En la mente de un perro - Alexandra Horowitz - E-Book
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En la mente de un perro E-Book

Alexandra Horowitz

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Beschreibung

¿Qué piensan los perros? ¿Cómo se relacionan con el mundo que los rodea? ¿Cómo interaccionan con los humanos? ¿Qué les dicen sus sentidos? La autora de este libro, psicóloga cognitiva que lleva años trabajando con animales, se introduce En la mente de un perro y nos explica qué ve, huele, siente... Y las conclusiones son en muchos casos sorprendentes. Imprescindible para los amantes de los perros, pero también para cualquiera interesado por la ciencia, este fascinante ensayo nos explica por qué un perro siente el impulso irrefrenable de perseguir a un ciclista, cómo es capaz de oler no sólo la comida sino también la tristeza de los humanos e incluso el paso del tiempo, cómo su oído le permite escuchar la vibración de los insectos al volar o el zumbido de un fluorescente.... En definitiva, cómo se ve el mundo desde la mente de un perro.

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Título original: Inside of a dog

© Alexandra Horowitz

© de la traducción: Roc Filella Escolà

© de esta edición digital: RBA Libros, S. A., 2013 Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelonarbalibros.com

CÓDIGO SAP: OEBO107

ISBN: 978-84-9867-966-3

COMPOSICIÓN DIGITAL: El Taller Editorial

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

INTRODUCCIÓN

Nota preliminar sobre el perro, el adiestramiento y los propietarios • Llamar «el perro» a un perro • El adiestramiento del perro • El perro y su propietario

 

EL UMWELT: EL PUNTO DE OLFATO DEL PERRO

Cógeme el impermeable, por favor • Cómo ve el mundo la garrapata • Situémonos en el Umwelt • El significado de las cosas • Preguntémosle al perro • Los besos del perro • Perrólogos

 

ALGUIEN DE CASA

Cómo hacer un perro: instrucciones paso a paso • Cómo los lobos se convirtieron en perros • Nada de lobo • Y entonces, nuestros ojos se encontraron... • Perros de todo tipo • La diferencia distintiva entre las razas • Animales entre comillas • Canis unfamiliaris • Darle forma a nuestro perro

 

EL OLOR

Los olfateadores • Una nariz de narices • La nariz vomeronasal • El aguerrido olor de la piedra • Los simios de olor fuerte • No pongas cara de miedo • El olor de la enfermedad • El olor del perro • Las hojas y el césped • ¡Mmm, esos olorcillos!

EL HABLA

En voz alta • Las orejas del perro • ¿Mudo? Ni hablar • Quejidos, gruñidos, chillidos y risitas • Guau, guau • El cuerpo y la cola • Intenciones ocultas

 

LA VISTA

Los ojos del recogepelotas • ¡Trae la pelota! • ¡Trae la pelota verde! • ¡Trae la pelota verde que está rebotando... en la televisión! • El Umwelt visual

 

VISTOS POR EL PERRO

Los ojos del niño • La atención de los animales • La mirada mutua • El seguimiento de la mirada • Conseguir la atención • Avisos • Manipular la atención

 

ANTROPÓLOGOS CANINOS

Deconstrucción de los poderes psíquicos del perro • Cómo nos interpreta el perro • Todo sobre ti

 

MENTES NOBLES

¡Qué listo es mi perro! • Aprender de los demás • ¡Fíjate: así! Ahora tú • Más de humano que de pájaro • La teoría de la mente • La teoría de la mente del perro • El juego y la mente • Cómo quedó el chihuahua • No humano

 

EN LA MENTE DE UN PERRO

I. Qué sabe el perro • Los días del perro (sobre el tiempo) • El perro interior (sobre ellos mismos) • Los años del perro (sobre su pasado y su futuro) • Buen perro (sobre lo correcto y lo incorrecto) • La edad del perro (sobre las emergencias y la muerte) • II. Qué es ser perro • Está cerca del suelo... • ...se puede lamer... • ...cabe o no cabe en la boca... • ...está lleno de detalles... • ...ocurre en este momento... • ...es efímero y se sucede velozmente... • ...lo lleva escrito en la cara...

 

ME ENAMORASTE EN CUANTO TE VI

Merecedores de afecto • Animales que se tocan • En cuanto te vi • El baile • El efecto del vínculo

 

LA IMPORTANCIA DE LAS MAÑANAS

Salgamos «a oler» • Adiestrémoslo con sensatez • Dejemos que sea perro • Pensemos en sus razones • Démosle algo que hacer • Juguemos con él • Observémoslo bien • Espiémoslo • No lo bañemos todos los días • Interpretemos las señas que nos hace • Acariciémoslo con cariño • Mejor un chucho • Antropomorficemos al perro teniendo en cuenta su Umwelt

 

EPÍLOGO: MI PERRA Y YO

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

 

 

A los perros

 

 

Fuera del perro, el libro es el mejor amigo del hombre. Dentro del perro está demasiado oscuro para leer.

 

Frase atribuida a GROUCHO MARX

INTRODUCCIÓN

Primero se ve la cabeza. En lo alto del promontorio asoma un hocico, moqueando. De momento no se ve nada a lo que esté unido. Luego aparece una extremidad, seguida sin prisas de una segunda, una tercera y una cuarta, y sobre ellas veinte kilos de cuerpo. El perro lobo, noventa centímetros hasta los hombros y ciento cincuenta hasta la cola, espía al peludo chihuahua, de un tamaño que es la mitad de la media de los perros, que está en la hierba a los pies de su amo. Pesa tres kilos, y todo él tiembla. De un salto indolente, con las orejas tiesas, el perro lobo se coloca delante del chihuahua. Éste aparta la vista recatadamente; el otro se inclina hasta su nivel y lo mordisquea en el costado. El chihuahua se gira hacia el perro lobo, que levanta su parte trasera, con la cola en alto, dispuesto a atacar. En lugar de huir del peligro evidente, el chihuahua imita su postura, de un brinco se coloca ante su cara y le agarra el hocico con sus diminutas patas. Empiezan a jugar.

  

Durante cinco minutos los dos perros dan volteretas, se agarran, se muerden y se embisten. El perro lobo se tumba de lado y el chihuahua le responde con ataques a la cara, el vientre y las patas. Con un golpe del perro mayor el pequeño sale despedido hacia atrás, y se aleja poco a poco del alcance del otro. El perro lobo ladra, salta y se levanta de nuevo sobre sus cuatro patas con un ruido sordo. La reacción del chihuahua es lanzarse contra una de esas patas y morderla, con fuerza. Están medio abrazados —el pastor alemán rodea con su boca el pequeño cuerpo del chihuahua, y éste le devuelve el gesto con un lametón en la cara—, cuando el amo del perro lobo pone una correa al collar y tira para que se levante otra vez. El chihuahua se yergue, los mira, da un ladrido y regresa corriendo a su amo.

Estos perros son de un tamaño tan dispar que bien pudieran pertenecer a especies distintas. La simplicidad con que juegan siempre me ha desconcertado. El perro lobo se abalanzó sobre el chihuahua, lo mordisqueó y lo ciñó con la boca; pero el perrito reaccionó sin miedo y con idéntica determinación. ¿Qué explica la capacidad de ambos de jugar juntos? ¿Por qué el perro lobo no ve en el chihuahua una presa? ¿Por qué el chihuahua no ve en el perro lobo un depredador? Pues resulta que la respuesta no tiene nada que ver con los delirios de grandeza del primero ni con la falta de instinto predador del segundo. Ni se trata tampoco de la simple consecuencia de un instinto innato.

Hay dos formas de aprender cómo funciona el juego —y de averiguar qué piensan, perciben y dicen los perros mientras juegan—: nacer perro o dedicar mucho tiempo a observar detenidamente a los perros. La primera era inalcanzable. Acompáñeme el lector en la exposición de lo que he averiguado con esa observación.

Soy persona de perros.

En mi casa siempre ha habido algún perro. Mi afinidad con ellos empezó con nuestro perro familiar, Aster, con sus ojos azules, su cola caída y sus excursiones nocturnas por el barrio que tan a menudo me tenían levantada, en pijama y preocupada, a la espera de su regreso a medianoche. Lloré mucho tiempo la muerte de Heidi, una springer spaniel que se lanzó fogosa directamente bajo las ruedas de un coche que avanzaba por la carretera que pasaba cerca de casa —mi imaginación infantil retuvo la imagen de su lengua que salía por la comisura de la boca y la de sus largas orejas que ondeaban con el alegre vigor de la carrera—. En mis años de universitaria, miraba con admiración y cariño a Beckett, un chow chow cruzado que me vigilaba estoicamente cuando salía de casa.

Y hoy tengo a mis pies el cuerpo cálido, jadeante y de pelo rizado de Pumpernickel, Pump, un chucho de dieciséis años que vive conmigo desde que nació y que me ha acompañado a lo largo de mi madurez. He empezado todos y cada uno de los días de mi estancia en cinco estados, de mis cinco años en la universidad y de mis cuatro trabajos con su cola moviéndose para saludarme cuando me oye despertar por la mañana. Como cualquier amante de los perros comprenderá, no puedo imaginar mi vida sin esta perra.

Soy persona de perros, amante de los perros. Y también soy científica.

Estudio el comportamiento animal. Profesionalmente, tengo cuidado de no antropomorfizar a los animales, de no atribuirles sentimientos, pensamientos y deseos que las personas empleamos para describirnos. Al aprender cómo estudiar la conducta de los animales, me enseñaron y adopté el código del científico para explicar acciones: ser objetivo; no explicar una conducta apelando a un proceso mental cuando se puede definir mediante procesos más simples; no olvidar que un fenómeno que no sea observable ni confirmable no es objeto de la ciencia. En la actualidad, como profesora de comportamiento, cognición comparativa y psicología animales, baso mis enseñanzas en textos autorizados y de prestigio que se ocupan de lo cuantificable. En ellos, todo se expone siempre con el mismo tono regular y objetivo, desde las explicaciones hormonales y genéticas de la conducta social de los animales hasta las respuestas condicionadas, los patrones de acción fijos y las tasas óptimas de búsqueda.

Pero...

Esos textos, veladamente, dejan sin responder la mayor parte de las preguntas de mis alumnos sobre animales. En las conferencias donde expongo mis investigaciones, otros académicos dirigen inevitablemente las charlas posteriores a las ponencias hacia sus propias experiencias con sus mascotas. Y siempre se plantean las mismas cuestiones que me había hecho sobre mi perro —sin que surja de improviso un raudal de respuestas—. La ciencia, tal como se practica y se plasma en los manuales, raramente se ocupa de nuestras experiencias fruto de vivir con nuestros animales y tratar de comprender su mente.

En mis primeros años en la universidad, cuando empecé a estudiar la ciencia de la mente, con interés especial por la de los animales no humanos, nunca se me ocurrió ocuparme de los perros. Me parecían muy familiares, con una conducta bien sabida. Nada hay que aprender de los perros, decían mis colegas: son criaturas simples y felices a las que debemos adiestrar, alimentar y querer, y esto es todo. En los perros no existen datos. Ésta era la idea dominante entre los científicos. Mi director de tesis estudiaba los babuinos, una ocupación respetable: los primates son los animales preferidos en el campo de la cognición animal. Se da por supuesto que el lugar donde más probabilidades hay de hallar habilidades y un tipo de cognición similares a las nuestras es en nuestros hermanos primates. Era, y sigue siendo, la idea dominante entre los científicos conductistas. Peor aún, parecía que los propietarios de perros se habían ocupado ya de la teorización sobre la mente del perro, y de sus anécdotas y su antropomorfización erróneamente aplicada surgían las convenientes teorías. La propia idea de mente del perro estaba contaminada.

Pero...

En mis años de universitaria en California, pasaba muchas horas de ocio con Pumpernickel en los parques y las playas de la zona donde podían entrar los perros. Era la época de mi formación como etóloga, científica del comportamiento animal. Entré a formar parte de dos grupos de investigación que observaban unas criaturas altamente sociales: los rinocerontes blancos del Wild Animal Park, en Escondido, y los bonobos (chimpancés enanos) de este parque y del Zoológico de San Diego. Aprendí la ciencia de las observaciones minuciosas, la recogida de datos y el análisis estadístico. Con el tiempo, esta forma de observar la realidad empezó a impregnar aquellas horas de recreo que pasaba en los parques para perros. De repente, los perros, con su fluido paso entre su propio mundo social y el de las personas, se transformaron en completos desconocidos: dejé de ver su conducta como algo simple y bien comprendido.

Donde antes veía un juego que me hacía sonreír entre Pumpernickel y un bull terrier, ahora advertía un baile complejo que requería una cooperación mutua, unas comunicaciones de fracciones de segundo y la evaluación de las capacidades y deseos de cada uno. El más leve giro de la cabeza o del hocico ahora parecía apuntar a un blanco y tener su significado. Veía perros cuyos propietarios no entendían nada de lo que hacían; descubrí a perros demasiado inteligentes para sus compañeros de juego; observaba personas que malinterpretaban las peticiones caninas como si fueran confusión, y el placer como si fuera agresividad. Empecé a llevar con nosotros una videocámara y a grabar nuestras salidas a los parques. En casa miraba las cintas de los perros: cintas de persecuciones, peleas, caricias mutuas, carreras y ladridos. Con aquella nueva sensibilidad a la posible riqueza de las interacciones sociales en un mundo completamente ajeno a la lingüística, todas aquellas actividades que antes consideraba corrientes ahora me parecían una fuente de información sin explorar. Cuando empecé a observar los vídeos a cámara superlenta, percibí conductas que jamás había visto en todos los años de había convivido con perros. Los juegos más simples entre dos perros, cuando los analizaba detenidamente, se tornaban una vertiginosa serie de comportamientos sincronizados, de activos intercambios de papeles y de variaciones de las exteriorizaciones comunicativas; una flexible adaptación a la atención de los demás, y un movimiento rápido entre una gran diversidad de actos lúdicos.

Lo que contemplaba eran instantáneas de las mentes de los perros, que se manifestaban en sus formas de comunicarse entre ellos y en sus intentos de hacerlo con las personas de su alrededor, y también en su modo de interpretar las acciones de otros perros y de las personas.

Ya nunca volví a ver a Pumpernickel, ni a ningún otro perro, igual. El cristal de la ciencia con que ahora los miraba, lejos de aguarme la fiesta de interactuar con él, me proporcionaba una forma nueva y valiosa de observar lo que hacía: una nueva manera de entender la vida como perro.

Desde las primeras horas de observación de aquellas cintas, no he dejado de estudiar el juego de los perros: cuando juegan entre sí y cuando lo hacen con las personas. Sin darme cuenta, participaba en un cambio radical que se estaba produciendo en la actitud de la ciencia hacia el estudio del perro. La transformación no es aún completa, pero el panorama de los estudios sobre perros ya es notablemente distinto del de hace veinte años. Donde antes no había más que un número inapreciable de estudios sobre la cognición y el comportamiento animales, hoy existen conferencias sobre el perro, grupos de investigación dedicados a su análisis, estudios experimentales y etológicos sobre el perro en Estados Unidos y otros países, y las publicaciones científicas están salpicadas de este tipo de investigaciones. Los científicos que se dedican a todas esas tareas ven lo que yo he visto: el perro es una perfecta puerta de entrada al estudio de los animales no humanos. Los perros llevan viviendo con los humanos miles de años, tal vez cientos de miles. Mediante la selección artificial de la domesticación, han evolucionado hasta ser sensibles precisamente a todo aquello que compone de forma importante nuestra cognición; entre otras cosas, y fundamentalmente, la atención a los demás.

En este libro expongo al lector la ciencia del perro. Los científicos que trabajan en los laboratorios y en este campo, estudiando los perros trabajadores y los perros de compañía, han reunido una impresionante cantidad de información sobre la biología del perro —sus capacidades sensoriales, su conducta— y sobre la psicología del perro —su cognición—. A partir de los resultados acumulados tras cientos de programas de investigación, podemos empezar a elaborar una imagen del perro desde dentro —la habilidad de su hocico, lo que oye, cómo nos dirige la vista y el cerebro que está detrás de todo ello—. El trabajo sobre la cognición del perro incluye el mío propio, pero se extiende mucho más allá, hasta resumir todos los resultados de los estudios más recientes. Para algunos temas sobre los que aún no existe información fiable sobre los perros, incorporo estudios sobre otros animales que pueden ayudarnos a comprender también la vida del perro. (Para quienes tengan curiosidad por las fuentes originales de lo que aquí se expone al final del libro hay una completa relación de éstas.)

En nada perjudicamos al perro si soltamos la correa para alejarnos y observarlo desde una perspectiva científica. Sus capacidades y su punto de vista merecen una atención especial. Y el resultado es magnífico: la ciencia, lejos de distanciarnos de este animal, nos aproxima más a él, de modo que la naturaleza del perro puede maravillarnos todavía más. El proceso y los resultados de la ciencia, si se utilizan con rigor pero con creatividad, pueden arrojar nueva luz sobre lo que las personas comentan a diario acerca de lo que su perro sabe, entiende o cree. En mi viaje personal, al aprender a observar el comportamiento de mi propio perro de forma sistemática y científica, llegué a comprenderlo y a apreciarlo mejor, y a tener con él una relación también de mayor calidad.

Me he adentrado en el perro y he vislumbrado su punto de vista. El lector puede hacer lo mismo. Si tiene un perro a su lado en la habitación, lo que ve en esa espléndida y lanosa masa de naturaleza canina está a punto de cambiar.

NOTA PRELIMINAR SOBRE EL PERRO, EL ADIESTRAMIENTO Y LOS PROPIETARIOS

Llamar «el perro» a un perro

Es propio de la naturaleza del estudio científico de los animales no humanos que unos pocos individuos animales a los que se ha observado, adiestrado o diseccionado con el más meticuloso detalle pasen a representar toda su especie. Sin embargo, con los humanos nunca permitimos que la conducta de uno de ellos personifique la de todos nosotros. Si un hombre no consigue resolver el cubo de Rubik en una hora, no deducimos de tal hecho que ningún otro hombre lo vaya a conseguir (a menos que el primero haya superado a todos los hombres vivos). Aquí nuestro sentido de la individualidad es más fuerte que nuestro sentido de una biología compartida. Cuando se trata de describir nuestras potenciales aptitudes físicas y cognitivas, primero somos individuos y después miembros del género humano.

En cambio, con los animales el orden es el contrario. La ciencia considera a los animales, antes que nada, representantes de su especie, y después individuos. Estamos habituados a ver un solo animal o dos en el zoo como representantes de su especie; para la dirección del zoo son incluso «embajadores» inconscientes de su especie. Nuestra visión de la uniformidad de los miembros de una especie la ilustra perfectamente la comparación que hacemos de su inteligencia. Para probar la hipótesis, de larga tradición popular, de que poseer un cerebro más grande indica mayor inteligencia, se comparó el volumen cerebral de chimpancés, monos y ratas con el cerebro de los humanos. Es evidente que el cerebro del chimpancé es más pequeño que el nuestro, el del mono, menor que el del chimpancé, y el de la rata no es más que un nódulo del tamaño del cerebelo del cerebro de los primates. Hasta aquí, la historia es bien conocida. Lo que resulta más sorprendente es que los cerebros que se utilizaron con fines comparativos eran los de sólo dos o tres chimpancés y monos. Ese par de animales que tuvieron la desgracia de perder la cabeza en favor de la ciencia fueron considerados desde entonces perfectos representantes de los monos y los chimpancés. Pero no se tenía ni idea de si resultaba que eran unos monos con un cerebro particularmente grande o unos chimpancés con un cerebro más pequeño de lo normal.1

Asimismo, si un animal individual o un pequeño grupo de animales no superan un experimento psicológico, la especie queda marcada con el signo de tal incapacidad. Aunque la agrupación de los animales por la semejanza biológica es sin duda una forma útil de abreviar, de ello deriva una extraña consecuencia: tendemos a hablar de la especie como si todos sus miembros fueran iguales. Con los humanos nunca hacemos tal generalización. Si un perro, ante la oportunidad de escoger entre una pila de veinte galletas y otra de diez, elige la última, normalmente la conclusión se formula con el artículo determinado: «el perro» no sabe distinguir entre pilas grandes y pequeñas, en lugar de «un perro» no sabe hacer tal distinción.

Así pues, cuando hablo del perro, implícitamente hablo de los perros estudiados hasta la fecha. Pudiera ser que los resultados de muchos experimentos bien desarrollados nos permitan generalizar razonablemente a todos los perros, y punto. Pero, aun en este caso, las variaciones entre cada uno de los perros serán muchas: un perro puede tener un olfato especialmente fino, quizá nunca nos mire a los ojos, tal vez le guste su cama o no soporte que lo toquen. No hay que considerar significativas todas las conductas de un perro, ni tomarlas como algo intrínseco ni fantástico; a veces simplemente son así, como nos ocurre a las personas. Dicho esto, lo que expongo a continuación es la capacidad conocida del perro; es posible que los resultados que el lector obtenga sean distintos.

El adiestramiento del perro

Este libro no trata del adiestramiento del perro. Pero es posible que lo que aquí se dice capacite al lector, de forma inadvertida, para amaestrar al suyo. Esto nos pondría a la altura de los perros, que, sin contar con libro alguno sobre las personas, ya han aprendido a adiestrarnos sin que nos percatemos de ello.

La literatura sobre el adiestramiento del perro y la que versa sobre su cognición y su comportamiento no se solapan mucho. Pero los amaestradores de perros sí siguen unos principios básicos de psicología y etología, unas veces con efectos muy relevantes, y otras con un final desastroso. La mayoría de ellos parten del principio de aprendizaje asociativo. Todos los animales, incluidos los humanos, aprenden fácilmente a establecer asociaciones entre sucesos. El aprendizaje asociativo está en la base de los paradigmas del condicionamiento «operante», en los que se ofrece una recompensa (un capricho, una atención, un juguete, una palmadita) después de que se produzca la conducta deseada (que el perro se siente). Mediante la aplicación repetida, se puede configurar en el perro la nueva conducta que se desee, ya sea la de tumbarse y revolcarse en el suelo o, para los más ambiciosos, la de esquiar con toda tranquilidad sobre el agua mientras es arrastrado por una lancha.

Sin embargo, ocurre a menudo que los principios del adiestramiento chocan con el estudio científico del perro. Por ejemplo, muchos entrenadores se basan en la analogía entre el adiestramiento del perro y la del lobo como elemento informativo sobre cómo hay que ver y tratar a los perros. Una analogía sólo puede ser tan buena como su fuente. En este caso, como veremos, el conocimiento que los científicos tienen del comportamiento del lobo es limitado y lo que sabemos muchas veces contradice la idea convencional con que se refuerzan esas analogías.

Además, los métodos de adiestramiento no están científicamente verificados, aunque algunos que los emplean digan lo contrario. Es decir, no se ha evaluado ningún programa mediante la comparación del rendimiento de un grupo experimental al que se amaestre y el de un grupo de control cuya vida es idéntica salvo por la ausencia de un programa de adiestramiento. Quienes acuden a los adiestradores suelen tener dos características en común: sus perros son menos «obedientes» que la media y ellos, los amos, están más motivados que el amo medio para que cambien esa conducta. Dada esta combinación de condiciones y pasados unos meses, es muy probable que el perro se comporte de forma distinta después del adiestramiento, casi con independencia de cuál haya sido éste.

Los éxitos que se consiguen tras el adiestramiento son apasionantes, pero no demuestran que sean fruto del método empleado. El éxito podría ser indicativo de un buen adiestramiento. Pero también pudiera tratarse de una afortunada casualidad. También podría tratarse del resultado de haber prestado más atención al perro en el transcurso del programa. Podría ser consecuencia de la maduración del perro durante el proceso. O de que haya desaparecido aquel perro tan agresivo de la esquina. En otras palabras, el éxito podría ser el resultado de decenas de otros cambios concurrentes en la vida del perro. Son unas posibilidades entre las que no es posible distinguir sin una rigurosa comprobación científica.

Y lo más importante es que por lo general el adiestramiento se adapta a los gustos del propietario —para cambiar al perro de modo que se ajuste a la idea que él tiene de la función del animal y de lo que quiere que haga—. Es un objetivo muy distinto de lo que nosotros pretendemos: observar para ver lo que realmente hace el perro y lo que de nosotros quiere y entiende.

El perro y su propietario

Se está imponiendo la moda de hablar no ya de ser propietario de una mascota, sino de tutelar una mascota o de gozar de su compañía. Los escritores ingeniosos hablan de los «humanos» de los perros, con lo que igualmente dirigen la flecha de la propiedad hacia nosotros. En este libro a menudo llamo propietarios a las familias con quienes viven los perros simplemente porque la palabra expresa la relación legal que tenemos con ellos: por raro que parezca, se los sigue considerando una propiedad (y una propiedad de escaso valor compensatorio, aparte del valor de cría,* una condición que espero que ningún lector tenga que vivir nunca personalmente). Celebraré el día en que los perros no sean de mi propiedad. Hasta entonces, utilizaré la palabra propietario sin ningún sentido político, simplemente por conveniencia y sin otro motivo. Por la misma razón hablo en masculino para referirme a ambos sexos, y sólo en femenino cuando aludo específicamente a la perra.

EL UMWELT: EL PUNTO DE OLFATO DEL PERRO

Esta mañana me ha despertado Pump, que ha saltado a mi cama y ha empezado a olisquearme enérgicamente a muy escasa distancia, con sus bigotes rozándome los labios, para ver si estaba despierta o viva o lo que fuera. Su entusiasmo ha culminado con un sonoro estornudo ante mi cara. He abierto los ojos y me miraba, sonriente, y me ha saludado jadeante.

 

 

Observemos un perro. Vamos, fijémonos en él: quizás el que está a nuestro lado en este mismo momento, enrollado alrededor de sus patas recogidas sobre una alfombra, o tendido de lado en el suelo, con las patas revoloteando por la pradera de su sueño. Mirémoslo bien y olvidémonos ahora de todo lo que sabemos sobre este perro o sobre cualquier otro.

Admito que es una proposición ridícula: realmente no espero que podamos olvidar con facilidad su nombre ni la comida que más le gusta, ni el perfil único de nuestro perro, ni mucho menos todo lo referente a él. Equiparo este ejercicio al de pedir al neófito en la meditación que entre en el satori, el estado superior, al primer intento: probémoslo y veamos hasta dónde llegamos. La ciencia, en su búsqueda de la objetividad, exige que uno adquiera conciencia de los prejuicios anteriores y de la perspectiva personal. Al mirar los perros a través del cristal de la ciencia, nos encontraremos con que parte de lo que creemos saber sobre ellos está completamente comprobado; en cambio, otras cosas que parecen manifiestamente verdaderas, después de un examen más minucioso son más dudosas de lo que pensábamos. Y al contemplar nuestros perros desde otra perspectiva —desde la perspectiva del perro— podemos ver cosas nuevas que normalmente no se les hacen evidentes a quienes están lastrados por el cerebro humano. De modo que la mejor forma de empezar a comprender a los perros es olvidar lo que pensamos que sabemos.

Lo primero que hay que olvidar es cualquier tipo de antropomorfismo. Vemos e imaginamos el comportamiento del perro y hablamos de él desde una perspectiva humana sesgada, e imponemos a esas vellosas criaturas nuestros sentimientos y pensamientos. Es evidente, diremos, que los perros aman y desean; es evidente que sueñan y piensan; también nos conocen y comprenden, se aburren, son celosos y se deprimen. ¿Qué otra explicación más natural se podría dar del perro que se nos queda mirando con pesar cuando salimos de casa para ir a trabajar, que la de su depresión por vernos partir?

La respuesta es: una explicación basada en lo que los perros realmente tienen capacidad de sentir, saber y comprender. Utilizamos estas palabras, estos antropomorfismos, para ayudarnos a comprender la conducta de los perros. Naturalmente, albergamos unos prejuicios internos hacia las experiencias humanas que nos llevan a entender las experiencias de los animales sólo en la medida en que coinciden con las nuestras. Recordamos historias que confirman nuestras descripciones de los animales y olvidamos cómodamente las que no muestran tal coincidencia. Y no dudamos en afirmar «datos» sobre simios, perros, elefantes o cualquier otro animal sin disponer de unas pruebas adecuadas. Para muchos de nosotros, nuestra interacción con los animales que no son mascotas empieza y termina en lo que vemos en el zoo o en programas de televisión. La cantidad de información útil de este tipo de observación que podemos vislumbrar es limitada: un encuentro tan pasivo desvela menos aún de lo que obtenemos al mirar de soslayo a la ventana del vecino mientras paseamos junto a su casa.2 Al menos, el vecino es de nuestra misma especie.

Los antropomorfismos no son inherentemente odiosos. Nacen de los intentos por comprender el mundo, no para subvertirlo. Nuestros ancestros humanos recurrían de forma regular a la antropomorfización en su empeño por explicar y prever la conducta de otros animales, incluidos aquellos de los que se querían alimentar o aquellos que se los querían comer a ellos. Imaginemos que nos encontramos con un extraño jaguar de ojos brillantes al anochecer en la selva, y le miramos fijamente a los ojos, que a su vez nos contemplan sin parpadear. En ese momento, probablemente lo adecuado sería meditar un poco sobre lo que pensaríamos «si fuéramos el jaguar», una reflexión que nos impulsaría a alejarnos corriendo. Los humanos perduraron: lo que acabamos por atribuir a los animales tuvo, cuanto menos, cierto grado de verdad.

Lo habitual, sin embargo, es que ya no nos encontremos en la situación de tener que imaginar los deseos del jaguar a tiempo para escapar de sus garras. En cambio, metemos los animales en casa para que pasen a formar parte de la familia. Para tal fin, el antropomorfismo no nos puede ayudar a integrar esos animales en nuestro hogar, ni a tener con ellos una relación más fluida y completa. Esto no significa que siempre nos equivoquemos en lo que atribuimos a los animales: tal vez sea verdad que nuestro perro está triste, celoso, inquisitivo o deprimido, o que le apetece un sándwich de mantequilla de cacahuete. Pero es casi seguro que no tiene justificación hablar, digamos, de depresión por las pruebas de que disponemos: unos ojos llorosos, un sonoro suspiro. Nuestras proyecciones sobre los animales normalmente se empobrecen, o están completamente fuera de lugar. Podemos pensar que un animal es feliz cuando vemos que levanta las comisuras de los labios; pero esta «sonrisa» puede ser engañosa. En los delfines, la sonrisa es una característica fisiológica fija, inmutable como la lisonjera sonrisa pintada en la cara del payaso. Entre los chimpancés, lo que parece una sonrisa es signo de miedo o sumisión, lo más opuesto a la felicidad. Asimismo, la persona puede levantar las cejas cuando se sorprende, pero en el mono capuchino el mismo gesto no indica sorpresa, ni manifiesta escepticismo o alarma: advierte a los monos de su alrededor de que sus intenciones son amistosas. En cambio, entre los babuinos la ceja levantada puede significar una amenaza deliberada (lección: cuidado con el mono al que mostremos las cejas enarcadas). Nuestra responsabilidad es confirmar o refutar lo que afirmamos sobre los animales.

Deducir de unos ojos llorosos que existe una depresión puede parecer algo bondadoso, pero sucede a menudo que en el antropomorfismo lo bondadoso se convierte en dañino. En algunos casos, incluso pone en riesgo el bienestar del animal en cuestión. Si al perro le suministramos antidepresivos por la interpretación que hacemos de su mirada, debemos estar seguros de lo que deducimos. Cuando presumimos que sabemos qué es lo mejor para un animal, extrapolando lo que es mejor para nosotros u otra persona, es posible que inadvertidamente actuemos en contra de lo que nos proponemos. Por ejemplo, en los últimos años se ha hablado mucho de lo que hay que hacer para mejorar el bienestar de los animales que se crían para la alimentación humana, como que los pollos puedan salir al aire libre o que tengan sitio para moverse en sus recintos. Aunque el final del pollo resulte el mismo —ser la cena de cualquiera—, cada vez es mayor el interés por el bienestar de los animales antes de ser sacrificados.

Pero ¿desean moverse libremente? Según la sabiduría popular, a nadie, humano o no, le gusta estar apretujado entre otros. Parece que los hechos lo confirman: ante la posibilidad de elegir entre subir a un vagón del metro repleto de viajeros sudorosos y estresados o a otro con sólo unas cuantas personas, optamos por el segundo sin pensarlo (considerando, por supuesto, que pueda haber también alguna otra razón —una persona que huela especialmente mal o un fallo en la refrigeración— que explique esa distribución). En cambio, la conducta natural de los pollos indica todo lo contrario: se apiñan. No se separan del grupo por propia iniciativa.

Los biólogos realizaron un sencillo experimento para verificar cómo prefieren estar los pollos: tomaron unos cuantos de ellos, los ubicaron aleatoriamente en sus recintos y observaron lo que hacían a continuación. El resultado fue que la mayoría de los pollos se acercaban más a los demás, no se alejaban de ellos, ni siquiera cuando había suficiente espacio. Ante la posibilidad de un espacio donde desplegar las alas... escogían ese vagón abarrotado.

Esto no quiere decir que a los pollos les guste estar apretujados en una jaula, ni que una vida así les sea cómoda. Es inhumano encerrarlos tan juntos que no se puedan mover. Lo que esto significa es que dar por supuesta una semejanza entre las preferencias del pollo y las nuestras no es la forma de saber lo que realmente prefieren estos animales. No es casual que se sacrifique a estos pollos antes de cumplir seis semanas; a esta edad, nuestros polluelos se siguen alimentando de sus madres. Privado de la capacidad de volar, el pollo de granja corre a juntarse con otros pollos.

CÓGEME EL IMPERMEABLE, POR FAVOR

¿Nuestras tendencias antropomórficas nos conducen a fallos tan garrafales en el caso de los perros? Sin duda. Tomemos como ejemplo el impermeable. En la fabricación y compra de esos chubasqueros diminutos, graciosos y de cuatro mangas para perros, se dan por supuestas varias cosas interesantes. Dejemos a un lado la cuestión de si el perro prefiere el de color amarillo claro, uno de cuadros u otro con motivos caninos y felinos bajo un aguacero (evidentemente prefiere los perros y gatos). Muchos amos de perros que los visten con impermeables lo hacen con la mejor intención: han observado, por ejemplo, que el perro se resiste a salir de casa cuando llueve. Parece razonable concluir de esta observación que al perro no le gusta la lluvia.

No le gusta la lluvia. ¿Qué se quiere decir con esto? Que necesariamente le disgusta que la lluvia le caiga sobre el cuerpo, como nos ocurre a la mayoría de nosotros. Pero ¿es una deducción razonable? En este caso, parece que el propio perro da muchas pruebas de que así es. ¿Se ilusiona y mueve la cola cuando le ponemos el impermeable? Se diría que tal reacción avala dicho supuesto... o, si no, la conclusión de que se da cuenta de que la presencia del chubasquero es señal de un paseo largamente esperado. ¿Huye del impermeable? ¿Agacha la cabeza y mete la cola entre las patas? Si así fuera, el anterior supuesto perdería consistencia, aunque no quedaría desmentido por completo. ¿Parece desaliñado cuando se moja? ¿Se sacude el agua con vehemencia? Eso ni confirma ni desmiente la suposición. El perro se muestra un tanto inescrutable.

En este caso, el comportamiento natural de caninos salvajes afines ofrece la mejor información sobre lo que el perro pueda pensar del impermeable. Tanto los perros como los lobos llevan sus propios impermeables puestos de forma permanente, sin duda. Y basta con uno: cuando llueve, es posible que los lobos busquen cobijo, pero no se cubren con ningún material que les ofrezca la naturaleza. Y esta conducta no avala la necesidad del impermeable ni el interés por él. Por otro lado, el chubasquero, además de prenda de abrigo, también es algo distintivo: un manto ajustado, incluso opresivo, que cubre el tronco y el pecho del perro, y en algunos casos también la cabeza. Hay ocasiones en que los lobos sienten presión sobre la espalda o la cabeza: es cuando están dominados por otro lobo, o cuando otro lobo o familiar de mayor edad los regaña. Los dominantes suelen inmovilizar a los subordinados por el hocico. Es lo que se denomina mordida del hocico y explica, quizá, por qué los perros con bozal a veces parecen tan apagados. Y el perro que «vigila» a otro perro impone su dominio. En esta disposición, el perro subordinado siente en el cuerpo la presión del dominante. Podría ser que el impermeable produzca también esta sensación. Así, lo que se experimenta ante todo al llevarlo puesto no es un sentimiento de protección contra la lluvia; al contrario, el impermeable produce la incómoda sensación de que alguien de mayor rango está cerca.

La conducta de la mayoría de los perros cuando sienten que se les pone el impermeable confirma esta interpretación: se quedan clavados en el suelo porque se sienten «dominados». El mismo comportamiento se observa cuando el perro que se resiste al baño de repente deja de batallar al sentirse completamente empapado o cubierto con una toalla pesada y mojada. Es posible que el perro al que se va a vestir colabore en los preparativos para el paseo, pero no porque haya demostrado que le gusta el impermeable; lo hace porque ha sido sometido,3 No se mojará, pero quienes nos preocupamos por que así sea somos nosotros, no el perro. Para evitar este tipo de paso en falso hay que sustituir nuestro instinto de antropomorfización por un instinto de interpretación de la conducta. En la mayoría de los casos es muy sencillo: debemos preguntar al perro qué quiere. Lo único que hay que saber es interpretar su respuesta.

CÓMO VE EL MUNDO LA GARRAPATA

Ésta es la primera herramienta para obtener esa respuesta: imaginar el punto de vista del perro. Jakob von Uexküll, biólogo alemán de principios del siglo XX, dio un giro al estudio científico de los animales. Lo que proponía era revolucionario: quien quiera entender la vida del animal debe empezar por lo que él llamó su Umwelt (pronunciado Um-velt): su mundo subjetivo o «automundo». El Umwelt expresa cómo es la vida para el animal. Pensemos, por ejemplo, en la humilde garrapata de patas negras (Ixodes scapularis). Quien se haya pasado un buen rato acariciando de forma vacilante el cuerpo del perro en busca de esa reveladora cabeza de alfiler que indica la presencia de una garrapata ahíta de sangre, tal vez haya pensado ya en las garrapatas. Lo más probable es que el lector considere que las garrapatas son una plaga y sanseacabó. Apenas si se las puede considerar animales. Von Uexküll, en cambio, reflexionaba sobre cómo vería el tema la propia garrapata.

Repasemos un poco: las garrapatas son parásitos. Miembros de la familia de los arácnidos, una clase que incluye arañas e insectos, tienen cuatro pares de patas, un tipo de cuerpo simple y unas fuertes mandíbulas. Miles de generaciones de evolución han reducido su vida a lo más elemental: nacer, aparearse, comer y morir. Nacen sin patas ni órganos sexuales, que desarrollan en seguida, copulan y trepan hasta alcanzar un buen punto estratégico, por ejemplo una hoja de césped. Aquí es donde su historia se hace asombrosa. De todas las vistas, sonidos y olores del mundo, la garrapata adulta sólo aguarda una cosa. No mira a su alrededor: las garrapatas son ciegas. Ningún sonido la inquieta: los sonidos son irrelevantes para lo que se propone. Sólo espera que le llegue un olor muy concreto: un tufillo de ácido butírico, un ácido graso que emiten las criaturas de sangre caliente (las personas a veces lo percibimos en el sudor). Puede estar aguardando un día, un mes o una docena de años. Pero en cuanto le llega el olor del que está pendiente, se lanza desde su posición. A continuación entra en escena una segunda capacidad sensorial. Como la piel de la garrapata es fotosensible y puede detectar el calor, el insecto se dirige hacia él. Si tiene suerte, ese olor cálido a sudor es el de un animal, al que la garrapata se agarra para tomarse su ración de sangre. Después de alimentarse una sola vez, se cae, pone sus huevos y muere.

Lo que esta historia revela es que el automundo de la garrapata es distinto del nuestro en una inimaginable diversidad de sentidos: lo que siente o quiere; los objetivos que se fija. Para la garrapata, la complejidad de las personas se reduce a dos estímulos: el olor y el calor, en los que concentra toda su atención. Si queremos entender la vida de cualquier animal, debemos saber qué cosas son significativas para él. La primera forma de descubrirlo es determinar qué puede percibir el animal: qué puede ver, oír, oler o advertir con cualquier otro sentido. Para el animal, sólo tienen sentido los objetos que puede percibir; los demás ni siquiera los nota o le parecen todos iguales. ¿El aire que corre entre la hierba? Irrelevante para la garrapata. ¿Los sonidos de una fiesta de cumpleaños de algún niño? No aparecen en su radar. ¿Los deliciosos trocitos de la tarta que han quedado en el suelo? La dejan fría.

En segundo lugar, ¿cómo actúa el animal en el mundo? La garrapata se aparea, espera, cae y se alimenta. Así que para ella los objetos del universo se dividen en garrapatas y no garrapatas; cosas que pueden o no pueden aguardarse; superficies sobre las que se puede o no caer, y sustancias de las que puede o no alimentarse.

Así pues, estos dos componentes —la percepción y la acción— definen y delimitan en gran medida el mundo de todo ser vivo. Todos los animales tienen su propio Umwelt: sus propias realidades subjetivas, lo que Uexküll imaginaba como «pompas de jabón» en cuyo interior quedaban apresados para siempre. También los humanos estamos encerrados en nuestras burbujas. En cada uno de nuestros automundos, por ejemplo, estamos muy atentos al lugar donde están las demás personas y a lo que dicen o hacen. (Pensemos, como contraste, en la indiferencia de la garrapata respecto a nuestros monólogos más emotivos.) Vemos dentro del campo visual con luz, oímos los ruidos audibles y olemos los olores fuertes que se encuentran cerca de nuestra nariz. Sobre esto, cada persona crea su propio Umwelt personal, lleno de objetos de especial significado para ella. La mejor forma de verlo es dejarnos guiar en una ciudad desconocida por una persona que haya nacido y viva en ella. Nos conducirá por un itinerario que a ella le resulta obvio y que a nosotros, en cambio, nos es invisible. Pero ambos compartimos las mismas cosas: no es probable que uno u otro nos detengamos a escuchar el grito ultrasónico de un murciélago de los alrededores; ninguno de los dos olemos lo que el hombre que pasa por nuestro lado cenó anoche (a menos que tomara mucho ajo). Nosotros, las garrapatas y todos los demás animales encajamos en nuestro respectivo medio: somos bombardeados por estímulos, pero sólo unos pocos son significativos para nosotros.

Así pues, los diferentes animales verán un mismo objeto (o, mejor, lo sentirán, pues algunos animales no ven bien o no ven) de forma distinta. Una rosa es siempre una rosa. ¿O no? Para una persona es un determinado tipo de flor, un regalo para los amantes y algo hermoso. Para el escarabajo, la rosa tal vez sea todo un territorio, con lugares donde esconderse (en el reverso de una hoja, invisible para el depredador aéreo), cazar (en la parte superior de la flor, donde crecen las ninfas de la hormiga) y poner los huevos (en el punto en que la hoja se une al tallo). Para el elefante, es una espina imperceptible a sus pies.

Y para el perro ¿qué es una rosa? Como veremos, depende de la interpretación que de ella haga el perro, tanto mediante su cuerpo como en su cerebro. Resulta que, para el perro, la rosa no es ni algo bello ni un mundo en sí mismo. La rosa no se distingue del resto de la materia vegetal que la rodea: a menos que en ella haya orinado otro perro, la haya pisado otro animal o la lleve en la mano el amo del perro. Entonces esa rosa adquiere un vivo interés, ya que para el perro cobra mucha más importancia de la que pueda tener para las personas.

SITUÉMONOS EN EL umwelt

Distinguir los elementos relevantes del mundo del animal —su Umwelt— significa, en cierto sentido, convertirse en especialista en ese animal, sea una garrapata, un perro o un ser humano. Y será la herramienta que utilizaremos para resolver el conflicto entre lo que creemos que sabemos sobre los perros y lo que éstos realmente hacen. Pero sin los antropomorfismos dispondríamos de poco vocabulario con el que describir la experiencia percibida por ellos.

La comprensión de la perspectiva del perro —entender sus capacidades, su experiencia y su comunicación— facilita ese vocabulario. Pero no podemos interpretarla simplemente mediante una introspección que parta de nuestro propio Umwelt. Las personas no somos grandes olfateadores; para imaginar qué es ser un buen olfateador no basta con que pensemos en ello. Este tipo de ejercicio de introspección sólo funciona cuando va acompañado de una comprensión de la profunda diferencia que hay entre nuestro Umwelt y el de otro animal.

Esta diferencia la podemos vislumbrar si «actuamos en» el Umwelt de otro animal, tratando de ponernos en la piel de ese ser vivo —conscientes de las limitaciones que nuestro sistema sensorial impone a nuestra capacidad de hacerlo de verdad—. Pasar una tarde situados a la misma altura que un perro resulta sorprendente. Oler atenta y profundamente (aunque sea con nuestra humilde naricilla) todos los objetos con que nos encontramos a lo largo del día da una nueva dimensión a cosas que nos eran familiares. Mientras lee esto, intente el lector prestar atención a todos los ruidos de la habitación en que se encuentre en este momento y a los que se ha acostumbrado y que, por esta razón, normalmente le pasan desapercibidos. Cuando escucho atentamente, de repente oigo el ventilador que tengo a mi espalda, el pitido de un camión que avanza marcha atrás, el murmullo de múltiples voces que entran al edificio en el que me encuentro; alguien que se acomoda en una silla de madera, los latidos de mi corazón, el ruido que hago al tragar saliva, al volver la página. Si tuviera mejor oído, tal vez percibiría el rasgueo de ese bolígrafo sobre la hoja al otro lado de la habitación, el sonido de la planta al crecer, los gritos ultrasónicos de la inmensa cantidad de insectos que habitan a mis pies. ¿Es posible que en el universo sensorial de otro animal estos sonidos estén en primer plano?

EL SIGNIFICADO DE LAS COSAS

En cierto sentido, ni siquiera los objetos de una habitación son los mismos objetos para otro animal. El perro que observa el interior de esa habitación no piensa que está rodeado de objetos humanos; ve cosas de perro. Lo que nosotros pensamos sobre la finalidad de un objeto, o lo que hace que lo pensemos, es posible que no se corresponda con la idea que el perro tiene de la función o el significado de ese objeto. Los objetos se definen por cómo podemos actuar sobre ellos: lo que Uexküll llama sus tonos funcionales —como si un objeto hiciera sonar una campanilla cuando ponemos los ojos en él—. Es posible que al perro le sea indiferente una silla, pero si se lo adiestra para que se siente en ella de un salto, aprende que la silla tiene un tono de sentarse: uno se puede sentar en ella. Posteriormente, puede ocurrir que el perro decida por cuenta propia que otros objetos tienen ese mismo tono: un sofá, una pila de almohadones o el regazo de una persona sentada en el suelo. Pero el perro no ve otras cosas que a nosotros nos parecen similares a la silla: taburetes, mesas o el brazo de un sofá. Los taburetes y las mesas pertenecen a otra categoría de objetos: quizá son obstáculos con los que topa al dirigirse al tono de comer de la cocina.

Aquí empezamos a ver en qué se solapan y en qué se diferencian las respectivas visiones del mundo del ser humano y del perro. Para éste, muchísimos objetos del mundo tienen un tono de comer, probablemente muchos más de los que nosotros tenemos por tales. Las heces no entran en nuestro menú; los perros discrepan. Es posible que los perros tengan tonos de los que nosotros carecemos por completo —tonos de revolcarse, por ejemplo: cosas en las que uno se puede revolcar—. Si no somos especialmente dados a jugar ni muy jóvenes, la lista de objetos con el tono de revolcarse es muy corta o no existe. Y muchos de los objetos que para nosotros tienen un significado muy concreto —tenedores, cuchillos, martillos, chinchetas, ventiladores, relojes, etc.—, para el perro tienen poco o ningún significado. Para el perro, el martillo no existe. No actúa con él ni sobre él, por lo que no tiene importancia alguna. Al menos, no mientras no se relacione con otro objeto significativo: cuando lo empuña una persona querida; cuando orina sobre él ese perrito tan mono de enfrente; cuando se puede mordisquear su recio mango de madera como si fuera un palo más.

Cuando el perro se encuentra con humanos se produce un choque entre su Umwelt y los de las personas, cuyo resultado suele ser que éstas interpretan mal lo que el perro hace. No ven el mundo desde la perspectiva del perro, tal como él lo ve. Por ejemplo, el amo insiste, con seriedad, en que el perro nunca se tumbe en la cama. Para meterle en la cabeza tal orden, el amo puede adquirir lo que el fabricante de almohadas ha decidido llamar una «cama para perros» y ponerla en el suelo. Hará todo lo posible para que el perro se tumbe en esa cama, no en la prohibida. Lo normal es que el perro lo haga, aunque sea de mala gana. Y así uno se puede sentir satisfecho: otro éxito en la interacción entre la persona y el perro.

Pero ¿es realmente esto lo que ocurre? Muchas veces regresaba a casa pensando en las sábanas calentitas y las mantas arrugadas de mi cama sobre las que estaba tumbado hacía poco el perro inquieto que salía a recibirme a la puerta, a mí o a algún soñoliento intruso invisible. No tenemos problema en ver el significado que la cama tiene para las personas: el propio nombre de las cosas lo deja claro. La cama grande es para las personas; la de perros, para el perro. Las camas de los humanos representan descanso, pueden estar cubiertas de sábanas especialmente escogidas y mostrar todo tipo de mullidos cojines; la cama para perros es un lugar en el que nunca se nos ocurriría sentarnos, es (relativamente) barata y se suele adornar más con juguetes para masticar que con cojines. ¿Y para el perro? Para empezar, no hay una gran diferencia entre una y otra cama —salvo, quizá, que la nuestra es infinitamente más apetecible—. Nuestras camas huelen como nosotros, mientras que la del perro huele como cualquier material que su fabricante tuviera a mano (o peor aún, como las astillas de cedro: un perfume insoportable para el perro pero agradable para nosotros). Y en nuestra cama es donde estamos nosotros: donde holgazaneamos, de donde quizá se nos caen migas del desayuno o desde donde tiramos la ropa que nos quitamos. ¿Qué prefiere el perro? Nuestra cama, no cabe ninguna duda. El perro desconoce todo aquello que hace de nuestra cama un objeto tan obviamente diferente para nosotros. Sí, es posible que llegue a aprender que nuestra cama tiene algo distinto —después de sentirse regañado repetidamente por tumbarse sobre ella—. Aun en ese caso, lo que el perro sabe no es tanto la oposición entre «cama humana» y «cama para perros», sino la oposición entre «cosas por las que a uno le chillan si se tumba en ellas» y «cosas por las que a uno no le chillan por estar sobre ellas».

En el Umwelt del perro, la cama no tiene un tono funcional especial. El perro duerme y descansa donde puede, no sobre objetos que las personas fabriquen a propósito para ello. Puede haber un tono funcional para lugares donde dormir: los perros prefieren aquellos donde se puedan tumbar completamente estirados, donde la temperatura sea la deseable, donde haya otros miembros de su manada o de su familia de los alrededores y donde estén seguros. Cualquier superficie más o menos llana de nuestra casa reúne estas condiciones. Ofrezcámosela al perro y lo más probable es que la encuentre tan agradable, grande, cómoda y calentita como nuestra cama.

PREGUNTÉMOSLE AL PERRO

Para reafirmar lo que digamos sobre la experiencia o la mente del perro, tenemos que aprender a preguntarle si estamos en lo cierto. Evidentemente, el problema de preguntar al perro si está contento o deprimido no es que la pregunta no tenga sentido. Es que tenemos poca capacidad para comprender su respuesta. El lenguaje nos hace terriblemente perezosos. Puedo adivinar las razones ocultas de esa conducta recalcitrante y distante que mi amiga lleva semanas mostrándome, y formarme una idea detallada y psicológicamente compleja de lo que sus acciones indican sobre lo que piensa de lo que yo pretendía en cierta situación de tirantez. Pero la mejor estrategia para cerciorarme es simplemente preguntar a esa persona. Y me lo dirá. Los perros, en cambio, nunca responden como desearíamos: con frases, bien puntuadas, con la justa entonación y enfatizando lo que quisieran resaltar. Pese a todo, si nos fijamos, nos responden con claridad.

Por ejemplo, ¿está deprimido ese perro que nos mira mientras suspira al ver que nos disponemos a irnos a trabajar? ¿Son pesimistas los perros que dejamos todo el día en casa? ¿Se aburren? ¿O simplemente espiran el aire despreocupadamente mientras se preparan para echarse una siestecita?

Observar el comportamiento para comprender la experiencia mental de un animal es precisamente la idea en la que se basan algunos experimentos recientes de inteligente diseño. Los investigadores no utilizaban perros, sino ese manido sujeto de las investigaciones, la rata de laboratorio. Es posible que la conducta de las ratas enjauladas sea lo que más haya aportado al corpus de conocimientos de la psicología. En la mayoría de los casos, la rata no tiene interés en sí misma: la investigación no versa sobre ella per se. Sorprendentemente, versa sobre los seres humanos. La idea es que las ratas aprenden y recuerdan mediante el uso de algunos mecanismos que utilizamos los humanos —pero es mucho más fácil meter a las ratas en pequeñas cajitas y someterlas a unos estímulos limitados con la esperanza de obtener una reacción—. Y los millones de reacciones y respuestas de los millones de ratas de laboratorio (Rattus norvegicus) han proporcionado mucha información para entender la psicología humana.

Sin embargo, las ratas también tienen interés en sí mismas. Quienes trabajan con ellas en el laboratorio a veces hablan de su «depresión» o de su exuberante naturaleza. Algunas ratas parecen perezosas, otras son alegres; unas pesimistas, otras optimistas. Los investigadores tomaron dos de estas caracterizaciones —el pesimismo y el optimismo— y les dieron una definición operativa: una definición desde la perspectiva científica que permitiera determinar si se pueden ver auténticas diferencias entre unas ratas y otras. En lugar de limitarse a extrapolar el aspecto de los humanos cuando nos sentimos pesimistas, podemos preguntar cómo se podría distinguir entre una rata pesimista y otra optimista por sus respectivos comportamientos.

Así pues, se analizó el comportamiento de las ratas no como un reflejo del nuestro, sino como indicador de algo sobre... las ratas, sobre las preferencias y los sentimientos de la rata. Los investigadores colocaron a los sujetos de sus experimentos en entornos muy restringidos: algunos eran entornos «imprevisibles», donde se cambiaban continuamente el lecho, los compañeros de jaula y la secuencia de luz y oscuridad. Este diseño experimental aprovechaba el hecho de que las ratas, al vagar por las jaulas con poco que hacer, aprenden inmediatamente a asociar los sucesos nuevos con los fenómenos que se producen simultáneamente. En este caso, se emitía a través de altavoces un determinado tono en las jaulas donde estaban las ratas. Era una señal para que pulsaran una palanca, un movimiento cuyo resultado era la aparición de una bolita de comida. Si se emitía un tono distinto y las ratas pulsaban la palanca, se producía un sonido desagradable y se quedaban sin comida. Esas ratas, seguramente como todas las ratas de laboratorio que las precedieron, descubrían inmediatamente la asociación. Sólo corrían hacia la palanca que les suministraba comida cuando aparecía el sonido de buen presagio, como hacen los niños cuando oyen el tintineo del carrito de los helados. Todas las ratas descubrían esa asociación en seguida. Pero cuando se emitía otro sonido intermedio entre los ya aprendidos, el resultado era que el entorno de las ratas cobraba importancia. Las que habían vivido en un entorno previsible interpretaban que el nuevo sonido significaba comida; esto no era así para las que procedían de entornos inestables.

Esas ratas habían aprendido el optimismo y el pesimismo sobre el mundo. Observar las ratas de entornos previsibles saltando con presteza al oír todo sonido nuevo equivale a observar el optimismo en acción. Bastaba con introducir pequeños cambios en el entorno para provocar un gran cambio de actitud. La intuición de quienes trabajan con ratas de laboratorio sobre el estado de ánimo de éstas puede ser acertada.

Podemos someter al mismo tipo de análisis nuestras intuiciones sobre los perros. Cualquier antropomorfismo que empleemos para describir a nuestros perros, podemos someterlo a dos preguntas. Una, ¿existe una conducta natural a partir de la que pudiera haber evolucionado esa acción? Y dos, ¿qué significaría esa afirmación antropomórfica si la deconstruyéramos?

LOS BESOS DEL PERRO

Los lametones son la forma que Pump tiene de establecer contacto, mientras me alarga la pata delantera. Cuando llego a casa me recibe con sus lametones en la cara al inclinarme para acariciarla; cuando me quedo dormida en el sillón, me despierta con sus lametones; me lame las piernas hasta limpiarlas por completo de sal al regresar de correr; sentada a mi lado, me golpea la mano con la pata y hace que la abra para lamerme la piel suave y cálida de la palma.

 

Oigo decir a menudo a los propietarios de perros que verifican el amor que éstos les tienen por los besos que de ellos reciben al llegar a casa. Estos «besos» son lametones: el baboso lametón en la cara; el que se centra de forma exhaustiva en la mano; la solemne limpieza de alguna extremidad con la lengua. Confieso que considero los lametones de Pump un signo de cariño. «Cariño» y «amor» no son simplemente inventos recientes de una sociedad que trata a sus mascotas como si fueran personas en pequeño, a las que hay que calzar convenientemente cuando hace mal tiempo, disfrazar por Halloween, mimar con masajes y caricias, y acicalar. Antes de que existiera eso de la atención de día para perros, Charles Darwin (quien, estoy convencida, nunca disfrazó a su perrito de bruja ni de duende travieso) ya hablaba de los besos o lametones que recibía de sus perros, y lo dejó por escrito. Estaba seguro de su significado: los perros, escribió, tienen una «sorprendente forma de demostrar su afecto, la de lamer la mano o la cara de sus amos». ¿Estaba Darwin en lo cierto? A mí los besos me parecen cariñosos, pero ¿son gestos de cariño para el perro?

Empecemos por la mala noticia: los estudiosos de los cánidos salvajes —lobos, coyotes, zorros y otros perros salvajes— dicen que los cachorros lamen la cara y el hocico de su madre cuando regresa de cazar a la guarida para conseguir que les regurgite la comida. Parece que los lametones alrededor de la boca son lo que da pie a la madre a vomitar voluntariamente carne a medio digerir. Cuán decepcionada ha debido de sentirse Pump al no haberle regurgitado carne de conejo a medio comer ni una sola vez.