En las sábanas del enemigo - Juliet Landon - E-Book
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En las sábanas del enemigo E-Book

Juliet Landon

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Beschreibung

Entregaría su cuerpo a cambio de protección… Cuando su casa fue tomada por una peligrosa banda de saqueadores, lady Ebony Moffat temió por la seguridad de su hijo pequeño. En un momento de locura, la viuda hizo un trato con el jefe de los saqueadores; su cuerpo a cambio de la vida de su hijo. Desconocido por lady Ebony, sir Alex Somers había asaltado el castillo Kells en busca de traidores en nombre del rey de Escocia. Y aunque nunca le haría daño a su hijo, Alex no pudo evitar sentirse atraído por la tentadora oferta de aquella belleza de melena negra…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Juliet Landon. Todos los derechos reservados.

EN LAS SÁBANAS DEL ENEMIGO, Nº 500 - marzo 2012

Título original: The Widow’s Bargain

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-551-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Uno

Galloway, Escocia. 1319

El suelo seco del bosque amortiguaba cualquier sonido provocado por unos pies que, durante la última hora, habían descansado sobre estribos para llegar al castillo Kells al salir el sol. La noche anterior, sir Alex Somers y sus hombres habían visto el castillo desde el otro lado del lago, con un brillo rosáceo y anaranjado sobre su emplazamiento frente a un acantilado que daba a la superficie cristalina de debajo. Construido apresuradamente, estaba eficazmente sellado por dos lados mientras que, en la parte de atrás, las montañas y los bosques lo protegían de los vientos del norte.

Más allá del páramo, el terreno descendía en pastos verdes donde pastaban los caballos y un humo azul ascendía verticalmente desde un grupo de casitas con tejado de paja. Desde donde estaban, podían verlo, bien escondidos, con un arroyo junto a ellos que se abría paso entre las rocas hasta llegar a una laguna profunda situada a unos seis metros de distancia.

—Podemos esperar aquí un rato —le dijo sir Alex a su acompañante—, si nos mantenemos pegados a los árboles. No creo que él tarde mucho en volver —su suave acento de las tierras bajas hacía que sus palabras sonaran más como una observación que como una amenaza.

Su acompañante, Hugh de Leyland, no tan alto, ni tan fornido, pero ágil como un gato montés, sacó una botella de cuero de su cinturón. Aceptaba la estrategia sin cuestionarla, pero había algunos detalles que convenía aclarar antes de que comenzara la acción.

Dio un trago de agua y se secó la boca con la mano.

—¿Entonces dices que tiene un hijo?

—Tenía —respondió sir Alex crípticamente—. Murió en un asalto hace unos años. Pero tiene un nieto pequeño.

—¿Y vive aquí, con sir Joseph?

—Eso creo —escudriñaba con sus ojos azules mientras hablaba, pendiente de cualquier movimiento junto a la garita o en el camino que conducía al bosque distante.

Formaban un dúo bastante impresionante, como un par de leones que se conocían bien, que no declinarían una pelea amistosa para liberar el exceso de energía, pero que se habrían defendido mutuamente hasta la muerte, al igual que harían los hombres que esperaban en silencio tras ellos. En la flor de la vida, a los treinta y un años, sir Alex Somers era físicamente robusto, de hombros anchos, torso bien esculpido y con un rostro que invadía los sueños de las mujeres. Su pelo, del color de las avellanas oscuras, le acariciaba la frente y se rizaba sobre la bufanda que llevaba alrededor de su cuello musculosos. Pero eran sus ojos los que hacían que a las mujeres les temblasen las rodillas, pues eran del mismo azul intenso que el cielo sin nubes del verano, y mucho menos inocentes.

—Puede que eso nos sea útil —dijo Hugh, su segundo al mando—. Nos llevamos al joven y lo usamos como cebo, rescate, lo que sea. Un niño llorón siempre conseguirá que su abuelo se baje los pantalones. ¿El mocoso tiene madre?

—Normalmente la tienen, Hugh.

—Lo averiguaré. Déjamelo a mí.

A sir Alex no le resultaba sorprendente la previsible eficacia de Hugh de Leyland a la hora de encontrar a una mujer. Ambos eran expertos en eso. Pero había algunos, como sir Joseph Moffat, del castillo Kells, en Galloway, que no vacilarían a la hora de sacrificar a sus propios familiares, si fuera necesario. Habían oído suficiente sobre ese hombre como para pensar así; juez de paz local, terrateniente, criador de caballos, asaltante, granuja y ladrón. Y ésos eran los aspectos más honrados de su personalidad. Sir Joseph no tenía mala conciencia que le impidiese dormir por las noches.

—Pero será mejor no depender de ello —advirtió sir Alex—. Hace falta mucho para asustar a un hombre como Moffat. Tiene más años de experiencia que la mayoría de por aquí, Hugh.

Hugh se apoyó en un árbol y observó a su amigo caminar con sigilo como un gato inmenso, tan cómodo en el exterior como en los salones más elegantes de Europa. Hugh llevaba nueve años con él, tanto como cualquier otro hombre en la compañía. Era dos años más joven, con el pelo más claro, de constitución atlética y ojos alegres, y agradecía sin avergonzarse las atenciones de las mujeres, que caían a sus pies igual que lo hacían a los pies de Alex.

Sir Alex se agachó y se asomó al precipicio rocoso que tenía ante él. Después le hizo gestos a Hugh para que se acercara a ver y se mantuviera en silencio.

Hugh gateó hacia él, intrigado.

—¿Qué? —preguntó.

El arroyo serpenteaba entre rocas cubiertas de musgo y se precipitaba sobre un saliente hasta una laguna solitaria. Una pila de ropa yacía sobre las rocas secas, y se oían gritos y risas por encima del chapoteo del agua.

—¡Una chica! —dijo Alex.

—Dos chicas. ¡Mira! Estamos de suerte.

Mientras hablaba, dos pares de brazos brillantes emergieron del agua, después dos cabezas de melena oscura, seguidas de unos hombros, espaldas y pantorrillas. Las chicas se impulsaron hacia arriba para salir y se sentaron sobre una roca. Se retorcieron el pelo para escurrir el agua y se lo echaron después hacia atrás, lo que dejó al descubierto cada curva de sus torsos resbaladizos, iluminados por la luz del sol naciente.

—Por eso sí que merece la pena haber venido hasta aquí —dijo Alex—. ¿Crees que serán chicas del castillo?

—Seguramente —contestó Hugh—. Dios, Alex. ¿Tenemos tiempo?

—Tonto, sabes que no. Y hemos de mantenernos escondidos. Pero mira a la del pelo negro. Es increíble, Hugh. Menudo cuerpo. Y su cara no desmerece.

—Yo estoy mirando a la más bajita; es como una fruta madura. Están demasiado bien para ser chicas del pueblo, y demasiado felices para ser lavanderas. Serán costureras —se quedaron callados, ocultos tras un helecho, contemplando cada detalle de la gloriosa escena. Y cuando sintieron un movimiento a sus espaldas, descubrieron que una pequeña multitud de sus hombres se había acercado y contemplaban la imagen con los ojos desorbitados.

Las mujeres se levantaron para recoger su ropa y se colocaron en una posición donde, con solo mirar hacia arriba a la pared de la roca, el público silencioso sería descubierto. Rápidamente Alex, Hugh y los demás se retiraron como una sombra colectiva de vuelta hacia sus caballos, casi demasiado abrumados para hablar.

—Bueno —dijo sir Alex al fin—, esa ha sido una manera interesante de empezar el día. ¿Crees que podrás mantener la mente en el trabajo?

Hugh sonrió.

—Tal vez podamos encargarnos de ellas cuando estemos dentro del castillo.

—No habrá tiempo para eso. Los hombres probablemente mantendrán a las mujeres escondidas. Aun así, me gustaría echar otro vistazo a la del pelo negro, vestida o sin vestir. Ya veremos —miró hacia los rayos de luz que habían comenzado a filtrarse entre los árboles donde estaban escondidos—. Conduce a los hombres de nuevo hacia las sombras, Hugh. Y mantén a un hombre montando guardia allí para vigilar el camino y la garita. El resto será mejor que montemos ya. Todos sabemos lo que hemos de hacer, ¿verdad?

—Oh, sí —dijo Hugh colocando un pie en el estribo—. Hace una mañana maravillosa para asaltar un castillo.

Desde la habitación de lady Ebony Moffat, en el piso superior del castillo Kells, podía verse el lago al sur y al este, a través de ventanas que no eran más que pequeñas rendijas en los muros de piedra de dos metros y medio de grosor. Las aperturas se ensanchaban en forma de cuña hacia el interior, con bancos de piedra con cojines en tres de los lados. En uno de los cubículos situado en el rincón habían puesto cortinas para crear un guardarropa en la pared, y en otro rincón había una puerta que conducía al piso de abajo por una escalera en espiral.

Los cojines no habían sido hechos para que el joven Sam Moffat saltase sobre ellos, ni las ventanas tenían ese tamaño para que metiese la cabeza entre medias y mirase hacia el bosque. En consecuencia, cuando un hombre gritó por la escalera que el abuelo del amo Sam se acercaba, a Sam le resultó más difícil entrar en la habitación de lo que le había resultado salir. Por un momento cundió el pánico en su pequeña cabeza.

—¡Mamá! —gritó—. ¡Estoy atascado otra vez!

Tentada de utilizar los siguientes treinta segundos para enseñarle una lección, tras habérselo dicho cien veces, lady Ebony levantó su sobrevestido azul de lana y se lo puso por encima de la cabeza. Después de siete años, seguía quedándole como un guante sobre la túnica de lino. Su cuñada, Meg, ya iba de camino hacia la puerta.

—Te seguiré cuando lo haya liberado —dijo Ebony—. Tú ve bajando.

—¿Estás segura? —preguntó Meg. Ya había visto la escena antes. Era por sus orejas.

Ebony sonrió mientras se ajustaba el sobrevestido sobre los hombros.

—Siendo la hija de sir Joseph, querida, debes estar allí o querrá saber por qué. Ve a mostrar interés. Yo bajaré a Sam enseguida.

No tardó tanto como de costumbre en liberar a Sam, porque el niño ya había aprendido a dejar las orejas planas y a ir contoneándose. Tampoco tenía tiempo aquel día para las palabras tranquilizadoras de su madre, puesto que el abuelo Moffat sin duda le habría llevado algo de su asalto nocturno, que para Sam era algo tan inocente como un viaje al mercado. Consiguió salir, con sus orejas rojas, sus ojos grises como el granito, su pelo rubio, y con la energía de un niño de seis años. Después de tres años, Sam rara vez preguntaba por el padre al que tanto se parecía.

De nada servían las protestas de su madre por los frecuentes regalos que sir Joseph le hacía a su único nieto; un poni que nadie le había enseñado a montar, dinero que no podía gastar, ropa de otro niño, juguetes y baratijas robados de casa de alguien. Sus objeciones iniciales habían sido ignoradas, y no podía decirle a su hijo que su abuelo asaltaba las propiedades de otra gente por la fuerza, generalmente de noche. No podía decirle que cruzaba la frontera con Inglaterra para incendiar casas, matar a sus habitantes, robar el ganado y llevarlo a los pastos escoceses. Un niño de seis años solo podía comprender ciertas cosas, y mientras siguieran obligados a vivir bajo la protección de sir Joseph, Sam debía aprender principalmente a respetar a sus mayores.

Sus gritos de entusiasmo pudieron oírse por las escaleras, las habitaciones, los pasillos y los pasadizos que conformaban su mundo; el de ella y el Meg también. No era seguro aventurarse fuera cuando con frecuencia pasaban asaltantes en ambas direcciones, perpetuando odios que habían aumentado alarmantemente en los cinco años desde la victoria escocesa en la batalla de Bannockburn. Ya no quedaba casa, grande o pequeña, que no temiera los asaltos, aunque aquellos disminuirían ahora que las horas de oscuridad eran menos. Tal vez aquel fuera el último asalto de sir Joseph hasta el otoño, cuando comenzarían a vivir de manera más normal.

Sin la urgencia de su hijo, ella se sentó sobre el cojín de la ventana, apoyó la cabeza en la contraventana de madera y se quedó mirando el dibujo de robustas vigas de roble que sujetaban el tejado. Los tapices de lana adornaban las paredes con múltiples colores y proporcionaban una atmósfera cálida. Taburetes pulidos, una mesa, baúles y una cama con dosel proporcionaban todas las comodidades necesarias. En un extremo de la habitación había un fuego protegido por una chimenea con el escudo de armas de Moffat tallado en ella. El castillo era frío en cualquier época del año, y aquella habitación era una de las más privadas en un lugar donde la privacidad escaseaba. Ella no tenía razones para lamentar la ausencia de comodidades, y se sentía inclinada a quedarse allí arriba, apartada, en vez de ser vista consintiendo la anarquía de su suegro.

No quería tener a Sam fuera de su vista durante demasiado tiempo, así que finalmente cedió, agarró un pedazo de lino húmedo y lo extendió sobre un baúl para que se secara antes de quitarle un pedazo de musgo que se había pegado a las fibras. Aún húmedo, se recogió el pelo con una redecilla dorada y se lo sujetó en lo alto de la cabeza con un peinado ajeno a cualquier moda. En el castillo Kells, ¿qué importaba el aspecto? Y en Escocia, ¿a quién salvo a la nobleza le importaba la moda en una época tan incierta? Echó un vistazo rápido a su alrededor y bajó los escalones lentamente con las faldas levantadas. Le llevaría algún tiempo llegar hasta el gran salón.

La inusual ausencia de hombres hizo que Ebony se preguntara si el regreso de sir Joseph sería algo fuera de lo normal. Aceleró el paso. Se había llevado a unos treinta hombres con él en esa ocasión, pero aun así lo normal habría sido encontrarse con habitantes del castillo a cada esquina, como le había sucedido a primera hora de la mañana. El guardia que estaba siempre en el hueco de la ventana vigilando el patio había desaparecido. Ebony se asomó a la ventana, pero estaba demasiado alta como para ver algo más que la garita en el extremo opuesto, y aun así, mientras observaba, un arquero en lo alto de la torre apuntó a algo que había más abajo. Sin embargo, antes de que pudiera disparar la flecha, levantó los brazos y cayó hacia atrás con una flecha clavada en el cuello.

—¡Asaltantes! —susurró Ebony—. ¡Son los asaltantes! Que Dios se apiade de nosotros —asaltantes de la frontera. Asesinos y ladrones. Destructores sin piedad. ¿Cómo habían entrado? ¿Y dónde estaba Sam, su preciado hijo? Sintió el pánico en el pecho como si fuera una náusea. Hombres así eran lo que habían matado a su Robbie tres años atrás; no podía dejar que se llevaran también a Sam.

Se levantó las faldas y corrió como una liebre por los pasillos, saltando escaleras abajo para llegar al gran salón del primer piso. Sin aliento, con el corazón latiéndole con fuerza por el miedo ante lo que pudiera encontrar, abrió la puerta situada a un lado de la mesa, donde ya habían puesto los manteles, las bandejas de plata y los cubiertos, pero nada más. Había personas por todas partes, acurrucadas en grupos y vigiladas por unos hombres cuyas armas y expresiones resultaban amenazadoras.

Con la mente fija en un único objetivo, se abrió paso entre ellos.

—¡Dejadme pasar! —gritó—. ¡Dejadme pasar, maldita sea! ¡Sam! ¿Dónde está mi hijo? ¡Sam! —angustiada, gritando su nombre, recorrió el salón, donde podían olerse la tensión y el miedo. Entre golpes, patadas y codazos buscó desesperadamente a Biddie, la joven niñera de Sam, entre la multitud de caras asustadas de los miembros del servicio.

Al otro extremo del salón, junto a la enorme chimenea, otro grupo de desconocidos se había vuelto al oírla entrar.

Pudo ver el griñón blanco de Biddie, así como su cara contraída y asustada. Sus gritos llevaban consigo todo el terror y la angustia de alguien que ha fracasado en su misión.

—¡Señora!

Ebony corrió hacia ella, pero, incluso en pánico, no era rival para el hombre que la agarró y la giró con fuerza hacia él. Antes de que el desconocido pudiera agarrarle el otro brazo, Ebony lo echó hacia atrás y le propinó un fuerte golpe en la cabeza cuyo impacto resonó en todo el salón como el sonido de un látigo.

—¡Suéltame, patán! —exclamó—. ¡Mi hijo! ¿Dónde está?

Frente a ella, el grupo se separó para dejar pasar a Biddie. Un hombre grande y de constitución fuerte la siguió y abrió los ojos sorprendido antes de entornarlos de nuevo y ocultar su azul brillante.

—No es exactamente el recibimiento que había esperado, Hugh —le dijo al hombre de la mejilla enrojecida—, pero es un comienzo interesante.

Ebony no oyó aquella conversación mientras agarraba a Biddie por los brazos y la zarandeaba.

—¿Dónde está? —preguntó al borde del llanto—. ¿Qué han hecho con él? ¿Y con Meg?

Biddie apretó los labios. Apenas tenía veinte años, pero era de fiar y adoraba a Sam.

—Nada… creo —susurró—. Se lo han llevado al patio. Estará bien, señora.

Pero la leona enjaulada no estaba preparada para aceptar eso, y se arrojó hacia el grupo de hombres, que estaban entre la puerta del patio y ella. No había tiempo de preguntar, rogar o protestar; lo único que quería era encontrar a Sam antes de que le hicieran daño.

Intrigados y sorprendidos al encontrar una versión vestida de la mujer del pelo negro que habían llevado en su mente desde el amanecer, los hombres le permitieron llegar hasta la puerta, que estaba vigilada.

—Quiero ver a mi hijo —le dijo al hombre que estaba en la puerta—. Quiero verlo. Dejadme ir con él.

—¿El mocoso de pelo rubio es vuestro? —preguntó el hombre sorprendido—. ¿Y vos sois…?

—Soy la nuera de sir Joseph Moffat —respondió—. ¿Y quién diablos sois vos, señor? ¿Los asaltantes admiten sus nombres hoy en día? ¿Y siguen aterrorizando a mujeres y niños como los cobardes que son?

—¡Sois inglesa! —exclamó él—. Esto se pone cada vez más interesante—. ¿Qué hace una mujer inglesa en esta guarida de ladrones?

—Al diablo las gentilezas. Traed a mi hijo aquí ahora, por favor. ¿Qué le habéis hecho?

—Nada. Todavía.

La puerta que daba al patio se abrió y dio acceso a dos personas, una encima de la otra. La que iba encima agachó la cabeza para pasar por debajo del arco, con las manos agarradas al pelo blanco de un anciano. Las piernas de Sam colgaban sobre los hombros del anciano. El niño iba riéndose.

Al fin se fijó en su madre.

—¡Mamá! —gritó—. Voy montado a caballo en Josh. ¡Mírame! Voy a enseñarle mi poni.

Ebony habría corrido hacia él y lo habría estrechado entre sus brazos, pero fue retenida por el hombre alto con tal fuerza que le resultó imposible escapar, y tal era la emoción de Sam que dejó de prestarle atención en un abrir y cerrar de ojos. Aunque no fue capaz de recordar exactamente qué le dijo el hombre en aquel momento, comprendió que no debía permitir que Sam notase su angustia.

—Sí, mi amor —dijo—. Pero no tardes mucho, ¿de acuerdo?

Con una sonrisa, Sam salió por el otro extremo del salón en dirección al establo, mientras las lágrimas de alivio y de terror inundaban los ojos de Ebony.

—No os lo llevéis —susurró—. Dejadme ir con él —intentó zafarse del hombre, pero sin éxito, y la puerta exterior se cerró con fuerza después de que Sam agachase la cabeza una vez más para salir.

—Ahora, milady, vos habéis tenido una respuesta. Es el momento de que yo también tenga algunas —el hombre apenas le había quitado los ojos de encima, pero en aquel momento le permitió distanciarse de él—. Decidme vuestro nombre.

—Mi nombre, señor, es lady Ebony Moffat —respondió—. Los asaltantes normalmente no…

—¿Y vuestro hombre? ¿Dónde está?

—Mi hombre fue asesinado por gente como vos.

—¿Cuándo?

—Hace tres años —susurró ella agachando la cabeza. El pelo le colgaba en un moño descuidado a la altura de la nuca, y algunos mechones húmedos se le pegaban al cuello. Sus ojos grises, de pestañas negras y con forma de almendras, estaban enmarcados en un óvalo perfecto de pómulos marcados, como un elfo, y sus labios pálidos temblaban de angustia—. Mi suegro nos ha hecho vivir aquí desde entonces. ¿Dónde está? ¿Dónde está Meg? —vio que el hombre miraba a aquel al que ella había golpeado. Después volvió a mirarla a ella y le dirigió un destello azul que solo pudo comparar con el acero. Obviamente aquel hombre era el líder de la banda, y aun así su actitud era militar, sus hombres eran disciplinados, sus acciones despiadadas, pero nada en comparación con los agitadores asesinos que habían invadido su casa antes de quemarla. Imaginó que serían distintos en sus métodos, aunque sus objetivos fueran los mismos.

—Sir Joseph está herido —dijo él con una completa ausencia de preocupación—, y vuestra cuñada está cuidándolo —se echó a un lado y le bloqueó el paso cuando Ebony intentó dirigirse hacia las escaleras—. No lo encontraréis allí. Y ella está perfectamente a salvo.

Ebony intentó empujarlo como si fuera un niño.

—¿Vos lo habéis herido? ¿Quién será el siguiente? ¡Malditos seáis! ¡Tomad lo que queréis y marchaos! ¡Dejadnos en paz! ¿Qué es lo que queréis? ¿Comida? ¿Ganado?

—No hay tanta prisa —contestó él—. Nadie va a salir a buscar ayuda. Nadie está en posición de resistirse, y sir Joseph no podrá defender nada durante un tiempo. Puede que nos llevemos a los hombres como rehenes, y el castillo estará en nuestras manos durante el tiempo que lo necesitemos. Nos marcharemos cuando estemos listos.

—A mi hijo no —dijo ella—. No podéis llevároslo a él.

El hombre al que había golpeado no estaba inclinado a negociar.

—Es el nieto del viejo —dijo desde detrás de ella—, y los nietos son excelentes rehenes. Ese viejo diablo cooperará cuando sepa que tenemos al mocoso, ¿verdad?

Ebony se dio la vuelta para mirarlo en cuanto terminó de hablar y se lanzó hacia él como una fiera.

—¡Canalla! —gritó—. ¡Asesino, ladrón!

Pero antes de que sus uñas alcanzaran a su objetivo, el hombre que la había agarrado recientemente volvió a hacerlo y la presionó contra su pecho. La levantó del suelo y se la echó a un hombro como si fuera un saco de patatas. Después, mientras ella pataleaba y se retorcía entre gritos, la llevó hacia la pequeña puerta situada junto a la mesa. Uno de sus hombres abrió la puerta, la cerró tras ellos y, con el sonido del portazo, Ebony supo que, una vez más, su peor pesadilla había regresado.

Su instinto más fuerte era ceder al pánico que la invadía, gritar, morder, patalear y luchar contra el miedo de perder a su hijo. Completamente consumida por un terror negro que saturaba sus miembros con fuerza, comenzó a dar golpes como una loca. Aun así, sus esfuerzos causaron poca impresión en el hombre que la tenía prisionera contra el muro de piedra del pasillo.

Él dejó que se calmara hasta quedarse quieta, y Ebony supo que había llegado el momento de hacer algo más que apelar a su buena naturaleza, pues no parecían dispuestos a hacer concesiones. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y el cuello, y hacían que el pelo suelto se le pegara a la piel. Tenía la cabeza agachada, apoyada contra el torso de aquel hombre, incapaz de reunir las fuerzas para levantarla.

—Mi hijo… mi hijo… —fue lo único que pudo decir—. No puedo perderlo.

Al fin fue consciente de que la tenía aprisionada con la fuerza de su cuerpo, y tal vez fuera eso lo que le recordó que apenas había mirado a aquel hombre, que difícilmente podría reconocerlo si volviera a verlo. Así que levantó la cabeza y entre lágrimas vio que estaba afeitado, que la miraba impasible, que su boca estaba bien formada y que no sonreía, y que su aire de virilidad saludable quizá tuviera algo que ver con sus dientes blancos, que mostró al dirigirse a ella.

—Quieta —dijo—. Estaos quieta. Vuestro hijo está a salvo, pero necesito un rehén. No nos lo llevaremos para siempre.

Ella negó ferozmente con la cabeza.

—¡No! ¡Él no! Es todo lo que tengo.

—¿Es el único nieto?

—Sí —contestó ella—. Y además es mi único hijo. Si os lo lleváis, entonces llevadme con él. No puede estar sin mí. Y yo no puedo estar sin él.

—Yo no me llevo a las mujeres —dijo él.

¿Entonces qué era lo que se llevaría? ¿Podría sobornarlo? ¿Avergonzarlo? El maestro de armas le había enseñado en una ocasión a usar una daga, pero aquel día no había visto la necesidad de llevar una. No volvería a cometer ese error. Sardónicamente, el maestro también le había aconsejado que, si alguna vez surgía la necesidad, debería ofrecerles a los asaltantes cualquier cosa que tuviera para ganar tiempo, o la vida. Cualquier moneda, había resaltado. Negociar con ellos. «La vida es más importante», le había dicho, y no había hecho falta que le explicara más. Su consejo por aquel entonces le había parecido una manera particularmente masculina de ver las cosas, aunque en aquel momento la importancia de lo que sabía que debía ofrecerle le parecía insignificante en comparación con su necesidad.

—Por favor… por favor, debéis hacerlo… —susurró, y se obligó a mirarlo a los ojos para demostrarle lo que estaba diciendo.

—¿Debo? —preguntó él—. ¿A qué os referís exactamente?

—Me refiero a que podéis… —apartó la mirada.

—¿Puedo qué?

—… podéis tenerme… lo que queráis… si tan solo me dejáis ir con él, o si lo dejáis aquí conmigo. Os ruego que no me lo arrebatéis —las palabras le sonaron tan ajenas que fue como si las hubiera pronunciado otra persona, y él se quedó callado durante tanto tiempo que Ebony comenzó a preguntarse si realmente había hablado en voz alta. Aun así le costó un gran esfuerzo mirarlo a los ojos—. A no ser… que haya otra cosa que queráis —se aventuró a decir, y escuchó la absurdez de sus palabras. ¿Qué otra cosa tenía ella que pudiera resultarle útil a un hombre?

La presión en sus muñecas desapareció de pronto, sus manos quedaron libres y las dejó caer a los lados. El hombre apartó su cuerpo de ella y apoyó las manos en la pared a cada lado de su cabeza, lo que creó una barrera demasiado grande y poderosa para ella.

Ebony se fijó entonces en las ligeras arrugas a los lados de su boca, provocadas seguramente por una vida al aire libre dando órdenes, y no le quedó duda de que, si había comprendido la naturaleza de su oferta, estaría sopesando las implicaciones, porque parecía haber mucha experiencia en aquellos ojos que la miraban de arriba abajo.

—Entiendo —dijo él—. ¿Así que estamos negociando con vuestro cuerpo? —finalmente la miró a los ojos.

—Sí —contestó ella apartando la mirada—. Es lo único que tengo. No vale nada comparado con la vida de mi hijo, pero es vuestro si lo queréis. Ya veis, he perdido la vergüenza —lo cual era una mentira de la que él no se daría cuenta.

—La vida de vuestro hijo no corre peligro, milady. Es una simple garantía contra las represalias. Como un premio. ¿Así que estáis acostumbrada a ofrecer vuestro cuerpo…? —sus palabras fueron interrumpidas cuando ella levantó las manos para arañarle la cara, pero él las agarró de nuevo por las muñecas y se las puso a la espalda—… ¿a los asaltantes? —concluyó.

—¡No, señor! —respondió ella—. El regalo que le hice a mi difunto marido siempre será suyo, sin importar a quién más tenga que sobornar. Podríais haber dicho que erais el primero, pero no volveré a ofrecerlo para que sea cuestionado de esa manera. Sois un ladrón y no merecéis nada, y jamás sabréis el esfuerzo que me ha costado ofrecer mi cuerpo a un vulgar ladrón y asesino. ¡Olvidadlo! Lo he hecho por mi hijo, no para vuestra diversión.

—Y sin embargo acabáis de decirme que no valía nada —dijo él—. ¿Hay algún tipo de confusión, tal vez?

—Para una mujer no. El esfuerzo y la valía no son lo mismo, pero eso no es algo que pueda comprender fácilmente alguien como vos.

—Puede ser. Sin embargo me gustaría aceptar la oferta. ¿Sigue en pie?

Entonces fue el turno de Ebony para vacilar, pues fue consciente de la enormidad del trato que acababa de ofrecerle. Tendría que irse a la cama con aquel desconocido, o permitirle algún tipo de intimidad en aquel pasillo desierto. Las consecuencias podrían ser desastrosas, demasiado horribles como para pensarlas.

No había estado con ningún hombre salvo Robbie, durante tres años no había sentido interés por los brazos de ningún hombre, salvo durante las noches, cuando lloraba contra la almohada. Aquel hombre no le daría importancia a su inexperiencia, ni a su reputación, ni a las consecuencias a largo plazo.

—¿Y bien? —insistió él.

—¿Permitiréis que Sam y yo sigamos juntos? ¿Nos llevéis donde nos llevéis?

—La seguridad de vuestro hijo y vuestro acceso a él dependerá enteramente de mi acceso a vos. En todo momento. ¿Lo comprendéis, milady?

—¿En todo momento? —preguntó ella confusa—. ¿No basta con una sola vez?

—No. Todo el tiempo que yo quiera. ¿Significa vuestro hijo tanto para vos?

Puestas así las cosas, a Ebony no le quedaba más remedio que aceptar que, si quería estar al lado de Sam, tendría que estar también al lado de aquel hombre, literalmente y sin discutir.

—¡Sí, desde luego que sí! —exclamó—. ¡Y vos, señor, sois el diablo!

—Entonces tenemos un trato, ¿verdad?

Con los dientes apretados, Ebony intentó zafarse de sus brazos cuando una imagen de su querido Robbie apareció ante ella como un reproche.

—Sí, lo tenemos. ¿Y ahora puedo saber el nombre del hombre al que acabo de venderme?

Pero sus esfuerzos por liberarse fueron en vano, porque él deslizó los brazos por su espalda, le giró la cabeza hacia un lado y la apoyó en su hombro. No le dio ninguna otra señal de su deseo, y de pronto le devoró los labios nada más haber sellado el trato. Ella se preparó para la inevitable brusquedad, para la lujuria que había visto ocasionalmente en los ojos de los hombres. Preparada para el dolor, aguantó la respiración mientras él exploraba su boca con increíble ternura, hasta que quedó claro que su intención no era hacerle daño. Además, Ebony había esperado algo breve, puesto que sus hombres aguardaban su regreso, pero sus besos eran lentos y en absoluto mecánicos; tampoco eran comparables a los besos tiernos que Robbie le había dado. Y cuando al fin la soltó, Ebony descubrió que había tenido los ojos cerrados y que en sus pestañas se acumulaban nuevas lágrimas.

—Mi nombre —dijo él—, es Alex Somers. A vuestro servicio, milady —no hubo ambigüedad alguna en su significado.

—Amo Somers —dijo ella—, sois…

—Soy sir Alex —la corrigió él.

—Entiendo. Y supongo que eso ha sido un preludio, ¿verdad? ¿Vais a poseerme aquí contra la pared o tenemos que…?

Él se carcajeó y la acercó a su cuerpo.

—¿Aquí? ¿Ahora? ¿Es eso lo que deseáis, milady?

—No deseo eso en absoluto, señor. Deseo ver a mi hijo.

—Yo preferiría un entorno más cómodo —dijo él, presionando la nariz contra la suya—, donde pudiéramos abordar el asunto de manera más relajada. Vuestra habitación será suficiente, cuando las cosas se hayan calmado.

—Qué caballeroso. Qué considerado. Debería habérmelo imaginado.

—¿Imaginar que no me quedo con la mitad de un trato cuando puedo tenerlo todo? Sí, milady, así es. Con el tiempo llegaréis a conocerme mejor. Ahora os sugiero que os intereséis por vuestro suegro —la soltó y señaló hacia el pasillo—. La segunda a la izquierda.

—Ese es el despacho del administrador —dijo ella.

—Sí. Allí está sir Joseph. Se habría muerto para cuando hubieran querido subirlo a su habitación.

—¿Y no es eso lo que deseáis?

—No especialmente. Tiene información que necesito.

—¿Entonces por qué hacerle daño?

—Regresó herido de su asalto, milady.

—¡Mentís!

—No. Id a comprobarlo. Sus heridas son de hace horas.

Ebony se quedó mirándolo durante unos segundos.

—¿Y qué hay de mi hijo?

—Se lo está pasando mejor que en toda su vida. No le pasará nada.

—¿Cómo puedo estar segura de eso?

Con un movimiento rápido y diestro, le quitó la redecilla del pelo y dejó que su melena negra cayera sobre su hombro. Ebony vio cómo sus ojos se oscurecían de pronto, y de nuevo se encontró entre sus brazos, sin tiempo ni astucia para protestar. Él hundió la mano en su pelo y aquella reafirmación de su autoridad fue tan fuerte que la dejó sin aliento e hizo que se aferrarse a él para no caerse.

La respuesta de sir Alex sonó rasgada y sin aliento, como si estuviera luchando por no perder el control.

—Hasta que nuestro trato no esté sellado, milady, no podéis estar segura —contestó—. Así que no os vayáis donde no pueda encontraros.

Dos

Incluso cuando la puerta se cerró tras él, el alivio por permitírsele estar junto a su hijo quedaba erosionado por las dudas de que aquel trato con un hombre así pudiera ser la acción de una mujer cuerda e inteligente. Durante la conversación más humillante y degradante de sus veintitrés años, Ebony solo había pensado en obtener una cosa a cualquier precio. Ahora un miedo frío recorría su cuerpo, helándole hasta los huesos hasta hacerle comprender la magnitud de aquel trato abominable, que podría atarla a él indefinidamente a no ser que hiciese algo para liberarlos a Sam y a ella. ¿Escapar? Sí, había otras formas de salir del castillo que no eran la puerta de entrada. No había huido de una banda de ladrones simplemente para quedarse atrapada en aquel agujero del demonio, y nueve años no era demasiado tiempo como para haber olvidado el camino de vuelta a casa.

A los catorce años, Ebony había estado ansiosa por comenzar una nueva vida en Escocia. Procedente de Carlisle, al otro lado de la frontera, marcharse a las maravillosas montañas y a los gloriosos lagos de Galloway había significado librarse por completo de su madre viuda, lady Jean Nevillestowe, que había aceptado de buena gana la ayuda de un escocés para cimentar la conexión con una familia prestigiosa. Sir Joseph no tenía ningún problema, según había dicho, con la idea de que una inglesa aristócrata se casara con su hijo Robert. Y aunque ambos países no mantenían buenas relaciones en 1310, no era tan extraño que los ingleses y los escoceses se unieran mediante el matrimonio, ignorando a algunos disidentes a los que sir Joseph podía callar solo con su dura mirada.

Así que Ebony se había ido a vivir con los Moffat en el castillo Kells para prepararse para el momento en el que se casaría con sir Robert, y a los diecisiete años ya la habían considerado lo suficientemente adulta para aceptarlo como marido y darle un hijo casi de inmediato. Por desgracia, su idilio duró solo tres años, ya que su mansión estaba en el camino de unos asaltantes ingleses durante uno de sus saqueos. La última imagen que Ebony tenía de su marido era a contraluz frente a las llamas mientras los empujaba a Sam, a Biddie y a ella por una ventana. La casa había quedado reducida a cenizas con Robbie en su interior mientras los tres supervivientes huían hacia un bosque cercano donde los helechos los habían mantenido ocultos toda la noche. Al llegar el día, temblorosos de frío y miedo, habían partido solo con la ropa de noche hacia el castillo por la orilla del lago. Sir Joseph los había encontrado, el hombre que la noche anterior había impuesto el mismo destino a alguien mientras Sam y ella dormían plácidamente. ¿Habría encontrado a los culpables por fin y habría vengado la vida de su hijo? ¿Serían sus heridas el resultado?

Desde aquel horrible acontecimiento, su única preocupación había sido mantener a su hijo a salvo de mayor daño y redirigir sus llantos por el padre al que adoraba. Últimamente había dejado de preguntar por él, pero sus pesadillas seguían siendo alimentadas por el insensible de su abuelo, que por las noches no veía problema en advertirle que, si no se dormía enseguida, los ladrones irían a por él. Sobraba decir que el niño rara vez se dormía deprisa, y nunca solo, y en aquel momento estaba en manos de esos mismos canallas, que se hacían pasar por sus amigos.

Que ella supiera, aquella era la primera vez que el castillo Kells sufría un asalto. Había empezado a pensar que nunca ocurriría, pues estaba bien protegido por el lago y por las montañas, y además el propio sir Joseph era un asaltante más que capaz de cuidar de sí mismo. Pero con él fuera de combate, Ebony no se había sentido tan vulnerable en tres años.

Se metió la redecilla del pelo en el bolso que llevaba en el cinturón y se obligó a caminar lentamente por el pasillo de piedra, hacia donde el terrateniente de Kells parecía estar sufriendo una dosis de su propia medicina. Pensando que sir Alex exageraba la seriedad de las lesiones de sir Joseph, Ebony no estaba preparada para el cuerpo destrozado y tendido inerte sobre la mesa del administrador.

—¡Meg… oh, Meg! —susurró—. Querida, lo siento mucho.

La cara de Meg estaba casi tan blanca como la de su padre, y sus ojos azules empañados por la pena al ver a su protector.

—El primero de mayo, Ebbie —dijo ella—, y esto es lo que nos pasa. ¿Quién lo habría pensado esta mañana, cuando…? —se le quebró la voz. Siempre ordenada y con la actitud de una ardilla eficiente, Meg, a sus veinticuatro años, no se desmoronaba con facilidad. Con un padre tan difícil de complacer como el suyo, y con una vida controlada por un entorno opresivo, su estoicismo natural había llegado a la perfección, como una barrera contra el melodrama de cualquier tipo. Aquella era una de las pocas veces en las que Ebony la había visto alterada.

Extendió los brazos y abrazó a Meg.

—Shhh, querida —dijo—. Tranquila. No pasa nada. Saldremos de esta —por encima del hombro de Meg vio la expresión sombría del hermano Walter, que negó con la cabeza y frunció el ceño como de costumbre, tuviera razón para ello o no. Como capellán y médico de sir Joseph, probablemente aquella fuese la única vez que había tratado a su escandaloso señor sin tener que discutir con él sobre el tratamiento.

Su pesimismo parecía haber afectado a la optimista Meg.

—Tal vez —dijo ella—, pero papá no. Mira cómo está.

Las terribles heridas eran mucho peores de lo que Ebony había imaginado, y ahora comprendía el comentario de sir Alex sobre llevarlo hasta su habitación por las escaleras. Estaba quemado e inconsciente.

El hermano Walter examinó el cuerpo chamuscado y después ofreció su veredicto.

—No, pero no recuerdo haber visto nada peor que esto, milady. Es grave. Muy grave, os lo digo. Le alcanzaron en toda la espalda.

—¿El qué? —preguntó Ebony.

—Las maderas en llamas, milady. Su espalda está peor que la parte delantera.

Ebony pensó en lo irónico de la situación, pues en múltiples ocasiones había deseado que sir Joseph se fuese al infierno y jamás imaginó que pudiera obedecerla.

—Pero lo que tampoco sé —continuó el hermano Walter mientras le arrancaba una de las mangas calcinadas a sir Joseph— es por qué esa gente ha venido aquí, de entre todos los lugares. Sé que los escoceses asaltan a los suyos cuando les conviene, pero nadie vendría hasta aquí a no ser que hubiera una buena razón. Si pretendían matar al señor, no lo han conseguido.

—Es información lo que buscan —dijo Ebony.

Se oyó un llanto ahogado en un rincón, donde la doncella de Meg, Janet, removía un caldero con loción, sin atreverse a acercarse demasiado al hombre que se preocupaba tan poco por las mujeres de su castillo.

Meg se quedó mirando a Ebony y se fijó por primera vez en los surcos que las lágrimas habían dejado en sus mejillas, y en su pelo revuelto y sus labios hinchados.

—¡Ebbie! ¡Has estado llorando! ¿Qué ha ocurrido? ¿Te han hecho daño? —le estrechó las manos a su cuñada—. ¡Cuéntamelo!

—No, no es nada —dijo Ebony—. Estaba preocupada por Sam, nada más.

—¿Y lo has encontrado? ¿Está a salvo? ¿Y Biddie?

—Están a salvo, querida —no decía toda la verdad, y Meg se dio cuenta en seguida.

—¿Quieres decir a salvo por el momento? ¿Qué pasa, Ebbie? Debes contármelo. ¿Quieres decir que van a llevárselo?

—A Sam y a mí —contestó Ebony entre lágrimas—. Les he hecho prometer que no se lo llevarán sin mí. Creo que planean quedarse hasta mañana para lograr que sir Joseph hable —miró de nuevo la piel quemada y sangrante de su suegro, pero no se atrevió a decir lo que pensaba—. Pero quién sabe dónde nos llevarán.

—Entonces debes marcharte con Sam —insistió Meg—. Ahora. En este mismo instante.

—¿Cómo voy a hacer eso? No puedo dejarte así, Meg, cuando me necesitas más que nunca. ¿Qué crees que te harán cuando descubran que me he llevado a Sam? Te matarán.

—¡No lo harán! —Meg agitó las manos con fuerza—. Claro que no lo harán. Y yo puedo cuidarme sola. Si fueran a quemar el castillo y a matar a los hombres, ya lo habrían hecho. Pero tú debes marcharte, Ebbie, y llevar a Sam a un lugar seguro al otro lado del páramo. Ya sabes lo que diría mi padre si pudiera oírte.

Ninguna de las dos estaba preparada para la sorpresa que sintieron cuando sir Joseph le puso la mano en la falda a Meg y tiró con fuerza.

—Padre —susurró ella—. ¿Qué sucede?