicia social en la arquidiócesis. Dirigió nuestra atención hacia un pasaje sobre el papel de los laicos:

Y en esto conviene subrayar el papel preponderante que cabe a los laicos, hombres y mujeres… A ellos compete animar, con su compromiso cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia (47) (énfasis en el original).

La mayoría de nosotros necesitábamos esa llamada de atención. Monseñor Murphy estaba decidido a meternos en la cabeza que dependía principalmente de nosotros, los laicos, y no del clero, dar vida a los principios de la enseñanza social católica en las esferas seculares donde vivimos y trabajamos. Afortunadamente, mi trabajo en estos comités encajaba bien con mi trabajo académico. Los temas que había elegido para estudio comparativo (la familia, el mundo del trabajo, las cuestiones Iglesia-Estado) eran centrales para las enseñanzas de la Iglesia sobre cuestiones sociales y económicas. La mayor parte de mi investigación y mis escritos se centraban en cómo los sistemas legales de países en etapas comparables de desarrollo, manejaron los problemas con los que Estados Unidos se estaba enfrentando en ese momento, especialmente en el mundo del trabajo y la vida familiar. En mi libro The New Family and the New Property (La nueva familia y la nueva propiedad), tracé el cambio que se estaba produciendo en la importancia relativa de la familia, la participación en la fuerza laboral y el gobierno como determinantes de la riqueza, la posición social, el sentido de valor y la seguridad económica.

Fue justo después de su publicación, y mientras investigaba más sobre derecho laboral y de empleo que me encontré con el pensamiento del papa Juan Pablo II en su Encíclica de 1881 Laborem Exercens, ‘Sobre el trabajo humano’, la más personal de sus encíclicas y también su favorita. Según el biógrafo papal George Weigel, se basó en parte en las propias experiencias de Wojtyla como trabajador manual durante la ocupación alemana en Polonia.