En llamas - Richard Wrangham - E-Book

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Richard Wrangham

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Beschreibung

Desde Darwin la evolución humana se ha atribuido a nuestra inteligencia y adaptabilidad. Pero en "En llamas", el renombrado primatólogo Richard Wrangham presenta una alternativa sorprendente: nuestro éxito evolutivo es el resultado de la cocina. El cambio de alimentos crudos a alimentos cocidos fue el factor clave en la evolución humana. Una vez que se comenzó a cocinar, el tracto digestivo humano se contrajo y el cerebro creció. El tiempo, una vez dedicado a masticar alimentos crudos y duros, podría ser demandado para cazar y cuidar el campamento. La cocina se convirtió en la base para la unión de pareja y el matrimonio, creó el hogar e incluso condujo a una división sexual del trabajo. En resumen, una vez que nuestros antepasados se adaptaron al uso del fuego, la humanidad comenzó.

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Comer nos hizo

humanos

Se supone que el Homo sapiens sapiens es la cima de la evolución. Objetivamente es el único animal capaz de tener pensamiento abstracto y de desarrollar una tecnología y una cultura complicada que nos permite hacer cosas como escribir, diseñar aviones o ver la televisión. Todo esto no deja de ser sorprendente. Si miramos la historia evolutiva del ser humano, hace varios millones de años no éramos más que un primate que deambulaba por la sabana africana huyendo de los grandes carnívoros a los cuales servíamos de alimento. ¿Qué hizo que un animal que aparentemente no destacaba por nada, y que ocupaba un nicho ecológico muy concreto, consiguiera dominar todos los ecosistemas del planeta?

Durante mucho tiempo se ha especulado que el hecho diferencial que convirtió a la especie humana en lo que es actualmente se debía a alguna particularidad anatómica. Por ejemplo, el pulgar oponible que tenemos nos permite hacer cosas con las manos y utilizar herramientas. El lenguaje nos permite coordinarnos e intercambiar información de manera precisa. Y luego está el bipedismo, una particularidad anatómica que, en un principio, quizás desarrollamos para ver por encima de la hierba si nos acechaba algún depredador, pero que nos permitió liberar a los brazos de su función locomotora, y nos permitió destinar las extremidades superiores a otros menesteres, como atacar a alguien utilizando el fémur de un animal como cachiporra. Algunas de estas particularidades anatómicas produjeron sus propios problemas. Por ejemplo, pasar al bipedismo implica que el peso de todos los órganos internos recaiga sobre la pelvis, con la posibilidad de hernias. También está el tema de que la espalda aguanta más peso, con los conocidos dolores de espalda, y el asunto de la defecación, que se hace más complicada y nos obliga a tener que adoptar una postura que no es la misma que la de la marcha, lo cual nos puede producir problemas, como las almorranas. Por cierto, posiblemente la mejor postura para ir al baño no sería la de estar sentado, sino en cuclillas. El bipedismo provocó muchísimos cambios morfológicos, como que el fémur se arqueara ligeramente, la columna no fuera recta sino en forma de S, y que cambiara la forma de encajar el cráneo con esta. Algunos simios pueden adoptar la posición bípeda, pero durante breves espacios de tiempo debido a que no tienen los cambios morfológicos que el Homo sapiens ha desarrollado, y además, a diferencia de nosotros, no tienen los glúteos tan desarrollados, que son un músculo esencial para mantener la posición erguida. El gorila no es realmente bípedo, puesto que se apoya en los nudillos para andar. Otro problema del bipedismo es que al aumentar la presión sobre la pelvis el parto se hizo más complicado. Pero sin duda la diferencia anatómica más sorprendente fue el incremento del cociente de encefalización, o la relación entre el tamaño del cuerpo y la masa del cerebro. De hecho, este valor es muy superior para el hombre que para nuestros parientes evolutivos. Y mucho más alto que en el resto de animales, siendo dos especies de delfines las únicas que se acercan.

Gracias a los restos fósiles hemos podido trazar que las especies precursoras más recientes tienen el cerebro más grande que las más antiguas. Pelvis estrecha y cerebro grande hacen que el parto del hombre sea el más complicado de todos y que el viaje por el canal de parto se convierta en una auténtica odisea cuando en la mayoría de animales es un proceso sencillo y rápido. Y aquí viene otra peculiaridad: el tiempo que tardamos en madurar y en valernos por nosotros mismos. El lento proceso de adquisición de las capacidades. De hecho, en biología existe un fenómeno llamado neotenia que implica que un organismo puede retener caracteres juveniles en su etapa adulta. Según algunos biólogos evolutivos, como Stephen Jay Gould, los humanos seríamos en esencia neoténicos en comparación con especies cercanas, como el chimpancé, y gran parte de estos caracteres tienen que ver con la forma de la cabeza y con la capacidad de seguir aprendiendo durante toda la vida.

Y aquí es cuando el puzle de la evolución humana requiere de la ayuda de la fisiología. Las diferentes especies cada vez tenían un cerebro mayor en relación con su cuerpo, pero el cerebro es un órgano que consume mucha energía. En la actualidad el cerebro medio de cualquier persona representa el 3 % de su peso y consume el 25 % de la energía. Es un órgano tremendamente caro de mantener. Por hacer una analogía sencilla: comparar el cerebro de un perro o un gato con el de un humano sería como comparar un coche con un avión. El avión tiene muchas más prestaciones, como poder llevar a más gente y a más distancia, pero también consume muchísimo más que un coche. ¿Y cómo se obtiene esta energía necesaria para el funcionamiento del cerebro? Pues dado que todos los animales somos heterótrofos, no podemos aprovechar la energía solar como hacen las plantas; por tanto, toda la energía tiene que venir del alimento, y el alimento tiene que venir de otros seres vivos. Y aquí es donde surgen las preguntas realmente interesantes. Cuando nos tenemos que preguntar en qué se diferencia la alimentación humana de la alimentación de otros animales.

Empecemos por el presente. Hay otra particularidad del Homo sapiens que nos diferencia de la mayoría de animales y que nos suele pasar inadvertida. Hagamos una comparación. ¿Por qué nuestra especie cuenta con más de siete mil millones de individuos que ocupan todos los continentes y el oso panda gigante (Ailuropoda melanoleuca) está geográficamente muy localizado y en peligro de extinción? El oso panda es una especie muy mona que queda genial en los ositos de peluche, pero muy poco versátil. Hacer que se reproduzca en cautividad es una labor titánica. En los centros de recuperación del Gobierno chino lo intentan con todo, desde Viagra a pornografía, pero los animales no muestran demasiado interés en reproducirse en cautividad. Y luego está el problema de la alimentación. A pesar de que sus antepasados evolutivos eran carnívoros, el oso panda solo come bambú. De hecho tiene un falso pulgar, que en vez de utilizarlo para fabricar herramientas, para conquistar nuevos ecosistemas o para desarrollar la escritura lo utiliza, precisamente, para comer bambú. Y aquí viene el problema. El bambú tiene un ciclo vital un poco extraño. En ciclos irregulares que pueden durar entre sesenta y cinco y ciento veinte años florece, produce semillas y muere. Esta floración es simultánea en toda la extensión del bosque de bambú. Cuando esto sucede las poblaciones de osos panda se reducen drásticamente por falta de alimento. A efectos prácticos: si pusiéramos a dos osos panda en una isla desierta buscarían bambú, y al no encontrarlo, morirían de hambre. Si pusiéramos a una pareja de humanos sin ninguna tecnología en una isla desierta, se comerían cualquier cosa verde que creciera, o cualquier animal que reptara, corriera, trepara o nadara, y una vez suplida la necesidad básica de alimentarse, probablemente se dedicarían a reproducirse o, por lo menos, a las primeras fases del proceso.

De hecho, una de las características más sorprendentes del hombre es la capacidad de alimentarse con cualquier cosa que tenga a mano. Y esto es muy anterior al desarrollo de la tecnología o de la civilización. Esta característica es intrínseca a nuestra especie.

Mucho antes de que se hablara de globalización alimentaria y de deslocalización de la producción, en la Roma imperial ya consumían el aceite de oliva de la Bética y el grano de Egipto. Las rutas comerciales no solo se dedicaban a materias primas o productos de valor, sino también a alimentos, haciendo que la población que estaba separada por miles de kilómetros tuviera acceso a los mismos alimentos. Pero este fenómeno de no hacerle ascos a ninguna comida, de adaptarse a las novedades y de cambiar la dieta no es solo propio de la cultura grecolatina. Cuando pensamos en los nativos de Norteamérica antes de la llegada de los europeos, nos los imaginamos cazando búfalos y comiendo enormes costillares de este animal. La realidad es que había muchas tribus y que las nómadas que dependían del búfalo eran solo unas cuantas entre muchas. Las que habitaban el actual Nueva York se alimentaban principalmente de ostras y pescado. Las que vivían en las orillas de ríos de montaña, de salmones. En una de las primeras ilustraciones que tenemos sobre la vida de los nativos de Norteamérica, obra de Thomas Hariot (A Briefe and True Report of the New Found Land of Virginia, 1588), se muestra a una pareja de nativos comiendo maíz, pescado y algo que recuerda a una ortiguilla de mar. Lo mismo podría decirse de los pobladores de la actual Sudamérica o Iberoamérica, con la diferencia de que crearon civilizaciones importantes, como la inca, la maya o la azteca, y cuya agricultura domesticó especies, como el tomate, la patata, el pimiento o el maíz. Esta última especie fue domesticada en la región del río Balsas, en el actual estado de Guerrero (México) a partir de una planta silvestre llamada teosinte. La judía se domesticó también en Mesoamérica. Estos dos cultivos fueron tan exitosos que pasaron de tribu en tribu y se expandieron por toda Norteamérica, en muchos casos desplazando el cultivo de otras plantas. Cuando llegaron los europeos al actual Canadá, los iroqueses, pueblo eminentemente agricultor, cultivaban diecisiete variedades diferentes de maíz y sesenta de judía, cuyo cultivo se había iniciado a miles de kilómetros. Esto nos da una clave fundamental: la capacidad de comer de todo y de no ser selectivo a la hora de comer es propia del hombre, puesto que independientemente del contexto histórico o cultural la alimentación va cambiando en función de la disponibilidad. Si vamos atrás en el tiempo veremos que esta característica nos ha acompañado a lo largo del proceso evolutivo. El paso del Paleolítico al Neolítico y la invención de la agricultura supusieron un cambio radical en la alimentación, e incluso la aparición de nuevas enfermedades, como la caries, debido al incremento de azúcares en la dieta. Pero podemos ir más atrás. Se han encontrado restos de neandertales, como en la cueva del Sidrón en Asturias, que eran eminentemente vegetarianos, mientras que en otros yacimientos neandertales se ha visto que practicaban otras dietas radicalmente diferentes, incluyendo el canibalismo, como en el yacimiento de la cueva de Goyet. Así, si seguimos yendo hacia atrás encontraremos, hasta donde hemos podido investigar, diferentes cambios de dieta y una versatilidad que no es propia de otras especies, sujetas a dietas carnívoras o herbívoras.

Reconstruir nuestro árbol evolutivo a partir de restos fósiles es complicado y saber qué comían los diferentes ancestros puede ser más complicado todavía. Sin embargo suponemos que nuestros más primitivos ancestros eran arborícolas, y probablemente su dieta se basaba en frutas y vegetales. Esto implica un intestino muy largo para poder sacar todo el partido de los vegetales y un rendimiento energético bastante pobre. Sin ir más lejos, solo hay que fijarse en el actual gorila. Es un animal que sigue una dieta exclusivamente crudivegana. Eso no le impide desarrollar una gran masa muscular. Sin embargo, un gorila pasa el 85 % de su tiempo comiendo. Las dietas crudiveganas no son nada recomendables por el poco aporte energético, salvo que quieras pasarte todo el tiempo comiendo y haciendo la digestión. En algún momento, los antepasados del hombre bajan de los árboles, y esto implica un cambio de dieta. Además de seguir comiendo raíces y vegetales parece que durante mucho tiempo el nicho ecológico que ocuparon fue el de carroñeros, luchando por los restos de las presas cazadas por los grandes depredadores con los antepasados de las actuales hienas. Las huellas y marcas encontrados en los restos de huesos nos han dado pistas muy valiosas sobre las capacidades que iban adquiriendo nuestros antepasados. Originalmente las marcas dejadas por el género Homo se encontraban por encima de las marcadas dejadas por otros carroñeros, lo que implica que el hombre debía conformarse con los despojos que dejaban otras especies. Sin embargo, y a la vez que se encuentran evidencias del uso de primitivas herramientas y de armas, las marcas cambiaron de orden y las de los antepasados del hombre aparecían antes que las del resto de carroñeros, indicando que nuestros antepasados ya eran capaces de organizarse y de imponerse en la competencia con otras especies. Otro dato importante es que un alimento muy apreciado en aquella época era el tuétano. Probablemente era de los pocos alimentos que podían proveer de gran cantidad de energía, la que el bipedismo y un cerebro creciente requerían. Ese cambio en la alimentación además conllevó cambios en nuestra anatomía y en nuestro cerebro. Durante mucho tiempo se ha pensado que el apéndice era un remanente de nuestro pasado como crudivegetarianos, cuando eran necesarios un intestino y una digestión más largos, aunque ahora se piensa que puede tener una función como reservorio de bacterias útiles para regular la flora intestinal. Otra característica relacionada con nuestra necesidad de calorías es el gusto enfermizo que tenemos por el sabor dulce. Los postres son dulces porque, a pesar de que estemos saciados, el dulce siempre nos impulsa a comer más. Esto es así porque el sabor dulce nos indica la presencia de azúcares simples, lo que es una fuente rápida de calorías. En la sabana, en la época en la que luchábamos por la carroña, la comida con alto poder calórico, además de los tuétanos, podían ser los panales de miel silvestre, por lo que genéticamente estamos programados para que nos llame la atención y para devorarlo todo. Sabemos que durante muchos momentos de la evolución humana el aporte de calorías era muy irregular, con épocas de mucho consumo y épocas de poco. Eso lo sabemos por marcas que han quedado en los huesos llamadas líneas de Harris que son debidas a parones en el crecimiento por una nutrición inadecuada, de la misma manera que una mujer interrumpe su ciclo menstrual si no tiene nutrición adecuada para evitar un embarazo que podría ser problemático. Estamos programados para acumular energía. Así, muchos problemas de la actualidad tienen su origen en la evolución humana. De la misma forma que el bipedismo nos supuso unos cambios anatómicos y unos problemas propios de la especie humana, como el dolor de espalda o las almorranas, los cambios nutricionales que tenían sentido evolutivo en su momento, ahora pueden constituir un problema. El apéndice puede sufrir las conocidas apendicitis, pero también nuestra demanda de calorías para alimentar a nuestro cerebro y esa pasión por el dulce, justificada en la sabana, son las principales causantes de la epidemia de obesidad y sus derivadas en forma de diabetes o accidentes cardiovasculares.

Por lo tanto, vemos que para entender cómo ha llegado el Homo sapiens a ser lo que es en la actualidad, hace falta fijarse también en la alimentación, un tema al que no siempre se le ha dado la importancia que merecía, entre otras cosas porque no siempre hemos tenido las herramientas adecuadas para su estudio. En este contexto es cuando el libro y las ideas de Richard Wrangham cobran valor y podemos entender la trascendencia que tuvo el uso del fuego por parte del Homo erectus hace casi dos millones de años.

Leí este libro que ahora tienes en tus manos en inglés hace ya varios años, y ya entonces me sorprendió mucho que ninguna editorial se hubiera interesado en editarlo en castellano. Por fortuna, Capitán Swing ha decidido subsanar este error, ya que, sin duda, este es uno de los mejores libros sobre evolución humana de las últimas décadas.

Quizá en su momento pasó algo inadvertido en el mundo editorial por ser un libro adelantado a su tiempo. En los últimos años hemos tenido una avalancha de libros divulgativos sobre evolución humana tanto de autores españoles como de extranjeros. Algunos de estos libros trataban de buscar una justificación o de encontrar un motivo que impulsara la evolución humana. Así en los últimos dos años hemos podido leer en castellano libros que defendían que el clima, la creatividad, la capacidad de hacerse preguntas, la geografía o el dictado de la genética eran los culpables de que los hombres fuéramos diferentes del resto de animales. A todo esto hay que añadir la avalancha de libros de cocina o de gastronomía que ya es habitual en cualquier catálogo editorial, y el hecho de que los grandes chefs actualmente se codean con las estrellas del fútbol o del cine. Curiosamente un libro como este, que aúna dos de las principales tendencias (evolución humana y gastronomía), escrito por un importante académico de forma amena y entendible, que además aporta un punto de provocación que lo hace mucho más interesante, ha tardado mucho tiempo en ser traducido, quizás por anticiparse a la moda foodie que nos invade. De hecho, se anticipa, pero dos millones de años; precisamente los dos millones de años que hace que el Homo erectus empezó a utilizar el fuego.

Profesionalmente Richard Wrangham es un eminente primatólogo. Cuando pensamos en esta disciplina nos vienen a la cabeza los nombres de Dian Fossey o de Jane Goodall. Wrangham fue alumno de Jane Goodall y amigo de Dian Fossey. Estuvo mucho tiempo trabajando con chimpancés en el Parque Nacional de Kibale (Uganda) después de haberse formado en el Parque Nacional de Gombe, en Tanzania. Actualmente es profesor de Antropología Biológica en la Universidad de Harvard, donde pertenece al departamento de Biología Evolutiva Humana. Queda claro que el autor de este libro no es alguien ajeno al campo y sabe de lo que habla. El autor en su carrera investigadora ha publicado numerosos artículos en revistas de primera línea, como Science. Wrangham ha descrito y asignado comportamientos que se asumían netamente humanos a chimpancés, como el desarrollo de una cultura o la automedicación. Por lo tanto, todo lo expuesto en este libro tiene un importante sustrato basado en la experiencia como investigador de su autor. Y esto es uno de los factores que convierten esta obra en única.

Hay autores de divulgación científica, como Isaac Asimov, que son capaces de empaparse de cualquier tema sin ser especialistas, y contarlo de forma que lo entienda el gran público. En su ingente obra, Asimov, que de formación era bioquímico, tocó casi todas las ramas de la ciencia y la historia. Otros son científicos reconocidos que escriben divulgación basada en su experiencia o en el campo que dominan. Sería el caso de Richard Dawkins o de Stephen Hawking, que han hecho libros de divulgación sobre biología evolutiva o sobre cosmología. Wrangham solo ha escrito otro libro dirigido al gran público, que, por cierto, tampoco se puede encontrar en castellano, sobre los orígenes de la violencia. Por lo tanto, en principio el autor se ajustaría al perfil de experto en un campo que escribe un libro para el gran público. Sin embargo, esta etiqueta tampoco encaja del todo aquí, ya que no es tanto un libro de divulgación científica como uno de especulación científica. Un género muy interesante pero demasiado poco explorado.

Si entendemos que la divulgación científica trata de explicar hechos demostrados al gran público, este libro no lo es. Este libro expone unos hechos, parte de unas premisas contrastadas y a partir de ahí formula unas hipótesis. Este es el primer paso del método científico. Sin embargo, los siguientes pasos serían diseñar experimentos que confirmen las hipótesis y permitan establecer leyes, y si no se confirman, descartarlas. ¿Cuál es el problema? Que hay hipótesis para las que no podemos plantear experimentos, o para las que no tenemos suficientes herramientas de juicio. En el presente libro el autor expone una hipótesis emocionante y que hoy tendría plena actualidad. Basado en datos fisiológicos y evolutivos, así como en su experiencia observando el comportamiento de primates, el autor sostiene que el hecho diferencial entre el género Homo y el resto de animales es la capacidad de cocinar. Una hipótesis verosímil que nada tiene que ver con algunos antecedentes sonrojantes, como cuando Timothy Leary dijo que el hecho diferencial en el género Homo era la capacidad de tomar drogas. El lector que se adentre en estas páginas, de un libro que ya es clásico, encontrará un apasionante recorrido por la evolución humana y por la relación que nuestros antepasados han tenido con el fuego y cómo ha influido este en nuestra forma de alimentarnos en base a todos los hallazgos arqueológicos, así como la exposición de una hipótesis, valiente y atrevida, que a día de hoy sigue sin poder ser demostrada, pero que cuenta con gente que la apoya (y gente que la critica, todo sea dicho).

Libros como este son atemporales y no envejecen. Ha tardado en llegar a nuestras estanterías, pero las reflexiones y las ideas que propone siguen vigentes. La próxima vez que estés cocinando o te sientes delante de un plato de comida que no esté cruda, piensa un momento si lo que nos distingue del resto de animales no será precisamente eso que tienes delante. Lo harás cuando leas este libro, y sentirás mucha curiosidad por leer más libros sobre evolución humana.

Introducción

La hipótesis culinaria

«[El fuego] nos proporciona calor en las noches frías; es el medio a través del cual preparan su comida, pues no comen nada crudo salvo unas pocas frutas […] los andamaneses creen que la posesión del fuego es lo que convierte a los seres humanos en lo que son y los distingue de los animales».

A. R. RADCLIFFE-BROWN, The Andaman Islanders: A Study in Social Anthropology (Los andamaneses:un estudio de antropología social)

Se trata de una vieja pregunta: ¿de dónde venimos? Los antiguos griegos decían que las figuras humanas habían sido modeladas en arcilla por los dioses. Hoy sabemos que nuestros cuerpos fueron moldeados por la selección natural y que venimos de África. En el pasado remoto, mucho antes de que las personas escribieran, cultivaran la tierra o montaran en barcos, nuestros antepasados vivían allí como cazadores y recolectores. Los huesos fosilizados revelan nuestro parentesco con los antiguos africanos de hace más de un millón de años, que se parecían mucho a nosotros. Pero en rocas más profundas, los registros de nuestra humanidad se remontan aproximadamente hasta unos dos millones de años atrás, cuando se abrieron paso nuestros ancestros prehumanos y nos dejaron una pregunta que todas las culturas responden de manera diferente, pero que solo la ciencia puede contestar con certeza: ¿qué es lo que nos hizo humanos?

Este libro propone una nueva respuesta. A mi juicio, el momento transformativo que dio origen al género Homo, una de las grandes transiciones en la historia de la vida, surgió del control del fuego y del advenimiento de los alimentos cocinados. La cocina incrementó el valor de nuestra comida. Transformó nuestro cuerpo, nuestro cerebro, nuestro empleo del tiempo y nuestra vida social. Nos convirtió en consumidores de energía exterior y, de ese modo, creó un organismo que mantiene una relación nueva con la naturaleza, dependiente del combustible.

Los registros fósiles nos muestran que, antes de que nuestros antepasados llegaran a parecerse a nosotros, caminaban erguidos como los humanos, pero tenían básicamente las características de los simios no humanos.[1] Los llamamos australopitecinos. Los australopitecinos eran del tamaño de los chimpancés, trepaban bien y tenían vientres del tamaño de los simios y prominentes hocicos simiescos. Su cerebro era apenas mayor que el de los chimpancés, lo cual sugiere que estaban tan poco interesados en las razones de su existencia como los antílopes y los depredadores con los que compartían los bosques. Si continuaran viviendo en la actualidad en alguna región remota de África, se nos antojarían fascinantes. Ahora bien, debido a su cerebro de tamaño simiesco, los observaríamos en los parques nacionales y los conservaríamos en zoos, en lugar de concederles derechos legales o invitarlos a cenar.

Aunque los australopitecinos eran muy diferentes de nosotros, en el orden general de las cosas no hace tanto tiempo que vivieron. Imagínate que acudes a un evento deportivo en un estadio con sesenta mil asientos. Llegas temprano con tu abuela y ocupáis los dos primeros sitios. Al lado de tu abuela se sienta su abuela, tu tatarabuela. Junto a ella está tu trastatarabuela. El estadio se llena con los fantasmas de las abuelas precedentes. Una hora más tarde, el asiento contiguo al tuyo es ocupado por la última ocupante, la antepasada de todos. Te da un codazo y te giras para descubrir un extraño rostro no humano. Bajo una frente baja y un gran arco superciliar, unos ojos oscuros y brillantes coronan unas enormes mandíbulas. Sus brazos largos y musculosos y sus piernas cortas sugieren su gimnástica habilidad para trepar. Es tu antepasada y una australopitecina, difícilmente una compañía del agrado de tu abuela. Agarra una viga del techo y se columpia sobre el gentío para robar unos cacahuetes de un vendedor ambulante.

Está conectada contigo a través de más de tres millones de años de lluvia y sol, y de la búsqueda de alimento en la rica y espeluznante sabana africana. La mayoría de los australopitecinos acabaron extinguiéndose, pero su linaje se transformó lentamente. En términos evolutivos, ella fue una de las afortunadas.

La transición la señalan por vez primera hace 2,6 millones de años las lascas afiladas de piedra etíope.[2] Los fragmentos atestiguan que los guijarros fueron deliberadamente golpeados para fabricar una herramienta. Las marcas de cortes en los huesos fósiles muestran que esos sencillos cuchillos se utilizaban para cortar la lengua de los antílopes muertos y para obtener pedazos de carne cortando los tendones de las extremidades animales. Este nuevo comportamiento resultaba extraordinariamente efectivo —les habría permitido despellejar con rapidez un elefante— y era harto más hábil que cualquier práctica utilizada por los chimpancés para comer carne. La fabricación de cuchillos sugiere planificación, paciencia, cooperación y conducta organizada.

Los viejos huesos continúan la historia. Hace unos 2,3 millones de años, surge el primer registro provisional de una nueva especie, los habilinos. Los habilinos, todavía poco conocidos, son el «eslabón perdido» entre los simios y los humanos. Estuvieron verdaderamente perdidos hasta 1960, cuando Jonathan Leakey, el hijo de veinte años del paleontólogo Louis Leakey y la arqueóloga Mary Leakey, los descubrió en forma de una mandíbula, un cráneo y una mano en la Garganta de Olduvai, en Tanzania. Incluso en la actualidad disponemos tan solo de seis cráneos, que nos indican el tamaño del cerebro de las principales especies, y solo dos especímenes razonablemente completos que nos muestran sus extremidades, por lo que nuestros retratos de estos seres intermedios son borrosos. Los habilinos parecen haber sido aproximadamente del mismo pequeño tamaño que los australopitecinos, y habrían tenido brazos largos y rostros prominentes, lo que habría llevado a algunos a clasificarlos como simios. Sin embargo, se los considera los artífices del cuchillo, y su cerebro duplicaba en tamaño al de los simios no humanos vivientes, por lo que otros los incluyen en el género Homo y, por ende, los llaman humanos. En resumidas cuentas, muestran una mezcla de características prehumanas y humanas. Eran como chimpancés erguidos con un gran cerebro, y podríamos suponer que eran tan peludos y casi tan diestros como estos trepando a los árboles.

Tras la aparición de los habilinos, transcurrieron cientos de miles de años hasta que los engranajes evolutivos comenzaron a girar rápidamente de nuevo, pero entre 1,9 y 1,8 millones de años atrás, tuvo lugar el segundo paso decisivo: algunos habilinos evolucionaron hasta convertirse en Homo erectus, y con su llegada el mundo se enfrentó a un nuevo futuro.[3]

Las facultades mentales del Homo erectus son cuestionables. No sabemos si empleaban un tipo primitivo de lenguaje ni hasta qué punto controlaban su temperamento. Pero el Homo erectus se parecía mucho más a nosotros que a cualquier especie anterior. Se cree que caminaban y corrían con tanta soltura como nosotros, con nuestros mismos andares característicos. Todos sus diversos descendientes, incluidos los neandertales de más de un millón de años después, exhibían la misma forma y estatura. Si viajasen a través del tiempo hasta una ciudad actual, recibirían algunas miradas de desconfianza, pero podrían encontrar ropa en una tienda de moda. Su anatomía era tan similar a la nuestra que algunos antropólogos los consideran Homo sapiens, si bien la mayoría otorga a estos pioneros el nombre distintivo de Homo erectus, en virtud de rasgos tales como un cerebro más pequeño y una frente más baja que los que encontramos en los humanos modernos.[4] Comoquiera que los llamemos, su llegada marca la génesis de nuestra forma física. Incluso parecen haber crecido y madurado lentamente, a la manera de los humanos modernos. Tras su aparición, el surgimiento de los humanos modernos hace unos doscientos mil años sería básicamente una cuestión de tiempo y de crecimiento cerebral.

Así pues, la pregunta acerca de nuestros orígenes concierne a las fuerzas que liberaron al Homo erectus de su pasado australopitecino. Los antropólogos tienen una respuesta. Según la visión más popular desde la década de 1950, el único impulso fue, supuestamente, el hecho de comer carne.[5]

Se han descrito centenares de culturas diferentes de cazadores y recolectores, y todas ellas obtenían una proporción sustancial de su dieta de la carne, con frecuencia la mitad de sus calorías o incluso más. La arqueología indica una importancia similar de la carne cuando nos remontamos a los habilinos carniceros de hace más de dos millones de años. En cambio, hay pocos indicios de que sus predecesores, los australopitecinos, fuesen muy diferentes de los chimpancés en su conducta predadora. Los chimpancés atrapan fácilmente monos, lechones o pequeños antílopes cuando se tercia la oportunidad, pero pueden transcurrir semanas o incluso meses sin carne en su dieta. Entre los primates, nosotros somos los únicos carnívoros especializados, y los únicos que extraemos la carne de los cadáveres de animales grandes.

Esos antepasados con cerebros más pequeños no podrían haber obtenido carne sin enfrentarse a animales peligrosos. Sus capacidades físicas se habrían revelado con frecuencia deficientes. Los primeros carnívoros habrían sido ciertamente lentos, tendrían cuerpos pequeños, sus dientes y sus extremidades serían armas débiles, y sus herramientas de caza, probablemente, poco más que piedras y garrotes naturales. El aumento del ingenio y el perfeccionamiento de las destrezas físicas habrían ayudado a abatir presas. Los cazadores podrían haber cazado antílopes en largas carreras hasta que la presa se desplomase de agotamiento. Tal vez localizasen cadáveres observando dónde se lanzaban en picado los buitres. Los depredadores como los leones dientes de sable planteaban nuevos desafíos. Habría sido necesario el trabajo en equipo: algunos individuos de la partida de caza lanzarían piedras para mantener a raya a los animales temibles, mientras otros cortarían rápidamente pedazos de carne, antes de retirarse todos ellos a comer en algún lugar resguardado. Por tanto, resulta fácil imaginar que la aparición del carnivorismo habría fomentado varias características humanas, como los largos desplazamientos, el cuerpo grande, el crecimiento de la inteligencia y el aumento de la cooperación. Por estos motivos, la hipótesis del carnivorismo, denominada con frecuencia «del hombre cazador», goza de popularidad desde hace tiempo entre los antropólogos a la hora de explicar el paso de australopitecino a humano.

Pero la hipótesis del hombre cazador es incompleta, pues no explica cómo fue posible la caza sin el respaldo económico proporcionado por la recolección de alimentos. Entre los cazadores y recolectores, la recolección es llevada a cabo básicamente por las mujeres, y es responsable a menudo de la mitad de las calorías aportadas al campamento. La recolección puede ser tan crucial como la caza, porque a veces los hombres regresan sin nada, en cuyo caso la familia dependerá por completo de los alimentos recolectados. La recolección depende de habilidades que suelen considerarse ausentes en los australopitecinos, como transportar grandes montones de alimentos. ¿Cuándo y por qué evolucionó la recolección? ¿Qué avances tecnológicos posibilitaron que las mujeres recolectasen? ¿O conseguían acaso los habilinos su carne sin participar de una economía de intercambio? Estas son algunas de las preguntas fundamentales que la hipótesis del hombre cazador no logra responder.

Existe una complicación aún más importante: los habilinos muestran que se produjeron dos cambios en el camino del simio al humano, no solo el explicado por la hipótesis del hombre cazador. Los dos pasos implicaron diferentes clases de transformaciones y ocurrieron con un intervalo de cientos de miles de años: probablemente el primero hace unos 2,5 millones de años y el segundo entre 1,9 y 1,8 millones de años atrás. No tiene sentido que los dos tipos de cambios fuesen provocados por la misma causa.

El carnivorismo explica con facilidad la primera transición, haciendo arrancar la evolución hacia los humanos con la transformación de los australopitecinos parecidos a los chimpancés en habilinos dotados de un cerebro mayor y armados con cuchillos, si bien dotados todavía de un cuerpo simiesco capaz de recolectar y digerir alimentos vegetales con tanta eficiencia como los australopitecinos. Ahora bien, si el carnivorismo explica el origen de los habilinos, deja sin explicar la segunda transición, la de los habilinos al Homo erectus. ¿Acaso los habilinos y los Homo erectus obtenían su carne de maneras tan distintas que desarrollaron clases diferentes de anatomía? Hay quienes piensan que los habilinos podrían haber sido principalmente carroñeros, en tanto que los Homo erectus serían cazadores más diestros. La idea es plausible, aunque los datos arqueológicos no la corroboran directamente. En cualquier caso, no resuelve un problema clave relativo a la anatomía del Homo erectus, que tenía mandíbulas pequeñas y dientes pequeños, mal adaptados para comer la dura carne cruda de los animales. Estas bocas más débiles no pueden explicarse por el perfeccionamiento de las destrezas cazadoras del Homo erectus. Debió de acontecer algo más.

Es una suerte que la Tierra tenga fuego. Los materiales vegetales secos hacen algo tan asombroso como quemarse. En un mundo lleno de piedras, animales y plantas vivas, la madera combustible seca nos proporciona calor y luz, sin los cuales nuestra especie se vería obligada a vivir como otros animales. Es fácil olvidar cómo sería la vida sin el fuego. Las noches serían frías, oscuras y peligrosas, y nos obligarían a aguardar con impotencia la salida del sol. Todos nuestros alimentos serían crudos. No es de extrañar que hallemos consuelo al calor del hogar.

Hoy en día necesitamos el fuego allí donde estemos. Los manuales de supervivencia nos dicen que, si estamos perdidos en un bosque, una de nuestras primeras acciones debería ser hacer un fuego. Además de calor y luz, el fuego nos brinda comida caliente, agua potable, ropa seca, protección frente a los animales peligrosos, una señal para los amigos, e incluso una sensación de confort interior. En la sociedad actual, el fuego puede permanecer oculto a nuestra vista, guardado en la caldera del sótano, atrapado en el bloque del motor de un coche o confinado en la central que genera la red eléctrica, pero seguimos dependiendo de él por completo. Un vínculo similar se encuentra en todas las culturas. Para los andamaneses cazadores y recolectores de la India, el fuego es «lo primero que piensan en llevar consigo cuando emprenden un viaje», «el centro en torno al cual gira la vida social» y la posesión que distingue a los humanos de los animales. Los animales necesitan comida, agua y refugio. Los humanos necesitamos todas estas cosas, pero necesitamos asimismo el fuego.

¿Desde cuándo lo necesitamos? Pocos han pensado en esta cuestión. Ni siquiera se la planteó Charles Darwin, pese a tener motivos sobrados para estar interesado en ella. Durante sus cinco años de viaje por el mundo, Darwin aprendió lo que era pasar hambre en territorio salvaje. Cuando acampaba en lugares inhóspitos, como los páramos empapados de las islas Malvinas, hacía fuego frotando palos. Cocinaba con piedras calientes en un horno de tierra y describía el arte de hacer fuego como «probablemente el mayor [descubrimiento], exceptuando el lenguaje, jamás hecho por el hombre».[6] Sus crudas experiencias le enseñaron que «las raíces duras y fibrosas pueden tornarse digeribles, y las raíces o las hierbas venenosas pueden tornarse inocuas». Comprendió el valor de los alimentos cocinados.

Pero Darwin no mostró interés alguno por saber cuándo empezó a controlarse el fuego. Su pasión era la evolución, y el fuego se le antojaba irrelevante para nuestra forma de evolucionar. Al igual que la mayoría de las personas, se limitó a asumir que cuando nuestros ancestros comenzaron a controlar el fuego, ya eran humanos. Citaba con aprobación a su colega evolucionista Alfred Russel Wallace: «mediante sus facultades mentales, el hombre está en condiciones de mantenerse con un cuerpo inalterado en armonía con el universo cambiante».[7] El control del fuego era solo otra forma en la que un cuerpo inalterado con una experta facultad mental era capaz de responder a un desafío natural. «Cuando emigra a un clima más frío, usa ropas, construye cobertizos y hace fuegos; y, con la ayuda del fuego, cocina alimentos que, de lo contrario, serían indigeribles […]. Los animales inferiores, por su parte, han de modificar su estructura corporal con el fin de sobrevivir bajo condiciones enormemente cambiantes».

La idea de que los humanos prehistóricos mantenían un «cuerpo inalterado» mientras inventaban nuevas formas de facilitar su vida es esencialmente correcta. Pocos cambios se han producido en la anatomía humana desde los tiempos del Homo erectus, hace casi dos millones de años. La cultura es la baza ganadora que permite a los humanos adaptarse, y en comparación con la carrera humana de dos millones de años, la mayoría de las innovaciones culturales han sido ciertamente recientes. Hasta hace doscientos mil años, las principales innovaciones registradas por la arqueología eran las herramientas de piedra y las lanzas. El arte, los utensilios de pesca, la decoración personal con collares y las armas con punta de piedra vendrían más tarde. ¿Por qué habría de ser más antiguo el control del fuego? La mayoría de los antropólogos han seguido el supuesto de Darwin de que la cocina ha sido una incorporación tardía al conjunto de habilidades humanas, una tradición valiosa sin ninguna relevancia biológica ni evolutiva. Darwin parecía sugerir que, si bien usamos el fuego, podríamos sobrevivir sin él en caso de necesidad. En consecuencia, la importancia biológica de la cocina sería escasa.

Un siglo más tarde, el antropólogo cultural Claude Lévi-Strauss llevó a cabo un análisis revolucionario de las culturas humanas que respaldaba implícitamente la irrelevancia biológica de la cocina. Lévi-Strauss era experto en los mitos de las tribus brasileñas, y le impresionaba profundamente la forma en la que la cocina servía para simbolizar el control humano sobre la naturaleza. «La cocina establece la diferencia entre los animales y las personas […]. No solo marca la cocina la transición de la naturaleza a la cultura —escribió Lévi-Strauss en su influyente libro de la década de 1960 Lo crudo y lo cocido—, sino que a través de ella y por medio de ella, la condición humana puede definirse con todos sus atributos». La idea de Lévi-Strauss de que la cocina es un rasgo definitorio de la humanidad era perspicaz. No obstante, sorprendentemente, su significación se le antojaba enteramente psicológica. Su colega antropólogo Edmund Leach presentaba la tesis de Lévi-Strauss con concisión: «[Las personas] no tienen por qué cocinar sus alimentos; lo hacen por razones simbólicas, con el fin de mostrar que son hombres y no bestias».[8] Lévi-Strauss era un antropólogo prominente, y su conclusión de que la cocina carecía de significación biológica fue ampliamente pregonada. Nadie cuestionó este aspecto de su análisis.

Pese al escepticismo predominante acerca del papel del fuego en la evolución humana, algunos pensadores han defendido, por el contrario, que la cocina ha ejercido una influencia fundamental sobre la naturaleza humana. Las voces más enérgicas han venido de los estudiosos de los alimentos y la comida. El célebre gastrónomo francés Jean Anthelme Brillat-Savarin ya sonaba evolucionista incluso cuando Charles Darwin era todavía un adolescente.[9] «Es mediante el fuego como el hombre ha domesticado la propia naturaleza», escribió en 1825. Su experiencia le decía que la cocina nos ayuda a comer carne con más facilidad. Una vez que nuestros antepasados comenzaron a cocinar, sostenía, la carne se tornó más deseable y valiosa, lo cual confirió una nueva importancia a la caza. Y, dado que la caza era una actividad principalmente masculina, las mujeres asumieron el papel de cocinar. Brillat-Savarin hizo gala de una gran clarividencia al establecer un vínculo entre la cocina y la familia, pero sus ideas no se desarrollaron demasiado. Se consideraron comentarios marginales dentro de una voluminosa producción y jamás se tomaron en serio.

En el último medio siglo, ideas que sugieren que el control del fuego podría haber influido en la conducta o la evolución humanas han sido propuestas por autores de los campos de la antropología física (Carleton Coon y Loring Brace), la arqueología (especialmente Catherine Perlès) y la sociología (Joop Goudsblom).[10] Pero estos análisis han sido aproximativos, dejando al ámbito especializado de la historia de la cocina la tarea de plantear ideas tan audaces como las de Brillat-Savarin. En 1998, el historiador de la cocina Michael Symons combinó ingredientes intelectuales de una serie de disciplinas y, basándose en la idea de que la cocina influye en muchos aspectos de la vida, desde la nutrición hasta el ámbito social, hizo un alegato más enérgico que cualquiera de sus predecesores. Symons concluyó que «la cocina es el eslabón perdido […] que define la esencia humana […]. A mi juicio, nuestra humanidad se debe a los cocineros». En un libro de 2001 sobre la historia de la comida, el historiador Felipe Fernández-Armesto declaraba asimismo que la cocina es un «índice de la humanidad de la especie humana». Pero ninguno de estos autores, ni ningún otro escritor que defendiese la importancia de la cocina, comprendía cómo afectaba esta a la calidad nutricional de la comida. Por consiguiente, quedaban intactas ciertas cuestiones cruciales: ¿están los humanos evolutivamente adaptados a la comida cocinada?, ¿cómo ejerció la cocina sus supuestos efectos sobre nuestra condición humana?, ¿cuándo surgió la cocina? Es decir, las ideas que había al respecto de la cocina, por muy fascinantes que fuesen, no se vinculaban a la realidad biológica. Sugerían que la cocina nos había configurado, pero no decían por qué, ni cuándo, ni cómo.

Existe una forma de averiguar si la cocina es tan irrelevante biológicamente como Darwin sugería, o tan fundamental para la humanidad como asevera Symons. Necesitamos saber qué hace la cocina. La comida cocinada hace muchas cosas que nos resultan familiares. Hace más segura nuestra comida, crea sabores ricos y deliciosos, y reduce los desperdicios. El hecho de calentar la comida puede permitirnos abrir, cortar o triturar alimentos duros. Pero ninguna de estas ventajas es tan importante como un aspecto poco apreciado hasta ahora: la cocina incrementa la cantidad de energía que nuestro cuerpo obtiene de la comida.

La energía extra confirió ventajas biológicas a los primeros cocineros. Estos sobrevivían y se reproducían mejor que antes. Sus genes se propagaron. Sus cuerpos respondieron adaptándose biológicamente a la comida cocinada, modelados por la selección natural para sacar el máximo partido de la nueva dieta. Se produjeron cambios en la anatomía, la fisiología, la ecología, el ciclo vital, la psicología y la sociedad. Las evidencias fósiles indican que esta dependencia no surgió hace solo decenas de miles de años, ni siquiera hace unos cientos de miles, sino en el inicio mismo de nuestro tiempo en la Tierra, al comienzo de la evolución humana, en los habilinos que se convirtieron en Homo erectus. Brillat-Savarin y Symons estaban en lo cierto al afirmar que hemos domesticado la naturaleza con el fuego. En efecto, los cocineros son los responsables de nuestra humanidad.

Estas afirmaciones constituyen la hipótesis culinaria.[11] Sostienen que los humanos están adaptados para comer alimentos cocinados, básicamente del mismo modo que las vacas están adaptadas para comer hierba, o las pulgas para chupar la sangre, o cualquier otro animal a su dieta distintiva. Estamos ligados a nuestra dieta adaptada de comida cocinada, y los resultados permean nuestra vida, desde nuestro cuerpo hasta nuestra mente. Los humanos somos los simios cocineros, las criaturas de la llama.

[1] Sobre la evolución humana, véase Klein (1999), Wolpoff (1999), Lewin y Foley (2004). Libros de divulgación: Zimmer (2005), Wade (2007), Sawyer et al. (2007).

[2]Toth y Schick (2006).

[3]Los fósiles a los que me refiero como habilinos se denominan convencionalmente Australopithecus habilis u Homo habilis: Haeusler y McHenry (2004), Wood y Collard (1999). Yo los llamo habilinos porque no encajan del todo ni en los Australopithecus ni en los Homo. Los datos sobre el origen y la desaparición de los habilinos y los Homo erectus no se conocen con precisión. Las evidencias más recientes de un habilino son de hace 1,44 millones de años (Koobi Fora, Kenia, espécimen número KNM-ER 42703, Spoor et al. [2007]), mientras que el Homo erectus aparece ya posiblemente hace 1,9 millones de años (KNM-ER 2598) y definitivamente hace 1,78 millones de años (KNM-ER 3733, Antón [2003]). Esto significa que los Homo erectus podrían haber coincidido con los habilinos durante casi medio millón de años, aunque ambas especies no ocuparan necesariamente las mismas áreas en las mismas épocas. Características del Homo erectus: Aiello y Wells (2002), Antón (2003).

[4]Antón (2003, p. 127) revisa el debate sobre los nombres.

[5]Cartmill (1993) revisa la historia de las hipótesis del carnivorismo. Entre los defensores recientes de la importancia de la ingesta de carne en la evolución y la adaptación humanas figuran Stanford (1999), Kaplan et al. (2000), Stanford y Bunn (2001), y Bramble y Lieberman (2004). O’Connell et al. (2002) ofrecen una crítica.

[6]Darwin (1871 [2006]), p. 855. En Darwin (1888) aparecen relatos sobre el aprendizaje de hacer fuego y crónicas de días de acampada que terminaban con una cena cocinada.

[7]Darwin (1871 [2006]), p. 867.

[8]Lévi-Strauss (1969); Leach (1970), p. 92.

[9]Brillat-Savarin (1971), p. 279.

[10]Coon (1962), Brace (1995), Perlès (1999), Goudsblom (1992). Las citas proceden de Symons (1998), pp. 213, 223; Fernández-Armesto (2001), p. 4.

[11]Wranghamet al. (1999), Wrangham (2006). Collard y Wood (1999) y Wood y Strait (2004) argumentaron brevemente en favor de la cocina como un estímulo para la evolución del H. erectus.

01

En busca de los

crudívoros

«Mi definición de Hombre es un “animal cocinero”. Las bestias tienen memoria, juicio y todas las facultades y pasiones de nuestra mente, en cierto grado; pero no hay ninguna bestia cocinera […]. Solo el hombre puede preparar un buen plato; y cualquier hombre es un cocinero, en mayor o menor medida, al condimentar aquello que come».

JAMES BOSWELL, Diario de un viaje a las Hébridas con Samuel Johnson