En la mente de un gato - John Bradshaw - E-Book

En la mente de un gato E-Book

John Bradshaw

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Beschreibung

La guía definitiva para comprender a tu gato. ¿Qué piensan los gatos? Convivimos con ellos desde hace diez mil años y sigue siendo una pregunta para la que seguimos buscando respuesta. En este asombroso libro, John Bradshaw por fin arroja luz sobre la cuestión. A través de casos particulares, datos biológicos e información histórica, Bradshaw nos ofrece las claves para desvelar los misterios de estos fascinantes felinos. La experiencia de John Bradshaw y su estilo ameno y directo hacen de este libro una guía imprescindible para todos los amantes de los gatos. La obra incluye una historia de la domesticación de los gatos y numerosos casos particulares para ilustrar las explicaciones. La mejor forma de descubrir los secretos felinos que nunca habríamos sospechado.

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Título original inglés: Cat sense

© John Bradshaw, 2013.

© de la traducción: Patricia Teixidor Monsell, 2015.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2015. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

CÓDIGO SAP: OEBO466

ISBN: 978-84-9006-939-4

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

DEDICATORIA

CITA

AGRADECIMIENTOS

PREFACIO

INTRODUCCIÓN

1. EL GATO EN EL UMBRAL

2. EL GATO SALE DE LA SELVA

3. UN PASO ATRÁS, DOS PASOS ADELANTE

4. TODO GATO HA DE APRENDER A SER DOMÉSTICO

5. EL MUNDO SEGÚN EL GATO

6. PENSAMIENTOS Y SENTIMIENTOS

7. GATOS JUNTOS

8. LOS GATOS Y SU GENTE

9. LOS GATOS COMO INDIVIDUOS

10. LOS GATOS Y LA VIDA SALVAJE

11. LOS GATOS DEL FUTURO

LECTURAS RECOMENDADAS

NOTAS

PARA SPLODGE (1988-2004), UN GATO REAL

Los perros nos veneran: los gatos nos desprecian.

WINSTON CHURCHILL

Cuando a un hombre le gustan los gatos, me convierto en su amigo y camarada, sin necesidad de presentación alguna.

MARK TWAIN

AGRADECIMIENTOS

Empecé a estudiar el comportamiento de los gatos hace más de treinta años, primero en el Waltham Centre for Pet Nutrition, después en la Universidad de Southampton y ahora en el Instituto de Antrozoología de la Universidad de Bristol. Gran parte de lo que he aprendido se lo debo a la observación meticulosa de los propios gatos: mis gatos, los de los vecinos, gatos de centros de acogida y adopción, la familia de gatos con la que compartí las oficinas del Instituto de Antrozoología y muchos gatos salvajes y de granja.

En comparación con el gran número de científicos dedicados al estudio de los cánidos, hay pocos académicos que se especialicen en ciencia felina, y todavía menos que centren su atención en los gatos domésticos. Aquellos con los que he tenido el privilegio de trabajar y que me han ayudado a elaborar ideas sobre cómo ven los gatos el mundo son, entre muchos otros, Christopher Thorne, David Macdonald, Ian Robinson, Sarah Brown, Sarah Benge (nacida Lowe), Deborah Smith, Stuart Church, John Allen, Ruud van den Bos, Charlotte Cameron-Beaumont, Peter Neville, Sarah Hall, Diane Sawyer, Suzanne Hall, Giles Horsfield, Fiona Smart, Rhiann Lovett, Rachel Casey, Kim Hawkins, Christine Bolster, Elizabeth Paul, Carri Westgarth, Jenna Kiddie, Anne Seawright y Jane Murray.

También he aprendido mucho gracias a las charlas mantenidas con colegas de la profesión tanto en casa como en el extranjero, como el difunto profesor Paul Leyhausen, Dennis Turner, Gillian Kerby, Eugenia Natoli, Juliet CluttonBrock, Sandra McCune, James Serpell, Lee Zasloff, Margaret Roberts y sus colegas en Cats Protection: Diane Addie, Irene Rochlitz, Deborah Goodwin, Celia Haddon, Sarah Heath, Graham Law, Claire Bessant, Patrick Pageat, Danielle Gunn-Moore, Paul Morris, Kurt Kotrschal, Elly Hiby, Sarah Ellis, Britta Osthaus, Carlos Driscoll, Alan Wilson y la añorada, Penny Bernstein. Mi agradecimiento también a la School of Veterinary Medicine de la Universidad de Bristol y especialmente a la profesora Christine Nicol, a Mike Mendl y a los doctores David Main y Becky Whay, por promover el Instituto de Antrozoología y sus investigaciones.

Mis estudios sobre gatos se han apoyado en la buena disposición para cooperar de cientos de dueños de gatos voluntarios (y de ¡los propios gatos!), a los que les estaré agradecido siempre. Gran parte de nuestra investigación no habría sido posible sin la espléndida ayuda de las organizaciones benéficas del Reino Unido que se dedican a buscar alojamiento a los gatos sin dueño, entre las que se encuentran la RSPCA [Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals, Real Sociedad para la prevención de la crueldad en animales], la Blue Cross y St Francis Animal Welfare. Me siento especialmente agradecido con Cats Protection por haberme facilitado ayuda logística y financiera durante dos décadas.

No ha sido una tarea fácil resumir las investigaciones de casi treinta años sobre el comportamiento felino y convertirlas en un libro asequible para el dueño de gato corriente. Para ello he contado con la orientación profesional de Lara Heimert y Tom Penn, mis editores en Basic y Penguin, respectivamente, así como de mi infatigable agente, Patrick Walsh. Gracias a todos.

Como en mis libros anteriores, he acudido a mi querido amigo Alan Peters para dar vida a algunos animales mediante ilustraciones y, como en otras ocasiones, su trabajo me ha hecho sentir más que orgulloso.

Por último, debo agradecer a mi familia que haya soportado mis obligadas ausencias, en lo que mi nieta Beatrice llama la oficina de «Pops».

PREFACIO

¿Qué es un gato? Las personas se han sentido intrigadas por los gatos desde que estos empezaron a vivir entre nosotros. Una leyenda irlandesa dice que «los ojos de un gato son como una ventana a otro mundo», un mundo que nos resulta ¡verdaderamente misterioso! La mayoría de los dueños de mascotas estaría de acuerdo en que los perros suelen ser abiertos y honestos, animales que desvelan sus intenciones ante cualquiera que les preste atención. Mientras que los gatos son animales esquivos: nos imponen sus propias reglas sin que nunca lleguemos a saber realmente cuáles son. Es famosa la frase de Winston Churchill, que se refería a su gato Jock como su «ayudante especial», sobre la política rusa: «Es como un acertijo envuelto en misterio dentro de un enigma; pero quizás exista una solución»; podría haber estado hablando perfectamente de los gatos.

¿Existe una solución? Estoy convencido de que sí y que además se encuentra en la ciencia. He compartido mi casa con bastantes gatos, y me he dado cuenta de que la palabra «poseer» no es el término adecuado para definir esta relación. He sido testigo del nacimiento de varias camadas de gatitos y he cuidado a mis gatos más mayores a lo largo de su doloroso declive hasta la senilidad y la enfermedad. He ayudado a rescatar y trasladar a gatos salvajes, animales que literalmente mordían la mano que les daba de comer. No obstante, no siento que esta implicación personal con los gatos por sí sola me haya enseñado mucho sobre cómo son en realidad. En cambio, ha sido el trabajo científico de los biólogos de campo, arqueólogos, biólogos evolutivos, psicólogos de animales, químicos especializados en el ADN y antrozoólogos como yo, lo que me ha ayudado a juntar las piezas que me faltaban para empezar a desvelar cuál es la verdadera naturaleza del gato. Todavía faltan algunas piezas pero el cuadro definitivo está empezando a emerger. Este es un momento muy oportuno para evaluar los progresos que hemos realizado en cuanto a conocimientos, a lo que queda por descubrir y, lo más importante, a cómo podemos utilizar este saber para mejorar la vida diaria de los gatos.

El hecho de saber más sobre lo que piensan los gatos no debería restarle valor al placer que supone «tenerlos» con nosotros. Existe una teoría que mantiene que solo podemos disfrutar de la compañía de nuestras mascotas si las tratamos como si fueran niños, que la única razón por la que nos gusta tener animales en nuestras vidas es para proyectar en ellos nuestros pensamientos y necesidades, seguros de que no pueden saber lo equivocados que estamos. Llevar este punto de vista a su conclusión lógica puede obligarnos a admitir que ni nos entienden, ni les afecta realmente lo que les decimos, y a descubrir de súbito que ya ni siquiera los queremos. No estoy de acuerdo con esta idea. Creo que la mente humana es perfectamente capaz de albergar dos teorías aparentemente incompatibles sobre los animales, sin que una niegue a la otra. La idea de que los animales en algunos aspectos son muy parecidos a los humanos y, en otros, completamente distintos subyace al humor de muchas caricaturas y tarjetas de felicitación; estas no tendrían tanta gracia si los dos conceptos se anularan uno al otro. De hecho, a mí me ocurre exactamente lo contrario: cuanto más aprendo sobre los gatos, a través de mis propias observaciones y también de otras investigaciones, más valoro ser capaz de compartir mi vida con ellos.

Me he sentido fascinado por los gatos desde niño. Durante mi infancia no teníamos gatos en casa, ni tampoco los vecinos. Los únicos gatos que conocía vivían en la granja que había más abajo en la carretera y no eran mascotas, sino gatos ratoneros. A veces mi hermano y yo captábamos alguna imagen de ellos corriendo desde el granero a la construcción anexa, pero eran animales muy ocupados y no se mostraban demasiado amigables con la gente y, menos, con los niños pequeños. Una vez el granjero nos enseñó una camada de gatitos que había entre las balas de heno, pero no hizo ningún esfuerzo por domesticarlos: solo eran su seguro contra las alimañas. A esa edad pensaba que los gatos solo eran unos animales más de granja, como las gallinas que picoteaban alrededor del patio o las vacas que llevaban a diario a ordeñar a la vaquería.

El primer gato doméstico que conocí era el polo opuesto de esos gatos de granja, un neurótico burmés que se llamaba Kelly y pertenecía a una amiga de mi madre que estaba enferma a menudo y no tenía ningún vecino que pudiera dar de comer a su felino mientras estaba hospitalizada. Kelly se hospedó con nosotros y, por si acaso intentaba volver a su casa, no podíamos dejarlo salir; maullaba incesantemente, solo comía bacalao hervido y obviamente estaba acostumbrado a recibir todos los cuidados imaginables de su incondicional dueña. Durante el tiempo que estuvo con nosotros se dedicó a esconderse detrás del sofá y, unos segundos después de que sonara el teléfono, esperaba el momento en que mi madre estaba inmersa en la conversación con la persona que llamaba para salir de su escondite y clavarle en la pantorrilla sus largos colmillos de burmés. Los que llamaban habitualmente a casa se acostumbraron a que veinte segundos después de haber empezado a hablar con mi madre, la conversación se interrumpiera bruscamente por un grito y un insulto apagado. Era comprensible que a ninguno nos hiciera mucha gracia ese gato y todos nos sentíamos aliviados cuando llegaba el momento de que volviera a su casa.

Splodge

Hasta que no tuve mis propias mascotas en casa no empecé a valorar el placer de convivir con un gato normal, es decir, un gato que ronronea cuando lo acaricias y saluda a las personas frotándose entre sus piernas. Posiblemente, las primeras personas que alojaron gatos en su casa hace miles de años también apreciaron estas cualidades felinas; estas demostraciones de afecto son también la seña de identidad de los individuos domesticados del gato montés africano, el ancestro directo del gato doméstico. El énfasis que se puso en estas cualidades fue aumentando gradualmente con el paso de los siglos. Sin embargo, a pesar de que hoy día la mayoría de los dueños de gatos los valoran sobre todo por su cariño, los gatos domésticos a lo largo de la historia han tenido que ganarse el sustento como controladores de ratones y ratas.

A medida que fue creciendo mi experiencia con gatos domésticos, también aumentó mi apreciación por sus orígenes utilitarios. Splodge, un suave gatito blanco y negro que regalamos a nuestra hija como compensación por tener que mudarnos de ciudad, se convirtió rápidamente en un gran cazador, greñudo y de mal genio. Al contrario de muchos gatos, no tenía ningún miedo a las ratas, aunque se tratara de una rata adulta. Se dio cuenta enseguida de que colocar un cadáver de rata en el suelo de la cocina para que nos lo encontrásemos al bajar a desayunar no era algo que apreciásemos, por lo que decidió mantener sus actividades predatorias en privado sin por ello dar, me temo, a las ratas ningún respiro.

Por muy valiente que se mostrara frente a una rata, Splodge normalmente se mantenía alejado de otros gatos. De vez en cuando oíamos el ruido de la trampilla de la gatera como si hubiera entrado a casa con mucha prisa y, al echar un rápido vistazo por la ventana, descubríamos a uno de los gatos más viejos del barrio mirar en dirección a nuestra puerta trasera. Tenía un lugar favorito donde ir a cazar, en el parque cercano a nuestra casa, pero en el camino de ida y vuelta intentaba pasar lo más inadvertido posible. Su timidez con los otros gatos, sobre todo machos, no era algo atípico; evidenciaba una falta de habilidades sociales que constituye quizá la mayor diferencia entre gatos y perros. A la mayoría de los perros les resulta fácil llevarse bien con otros perros, mientras que para los gatos los otros felinos son un desafío. Sin embargo, hoy en día muchos dueños esperan que sus gatos acepten a otros congéneres sin dudarlo, bien porque deciden tener un segundo gato, o bien cuando deciden mudarse y colocan a su desprevenido minino en lo que otro gato piensa que es su territorio.

Para los gatos no es suficiente con tener un ambiente social estable, dependen de sus dueños para que les faciliten un medio físico también estable. Son animales básicamente territoriales que echan poderosas raíces en su entorno. Para alguno, la casa de sus dueños es el único territorio que necesitan. Lucy, otra de mis gatos, no mostraba ningún interés en cazar, a pesar de ser la sobrina-nieta de Splodge; apenas se alejaba diez metros de la casa, con la excepción de cuando entraba en celo, que desaparecía por la valla del jardín durante horas. Libby, la hija de Lucy, nacida en casa, era una cazadora tan aguerrida como Splodge pero prefería convocar a los machos del barrio que ir a buscarlos personalmente. Splodge, Lucy y Libby, a pesar de ser tres gatos emparentados que vivieron bajo el mismo techo la mayor parte de sus vidas, tenían personalidades muy peculiares y, si algo aprendí observándolos, es que no hay ningún gato del todo típico: los gatos tienen personalidades, al igual que los humanos. Esta observación me inspiró en mi estudio de cómo pueden haber surgido esas diferencias.

La transformación del gato de controlador de plagas residente a compañero de piso ha ocurrido de forma reciente y rápida y, sobre todo desde el punto de vista del gato, obviamente no se ha completado. Los dueños de hoy exigen a sus gatos que tengan una serie de cualidades muy distintas a las que eran habituales en los felinos incluso hace un siglo. En cierta manera, a los gatos se les está poniendo difícil lidiar con su nueva popularidad. La mayoría de los dueños preferiría que sus gatos no se dedicaran a matar pequeños pájaros y ratones indefensos, y aquellas personas a las que les interesa más la vida salvaje que las mascotas están empezando a expresar cada vez más vehementemente su oposición a esas necesidades depredadoras de los felinos. Es posible que los gatos ahora se tengan que enfrentar a actitudes más hostiles hacia ellos que en los últimos dos siglos. ¿Pueden los gatos quitarse de encima su imagen de exterminadores de alimañas elegidos por los seres humanos?

Los gatos son ajenos a la polémica generada por su naturaleza depredadora, pero se dan perfecta cuenta de las dificultades diarias que encuentran al relacionarse con otros gatos. Su independencia, la cualidad que convierte al gato en la mascota perfecta porque necesita poco mantenimiento, posiblemente procede de sus orígenes solitarios, pero no les ha preparado muy bien para enfrentarse a muchas suposiciones de los dueños que creen que deberían ser tan adaptables como los perros. ¿Pueden los gatos ser más flexibles en sus necesidades sociales para que no les afecte la cercanía de otros gatos, sin perder su atractivo único?

Una de las razones por las que empecé a escribir este libro fue imaginar cómo sería el gato típico dentro de cincuenta años. Me gustaría que las personas siguieran disfrutando de la compañía de un animal sin duda encantador, pero para conseguir esto no estoy seguro de que el gato, como especie, esté yendo en la dirección correcta. Cuanto más tiempo paso estudiando a los gatos, del más asilvestrado al más mimado siamés, más convencido estoy de que no podemos permitirnos seguir dándoles por hecho: se necesita un enfoque más respetuoso hacia la tenencia y cría de los felinos si es que queremos asegurar su futuro.

INTRODUCCIÓN

Actualmente el gato doméstico es la mascota más popular en el mundo. A lo largo y ancho del mundo hay tres gatos domésticos por cada perro o «mejor amigo del hombre».1 A medida que gran parte de las personas hemos empezado a vivir en ciudades —entornos para los que los perros no están muy bien adaptados—, los gatos se han ido convirtiendo para muchos en la mascota perfecta para este estilo de vida. Más de un cuarto de las familias del Reino Unido tienen uno o más gatos en sus domicilios, y en un tercio de las familias estadounidenses encontramos felinos. Incluso en Australia, donde el gato doméstico es normalmente demonizado como un asesino despiadado de inocentes marsupiales en peligro de extinción, una quinta parte de los hogares tiene gatos. Por todo el mundo se utilizan imágenes de gatos para anunciar diferentes tipos de bienes de consumo, desde perfumes hasta muebles o golosinas. El personaje de dibujos animados Hello Kitty ha aparecido en más de 50.000 artículos de marca diferentes en más de sesenta países, y le ha proporcionado a sus creadores billones de dólares en derechos de autor. A pesar de que existe una minoría importante de personas —quizás una de cada cinco— a las que no les gustan los gatos, la mayoría a las que sí les gustan no muestran signo alguno de renunciar un ápice al afecto de su animal favorito.

De algún modo, los gatos se las arreglan para ser a la vez cariñosos y autosuficientes. En comparación con los perros además, los gatos son mascotas que requieren poco mantenimiento y no necesitan ningún adiestramiento especial. Se limpian ellos mismos, se les puede dejar solos todo el día en casa, sin languidecer por la ausencia de sus dueños, como les ocurre a muchos perros, aunque nos saludan con cariño al volver al hogar —por lo menos, algunos lo hacen—. Sus comidas se han transformado, gracias a la industria de alimentación para mascotas, de una tarea rutinaria a un picnic. Pasan inadvertidos durante la mayor parte del tiempo pero les encanta a la vez recibir nuestras caricias. En una palabra, resultan convenientes.

Sin embargo, a pesar de su aparentemente sencilla transformación en sibaritas urbanos, los gatos siguen teniendo tres de sus cuatro pies firmemente plantados en sus orígenes salvajes. La mente del perro se ha visto radicalmente alterada respecto a la de su ancestro el lobo gris, mientras que los gatos todavía piensan como cazadores salvajes. En solo un par de generaciones los gatos son capaces de retomar ese estilo de vida independiente que caracterizaba a sus antecesores hace 10.000 años. Incluso hoy en día millones de gatos de todo el mundo no son mascotas, sino carroñeros y cazadores asilvestrados que viven junto a las personas, pero sienten por ellos una desconfianza innata. Gracias a la asombrosa flexibilidad con la que los gatitos aprenden a distinguir entre amigos y enemigos, los gatos pueden moverse entre estos dos estilos de vida tan radicalmente distintos en una sola generación, y la descendencia de una madre y padre salvajes puede volverse indistinguible de cualquier gato mascota. Una mascota abandonada por su dueño e incapaz de encontrar otro puede optar por buscar comida en las basuras; después de una o dos generaciones, su descendencia ya no se podrá distinguir de los miles de gatos salvajes que viven una existencia sombría en nuestras ciudades.

A medida que los gatos crecen en popularidad y número, empiezan a elevar la voz los que los denigran, ahora con más veneno que en los siglos anteriores. Los gatos nunca han compartido la etiqueta de «sucios» que se impuso desde siempre a perros y cerdos,2 pero a pesar de la superficial aceptación universal hacia los gatos, una minoría de personas de todas las culturas encuentra a los gatos desagradables y uno de cada veinte piensa que son repulsivos. Pocos occidentales estarán dispuestos a admitir, cuando se les pregunta, que no les gustan los perros: lo que sí admiten es sentir cierta aversión por todos los animales en general3 o buscan el origen de su antipatía en una experiencia específica, como quizás haber recibido algún mordisco en la infancia. La fobia a los gatos4 está más profundamente enraizada y menos extendida que las comunes fobias a las serpientes o arañas —fobias que tienen la base lógica de ayudar al que la padece a evitar algún tipo de veneno—, pero es una experiencia igualmente fuerte para los que la sufren. Probablemente los que sufrían fobia a los gatos fueron los instigadores de la persecución religiosa que provocó la matanza de millones de gatos en la Europa medieval, y la fobia a los gatos en aquel entonces debía de ser tan común como lo es hoy. Por tanto, no existe ninguna garantía de que la popularidad del gato vaya a durar. De hecho, puede que sin nuestra intervención el siglo XX se convierta en la época dorada del gato.

Hoy en día se ataca a los gatos debido a que se dice que son los verdugos despiadados e innecesarios de gran cantidad de vida salvaje. Estas voces se están escuchando sobre todo en las antípodas, pero también empiezan a tomar fuerza en el Reino Unido y en Estados Unidos. En su versión más extrema el lobby antigatuno exige que no se permita a los gatos cazar, que los gatos que viven en hogares como mascotas permanezcan dentro y que se extermine a los gatos asilvestrados. Los dueños de gatos a los que se les permite salir de casa son vilipendiados por apoyar a un animal que se dedica a sembrar de desechos la naturaleza que rodea sus hogares. Los veterinarios que intentan gestionar el bienestar de los gatos asilvestrados esterilizándolos y vacunándolos, para después poder volver a llevarlos a sus territorios originales, han recibido ataques desde dentro de la profesión por parte de algunos expertos que defienden que estas acciones constituyen un abandono (ilegal) que no beneficia a los gatos ni a la vida salvaje colindante.5

En este debate ambas partes admiten que los gatos son cazadores «naturales», pero no se ponen de acuerdo sobre cómo gestionar este comportamiento. En ciertas partes de Australia y Nueva Zelanda se considera a los gatos depredadores «foráneos» introducidos desde el hemisferio norte, están prohibidos en algunas áreas, sometidos a toques de queda u obligados a llevar un microchip en otras. Incluso en lugares en los que los gatos han cohabitado con otras especies nativas silvestres durante cientos de años, como en el Reino Unido o en Estados Unidos, su aumento en popularidad como mascotas ha provocado que una minoría presione para que se impongan restricciones similares. Los dueños de gatos defienden que no hay suficientes pruebas científicas que demuestren que los gatos contribuyan de forma significativa al declive de las poblaciones de algunas aves o mamíferos salvajes, que sin embargo está causada principalmente por la reciente proliferación de otras formas de presión sobre la vida salvaje, como la pérdida de hábitat. Por tanto, cualquier restricción que se imponga a los gatos que viven en casas como mascotas no es probable que tenga un efecto en el resurgimiento de las especies que supuestamente están amenazando.

Por supuesto, los gatos no se dan cuenta de que ya no valoramos sus proezas como cazadores. En lo que a ellos respecta, la mayor amenaza para su bienestar subjetivo no proviene de las personas mismas, sino de otros gatos. Del mismo modo que los gatos no nacen sintiéndose a gusto entre las personas —es algo que tienen que aprender de pequeños— tampoco quieren de forma automática a otros gatos; muy al contrario, su posición por defecto es la de mostrarse recelosos e incluso miedosos ante cada gato nuevo que conocen. Al contrario de los muy sociables lobos, antepasados de los perros modernos, los ancestros de los gatos eran solitarios y territoriales. Cuando hace unos 10.000 años los gatos comenzaron a asociarse con la especie humana, su tolerancia ante otros congéneres debió de verse forzada a mejorar para poder vivir en las altas densidades que la provisión de comida de los hombres —al principio accidentalmente y, después, de forma deliberada— les proporcionaba.

Los gatos todavía no han desarrollado ese entusiasmo optimista al estar con otros de su especie que caracteriza a los perros. Como consecuencia, muchos gatos se pasan la vida intentando evitarse unos a otros. Sus dueños mientras tanto intentan sin darse cuenta forzarles a que vivan con otros gatos en los que no tienen ninguna razón por la que confiar: ya sean los gatos del vecino o un segundo gato de la casa que el dueño ha decidido adquirir para que «le haga compañía» al que ya tenía. A medida que se hacen más populares, inevitablemente también crece el número de congéneres con los que el gato se ve obligado a establecer contacto, aumentando así la tensión que experimentan. Al resultarles cada vez más difícil evitar los conflictos sociales, a muchos gatos les parece casi imposible relajarse, y están sometidos a un estrés que afecta su comportamiento e incluso su salud.

El bienestar de muchos gatos que viven como mascotas deja mucho que desear, quizá porque no sea un tema que salga tanto en los titulares de los periódicos como el de los perros, o puede que sean animales que tienden a sufrir en silencio. En 2011 una organización benéfica veterinaria del Reino Unido estimó que la puntuación media del estado físico y del entorno social de un gato mascota era de un 64 %, mientras que en los hogares en los que había más de un gato, la puntuación era todavía menor. La comprensión de los dueños sobre el comportamiento de sus gatos no era mucho mejor, solo un 66 %.6 Sin lugar a dudas, si los dueños de gatos entendieran mejor lo que les gusta y no les gusta a sus mascotas, muchos felinos llevarían una vida más feliz.

Por estar sujetos a estas presiones, a los gatos no les hacen falta nuestras reacciones emocionales inmediatas —independientemente de si nos parecen encantadores o no—, sino que entendamos mejor lo que necesitan exactamente de nosotros. Los perros son expresivos; el movimiento de sus colas y sus bulliciosos saludos nos indican de forma inequívoca cuándo están contentos, y no dudan en hacernos saber que se encuentran angustiados. Los gatos, sin embargo, son inexpresivos; se guardan sus sentimientos para sí mismos y raras veces nos comunican lo que necesitan, más allá de pedirnos comida cuando tienen hambre. Incluso el ronroneo, que durante mucho tiempo se ha pensado que era un signo inequívoco de alegría, ahora no se sabe si puede tener un significado mucho más complejo. Los perros por supuesto se benefician de todos los conocimientos que gracias a la ciencia se han ido descubriendo sobre su verdadera naturaleza, pero en el caso de los gatos esta comprensión resulta absolutamente esencial, puesto que rara vez nos transmiten sus problemas, hasta que estos se hacen demasiado grandes como para enfrentarse a ellos solos. Y, lo más importante, necesitan nuestra ayuda cuando con demasiada frecuencia su vida social se tuerce.

Los gatos necesitan beneficiarse de avances similares a los que la investigación con perros ha sacado a la luz, pero desgraciadamente la ciencia felina no ha experimentado la explosión de actividad que ha tenido lugar en la ciencia canina. Los gatos, al contrario que los perros, sencillamente no han llamado la atención de los científicos. No obstante, en las dos décadas pasadas ha habido avances importantes, que han afectado profundamente la interpretación de los científicos sobre cómo ven los gatos el mundo y lo que les mueve. Estos excitantes descubrimientos son los que conforman el núcleo de este libro, y proporcionan las primeras indicaciones sobre cómo ayudar a los gatos a adaptarse a las numerosas exigencias que les planteamos.

Los gatos se han adaptado a vivir junto a nosotros mientras mantenían, al mismo tiempo, gran parte de su conducta salvaje intacta. Con la excepción de una minoría que pertenece a una raza concreta, los gatos no son una creación humana en el mismo sentido en que lo son los perros; más bien han coevolucionado con nosotros, ajustándose a los dos nichos que les hemos proporcionado involuntariamente. El primer papel que tuvieron los gatos en las sociedades humanas fue el de servir como controladores de plagas: hace unos 10.000 años los gatos salvajes se acercaron a los humanos para explotar las concentraciones de roedores que ofrecían los primeros graneros y se adaptaron a cazar en ellos, en lugar de hacerlo en los campos aledaños. Las personas, al darse cuenta de los beneficios que esto les proporcionaba —después de todo, los gatos no tenían ningún interés en alimentarse de cereales y plantas— debieron de empezar a animarles a quedarse, poniendo a su disposición el excedente ocasional de productos animales, como la leche o las vísceras. El segundo papel que tuvo el gato, que sin duda siguió de cerca al primero pero cuyos orígenes se pierden en la antigüedad, es el de servir de compañía. La primera prueba sólida que tenemos de que los gatos se convirtieron en mascotas procede de Egipto, de hace 4.000 años, aunque es posible que las mujeres y, sobre todo, los niños pudieran haber adoptado cachorros de gato mucho antes.

En las últimas décadas estos dos papeles de controlador de plagas y de compañía han dejado de ir de la mano y, aunque hasta hace muy poco valorábamos a los gatos por su destreza como cazadores, hoy pocos dueños se alegran cuando su minino les coloca un ratón muerto en medio del suelo de la cocina.

Los gatos llevan consigo el legado de su pasado primigenio y gran parte de sus comportamientos todavía refleja sus instintos salvajes. Para entender por qué los gatos se comportan como lo hacen, debemos entender de dónde vienen y las influencias que los han moldeado hasta convertirlos en los animales que vemos hoy. Así, los primeros tres capítulos del libro trazan la evolución del gato de ser cazador salvaje y solitario hasta convertirse en residente de un piso en un rascacielos. Al contrario que los perros, solo una minoría de gatos ha sido criada por las personas de forma intencional y, lo que es más, cuando ha habido crianza deliberada, ha sido exclusivamente para conseguir cierto aspecto físico. Nadie ha criado gatos nunca para que cuidaran la casa, pastorearan el ganado o para que acompañaran o ayudaran a los cazadores. En su lugar, los gatos evolucionaron para ocupar un nicho creado por el desarrollo de la agricultura, desde sus comienzos con el cultivo y almacenamiento de cereales hasta la industria agraria mecanizada.

Por supuesto, cuando hace muchos miles de años los gatos se infiltraron en nuestros asentamientos, sus otras cualidades no pasaron desapercibidas. Fueron especialmente sus atractivas características, su rostro y ojos infantiles, la suavidad de su pelaje y su capacidad de aprender cómo mostrarse cariñoso con nosotros, lo que hizo que lo adoptáramos como mascota. Posteriormente, fue la pasión de la especie humana por el simbolismo y el misticismo lo que elevó al gato a su estatus de icono. Las actitudes populares hacia los gatos se han visto profundamente influidas por estas connotaciones, las actitudes religiosas extremas hacia los felinos han afectado no solo la forma de tratarlos, sino también su biología misma, tanto su comportamiento como su aspecto físico.

Los gatos han ido cambiando para poder vivir junto a los humanos, pero las personas y los felinos tienen formas muy diferentes de filtrar la información que les rodea, y de interpretar el mundo físico que aparentemente compartimos. En los capítulos 4, 5 y 6 se exploran esas diferencias: los humanos y los gatos somos todos mamíferos, pero nuestros sentidos y cerebros funcionan de forma muy diferente. Los dueños de gatos suelen infravalorar estas diferencias, pues nuestra tendencia natural es interpretar el mundo que nos rodea como si fuera la única realidad objetiva que existe. Incluso en el mundo de la ciencia y la razón actual, tendemos a tratar lo que nos rodea como si se tratara de seres capaces de sentir, atribuyendo, por ejemplo, intenciones incluso al tiempo, al mar o a las estrellas del cielo. Por eso resulta tan fácil caer en la trampa de pensar que, puesto que los gatos son comunicativos y cariñosos, deben entonces ser más o menos como peluches humanos.

La ciencia, sin embargo, se encarga de demostrarnos que no lo son en absoluto. Empezando por el modo en que cada cachorro de gato construye su propia versión del mundo, con consecuencias que durarán toda su vida, en la siguiente parte del libro se describe la forma en que el gato recopila información sobre lo que le rodea, sobre todo la manera en que utiliza su hipersensible sentido del olfato; cómo su cerebro interpreta y utiliza esa información; cómo sus emociones guían sus respuestas a las oportunidades y desafíos que se le presentan. En los círculos científicos hace muy poco que se considera aceptable hablar sobre las emociones en los animales, y existe una escuela de pensamiento que todavía defiende que las emociones son un subproducto de la conciencia, por lo que solo los humanos y algunas especies de primates las manifiestan. Sin embargo, el sentido común nos empuja a pensar que, si un animal con una estructura cerebral y un sistema hormonal parecidos al nuestro parece aterrorizado, será que está sintiendo algo muy parecido al miedo —aunque probablemente no de forma exacta a como lo experimentamos nosotros, pero miedo no obstante.

Gran parte (pero no todo) lo que la biología ha desvelado sobre el mundo felino encaja con la idea de que los gatos evolucionaron primero y antes que nada como depredadores. Los gatos también son animales sociales; de no ser así, nunca podrían haberse convertido en mascotas además de en cazadores. Las exigencias de la domesticación —en primer lugar, la necesidad de vivir junto a otros gatos en los asentamientos humanos, y después los beneficios de formar lazos afectivos con las personas— han ampliado el repertorio social del gato más allá de lo que se había reconocido en sus ancestros salvajes. En los capítulo 7, 8 y 9 se exploran estas conexiones sociales en detalle: cómo se imaginan las relaciones con otros gatos y con los humanos, y cómo interaccionan con ellos; por qué dos gatos pueden reaccionar de formas muy distintas a la misma situación. En otras palabras, revisaremos la ciencia de la «personalidad» felina.

El libro termina con un análisis del lugar que ocupan actualmente los gatos en el mundo, así como de su posible evolución en las próximas décadas. Los gatos se encuentran sometidos a una gran presión por parte de intereses muy diversos, algunos bienintencionados y otros antagónicos. Los gatos con pedigrí son todavía minoría y aquellos que se dedican a criarlos se encuentran en posición de poder evitar el tipo de práctica que tan negativamente ha afectado al bienestar de los perros a lo largo de las últimas décadas.7 Sin embargo, la creciente moda de cruzar gatos domésticos con especies salvajes de gato para crear híbridos, como el bengalí, puede llevar aparejada consecuencias involuntarias. También debemos preguntarnos si los simpatizantes del bienestar felino están sin darse cuenta alterando sutilmente al gato. Paradójicamente, es posible que el impulso de esterilizar al mayor número posible de gatos, por muy loable que sea el objetivo de reducir el sufrimiento de los gatitos no deseados, esté eliminando poco a poco las características de los gatos que mejor adaptados están para vivir en armonía con la especie humana: muchos de los felinos que consiguen evitar la esterilización son los que se muestran más temerosos de la gente y a los que mejor se les da cazar. Hoy en día se castra a los individuos más dóciles, más amistosos, antes de que puedan dejar descendencia, mientras que los gatos más asilvestrados e irascibles son los que escapan a la atención de los rescatadores de gatos y terminan apareándose a su libre albedrío, haciendo que la evolución felina se aleje cada vez más de una mejor integración con la sociedad humana.

Corremos el peligro de pedir a nuestros gatos más de lo que pueden darnos. Creemos que un animal que ha sido nuestro controlador de plagas preferido durante miles de años ahora va a abandonar ese estilo de vida solo porque han empezado a desagradarnos las consecuencias de su conducta y ya no las aceptamos. También creemos ser libres para elegir la compañía y los vecinos de nuestros gatos sin tener en cuenta sus orígenes como animales territoriales y solitarios. De alguna forma, damos por hecho que, como los perros se muestran muy flexibles a la hora de elegir a sus compañeros caninos, los gatos serán igual de tolerantes en cualquier tipo de relación que desarrollen, simplemente por nuestra propia conveniencia.

Hasta hace unos veinte o treinta años los gatos seguían el ritmo de las exigencias humanas, pero ahora les está costando adaptarse a nuestras expectativas, sobre todo en lo que se refiere a que no deben cazar, ni desear vagabundear lejos de casa. Al contrario que casi todo el resto de animales domésticos, cuya crianza ha sido estrictamente controlada durante muchas generaciones, la transición de los gatos de salvajes a domésticos ha estado guiada —con la excepción de los gatos con pedigrí— por la selección natural. Fundamentalmente, los gatos han evolucionado para adaptarse a las oportunidades que les hemos proporcionado. Les hemos permitido buscar a su pareja por sí mismos y los cachorros que estaban mejor preparados para vivir junto a los humanos, en el lugar que fuera necesario, eran los que tenían más probabilidades de sobrevivir y pasar sus genes a la siguiente generación.

La evolución no va a producir un gato que carezca del deseo de cazar y sea tan socialmente tolerante como el perro —por lo menos no dentro de una escala de tiempo que resulte aceptable para los detractores de los felinos—. Diez mil años de selección natural han equipado al gato con la suficiente flexibilidad como para valerse por sí mismo cuando, de vez en cuando, su contrato con el hombre se ha roto, pero no ha sido suficiente para enfrentarse a una queja que ha surgido de la nada en solo unos pocos años. Incluso en el caso de un animal tan prolífico como es el gato, la selección natural tardaría muchas generaciones para avanzar en esa dirección, aunque fuese un paso simbólico. Solo una crianza intencionada, muy bien planeada, puede producir gatos bien equipados para las existencias de los dueños del mañana, y gatos que sean más aceptables para sus detractores.

Además de cambiar su genética, también podemos hacer mucho más para mejorar a los gatos: una mejor socialización de los gatitos, una mejor comprensión sobre qué tipo de entornos necesitan realmente los gatos, una intervención premeditada para enseñarles a enfrentarse a situaciones que consideran estresantes; todas estas acciones pueden ayudarles a amoldarse a nuestros requerimientos y también fortalecer el vínculo existente entre gato y dueño.

En muchos sentidos el gato representa la mascota ideal del siglo XXI, pero ¿serán capaces de adaptarse al XXII? Si queremos seguir teniéndoles cariño en el futuro —algo que no podemos dar por sentado dada la constante persecución a la que les hemos sometido en el pasado—, debe surgir cierto consenso entre las organizaciones benéficas dedicadas al bienestar de los gatos, los conservacionistas y los amantes de los gatos, sobre cómo producir un tipo de gato que encaje en todas las casillas. Estos cambios deben ser guiados por la ciencia. Lo primero para avanzar sería que los dueños y la gente en general entiendan mejor de dónde vienen los gatos y por qué se comportan como lo hacen. Al mismo tiempo, los dueños pueden mejorar la raída reputación de sus mininos aprendiendo más sobre cómo canalizar su conducta, desanimándolos para cazar y ayudándolos a ser más felices. A largo plazo la ciencia emergente de la genética conductual —la mecánica de cómo se heredan conducta y «personalidad»— nos permitirá criar gatos que puedan adaptarse mejor a un mundo cada vez más poblado.

Como ha demostrado la historia en el pasado, los gatos son perfectamente capaces de valerse por sí mismos de muchas maneras. Sin embargo, no pueden enfrentarse a lo que la sociedad les pide sin la ayuda de los humanos. Nuestra comprensión de los felinos debe comenzar con un saludable respeto a su naturaleza intrínseca.

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EL GATO EN EL UMBRAL

Los gatos domésticos son actualmente un fenómeno global, pero el modo en que pasaron del estado salvaje a convertirse en gatos caseros sigue siendo un misterio. La mayor parte de los animales que tenemos a nuestro alrededor fue domesticada por razones prosaicas y prácticas. Las vacas, las ovejas y las cabras nos dan carne, leche y cuero. Los cerdos proporcionan carne; las gallinas, carne y huevos. Los perros, nuestra segunda mascota favorita, siguen siendo muy útiles para el ser humano además de hacernos compañía: ayudan a cazar, a pastorear, a guardar, a seguir pistas y a arrastrar vehículos, por no hablar más que de unas pocas cosas. Los gatos no son tan útiles como estos animales; incluso la reputación que se han ganado como controladores de ratones puede ser algo exagerada, aunque históricamente esa fue su tarea más evidente en lo que respecta a su convivencia con el ser humano. Así pues, al revés que con el perro, no tenemos respuestas fáciles a la hora de saber cómo se incorporó el gato en la cultura humana de una manera tan efectiva. Nuestra búsqueda de explicaciones debe empezar hace unos diez milenios, que es probablemente cuando los gatos llegaron a nuestra puerta.

Los relatos convencionales sobre la domesticación del gato, basados en informaciones arqueológicas e históricas, sugieren que vivieron por primera vez en casas en Egipto hace 3.500 años. Pero nuevas pruebas procedentes del campo de la biología molecular han cuestionado esta teoría. Los exámenes de diferencias entre el ADN de los gatos actuales, domésticos y salvajes, han datado sus orígenes mucho antes, entre hace 10.000 y 15.000 años (8.000 y 13.000 a.C.). Podemos desechar sin miedo el extremo más alejado de esta horquilla: no tiene sentido ir más allá de 15.000 años en términos de la evolución de nuestra especie, ya que no es probable que los cazadores-recolectores de la Edad de Piedra tuvieran la necesidad o los recursos como para tener gatos. El cálculo menor, 10.000 años, supone que los gatos domésticos proceden de varios antepasados salvajes que llegaron de diversos lugares de Oriente Medio. En otras palabras, la domesticación del gato tuvo lugar en varios lugares distantes entre sí, o bien más o menos contemporáneos, o bien a lo largo de un periodo extenso de tiempo. Aunque admitamos que los gatos se empezaron a domesticar alrededor del año 8000 a.C., eso nos deja un intervalo de 6.500 años antes de que aparecieran los primeros registros históricos de gatos domésticos en Egipto. Hasta ahora, pocos científicos de cualquier tipo han estudiado esta primera —y más larga— fase en la relación entre el ser humano y el gato.

Los datos arqueológicos de este periodo de tiempo no nos aclaran gran cosa. Se han encontrado dientes y fragmentos de huesos de gato que datan de entre los años 7000 y 6000 a.C. en excavaciones cerca de la ciudad palestina de Jericó y en otros lugares del Creciente Fértil, la «cuna de la civilización», que se extendía desde Irak a través de Jordania y Siria hasta las costas orientales del Mediterráneo y Egipto. Pero estos fragmentos son raros; es más, podrían proceder de gatos salvajes a los que quizá mataran por sus pieles. Pinturas rupestres y estatuillas de animales semejantes a gatos del milenio siguiente, descubiertas en lo que son ahora Israel y Jordania, podrían representar seguramente gatos domesticados; sin embargo, esos gatos no están representados en entornos domésticos, así que bien pueden ser imágenes de gatos salvajes, incluso de grandes felinos. Así pues, si admitimos que esas pruebas se refieren todas a formas primitivas de gatos domésticos, sigue sin explicarse su extrema rareza. En el año 8000 a.C., la relación de la humanidad con el perro doméstico ya había progresado hasta el punto de que los perros se enterraban habitualmente junto a sus amos en diversas partes de Asia, Europa y Norteamérica, mientras que los entierros de gatos no empezaron a generalizarse en Egipto hasta más o menos el año 1000 a.C.1 Si durante esa época los gatos eran ya animales domésticos, deberíamos tener más pruebas tangibles de esa relación que las que se han descubierto.

Las claves más reveladoras del modo en que empezó la asociación entre el hombre y el gato no proceden del Creciente Fértil, sino de Chipre. Chipre es una de las pocas islas mediterráneas que nunca estuvieron unidas al continente, incluso cuando el mar estaba en su nivel más bajo. Por tanto, su población animal tuvo que llegar allí volando o nadando, es decir, hasta que el ser humano empezó a viajar hasta allí en primitivas embarcaciones hace unos 12.000 años. En ese momento, en el Mediterráneo oriental no había animales domesticados, con la probable excepción de los primeros perros, de modo que los animales que cruzaron el mar con aquellos primeros pobladores debieron de ser, o bien animales salvajes domesticados individualmente, o autoestopistas inadvertidos. Así pues, aunque no podamos decir con seguridad si los antiguos restos de gatos en el continente son de animales salvajes, mansos o domesticados, está claro que los gatos solo pudieron llegar a Chipre transportados allí deliberadamente por hombres, suponiendo, tal como podemos hacerlo sin arriesgarnos, que a los gatos de aquella época les repugnaba tanto nadar en el mar como a los gatos actuales. Cualquier resto de gatos encontrado allí debe ser de animales semidomesticados o al menos cautivos, o de sus descendientes.

En Chipre, los primeros restos de gatos coinciden con los primeros asentamientos humanos y se encuentran dentro de ellos, hacia el año 7500 a.C., lo que hace suponer que es muy probable que fueran llevados hasta allí deliberadamente. Los gatos son demasiado grandes y visibles como para ser transportados sin que los hombres se dieran cuenta a través del Mediterráneo en los pequeños barcos de la época: sabemos poco de los barcos que navegaban por el mar durante esos tiempos, pero seguramente eran demasiado pequeños para que un gato fuera en ellos de polizón. Es más, no tenemos pruebas de que hubiera gatos viviendo fuera de los asentamientos humanos en Chipre durante otros 3.000 años. Lo más probable pues es que los primeros pobladores de Chipre llevaran con ellos gatos salvajes que habían capturado y domesticado en el continente. No es inverosímil pensar que fueran las únicas personas a las que se les había ocurrido domesticar gatos salvajes, así que es factible que cazar y domar gatos fuera ya una costumbre establecida en el Mediterráneo oriental. Para confirmar esta teoría tenemos pruebas de importaciones prehistóricas de gatos domesticados a otras grandes islas mediterráneas como Creta, Cerdeña y Mallorca.

En los primeros asentamientos de Chipre encontramos también la razón más probable para que se domesticase a los gatos salvajes. Desde el principio esos lugares, así como sus contrapartidas en el continente, se vieron invadidos por ratones caseros. Es probable que esos ratones indeseados sí fueran polizones, transportados accidentalmente a través del Mediterráneo en sacos de comida o de semillas. Lo más probable pues es que tan pronto los ratones se establecieron en Chipre, los colonizadores importaran gatos mansos o semidomesticados para mantenerlos a raya. Eso pudo ocurrir diez o cien años después de que se establecieran los primeros asentamientos; los datos arqueológicos no pueden revelar diferencias tan pequeñas. Si esto es así, sugiere que la práctica de domesticar gatos para controlar ratones ya era habitual en el continente hace 10.000 años. No es probable que se encuentren nunca pruebas sólidas de esto, pues la presencia omnipresente de gatos salvajes allí hace que resulte imposible saber si los restos de un gato, aunque se encontraran dentro de un asentamiento, son los de un gato salvaje que hubiera muerto o hubieran matado cuando entró allí a cazar o los de un gato que hubiera vivido allí toda su vida.

Sean cuales sean sus orígenes exactos, la tradición de domesticar gatos salvajes para controlar plagas se extendió hasta los tiempos modernos en zonas de África donde los gatos domésticos son escasos y los salvajes son fáciles de conseguir. Cuando viajaba por el Nilo Blanco en 1869, el botánico y explorador alemán Georg Schweinfurth descubrió que los roedores habían invadido sus cajas de especímenes botánicos durante la noche. Lo recordaba así:

Uno de los animales más comunes de por aquí era el gato salvaje de las estepas. Aunque los nativos no los crían como animales domésticos, los atrapan uno a uno cuando son bastante jóvenes y no les resulta difícil reconciliarlos con la vida en sus cabañas y recintos, donde crecen y llevan a cabo su guerra natural contra las ratas. Me procuré varios de estos gatos que, después de haber estado atados durante varios días, parecían perder una buena medida de su ferocidad y se adaptaban a una existencia dentro de casa, de modo que se acercaban en muchos sentidos a las costumbres del gato común. Por la noche los ataba a mis paquetes, que de otro modo habrían estado amenazados, y gracias a eso podía irme a la cama sin tener miedo a que se los comieran las ratas.2

Al igual que Schweinfurth, aquellos exploradores mucho más antiguos que llevaron en primer lugar gatos salvajes a Chipre sin duda descubrieron que tenían que mantener atados a sus gatos. Si se les permitía estar sueltos, los gatos se habrían escapado rápidamente y habrían hecho una escabechina entre la fauna nativa, que hasta ese momento no había estado en contacto con un predador tan agresivo como el gato. Sabemos que esto es lo que pasó al final. Varios siglos después del establecimiento de seres humanos, gatos que no se distinguían de los gatos salvajes se extendieron por Chipre y permanecieron allí durante varios miles de años.3 Lo más probable es que solo los gatos que estaban encerrados en los silos permanecieran allí para ayudar a los primeros pobladores a deshacerse de las plagas; los demás se habrían marchado a explotar la vida salvaje local. Los descendientes de esos escapados podrían haber sido cazados y comidos de vez en cuando, ya que se han encontrado huesos rotos de gatos en diversos emplazamientos neolíticos en Chipre, así como los de otros predadores, como zorros e incluso perros domésticos.

Domesticar gatos salvajes para controlar a las plagas fue una práctica que se vio probablemente acelerada por la aparición de una nueva plaga en los graneros, el ratón casero (Mus musculus); sin duda la historia de estos dos animales está inextricablemente entretejida. El ratón casero es una de las más de treinta especies de ratón que hay en el mundo, pero es la única que se ha adaptado a vivir entre las personas y a aprovecharse de nuestra comida.

Los ratones caseros tienen su origen en una especie salvaje de algún lugar del norte de la India, donde llevaba existiendo probablemente desde hacía un millón de años, sin duda desde mucho antes de la evolución de la humanidad. Desde allí se extendieron hacia el este y el oeste, alimentándose con granos silvestres, hasta que llegaron al Creciente Fértil, donde finalmente se encontraron con los primeros depósitos de grano cosechado. Se han encontrado dientes de ratones entre el grano almacenado de hace 11.000 años en Israel, y en Siria se encontró un colgante de piedra tallada en forma de cabeza de ratón de 9.500 años de antigüedad. Así comenzó una asociación con el ser humano que ha continuado hasta nuestros días. Las personas no solo proporcionaban comida en abundancia que el ratón podía explotar, sino que nuestros edificios también suministraban lugares secos y calientes donde construir nidos y protección de predadores como los gatos salvajes. Los ratones que pudieron adaptarse a esas condiciones de vida florecieron, mientras que los que no pudieron, murieron. El ratón casero rara vez cría con éxito lejos de las casas, especialmente cuando hay competidores salvajes, como el ratón de bosque.

Los seres humanos también proporcionaron al ratón casero una forma de colonizar nuevas zonas. Algunos ratones de la parte suroriental del Creciente Fértil (actualmente Siria y el norte de Irak) fueron transportados accidentalmente, seguramente junto al grano con el que se comerciaba entre comunidades, por todo Oriente Próximo hasta las costas más orientales del Mediterráneo y después a las islas cercanas, como Chipre.

La primera cultura invadida por ratones caseros fue la de los natufienses, que por extensión son el pueblo que más probablemente inició el largo viaje que hizo el gato hasta llegar a nuestras casas. Los natufienses vivían en la zona formada actualmente por Israel-Palestina, Jordania, el suroeste de Siria y el sur del Líbano, entre 11.000 y 8000 a.C. aproximadamente. Considerados en general como los inventores de la agricultura, eran en un principio cazadores-recolectores como otros habitantes de la región; pero pronto empezaron a especializarse en recoger los cereales silvestres que crecían en abundancia a su alrededor, en una región que era significativamente más productiva entonces de lo que es ahora. Para ello, los natufienses inventaron la hoz. Hojas de hoz encontradas en asentamientos natufienses muestran aún las superficies brillantes que solo pudieron conseguirse segando los abrasivos tallos de los cereales silvestres, como el trigo, la cebada y el centeno.

Los primeros natufienses vivían en pequeñas aldeas; sus casas estaban en parte bajo tierra y en parte por encima, con paredes y suelos de piedra y tejados de ramas. Hasta el 10.800 a.C., raramente plantaban cereales deliberadamente, pero durante los 1.300 años siguientes un rápido cambio en el clima, conocido como el Joven Dryas, trajo consigo una intensificación significativa de la limpieza, plantación y cultivo de los campos. A medida que aumentaban las cantidades de cereales cosechados, aumentaba también la necesidad de almacenamiento. Probablemente, los natufienses y sus sucesores usaban pozos de almacenamiento construidos con ladrillos de barro y hechos como versiones en miniatura de sus casas. Seguramente fue ese invento el que desencadenó la autodomesticación del ratón casero que, al trasladarse a aquel rico y novedoso ambiente, pasó a ser la primera especie de mamífero que se convirtió en una plaga para el hombre.

A medida que crecía el número de ratones, estos debieron atraer la atención de sus predadores naturales, como zorros, chacales, aves rapaces, los perros domésticos de los natufienses y, naturalmente, los gatos salvajes. Los gatos salvajes tenían dos ventajas que los distinguían de los demás predadores de ratones: eran ágiles y nocturnos, podían cazar casi en la oscuridad, cuando los ratones se volvían activos. Sin embargo, si aquellos gatos salvajes se asustaban tanto del hombre como sus camaradas actuales, es difícil imaginar cómo habrían podido explotar aquella nueva y rica fuente de alimento. Casi sin duda, por tanto, los gatos salvajes de la región habitada por los natufienses eran menos asustadizos que los de hoy día.

LA EVOLUCIÓN DE LOS GATOS

El origen de cada miembro de la familia de los felinos, desde el noble león hasta el pequeño gato patinegro, puede encontrarse en un animal semejante al gato, de tamaño medio, el Pseudaelurus, que recorría las estepas de Asia central hace once millones de años. El Pseudaelurus se extinguió, pero no antes de que niveles inusualmente bajos del mar le permitieran emigrar a través de lo que hoy es el mar Rojo hasta África, donde evolucionó hasta convertirse en varios felinos de tamaño medio, como los que conocemos actualmente con el nombre de caracales y servales. Otros Pseudaelurus se trasladaron hacia el este a través del puente de Beringia hasta Norteamérica, donde acabaron evolucionando para convertirse en el gato montés de Norteamérica, el lince y el puma. Hace dos o tres millones de años aproximadamente, tras la formación del istmo de Panamá, los primeros felinos cruzaron hasta Suramérica; allí evolucionaron aislados y se convirtieron en diversas especies que no se encuentran en ninguna otra parte, como el ocelote y el gato de Geoffroy. Los grandes felinos —leones, tigres, jaguares y leopardos— evolucionaron en Asia y después se extendieron por Europa y Norteamérica, sus lugares de distribución actuales no son más que una pequeña reliquia de los lugares donde solían encontrarse hace unos pocos millones de años. Es notable que los antepasados lejanos de los gatos domésticos actuales hayan evolucionado al parecer en Norteamérica hace unos ocho millones de años, y después emigraran de nuevo hacia Asia unos dos millones de años más tarde. Hace unos tres millones de años, esos felinos empezaron a evolucionar hasta convertirse en las especies que conocemos actualmente, como el gato montés, el gato del desierto y el chaus; aproximadamente en ese momento también empezó a surgir un linaje asiático diferente, en el que encontramos el gato de Pallas y el gato pescador.4

No tenemos prueba alguna de que los natufienses domesticaran deliberadamente a los gatos. Como los ratones antes que ellos, los gatos se limitaron a llegar para explotar el nuevo recurso que había creado el inicio de la agricultura. A medida que la agricultura natufiense se iba complicando, con una variedad creciente de cosechas y la domesticación de animales como las ovejas y las cabras, y a medida que la agricultura se iba extendiendo a otras regiones y culturas, se multiplicaron las oportunidades que los gatos tenían a su disposición. No eran gatos mascota como los que conocemos ahora, sino, más bien, los gatos que se aprovechaban de esas concentraciones de ratones se habrían parecido más a los zorros de hoy en día, capaces de adaptarse a un entorno humano, pero conservando aún su modo de ser esencialmente asilvestrado. La domesticación surgiría mucho más tarde.

Sabemos sorprendentemente poco acerca de los gatos salvajes del Creciente Fértil y las zonas de alrededor (véase el recuadro de la pág. 47, «La evolución de los gatos»). Los registros arqueológicos nos indican que hace 10.000 años, en la región vivieron varias especies, todas ellas acudieron atraídas por grandes concentraciones de ratones. Sabemos que más adelante, los antiguos egipcios tenían numerosos gatos de la jungla o chaus, Felis chaus, domesticados; pero los gatos de la jungla son mucho más voluminosos que los gatos salvajes, ya que pesan entre cinco y diez kilos, y son lo bastante grandes como para matar gacelas jóvenes y ciervos moteados. Aunque en su dieta habitual se incluyen los roedores, es posible que fueran demasiado grandes como para acceder con regularidad a los graneros. Por otra parte es posible también que tuvieran un carácter demasiado difícil como para vivir con el hombre. Tenemos pruebas de que los egipcios intentaron domesticarlos e incluso entrenarlos como controladores de roedores, pero al parecer sin éxito.

Contemporáneos a ellos fueron los gatos del desierto, Felis margarita, animales nocturnos de grandes orejas que cazan de noche utilizando su agudo oído. Además, tienen menos miedo del ser humano y, por tanto, pudieron considerarse buenos candidatos para la domesticación. Pero están hechos para la vida en el desierto —las almohadillas de sus patas están cubiertas de espeso pelo para protegerlos de la arena caliente— de modo que habría pocos cerca de los primeros almacenes de grano; los natufienses solían construir sus aldeas en zonas boscosas.

A medida que la civilización se extendió hacia el este a través de Asia, iba entrando en contacto con otras especies de felinos. En Chanhudaro, una ciudad construida por la civilización harappan cerca del río Indo, en lo que ahora es Pakistán, los arqueólogos encontraron un ladrillo de 5.000 años de antigüedad con la pata de un gato impresa, y la de un perro superpuesta. Al parecer, el gato pisó corriendo el ladrillo que secaba al sol, seguido de cerca por un perro que seguramente le querría dar caza. La huella es más grande que la de un gato doméstico, y su pata palmeada y las largas garras lo identifican como un gato pescador, Felis viverrina, que se extiende hoy día desde la cuenca del Indo hasta el este y el sur, en Sumatra en Indonesia (aunque no en el Creciente Fértil). Como sugiere su nombre, el gato pescador es un buen nadador y se especializa en atrapar peces y aves acuáticas. Aunque también caza pequeños roedores, es difícil imaginar que pudiera cambiar de dieta y limitarse a comer sobre todo ratones, así que también es un candidato poco probable para la domesticación.