Enemigos íntimos - Andrés Sánchez Padilla - E-Book

Enemigos íntimos E-Book

Andrés Sánchez Padilla

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Beschreibung

Este libro pretende averiguar qué papel jugó España en la evolución de la política exterior norteamericana durante las tres décadas que precedieron al estallido de la Guerra de 1898. Andrés Sánchez Padilla estudia los principales problemas que afectaren a las relaciones hispano-norteamericanas durante esos años, combinando por primera vez fuentes inéditas norteamericanas y españolas. Obviamente, la cuestión de Cuba figura en un lugar prominente, pero en ningún momento se reducen las relaciones bilaterales a ese asunto, puesto que también se presta especial atención a la diplomada económica y la cooperación cultural que se desarrolló entre los dos países. El análisis sistemático del período sirve para ofrecer una interpretación completamente novedosa de las relaciones hispano-norteamericanas en una época crucial en la historia de ambos países.

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ENEMIGOS ÍNTIMOS

ESPAÑA Y LOS ESTADOS UNIDOS ANTES DE LA GUERRA DE CUBA (1865-1898)

Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americans

http://www.uv.es/bibjcoyhttp://bibliotecajaviercoy.com

Directora

Carme Manuel

ENEMIGOS ÍNTIMOS

ESPAÑA Y LOS ESTADOS UNIDOSANTES DE LA GUERRA DE CUBA(1865-1898)

Andrés Sánchez Padilla

Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americansUniversitat de València

Enemigos íntimos: España y los Estados Unidos antes de la Guerra de Cuba (1865-1898)

© Andrés Sánchez Padilla

1ª edición de 2016

Reservados todos los derechos

Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN: 978-84-9134-183-3

Imagen de la portada: Arxiu General de Fira de Barcelona (AGFB),

                         Arxiu Fotogràfic, Inst. Municipal d’Història, Negatiu A18489

 

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

 

Publicacions de la Universitat de Valènciahttp://[email protected]

Agradecimientos

Como cualquier trabajo de investigación, este es el fruto de la ayuda de muchas personas e instituciones que es imprescindible reconocer. En el apartado institucional, la investigación que ha dado lugar a este libro no habría sido posible sin la financiación del programa de contratos predoctorales del entonces Ministerio de Educación. Asimismo, es necesario mencionar al Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid, que amparó dicha investigación entre 2009 y 2013.

También me gustaría expresar mi agradecimiento al personal de los archivos, bibliotecas y universidades de los Estados Unidos en los que he desarrollado la parte más significativa de mi investigación: National Archives and Records Administration (NARA), Library of Congress, Georgetown University y Smithsonian Institution. La profesionalidad de estos centros salvó literalmente este trabajo cuando estaba a punto de naufragar.

En el capítulo personal, quiero expresar mi agradecimiento a Rosario de la Torre, cuya constante guía intelectual ha permitido llevar a buen puerto lo que inicialmente parecía un desafío inabarcable. Igualmente, este libro no habría sido posible sin el inquebrantable apoyo de José Antonio Montero, Pablo León Aguinaga y Francisco Javier Rodríguez, que me devolvieron mi fe en la academia española. Dentro del mundo académico, también han contribuido decisivamente a la finalización de esta obra Lorenzo Delgado, José Miguel Hernández Barral, Daniel Fernández de Miguel, Carlos Sanz, Antonio López Vega, Antonio Moreno Juste, Raquel Sánchez García, María Dolores Elizalde, Richard Kagan, Josep M. Colomer, Carmen de la Guardia, Sylvia Hilton y Carme Manuel.

Asimismo, no quiero dejar de recordar a mis compañeros de doctorado: Francisco José Rodrigo, Vanessa Núñez, Andrea Fernández-Montesinos, María Cristina Álvarez, María Migueláñez, Cristina Luz García o Miguel Artola Blanco, entre otros. Tampoco me puedo olvidar de los amigos que me han ayudado en tantos momentos sin saberlo: Moisés, Daniel, Marino, Carmen, Leopoldo, María Ángeles, Tomás, Chema, María y Fernanda.

Por último, este trabajo nunca hubiera sido posible sin el apoyo y la ayuda incondicional de toda mi familia, pero especialmente de mi madre, Ana, de mis dos hermanas, María y Asunción, y de mis tíos abuelos Lola, Josefina y Rafael.

Índice

Prólogo, Rosario de la Torre del Río

Introducción

Años de incertidumbre (1865-1877)

Acercamiento frustrado (1877-1889)

Áreas periféricas (1877-1889)

El final de la amistad bilateral (1889-1898)

Conclusiones

Fuentes y bibliografía

Prólogo

Rosario de la Torre del RíoUniversidad Complutense de Madrid

Tras la derrota de Napoleón y la reunión del Congreso de Viena (1814-1815), consumada la emancipación de los virreinatos americanos (1825), la Monarquía Española dejó de ser definitivamente aquella gran potencia atlántica que había sido en el siglo XVIII, sin ser todavía el pequeño Estado “euro-africano”, con su centro de gravedad estratégica en el estrecho de Gibraltar, que sería en la primera parte del siglo XX. Pues bien, en los setenta años que siguieron a la Emancipación, aquella reducida Monarquía Española se asentó sobre un amplio conjunto de territorios dispersos y aislados entre sí. Por un lado, el territorio peninsular, con una orografía abrupta que hacía muy difíciles las comunicaciones internas, situado en un confín de Europa, y comunicado con el continente por líneas férreas que no llegaron a Irún hasta 1864 y a Port Bou hasta 1878 y que cambiaban significativamente su ancho de vía al atravesar la frontera. Por otro lado, un amplio conjunto de islas en mares muy distantes: Baleares en el Mediterráneo y Canarias en el Atlántico, extremos del eje estratégico que pasaba por el estrecho de Gibraltar; Fernando Poo y otras islas menores en el golfo de Guinea; Cuba, Puerto Rico, y la parte oriental de Santo Domingo durante su fugaz integración (1861-1865), en el Caribe; Filipinas, Carolinas, Marianas y Palaos en el Pacífico. Finalmente, los enclaves africanos (Ceuta, Melilla, Alhucemas, Chafarinas y Vélez de la Gomera, así como la indeterminada Santa Cruz de Mar Pequeña cedida a España en 1860), y el territorio de Río Muni, en el golfo de Guinea.

La debilidad de la potencia española, muy mermada por la pérdida de los recursos de los virreinatos americanos y por las destrucciones de la guerra de la Independencia (1808-1814), se vio acrecentada por el deficiente grado de integración de su sociedad, que abordaría la revolución liberal con unas clases medias muy escasas y débiles, y con el recurso a la guerra civil a la hora de superar los conflictos. Las evidencias de la debilidad no se hicieron esperar: primero fue la descalificación internacional de España como consecuencia de la reclamación del Reino Unido y Francia sobre la conducta brutal de los ejércitos carlista e isabelino durante la guerra de los Siete Años (1834-1839), después llegaría la gestión del conde de Toreno (1786-1843) cerca del gobierno francés para que las tropas de Luis Felipe ocupasen en 1835 las Vascongadas y Navarra. El panorama no podía ser más negro ya que esta España debería afrontar, desde esa extrema debilidad, el conjunto de conflictos internacionales que podían surgir en las tres zonas en las que se agrupaban sus territorios más importantes: en el estrecho de Gibraltar, con el antagonismo franco-británico posterior a la conquista francesa de Argelia (1830); en el Caribe, con el crecimiento del poder estadounidense en detrimento del franco-británico; y en el Pacífico, con los asaltos de todas las potencias a los mercados de la zona.

Sin embargo, la España isabelina (1833-1868) no salió demasiado mal parada de aquellos riesgos. Las relaciones entre las cinco grandes potencias europeas fueron cambiando como consecuencia del éxito de las revoluciones de 1830 y del desarrollo de un nuevo capítulo de la Cuestión de Oriente. El sistema internacional pasó del “concierto diplomático” a una “rivalidad moderada” entre las grandes potencias occidentales (Reino Unido y Francia) y las grandes potencias orientales (Rusia, Austria y Prusia) facilitando la formación del subsistema occidental de la Cuádruple Alianza (1834); un subsistema que se formó con el objeto de proporcionar la ayuda de los dos gobiernos liberales de Londres y París a los dos gobiernos liberales de Lisboa y Madrid, enfrentados a duras guerras civiles contra el miguelismo y el carlismo, que contaban con el apoyo de las tres grandes potencias orientales1. La diplomacia española comprendió entonces que ya no tenía sentido buscar apoyo de Francia o de Rusia para frenar al Reino Unido en América y acuñó un nuevo principio duradero sobre el que asentar su acción exterior: cuando Francia y Reino Unido estén de acuerdo, marchar con ellas; cuando no lo estén, abstenerse. Sobre esta base, la España liberal se integró en un cuadrilátero cuyo perímetro se consolidaría a lo largo del siglo XIX: Londres, París, Lisboa y Madrid. Un cuadrilátero que tenía al sur la zona de intereses comunes y encontrados: la región del Estrecho con sus archipiélagos atlánticos (Canarias y Azores), con sus enclaves (Gibraltar, Ceuta y Melilla), con las Baleares en el punto en el que se cruzaban el eje francés que unía Marsella y Orán y el eje británico Gibraltar-Hong Kong, y con la inconcreta y común expectativa sobre Marruecos en el que confluían intereses españoles, franceses y británicos. Sin duda, la incorporación de España al subsistema de la Cuádruple Alianza fortaleció su posición internacional, pero conviene no perder de vista sus escasas posibilidades a la hora de diseñar una política exterior propia. Las dos grandes potencias que dirimieron la hegemonía mundial en la Península Ibérica entre 1808 y 1814 convirtieron este territorio en una zona bajo su directa influencia, abierta a su intervención económica y política. Las iniciativas de la política exterior española quedarían condicionadas por la política de estas dos grandes potencias europeas y por la de los Estados Unidos, el gran vecino de las colonias del Caribe2.

En estas condiciones, la política exterior española estuvo dominada por el recelo que suscitaba el intervencionismo franco-británico, por el recuerdo del inmenso coste de la política europea desarrollada por España desde el siglo XVI, por el firme convencimiento de que los abruptos territorios peninsulares eran invulnerables a un ataque exterior y por la constatación de la fortaleza de un statu quo internacional que conservaba para España un conjunto de colonias indefendibles con sus escasos medios. Teniendo en cuenta la continuidad de esta percepción, la “aparatosa” acción exterior de las expediciones militares de los gobiernos isabelinos podría parecernos incongruente si no la interpretásemos bajo el amplio concepto de “política de prestigio”. En efecto, si la intervención en Portugal (1847) se inscribió en el marco de la Cuádruple Alianza3 y la intervención en Italia (1849) en el proceso de contención de las revoluciones de 1848, la colaboración española en la expedición francesa a Conchinchina (1857-1863), la llamada guerra de África (1859-1860), la participación española en la expedición europea a México (1861-1862), la reincorporación de Santo Domingo a la Corona española (1861-1865) y el subsiguiente enfrentamiento con los dominicanos en su guerra de la Restauración, y la guerra del Pacífico contra Perú y Chile (1863-1866) no pueden ser entendidas ni como episodios de una política de engrandecimiento territorial (política imperialista) ni exclusivamente como episodios de una política de defensa de la situación existente (política de statu quo), sino también como un conjunto de esfuerzos deliberados para exaltar la imagen y posición internacional de España tanto en el exterior, para conseguir un mejor trato en las relaciones internacionales, esto es, el status de “potencia media”, como en el interior, para promover un consenso social por vía emocional en favor de los titulares del poder político4.

No es que no interesara la defensa de las colonias que seguían bajo soberanía española o la posibilidad de ampliarlas con Marruecos. De hecho, en 1844, el general Narváez (1800-1868) propuso sin éxito al gobierno francés una alianza sobre la base de las bodas reales, para actuar juntos en el Norte de África. Lo que ocurre es que, segura de la fortaleza del statu quo internacional, la política exterior de España no buscó tanto la garantía internacional de los dos grandes vecinos de la Metrópoli, cuanto incrementar su prestigio ante ellos, en la confianza de que así fortalecía los intereses comunes en el Caribe y en el Pacífico y, con ello, aseguraba los intereses españoles. Las limitaciones de esa política no deben pasar desapercibidas; no debemos olvidar que Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862) rechazó, en 1845, la propuesta formal británica de un pacto tripartito anglo-franco-español que garantizase las Antillas españolas, frente a cualquier tentativa norteamericana, por considerar que su aceptación significaría el reconocimiento formal de la incapacidad española para defenderlas con sus propias fuerzas y que, por el contrario, durante la llamada guerra de África (1859-1860), todos los esfuerzos españoles para conseguir objetivos más ambiciosos que los de asegurar Melilla fueron neutralizados por la intervención decidida de Gran Bretaña y Francia, que se opusieron rotundamente a la alteración del statu quo marroquí.

En cualquier caso, la razón fundamental de las limitaciones de la política exterior española en esos años se encuentra, posiblemente, en la primacía alcanzada por el conflicto interno, que polarizó y absorbió la atención de los españoles en esos años y que impidió la formulación de una política exterior más ambiciosa. Así, cuando el equilibrio de fuerzas empiece a cambiar como consecuencia del resultado de las guerras de Crimea (1854-1856), de la unidad italiana (1859-1860), de secesión de los Estados Unidos (1861-1865) y de la unidad alemana (1866-1870), la política exterior española estuvo más pendiente de ese conflicto interno, agudizado hasta los extremos que muestra la corta y dramática historia del Sexenio Democrático (1868-1875), que de las posibilidades internacionales que se abrían en esos momentos de “rivalidad intensa” o “guerra” entre las grandes potencias. La percepción de los peligros inherentes a estas situaciones explica también el rechazo de los gobiernos españoles, tanto al compromiso que hubiese gustado a Otto von Bismarck (1815-1898) cuando comenzó la guerra Franco-Prusiana (1870), como a la alianza que propuso el gobierno provisional francés al comprender que la estaba perdiendo5. Por otra parte, en esos momentos, la experiencia del incidente del Virginius con los Estados Unidos puso de manifiesto que el gobierno de Washington seguía dispuesto a interferir en la política cubana y que una insurrección independentista en la isla podía proporcionar el casus belli que hiciera pasar a los norteamericanos de la interferencia a la intervención armada6.

La política exterior española de las primeras décadas de la Restauración (1874-1895), tanto la que protagonizaron los conservadores de Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) como la que protagonizaron los liberales de Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903), presentó, de entrada, una cierta discontinuidad con la que habían realizado los moderados de la Época Isabelina (1833-1868) y con la que soñaron realizar los progresistas del Sexenio Democrático (1868-1874). La percepción correcta del significado del viraje internacional de 1870, la fuerza del sistema internacional bismarckiano, la conciencia de la debilidad del régimen político restaurado y los temores que suscitó una Francia primero legitimista y después republicana, condujeron a una política exterior que, en defensa del principio monárquico, giró alrededor de Alemania. Dado que los sistemas bismarckianos trataban de mantener el statu quo continental, aislando a Francia para que renunciara a la recuperación de Alsacia-Lorena y neutralizando el conflicto austro-ruso en los Balcanes, la relación de España con estos sistemas de alianzas tenía que ser muy prudente: debía protegerse del apoyo francés a los enemigos del régimen de la Restauración sin que Francia tomara represalias contraproducentes o frenara las exportaciones españolas; no debía dejarse enredar en ninguno de los dos conflictos mayores ─el franco-germano y el austro-ruso─, en los que nada podía ganar; debía mantenerse vigilante ante todo lo relativo a Marruecos si quería evitar un reparto que afectaría negativamente a su seguridad, y no podía perder de vista que la cuestión de Marruecos implicaba de manera directa a la seguridad del Gibraltar británico7.

¿Podría, además, haber buscado, a través de una decidida política exterior de alianzas, la garantía internacional que le hubiera permitido extender su control sobre Marruecos y frenar a los Estados Unidos en Cuba? En principio, no parece razonable esperar eso en aquellas condiciones internacionales que, si bien, no facilitaban las posibilidades de una alianza en toda regla, garantizaron la estabilidad territorial española en el marco de la fortaleza de todo el statu quo. A pesar de la situación de extrema debilidad por la que pasó España desde la crisis de la Monarquía isabelina hasta la consolidación de la Monarquía alfonsina, la estructura territorial del Estado no sufrió ninguna pérdida: los nuevos gobiernos reprimieron el movimiento cantonal, destruyeron el dominio carlista del Norte de la Península, neutralizaron la insurrección cubana, consolidaron el régimen canovista y el Estado continuó controlando el mismo espacio colonial que se mantuvo bajo su soberanía tras la independencia de los grandes virreinatos.

Así, el viraje de 1870/71, percibido correctamente como el inicio de una etapa de la política internacional dominada por los dictados de la realpolitik, por la formidable reacción conservadora que siguió al pánico creado por la Comuna, por el predominio de la Alemania bismarckiana y por la inseguridad generada por la Gran Depresión de 1873, fue puesto en relación con la experiencia española más reciente: guerra de Cuba, guerra carlista, inestabilidad política y levantamiento cantonalista, y llevó a una definición de la política exterior que, más allá del significado estricto de las expresiones con las que solemos conocerla ─de “recogimiento” cuando se trata de Cánovas y de “ejecución” cuando se trata de Sagasta─ fue siempre, en la práctica, una política exterior de defensa del statu quo y, por lo tanto, orientada hacia Alemania.

Pero no entenderíamos bien las cosas si nos limitásemos a recordar que, entre 1875 (inicio de la Restauración) y 1895 (inicio de la última insurrección cubana), la política de alianzas de conservadores y liberales no consiguió más que el “leve pacto” de diciembre de 1877, que preveía la colaboración diplomática alemana en el caso de que las “exageraciones radicales o ultramontanas” que pudieran surgir en Francia llegaran a ser una amenaza para España, y el acuerdo que supuso el intercambio de Notas con el gobierno italiano de mayo de 1887, que ligó a España con la estrategia anti-francesa de la Triple Alianza a través de unos Acuerdos Mediterráneos en los que participaba Reino Unido y que afirmó la política marroquí de defensa del statu quo desarrollada en el marco de la Conferencia de Madrid de 1880. Primero, porque existió una diplomacia del rey Alfonso XII (1857-1885)8, que se superpuso a la diplomacia de sus gobiernos, y que permite entender mejor los objetivos fundamentales de la política exterior española, así como el papel jugado por la defensa del principio monárquico y, sobre todo, por la orientación hacia Alemania. Después, y en contradicción con lo anterior, porque la defensa del principio monárquico, que aparece en la retórica de la mayor parte de los tratados bismarckianos, tiene un valor muy limitado en una época de realpolitik en la que los mecanismos diplomáticos para mantener el equilibrio de poder posterior a 1870/71 no actuaban en la periferia del sistema, dónde van apareciendo actores fundamentales del juego internacional que, como los Estados Unidos y Japón, no son europeos, y donde las reglas de la expansión colonial son distintas de las que venían imperando en el continente europeo.

El problema de la política exterior de la España de la Restauración es que podía encontrar apoyo diplomático en Alemania para defenderse de Francia, porque el aislamiento de Francia era un objetivo fundamental de la política bismarckiana; podía, con ese apoyo diplomático, frenar los peligros que pudiesen venir de Francia derivados tanto del legitimismo o del republicanismo como, incluso, de su expansionismo en Marruecos, pero con lo que no podía contar España era con un apoyo diplomático alemán para defender las colonias del Caribe de las ambiciones norteamericanas y las colonias del Pacífico de los asaltos de las potencias a sus mercados. Y eso era así por mucho que sus dirigentes repitiesen que la pérdida de la soberanía de aquellas colonias sería algo tan intolerable para el conjunto de la sociedad española que sería aprovechado por los enemigos del régimen para descalificar y hundir a la Monarquía liberal; y no lo debía esperar España porque el papel internacional que jugaba el Reich alemán en el continente europeo no tenía nada que ver con el que podía jugar en el Caribe, en el Pacífico o en el Norte de África. El comportamiento de Bismarck y de Cánovas durante la crisis de las Carolinas, en agosto de 1885, y la negativa alemana a que España protagonizase una hipotética intervención europea en defensa de la monarquía portuguesa, en agosto de 1891, ilustran muy bien los estrechos límites del apoyo diplomático alemán basado en la defensa del principio monárquico, y pueden ser interpretados ─sobre todo el segundo─ como la constatación del fracaso de toda la orientación de la política exterior de la España de la Restauración. La única gran potencia europea que, por su posición internacional, tenía intereses en todos los espacios y conflictos que afectaban a España, era el Reino Unido; sin embargo, si exceptuamos algunos momentos de la “cuestión marroquí”9, los intereses coloniales españoles y británicos no coincidían; eso, por no hablar ni de la tradición contraria a los compromisos permanentes de la diplomacia británica, ni de la primacía de sus intereses orientales, ni de la cuestión de Gibraltar, que podía envenenar, de improviso, cualquier acercamiento hispanobritánico.

Lo que ocurrió a partir de 1895 está relativamente claro: la defensa de Cuba se convirtió en el principal objetivo de una política exterior española que me he atrevido a considerar “nueva” y que, desde un planteamiento que presentaba la intervención norteamericana en la Isla como contraria a los intereses europeos en América y que identificaba el mantenimiento de la soberanía española en la Gran Antilla con la defensa del principio monárquico, buscó, de manera decidida, un compromiso diplomático con la Triple Alianza, con Gran Bretaña o con la Alianza franco-rusa que frenara la intervención de los Estados Unidos10. Sin duda, la diplomacia española no lo consiguió. No se trató de un problema de incompetencia profesional, sino de la consecuencia lógica de varias realidades: España no estaba siendo capaz de terminar con una guerra que perjudicaba intereses norteamericanos, los insurrectos no hicieron nada para buscar un compromiso que impidiera la intervención norteamericana, las grandes potencias europeas no tenían nada que ganar y sí mucho que perder con una intervención que los Estados Unidos rechazaban con rotundidad. Lo único que hubiese podido estar en manos de la diplomacia española hubiese sido el manejo de la mediación que los presidentes norteamericanos Cleveland y McKinley ofrecieron. Como el gobierno español consideró imposible la aceptación de esa interesada mediación, toda la actividad de la diplomacia española se tuvo que concentrar en la búsqueda fracasada de la intervención europea.

En este marco, y hasta 1895, fecha de inicio de la última insurrección cubana, la política exterior de la España de la Restauración en defensa de sus colonias no parece que se concentrase tanto en buscar una difícil garantía internacional, cuanto en abrir los mercados de esas colonias a las potencias interesadas en ellos con objeto de que no sintieran la necesidad de terminar con la soberanía española. Esta ha sido una hipótesis de trabajo que, a mi juicio, está verificada en lo que se refiere al Pacífico11, pero que no lo estaba, hasta ahora, en lo que se refería al Caribe. Y es aquí donde cobra sentido historiográfico el libro que el lector tiene en sus manos, Enemigos íntimos: España y los Estados Unidos antes de la Guerra de Cuba (1865-1898). Andrés Sánchez Padilla cubre un verdadero “agujero negro” de nuestra historiografía: las relaciones entre España y los Estados Unidos en las décadas que precedieron a la guerra hispano-norteamericana de 1898, cuestión ─ésta sí─ sobre la que la historiografía había vuelto una y otra vez.

Teníamos muchas preguntas sin respuesta satisfactoria sobre las relaciones hispano-norteamericanas en las décadas que precedieron a la guerra de 1898: ¿Qué percepción tuvieron las elites españolas de los riesgos y de las oportunidades que se les iban abriendo en el Caribe? ¿Cuáles fueron los objetivos de la política española hacia los Estados Unidos en esos años? ¿Qué papel jugaron las facilidades económicas que supuestamente ofreció entonces España a los Estados Unidos en Cuba? Estas son las preguntas que se plantea Andrés Sánchez Padilla.

El resultado de su trabajo ha sido, a mi juicio, especialmente satisfactorio. Para empezar, pone el foco, sobre todo, en la política norteamericana: ¿Qué determinó la política exterior de los Estados Unidos en el último tercio del Ochocientos? ¿Su gobierno? ¿Determinadas fuerzas no estatales? ¿Ideologías y percepciones colectivas? Si recordamos que, entre 1865 y 1898, los Estados Unidos no sintieron ninguna amenaza a su seguridad, podemos aventurar que su diplomacia se pudiera concentrar en intereses económicos y culturales. Pero ¿podía aquella España permitirse algo similar con respecto a aquellos Estados Unidos? Como el lector tendrá ocasión de comprobar, el libro que tiene en sus manos responde a estas y a otras preguntas verdaderamente significativas, y lo hace siguiendo el camino adecuado: revisión cuidadosa de la bibliografía existente, determinación de las preguntas e hipótesis que guiarían su investigación, consulta exhaustiva de las fuentes disponibles y narración razonada del proceso histórico estudiado. El resultado: una notabilísima aportación a la historiografía.

 

1 Menchén Barrios, María Tesesa. “La Cuádruple Alianza (1834). La Península en un sistema occidental”. Cuadernos de la Escuela Diplomática, segunda época núm. 2, 1989, pp. 31-51.

2 Jover Zamora, José María. “Caracteres de la política exterior de España en el siglo XIX”. En Homenaje a Johannes Vincke, Madrid, 1962-1963, Vol. II, pp. 751-797. Reproducido en Política, diplomacia y humanismo popular, Madrid, 1976, pp. 83-138. Ampliado en España en la política internacional siglos XVIII-XX, Madrid, Marcial Pons, 1999, pp. 111-172.

3 Rodríguez Alonso, Manuel. Gran Bretaña y España. Diplomacia, guerra, revolución y comercio. Actas: Madrid, 1991; Robles Jaén, Cristóbal. España y la Europa liberal ante la crisis institucional portuguesa (1846-1847). Universidad de Murcia: Murcia, 2003.

4 Jover. “Caracteres de la política exterior de España en el siglo XIX”. Obra citada; López-Cordón Cortezo, María Victoria. “La política exterior”. En La era isabelina y el sexenio democrático, tomo XXXIV de la Historia de España Ramón Menéndez Pidal dirigida por José María Jover Zamora. Espasa-Calpe: Madrid, 1981, pp. 819-899; Vilar, Juan Bautista. “España en la Europa de los nacionalismos: entre pequeña nación y potencia media (1834-1874)”. En Juan Carlos Pereira (coord.). La política exterior de España (1800-2003). Ariel: Barcelona, 2003, pp. 401-420 y “Aproximación a las relaciones internacionales de España (1834-1874)”. Historia Contemporánea, núm. 34, 2007, pp. 7-42; Inarejos Muñóz, Juan Antonio. Intervenciones coloniales y nacionalismo español. La política exterior de la Unión Liberal y sus vínculos con la Francia de Napoleón III (1856-1868). Sílex: Madrid, 2007.

5 Rubio, Javier. España y la guerra de 1870. 3 tomos. Ministerio de Asuntos Exteriores: Madrid, 1989.

6 Gómez-Ferrer Morán, Guadalupe. “El aislamiento internacional de la República de 1873”. Hispania, XLIII, 1983, pp. 337-399 y Álvarez Gutiérrez, Luis. La diplomacia bismarckiana ante la cuestión cubana, 1868-1874. CSIC: Madrid, 1988.

7 Salom Costa, Julio. España en la Europa de Bismarck. La política exterior de Cánovas. CSIC: Madrid, 1967, “La Restauración y la política exterior de España”. En Corona y Diplomacia. La Monarquía española en la historia de las relaciones internacionales. Escuela Diplomática: Madrid, 1988, pp. 135-182, y “La política exterior de Cánovas: interpretaciones y conclusiones”. En Cánovas y la vertebración de España. Fundación Cánovas del Castillo: Madrid, 1998, pp. 149-198; Rubio, Javier. El reinado de Alfonso XII. Problemas iniciales y relaciones con la Santa Sede. Ministerio de Asuntos Exteriores: Madrid, 1998, La cuestión de Cuba y las relaciones con los Estados Unidos durante el reinado de Alfonso XII. Los orígenes del “desastre” de 1898. Ministerio de Asuntos Exteriores: Madrid, 1995, y El final de la era de Cánovas. Los preliminaries del “desastre” de 1898, 2 tomos. Ministerio de Asuntos Exteriores: Madrid, 2004.

8 Schulze, Ingrid. “La diplomacia personal de Alfonso XII: una proyectada alianza con el Imperio Alemán”. Boletín de la Real Academia de la Historia. Vol. CLXXXII, septiembre-diciembre 1985, pp. 471-501.

9 Fernández Rodríguez, Manuel. España y Marruecos en los primeros años de la Restauración (1875-1894). CSIC: Madrid, 1985.

10 De la Torre del Río, Rosario. “La situación internacional de los años 90 y la política exterior española”. En Juan Pablo Fusi & Antonio Niño (Eds.). Vísperas del 98. Orígenes y antecedentes de la crisis del 98. Biblioteca Nueva: Madrid, 1997, pp. 173-203, y “1895-1898: Inglaterra y la búsqueda de un compromiso internacional para frenar la intervención norteamericana en Cuba”. Hispania, Vol. LVII/2, núm. 196, 1997, pp. 515-549.

11 Elizalde Pérez-Grueso, Maria Dolores. España en el Pacífico. La colonia de las Carolinas, 1885-1899. CSIC: Madrid, 1992, y De la Torre del Río, Rosario. “En torno al 98. Ingleses y españoles en el Pacífico”. En Juan Bautista Vilar (Ed.). Las relaciones internacionales en la España Contemporánea. Universidad de Murcia: Murcia, 1989, pp. 211-222.

Introducción

It is a common error to think of diplomacy as primarily and chiefly connected with questions of peace and war, acquisitions of territory, negotiations of treaties, etc. These are exceptional to the ordinary routine of diplomatic life. A reference to the subject of the “dispatches” will show that a hundred other questions, not of minor importance, affecting the rights or interests of citizens, employ the time and ability of those who have been called “the eye and the ear of a State”. In the eager and active competition of nations, in the struggle for markets and wealth, much can be done by foreign representatives for the extension of trade and in aid of investors, merchants, shippers and manufacturers. What is done by those abroad, in watchful promotion of American interests, is not made prominent in the newspapers, does not inflame the public mind and forms no issue in local or general elections. What is quietly discussed and decided in an office sometimes modifies international usage, is sometimes incorporated into mercantile or commercial law and habit and very often contributes to prosperity and friendship1.

La guerra hispano-norteamericana de 1898 es quizá el episodio más célebre de las relaciones entre Madrid y Washington. Pero su recuerdo no es el mismo a ambos lados del Atlántico. Para muchos españoles, sigue siendo el Desastre: la pérdida de las últimas colonias y el comienzo de una profunda crisis de identidad. Para los norteamericanos, en cambio, hace referencia a la emergencia de los Estados Unidos de América como gran potencia mediante su entrada en la carrera colonial. Pero este libro no pretende añadirse a la larga lista de monografías sobre el conflicto hispano-norteamericano. Al contrario. Su objetivo es analizar las relaciones bilaterales durante las tres décadas que precedieron al estallido de la guerra. En contra de lo que pudiera parecer, ese lapso de tiempo sigue siendo terra incognita. Hasta ahora, todos los trabajos sobre la Guerra de 1898 daban por supuesto que la relación bilateral entre 1865 y 1898 o bien no existió, o bien fue irrelevante.

Pero ni una cosa ni la otra son ciertas. La renovación de la historia de las relaciones internacionales durante las últimas décadas ha permitido superar los corsés que limitaban el estudio de las relaciones exteriores al estudio de la política exterior, y el estudio de la política exterior al estudio de la política de seguridad y defensa. Hoy en día se concede un papel crucial a la ideología, a la cultura y a la economía en los nuevos estudios internacionales. Desde este punto de vista, podemos interpretar las relaciones hispano-norteamericanas entre 1865 y 1898 como el periodo de nacimiento de las interacciones modernas entre ambos países2. Aunque el nexo entre política colonial y política exterior durante la Restauración impidiese normalizar las relaciones diplomáticas, la expansión económica de los Estados Unidos en la Península y la multiplicación de intermediarios culturales pusieron los cimientos sobre los que se fue desarrollando la relación bilateral en el siglo XX.

La presente investigación tiene como objeto de estudio las relaciones entre España y los Estados Unidos de América entre el final de la Guerra Civil norteamericana en 1865 y el estallido de la guerra hispano-norteamericana en 1898. El centro del análisis lo ocuparán las acciones y reacciones de los gobiernos de ambos Estados debido a que fueron los actores que protagonizaron las interacciones bilaterales durante el periodo de estudio. Sin embargo, también forman parte del análisis otros actores relevantes en la relación bilateral: las empresas multinacionales y los intermediarios culturales. El tema, sin embargo, debe ser acotado. No se pretende analizar aquí todos los contactos que tuvieron lugar entre España y los Estados Unidos. Muchas cuestiones bilaterales que ocuparon la atención de los agentes diplomáticos y que han dejado un registro no tienen un verdadero interés histórico. Se ha hecho una selección de los episodios relevantes para la agenda bilateral durante el periodo de estudio. Por otro lado, este trabajo tampoco pretende estudiar la historia colonial de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. El factor colonial sólo ha formado parte del análisis cuando se ha detectado su influencia en las relaciones entre Madrid y Washington, pero no ha sido su objetivo principal. El conflicto colonial español no fue nunca el único asunto en la agenda bilateral durante el último tercio del ochocientos. De hecho, la cuestión de Cuba ni siquiera fue una prioridad para Washington antes de 1895.

La delimitación cronológica está justificada. El final de la Guerra Civil en los Estados Unidos inició un nuevo ciclo en las relaciones hispano-norteamericanas: la cuestión de Cuba siguió siendo la piedra de toque, pero la victoria de la Unión prolongó la amistad bilateral durante las décadas siguientes al cerrar la puerta a las tentaciones anexionistas en Washington. Sin embargo, aparecieron nuevos conflictos en el marco de la anomalía de la agenda bilateral debidos al desarrollo de los intereses políticos y económicos norteamericanos en las Antillas y en la Península. Tras el estallido de una nueva insurrección cubana en 1895, los desacuerdos intergubernamentales se acrecentaron dramáticamente hasta acabar con la amistad bilateral en la primavera de 1898. La guerra hispano-norteamericana es el límite temporal de esta investigación porque cerró ese ciclo e inició la normalización de las relaciones bilaterales.

No existe ninguna historia de las relaciones hispano-norteamericanas durante el periodo. Ni siquiera ha existido un diálogo entre los historiadores de ambos países al respecto. Ciertamente, la historiografía norteamericana no ha prestado mucha atención a lo que se ha escrito desde España3, pero a estas alturas todavía sigue siendo frecuente que muchos historiadores españoles hagan generalizaciones sobre la política exterior norteamericana sin tener un conocimiento aceptable de lo que se ha escrito en los Estados Unidos. Por suerte, la especulación y los clichés ya han empezado a ser arrinconados en los trabajos que han explorado la relación bilateral en el siglo XX4.

Algunos autores han analizado superficialmente ciertos capítulos de la agenda bilateral al final del ochocientos. Pocos años después de la Guerra de 1898 aparecieron las obras que han definido el estudio de las relaciones hispano-norteamericanas hasta la fecha. En los Estados Unidos, French E. Chadwick publicó una historia de las relaciones bilaterales desde sus orígenes hasta el estallido de la guerra basado en la documentación publicada por el gobierno norteamericano5. En España, Jerónimo Bécker dedicó a la relación bilateral varios capítulos de su voluminoso análisis de la política exterior española en el siglo XIX basándose en la documentación del Ministerio de Estado6.

La historiografía de la política exterior norteamericana no volvió a interesarse por las relaciones bilaterales anteriores a 1898 hasta la desclasificación de los archivos diplomáticos y la llegada de los historiadores revisionistas en los años sesenta 7. Pero la escuela revisionista tampoco estuvo muy interesada en las relaciones hispano-norteamericanas: su objeto de interés fueron las raíces domésticas de la política exterior norteamericana. Walter LaFeber estudió superficialmente los intereses económicos norteamericanos en Cuba en 1895-18988. James B. Chapin diseccionó la política norteamericana en Cuba durante la administración Grant9. Tom E. Terrill relacionó las negociaciones comerciales hispano-norteamericanas con los debates arancelarios en los Estados Unidos10. Tennant S. McWilliams analizó la misión de Hannis Taylor en España11. Richard H. Bradford dedicó una monografía a la crisis del Virginius12. Más recientemente, Louis A. Pérez ha aplicado la teoría de la dependencia al estudio de los intereses económicos norteamericanos en la Cuba colonial13.

Cerca —aunque no dentro— de la escuela revisionista por su especialización en la diplomacia económica, David M. Pletcher ha dedicado varios trabajos a las negociaciones comerciales hispano-norteamericanas14. Desde la historia política, Lewis L. Gould ha realizado el análisis más completo de la política de la administración McKinley durante los meses previos al estallido de la Guerra de 189815. Más recientemente, algunos autores han retomado el interés por cuestiones como la iniciativa multilateral de 187516. En todos los casos se ha excluido el ángulo español de la cuestión. La excepción la han constituido los trabajos de James W. Cortada y John L. Offner. Son los únicos autores norteamericanos que han utilizado fuentes de los dos países: Cortada se ciñó al estudio de la diplomacia bilateral entre 1855 y 186817; mientras que Offner ha escrito el análisis más completo de la diplomacia hispano-norteamericana entre 1895 y 189818.

En los últimos años, el dinamismo que caracteriza a la historiografía norteamericana ha dado lugar a trabajos innovadores sobre las relaciones hispano-norteamericanas que no centran su atención en la política exterior de ambos gobiernos. Richard Kagan e Iván Jaksic, por ejemplo, han estudiado las percepciones culturales sobre España y los españoles entre los primeros hispanistas norteamericanos 19. Por su parte, Ana María Varela-Lago ha analizado los problemas de integración cultural de la emigración española en los Estados Unidos entre las dos guerras civiles de ambos países20.

Por su parte, la historiografía española ha prolongado la metodología de las obras de Bécker y Chadwick, caracterizada por: la reducción del análisis a las coyunturas de conflicto; la primacía de la documentación publicada sobre las fuentes de archivo; y la selección exclusiva de fuentes domésticas. En 1962, José María Jover sugirió que el final de la Guerra Civil norteamericana era el comienzo de una nueva época en las relaciones hispano-norteamericanas21. Sin embargo, ese horizonte de investigación no fue explorado por la historiografía española. Julio Salom dedicó algunas páginas a la relación bilateral en su estudio sobre la política exterior canovista hasta 188122. Joaquín Oltra realizó un estudio pionero sobre la influencia norteamericana en la redacción de la Constitución española de 186923. Manuel Espadas y Luis Álvarez Gutiérrez analizaron brevemente la crisis del Virginius24. Pero su ejemplo no tuvo continuidad inmediata.

A partir de 1975, la historiografía internacionalista española se ha concentrado cada vez más en el siglo XX, y sólo en los últimos diez años ha prestado atención a la relación con los Estados Unidos durante la pasada centuria. En este vacío han florecido los trabajos de diplomáticos aficionados a la historia, como José Manuel Allendesalazar y Javier Rubio. Allendesalazar publicó una introducción sobre las relaciones bilaterales en los años noventa25, mientras que Rubio ha estudiado superficialmente algunos episodios de la relación bilateral en varias de sus obras: las negociaciones sobre la emancipación de Cuba de 1869-1870, la crisis del Virginius, la iniciativa multilateral de 1875, las negociaciones comerciales de 1883-1884 y las reclamaciones norteamericanas de los años noventa26. Pero se trata de trabajos muy limitados por sus abusos interpretativos y su escasa solvencia en el manejo de la historiografía y las fuentes norteamericanas. Como resultado, sus obras no han respondido a ninguna cuestión relevante de las relaciones bilaterales.

Mención aparte merece la voluminosa historiografía sobre los orígenes de la Guerra de 1898. El centenario del conflicto, en 1998, podía haber supuesto una buena ocasión para que la historiografía española empezase a tomar nota de las innovaciones que se habían producido al otro lado del Atlántico. No fue así27. En este sentido, el centenario sirvió, una vez más, para exhibir la predilección de la historiografía española por la reiteración de interpretaciones poco novedosas durante la conmemoración de efemérides. El resultado: la avalancha de publicaciones no añadió mucho al conocimiento sobre las relaciones bilaterales antes del estallido del conflicto28, con la excepción de algunos trabajos29.

Las principales monografías españolas sobre la diplomacia bilateral durante la crisis de 1898 se habían publicado antes del centenario: se trata de trabajos que manifiestan la persistencia de la especulación y los clichés —a menudo sonrojantes— de la peor historiografía española. Julián Companys hizo un uso testimonial de las fuentes norteamericanas para analizar la misión de Steward L. Woodford en España, pero su metodología, basada en la exposición de documentos sin contextualizar y la reiteración de juicios de valor, desvirtúa sus resultados30. Por su parte, Cristóbal Robles se ha dedicado a sintetizar la documentación española, agregando también los habituales juicios de valor, sin añadir nada significativo31. En los últimos tiempos, la historiografía internacionalista española ha oscilado entre los análisis sobre las relaciones interculturales bilaterales32 y los estudios diplomáticos tradicionales33.

Fuera de las relaciones internacionales, la historiografía americanista no ha prestado la atención suficiente a las relaciones con los Estados Unidos. No resulta satisfactorio apelar genéricamente, como se hace habitualmente, a los intereses norteamericanos en Cuba partiendo de la premisa de que la acción internacional de los Estados Unidos en el último tercio del ochocientos giraba en torno a esa isla; tampoco lo es que no se conozca el contexto doméstico en el que se elaboraba la política comercial norteamericana, que se citen libros de texto sobre los Estados Unidos como obras de referencia, que se confunda el bill McKinley con el Arancel McKinley, o el Arancel McKinley con el Arancel Wilson-Gorman34.

Por estas razones, son muy pocos los estudios americanistas que han aportado información útil sobre las relaciones hispano-norteamericanas en el periodo objeto de estudio. José Antonio Piqueras ha analizado el tratado de comercio de 1884 y el acuerdo comercial de 1891, pero su trabajo está limitado por la selección exclusiva de fuentes españolas y la ausencia de historiografía norteamericana35. Por su parte, Inés Roldán ha estudiado más detalladamente el contexto cubano de esos pactos internacionales. Su trabajo, basado en un amplio abanico de fuentes primarias, es muy convincente diseccionando los diferentes intereses políticos y económicos entre La Habana y Madrid, pero no lo es tanto relacionando esos intereses con las interacciones entre Madrid y Washington36. Fuera de la historiografía americanista, y a medio camino entre la historia colonial y la historia de las relaciones internacionales, Mª Dolores Elizalde ha analizado detalladamente los problemas entre España y los Estados Unidos causados por los misioneros norteamericanos establecidos en las Islas Carolinas37.

La historiografía económica también ha empezado a analizar la influencia económica de los Estados Unidos en la Península. Leandro Prados y José María Serrano Sanz fueron los primeros autores que llamaron la atención sobre la importancia del comercio norteamericano en la España del siglo XIX 38. Más recientemente, Jerònia Pons ha analizado el éxito de las compañías de seguros de vida norteamericanas en el mercado peninsular39.

Desde la historia intelectual se han explorado las transferencias culturales en el siglo XIX. Carmen de Zulueta y Carmen de la Guardia han ilustrado el establecimiento, durante la Restauración, de la primera institución cultural estadounidense en la Península, el Instituto Internacional, por parte de misioneros norteamericanos con la intención de mejorar la educación de las mujeres españolas 40. Isabel Pérez González ha detallado los primeros contactos entre intermediarios culturales de ambos países 41. Más recientemente, Gonzalo de Capellán ha rastreado el origen del interés de los krausistas españoles en el modelo estadounidense42. Desde la historia cultural también han empezado a aparecer trabajos sobre las percepciones entre ambos países: Kate Ferris, por ejemplo, ha estudiado el discurso público de las elites españolas sobre los Estados Unidos43.

Por su parte, la historiografía latinoamericana ha hecho escasas contribuciones al tema objeto de estudio. Víctor Manuel Pérez se sirvió de documentación española para denunciar la presión incesante del imperialismo norteamericano en Cuba en el periodo 1868-1898, pero la escasez de sus fuentes limita el valor de sus resultados44. Por su parte, Óscar Zanetti ha utilizado la teoría de la dependencia para analizar los acuerdos comerciales hispano-norteamericanos. A pesar de su amplitud, sin embargo, su trabajo es muy poco cuidadoso en la selección de las fuentes primarias, tanto españolas como norteamericanas, y no es capaz de integrar sus resultados dentro de los nuevos análisis dependentistas45.

Antes de seguir adelante, es necesario clarificar las hipótesis que articulan este volumen. Para ello será inevitable hacer referencia a los debates historiográficos relacionados con el objeto de estudio. La historia de las relaciones internacionales ha sufrido cambios dramáticos en las últimas décadas que han ampliado tanto su definición como sus límites46. Se ha roto el monopolio que poseían los Estados en los estudios internacionalistas y se ha multiplicado el número de actores objeto de estudio47. Más recientemente, el giro cultural de la historiografía ha concentrado los debates dentro de esta especialidad48.

Pero, ¿sigue teniendo sentido un estudio de relaciones bilaterales? La profunda renovación de la historia de las relaciones internacionales en las últimas décadas ha contribuido a desplazar el interés tradicional por la acción exterior del Estado hacia las actividades transnacionales de la sociedad civil. O, en palabras de Anders Stephanson, “Diplomatic historians […] seem less and less interested in the history of diplomacy”49. Es una buena noticia, porque las relaciones internacionales nunca se han reducido a la diplomacia, bilateral o multilateral. Sin embargo, no parece razonable dar por supuesto que el estudio de la política exterior se haya convertido en algo irrelevante. Primero, porque no todas las fuerzas transnacionales que operan en la actualidad existían en otras épocas históricas, como el siglo XIX. Segundo, porque ni siquiera en la actualidad ha perdido importancia la política internacional50.

Tradicionalmente, el estudio de la política exterior se había limitado a los problemas de seguridad y defensa. A veces, incluso, se ha reducido el trabajo a copiar y verter la documentación diplomática sobre el papel. Esta es una de las razones por las que el análisis de las relaciones hispano-norteamericanas se ha concentrado en episodios como la Guerra de 1898 y los Pactos de 1953. Algunos especialistas han concluido que ya no era posible descubrir nueva evidencia empírica y que la profesión debía dedicarse exclusivamente a reinterpretar las fuentes51. Sin embargo, hace ya mucho tiempo que se ha entendido (al menos, fuera de España) que la política exterior, la de ayer y la de hoy, no se reduce sólo a la política de seguridad y defensa. Tampoco lo más relevante es necesariamente lo que ocupa más papel52. El estudio de la política exterior ha generado numerosas teorías que han intentado explicar —a menudo, con pretensiones normativas— el comportamiento de las potencias en el sistema internacional53. Por su parte, los historiadores norteamericanos llevan décadas intentando explicar el comportamiento internacional de los Estados Unidos. En España todavía no se ha desarrollado una ambición interpretativa semejante54.

A pesar de su creciente poder, entre 1865 y 1898 los ejecutivos norteamericanos rechazaron habitualmente los compromisos internacionales, incluso en sus áreas de influencia tradicionales. Esa paradoja ha desconcertado a los historiadores desde entonces, hasta el punto de que durante décadas los teóricos realistas negaron la existencia de una política exterior norteamericana durante esos años55. La escuela revisionista propuso una interpretación alternativa innovadora: fueron “años de preparación” en los que la economía norteamericana se desarrolló incesantemente hasta que alcanzó tales niveles de superproducción en los años noventa que todos los intereses económicos exigieron la obtención inmediata de mercados exteriores para exportar sus mercancías, pacíficamente o —si era necesario— por la fuerza. Su argumento era que, a pesar de las apariencias, existía una profunda continuidad estructural en la política exterior de los Estados Unidos desde Appomattox a Vietnam56. Esta tesis gozó de gran aceptación debido a la politización del debate historiográfico durante la Guerra Fría57. Pero su éxito, en palabras de Paul S. Holbo, también se debía a que su sencillez ocultaba la complejidad de los problemas a analizar: “This thesis has the compelling appeal of simplicity. But its authors misread American political history and fail to note emotional and ideological ingredients that affected foreign policy”58. Lo cierto es que, a pesar de su materialismo, los autores revisionistas no habían prestado mucha atención a las evidencias económicas y sus tesis fueron duramente rebatidas por ello59.

Sin embargo, una de las consecuencias del fracaso revisionista ha sido desincentivar nuevas interpretaciones generales60. En su lugar, se ha preferido limitar los análisis a cuestiones más modestas61. Lo más cerca que se ha estado de un nuevo modelo general es la definición que David M. Pletcher dio de estas décadas como un periodo de transición: “What, then, was the significance of the period between 1865 and 1898? I suggest that this was simply a period of education, experimentation, and preparation but not of fulfillment”62.

Los trabajos más recientes sugieren ampliar el análisis. Fareed Zakaria y Robert Kagan han renovado las teorías realistas: Zakaria ha defendido que los gobiernos norteamericanos definieron su política exterior en función de una lógica autónoma y no sólo al servicio de intereses más o menos espurios63; Kagan ha insertado los principios ideológicos en la acción exterior de las administraciones norteamericanas decimonónicas64. Desde el análisis cultural, Frank Ninkovich y Anders Stephanson han defendido la persistencia de una ideología reticente a la política de poder y la intervención gubernamental en el exterior 65. Emily S. Rosenberg también ha afirmado la existencia de una ideología de “liberaldevelopmentalism” en la política exterior norteamericana con cinco características: “(1) belief that other nations could and should replicate America’s own developmental experience; (2) faith in private free enterprise; (3) support for free or open access for trade and investment; (4) promotion of free flow of information and culture; and (5) growing acceptance of governmental activity to protect private enterprise and to stimulate and regulate American participation in international economic and cultural exchange”66.

Michael H. Hunt también ha defendido el rol de la ideología en la política exterior de los Estados Unidos en el siglo XIX, aunque con un contenido diferente. Hunt identifica una potente ideología nacionalista como el motor de la expansión estadounidense, con tres puntos clave: la búsqueda de la grandeza nacional, el racismo y el miedo a las revoluciones67. Todas estas teorías se acercan a las tesis corporatistas —herederas del revisionismo—, aunque la estrecha cooperación entre el gobierno y el sector privado que defienden son difíciles de aplicar al ochocientos68. Sin embargo, a pesar de la renovación que suponen, el principal problema que plantean todos los análisis culturales sigue siendo su ambivalencia sobre el rol causal de la ideología, y en general del factor cultural, en la política exterior69. De hecho, los partidarios extremos del giro cultural se niegan a plantear el debate en términos de causalidad. En palabras de Volker Depkat: “There is a tendency among cultural studies scholars inspired by postmodernist theories to stop their work with deconstructing dominant discourses, with defining the limits of discursive formations and exposing their legitimatory function. As a result, they question the very possibility of intentional behavior; however, they do not really provide an answer for the question of why is it that people act the way they act”70.

A lo sumo, los mejores trabajos se conforman con establecer una correlación entre discurso y política exterior, como en el caso del papel de las ideologías de género en el estallido de la Guerra de 189871. Pero descubrir que el género está presente en todos los discursos no añade una herramienta analítica muy útil: “gender then hardly has any analytical meaning when it comes to explaining foreign relations. To claim that all aspects of past realities are culturally constructed is just as mundane as the somewhat traditional article of faith that men live in groups and that their behavior is therefore socially determined”72. A veces, los análisis culturales están peligrosamente cerca de caer en la tentación de confundir correlación con causalidad. En palabras de Frank Ninkovich, “cultural studies see discourses as fields of contestation. […] But this desire to highlight the openness and arbitrariness of culture coexists uneasily with a desire to attribute to it a powerful coercive force” 73. El principal problema analítico de este determinismo cultural es la incapacidad para explicar el cambio en la historia74:

For one thing, to what extent can domestic culture and ideologies, gender and sexuality, race and identity explain how or why the foreign policy of a given state evolved? Moreover, does a specific foreign policy evolve because of these cultural narratives? […]

If one wishes to argue that public narratives constitute a significant part of the decision-making processes, we need to know more about exactly which narratives influence decision making and how they function. Unless scholars can retrace the central role of cultural narratives in concrete situations of policy making, cultural approaches to foreign policy remain what they are: interesting but irrelevant75.

En otros casos, los análisis culturales han carecido de cualquier interés por la política exterior porque la han considerado irrelevante76. En estos trabajos, la ausencia, entre 1865 y 1898, de una política exterior definida ha facilitado la sustitución del análisis de la política exterior por enfoques culturales de las relaciones exteriores de los Estados Unidos. Exceptuando, claro, todo lo relacionado con el imperialismo. Con este concepto, sin embargo, ha sucedido algo similar al género: es omnipresente —e incluso omnisciente—, de tal manera que carece tanto de definición (es evidente en sí mismo) como de origen (no tiene principio ni fin)77. Pero, ¿cómo se puede entender cabalmente el rol del factor cultural en política exterior sin diseccionar, previa o simultáneamente, el entramado de la diplomacia? Por el contrario, parece más razonable no excluir ninguna dimensión —ni cultural, ni política— si se quiere avanzar intelectualmente: “Until culture and power are somehow integrated conceptually and practically, as they are in real life, there will remain two cultures in the history of foreign relations”78.

El objetivo de este trabajo no es tan ambicioso. La primera hipótesis que articula, por tanto, es que la política exterior de los Estados Unidos de América durante el último tercio del ochocientos estuvo determinada tanto por su poder e intereses crecientes como por la influencia de fuerzas no estatales (como empresas multinacionales o intermediarios culturales) e ideologías y percepciones colectivas. Pero se hace necesario acotar la cuestión. El centro del análisis lo ocuparán los problemas estructurales de las relaciones hispano-norteamericanas, tanto políticos como económicos. Por razones de espacio y tiempo, el análisis de la dimensión cultural de las relaciones bilaterales se limitará al papel de ambos Estados en la promoción de su imagen cultural durante las exposiciones internacionales celebradas en ambos países79.

El principal problema de la historia contemporánea no es la ausencia de fuentes, sino la selección de aquellas que puedan ser relevantes para el objeto de estudio. Las relaciones hispano-norteamericanas no son una excepción. En este caso, tampoco es viable un análisis de toda la diplomacia bilateral. Por eso, ha sido necesario priorizar los problemas bilaterales que pueden responder algunas de las preguntas que interesan hoy en día en la historia de las relaciones internacionales y que han sido peor tratadas historiográficamente. En cambio, se han excluido cuestiones que generaron un gran volumen de correspondencia diplomática, pero que resultan pequeñas en relación con los problemas estructurales de las relaciones hispano-norteamericanas.

El análisis, por tanto, no se limita a los problemas de seguridad y defensa que habían concentrado la atención de los historiadores hasta la fecha. Es lo que ha permitido extender el periodo de estudio desde 1865 hasta 1898: durante esas décadas, en ausencia de amenazas a su seguridad, la política exterior norteamericana se concentró en la diplomacia económica y la promoción cultural. De esta manera, la segunda hipótesis se podría formular así: durante las tres últimas décadas del ochocientos, los gobiernos de los Estados Unidos de América y España se enfrentaron políticamente en muy pocas ocasiones, pero lidiaron con problemas económicos y culturales igualmente significativos.

Pero, ¿por qué priorizar los intercambios entre ambos Estados? ¿No sería más innovador estudiar las interacciones entre ambas sociedades? Lo cierto es que, después de contemplar el panorama historiográfico, cualquier estudio diplomático ya es una innovación. Pero, además, se parte aquí de la premisa de que es necesario conocer la dimensión diplomática de las relaciones bilaterales antes de poder embarcarse en otra clase de análisis debido a que ha sido precisamente el poder de los Estados el que ha regulado —facilitando o entorpeciendo— cualquier otra clase de intercambios. Sin esta base analítica, los escasos trabajos que han estudiado otras dimensiones de las relaciones bilaterales no han sido capaces de evaluar adecuadamente el rol de la diplomacia, sobredimensionándola o infravalorándola, dependiendo del caso. Desde este punto de vista, el análisis de tratados polvorientos, incluso de aquellos que no llegaron a entrar en vigor, cobra mucho sentido: a veces es tan revelador estudiar lo que no se hizo como lo que se hizo. Ahora bien, que los gobiernos de ambos países sean los actores principales de la investigación no significa que sean actores monolíticos. Todo lo contrario. Los Estados son actores complejos condicionados por presiones exteriores e interiores. La ventaja del análisis diplomático es que permite identificar la influencia de otros actores en la política exterior.

Antes de identificar qué actores han interactuado con ambos Estados es necesario especificar cómo tomaban sus decisiones los aparatos estatales. El proceso de toma de decisiones en los Estados Unidos se puede reconstruir con relativa precisión a partir de la documentación diplomática debido a que el gobierno norteamericano poseía una estructura mucho más sencilla que en la actualidad. La ejecución de la política exterior estaba en manos del presidente, pero el Congreso controlaba todos sus pasos. En la práctica, los presidentes delegaban la mayoría de los problemas en el Departamento de Estado, que siempre contó con recursos muy limitados. Los demás departamentos no tenían demasiada influencia en la política exterior, con la excepción del Departamento del Tesoro, que intentó obtener el control sobre la red de consulados en el exterior en varias ocasiones. Los secretarios de Estado entre 1865 y 1898, a su vez, delegaban la diplomacia diaria en los jefes de misión en cada país. Por tanto, los jefes de misión tenían un gran margen de maniobra si no se salían de los límites establecidos por el Departamento de Estado: la defensa de los ciudadanos estadounidenses en el extranjero y la exposición de principios americanos como el Destino Manifiesto, la Puerta Abierta o la Doctrina Monroe.

La diplomacia secreta que practicaban las potencias europeas estaba formalmente prohibida por la Constitución norteamericana, lo que obligaba al presidente a informar periódicamente al Congreso de sus iniciativas diplomáticas. Sin embargo, el legislativo no prestaba una atención continua a la política exterior y delegaba el control diario del ejecutivo en dos comités: el Comité de Relaciones Exteriores del Senado —del que dependía, en la práctica, la ratificación de cualquier tratado internacional— y el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes —que vigilaba la asignación de fondos al ejecutivo—. El Congreso era especialmente celoso de sus poderes económicos, lo cual reducía enormemente el margen de maniobra del Departamento de Estado en materia comercial80.

Pero, ¿qué otros actores intervinieron en la formulación de la política exterior de los Estados Unidos? El ejecutivo y el Congreso recibían la presión de diferentes agentes. Así, la intervención del Departamento de Estado era solicitada por los intereses comerciales y por las empresas que empezaban a operar fuera de las fronteras norteamericanas. El Congreso, en cambio, sufría la presión de las grandes industrias que actuaban en el mercado doméstico.

Sin embargo, el rol de otros actores no parece tan determinante. El papel de la opinión pública en la política exterior norteamericana, por ejemplo, sigue siendo muy difícil de evaluar correctamente y su función sigue sin estar clara81. En ese contexto, el rol de la prensa parece más útil si se analiza como portavoz de intereses sectoriales y de diferentes corrientes de opinión82.

Los intermediarios culturales que se han identificado, como los misioneros y los viajeros, solían actuar al margen de los canales diplomáticos aunque, si los utilizaban, recurrían exclusivamente a los servicios de las legaciones y consulados en el extranjero. Pero su papel en la política exterior del último tercio del siglo XIX tampoco está claro: siguieron siendo muy escasos en número y carecieron de canales institucionales para incrementar las transferencias culturales. Por tanto, la tercera hipótesis de esta investigación es que el conflicto de intereses entre el comercio y la industria fue más determinante que el rol de otros actores no estatales en la definición de la política exterior norteamericana durante las últimas décadas del siglo XIX.

El proceso de toma de decisiones español es mucho más difícil de diseccionar. No sólo se sucedieron diferentes regímenes políticos (monarquía, república, dictadura) durante el periodo objeto de estudio, sino que todavía no existe un volumen de trabajos aceptable sobre ellos. Las políticas exteriores de Isabel II y del Sexenio Democrático no han generado aún ningún debate académico83. Por su parte, la Restauración ha monopolizado una discusión limitada, con algunas excepciones84, a qué nombre dar a las políticas de Cánovas85. Pero debido a las dimensiones internacionales que concedieron todos los gobiernos españoles al conflicto colonial, parece razonable formular como cuarta hipótesis que en la definición de los intereses exteriores de la Restauración hasta 1898 tuvo un papel verdaderamente importante el nexo entre política colonial y política exterior86.

La evidencia sugiere que los diferentes regímenes españoles se ajustaron al sistema de diplomacia secreta vigente en Europa. La política exterior quedó en manos del jefe de Estado en todas las constituciones, pero sabemos que los monarcas habitualmente delegaron la diplomacia diaria en los presidentes del Consejo y en los ministros de Estado. Si bien existe evidencia de que Alfonso XII (1874-1885) practicó una diplomacia regia al margen de su gobierno, sigue sin estar claro si María Cristina de Habsburgo (1885-1902) actuó internacionalmente sin aval gubernamental87. En cualquier caso, era frecuente que los ministros de Estado despachasen los asuntos directamente con el monarca y al margen de la Presidencia del Consejo