Enema Of The State - Jorge Francisco Mestre - E-Book

Enema Of The State E-Book

Jorge Francisco Mestre

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Beschreibung

'All the Small Things' fue la primera canción que el autor de este ensayo sacó en su guitarra. Aunque quiso dedicarse a la música, nunca tuvo una banda. Sin embargo, ahora sabe que de esa frustración nació la voz del poeta que es hoy. «Repasar por dónde empezar, rasgar un primer acorde, cerrar los ojos, amasar la atención adentro, ignorar las miradas, intentar cantar, hacerlo mal, reír, parar», en eso, dice, se parecen tocar y escribir.

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rey naranjo editores

www.reynaranjo.net

Enema of the State

© 2024, Jorge Francisco Mestre

© 2024, Rey Naranjo Editores

Dirección editorial: John Naranjo · Carolina Rey Gallego

Dirección de arte: Raúl Zea

Edición: Alberto Domínguez

Equipo R+N: Daniela Mahecha · Isabella Viracachá

La fotografía de Blink-182 fue tomada por Denny Lester en 2003.

isbn 978-628-7589-38-4

Hecho el depósito de ley.

Si hubiera sabido cantar —si hubiera tenido voz— entonces yo hubiera sido yo. 

Entonces no hubiera tenido que escribir sino sólo ser.

Birgitta Trotzig

Hay cosas que hieren el alma cuando la memoria las hace resurgir. Cada vez que pensamos en ellas, la garganta se anuda. Cuando las decimos es incluso peor pues engendran poco a poco, si buscamos compartirlas con aquellos que las escuchan, que alzan la faz, que tienden su rostro, que atienden a lo que vamos a decir, una pena, o al menos, una vergüenza que las redobla. Hacen temblar un poco los labios. La voz se quiebra. Dejo de hablar. Pero entonces comienzo a escribir. Porque se puede escribir lo que uno ya no está en condición de decir. Se puede escribir incluso cuando se llora. Lo que no se puede hacer al escribir, cuando uno está escribiendo, es cantar. 

Pascal Quignard

Intro

El argumento de este libro está en un disco sobre el que pretendo escribir para tocar las canciones que nunca pude armar con una banda que soñé y realmente no existió porque jamás logramos salir de los primeros ensayos con algo aunque habría sido hermoso verla funcionar imaginarla de gira cantando canciones ajenas y propias que contaran todas estas mismas cosas de las que hablábamos y seguimos hablando porque la vida aún es la redonda angustia entre la efímera belleza y la crasa estupidez la misma plenitud entre frustración y deseo

El argumento de este libro quisiera sacar del ridículo la añoranza y el maquillaje negro que ahora es risible aunque sigue latente en la intimidad de los remates y las tardes de silencio cuando volvemos a poner esas canciones que nos acompañaron a crecer y a entender las noticias de los conocidos y desconocidos que escogieron no escoger más y acortaron camino

El argumento de este libro es el del tipo de treinta que quiere entender al de quince para explicarle mejor por qué fue importante que oyera y volviera a oír una música que parece brillar mejor con los años a medida que el desencanto se ha vuelto costumbre y las emociones de entonces se han quedado resonando como armónicos en la distorsión de los amplificadores una vez dejamos las cuerdas al aire y olvidamos 

o escogemos 

no volver a silenciarlas después

Antes de todas esas Small Things

En mi infancia una infancia ardiente como un alcohol

Me sentaba en los caminos de la noche

A escuchar la elocuencia de las estrellas

Vicente Huidobro

El argumento de este libro me encontró en una casa que no era mía y por azar, lo fue. Era agosto del 2020 cuando llegué al apartamento de Antonio. Lo había conocido hacía un par de meses por Marcelo, que se había mudado ahí mismo pocos días antes de la cuarentena. Aunque el terror inicial ya había pasado, se mantenía la incertidumbre por las siguientes olas de contagios. Así que la relación entre vida privada y vida común se resumía en el paso de nuestros cuartos en el piso de arriba al área social en el piso de abajo. Y entre cocina, sofás y comedor permanecía una capa variable de objetos que incluía pesas, cejillas, destornilladores, libros, partituras, cenizas de cigarrillo y tazas con restos de tinto, testigos del tiempo que daba vueltas en círculos.

Alargábamos los contados ahorros, Antonio y yo esperando la siguiente llamada con encargos y Marcelo puliendo en el estudio alguna grabación de la Sinfónica. Cada cierto tiempo uno de ellos cogía su carro y se iba a visitar a su pareja de enton­ces fuera de la ciudad, y cada quince yo cogía mi bicicleta para ir a ver a mis viejos, a mi hermana y también a mi pareja de aquella época. El resto del tiempo estábamos ahí, vacantes. No era extraño echarnos a ver el atardecer en completo silencio, ver una película en la sala o trabajar uno al lado del otro en proyectos que llevábamos años aplazando. Cada uno desempolvaba las notas y se sentaba a intentar cuajar esa pieza inconclusa de música de cámara, algún poema varado, canciones tristes que querían volverse un disco, acaso un libro. Nos mostrábamos las cosas, buscando un ojo crítico. Y así también terminamos varias veces con nuestras guitarras acústicas en las manos, cantando repertorios variables que iban de Nino Bravo a Bacilos, pero sobre todo tocando series de acordes para improvisar.

Antonio tocaba con pick toda clase de escalas que aprovechaban el espacio adicional de su guita­rra en los trastes más agudos y las cuerdas de acero que le delataban el alma de metalero. Marcelo rasgaba a cinco dedos sobre cuerdas de nylon con motivos y timbres que revelaban su conocimiento profundo del instrumento en sus facetas flamenca y clásica. La técnica de ambos era extraordinaria. O al menos eso me parecía a mí, que no soy músico aunque tanto lo quise después de siete años estudiando guitarra en mi adolescencia, esfuerzo del que solo me quedó algo a medio camino entre el óxido de la indisciplina y la nostalgia de la destreza que alguna vez tuve. Pero con eso me pegaba, los seguía y la pasábamos francamente bien en ese apartamento al que no entraba casi nadie a parte de nuestras novias. Excepto Boris, claro.

Cuando lo conocí, Boris llevaba un estuche de bajo eléctrico y un pequeño amplificador en la mano. Hablamos poco. Tan pronto como se instaló el silencio de gente que no sabe qué más decirse, él y Antonio se fueron a la sala y cinco minutos más tarde comenzaron a ensayar. Guitarra acústica, bajo eléctrico, dos voces, una más aguda y la otra más baja. Discutían, revisaban juntos las letras, buscando líneas melódicas para la voz, antes de lanzarse por algunos minutos a ver qué salía. Componían las primeras canciones de lo que sería Películas Italianas, una banda de inclinación emocore que se precia de ser hecha en Bogosad.

En las versiones acústicas de sofá que les escuchaba desde la cocina y mi cuarto, ya podía intuir la distorsión que iría en cada uno de los riffs y todas esas series de acordes que hablaban un lenguaje que yo conocía. Bajo y guitarra se apoyaban mutuamente armando intros, estrofas, puentes y coros, por los que desfilaban versos sencillos y tristes que buscaban sus palabras en los pasos del canto al silencio. Era el mismo lenguaje que nos había vuelto amigos con Marcelo hacía más de quince años, aquella tarde en que yo fui por primera vez a su casa a enseñarle los acordes básicos.

Vivir con ellos, rodeado de canciones e instrumentos, me devolvió el recuerdo de una época, una ambición y un gusto ya distantes, llenos de polvo como un par de tenis olvidados al fondo de un armario adentro mío, pero aún capaces de devolverme la alegría de sus mejores días con solo volver a usarlos.

Lo comentamos días más tarde, primero con uno, luego con otro, eventualmente los tres, como hicimos con cualquier cosa que se nos ocurría con los días, sin imaginar que una parte de esas charlas prefiguraba el contenido de este libro. Hablamos de la suerte que suele hacer falta para que el talento o el ánimo no desistan antes de tiempo. Hablamos de la ridícula idea de originalidad, de su efecto castrador, del malestar que se alimenta de cumplir con guiones ajenos. Hablamos de los Escolios de Nicolás Gómez Dávila. Hablamos de lo estéril que termina siendo el conocimiento formal de un lenguaje si no es para nutrir una voluntad enfermiza y al menos un poco ingenua que lo invada. Hablamos, en suma, de nuestra sed y ansiedad, de nosotros por medio de los otros, por horas y horas en esa sala de ventanas enormes que mira a los cerros, casi siempre después de las cinco de la tarde, aunque cada vez más antes del amanecer, trasnochados o madrugados.

Una de esas madrugadas me encontré junto a la ventana, encima de la biblioteca de Antonio, un pequeño fotolibro de portada deslavada por el sol. En ella aparecían tres tipos blancos de unos veinte o treinta. Miraban juntos a la cámara en contrapicada con muecas entre el asombro y la provocación, como si el flash los hubiera sorprendido en una tarima y no delante de un baño de mujeres y debajo de un título característico del humor pobre de sus primeros años: Tales from Beneath Your Mom: Blink-182 with Anne Hoppus.

Las fotos de archivo que aparecían en el libro contaban la historia de los primeros ocho años de la banda junto a los textos y entrevistas hechas por Anne. Mark, Tom, primero Scott y luego Travis aparecían como jóvenes banales, comunes y corrientes que le hacen muecas a la cámara mientras ensayan o matan un rato en la playa o el skatepark. En sus gestos es evidente un gusto tan visceral como teatral por la mú­sica. Es fácil imaginar que sueñan con sonar como uno de esos grupos icónicos que seguramente escuchan sin tregua y alimentan una ambición constante. 

Leyéndolo, me sorprendía darme cuenta de que no sabía nada de esa historia, aunque sentía una familiaridad enorme con sus canciones y un gusto compartido por una buena parte de ellas con mis amigas y amigos, y creo que con el resto de mi generación. Pero lo cierto es que ese universo de toques, festivales, parques de skate, olas y suburbios de casas idénticas en California, apenas me recordaba la publicidad de tiendas de ropa como Quicksilver que llegaron a Colombia por la misma época que sus discos, programas como Jackass y videojuegos como Tony Hawk Pro Skater