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Seducción al límite El magnate de los negocios Jack Sinclair estaba decidido a conseguir lo que era suyo: una parte del imperio de los Kincaid. Como el heredero ilegítimo e ignorado que era, había esperado mucho tiempo para conseguir su recompensa. Y tenía a la sexy y brillante Nikki Thomas de su parte para ayudarlo, ¿verdad? No exactamente. Nikki era una investigadora empresarial de los Kincaid, así que su lealtad estaba más que dividida y sus intenciones ocultas hacían que Jack quisiera alejarse de ella. Pero la pasión les concedió una segunda oportunidad… hasta que se reveló otra verdad que podría separarlos definitivamente.
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Seitenzahl: 214
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
ENEMIGOS EN EL AMOR, N.º 94 - junio 2013
Título original: A Very Private Merger
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3109-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
¡Hija de…! Jack Sinclair se quedó parado en la acera, frente al edificio del Grupo Kincaid, al ver en la puerta a Nikki dando un abrazo a Elizabeth Kincaid.
Aquella era la peor de todas las traiciones posibles, pensó mientras las veía despedirse, antes de que Nikki entrara y Elizabeth se fuera. De pronto las piezas del puzzle empezaban a encajar: Nikki trabajaba para el Grupo Kincaid; no había otra explicación posible.
Llevaban cuatro meses juntos, cuatro meses increíbles que le habían hecho llegar a pensar que aquello iba camino de ser algo serio, algo sólido, y resultaba que ella había estado utilizándolo, tendiéndole una trampa, trabajando para el enemigo.
Inspiró profundamente, buscando en su interior la calma que siempre se esforzaba en conservar, pero no le resultó nada fácil. Tal vez ese abrazo tuviera alguna otra explicación, se dijo, tratando de ser racional. Nikki y él se habían conocido a raíz de una subasta benéfica de solteros que se había celebrado en casa de Lily Kincaid –Nikki había pujado por él y había ganado la puja–, así que era probable que hubiera conocido allí a la madre de Lily, Elizabeth. O quizá la madre de Nikki y Elizabeth Kincaid fueran amigas. Las dos eran parte de la alta sociedad de Charleston. Sin duda habrían coincidido en un evento u otro.
Podía ser así de simple. Además, cuando Nikki le había dicho que era detective corporativa, él mismo le había pedido que investigara a quién pertenecía el diez por ciento de las acciones que no obraban en su poder ni en poder de los hermanos Kincaid. Esas acciones eran claves para poder hacerse con el control del Grupo Kincaid. Quizá simplemente hubiera ido allí en busca de pistas.
En cualquier caso, era fácil de averiguar si sus sospechas eran o no infundadas. Sacó del bolsillo el teléfono móvil y buscó en los contactos el número del Grupo Kincaid.
–Buenos días; ha llamado al Grupo Kincaid. ¿Con qué departamento desea hablar?
–Póngame con Nikki Thomas, por favor.
La mujer vaciló.
–¿Nikki Thomas?
–Es la detective corporativa que trabaja para ustedes. Me dijo que podría contactar con ella en este número.
–Ah, por supuesto. Un momento, por favor.
Jack colgó y masculló un improperio. Su esperanza de que aquello tuviese una explicación inocente había sido machacada, como una hormiga bajo la pata de un elefante.
Desde un principio había sabido a qué se dedicaba Nikki, pero no se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que trabajase precisamente para el Grupo Kincaid. Tenía unas cuantas preguntas que hacerle, y quería respuestas.
Cruzó la calle, ignorando los bocinazos de los conductores. Nikki iba a arrepentirse de habérsela jugado. ¡Después de que le hubiera abierto su corazón, de que le hubiese permitido traspasar las barreras que había levantado a su alrededor durante años!
No era la primera vez que entraba en aquel edificio. En los últimos meses había ido allí para asistir a varias reuniones con los hijos de su padre, los legítimos, como él los llamaba. Seguro que ellos le llamaban el bastardo.
Se acercó al mostrador de recepción, y al verlo, la mujer que había detrás se apresuró a tomar el teléfono, pero Jack alargó el brazo y cortó la comunicación pulsando el gancho de la base.
Sin duda tenía órdenes de los Kincaid de que avisara a alguno de ellos cuando se presentara allí. Él habría hecho lo mismo en su lugar.
–¿Sabe quién soy? –le preguntó.
La mujer asintió en silencio.
–Estupendo. Pues entonces sabrá que soy dueño de una buena parte de esta compañía –le dijo Jack, y le hizo un gesto con la cabeza para que colgara el teléfono–. ¿Dónde está el despacho de Nikki Thomas?
Ella se dio cuenta de que estaba furioso y su rostro se contrajo de preocupación.
–¿Para qué quiere ver a la señorita Thomas?
–Eso no es de su incumbencia. ¿Dónde está su despacho? No volveré a preguntárselo, y tampoco olvidaré su falta de colaboración.
La preocupación de la recepcionista aumentó visiblemente, y al final claudicó:
–En la segunda planta; despacho 210 –murmuró.
–Eso está mejor. Y ni se le ocurra llamarla para advertirle de mi presencia. ¿Me ha entendido?
–Sí, señor.
Jack rodeó el mostrador, dudando si tomar el ascensor o subir por las escaleras. «Por las escaleras», decidió. Así sería menor el riesgo de que se topara con alguno de los Kincaid. Además, furioso como estaba, sería capaz de tumbar de un puñetazo a cualquiera que intentara detenerlo.
No le costó demasiado encontrar el despacho de Nikki. La puerta estaba entreabierta, y aunque Nikki estaba de pie frente a una gran ventana que se asomaba al puerto, dudaba que estuviese admirando la vista. Tenía la cabeza gacha y los hombros hundidos, como si llevara el peso del mundo sobre ellos. En esos cuatros meses nunca la había visto tan abatida.
Llevaba el cabello recogido, dejando al descubierto su delicado y blanco cuello, y la dorada luz del sol que entraba por la ventana arrancaba reflejos de su cabello de ébano y recortaba su femenina figura, enfundada en un traje azul marino de chaqueta y pantalón entallados.
Esa misma mañana la había visto ponerse ese traje, y sabía cómo era la ropa interior a juego de seda y encaje que llevaba debajo. Le había resultado muy difícil resistir la tentación de arrancarle la ropa de nuevo y hacerla volver a la cama con él.
Apretó la mandíbula, recordándose que Nikki lo había traicionado. Dudaba que jamás pudiera perdonárselo, pero tenía que averiguar hasta dónde había llegado su traición y por qué lo había hecho.
Cuando cerró la puerta tras de sí y echó el pestillo, el ruido hizo a Nikki dar un respingo y volverse. La expresión de su rostro confirmó sus peores sospechas. Sin embargo, su subconsciente debía haber estado abrigando hasta ese instante la esperanza de que Nikki le diera alguna explicación razonable de su presencia allí, porque de otro modo no estaría sintiendo aquel dolor en el pecho, como si lo hubieran apuñalado.
–Jack… –su nombre escapó de los labios de Nikki con un tono de sorpresa y culpabilidad.
–Me parece que hay algo que no me habías dicho –le espetó él–. Algo muy importante que deberías haberme dicho hace meses –no se atrevía a acercarse a ella; no hasta que no hubiera recobrado por completo el control sobre sí mismo–. ¿Tienes algo que decir?
–Puedo explicarlo.
Jack no pudo evitar soltar una risotada.
–¿Cuántas veces le habrá dicho eso una mujer a un hombre?
–Probablemente el mismo número de veces que muchas mujeres han llegado a casa y lo han encontrado a él en la cama con otra –le espetó Nikki irritada, pero luego el enfado se le disipó, y la expresión de su rostro osciló entre la tristeza y la culpa–. Perdona, Jack. Decir que puedo explicarlo ha sido bastante ridículo dadas las circunstancias.
Jack apoyó la espalda en la puerta y se cruzó de brazos.
–El día en que pagaste tanto dinero por mí en la subasta de solteros me pregunté por qué lo hiciste. Dijiste que pujaste por mí porque ninguna otra mujer parecía dispuesta a hacerlo, pero ahora sospecho que estaba todo preparado. A los Kincaid se les ocurrió ese ingenioso plan para que pudieras espiarme, ¿no es así? Ahora todo tiene sentido.
Nikki alzó una mano y sus ojos relampaguearon.
–No sigas por ahí. Si estás pensando que puje por ti porque me lo pidieron los Kincaid…
–Ofreciste mil dólares por mí cuando ninguna otra mujer quiso pujar –la cortó él, enfadado–. Fue una encerrona desde el principio.
Nikki sacudió la cabeza con tal vehemencia que se le escapó un mechón del recogido, yendo a caer sobre su mejilla y su largo cuello. ¡Y pensar que hacía solo unas horas había hundido el rostro en su cabellera, inhalando su dulce aroma, y había besado la delicada curva de su cuello! ¿Cuánto tiempo tendría que pasar para que se borraran esos recuerdos de su mente y volviera a sentirse en paz?
–No es verdad –replicó ella dando un paso hacia él.
Sin embargo, algo en su mirada la hizo retroceder, y su vacilación sacó al depredador que llevaba dentro. Nikki debió notarlo porque su respiración se tornó más rápida, y sus ojos, esos increíbles ojos azul zafiro, se ensombrecieron. Cuando se rodeó la estrecha cintura con los brazos Jack no pudo evitar bajar la vista a sus senos, que se marcaban bajo la chaqueta, pero se obligó a mirarla a la cara.
Tenía unos rasgos muy hermosos, heredados sin duda de su madre, que pertenecía a la rama aristocrática del árbol genealógico de la familia. Debería haber sabido que alguien que pertenecía a la élite de Charleston no podía ser alguien en quien pudiera confiar. ¿Acaso no había aprendido eso su madre cuando Reginald Kincaid la había convertido en su amante?
Su padre había hecho de ella su compañera de cama, pero Angela Sinclair no era de buena familia, y por tanto no había sido digna de que se casase con ella, igual que él, un hijo nacido fuera del matrimonio, no había sido digno de ser reconocido por Reginald Kincaid.
La sociedad lo había convertido en un marginado por su condición de bastardo, y en cambio había idolatrado a su padre, que había ocultado durante décadas que había tenido un hijo con otra mujer.
Y para rematar esos tintes de ironía que impregnaban su vida, acababa de descubrir que la mujer en la que había confiado y a la que pensaba pedirle matrimonio trabajaba para los Kincaid. Su relación desde el principio se había cimentado en un puñado de mentiras.
–Por favor, Jack, tienes que creerme: cuando pujé por ti en la subasta no tenía ni idea de quién eras. Ni comprendía por qué nadie quería pujar por ti. Quiero decir que… ¡era una subasta benéfica! No tenía sentido.
–¿De verdad esperas que crea que los Kincaid no te hicieron hacerlo? –Jack sacudió la cabeza–. Perdona, pero teniendo en cuenta que trabajas para ellos y que me lo has estado ocultando no te da la menor credibilidad.
–No supe quién eras hasta después de nuestro primer beso la noche de la subasta –le dijo Nikki–. Lily nos pilló besándonos fuera, ¿recuerdas? Tú te marchaste, y fue entonces cuando me dijo quién eras.
Ya lo creía que recordaba su primer beso; recordaba cada segundo del irrefrenable deseo que se había apoderado de ambos y los había hecho olvidarse de todo lo que los rodeaba. No había experimentado nunca nada igual. No solía perder el control sobre sí mismo, y era algo de lo que se enorgullecía, de su capacidad para no dejar entrever sus emociones. Sin embargo esa noche… Esa noche había perdido el control, y se había visto atrapado por una necesidad imperativa y casi primitiva de marcar de algún modo como suya a aquella mujer.
¿Sería aquello lo que habían sentido sus padres el uno por el otro, el motivo por el que habían decidido ignorar las convenciones sociales? Apartó ese pensamiento de inmediato. No quería permitir que hubiese alguna tonalidad de gris en su forma de ver las cosas, donde todo era blanco o negro. Así la vida era más sencilla.
No había hecho suya a Nikki esa noche en el sentido estricto de la expresión, pero sí la siguiente vez que se habían encontrado, la noche en que él la había invitado a cenar, como estipulaban las normas de la subasta que debía hacer cada soltero con la mujer a la que hubiese sido adjudicado en la puja.
Jack se quedó mirándola pensativo, sopesando los hechos.
–Aunque te creyera… los Kincaid estaban presentes cuando pujaste por mí, y sabían que habías ganado una cita conmigo. ¿Y pretendes que crea que no se aprovecharon de la situación? Trabajas para ellos.
–Sí, trabajo para ellos, y sí Matt y R. J. Kincaid sabían que salí a cenar contigo y Matt me pidió…
Antes de que pudiera terminar la frase se oyó moverse el picaporte de la puerta detrás de ellos. Al darse cuenta de que estaba cerrada por dentro, quien fuera que estaba intentando a abrir, empezó a aporrear la puerta. Jack frunció el ceño, irritado. Parecía que la recepcionista había pedido refuerzos; tendría que trabajar un poco más sus dotes de intimidación.
–Me parece que es la caballería que viene a rescatarte –dijo ladeando la cabeza–. Debe haber sido la recepcionista; parece que su preocupación por ti se ha impuesto a mis amenazas.
Nikki lo miró boquiabierta.
–¿La has amenazado? –le preguntó indignada.
–Por supuesto que la he amenazado. Así es como actúo; ¿no te lo han dicho los Kincaid? Hago lo que haya que hacer para conseguir lo que quiero.
Nikki sacudió la cabeza.
–Eso no es verdad, Jack. Ese no es el hombre del que me he ena…
Nuevos golpes interrumpieron sus palabras, palabras por las que él habría dado la mitad de su fortuna por oírle decir.
–¡Sinclair, sabemos que estás ahí dentro! –era la voz de su hermanastro, R. J. El asombroso parecido que tenía con la suya siempre lo irritaba. Era irracional, pero no lo podía evitar–. ¡Abre la puerta ahora mismo o llamaremos a la policía!
Jack, que no había apartado los ojos de Nikki, enarcó una ceja.
–¿Tú qué crees? ¿Debería dejarles entrar?
Nikki suspiró.
–Sería lo más sensato, si no quieres que te arresten.
–¿Arrestarme por qué? El cuarenta y cinco por ciento de la compañía es mío.
–Jack… por favor…
Él se encogió de hombros e hizo lo que le pedía. Mejor acabar con aquello, se dijo. Se hizo a un lado, e hizo bien, porque R. J. y Matt entraron como elefantes en estampida en cuanto abrió la puerta.
Matt se colocó delante de Nikki en actitud protectora y R. J. se plantó frente a él.
–¿Estás bien, Nikki? –le preguntó R. J. con los ojos fijos en él.
El parecido entre R. J. y él era más que superficial. Los dos medían más de un metro ochenta, y eran de complexión robusta, y también habían heredado en buena medida el atractivo de su padre: su cabello castaño, y la misma forma de los ojos, aunque eran de un azul completamente distinto. Aunque detestara admitirlo, también tenían en común su habilidad para los negocios. Y por eso la victoria sería aún más dulce cuando se hiciese con el control del Grupo Kincaid.
–Estoy bien –contestó Nikki, saliendo de detrás de Matt–. Jack y yo solo estábamos teniendo una… discusión. Y quizá podáis ayudarme.
–Pues claro que sí. Largo de aquí, Sinclair –le ordenó R. J.
Jack soltó una carcajada.
–No pienso irme.
–No me refería a eso –intervino Nikki–. A lo que me refería es a que tal vez podáis ayudarme diciéndole a Jack por qué me pedisteis que le investigara.
Matt se quedó mirándola.
–Debes estar de broma.
–Estoy hablando muy en serio –le contestó Nikki–. Matt, dile a Jack en qué punto me pedisteis que lo investigara a él y su negocio–. Por favor –le imploró.
Matt vaciló, pero por su expresión Jack dedujo que no era porque estuviera intentando pensar en una mentira oportuna, sino porque estaba intentando recordar el momento exacto.
–Tú estabas hablando con él por teléfono para quedar a cenar con él, por eso de que habías ganado la puja en la subasta de solteros –dijo finalmente–. Cuando colgaste te pedí que trataras de averiguar sus planes con respecto al Grupo Kincaid. Ahora que le pertenece el cuarenta y cinco por ciento de las acciones queríamos saber cómo pretendía hacer uso de ellas.
–¿Y…? –lo instó Nikki a que continuara. Sonrió al ver la expresión preocupada de Matt–. No pasa nada; díselo.
Matt le lanzó una mirada resentida a Jack.
–Te pedí que lo tantearas para que averiguaras qué tal es gestionando su compañía, para que me dijeras si querrías a alguien como él al frente del Grupo Kincaid.
–De modo que hicisteis que Nikki nos investigara a mí y a mi compañía, Carolina Shipping –dijo Jack. Posó sus ojos en Nikki y se quedó mirándola un instante. Los ojos de Nikki se llenaron de lágrimas, pero Jack hizo un esfuerzo por no moverse, por no dejar entrever el impacto que esas lágrimas tenían en él–. Antes de las cinco quiero una copia del informe que hayas escrito sobre mí. Y entonces veremos.
–No puedes… –comenzó R. J.
–Ya lo creo que puedo –replicó Jack, cortándolo sin la menor vacilación–. Soy el accionista mayoritario de esta compañía. Estoy en mi derecho de pedir esa información, y si no tengo ese informe en mi mesa antes de las cinco, mi abogado solicitará una orden judicial para que me los entreguéis.
Matt dio un paso adelante y le espetó con evidente frustración:
–Eres de la competencia, Sinclair; ¿qué diablos esperabas que hiciéramos? ¿Sentarnos a mirar mientras desmantelas nuestro medio de vida? Teniendo en tu poder el cuarenta y cinco por ciento de las acciones de la compañía, cosa que no haces más que restregarnos por la cara, cuesta creer que no se te haya pasado por la cabeza hacerte con el negocio y que sea absorbido por Carolina Shipping –puso una mano en el hombro de Nikki, como dándole su apoyo, y un arranque posesivo sacudió a Jack, que tuvo que contenerse para no obligarlo a apartar la mano–. Para tu información, le dije a Nikki que si estaba equivocado y tus intenciones eran honorables, ahí se acabaría todo, pero me parece que no es así; ¿estoy en lo cierto, Sinclair? Desde el principio has estado intentando ponernos zancadillas, como aprovecharte de la fuga de clientes que tuvimos cuando arrestaron a nuestra madre para llevártelos tú.
–¿Y qué? –contestó Jack encogiéndose de hombros–. Los negocios son los negocios.
R. J. apretó los labios y sus ojos relampaguearon de furia contenida.
–No voy a permitir que te hagas con el negocio que construyó nuestro padre para que luego lo tires por el retrete.
–¿Por qué iba a hacer algo así? –preguntó Jack.
¡Oh, cómo estaba disfrutando haciendo sufrir a los hermanos a los que su padre había antepuesto a él durante toda su vida! Había estado esperando con ansia ese momento, al igual que estaba deseando convertirse en director y presidente del Grupo Kincaid, haciéndose con las riendas de la compañía.
–El Grupo Kincaid es un negocio próspero, aunque ahora no esté pasando por su mejor momento, y poseo un número importante de acciones de la compañía; no tengo el menor interés en destruirla.
R. J. y su hermano se miraron.
–Entonces, ¿qué intenciones tienes de cara a la junta anual a finales de este mes? –le preguntó R. J.
–Pienso asistir, desde luego.
Sí, estaba divirtiéndose de lo lindo con aquello. Aunque estaría divirtiéndose más si los ojos de Nikki no buscaran los suyos constantemente, rogándole que la comprendiese. Lo único que comprendía era que no debería haber confiado en alguien que se movía en el ambiente enrarecido de la élite de Charleston.
–Vamos a elegir a un nuevo presidente y a un nuevo director de la compañía –dijo R. J.–. ¿A quién piensas votar tú?
–Podría decirte que esperes a la junta para saberlo, pero no tiene sentido –contestó Jack dando un paso hacia él–. Tengo intención de hacerme con el control del Grupo Kincaid.
Matt soltó un improperio entre dientes.
–Lo sabía.
Jack se limitó a sonreír.
–Y pienso hacer exactamente lo que has dicho: que el Grupo Kincaid sea absorbido por mi compañía. Así que… bienvenidos a Carolina Shipping –les dijo a R. J. y a él–. Y os sugiero que no os pongáis demasiado cómodos, porque no os quedaréis mucho tiempo.
Dicho eso se giró sobre los talones y salió del despacho sin mirar atrás por más que deseara hacerlo. Sabía que, si se volvía, la desolación en los ojos de Nikki lo haría sentirse aún peor.
Faltaban solo cinco minutos para las cinco de la tarde cuando Nikki entró con su coche en el aparcamiento de Carolina Shipping. El inconfundible Aston Martin rojo de Jack estaba allí aparcado.
Al entrar en el edificio la recepcionista la saludó con una sonrisa.
–¿Es la señorita Thomas?
Nikki parpadeó sorprendida.
–Sí, soy yo.
–Jack me dijo que vendría. De hecho apostó conmigo que vendría justo antes de cerrar –le confesó la recepcionista riéndose–. Después de todos estos años trabajando para Jack ya tendría que saber que no debería hacer apuestas con él. Siempre gana.
Nikki se contuvo para no resoplar de irritación. Sí, siempre se salía con la suya.
–Y que lo diga.
–Ah, veo que conoce bien a nuestro Jack.
Nikki volvió a parpadear. ¿Nuestro Jack?
–Sígame, la llevaré a su despacho.
Rodeó el mostrador de recepción y la condujo por un amplio pasillo.
Nikki le calculó unos veintitantos, unos seis o siete años más joven que ella. La bonita recepcionista se detuvo frente a una puerta de doble hoja y llamó con los nudillos antes de abrir.
–Está aquí Nikki Thomas, Jack.
–Gracias, Lynn. Ya puedes irte a casa.
–Hasta el lunes –se despidió la chica, con otra de esas brillantes sonrisas–. Un placer, señorita, Thomas.
Cuando se hubo marchado, Jack le señaló con un ademán a Nikki una de las sillas frente a su mesa, y mientras ella tomaba asiento fue a cerrar la puerta. Por algún motivo el ruido de la puerta al cerrarse le pareció ominoso, y aumentó el temor que había estado sintiendo todo el día.
Le parecía mentira que aquella misma mañana los besos de Jack la hubiesen despertado, que hubiesen acabado haciendo el amor. Luego Jack la había llevado en brazos al cuarto de baño cuando el despertador les había avisado de que llegarían tarde al trabajo si no se levantaban, y se habían duchado juntos, bromeando y riéndose por las prisas.
Y luego había habido algún que otro momento picante, como cuando se estaban vistiendo, y al verla con el conjunto de braguita y sujetador azul marino que se había puesto, Jack había dicho que le encantaría quitárselos y volver a llevársela a la cama. Ojalá lo hubiera hecho, pensó Nikki, porque con lo furioso que estaba Jack con ella dudaba que la oportunidad volviese a presentarse.
Sin una palabra Jack volvió a sentarse tras su mesa. Nikki lo miró, pero su rostro seguía teniendo la misma expresión inescrutable. Querría poder romper el muro que los separaba en ese momento, pero Jack era un maestro ocultando sus emociones, y sabiendo lo raro que era que se abriese a nadie, se imaginaba lo mucho que debía haberle dolido su traición.
Los segundos pasaron sin que Jack dijera nada, y al final, Nikki, incapaz de soportar la tensión, fue quien rompió el silencio, a sabiendas de que probablemente era lo que pretendía él.
–Lo siento, Jack –le dijo–. Debería haberte dicho desde el principio que trabajo para los Kincaid.
Él no contestó, sino que se quedó mirándola. La falta de emoción en sus claros ojos azules se le clavó en el alma como un cuchillo. Puso la carpeta con su informe sobre la mesa y la empujó hacia él.
–Te he traído el informe que me pediste.
Jack bajó la vista a la carpeta de plástico y volvió a levantarse, esa vez para ir hasta el mueble bar y servirse una copa. Giró la cabeza hacia Nikki, y enarcó una ceja a modo de pregunta, pero ella negó con la cabeza.
–No, gracias –dijo. Y luego, impaciente por su silencio, le espetó–: ¿No vas a decir nada?
–¿Tenías la esperanza de que fuera rápido e indoloro? Pues lo siento, cariño, pero no te vas a ir de rositas.
Su sarcasmo hizo a Nikki dar un respingo. Estaba cansada. El día se le había hecho interminable, y esa noche seguramente se le haría igual de larga y no pegaría ojo. Gracias a Dios que era viernes y tenía el fin de semana por delante para reponerse.
–Jack, sé que cometí un error –murmuró–. ¿De verdad vas a tirar lo nuestro por la borda por algo que no te dije?
–¿Lo nuestro? –repitió Jack. Sus ojos relampagueaban de ira–. No hay nada entre nosotros. Lo que hubo… eso es otra historia.
Nikki parpadeó para contener las lágrimas que afloraron a sus ojos.
–Por favor, Jack…
–No –la cortó él, plantando el vaso sobre el mueble bar–. No pienso escucharte.
–Los Kincaid no sabían nada de nuestra relación, ni me pidieron que hiciera nada que fuera ilegal o poco ético.
Jack la miró con los ojos entornados.
–¿Quieres decir aparte de que intentaras demostrar que yo asesiné a mi padre?
Nikki se puso de pie.
–Maldita sea, Jack. Sé que no lo mataste, y dudo incluso que los Kincaid lo crean. Sería incapaz de hacer algo así. Puede que tu padre y tú tuvierais vuestras diferencias, pero sé que no eres esa clase de persona.
–¿Y qué clase de persona eres tú? No, no respondas; ahora ya lo sé –le espetó él con una mirada gélida.
Sus palabras la llenaron de ira.
–Nunca te he mentido, Jack. Ni sobre quién soy, ni sobre lo que siento por ti. ¿Acaso crees que podría haber fingido el modo en que reacciono a tus caricias, a tus besos? –se atrevió a dar un paso hacia él, con la esperanza de poder atravesar esa barrera que él había levantado entre los dos, aunque con temor por lo que pudiera ocurrir si lo conseguía–. ¿Crees que he fingido cuando hemos hecho el amor?
Una emoción que Nikki no acertó a identificar relumbró en los ojos de Jack, que de pronto la asió por la cintura, atrayéndola hacia sí con brusquedad y la besó.