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Las grandes verdades de la humanidad presentes en la mitología continúan vigentes porque son relatos que hablan a lo más profundo de nuestra psique. Aquello que sucede en el mito nos pasa a nosotros. Este libro explora de forma original la resonancia que estas historias milenarias tienen en la actualidad. La autora nos invita a un viaje apasionante alrededor de doce figuras femeninas, a través de las cuales actúan las fuerzas divinas, mostrándonos su ambivalencia y sus contradicciones. Con una mirada fresca que entrelaza mito, símbolo, arte y vivencias, descubrimos que, quizá sin saberlo, hoy luchamos como una Amazona, nos arrebata la pasión como a Helena, abrimos cajas prohibidas como hizo Pandora, tejemos y destejemos como Penélope. Cada personaje trae consigo un mensaje que proyecta un reflejo en nuestro interior. Los mitos que nunca fueron están siempre aconteciendo, los encarnamos día a día.
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Seitenzahl: 356
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Mireia Rosich
EN LA ESTELA DEL MITO
Doce figuras femeninas de la Antigüedad clásica
© 2021 Mireia Rosich
© de la edición en castellano:
2021 Editorial Kairós, S.A.
www.editorialkairos.com
COMPOSICIÓN
Pablo Barrio
DISEÑO CUBIERTA
Editorial Kairós
IMAGEN CUBIERTA
Circe Invidiosa. John William Waterhouse, 1892 Art Gallery of South Australia, Adelaida
Primera edición en papel: Abril 2021
Primera edición en digital: Mayo 2022
ISBN papel: 978-84-9988-848-4
ISBN epub: 978-84-1121-031-7
ISBN kindle: 978-84-1121-032-4
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«Un país sin leyendas se moriría de frío; un pueblo sin mitos está muerto».
GEORGES DUMÉZIL, MITO Y EPOPEYA
«La primera función de una mitología consiste en despertar en el hombre el temor y el asombro e iniciarlo en el inescrutable misterio del ser».
JOSEPH CAMPBELL, EL VIAJE DEL HÉROE
«El mito narra una historia sagrada, es decir, un acontecimiento primordial que tuvo lugar en el comienzo de los tiempos y cuyos personajes son los dioses o los héroes civilizadores».
MIRCEA ELIADE, LA PRUEBA DEL LABERINTO
«Los mitos son historias de la tribu que viven en el país de la memoria».
CARLOS GARCÍA GUAL, DICCIONARIO DE MITOS
«Si trazáramos un mapa que incluyera todos los mitos, tendríamos el dibujo exacto del alma humana».
RAFAEL ARGULLOL, VISIÓN DESDE EL FONDO DEL MAR
SIEMPRE NOS HA GUSTADO que nos cuenten historias. Para darle sentido al mundo hay que narrarlo de algún modo. Un mito −mŷthos, en griego− significa relato. En la Grecia arcaica, los aedos o cantores recitaban las hazañas de seres primigenios que habían existido en tiempos remotos. Aquello que fijó por escrito un tal Homero eran cantos, porque las historias fluían en el aire entonadas por estos artistas rasgando las cuerdas de un instrumento que acompañaba el ritmo de los versos. Era un momento irrepetible de verdadera transmisión en el seno de las pequeñas comunidades. En esa escucha atenta se producía un calado lento de los mensajes subyacentes. Como decía Michel Clermont, esos relatos constituían una especie de lengua materna, inmediatamente accesible. No se trataba de simple entretenimiento. Nunca lo es. Los personajes, los retos, los símbolos se depositan en nuestro interior, generando un sustrato. Con cada historia que nos llega, nuestra percepción se amplifica y la mirada interna se agudiza. Los mitos y las leyendas enriquecen la vida sensible.
La cristalización de esa tradición oral en escritos nos ha permitido a todas las generaciones posteriores vislumbrar un universo de metamorfosis sorprendentes, criaturas híbridas y geografías imaginarias. Y, a pesar de la distancia que nos separa, hay algo en esos paisajes imposibles que nos resulta extraño y familiar a la vez. Extraño y familiar, dos sensaciones aparentemente contradictorias que confluyen. Cuando nos aproximamos a los mitos de cualquier civilización desde nuestra óptica moderna, nos aturden, al tiempo que nos atraen, sus sucesos ilógicos. La mente analítica intenta descifrarlos acumulando más y más información. Pero la ignorancia, como decía Krishnamurti, no radica en la falta de conocimientos librescos: la esencia de la ignorancia es la falta de conocimiento propio. Ahí es donde ese gran compendio de saber intuitivo contenido en la mitología se convierte en un pozo para nuestra sed de hoy, en este hoy en el que tenemos acceso a miles de datos con un solo clic, pero al mismo tiempo nos sentimos más huérfanos que nunca. Nos preguntamos dónde estarán nuestros aedos, nuestros momentos divinos. ¿A qué lugar nos aproximamos en busca de eternidad? ¿A qué cima de qué montaña, a qué piedra de qué bosque? ¿Qué gestos nos mueven, qué ritos nos quedan? ¿Quién nos alumbra ese encuentro? Hemos desacralizado nuestro entorno y eso nos ha vaciado por dentro. ¿Cómo podríamos transitar entonces por los mitos, para hallar, como decía Jung, cuál es el nuestro y, de paso, atrevernos a vivirlo?
Cualquiera de esas historias milenarias cobra otro sentido cuando se establece una analogía con nuestras experiencias personales, cuando se meten bajo la piel y pulsan en nuestro interior. Eliade sostenía que el mito es una revelación de la vida divina del hombre. Precisamente por eso siempre ha estado ahí, desde tiempos inmemoriales. Ningún mito se inventa de manera racional, como apunta Helen M. Luke, debe nacer del crisol de nuestras propias luchas y sufrimientos. No hay sociedad humana sin su mitología, del mismo modo que no hay psique humana que no produzca espontáneamente sueños cuando duerme. Las criaturas de la noche se despliegan en escenarios oníricos mientras nuestra voluntad no interviene. Otra cosa muy distinta es si después somos capaces de recordarlos, de convivir con ellos, si los aplastamos o los respetamos, si los seguimos o los descartamos, si los escribimos o los pintamos, como hicieron Remedios Varo o William Blake. Las obras de arte donde otros han proyectado sus mundos nos ayudan a compensar nuestras grietas internas.
Este libro no pretende explicar otra vez los mitos clásicos. Los mitos, con sus diferentes versiones, han sido ya contados. Existen miles de ensayos y diccionarios confeccionados por grandes eruditos con todas las fuentes de procedencia recopiladas. Quizá, como afirmaba Kirk, las paráfrasis modernas sobre mitos son más fieles a los enciclopedistas que a los poetas. Regresemos a las metáforas. Los mitos no son historias ciertas en su literalidad, sino simbólicamente preñadas de verdades. El lenguaje poético nos permite formular grandes preguntas con pocas palabras. Por eso el mito, que es poesía, es complejo y a la vez comprensible. Responde a otra lógica, a otro código, permite muchas aproximaciones, y se convierte en un abrevadero perenne. No se trata, pues, aquí, de poner atención en los hechos, las sagas o los autores, sino de explorar la resonancia que pueden provocar las esencias de cada historia en nosotros, ahora. Ser el diapasón que tiembla en el aire. Detectar en qué momento un relato universal toca una fibra personal para que el pálpito interior se inicie, si es que estaba interrumpido. Observar en qué punto conecta con algo que hemos sentido, intuido, percibido, pero nunca habíamos reconocido con claridad. ¿Cómo recuperar esa sabiduría antigua para nuestra vida cotidiana?
Muchos mitógrafos han defendido que la mitología iniciaba al individuo en el inescrutable misterio del ser. Qué necesaria esa iniciación. En las historias antiguas, atemporales, se ha destilado tanto contenido humano que nos permiten siempre encontrar, de algún modo, un reflejo propio de aquello más hondo de nosotros que lleva tiempo dormido, y cuando nos alcanzan, el gran dragón que custodia nuestro tesoro personal, de repente, abre un ojo.
El recorrido a través de doce figuras femeninas nos hace entrar en el paisaje de la mitología griega desde otra puerta. Doce es un número simbólico, que permite transitar por un sendero circular. Doce personajes, doce pasajes, como el giro de una rueda solar, como un ciclo anual o, mejor, como el toque de doce campanadas que dejan vibraciones. Y detenernos en lo que vibra, esa onda suspendida, casi imperceptible, pero real, única y compartida.
Todos los personajes femeninos escogidos son portadores de un mensaje encapsulado que se va abriendo a medida que se despliega el mito desde el lugar que ellas ocupan. Nada está contado siguiendo el esquema tradicional del desarrollo de la aventura, del inicio al final, con un protagonista principal y muchos verbos. Ni están ordenados por ciclo mítico, ni por cronología ni por geografías, ni por las distintas fuentes originales que se han conservado. Nos centramos en el papel de una determinada figura femenina y sus analogías con la vida. Ellas son el umbral de acceso, la lente de enfoque. Juegan otro tipo de rol que, sin estar instalados en la acción, nos aporta otros rastros. No es la melodía fácil lo que vamos a oír, sino los acompañamientos delicados, donde nos escuchamos con el oído interior, donde nos vislumbramos veladamente, donde se nos interpela sobre temas eternos que se mueven en marañas personales. Zambrano sugería pensar con las entrañas. Tan fácil y tan difícil. Es más complejo acceder a lo subyacente, al tempo pausado por debajo del ritmo intenso, a lo dicho entre líneas, al trasfondo. Pero es en ese plano, por debajo, donde se produce una transformación silenciosa a la par que profunda. En ese juego de los espejos, quizá podamos ver algo, vernos, más allá de la trepidante actividad que, tanto en el mito como en la vida, nos tiene en un permanente desasosiego. Hay que descender, hacia el fondo, hacia dentro, hacia el centro.
Los personajes seleccionados son exclusivamente figuras femeninas y, tomando como eje su historia, siguiendo sus huellas, nos adentramos en territorios que nos son confusamente familiares. Nos detendremos en Ariadna, porque ella es la joven inteligente que ofrece el hilo salvador para poder salir del laberinto. Hilos como cuerdas, esas que nos sostienen en momentos cruciales, y sin las cuales ni Teseo ni nadie puede regresar de las oscuridades. Penetrar en lo oculto requiere valor. Por eso hablaremos de las Ménades o Bacantes que, como nos cuenta Eurípides, formaban parte de ritos dionisíacos donde todo lo reprimido emergía, en la lejanía del bosque nocturno, fuera de los muros de la ciudad, cerca del mundo salvaje, allí donde las convenciones y las contenciones caen. Seguiremos los pasos de Pandora, cuando abre la caja prohibida y se esparcen los males por el mundo, porque cualquier transgresión acarrea sus consecuencias. Pandora fue concebida como castigo de los dioses para los seres humanos y fundó la raza de las hembras, unos seres que no pueden contener su curiosidad. Quizá debamos ver esa curiosidad como un instinto afilado, afinado, que persigue desvelar la verdad sobre unos males que han estado siempre entre nosotros. También nos fijaremos en la bella Helena y no en Paris, porque la Guerra de Troya no estalla por cualquier motivo; hay que averiguar qué pasión descontrolada ha hecho arder algo importante, o en busca de qué somos capaces de pagar un alto precio. Como recitaba el poeta Margarit, «triste el que no ha perdido por amor una casa». Hay que ponderar en qué guerras nos enfrascamos, si tienen sentido. En un mundo tan competitivo parece que nos entrenan para combatir. La historia de las Amazonas, mujeres guerreras, nos hará reflexionar sobre ello. Ellas se enfrentaron contra los grandes héroes, de igual a igual, aunque perdieran. Entrar en conflicto contra todo nos aniquila. La tierra está agotada, nosotros también. El cansancio y el extravío nos empujan a buscar ayuda. Cuando las dudas nos paralizan y las dicotomías nos escinden, queremos hallar una voz oracular. Veremos que en la Hélade había santuarios específicos para aplacar esa llamada, lugares sagrados, y las célebres Sibilas, sacerdotisas que profetizaban el futuro gracias a su conexión con la divinidad. Las grandes preguntas sobre el devenir a menudo se responden de forma enigmática, sibilina. Ante grandes paradojas, la solución es poética. Nada es literal ni inmediato en el terreno de las almas. En el viaje de la vida buscamos guías para esas áreas desconocidas que nos resultan inexplicables, que a ratos incluso nos sobrepasan y, si tenemos suerte, topamos con una Circe. La maga, conocedora de alquimias y sortilegios, igual que nos convierte en animales, para revolcarnos en el lodo, nos instruye, obligándonos a llevar a cabo tareas duras como bajar al reino de las sombras y evaluar qué se ha muerto a nuestro alrededor. Nos vamos convirtiendo en nuestros propios guías cuando nos detenemos a hacer balance de lo vivido. ¿Cómo observar con ojos honestos lo que ha sucedido y lo que acontece? El trayecto de cada día está repleto de riesgos, algunos en forma de cantos de Sirenas, como exploraremos. Son atractivos, resbaladizos y pueden embarrancarnos en los escollos, es decir, detener nuestra evolución. Hoy en día, estamos muy entrenados para la evasión, la anestesia instantánea de la mente. Nos inducen a habitar únicamente la superficie fácil y cómoda de la actividad incesante, con pocas oportunidades para detenerla y aquietar la turbulencia. De ahí la relevancia de una figura como Penélope, el verdadero faro del aclamado Ulises. La espera y la resistencia son valores distintos pero fundamentales. No se trata de llegar a, sino de que el auténtico hogar exista y nos cobije. Penélope es el norte, un puerto, lo que se encuentra al alzar la vista y adquirir perspectiva para seguir navegando. Ítaca como metáfora. Tejer como símbolo. «Se hace camino al andar», decía Machado. El retorno es lento, el del héroe a su hogar, el del peregrino a su punto de partida, el de cada uno hacia uno mismo, del mar abierto hacia la isla, tu isla. Como en las crisálidas, las alas delicadas de la mariposa se van confeccionando cuidadosamente en su seno y hasta que no estén desarrolladas no volará. Los ciclos naturales no se pueden forzar ni detener. «La vida empuja como un aullido interminable», escribió Goytisolo. Nos lo enseña Dánae, a la que encarcelaron en una crisálida impuesta, una cámara acorazada por donde las gotas doradas del cielo se filtraron y fecundaron nuevos latidos en su vientre. A veces, en fases introspectivas, parimos una simiente nueva, un nuevo sentido, más horizontes. Las lluvias siempre han fecundado los campos para dar fruto. Dioses y diosas del cielo y la tierra ya están presentes en las primeras civilizaciones. De esa unión nace el brote verde, la esperanza, y también el grano, que es el alimento, la nueva vida, sin cárceles. Las simientes se riegan y las plantas florecen. Anhelamos esas primaveras personales porque, si los días son grises, nos sentimos apáticos, esposados. Es el turno para hablar de Andrómeda, la encadenada, y no de Perseo, el rescatador, porque se trata de ver qué encadenamos cuando sacrificamos nuestra parte vital, dónde está el monstruo que nos asedia y qué nos impide liberarnos. Visitaremos, para finalizar, a las Hespérides, Ninfas del ocaso, que vivían en un jardín de frutos dorados. En la Tierra hemos imitado siempre esos paraísos para superar la fatiga humana. No en vano, el Jardín de las Hespérides estaba en el oeste, donde se pone el sol, porque es al final del día, en el otoño del año, en la madurez de la vida, con mucho viaje a la espalda, cuando le sabemos otorgar más valor a ese metal preciado, que no es un oro material sino espiritual. El oro de los alquimistas. Como recitó Proust: «Los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos. Y no figuran en los mapas, porque son estados del corazón».
Son, pues, doce flores para abrir, doce madejas con las que tejer, doce reflexiones sobre el devenir con nombre de mujer. Sus cadencias melodiosas, quizá, tan solo quizá, nos inspiren, o nos susurren al oído algo que nos acompañará un poco más a transitar por el mundo sin sentirnos tan solos.
«Yo te daré de oro un hilo,que a las puertas has de atar,por donde puedas tornarsiguiendo aquel mismo estilo.Que no te podrás perdersi con él vienes siguiendola puerta, ya que al horrendomonstruo acabes de vencer».
LOPE DE VEGA, EL LABERINTO DE CRETA
Figura 1. Detalle de la obra Ariadna. Herbert James Draper, 1905.
Colección privada
ARIADNA ES LA DONCELLA DEL LABERINTO. Hermanastra del Minotauro, esa criatura monstruosa medio animal medio humana, nacida de un amor imposible entre su madre, la reina Pasífae, y un toro blanco sagrado que Poseidón había hecho emerger de las aguas. El rey Minos debía haber sacrificado aquella bestia majestuosa como ofrenda para el dios del mar tal como había prometido, pero la cambió por otra, y de estas mezquindades nunca se sale indemne. A los dioses no se les puede engañar. Los olímpicos aborrecían ese tipo de insulto y sus reacciones fueron inmediatas. Minos retuvo al gran toro por codicia, y, como condena, los divinos provocaron que su reina consorte enloqueciera de amor por el animal. Para poder consumar esa pasión irracional, Pasífae pidió ayuda al ingenioso Dédalo, el cual fabricó una ternera de madera para ocultarse en su interior y esperar en el prado la embestida del animal por el que sentía una atracción tan irresistible como antinatural. De esa unión entre Pasífae y el toro blanco nació un ser híbrido con cabeza de toro y cuerpo de varón. Fue conocido como Minotauro o «toro de Minos», para recordar constantemente al rey su delito.
La vergüenza marcaría a la estirpe durante mucho tiempo y ese ser, único en su raza, debió ocultarse y aplacarse con carne humana, que era lo único que podía saciarle. Apresado en el laberinto, el Minotauro se alimentaba de jóvenes atenienses que eran enviados como tributo cada año. Fue la princesa Ariadna, hija de los reyes Minos y Pasífae, quien tuvo un papel fundamental para liberar al reino de ese castigo agonizante. Ella le proporcionó al príncipe ateniense Teseo el ovillo de hilo que permitiría al héroe recorrer el camino de regreso por el laberinto después de haber dado muerte al Minotauro en su interior.
En esta pieza de cerámica ática (Fig. 2), el Minotauro, representado de perfil, muestra perfectamente su naturaleza mixta: la cabeza de toro de la que sobresale un cuerno afilado, y el cuerpo humano con una larga cola que roza el suelo. En las manos sujeta unas piedras que no son armas de metal pulido, confeccionadas con técnica e ingenio, sino algo rudimentario y tosco que nos aproxima a la naturaleza salvaje del personaje presentado aquí en toda su soledad, encerrado en ese círculo perfecto, lejos de la comunidad, de las costumbres y de los quehaceres cotidianos.
Quien traiciona a los dioses propios contempla cómo crece en su interior una sombra intimidadora, y, para mitigarla, se requieren sacrificios. Encarcelar a la bestia oculta el origen de la traición, pero no nos libera de ella. Persiste la amenaza, agitándose en el interior para devorarnos sin piedad. En el mito debían morir periódicamente siete muchachos y siete doncellas. Alimentar a ese monstruo escondido en la oscuridad prolonga la agonía de ese pecado no confesado, lo hace crecer en la sombra. El Minotauro es un secreto a gritos, como dijo Jaime Buhigas. Cuando traicionamos principios sagrados, muchas cosas mueren en nuestro interior: sueños, sentimientos, posibilidades. Todo se marchita mientras, como contrapartida, por frustración, nos inunda la cólera. A menudo somos también toros furibundos sueltos en las plazas de la ciudad.
Figura 2. Minotauro. Copa ática, 515 a.C.
Museo Arqueológico Nacional, Madrid
Con el envío de jóvenes a Creta para ser engullidos dentro del laberinto, la polis ateniense estaba pagando un tributo muy cruel a su rival, el legendario rey Minos –que de este modo los castigaba por haber matado anteriormente a un hijo suyo–. Minos dominaba los mares desde Creta, su gran isla, tal como nos cuenta Heródoto en su Historia. De Minos deriva también la palabra «minoica», con la que se designa la antigua civilización cretense que vivió con él un periodo de esplendor. Descrita en La Ilíada como tierra de cien ciudades, la isla estaba emplazada en un punto estratégico del Mediterráneo, encrucijada clave entre el continente al norte y Egipto al sur, entre Oriente y Occidente. Cuesta entender cómo el gran soberano del Egeo había osado enturbiar su relación con el temible dios del mar cuando dependía de sus favores. En una isla, todo horizonte es mar. Por sus aguas transcurrían las grandes rutas comerciales que habían hecho de su entorno un lugar floreciente famoso por la riqueza de sus mansiones. En su ceremonia de investidura, el futuro monarca debía llevar a cabo un sacrificio solemne ofreciendo un toro, animal profundamente arraigado en la cultura mediterránea. Y lo hizo pero con engaño.
La vida de Minos se halla relacionada con el toro desde sus orígenes puesto que su madre, la princesa fenicia llamada Europa –de cuyo nombre deriva el del continente–, había sido raptada por Zeus transformado en toro, que se la llevó a Creta, donde Minos y sus dos hermanos fueron concebidos. Aunque después fueran adoptados por el rey del lugar, Minos era, pues, hijo de un Olímpico y, llegada la edad, fue llamado a gobernar. En el momento de entronizarse, como ser privilegiado de su saga, Minos se situaba en la cúspide de la pirámide social, a medio camino entre los súbditos y los cielos. Le correspondía estar a la altura. No lo estuvo, porque no cumplió. Se apropió del toro que Poseidón había sacado de las aguas para ser sacrificado en su honor y sacrificó otro. ¿A qué dioses servimos? ¿Qué codicia nos confunde? ¿Qué conseguimos con las ganancias a corto plazo? ¿Qué perdemos con cada funesto error? Aunque obligara a los atenienses a pagar por su falta proporcionando carne joven para esa criatura, el monstruo seguía rugiendo en las entrañas de su lujoso palacio de Cnosos. El esplendor, a veces, esconde horrores. Minos era conocido por ser un buen legislador, no obstante, la falta cometida en un momento de flaqueza lo distorsionó todo.
El tributo de sangre se pagó hasta que una expedición encabezada por el príncipe Teseo zarpó de Atenas, obstinado en acabar con esa pesadilla. Alguien tiene que detener lo que se está desangrando silenciosamente. Un error de los padres, o de generaciones anteriores, puede constituir una herida que gotea a lo largo de los años. Mientras no esté sanada seguirá supurando. No es fácil redimir ese pecado que pesa sobre la vida de los descendientes. Ariadna, la hija del rey, será la clave para que la gesta del héroe se pueda cumplir y finalice el maleficio. Ella es inteligente y comprende que hay que hablar con Dédalo, personaje fundamental, el arquitecto del encriptado laberinto, el constructor de la vaca de madera donde se instaló la reina Pasífae para que el toro blanco la fecundara. Dédalo es el artífice, como un Leonardo da Vinci del mundo minoico, un visionario dotado de creatividad que confecciona artefactos inverosímiles con sutil destreza. La solución la tenía que dar él. Y Ariadna obtiene el hilo y le entrega el ovillo a Teseo por amor, que es como se movilizan las situaciones estancadas. Ariadna se lo da y le explica cómo proceder, pero con una única condición, que después la tome por esposa y se pueda marchar con él. Una vez transgredidas las leyes familiares no escritas, no podría permanecer entre los suyos. Gracias al hilo, los jóvenes inocentes destinados a ser alimento de la fiera tendrían la posibilidad de salir del laberinto sin equivocar el camino de retorno.
El laberinto es la imagen por excelencia de cualquier iniciación. En las sociedades primitivas, los jóvenes tienen que superar iniciaciones, esos ritos de paso para acceder a las enseñanzas esenciales de su tribu, y, para ser dignos de ellas, antes debían ser preparados, puesto que se trataba de trances duros. Simbólicamente, dentro del laberinto morirá el niño y nacerá un individuo nuevo que servirá a la comunidad en el futuro.
En la Antigüedad, los ritos iniciáticos eran indispensables tanto para el funcionamiento y cohesión de la sociedad como para el individuo. De hecho, toda existencia humana está constituida por una serie de pruebas iniciáticas, incluso aunque no las busquemos. Para crecer debes experimentarlas. Pequeñas muertes, pequeños renacimientos. Para «los no religiosos» del mundo moderno –como nos califica Eliade–, tan despojados de rituales colectivos, sin nadie que nos acompañe en los tránsitos entre edades, no hay pauta establecida. Únicamente cuando sentimos que algo vital nos falta, nos vemos empujados a salir a su encuentro. Primero, es preciso sentir intensamente esa pérdida desoladora, en forma quizá de depresión, de desasosiego, de pena honda. Da miedo atravesar el umbral que nos conduce al animal monstruoso, hijo de sangre real, la nuestra. Solemos tener tal embrollo dentro que no sabemos por dónde empezar a tirar del hilo.
La propia forma de un laberinto tiene algo hipnótico, como la mirada de una serpiente. Toda línea espiral se convierte en un laberinto tan pronto como la identificamos con un camino, afirma Karl Kerényi. Necesitamos ese tipo de símbolos para poder transitar por los atajos interiores, tan indescifrables desde nuestra mente racional. Son imágenes ancestrales que la intuición capta mucho antes que la razón. Es imposible datar el primer laberinto grabado por la mano humana sobre la superficie de una piedra. Se remonta a la prehistoria. Aunque sea un petroglifo de más de cinco mil años erosionado por el paso del tiempo –como los laberintos de Mogor, en Pontevedra–, la propia forma enroscada deja intuir que no hay laberinto sin centro. Y en ese centro hay algo importante, vital, algo a lo que hay que acceder a toda costa.
La forma de espiral la hallamos en muchas tradiciones, entre los babilonios, los egipcios, los celtas, los etruscos. Cuando en las excavaciones arqueológicas empezaron a emerger, se podía comparar la semejanza de sus formas entre pueblos distintos, incluso muy alejados unos de otros. En el caso de la civilización minoica, el laberinto estaba vinculado al mito del Minotauro. El hilo de Ariadna para salir de él ha sobrevivido como metáfora a través de los siglos. Nos da confianza para recorrer el sendero de los bosques internos. El camino a la verdad es tortuoso, ya lo decía Nietzsche. Sujetarnos a un hilo ayuda. Usamos muchas metáforas en el lenguaje corriente que corroboran esta idea: cuando un amigo te necesita, le echas un cable o tiras del hilo para seguir indagando. Un hilo para transitar por zonas difíciles puede salvarnos, sanarnos, la vida.
Una vez dentro del laberinto no existe escapatoria, solo queda avanzar por sus circunvalaciones. La danza en espiral formaba parte del ritual griego adscrito al mito de Ariadna. Plutarco explica que en la llamada «Danza de la grulla» de Delos se imitaban las vueltas del laberinto en un ritmo con alternancias y rodeos. La grulla es un ave migratoria que con la llegada del frío abandonaba la Hélade y no regresaba hasta el equinoccio de primavera. Esa ida y vuelta anual, un giro natural que los animales hacen por instinto con un sutil radar que los lleva por los aires sin equivocarse, inspiraba la forma de los bailes. La Ilíada nos habla también de una plaza abierta para la danza en Cnosos. En época de Homero se asociaba la isla de Creta con danzas ancestrales. Ahí, en el ritual religioso, en la vibración del músculo y en el gesto de cada individuo armonizado con el conjunto, cuerpo y alma entraban en movimiento. El grupo se movía en un círculo con las manos enlazadas por las muñecas. Las mujeres llevaban unas guirnaldas y los varones, unos puñales. No había iniciación sin danza. La música marcaba los pasos. El cuerpo hacía retumbar el suelo para alcanzar otro nivel de consciencia. Crear la atmósfera, seguir el ritmo, convocar el estado, así se buscaba la transcendencia.
Recorrer de rodillas la espiral en el pavimento de una catedral también era un ritual en la Edad Media. Algunos dicen que equivalía a peregrinar simbólicamente hasta Tierra Santa. También se deambulaba por él en momentos litúrgicos solemnes. Quizá el más conocido sea el laberinto de la catedral de Chartres porque se ha conservado en buen estado, pero había muchos más. Todavía hoy, uno no puede evitar seguir con los dedos el trayecto del laberinto cincelado en la pared del vestíbulo del Duomo de Lucca, en la Toscana. Los dedos se mueven solos. La mayoría de estos laberintos medievales eran unidireccionales, seguían un único curso, y los que estaban en el suelo permitían circular por todos sus anillos. El fiel que avanzaba de un modo ritual sobre el mosaico de un laberinto regresaba cambiado, porque en el proceso de dirigirse hacia ese atractivo centro, algo de la psique se abre por el simple hecho de haberlo experimentado. Con el símbolo bajo los pies y con nuestro cuerpo en movimiento existe una indudable evocación al cambio. Y en cada llegada a un centro se produce una pequeña salvación. Para Teseo, y para cada uno de nosotros con su centro candente.
Hay un deambular inevitable en busca de las verdades propias. El espacio tan sagrado del centro, el laberinto lo esconde a la vez que lo defiende. No puede entrar cualquiera ni de cualquier modo a ese lugar; existe un preludio, unas pruebas que superar para poder penetrar en ese misterio insondable. Entran los héroes, es decir, los que logran acceder a otro nivel, los que deciden arriesgarse y penetrar, los que resisten la travesía, los que sostienen la tensión de las contradicciones, los capaces de descifrar el enigma central. Damos rodeos azarosos en nuestra evolución personal, sin atrevernos a traspasar el umbral. Nos entretenemos, nos distraemos, nos da pereza, o, más probablemente, nos da miedo y eso nos paraliza. Nuestros pequeños héroes internos deben encontrar el camino por el que poder fortalecerse a cada paso. Dice David Le Breton que caminar reduce la inmensidad del mundo a las proporciones del cuerpo. Poética forma de verlo. El laberinto paseado traza tu propia ruta. Todos hemos notado alguna vez que el curso de nuestra existencia daba un giro, del mismo modo que hemos sospechado que un ciclo se repetía. Como dedujo el poeta Wallace Stevens, «tal vez la verdad dependa de un paseo alrededor de un lago».
Al final de todas las vueltas, uno se encuentra con la fiera y, entonces, no hay más remedio que coger al toro por los cuernos. El combate entre tus fuerzas se produce en ese momento y en ese lugar. No hay escapatoria de uno mismo. Marion Woodman afirma que dentro de nosotros hay un animal herido, muerto de hambre y maltratado. Todo lo que hemos rechazado se ha depositado allí dentro y, por mucho que intentemos esconderlo, es nuestro. En la criatura «hombre-toro» se destila el amor contranatural de la reina, la deslealtad, la infidelidad, la traición del rey a los dioses, los engaños, las estafas, las bajas pasiones, la putrefacción del reino entero. Siempre se ansía tapar esas cloacas. La culpa es negra y el lado oscuro, como sostiene Connie Zweig, asume numerosos disfraces. Cada uno de nosotros tiene su propia galería de engendros que suelen aparecer en forma de pesadillas recurrentes, exigiendo nuestra atención. ¿Cómo acallar la mala conciencia que nos atormenta cuando sabemos que hemos hecho algo tremendo? Empezando por enfrentarse a la dolorosa verdad. Efectivamente, aguardando en el corazón del laberinto hay una peligrosa proximidad entre la verdad y la muerte, como bien apuntó Bologna. ¿Cómo se acaba con esa criatura que nació de una traición a los cielos y fue confinada bajo los suelos? Con la muerte, simbólica. Una muerte que traerá vida. En el centro del laberinto, todo empieza de nuevo. Cuando se alcanza el centro, la luz irrumpe desvelando aquello que estaba oculto, en la sombra. Como apuntó Thomas Moore refiriéndose al Minotauro, a pesar de ser una bestia, su nombre era Asterión, que significa «estrella».
Es curioso observar que la mayoría de fuentes clásicas no precisan cómo se mata a la fiera en el mito, porque lo importante es el camino para encontrarla y el valor para aceptarla. Ovidio habla de una maza; Apolodoro, de una lucha a puñetazos. Sea como sea de violento ese enfrentamiento en el centro, una vez derrotado el Minotauro, no se ha puesto fin a la hazaña. Hay que volver sobre nuestros pasos, deshacer el trecho que ya nunca será el mismo. El camino de ida se ha realizado desde el ímpetu, desde la acción, desde la valentía del héroe, desde lo masculino. El de vuelta tiene otro tono. Hay que des-andar, hay que re-conocer el trayecto. De ahí la relevancia del hilo femenino que permite ese regreso. Nadie puede habitar el eje del laberinto de forma permanente, es solo un tránsito.
La esperanza que nos queda para poder alcanzar esa salida es la ayuda de Ariadna, su presencia, su hilo fino, luminoso, del que uno pende en momentos duros. Ariadna en forma de amor, de amistad, de maestros, de terapeutas, de acompañantes, en forma de libro, de música, que en un momento determinado nos acompañan y nos salvan. Redes de hilos sutiles que sostienen las caídas a los abismos. Se ha visto en el símbolo del hilo la ayuda que otorga el conocimiento cosmológico, es decir, el conocer la tradición, la sabiduría perenne, para transitar por el camino a la verdad. Ariadna también ha sido entendida como nuestra alma, que trabaja en las profundidades para poder resolver lo que ahí está adoleciendo por nuestras traiciones acumuladas. En una tablilla hallada en el palacio de Cnosos se descifró un texto que rezaba: «Miel para la señora del laberinto». La miel dulce, un manjar cotizado, se destinaba en las ofrendas a los dioses. La señora del lugar fue, probablemente, una antigua Ariadna.
Salir del laberinto es regresar a la luz. Parece que Teseo bailó con todos los supervivientes una danza circular. Es importante celebrar la salvación y la muerte a la vez. Los jóvenes regresan vivos, el «hombre-toro» ha muerto. El peligro ha cesado. Es un final aparente porque implica, sin embargo, un inicio en otro nivel y afecta a todos los personajes involucrados. Ariadna ya no será nunca más la hija inocente de los reyes: ha tomado partido. Los sacrificios humanos han terminado. Las verdades ocultas de los monarcas han emergido. Se ha producido una kátharsis, una limpieza, un drenaje. Los príncipes de dos linajes enfrentados, Teseo y Ariadna, han conseguido eliminar al Minotauro. La isla queda liberada del monstruo, Atenas queda dispensada del impuesto. Ahora los amantes deben partir si quieren consumar un amor recién nacido.
Los jóvenes príncipes escapan de Creta en una nave de grandes velas con destino al Ática. Pero en la primera parada, en la isla de Naxos, Teseo abandonará a Ariadna, como hizo en su momento Jasón con Medea. Ariadna quedó postrada en la playa desierta al marcharse la nave de Teseo. La historia da un vuelco brusco. «Ariadna, incapaz de dominar el delirio que embarga su pecho, no cree todavía ver lo que ve, ya que, apenas despierta de un engañoso sueño, descubre la infeliz que se halla abandonada en la desierta playa. Mientras tanto, sin acordarse de ella, el joven que huye azota el mar con los remos, abandonando sus vanas promesas a los vientos y tempestades.»1 Los mitos no son cuentos de hadas, no eluden lo terrible. Como en la realidad, los golpes llegan, las desgracias suceden. Los personajes míticos son a menudo tan incomprensibles como nosotros mismos. Contra pronóstico, los príncipes no fueron felices ni vivieron juntos para siempre, sino que Ariadna se quedó sola en una isla desconocida.
El arte nos ha perpetuado la imagen de dama abandonada a su suerte y las Ariadnas de los museos suelen representar el momento en que se despierta sobre la arena y se da cuenta de lo sucedido. El artista inglés Herbert J. Draper (Fig. 1) pintó una Ariadna sola y aislada encima de una roca rodeada de mar, con un gesto muy teatral, de rodillas. Con el pelo al viento y los ojos cerrados, traicionada.
Es importante constatar que pocos artistas han mostrado a Ariadna como portadora del hilo. Así nos la muestra en este cuadro la pintora suiza Angelica Kauffmann (Fig. 3), la mujer artista más relevante de su época, que cultivó con profusión el repertorio mitológico. Aquí congela en el cuadro el instante en que la princesa cretense, vestida de blanco –todavía es una doncella virgen−, le entrega el ovillo de hilo rojo al héroe que, con los brazos abiertos, está atento a las explicaciones sobre su uso. Kauffmann sitúa a los dos personajes en un lugar de paso, como si lo estuvieran haciendo a escondidas, al final de la escalera de algún palacio, y en primer término aparecen reposando en el suelo las armas del héroe, entre ellas una visible maza, siguiendo la versión de Ovidio.
Mucho menos aún se ha recreado a la protagonista dialogando con Dédalo para hallar la solución, ese punto de la narración en que ella, muchacha inteligente, acude al arquitecto para apelar a su saber, a su téchne, ese arte o habilidad manual, esa pericia o destreza que tenía Dédalo y que venía otorgada por dioses muy particulares –Hefesto, artesano divino, o la sabia Atenea, ambos inspiradores y maestros de artes−. Ese oficio era fundamental en ocasiones como esta para organizar la escapatoria de una construcción creada con la función de encerrar. Únicamente mediante la téchne era posible transformar lo natural en artificial, dar vida a una vaca de madera, diseñar un antro inexpugnable. Y Ariadna lo sabía. No obstante, no hay rastro visual de esa visión tan lúcida, se la ha retratado hasta la saciedad en la derrota, sola y hundida.
Figura 3. Ariadna entrega el hilo a Teseo. Angelica Kauffmann, c. 1770-1780.
Colección privada
«El espesor de la arena retarda mis pies de muchacha. Entre tanto, al gritar por toda la costa “¡Teseo!”, devolvían las cóncavas rocas tu nombre. Y cuantas veces te llamaba yo, tantas veces te llamaba el lugar mismo», escribió Ovidio.2 Esa escena también ha inspirado composiciones musicales, como la célebre ópera de Richard Strauss Ariadne auf Naxos, o el madrigal de Monteverdi El lamento de Ariadna. Sin embargo, es injusto recordar solo esta parte y olvidar su buen hacer. Después de haberse comprometido con la hazaña, después de traicionar a su linaje, de aportar el hilo mágico, de desafiar las órdenes, Teseo desaparece a la vuelta de la esquina.
El gran héroe ateniense prosiguió en solitario su navegación. Algunos dicen que por orden de los dioses, otros, porque le parecía deshonroso llevar a la princesa a Atenas, también por simple ingratitud o mera crueldad. Se fue. Pero se olvidó de otra promesa importante que le había hecho a su padre: llegar con las velas blancas si había logrado la victoria. La juventud tiene tendencia a olvidarse de los demás para seguir su propio camino. El rey Egeo quedó desolado cuando divisó a lo lejos la embarcación de su hijo con las mismas velas oscuras con las que partió. Interpretó que la expedición había fracasado y los jóvenes de Atenas habían perecido una vez más atrapados en el antro del Minotauro. Del disgusto se arrojó al mar desde un acantilado, y ese mar, antiguo y salado, llevará desde entonces su nombre. Cuando Teseo desembarque, esta será la dolorosa primera noticia que reciba. El precio del olvido imperdonable.
La historia de Ariadna, de todos modos, no acaba aquí. El abandono de ese amor juvenil es un episodio. En los primeros amores hay puestas muchas esperanzas y grandilocuentes promesas, no ya solo de futuro, de eternidad. Los amantes parece que se van a comer el mundo. Y entonces, ante un cese abrupto, la sensación de final da vértigo. Una gran hoguera, encendida con tanta pasión, se deshace. Hay muchas historias de amor fulminadas por traiciones inesperadas. Sin embargo, en el caso de Ariadna, a diferencia de otras figuras femeninas de la mitología –como Medea o Dido–, no habrá tiempo para lamentos ni venganzas ni tragedias. Como escribió Salvador Espriu: «Ran de la costa, Dionís recollia el destí d’Ariadna» (Junto a la costa, Dionisos recogía el destino de Ariadna). Todo cambiará rápidamente. Su destino era casarse con alguien superior a un héroe, con un inmortal: Dioniso. Es el dios de la vid y el vino, el que desata la lengua, afloja los músculos y permite salir de las armaduras internas. Es el dios más sensible con todo lo femenino. Y, como afirma Sarah Pomeroy, la única excepción divina en la explotación y dominación de las mujeres. Aparecerá enseguida en la vida de Ariadna, la rescatará, la liberará del dolor. Le será fiel, la elevará, le dará categoría divina y constelación propia: la corona borealis, un pequeño medio arco de puntos luminosos suspendido en el atlas del cielo nocturno.
Figura 4. Baco y Ariadna. Tiziano, 1520-1523.
National Gallery, Londres
Esta unión entre un dios como Dioniso y una mortal elevada a diosa ha sido calificada por muchos estudiosos de «matrimonio sagrado» (hieros gamos). Sagrado en la medida en que es más que simple placer humano, se trata de bodas espirituales, algo muy propio de las religiones de la Antigüedad y muy alejado de nuestras sociedades actuales. Las artes nos ayudan a comprenderlo a través de las imágenes, puesto que el encuentro entre Dioniso y Ariadna tiene siempre un tono de festividad y alegría. Lo pintó Tiziano (Fig. 4) con unas tonalidades azules magistrales. Un lienzo con muchos personajes en que despliega con dinamismo la alegre irrupción del desenfadado séquito de Dioniso en la vida de Ariadna. Ella está girada en una forzada torsión, puesto que todavía estaba mirando en dirección al mar, donde se divisa la embarcación de Teseo alejada en el horizonte. La llegada del dios del vino lo transformará todo inmediatamente. Cubierto por una gran tela rosa hinchada por el viento, Dioniso, con hojas de hiedra en el pelo, está saltando del carro dorado tirado por panteras para acercarse a Ariadna. En la parte más alta del cielo se aprecian las estrellas en forma de circunferencia, haciendo alusión al catasterismo que da origen mitológico a la corona boreal. La paleta cromática de todo el conjunto es intensa y vigorosa. El ambiente es jovial. La unión de Dioniso (Baco) y Ariadna es una boda feliz y celebrada, como debe ser la boda con uno mismo.
«… en los montes sombríos andan sueltas,honrando a un nuevo dios, Dioniso,o como quieran llamarle, con sus coros,y que hay cántaros llenos en medio delos tiasos y que van a ocultarse cada cualpor un sitio solitario en que puedanacostarse con hombres pretextandoque Ménades son y sacerdotisas…».
EURÍPIDES, LAS BACANTES, 218-224
«… mancebo, retoño de Zeus, muéstrate,Señor, juntamente con las Ménadesde tu séquito, que posesas de deliriola noche entera danzan en honorde Yaco el dispensador de venturas».
SÓFOCLES, ANTÍGONA