En una nuez: guía de mis libros (1977-2022) - Adolfo Castañón - E-Book

En una nuez: guía de mis libros (1977-2022) E-Book

Adolfo Castañón

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Beschreibung

En una nuez: guía de mis libros (1977-2022) reúne los más de 140 títulos que derivan de 44 años de trabajo literario y labor intelectual. La guía sirve como una introducción a la caudalosa producción y participación de Adolfo Castañón en el mundo del libro. Los lectores pueden emplear En una nuez como una herramienta de consulta de los diversos géneros practicados por el autor: poesía, narrativa, ensayo, crónica, traducción, edición, selecciones antológicas, entre otros. Gracias a esta guía les será posible hacer las conexiones que surgen a lo largo de los años entre los distintos textos, la huella de otros personajes en los libros y el gozo del autor al sumergirse en el mar de tinta. Desde la primera lectura, se logrará asir la innegable importancia y labor del escritor en la difusión no sólo de la cultura, sino también en el ejercicio poético, crítico, ensayístico y editorial. El libro hace constar cómo una persona puede dedicarse a las letras -leyendo, escribiendo, editando o traduciendo- y cómo los textos nacidos de esta dedicación permean la forma en que las personas conciben el mundo a su alrededor. En una nuez retrata una ciudad personal hecha de libros que a su vez se inscribe en el mundo y la historia. Mirna del Carmen Martínez Gómez

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Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana.

Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de los legítimos titulares de los derechos.

Primera edición impresa, mayo 2022

Edición ePub: mayo 2022

D. R. © 2022

Adolfo Castañón

D.R. © 2022

Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V.,

Hermenegildo Galeana 111

Barrio del Niño Jesús, Tlalpan, 14080

Ciudad de México

[email protected]

www.bonillaartigaseditores.com

ISBN: 978-607-8838-15-8 (Bonilla Atigas Editores)

ISBN ePub: 978-607-8838-85-1

Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

Diseño editorial y de portada: d.c.g. Jocelyn G. Medina

Realzación ePub: javierelo

Hecho en México

Contenido

Trasfondo

Poesía, narración y aforismos

Ensayo

Traducciones

Antologías y ediciones

Algunos artículos

Adolfo Castañón

Trasfondo

ICuadernología

Empecé a editar mis libros en una serie de “Paseos” —que sigo respetando mentalmente, aunque no siempre en el orden editorial—. Durante años tuve unos cuadernos, libretas francesas, de pasta dura y de varios colores (vino, rojo, verde, azul, café oscuro) llamadas “Bradel”, de hoja cuadriculada, distribuidas en Francia por Registrés Le Dauphin (Ref. 18206, de 22 cm de alto por 14 de ancho, 1.07 cm de espesor). Esa colección asciende a más de un centenar, que he ido comprando a lo largo de los años en distintas papelerías de París. Me hacía ilusión pensar que algunos escritores franceses habían tomado apuntes y hecho sus tareas universitarias en ese formato.

Cuando me llegan a preguntar cuál es el género en el que me siento más a gusto, digo que mi preferido es el cuaderno, cahier, carnet o note-book. Desde hace cierto tiempo, escribo primero a mano y luego directamente en la pantalla, aunque muchas veces lo hago dictando a mi asistente por teléfono o de viva voz. He traducido algunos libros diciéndolos primero a una grabadora, cuyo audio luego es objeto de la transcripción de una mecanógrafa capaz de producir un manuscrito decoroso para que yo lo revise una y otra vez. Eso me hace recordar que vi al legendario Wenceslao Roces dictar a una secretaria en el FCE algunas obras de Carlos Marx, como pueden atestiguar Ricardo Campa y Alberto Cué, sus jóvenes ayudantes.

Si empecé ordenando mis escritos en una serie de “Paseos”, luego —y paralelamente— he tenido que organizar las transcripciones en archivos que resguarda la computadora; de ahí, se han producido lo que yo llamo “Canteras”. Por ejemplo, Arcoíris, salió precisamente de una que fui creando a partir de otras. Siempre tengo a la mano un pequeño cuaderno, como hacía Alfonso Reyes o, entre nosotros, Carlos Monsiváis o el narrador venezolano Ednodio Quintero. En México y en otros países de Hispanoamérica (por ejemplo, en Cuba), hay una gran tradición editorial, pero no sólo de grandes sellos sino de pequeños, casi confidenciales, como ésos que hizo Manuel Altolaguirre, el tío del poeta y traductor Manuel Ulacia.

Confieso que tengo un ejemplar de la 1ª edición en inglés de los Preliminary Studies for the Philosophical Investigations Generally Known as The Blue and Brown Books, de Ludwig Wittgenstein (Basil Blackwell, Oxford, 1958, pp. 185). El ejemplar perteneció a la Biblioteca del Fondo de Cultura Económica y lo rescaté como a un náufrago cuando se dio una de las purgas que hacen periódicamente los acervos oficiales.

Lo que me permitiría yo llamar la “cuadernología” tiene varios órdenes: cuadernos de escritura —ahí pondría yo el centenar de “Bradel”, donde se han alojado mis letras durante años; todos son iguales: mismo formato, diferente color, mismo número de páginas y ocupan metros del escritorio—. Luego vienen las libretas de viaje. Ahora viajo menos y llevo pocas. En cambio, tengo no pocas libretas de bolsillo de tapa dura marca Clairefontaine donde están anotados tipos de cambio, horarios, tarjetas de amigos, hoteles, librerías, papelerías, fondas, bares o restaurantes, etiquetas de vino o de quesos, hojas de árboles, pétalos, boletos de metro y de cine, billetes de taxi o teatro, timbres, postales, etcétera. Bruce Chatwin, el trashumante que redescubrió el asombro de viajar, hizo célebres unos pequeños cuadernos de bolsillo: las libretas Moleskine. Algunos de mis cuadernitos peregrinos son de esa estirpe.

He llegado a pensar que se podría armar una edición de Lugares que pasan (1998) como un libro-happening combinando varios cuadernos. Además de esas dos especies mayores, vienen los cuadernitos de notas de todos los días y la esencial agenda de cuero negro con inconfundibles dorados. Desde hace varios lustros, llevo una agenda de la colección francesa de la Pléiade de Gallimard que se va archivando en la parte superior de un librero. Además, en casa hay un cuaderno doméstico con las señas y cuentas del plomero, del gas, y otras, que se combina y ensancha con el calendario mensual. Esto no es novedad; en el Renacimiento se tenían accesorios parecidos. Una exposición holística del conjunto tendría que incluir además los soportes de todos los reconocimientos desde radiografías, tomografías, electrocardiogramas, recetas médicas, hasta diplomas, constancias académicas, medallas, fotografías y más.

Volviendo a la “cuadernología”, habría que distinguir entre ésta y la “cuadernolatría”. Casi cabría decir que cuanto más “bonito” sea un cuaderno, más inútil lo es como tal, aunque también haya que admitir que artistas como Vincent Van Gogh lograron hacer de sus carpetas verdaderas obras de arte —según hacen constar los seis volúmenes facsimilares de sus Lettres, editadas por Actes Sud, el Van Gogh Museum y el Huygens Institute en La Haya en 2009—.

Sé que Alejandro Rossi, al igual que Salvador Elizondo, era un obsesivo coleccionista de sus cuadernos y que los del autor de Farabeuf se parecen a los de Van Gogh. En cambio, no recuerdo que Paz tuviera cuadernos, aunque tenía una excelente memoria de tenedor de libros. (Un recuerdo divertido: un día se sorprendió de que no hubiese yo cobrado un cheque que me había dado para comprarle un diccionario y que pensaba yo enmarcar —como lo hice—.) Por otro lado, sé que Monsiváis garrapateaba su escritura sonámbula en libretas de taquigrafía con pluma Bic, que García Terrés y José Luis Martínez escribían a lápiz en hojas sueltas y que, antes de convertirse en un dictador como Juan García Ponce por otras razones, Borges alojaba su escritura de pata de mosca en cuadernos ordinarios. Reyes era más parecido a Monsi y escribía en cualquier lado, aunque Wittgenstein, para volver al principio, era un cuadernícola fiel a sus formatos. No sé por cierto si los Zettel tienen el mismo que los Blue and Brown Books. He visto los cuadernos alemanes en que Emilio Uranga hacía sus ejercicios de lógica filosófica y los cuadernos en que Ramón Rubín escribía a mano sus cuentos y novelas. Algunos escritores han sabido vender en vida sus cuadernos y papeles (por pudor omito sus nombres). Pitágoras no escribió nada y sus enseñanzas fueron transmitidas varios siglos después por Diógenes Laercio.

C.G. Jung llevaba también cuadernos, guardaba sus manuscritos y coleccionaba raros libros, como las obras de Paracelso o los libros asombrosos de William Blake. Sonu Shamdasani publicó C.G Jung. A Biography in Books (Norton and Company, Nueva York, Londres, 2012, pp. 224). Esa arca del saber es un viaje por la casa-biblioteca de Jung en Zúrich. Este libro ha sido una de las inspiraciones editoriales para el armado de En una nuez.

IIBibliología

1

La idea de armar este volumen responde a la necesidad personal de hacer una suerte de descripción editorial que funcionaría como un cimiento documental previo a lo que podría ser una autobiografía intelectual de la persona que firma Adolfo Castañón y cuyo nombre civil completo es el de Jesús Adolfo Castañón Morán, nacido en la Ciudad de México el 8 de agosto de 1952. Hijo del Lic. Jesús Castañón Rodríguez y de la Dra. Estela Morán de Castañón, quienes también dieron la vida a mi hermana Margarita Josefina. Huelga decir que estos tres personajes han sido y siguen siendo definitivos en mi quehacer literario, además de las influencias de otros maestros y amigos.

La casa familiar era y es una biblioteca, dado que don Jesús era el secretario de redacción del benemérito Boletín Bibliográfico de la SHCyP y recibía libros además de los que compraba semanalmente y a veces hasta diario. Nací el mismo día por la mañana en que mi padre se recibiría como abogado por la tarde. Presidió su examen profesional su maestro Adolfo Menéndez Samará, quien lo felicitó cuando éste concluía. Don Jesús lo atajó: “También me tiene que felicitar por otro motivo. En la madrugada, nació mi hijo”. El maestro respondió con una sonrisa: “Ese niño tendrá que llamarse como yo, pues hoy es el día de mi cumpleaños”. Tal es la razón de que yo me llame Adolfo, y no un motivo presidencial o literario. Menéndez Samará es autor de varios libros, leyó a Max Scheler y se carteó con José Gaos. Fue uno de los fundadores de la Universidad Autónoma de Morelos y dio clases a muchos estudiantes. Una de ellas fue Margo Glantz.

2

Aprendí a leer a los cuatro años en una modesta guardería privada. El primer año de primaria lo hice en un colegio franco-inglés en la colonia Guerrero. Luego en la escuela primaria oficial Francisco César Morales, en la colonia Campestre Churubusco. La secundaria en la oficial Manuel Delfín Figueroa en Av. México, Coyoacán. También en Coyoacán los estudios de bachillerato en la Preparatoria 6. Más tarde estudié letras y lingüística en la Facultad de Filosofía y Letras. Durante los años de Secundaria y Preparatoria tomé clases de inglés en el Instituto Anglo-Mexicano de Cultura y de francés en la Alianza Francesa y en el IFAL. En la Prepa fueron mis maestros Enrique González Rojo, Carlos González Lobo y Enrique Mansur. En la Facultad, me dieron clase Juan M. Lope Blanch, Ernesto Mejía Sánchez, Margarita Peña, Concepción Caso, Huberto Batis, Juan García Ponce, Héctor Valdés, Ignacio Osorio, Rafael Salinas, entre otros. Paralelamente a los estudios formales en la Facultad, tomé clases o asistí a talleres de Salvador Elizondo y Augusto Monterroso.

El escritor cubano Carlos Ávila Villamar me hizo una entrevista, publicada en La Habana. De ella transcribo lo que sigue:

Un gran viaje (le grand tour, como diría Byron) rondaba mi mente desde hacía años. En 1971 salí de mi casa a pie hacia Cuautla, pasando además por Tepoztlán y Yautpec. Con un amigo atravesé la montaña. Dormimos en la cumbre del cerro del Tepozteco, en los portales de las iglesias, a la orilla del río. Regresamos después de casi una semana. Yo quería salir…

La idea de ir a Europa fue alimentada por los consejos de un chileno compatriota de Roberto Bolaño –Nelson Oxman–, quien me dijo que en Israel, en el golfo de Eilat, había trabajo para quienes quisieran y que se pagaban 500 dólares diarios. Pensé que si llegaba me haría rico y luego me podría dedicar a escribir. Paralelamente, hice un primer libro abominable para una editorial comercial. Era sobre un personaje de la mafia italiana. Lo firmé con seudónimo. Me lo pagaron bien. Con el producto de ese pago, fui a una agencia de viajes y compré un boleto de ida –sólo de ida– a Europa, en la línea más barata, que era KLM. El vuelo aterrizaría en Bruselas. Llegué a la casa de mis padres con el boleto en la mano, les dije que me iría en tres semanas. Fue una conmoción, pero no pudieron o quisieron hacer nada, pues yo era mayor de edad. Me dieron 500 dólares pensando que me los gastaría muy pronto y que regresaría. A esos 500 yo añadí otros 500 de mis ahorros y con esos mil dólares sobreviví desde junio de 1973 hasta abril de 1974 en Europa.

Dormí en las calles y en los parques, en los trenes y en los albergues de la juventud. Aprendí a hacerme simpático y a dejar que me adoptaran. Nunca robé ni vendí mi sangre. Mi plan era conocer Europa, y tenía fantasías secretas: sentarme en las gradas del Coliseo en Roma –lo hice–, conocer Olimpia –lo hice–, abrazar una de las columnas del Partenón en la Acrópolis –lo hice–, tocar el Muro de las Lamentaciones –lo hice–, visitar Notre Dame de París y conocer esa ciudad a la que luego volvería muchas veces.

Había leído la Historia de la Civilización Griega de Burckhardt, pero yo quería estar en Grecia. De niño me había fascinado la biografía de Heinrich Schliemann, que había descubierto Troya guiado por la Ilíada. No pude llegar a Creta, pero al regreso de Israel y de Turquía pasé por Esmirna y conocí Pompeya. Movido por una credulidad menos que infantil, casi diría yo prenatal, quise convencerme de que Europa existía… No sé si se podría repetir ahora mismo esa experiencia.

Los sitios se eligieron de algún modo solos, aunque desde el principio tenía claro que no podía dejar de pasar por París, Roma, Atenas, Jerusalén. Y en Israel yo quería ir hasta el puerto de Eilat a trabajar como albañil.

Al llegar a Israel, los soldados se rieron de mí. Me dijeron que era yo demasiado enclenque como para resistir las jornadas de trabajo allá con más de treinta grados de sol. Y me dieron dos opciones: o bien iba a trabajar en un kibbutz –me preguntaron si sabía manejar– o bien regresaba a Roma en el próximo avión. Decidí ir al kibbutz, y al llegar a Hulda –así se llamaba esa granja algodonera próxima al aeropuerto militar de Rehovot– me di cuenta de que la pregunta de si sabía yo manejar se había dado en función de mis aptitudes para conducir un tractor. Trabajé entonces ahí durante más de tres meses en horarios de 4×12, o sea, o bien de 4:00 am a 12:00 pm, o bien de 12:00 pm a 8:00 pm, o bien de 8:00 pm a 4:00 am. La producción nunca se detenía. En octubre de 1973 estalló la guerra de Yom Kippur, y mis padres asustados pidieron al gobierno mexicano que el agregado militar me rescatara de ese “servicio militar” honorario que yo había ido a cumplir por allá sin ser judío, y que era para mí como una temporada de vacaciones.

Llevaba yo en ese viaje los libros de Pierre Klossowski, El baño de Diana, los libros de Burckhardt y los libros que fui comprando en el camino: La tumba sin sosiego, de Cyril Connolly, Los cuadernos de Malte Lauridds Brigge, Manhattan transfer, de John Dos Passos, y una antología de poesía española del Siglo de Oro.

Escribí en aquellos días un diario que no creo que sea de interés, pues se trataba de un diario de lecturas. En Israel se habla hebreo e inglés, pero hay tantos judíos sefarditas que no me resultó difícil comunicarme en español.

El itinerario del viaje fue México, Bruselas, París, Troyes, Hyères, Niza, Génova, Roma, Brindisi, Patras, Olimpia, Argos, Atenas, Tel Aviv, Hulda, Jerusalén, Eilat, Estambul, Esmirna, Nápoles, Marsella, Loire, Montpellier, Barcelona, Alicante, Orleáns, Beaugency, Montlivault, París, México. El tramo griego lo hice casi todo a pie. El viaje de Estambul a Marsella, en barco. Los demás tramos fueron en tren o en avión. Cuando regresé a Israel en 1995, en un viaje auspiciado por el FCE, la policía de seguridad israelí tenía memoria y registro puntual de mi paso por allá. También mi cuerpo: guardaba en mi mente un cierto rincón encantado en Jerusalén, que busqué racionalmente en vano. Luego, derrotado, me dejé llevar como un sonámbulo y di con aquel rincón, que tenía un muro, un pozo y una higuera.1

3

Al regresar de ese viaje, empecé a colaborar con Carlos Monsiváis en La cultura en México, suplemento de Siempre! y poco más tarde con Octavio Paz en Plural. El 11 de abril de 1975, me casé con Marie Boissonnet en el jardín de la casa familiar donde todavía resido. Mis testigos de boda fueron Ana María Cama, Víctor Kuri y Federico Campbell, a cuya generosidad debo la edición de Fuera del aire, el primer libro que aparece en este volumen. En la Facultad de Filosofía y Letras, conocí a José Luis Rivas y Héctor Subirats, quienes editaban la revista Caos, en cuyo número 7 se publicaron las primeras audiencias de El Reyezuelo; la recopilación de sátiras inspiradas en Juvenal y otros escritores latinos que luego editarían Roberto López Moreno y Leticia Ocharán con el sello TEA, y que tendría después ediciones en el Taller de Martín Pescador, de Juan Pascoe, y en la UAM, gracias a José María Espinasa, y que sería editado también en Venezuela en Monteávila con un prólogo de José Balza, además de formar parte de La campana y el tiempo —la primera recopilación de poemas, poemas en prosa y traducciones que edité primero en Venezuela y luego en México—. Una extensión o ensanche de mi propia obra poética se da en la antología Lluvia de letras y en los libros de ensayos que he dedicado a saludar a poemas y poetas como “El sueño de las fronteras”.

Mi encuentro con Alfonso Reyes se lo debo a mi padre, a Ernesto Mejía Sánchez, a Carlos Monsiváis, a JEP y a Octavio Paz, quien se sabía de memoria muchos versos suyos y que, de hecho, construyó su obra inspirándose en la del regiomontano… Decisivo para mí ha sido el encuentro con Alfonso Reyes. En realidad, este volumen En una nuez, fue originalmente concebido como una historia documental de mis libros, a imitación de la escrita por el autor de Visión de Anáhuac… Alfonso Reyes ha sido en muchos sentidos un faro y una referencia, como podrá documentarse en estas páginas.

Una presencia axial a lo largo de mi camino ha sido y es la de Octavio Paz. A él y a Gabriel Zaid, les debo el haberme alentado para escribir poesía. “Recuerdos de Coyoacán” y “Tránsito de Octavio Paz” fueron escritos en torno y casi diría desde su ascendiente. De hecho, como he mencionado alguna vez, Recuerdos de Coyoacán funciona como una suerte de batalla poética en la arena de la escritura de Castañón entre Alfonso Reyes y Octavio Paz. Otras presencias han sido las de María Zambrano, Juan José Arreola, Alejandro Rossi, José Luis Martínez, Ramón Xirau, Gabriel Zaid, Eugenio Montejo, Carlos Monsiváis, Susana Francis, Jorge Cuesta… y, entre los autores traducidos, George Steiner, Louis Panabière, Paul Ricoeur, Roland Barthes, Jean-Clarence Lambert.

No conocí a Jorge Cuesta, pero gracias a Panabière, traté y me hice amigo de Natalia Cuesta Porte-Petit, cuya encendida voz y mirada me acompañan. En su casa, conocí a Rubén Salazar Mallén y a Javier Sicilia. Otro autor leído y releído a lo largo de los años: Michel de Montaigne. Leer a Montaigne equivale a leer a Étienne de la Boétie y a Blaise Pascal y a consultar una y otra vez diccionarios y enciclopedias, que es el título del Breviario traducido por mí de Alain Rey.

Durante los años que trabajé para el Fondo de Cultura Económica, estuve haciendo lo que llamé un “blindaje curricular”. Empecé a publicar libros después de 1987, el año de la muerte de mi madre, Estela Morán de Castañón. Salí del FCE en noviembre de 2003, y ese mismo día por la tarde fui recibido en la Academia Mexicana de la Lengua, cuyo Director era José G. Moreno de Alba. Me postularon como miembro de número Mauricio Beuchot, Eulalio Ferrer y don José Luis Martínez, director honorario perpetuo. A José Luis Martínez lo conocí desde que fue Director del FCE. Persona de la mayor importancia para mí, a quien visitaba en su casa de tanto para cuestiones editoriales. En la Academia, gracias a la invitación de Jaime Labastida, he publicado libros como la antología anotada de la obra de Alfonso Reyes, Visión de México, en dos tomos en la Colección Clásicos de la Lengua; una reunión de semblanzas de académicos, La Academia de perfil; y una antología titulada Leyendas mexicanas de Rubén Darío. Puedo decir que a partir de 2003 y hasta la fecha, la Academia Mexicana de la Lengua, dirigida por Jaime Labastida y, desde hace dos años, por Gonzalo Celorio, ha sido mi casa. Todos mis libros desde esa fecha hasta ahora tienen una deuda con ella.

Hay dos polos en este planeta. Uno, el cuento y la narrativa. El pabellón de la límpida soledad y La batalla perdurable se titulan mis dos cosechas de cuento, luego reunidas en A veces prosa… El otro polo es el libro Grano de sal que muestra, como en una pintura de Arcimboldo, todas las frutas del frutero en una sola fisonomía. La microhistoria editorial de este volumen se inicia con una edición manuscrita y artesanal que debo a Andrea Fuentes Silva —la hija de Enrique Fuentes Castilla, mi llorado amigo recién desaparecido quien hizo tres ejemplares de la obra a partir de las colaboraciones publicadas en Casa abierta al tiempo, dirigida por José María Espinasa—. Luego, Grano de sal fue editado por Antonio Saborit en su Breve Fondo Editorial y más tarde fue estampado por Planeta, gracias a René Solis. Posteriormente, por Ediciones Sin Nombre y el Claustro de Sor Juana y finalmente por Bonilla y Artigas y el Claustro de Sor Juana, gracias a la generosidad de José María y de Carmen Beatriz López Portillo.

Los libros nacen de la conversación. Aparte de las que sostuve y he sostenido a lo largo de los años con Octavio Paz, Alejandro Rossi y Gabriel Zaid, es preciso mencionar aquí las que sostuve con Jaime Moreno Villarreal y Fabio Morábito, que dieron como resultado el libro titulado Macrocefalia, publicado por José María Espinasa, en 1988, en los Cuadernos de la Orquesta que hacían el CREA y la SEP. He publicado libros con distintos sellos. Uno de los más socorridos por mí ha sido precisamente el de Ediciones Sin Nombre de José María Espinasa y Ana María Jaramillo. El paisaje editorial de En una nuez no sería el mismo sin su generosa colaboración a lo largo de los años.

Alrededor, antes y después de aquellos intercambios, se dio durante algunos años un taller de lectura en el que nos reunimos Guillermo Sheridan, Fabienne Bradu, Francisco Hinojosa, Jaime Moreno Villarreal. Leímos ahí a José Bianco, a Philip Roth, entre otros autores, pero sobre todo aprendimos a pensar a partir de las palabras del otro. Muchas de esas conversaciones están entrelineadas en los libros reunidos en En una nuez.

Entre las preocupaciones que han movido al autor, están las relacionadas con la reflexión sobre la cultura en México y en el mundo y las asociadas al ejercicio editorial. Ese conjunto está representado por los títulos Cheque y carnaval, El mito del editor, Los mitos del editor, Jardines del eunuco, Trópicos de Gutenberg; libros en los cuales se reúnen textos que son como asedios a la ciudad del libro, en cuyo seno estuve desempeñándome como empleado, editor, revisor, traductor a la largo de los años en que trabajé con alguna intermitencia en el Fondo de Cultura Económica, desde 1975 hasta 2003. Durante esos años, traduje paralelamente libros como Ensayo sobre el origen de las lenguas, de Jean-Jacques Rousseau, Después de Babel, de George Steiner, Enciclopedias y diccionarios, de Alain Rey, y el Spinoza radical, de Paul Wienpahl —este último traducido en colaboración con Alfredo Herrera y Leticia García Urriza—.

Al cerrar el ciclo en el FCE, se abrieron para mí las puertas en El Colegio de México gracias a la generosidad de Andrés Lira y de Javier Garciadiego. Publiqué y organicé con este sello las antologías de Ramon Xirau, Alejandro Rossi, José Luis Martínez, Alfonso Reyes, León Felipe, José Medina Echavarría, y las temáticas dedicadas a Benito Juárez y a las constituciones de 1857 y 1917 en la revista Historia Mexicana. Traduje el discurso de Lord Acton “Surgimiento y caída del Imperio” —nunca antes vertido al español—, reedité muy ampliado Por el país de Montaigne y publiqué Tránsito de Octavio Paz, entre otras tareas que desempeñé mientras fui miembro del Programa de Investigadores Asociados (PIA).

Años más tarde, en Siglo XXI Editores, publiqué el libro América sintaxis, donde intentaba yo presentar una visión panorámica de la literatura iberoamericana contemporánea a partir de escritos, apuntes, crónicas y ensayos. Asimismo, con este sello traduje varios libros de Paul Ricoeur, la serie de escritos póstumos: En torno al psicoanálisis, Escritos sobre Hermenéutica, Antropología filosófica, la tesis Ser y esencia en Platón y Aristóteles, además de Amor y justicia. También para Siglo XXI Editores, traduje Diario de duelo, de Roland Barthes. En otra categoría, para la misma editorial, preparé la edición anotada de las Cartas cruzadas 1965-1970. Arnaldo Orfila y Octavio Paz y aquélla de la Correspondencia: Arnaldo Orfila y Alejo Carpentier, 1955-1980.

A Juan Luis Bonilla y a las ediciones de Bonilla y Artigas debo el haber publicado con ese sello mi Viaje a México, que originalmente me encomendó Iberoamericana. A partir de ese libro, Juan Luis Bonilla y Juan Benito Artigas me invitaron a editar con ellos una colección: “Las semanas del jardín”, en donde he podido editar a autores como Alfonso Reyes, José Balza, José Kozer, Emilio Uranga, Rodolfo Usigli, Pedro Henríquez Ureña, Armida de la Vera, Saúl Yurkievich, Angelina Muñiz-Huberman, José Gaos, Arturo Souto, Fernando Fernández, Fabienne Bradu, Ermilo Abreu Gómez. Los dos libros más recientes de la serie son el dedicado a George Steiner y Arcoíris. A la Editorial Bonilla y Artigas, debo la publicación del libro que tiene entre las manos el lector.

Los libros que he escrito no habrían llegado a publicarse sin el apoyo y colaboración de mis asistentes Mary Acosta de Bayona, Magdalena del Río, Marcela Pimentel, Irma Martínez, Lourdes Borbolla, Gilda Lugo Abreu, Evelyn Useda, Alma Delia Hernández, Verónica Báez, Leticia Gaytán y Cristina Villa Gawrys.

En una nuez empezó a armarse gracias a los oficios de Eduardo Ocampo Gaytán, y fue afinado por Verónica y Cristina hasta que Mirna del Carmen Martínez Gómez hizo la última corrección y cotejo. La imagen del autor que aparece en el libro se debe al joven escritor y pintor cubano Carlos Ávila Villamar; la técnica usada fue pintura digital. Por último, el autor está enormemente agradecido con Margarita de la Villa y David Noria por sus invaluables y atinados comentarios sobre el libro mismo.

La del escritor no es una tarea solitaria. Necesita copistas, amanuenses, revisores, correctores, diseñadores, editores, bibliotecarios, archivistas. Prenda de que no he sido infeliz es este espejo de tinta que se propone como una guía que es, a la vez, la traza de una ciudad.

IIISobre el título “En una nuez”

“I could be bounded in a nutshell and count myself a king of infinite space”, William Shakespeare, Hamlet.

Le puse por título al libro-fichero de los libros escritos por mí a lo largo de los años En una nuez, como alusión a Alfonso Reyes que tiene un ensayo titulado “México en una nuez”. A él le vino ese título como un eco o traducción de la expresión inglesa “in a nutshell” que se usa comúnmente en inglés para libros didácticos o de divulgación. Por ejemplo, Philosophy in a Nutshell o World History in a Nutshell; o el libro de Stephen Hawking The Universe in a Nutshell.

En el camino, Margarita de la Villa, una amiga española me dijo que la cita podía provenir del Código de Hammurabi y ya vimos que era una exhalación fraudulenta de la red. En cambio, lo de Paracelso, creo que sí debe estar en algún lado y lo seguiré buscando nada más para seguir leyendo al delicioso y a veces oscuro personaje.

En una nuez entonces podría trasladarse toscamente como “en un cerebro” o simplemente “un cerebro”. La etimología remite al latín y acaso al indoeuropeo, como se sabe, y tiene que ver con cabeza. O sea que mi guía se podría titular también “cabecera”, pero creo que suena mejor “en una nuez”. Se trata de una especie de autorretrato mental de lo que ha pasado por “mi nuez” en forma libresca a lo largo de los años y tiene que ver con el concepto de “museo”, “jardín” y aun con el de “almacén”.

Volviendo a Paracelso, en varios lugares de sus Textos esenciales, editados por Jolande Jacobi, con epílogo de C-G. Jung y traducción de Carlos Fortea (Ediciones Siruela, Madrid, 1995; 2001), se habla de la “Teoría de las signaturas” y casi se podría creer que Paracelso está a punto de enunciar el paralelo entre “nuez” y “cerebro”, pero hasta ahora no lo he podido localizar.

Dando vueltas, se me ocurrió escribirle a Angelina Muñiz-Huberman con la susodicha consulta entorno a la ecuación “nuez-cerebro”. Su respuesta no dejó de sorprenderme, me escribió:

Mi nuevo poemario, aún inédito, contiene un epígrafe del cabalista Abraham Abulafia que se parece a lo que buscas. Aquí te lo escribo:

“En el jardín de la nuez las cosas sentidas y pensadas y la sensación de su pensamiento son como un palacio”.

Me decía que la cita proviene de El libro del signo (Séfer haot) de Abraham Abulafia.

Al final de estas investigaciones le compartí a la editora y matemática Elsa Puente mi inquietud en torno al paralelo entre la nuez y el cerebro. Me regaló una cita proveniente del Hamlet de William Shakespeare que figura como epígrafe a estas líneas y un curioso artículo sobre el tema escrito por un investigador norteamericano, Martin Kemp.2 De ahí concluyo que la inquietud nuez-cerebro puede ser la fuente de una constelación de amigos movidos por el tema donde conviven científicos, matemáticos y diseñadores. Prueba de esto es, por ejemplo, la escultura de Pascale Pollier Autopsy in a Nutshell (2006) y también el bordado que ha hecho Cristina Villa Gawrys para que vaya como portada de En una nuez.

No somos pocos los que jugamos “en el jardín de la nuez”.

Notas del Trasfondo

1“El muro, el pozo y la higuera (entrevista a Adolfo Castañón)”, Carlos Ávila Villamar, en Erial, revista de literatura, artes y filosofía, 15 de agosto de 2021, en línea: erialrevista.org/el-muro-el-pozo-y-la-higuera-entrevista-a-adolfo-castanon/

2“The brain in a nutshell”, Nature, vol. 470, 10 de febrero de 2011, p. 173.