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Ensayo sobre el entendimiento humano es una profunda exploración de la naturaleza, los límites y el origen del conocimiento humano. John Locke critica la noción de ideas innatas y examina la manera en que la experiencia y la percepción sensorial conforman nuestra mente, proponiendo que el entendimiento se construye a partir de la reflexión y la sensación. A través de su análisis, la obra establece los fundamentos del empirismo moderno y cuestiona las certezas aceptadas por la filosofía racionalista de su tiempo. Desde su publicación, Ensayo sobre el entendimiento humano ha sido celebrado por su claridad conceptual y su impacto revolucionario en la teoría del conocimiento. Su exploración de temas universales como la formación de ideas, la relación entre lenguaje y pensamiento, y los límites de la razón humana, ha asegurado su lugar como un pilar del pensamiento filosófico occidental. Las ideas de Locke continúan resonando en la epistemología, la psicología y la educación, ofreciendo perspectivas profundas sobre cómo los seres humanos aprenden y comprenden el mundo. La relevancia perdurable de la obra radica en su capacidad para iluminar la complejidad de los procesos cognitivos y los dilemas filosóficos que surgen al definir la verdad y el conocimiento. Al examinar las conexiones entre la experiencia individual, la percepción sensorial y la razón, Ensayo sobre el entendimiento humano invita a los lectores a reflexionar sobre los fundamentos de sus creencias y sobre el modo en que construyen significado en sus vidas.
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Seitenzahl: 1541
Veröffentlichungsjahr: 2025
John Locke
ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO
Título original:
“An Essay Concerning Human Understanding”
PRESENTACIÓN
ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO
CARTA DEDICATORIA
INTRODUCCIÓN
LIBRO I
LIBRO II
LIBRO III
LIBRO IV
John Locke
1632 – 1704
John Locke fue un filósofo y médico inglés, ampliamente reconocido como uno de los pensadores más influyentes de la Ilustración. Nacido en Wrington, Somerset, Inglaterra, Locke es conocido por sus obras que exploran temas como la libertad individual, la teoría del conocimiento y el contrato social, sentando las bases del liberalismo moderno. Sus escritos ejercieron una profunda influencia en la filosofía política y en la formación de las democracias occidentales.
Vida temprana y educación
John Locke nació en el seno de una familia puritana de clase media. Su padre, también llamado John Locke, fue abogado y participó en la Guerra Civil Inglesa como capitán de caballería del ejército parlamentario, lo que marcó el ambiente intelectual y político de su formación. Locke estudió en la Westminster School y luego en el Christ Church College de la Universidad de Oxford, donde se especializó en filosofía y ciencias naturales, obteniendo su licenciatura en 1656 y su maestría en 1658. Aunque inicialmente se formó en medicina, su verdadera pasión fue la filosofía y la reflexión política, que desarrolló paralelamente a su carrera académica y médica.
Carrera y contribuciones
El trabajo filosófico de Locke revolucionó la teoría del conocimiento y la política. Su obra más famosa, Ensayo sobre el entendimiento humano (1689), expone su teoría empirista, sosteniendo que la mente humana al nacer es una “tabula rasa” y que todo conocimiento proviene de la experiencia. Esta postura refutaba la creencia en ideas innatas defendida por filósofos como Descartes, estableciendo las bases del empirismo inglés.
En el ámbito político, sus Dos tratados sobre el gobierno civil (1689) argumentan que la legitimidad del gobierno se funda en el consentimiento de los gobernados y que todos los individuos poseen derechos naturales a la vida, la libertad y la propiedad. Estas ideas influyeron decisivamente en la Revolución Gloriosa inglesa, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en Francia.
Impacto y legado
El pensamiento de Locke fue radical para su tiempo, siendo considerado el “padre del liberalismo clásico”. Su teoría del contrato social y su defensa de la tolerancia religiosa y la separación entre Iglesia y Estado transformaron la filosofía política moderna, inspirando a pensadores como Voltaire, Rousseau y los fundadores del constitucionalismo estadounidense.
Locke creó una visión profundamente racionalista y humanista de la sociedad, combinando un lenguaje claro y sistemático con ideas revolucionarias sobre los derechos individuales y el origen del conocimiento. Sus reflexiones sobre la libertad y el gobierno limitados por la ley siguen siendo fundamentales en los debates sobre democracia y derechos humanos
John Locke murió a los 72 años, en 1704, en Oates, Essex, donde pasó sus últimos años dedicado a la escritura y el estudio. Aunque fue reconocido en vida como un gran pensador, su influencia creció exponencialmente en los siglos posteriores. Hoy, Locke es considerado uno de los filósofos más importantes de la modernidad, y sus obras continúan inspirando juristas, politólogos, economistas y filósofos.
La influencia de Locke trasciende la filosofía; su visión optimista de la razón humana y su defensa de la libertad individual siguen resonando hasta hoy, perpetuando su relevancia en la imaginación política y moral contemporánea.
Sobre la obra
Ensayo sobre el entendimiento humano es una profunda exploración de la naturaleza, los límites y el origen del conocimiento humano. John Locke critica la noción de ideas innatas y examina la manera en que la experiencia y la percepción sensorial conforman nuestra mente, proponiendo que el entendimiento se construye a partir de la reflexión y la sensación. A través de su análisis, la obra establece los fundamentos del empirismo moderno y cuestiona las certezas aceptadas por la filosofía racionalista de su tiempo.
Desde su publicación, Ensayo sobre el entendimiento humano ha sido celebrado por su claridad conceptual y su impacto revolucionario en la teoría del conocimiento. Su exploración de temas universales como la formación de ideas, la relación entre lenguaje y pensamiento, y los límites de la razón humana, ha asegurado su lugar como un pilar del pensamiento filosófico occidental. Las ideas de Locke continúan resonando en la epistemología, la psicología y la educación, ofreciendo perspectivas profundas sobre cómo los seres humanos aprenden y comprenden el mundo.
La relevancia perdurable de la obra radica en su capacidad para iluminar la complejidad de los procesos cognitivos y los dilemas filosóficos que surgen al definir la verdad y el conocimiento. Al examinar las conexiones entre la experiencia individual, la percepción sensorial y la razón, Ensayo sobre el entendimiento humano invita a los lectores a reflexionar sobre los fundamentos de sus creencias y sobre el modo en que construyen significado en sus vidas.
Al muy honorable Conde de Pembroke y Montgomery, Baron Herbert de Cardiff.
Milord :
Este tratado, que ha crecido bajo la mirada de Vuestra Señoría, y que se ha aventurado a salir al mundo por orden vuestra, regresa ahora a Vos como por un derecho natural debido a la protección que desde hace años le habéis prometido. Ningún nombre, puesto al principio de un libro, puede encubrir sus errores, aunque aquél fuera el más noble que el pensamiento pudiera hallar, pues el pensamiento impreso tan sólo puede permanecer o caer en el olvido o por sus propios meritos o por el capricho de los lectores. Pero como lo más deseable para la verdad es oírla sin ningún perjuicio, nadie es más adecuado que Vuestra Señoría para concederme esto, ya que os ha sido permitido mantener con ella un trato íntimo y familiar en vuestros retiros mas apartados y sois conocido por haber adelantado tanto sus especulaciones en el conocimiento más abstracto y general de los casos -más allá del alcance ordinario o de los métodos comunes que el favor y la aprobación por vuestra parte de este tratado le protegerán de ser condenado sin ser leído e influirán en que sean mas ponderadas aquellas partes que de otra manera serían pasadas por alto por estar algo desviadas de los caminos habituales. La acusación de novel es una carga terrible para los que juzgan la valía intelectual de los hombres como si se tratara de sus pelucas, y no conciben que nadie pueda poseer una verdad que se aparte de las doctrinas que ellos recibieron. Y puesto que nunca ni en ningún lugar ha triunfado la verdad, cuando aparece por vez primera, por vía de sufragio toda opinión nueva levanta sospechas, por lo que, normalmente, se condena sin otro motivo que el de no ser aún una opinión común. Pero la verdad, como el oro, no tiene menos valor porque acabe de ser extraído de la mina, sino que son la prueba y el examen los que fijan su precio por encima de cualquier moda anticuada. Y aunque no tenga cuño de curso normal, puede, sin embargo, ser tan viejo como la misma naturaleza y no por eso menos genuino. De todo esto, Vuestra Señoría podrá dar amplios y convincentes ejemplos cuando tenga a bien favorecer al público con alguno de los importantes descubrimientos de unas verdades hasta ahora ignoradas excepto por aquellos pocos a los que Vuestra Señoría no ha querido ocultárselas del todo. Esto sería una razón suficiente, si na hubiera otra, para que yo os dedicara este Ensayo. Y, como tiene alguna relación con varias partes del sistema, más noble y amplio, de las ciencias que Vuestra Señoría ha elaborado, es para mi un honor alardear, si Vuestra Señoría me la permite, de que he llegado, en ocasiones, a algunos pensamientos no del todo distintos de los Vuesttos. Si Vuestra Señoría creyera conveniente que esta obra se diera a conocer al público, me permitiría esperar que, durante algún tiempo, le concederiais Vuestro favor, y creo que con esta obra dais al mundo una muestra de algo que será realmente digno de su admiración. Esto, Milord, indica que el obsequio que hago a Vuestra Señoría es semejante al que un hombre pobre hiciera a su vecino rico y poderoso, quien no recibiría de mal grado la cesta de flores y frutas aunque poseyera en sus campos muchas más de mejor calidad. Pues las cosas del menor precio alcanzan gran valor cuando se ofrecen con respeto, estima y gratitud, puedo jactarme de manera confiada de que hago a Vuestra Señoría el presente más rico que jamás recibió, y para sentir esto me habéis dado poderosas y particulares raaones que, al tiempo que confirman el juicio anterior, mantienen la proporción de Vuestra grandeza. De una cosa estoy seguro: me encuentro en la mayor necesidad de reconocer, en toda oportunidad, una larga sucesión de favores recibidos de Vuestra Señoría; favores que, aunque grandes e importantes por sí mismos, son mucho mayores por la franqueza, interés y bondad y demás atentas circunstancias que siempre los acompañaron. A todo habéis querido añadir algo que aún me gratifica y obliga más: concederme parte de vuestra estima y permitirme un lugar en vuestros buenos deseos que yo me atrevería a llamar amistad. Esto, Milord, me lo demuestran constantemente vuestros hechos y palabras y como, en mi ausencia, manifestáis a otros la misma actitud hacia mí, pienso no es vanidad mencionar algo que todo el mundo conoce, sino que sería una falta de delicadeza no reconocer lo que muchos me dicen a diario sobre todo lo que debo a Vuestra Señoría. Desearia que con igual facilidad ayudaran a mi gratitud como me convencen de los grandes y crecientes compromisos que ella ha contraído con Vuestra Señoría, porque estoy seguro de una cosa: escribiría acerca del Entendimiento careciendo de él, si no fuera éste extremadamente sensible a ellos, y no me sirviera de esta oportunidad para testimoniar al mundo lo muy reconocido que estoy a Vuestra persona y lo mucho que soy, Milord, vuestro más humilde y obediente servidor.
John Locke
Court, 24 de mayo de 1689.
Puesto que el entendimiento es lo que sitúa al hombre por encima de los seres sensibles y le concede todas las ventajas y potestad que tiene sobre ellos, es ciertamente un asunto, por su propia dignidad, que supervalora el trabajo de ser investigado. El entendimiento, como el ojo, aunque nos permite ver y percibir todas las demás cosas, no se advierte a sí mismo, y precisa arte y esfuerzo para ponerse a distancia y convertirse en su propio objeto. Pero sean cuales fueren las dificultades que ofrezca esta situación y sea cual fuese lo que nos sitúa tan en la oscuridad a nosotros mismos, estoy seguro de que toda luz que podamos derramar sobre nuestras propias mentes, todo el trato que podamos establecer con nuestro propio entendimiento, no sólo será agradable, sino que nos traerá grandes ventajas para el gobierno de nuestro pensamiento en la búsqueda de las demás cosas.
Puesto que es mi intención investigar los orígenes, alcance y certidumbre del entendimiento humano, junto con los fundamentos y grados de creencias, opiniones y sentimientos, no entraré aquí en consideraciones físicas de la mente, ni me ocuparé de examinar en qué puede consistir su esencia, o por qué alteraciones de nuestros espíritus o de nuestros cuerpos llegamos a tener sensaciones en nuestros órganos, o ideas en nuestros entendimientos, ni tampoco si en su formación esas ideas dependen, o no, algunas o todas, de la materia. Estas especulaciones, por muy curiosas o entretenidas que sean, las dejaré a un lado como ajenas a los designios que ahora tengo. Bastará para mi actual propósito considerar la facultad de discernimiento del hombre según se emplea respecto a los objetos de que se ocupa, y creo que no habré malgastado mi empeño en lo que se me ocurra referente a este propósito, si mediante este sencillo método histórico logro dar alguna razón de la forma en que nuestro entendimiento alcanza esas nociones que tenemos de las cosas, y si puedo establecer algunas reglas de certidumbre de nuestro conocimiento o mostrar los fundamentos de esas persuasiones que se encuentran entre los hombres, tan variadas, distintas y totalmente contradictorias, pero afirmadas, sin embargo, en algún lugar, con tanta seguridad y confianza, que quien considere las opiniones de los hombres, observe sus contradicciones y, al mismo tiempo, considere el cariño y devoción con que son mantenidas y la resolución y vehemencia con que se las defiende, quizá llegue a sospechar que o bien falta eso que se llama la verdad o que el hombre no pone los medios suficientes para lograr un conocimiento cierto de ella.
Merece la pena, pues, descubrir los límites entre la opinión y el conocimiento, y examinar, respecto de las cosas que no tenemos conocimiento cierto, por qué medios debemos regular nuestro asentimiento y moderar nuestras persuasiones. Para este fin, me ajustaré al siguiente método: Primero, investigaré el origen de esas ideas, nociones o como quieran llamarse, que un hombre puede advertir y las cuales es consciente que tiene en su mente, y la manera como el entendimiento llega a hacerse con ellas.
Segundo, intentaré mostrar qué conocimiento tiene por esas ideas el entendimiento, y su certidumbre, evidencia y alcance.
Tercero, haré alguna investigación respecto a la naturaleza y a los fundamentos de fe u opinión, con lo que quiero referirme a ese asentimiento que otorgamos a cualquier proposición dada en cuanto verdadera, pero de cuya verdad aún no tenemos conocimiento cierto. Aquí tendremos oportunidad de examinar las razones y los grados de asentimiento.
Si por esta investigación sobre la naturaleza del entendimiento humano logro descubrir sus potencias; hasta dónde llegan; respecto a qué cosas están en algún grado en proporción y dónde nos traicionan, creo que será útil que prevalezca en la ocupada mente de los hombres la conveniencia de que es necesario ser más cuidadoso al. tratar de cosas que sobrepasan su comprensión, de detenerse cuando ha llegado al último limite de sus posibilidades, y situarse en reposada ignorancia sobre aquellas cosas que, una vez examinadas, muestran que están más allá del alcance de nuestra capacidad. Tal vez, entonces, no seamos tan osados, al presumir de un conocimiento universal, como para suscitar cuestiones y para sumirnos y asumir a otros en perplejidades en torno a algunas cuestiones para las que nuestro entendimiento no esta adecuado, y de las que no podemos tener en nuestras mentes ninguna percepción clara y distinta, o de las que ( como sucede, quizá, con demasiada frecuencia ) carecemos completamente de noción. Si logramos averiguar hasta qué punto puede llegar la mirada del entendimiento; hasta qué punto tiene facultades para alcanzar la certeza, y en qué punto tiene facultades para alcanzar la certeza, y en qué casos sólo puede juzgar y adivinar, quizá aprendamos a conformarnos con lo que nos es asequible en nuestra situación presente.
Porque, aunque la comprensión de nuestros entendimientos se quede muy corta respecto a la vasta extensión de las cosas, tendremos motivos suficientes para alabar al generoso autor de nuestro ser por aquella porción y grado de conocimiento que nos ha concedido, tan por encima de todos los demás habitantes de nuestra morada. Los hombres tienen una buena razón para estar satisfechos con lo que Dios ha creído que les conviene, puesto que les ha dado ( como dice San Pedro: Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad; II, Pedro, c. I, v. ) cuanto es necesario para la comodidad en la vida y para el conocimiento de la virtud, ya que ha puesto al alcance de sus descubrimientos las previsiones de un bienestar en esta vida y les ha mostrado el camino que conduce a otra mejor. Por cortos que sean sus conocimientos respecto a una comprensión universal o perfecta de lo que existe, asegura, no obstante, que su gran interés tendrá luz suficiente para conducirlos al conocimiento de su Hacedor, y para mostrarles cuales son sus deberes. Los hombres encontrarían materia suficiente para ocupar sus mentes y para emplear sus manos con variedad, gusto y satisfacción, si no se pusieran en osado conflicto con su propia constitución y desperdiciaran los beneficios que tienen en sus manos cuando éstas no sean lo bastante grandes para abarcarlo todo. No tendríamos motivo para lamentarnos de la pequeñez de nuestras mentes si las dedicáramos a aquello que pueda sernos útil, porque de ello son absolutamente capaces. Y sería una displicencia imperdonable, al mismo tiempo que pueril, si desestimáramos las ventajas que nos ofrece nuestro conocimiento y si nos descuidáramos en mejorarlo con vistas a los fines para los que nos fue dado, sólo porque hay algunas cosas que están fuera de su alcance. No sería una buena excusa la de un criado perezoso y terco, alegar que le hacía falta la luz del sol para negarse a cumplir su oficio a la luz de un candil. El candil que nos alumbra brilla lo suficiente para todos nuestros menesteres. Los descubrimientos que su luz nos permite deben satisfacernos, y sabremos emplear de buena manera nuestros entendimientos cuando nos ocupemos de todos los objetos en la manera y proporción en que se adapten a nuestras facultades y que sobre tales bases sean capaces de proponérsenos, sin requerir perentoria o destempladamente una demostración, ni exigir certeza allí donde sólo debemos aspirar a probabilidad, y esto es bastante para regir todas nuestras preocupaciones. Si vamos a descreerlo todo, sólo porque no podemos conocer todo con certeza, obraremos tan necesariamente como un hombre que no quisiera usar sus piernas y pereciera por permanecer sentado, sólo porque carece de alas para volar.
Cuando conocemos nuestras fuerzas, sabemos mejor qué cosas emprender para salir adelante; y cuando hemos medido bien el poder de nuestras mentes y calculado lo que podemos esperar de él, no caeremos en la tentación de estarnos quietos y abstenernos de todo trabajo por desesperación de no llegar a saber nada, ni, por otra parte, de poner en duda cualquier conocimiento sólo porque algunas cosas no puedan entenderse. Al marino le es de gran utilidad saber el alcance de la sonda, aunque con ella no pueda medir todas las profundidades del océano; le es suficiente con saber que es lo necesariamente larga para alcanzar el fondo de aquellos lugares por los que va dirigir su viaje y, de esta forma, prevenir el peligro de navegar contra escollos que pudieran proporcionarle la ruina. Nuestro propósito aquí no es conocer todas las cosas, sino aquellas que afectan a nuestra conducta. Si conseguimos averiguar las reglas mediante las cuales un ser racional, puesto en el estado en que el hombre está en este mundo, puede y debe gobernar sus opiniones y los actos que de ellas dependan, ya no es necesario preocuparnos porque otras cosas trasciendan nuestro conocimiento.
Estas consideraciones me ofrecieron la ocasión de escribir este "Ensayo sobre el entendimiento", porque pensé que el primer paso para satisfacer algunas investigaciones que la mente del hombre suscita con facilidad era revisar nuestro propio entendimiento, examinar nuestras propias fuerzas y ver a qué cosas están adaptadas. Pensé que mientras en vano la satisfacción que nos proporciona la posesión sosegada y segura de las verdades que más nos importan, mientras dábamos libertad a nuestros pensamientos para entrar en el vasto océano del ser, como si ese piélago ilimitado fuese la natural e indiscutible posesión de nuestro entendimiento, donde nada estuviese exento de su detección y nada escapase a su comprensión. Así, los hombres extienden sus investigaciones más allá de su capacidad y permiten que sus pensamientos se adentren en aquellas profundidades en las que no encuentran apoyo seguro, y no es extraño que susciten cuestiones y multipliquen las disputas que, no alcanzando jamás solución clara, sólo sirven para prolongar y aumentar sus dudas y para confirmarlos, finalmente, en un perfecto escepticismo. Si, por el contrario, se tuvieran bien en cuenta nuestras capacidades, una vez visto el alcance de nuestro conocimiento y hallado el horizonte que fija los límites entre las partes iluminadas y oscuras de las cosas, el hombre tal vez reconociera su ignorancia en lo primero, y dedicara sus pensamientos y elucubraciones con mas provecho a lo segundo.
Esto fue lo que creí necesario decir respecto a la ocasión de esta investigación sobre el entendimiento humano. Pero, antes de proseguir con lo que a ese propósito he pensado, debo excusarme, desde ahora, con el lector por la frecuente utilización de la palabra "idea" que encontrara en el tratado que va a continuación. Siendo este término el que, en mi opinión, sirve mejor para nombrar lo que es el objeto del entendimiento cuando un hombre piensa, lo he empleado para expresar lo que se entiende por fantasma, noción o especie, o aquello con que se ocupa la mente cuando piensa; y no puedo evitar el uso frecuente de dicho término.
Supongo que se me concederá sin dificultad que existan tales ideas en la mente de los hombres: todos tienen conciencia de ellas en sí mismos, y las palabras y los actos de los hombres muestran satisfactoriamente que están en la mente de los otros. Así pues, nuestra primera investigación será preguntar cómo entran las ideas en la mente.
Es una opinión establecida entre algunos hombres, que en el entendimiento hay ciertos principios innatos; algunas nociones primarias, (poinai ennoiai) , caracteres como impresos en la mente del hombre; que el alma recibe en su primer ser y que trae en el mundo con ella. Para convencer a un lector sin prejuicios de la falsedad de esta suposición, me bastaría como mostrar (como espero hacer en las partes siguientes de este Discurso) de que modo los hombres pueden alcanzar, solamente con el uso de sus facultades naturales, todo el conocimiento que poseen, sin la ayuda de ninguna impresión innata, y pueden llegar a la certeza, sin tales principios o nociones innatos. Porque yo me figuro que se reconocerá que sería impertinente suponer que son innatas las ideas de color, tratándose de una criatura a quien Dios dotó de la vista y del poder de recibir sensaciones, por medio de los ojos, a partir de los objetos externos. Y no menos absurdo sería atribuir algunas verdades a ciertas impresiones de la naturaleza y a ciertos caracteres innatos, cuando podemos observar en nosotros mismos facultades adecuadas para alcanzar tan fácil y seguramente un conocimiento de aquellas verdades como si originariamente hubieran sido impresas en nuestra mente.
Sin embargo, como a un hombre no le es permitido seguir impunemente sus pensamientos propios en busca de la verdad, cuando le conducen, por poco que sea, fuera del camino habitual, expondré las razones que me hicieron dudar de la verdad de aquella opinión para que sirvan de excusa a mi equivocación, si en ella he incurrido, cosas que dejo al juicio de quienes, como yo, están dispuestos a abrazar verdad dondequiera que se halle.
Nada se presupone más comúnmente que el que haya unos ciertos principios seguros, tanto especulativos como prácticos, (pues se habla de ambos), universalmente aceptados por toda la humanidad. De ahí se infiere que deben ser unas impresiones permanenetes que reciben las almas de los hombres en su primer ser, y que las traen al mundo con ellas de un modo tan necesario y real como las propiedades que les son inherentes.
Este argumento, sacado de la aquiescencia universal, tiene en sí este inconveniente: que aunque fuera cierto que de hecho hubiese unas verdades asentidas por toda la humanidad, eso no probaría que eran innatas, mientras haya otro modo de averiguar la forma en que los hombres pudieron llegar a ese acuerdo universal sobre esas cosas que todos aceptan; lo que me parece que puede mostrarse.
Estas dos proposiciones son universalmente asentidas. Pero lo que es peor, este argumento del consenso universal, que se ha utilizado para probar los principios innatos, me parece que es una demostración de que no existen tales principios innatos, porque hay ningún principio al cual toda la humanidad preste un asentimiento universal. Empezaré con los principios especulativos, ejemplificando el argumento en esos celebrados principios de demostración, "toda cosa que es, es y de que es imposible que la misma cosa sea y no sea, que me parece que, entre todos, tendrían el mayor derecho al título de innatos. Disfrutan de una reputación tán sólida de ser principio universal que me parecería extraño, sin lugar a dudas, que alguien los pusiera en entredicho. Sin embargo, me tomo la libertad de afirmar que esas proposiciones andan tan lejos de tener asentimiento universal, que gran parte de la humanidad ni siquiera tiene noción de ellos.
Porque, primero, es evidente que todos los niños no tienen la más mínima aprehensión o pensamiento de aquellas proposiciones, y tal carencia basta para destruir aquel asenso universal, que por fuerza tiene que ser el concomitante necesario de toda verdad innata. Además, me parece caso contradictorio decir que hay verdades impresas en el alma que ella no percibe y no entiende, ya que estar impresas significa que, precisamente, determinadas verdades son percibidas, porque imprimir algo en la mente sin que la mente lo perciba me parece poco inteligible. Si, por supuesto, los niños y los idiotas tienen alma, quiere decir que tienen mentes con dichas impresiones, y será inevitable que las perciban y que necesariamente conozcan y asientan aquellas verdades; pero como eso no sucede, es evidente que no existen tales impresiones. Porque si no son nociones naturalmente impresas, entonces, ¿cómo pueden ser innatas? Y si efectivamente son nociones impresas, ¿cómo pueden ser desconocidas? Decir que una noción está impresa en la mente, y afirma al tiempo que la mente la ignora y que incluso no la advierte, es igual que reducir a la nada esa impresión. No puede decirse de ninguna proposición que está en la mente sin que ésta tenga noticia y sea consciente de aquella. Porque si pudiera afirmarse eso de alguna proposición, entonces por la misma razón, de todas las proposiciones que son ciertas y a las que la mente es capaz de asentir, podría decirse que están en la mente y son impresas. Puesto que si acaso pudiera decirse de alguna que está en la mente, y que ésta todavía no la conoce, tendría que ser sólo porque es capaz de conocerla. Y, desde luego, la mente es capaz de llegar a conocer todas las verdades. Pero, es más de ese modo, podría haber verdades impresas en la mente de las que nunca tuvo ni pudo tener conocimiento; porque un hombre puede vivir mucho y finalmente puede morir en la ignorancia de muchas verdades que su mente hubiera sido capaz de conocer, y de conocerlas con certeza. De tal suerte que si la capacidad de conocer es el argumento en favor de la impresión natural, según eso, todas las verdades que un hombre llegue a conocer han de ser innatas: y esta gran afirmación no pasa de ser un modo impropio de hablar; el cual mientras pretende afirmar lo contrario nada dice diferente de quienes niegan los principios innatos. Porque, creo, jamás nadie negó que la mente sea capaz de conocer varias verdades. La capacidad, dicen, es innata; el conocimiento, adquirido. Pero, ¿con qué fin entonces tanto empeño en favor de ciertos principios innatos? Si las verdades pueden imprimirse en el entendimiento sin ser percibidas, no llego a ver la diferencia que pueda existir entre las verdades que la mente sea capaz de conocer por lo que se refiere a su origen. Forzosamente todas son innatas o todas son adquiridas, y será inútil intentar distinguirlas. Por tanto, quien hable de nociones innatas en el entendimiento, no puede ( si de ese modo significa una cierta clase de verdades ) querer decir que tales nociones sean en el entendimiento de tal manera que el entendimiento no las haya percibido jamás, y de las que sea un ignorante total. Porque si estas palabras: "ser en el entendimiento" tienen algún sentido recto, significan ser entendidas. De tal forma que ser en el entendimiento y no ser entendido; ser en la mente y nunca ser percibido, es tanto como decir que una cosa es y no es en la mente o en el entendimiento. Por tanto, si estas dos proposiciones: cualquier cosa que es, es, y es imposible que la misma cosa sea y no sea, fueran ingresas por la naturaleza, los niños no podrían ignorarlas. Los pequeños y todos los dotados de alma tendrían que poseerlas en el entendimiento, conocerlas como verdaderas, y otorgarles su asentimiento.
Para evitar esta dificultad, se dice generalmente que todos los hombres conocen esas verdades y les dan su asentimiento cuando alcanzan el uso de razón, lo que es suficiente, continúan, para probar que son innatas. A ello se puede contestar.
Porque para aplicar aquella réplica con algún sentido aceptable a nuestro actual propósito tendría que significar alguna de estas dos cosas. O que, tan pronto como los hombres alcanzan el uso de razón, esas supuestas inscripciones innatas llegan a ser conocidas y observadas por ellos; o que el uso y el adiestramiento de la razón de los hombres les ayudan a descubrir esos principios y se los dan a conocer de modo cierto.
Si quieren decir que los hombres pueden descubrir esos principios por el uso de la razón y que eso basta para probar que son innatos, su modo de argumentar se reduce a esto: Que todas las verdades que la razón nos puede descubrir con certeza y a las que nos puede hacer asentir firmemente, serán verdades naturalmente impresas en la mente, puesto que ese asentimiento universal, que según se dice es lo que las particulariza, no pasa de significar esto: Que, por el uso de la razón, somos capaces de llegar a un conocimiento cierto de ellas y aceptarlas; y, según esto, no habrá diferencia alguna entre los principios de la matemática y los teoremas que se deducen de ella. A unos y a otros habría que concederles que son innatos, ya que en ambos casos se trata de descubrimientos hechos por medio de la razón y de verdades que una criatura racional puede llegar a conocer con certeza, con sólo dirigir correctamente sus pensamientos por ese camino.
Pero, ¿cómo esos hombres pueden pensar que el uso de la razón es necesario para descubrir principios que se suponen innatos cuando la razón ( si hemos de creerlos ) no es sino la facultad de deducir verdades desconocidas, partiendo de principios o proposiciones ya conocidas? Ciertamente, no puede pensarse que sea innato lo que la razón requiere para ser descubierto, a no ser, como ya dije, que aceptemos que todas las verdades ciertas que la razón nos enseña son ciertas. Sería lo mismo pensar que el uso de la razón es imprescindible para que nuestros ojos descubran los objetos visibles, como que es preciso el uso de la razón o su ejercicio, para que nuestro entendimiento vea aquello que está originalmente grabado en él, y que no puede estar en el entendimiento antes que él lo perciba. De manera que hacer que la razón descubra esas verdades así impresas es tanto como decir que el uso de la razón le descubre al hombre lo que ya sabia antes; y si los hombres tienen originariamente esas verdades impresas e innatas, con anterioridad al uso de la razón, y sin embargo las desconocen hasta llegar al uso de razón, ello equivale a decir que los hombres las conocen y las desconocen al mismo tiempo.
Quizá se diga aquí que las demostraciones matemáticas, y otras verdades que no son innatas, no gozan de asentimiento cuando nos son propuestas, y que en eso se distinguen de aquellos principios y de otras verdades innatas. Ya llegará el momento en que tenga ocasión de hablar en particular del asentimiento a la primera propuesta. Aquí tan sólo admitiré, y de buen grado, que esos principios son diferentes de las demostraciones matemáticas en esto: que las unas necesitan la razón, utilizando pruebas, para ser aceptadas y para obtener nuestro asentimienro, mientras que los otros tan pronto como se los entiende son aceptados y asentidos sin ningún raciocinio. Pero me permitiré observar que se hace patente aquí la debilidad de un subterfugio que consiste en requerir el uso de la razón para el descubrimiento de esas verdades generales, ya que necesita confesar que en su descubrimiento no se hace uso alguno del raciocinio. Y estimo que quienes se valen de esas respuestas no pueden tener la osadía de afirmar que el conocimiento del principio "es imposible que la misma cosa sea o no sea a la vez", se debe a una deducción de nuestra razón, porque equivaldría a destruir esa liberalidad de la naturaleza que al parecer tanto les place el hacer que el conocimiento de sus principios dependa del esfuerzo de nuestro pensamiento. Desde el momento en que todo razonar es búsqueda y mirada en torno y requiere disposición y dedicación, ¿cómo, entonces, se puede suponer con algún sentido, que lo impreso por la naturaleza para servir de fundamento y guía de nuestra razón, está necesitado del uso de la razón para descubrirlo?
Quienes se tomen el trabajo de reflexionar con un poco de atención acerca de las operaciones del entendimiento, encontraran que la afirmación inmediata que la mente concede a algunas verdades no depende de una inscripción innata, ni del uso de la razón, sino de una facultad de la mente muy distinta a ambas cosas, según veremos más adelante. La razón, por consiguiente, nada tiene que ver en nuestras afirmaciones de esos principios si es que decir que "los hombres los conocen y les conceden asentimiento cuando llega el uso de razón" significa que el uso de razón nos asiste en el conocimiento de esos principios, lo cual es totalmente falso; y si fuera verdad, sólo probaría que no son innatos.
Sí conocer y aceptar esos principios, cuando llegamos al uso de razón, quiere decir que éste es el momento en que la mente los advierte, y tan pronto como los niños llegan al uso de razón alcanzan también a conocerlos y a aceptarlos, esto es asimismo falso y gratuito. En primer lugar es falso porque es evidente que esos principios no están en la mente en una época tan temprana como la del uso de razón y, por tanto, se señala de manera falsa la llegada del uso de razón como el momento en que se descubre. ¿Cuántos ejemplos podríamos citar de uso de la razón en los niños, mucho antes de que tengan conocimiento alguno del principio de que "es imposible" que la misma cosa sea y no sea a la vez? Y gran parte de la gente analfabeta y de los salvajes se pasan muchos años incluso de su edad racional sin jamas pensar en eso, ni en otras proposiciones generales semejantes. Admito que los hombres no llegan al conocimiento de esas verdades generales abstractas, que se suponen innatas, hasta no alcanzar el uso de razón; pero añado que tampoco lo hacen entonces. Esto es así porque, aún después de haber llegado al uso de razón, las ideas generales y abstractas a que se refieren aquellos principios generales, tenidos erróneamente por principios innatos, no están forjadas en la mente, sino que son, por cierto, descubrimientos hechos y axiomas introducidos y traídos a la mente por el mismo camino y por los mismos pasos que otras tantas proposiciones a las que nadie ha sido tan extravagante de suponer innatas. Espero demostrar claramente esto en el curso de esta disertación, Admito, por tanto, la necesidad de que los hombres lleguen al uso de razón antes de alcanzar el conocimiento de esas verdades generales; pero niego que cuando los hombres llegan al uso de razón, sea el momento en que las descubran.
De momento es conveniente observar que decir que los hombres conocen esos principios y que les dan su asentimiento cuando llegan al uso de razón, equivale de hecho y en realidad a esto: que jamás se las conoce ni se las advierte antes del uso de razón, sino que posiblemente pueden ser aceptadas en algún momento posterior de la vida de un hombre; pero, cuándo, es incierto decirlo; y como lo mismo acontece respecto a todas las demás verdades cognoscibles, aquellos principios no gozan, pues, de ningún privilegio ni distinción, por esas características que son conocidas cuando alcanzamos el uso de razón; ni tampoco se prueba por eso que sean innatos sino todo lo contrario.
Pero, en segundo lugar, aun siendo cierto que el momento preciso en el que el hombre alcanza el uso de razón fuera aquel en que se conocen esos principios y se les presta asentimiento, tampoco eso probaría que son innatos. Semejante modo de argumentar es tan frívolo, como falso. Porque, ¿con qué lógica puede sostenerse que cualquier noción esté originariamente impresa por la naturaleza en la mente en su primer estado, sólo porque se la observa primero y se la admite, cuando una facultad de la mente comienza a ejercitarse? Según esto, al llegar al uso de la palabra, si se partiera del supuesto de que ése es el momento en que esos principios reciben nuestro asentimiento ( lo que puede ser tan cierto como supones que ese momento sea el de llegar al uso de razón ), sería una prueba igualmente buena en favor de que son innatas que decir que son innatas porque los hombres les dan su asentimiento cuando alcanzan el uso de razón. Así pues, estoy de acuerdo con esos señores que defienden los principios innatos en que en la mente no hay ningún conocimiento de esos principios generales y de por sí evidentes hasta que no se llega al ejercicio de la razón; pero niego que alcanzar el uso de razón sea el momento preciso en que por primera vez se advierten esos principios y, asimismo, niego que si ése fuera el momento preciso tal circunstancia probase que son innatos. Cuanto puede significarse de manera razonable mediante la proposición de que los hombres dan su asentimiento a esos principios cuando alcanzan el uso de razón", no es sino que la formulación de ideas abstractas y la comprensión de nombres generales son concomitantes a la facultad de razonar y se desarrollan con ella. Por este motivo, los niños no tienen esas ideas generales, ni aprenden los nombres que las designan, hasta que, después de haber ejercitado durante algún tiempo su razón en ideas más familiares y concretas, se les reconoce la capacidad de hablar racionalmente, teniendo en cuenta el modo ordinario de discurrir y de sus actos. Si aquella proposición, de que el hombre asiente esos principios cuando alcanza el uso de razón, puede ser verdadera en algún otro sentido distinto del indicado, quisiera que se me demostrara, o, por lo menos, que se me dijera, cómo ése u otro sentido cualquiera puede probar que se tratan de principios abstractos.
Inicialmente, los sentidos dan entrada a ideas particulares y llenan un receptáculo hasta entonces vacío y la mente, familiarizándose poco a poco con alguna de esas ideas, las aloja en la memoria y les da nombre. Más adelante, la mente la abstrae y paulatinamente aprende el uso de los nombres generales. De este modo, llega a surtirse la mente de ideas y de lenguaje, materiales adecuados para ejercitar su facultad discursiva. Y el uso de la razón aparece a diario más visible, a medida que esos materiales que la ocupan, aumentan. Pero aunque habitualmente la adquisición de ideas generales, el empleo de palabras y el uso de la razón tengan un desarrollo simultáneo, no veo que se pruebe de ningún modo, por eso, que esas ideas son innatas. Admito que el conocimiento de algunas verdades aparecen en la mente en una edad muy temprana; pero de tal manera que se advierte que no son innatas porque si observamos veremos que se trata de ideas no innatas sino adquiridas, ya que se refieren a esas primeras ideas impresas por aquellas cosas externas en las que primero se ocupan los niños, y que se imprimen en sus sentidos más fuertemente.
En las ideas así adquiridas, la mente descubre que algunas concuerdan y que otras difieren, probablemente tan pronto como tiene uso de memoria, tan pronto como es capaz de retener y recibir ideas distintas. Pero, sea en ese momento o no, es seguro que se hace ese descubrimiento mucho antes de alcanzar el uso de la palabra, o de llegar a eso que comúnmente llamamos uso de razón, porque un niño sabe con certeza, antes de poder hablar, la diferencia entre las ideas de lo dulce y lo amargo (es decir, que lo dulce no es amargo), del mismo modo que más tarde, cuando llega a hablar, sabe que el ajenjo y los confíes no son la misma cosa.
Un niño no sabe que tres más cuatro son igual a siete hasta que puede contar hasta siete y posee el nombre y la idea de igualdad, y sólo entonces, cuando se les explican esas palabras, admite aquella proposición o, mejor dicho, percibe su verdad. Pero no es que asienta a ella de buena gana, porque se trate de una verdad innata; ni tampoco que su asentimiento faltase hasta entonces por carecer de uso de razón, sino que la verdad se hace patente tan pronto como ha establecido en su mente las ideas claras y los distintos significados de aquellos nombres. Y es entonces cuando conoce la verdad de esa proposición con el mismo fundamento y con los mismos medios por los que conocía antes que una vara y un cerezo no son la misma cosa, y por lo que también llegara a conocer mas tarde que una misma cosa sea y no sea a la vez, como demostraremos más adelante de manera detallada. De esta forma, mientras más tarde llegue alguien a tener esas ideas generales a las que se refieren estos principios, o a conocer el significado de esos términos generates que las nombran, o a relacionar en su mente las ideas a las que se aluden, más tarde será, asimismo, cuando se llegue a sentir a esos principios cuyos términos, junto con las ideas que nombran, no siendo más innatos que pueden serlo las ideas de gato, o de rueda, tendrán que esperar a que el tiempo y la observación los hayan familiarizado con ellas. Sólo entonces tendrá la capacidad de conocer la verdad de esos principios, al ofrecerse la primera ocasión de relacionar con su mente esas ideas, y observar si concuerdan o difieren, según el modo en que se expresan con aquellas proposiciones. Y a eso se debe, por tanto, que un hombre sepa que dieciocho más diecinueve son igual a treinta y siete, con la misma evidencia con que conoce que uno más dos son igual a tres. Sin embargo, uno mismo no llega a alcanzar lo primero tan pronto como lo segundo, y no porque le falte el uso de razón, sino porque las ideas significadas con las palabras, dieciocho, diecinueve y treinta y siete no se adquieren tan rápidamente como las significadas por los términos uno, dos y tres.
Puesto que la afirmación de que el asentimiento general se concede en el momento en que los hombres llegan al uso de razón no es válida como prueba, ya que no distingue entre las ideas que se suponen innatas y las otras verdades que se adquieren y se aprenden más tarde, los defensores de esta tesis se han empeñado en aducir el argumento del asentimiento universal con respecto a esos principios, afirmando que, tan pronto como se propone y se entiende el significado de los términos propuestos, se les concede general asentimiento, Desde el momento en que todos los hombres, y aún los niños, asienten a esas proposiciones en cuanto las escuchan y comprenden los términos en que están concebidas se configuran que es sufciente para probar que son innatas. Como los hombres, una vez entendidas las palabras nunca dejan de aceptar dichas proposiciones como verdades indudables, quiere deducirse de esto que, realmente, estaban ya alojadas previamente en el. entendimiento, pues que, sin mediar ninguna enseñanza, la mente las reconoce en el momento que se propone, las acepta y jamás las pondrá en duda.
Como réplica a lo anterior, pregunto: ¿es que, acaso, el asentimiento que se concede de inmediato a una proposición cuando se le escucha por vez primera, y cuando se entienden sus términos, puede tenerse por prueba de que se trata de principios innatos? Si no es así, en vano se aduce entonces semejante asentimiento general como prueba de existencia de esos principios; pero si se dice que se trata, en efecto, de una prueba para conocer los principios innatos, será preciso entonces que se admita que son proposiciones innatas todas aquellas a las que generalmente se concede asentimiento en el momento en que se escuchan, con lo que nos encontramos llenos de principios innatos. Porque, según eso, es decir, por el argumento del asentimiento concedido a la primera audición y a la previa comprensión de los términos como motivo para admitir que esos principios son innatos, se tendrá que aceptar también que son innatas ciertas proposiciones relacionadas con los números. De esta forma, el que uno más dos son igual a tres, que dos más dos son igual a cuatro, y un sin fin de proposiciones numéricas semejantes a las que todos asienten en cuanto las escuchan y una vez entendidos sus términos, tendrá lugar entre los axiomas innatos, y no será, tampoco, esta una prerrogativa peculiar de los números y de las proposiciones a ellos referidos; también la filosófica natural y el resto de las ciencias ofrecen proposiciones que, una vez entendidas, se admiten como verdaderas. Que dos cuerpos no pueden ocupar un mismo lugar en el espacio, es una verdad que nadie podrá objetar, lo mismo que el principio de que es imposible que una misma cosa sea y no sea a la vez, que lo blanco no es negro, que un cuadrado no es un círculo, que lo amargo no es dulce. Estas y un millón de proposiciones semejantes, o por lo menos todas aquellas de las que tenemos ideas distintas, son a las que todo hombre sensato tendrá que asentir necesariamente tan pronto como las escuche y comprenda el significado de las palabras que se emplean para expresarlas. Por tanto, si los defensores de las ideas innatas han de atenerse a su propia regla, y mantener el consentimiento que se les otorga al comprenderse los términos empleados la primera vez que se las escucha, para reconocer una idea innata, entonces, tendrán que admitir, no sólo tantas proposiciones innatas como ideas diferentes tenga el hombre, sino también tantas proposiciones cuantas pueda hacer el hombre en las que ideas distintas se nieguen unas por las otras. Porque cada proposición compuesta por dos ideas diferentes en la que una sea negada por la otra, será recibida de forma tan cierta como indudable, cuando se escuche por vez primera y se comprendan los términos, según este principio general: "es imposible que una misma cosa sea o no sea a la vez" o aquella que le sirve de fundamento y, de las dos es la más fácil de entender: "lo que es lo mismo no es diferente", y según esto, será preciso que se tengan como verdades innatas un número infinito de proposiciones, tan sólo de esa clase y sin mencionar las otras. Si se añade a esto que una proposición no puede ser innata a no ser que las ideas que la componen también sean innatas, será necesario suponer que todas las ideas que tenemos de los colores, de los sonidos, de los sabores, de las formas, etc... son innatas; lo cual es totalmente opuesto a la razón y a la experiencia. El asentimiento universal e inmediato que se otorga a la primera audición y al comprenderse sus términos es, lo admito, una prueba de su evidencia; pero esta evidencia que por sí misma pueda tener alguna cosa, no depende de impresiones innatas, sino de algo diferente ( tal como demostraren mas adelante ) que pertenece a ciertas proposiciones, y que nadie ha sido tan extravagante como para comprender que sea innato.
Tampoco puede decirse que esas proposiciones más particulares y que de suyo son evidentes, a las que se concede asentimiento al ser escuchadas, tales que uno más dos son igual a tres, que lo verde no es rojo, etcétera, se reciben como consecuencia de esas otras proposiciones más universales consideradas como principios innatos, porque quien se toma el trabajo de observar que sucede en el entendimiento podrá ver que aquellas proposiciones menos generales y otras parecidas son conocidas con certeza y asentidas firmemente por gente que ignora de manera total los otros principios más generales. Por tanto, puesto que se hallan en la mente con anterioridad a esos ( así llamados ) principios primeros, resulta que no es posible que a ellos se les deba el asenso con que se reciben aquellas proposiciones más particulares cuando se escuchan por vez primera.
Si se objeta que proposiciones como dos y dos es igual a cuatro y que el rojo no es azul, etc., no son principios generales ni son de gran utilidad, contesto que no afecta esto en absoluto al argumento que se pretende sacar del asentimiento universal que se concede a una proposición cuando se escucha por primera vez y una vez que se comprende. Porque, si aceptamos que ésa es la prueba segura de lo innato, toda proporción que reciba el asentimiento general tan pronto como se la escuche y se la entienda tendrá que considerarse como innata, de acuerdo con el principio: "es imposible que una misma cosa sea y no sea a la vez", puesto que a ese respecto son exactamente iguales. En tanto que este último principio es más general, eso sólo hace que esté mas lejos de ser innato; porque las ideas generales y abstractas son más extrañas a nuestra primera compresión que las proposiciones más particulares, de suyo evidente, y, por tanto, se tarda más en que el entendimiento, que esta en desarrollo, las admita y les conceda su asentimiento. Por lo que se refiere a la utilidad de esos principios tan ponderados, se vera, quizá, cuando llegue el momento de considerar esta cuestión con el debido detenimiento, que no es tan grande su utilidad como generalmente se piensa.
Pero todavía falta algo por decir respecto a este asentimiento que se otorga a ciertas proposiciones tan pronto como se escuchan y previa comprensión de los términos que están concedidas. Conviene tomar nota, primero, de lo que en lugar de ser una prueba de que son innatas, lo es más bien de lo contrario, puesto que el argumento supone que pueda haber algunos que entiendan y sepan otras cosas e ignoren aquellos principios hasta que no se proponen, y que es posible no conocer esas verdades mientras no se escuchen de labios de otros. Porque si fueran principios innatos, ¿qué necesidad tendría de ser propuesto para obtener nuestro asentimiento? Porque estando ya en el entendimiento, gracias a una impresión natural y originaria no podrían menos de ser conocidas antes ( suponiendo que tales impresiones existan ). Pues, ¿es que, acaso, el que sean propuestas les imprime en la mente un modo más claro que como fueron impresas por la naturaleza? Si así fuera, la consecuencia sería que un hombre llegaría a conocer mejor que antes esos principios, después de que se los hubieran enseñado. De donde se seguiría que dichos principios podrían hacerse más evidentes por la enseñanza de otros que por la impresión originaria de la naturaleza; y esto se aviene muy mal con la opinión que se tiene de los principios innatos, ya que les resta totalmente la autoridad. En efecto, las hace inadecuadas para servir de fundamento de todo el resto de nuestros conocimientos. No se puede negar que los hombres tienen noticias por primera vez de muchas de esas verdades, de suyo evidentes, cuando les son propuestas; pero es claro que es entonces cuando comienza a conocer una proposición de la que antes no tenía idea, y de la que en adelante ya no dudará; pero no porque sea innata, sino porque la consideración de la naturaleza de las cosas contenida en esas palabras no le permite pensar de otra manera, dondequiera que sea y en el momento que reflexione sobre ellas. Y si todo aquello a lo que damos nuestro asentimiento al escucharlo por primera vez y previa compresión de sus términos ha de pasar por ser un principio innato, entonces toda observación bien fundada como regla general deducida de casos particulares tendrá que ser innata. Sin embargo, lo cierto es que no todos sino sólo los dotados de inteligencias sagaces, hacen semejantes observaciones y logran reducirlas a proposiciones generales no innatas sino recogidas por el trato previo y mediante una reflexión de los casos particulares y sobre ellos. Tales proposiciones, una vez alcanzadas por el sujeto que las observa, no pueden menos que ser asentidas por los hombres no observadores, cuando les son propuestas.
Si acaso se dijese que el entendimiento posee un conocimiento implícito de esos principios, pero no explícito, antes de que se escuchen por primera vez ( tendrán que admitir quienes sostengan que ya están en el entendimiento antes de que se les conozca ), no sería fácil concebir qué quiere significarse con eso de un principio impreso implícitamente en el entendimiento, a no ser que signifique que la mente es capaz de entender y asentir firmemente a tales proposiciones. Pero entonces todas las demostraciones matemáticas, al igual que los primeros principios, tendrán que ser recibidas como impresiones innatas de la mente, lo cual, me temo, no aceptarán quienes sepan que es más fácil demostrar una proposición que asentir a ella, una vez que ha sido demostrada. Y serán muy pocos los matemáticos que estén dispuestos a admitir que todos los diagramas que han dibujado no son sino meras copias de aquellos rasgos innatos que la naturaleza imprime en sus mentes.
Me temo que existe esta otra debilidad en dicho argumento, mediante el que se pretende persuadirnos para que aceptemos como innatos aquellos principios que los hombres admiten en una primera audición, porque son proposiciones a las que conceden su asentimiento sin haberlas aprendido antes, y sin que las acepten por la fuerza de ninguna prueba o demostración, sino gracias a una simple explicación de los términos en que están concebidas. En esto me parece que se oculta una falacia, a saber: que se supone que a los hombres no se les enseña nada y que nada aprenden de nuevo cuando en realidad se les enseña y aprenden algo que ignoraban antes. Porque, en primer lugar, es evidente que han aprendido los términos y su significado, ya que no nacieron con ninguna de esas dos cosas; pero, además, no es ése, en ningún caso, todo el conocimiento que adquieren no nacieron tampoco los hombres con las mismas ideas a que se refiere la proposición, sino que éstas vienen después. Entonces resulta que si en todas las proposiciones que se asienten a la primera audición sus términos, el significado que éstos tienen y las mismas ideas significadas por ellos no son algo nuevo, quisiera saber qué es lo que queda de tales proposiciones que sea innato. Y si alguien sabe de una proposición cuyos términos o cuyas ideas sean innatos, me gustaría mucho que me la indicara. Es de manera gradual como nos hacemos con ideas y nombres, y como aprendemos las conexiones adecuadas que hay entre ellos; después, aprendemos las que existen entre las proposiciones formuladas en los términos cuya significación hemos aprendido, y según se manifieste la conformidad y la inconformidad que percibimos en nuestras ideas cuando las comparamos, asentimos la primera vez que las escuchamos, aunque respecto a otras proposiciones tan ciertas y evidentes en sí, pero que tratan de ideas no captadas tan rápida ni fácilmente, no estamos en actitud de asentir de igual manera. Porque, si es cierto que un niño asentirá con prontitud: una manzana no es el fuego", cuando, por trato familiar, tenga ya impresas en la mente las ideas de esas dos cosas distintas, y haya aprendido que los nombres "manzana" y "fuego" la significan, quizá pasarán algunos años antes de que ese mismo niño conceda su asentimiento a la proposición: "es imposible que una misma cosa sea y no sea a la vez", porque, aun suponiendo que las palabras sean igualmente fáciles de aprender, sin embargo, como su significado es más amplio, más abstracto y menos comprensivo que el de los nombres dados a aquellas cosas sensibles con las que el niño tiene un trato familiar, tendrá que transcurrir más tiempo antes de que pueda aprender el sentido preciso de esos términos abstractos y necesitará, efectivamente, más tiempo para forjar en su mente las ideas generales que dichas palabras significan. Mientras no suceda esto en vano, se encontrará que el niño concede su asentimiento a una proposición de términos tan generales; sin embargo, una vez que haya adquirido esas ideas y haya aprendido sus nombres captará con igual facilidad las dos proposiciones que hemos mencionado, y alcanzará una u otra por la misma razón: porque advierten que las ideas que tienen en su mente estarán o no de acuerdo entre sí según que las palabras que se han empleado para expresarlas se afirmen o nieguen una a las otras en la proposición. Pero si al niño se le presentan proposiciones formuladas en términos que significan ideas que aún no tiene en su mente, no podra asentir a semejantes proposiciones, por mas evidentemente verdaderas o falsas que sean entre sí ni podrá disentir, sino que permanecerá en la ignorancia. Porque, puesto que más haya de ser signos de naestras ideas las palabras tan sólo son unos sonidos, y no podemos menos de asentir a ellas según las ideas que tengamos, pero no más allá. Sin embargo, como el tema de la disertación siguiente es el demostrar los pasos y los caminos por donde el conocimiento llega hasta nuestra mente, cómo y cuáles son los diversos grados de nuestro asentimiento, es suficiente con que aquí lo hayamos tratado como una de las razones que me hicieron dudar de la existencia de los principios innatos.
Para terminar este argumento sobre el asentimiento universal, convengo con los defensores de los principios innatos en que, si son innatos, es necesario que gocen de un asentimiento universal; porque, que una verdad sea innata y, sin embargo, no sea asentida es para mí tan inteligible como que un hombre conozca una verdad y al tiempo la ignore. Pero, en tal caso, por confesión propia de aquellos sus defensores, esos principios no pueden ser innatos, ya que no reciben el asentimiento de quienes no entienden sus términos, ni tampoco de muchos que los entienden, pero que nunca han escuchado ni pensado esas proposiciones, y que, según me parece, constituyen al menos la mitad de la humanidad. Pero, suponiendo que ese número de personas sea mucho menor, bastará para destruir el argumento del asentimiento universal y de esa forma demostrar que dichas proposiciones no son innatas, con que admitamos solamente que los niños son los que las ignoran.