Ensayos fundamentales para entender la vida - Varios Autores - E-Book

Ensayos fundamentales para entender la vida E-Book

Varios autores

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¿Es posible hallar la verdad en medio de la incertidumbre? ¿Hasta dónde puede llevarnos el poder del pensamiento? Los grandes pensadores de la historia se enfrentaron a estas preguntas y dejaron un legado de reflexiones que siguen iluminando el camino. Ensayos fundamentales para entender la vida reúne una selección de textos que atraviesan los siglos para explorar las más profundas inquietudes humanas: la verdad, la moral, la libertad y el sentido de la existencia. Desde las revelaciones de Platón y San Agustín hasta las disecciones racionales de Descartes y Hume, pasando por el imperativo categórico de Kant o las críticas de Nietzsche a la moral y el conocimiento, cada ensayo en este volumen es una invitación a pensar sin ataduras y a cuestionar las certezas cómodas. A través de argumentos provocadores, estos textos ofrecen respuestas —y más preguntas— sobre cómo vivir de manera auténtica en un mundo que rara vez lo es. Más que una simple antología, este libro una herramienta para aquellos que buscan claridad en tiempos de confusión. Porque entender la vida no es resolverla, sino aprender a caminar entre sus sombras.

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Seitenzahl: 450

Veröffentlichungsjahr: 2025

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ENSAYOSFUNDAMENTALESPARA ENTENDERLA VIDA

ENSAYOSFUNDAMENTALESPARA ENTENDERLA VIDA

∙Platón ∙ San Agustín ∙ Michel de Montaigne ∙ René Descartes ∙ David Hume ∙ Immanuel Kant ∙ John Stuart Mill ∙ Charles Darwin ∙ William James ∙ Friedrich Nietzsche

Título original: Ἀπολογία Σωκράτους, Confessiones, De la Moderation, Discours de la méthode, Über Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinne, A Treatise of Human Nature, Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?, Utilitarianism, On the Origin of Species y The Will to Believe.

Primera edición en esta colección: enero del 2025

Platón, San Agustín, Michel de Montaigne,

René Descartes, David Hume,

Immanuel Kant, John Stuart Mill,

Charles Darwin y William James.

© 2025, Sin Fronteras Grupo Editorial

ISBN: 978-628-7735-88-0

Traducción y edición:

Isabela Cantos Vallecilla

Diseño de colección y diagramación:

Paula Andrea Gutiérrez Roldán

Prólogo:

Diego Alejandro Botero Urquijo

Impreso en Colombia, febrero del 2025

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado (impresión, fotocopia, etc.), sin el permiso previo de la editorial.

Sin Fronteras, Grupo Editorial, apoya la protección de copyright.

Diseño ePub:

Hipertexto – Netizen https://hipertexto.com.co/

Contenido

LA URGENCIA DE PENSAR

Prólogo

APOLOGÍA DE SÓCRATES

Platón

CONFESIONES - LIBRO IX

San Agustín

LOS ENSAYOS - CAPÍTULO XXIX: DE LA MODERACIÓN

Michel de Montaigne

DISCURSO DEL MÉTODO

René Descartes

TRATADO DE LA NATURALEZA HUMANA

LIBRO I: SOBRE EL ENTENDIMIENTO

PARTE I: DE LAS IDEAS, SU ORIGEN, SU COMPOSICIÓN, SU CONEXIÓN, SU ABSTRACCIÓN, ETC.

David Hume

¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN?

Immanuel Kant

EL UTILITARISMO - CAPÍTULO II ¿QUÉ ES EL UTILITARISMO?

John Stuart Mill

EL ORIGEN DE LAS ESPECIES - CAPÍTULO XIV: CAPITULACIÓN Y CONCLUSIÓN

Charles Darwin

LA VOLUNTAD DE CREER

William James

SOBRE LA VERDAD Y LA MENTIRA EN EL SENTIDO EXTRAMORAL

Friedrich Nietzsche

Prólogo

LA URGENCIA DE PENSAR

Diego Alejandro Botero Urquijo

La vida en comunidad toma sentido en tanto se desarrolle para garantizar el florecimiento de lo humano, antes que formas de oprimir al otro. Ya Aristóteles nos mostraba que los seres humanos somos políticos por naturaleza, lo que quiere decir que necesariamente debemos coexistir con otros. No obstante, también somos seres trascendentes, ya que desde el ejercicio de la razón y desde la intersubjetividad como base de la vida en comunidad, podemos transformar el entorno y adaptarlo para alcanzar todo aquello que deseamos.

Los enormes desafíos a los que nos enfrentamos hoy por hoy pueden alivianarse con las muchas herramientas que, desde la filosofía, tenemos a mano para enfrentar una realidad cada vez más compleja. La filosofía significa una infraestructura que en ocasiones se encuentra oculta. Gran parte de las ideas fundamentales sobre el mundo, acerca de la ciencia, la moral o la naturaleza de lo humano, tienen como base supuestos filosóficos que pocas veces cuestionamos. En el siglo XX, la filósofa norteamericana Mary Midgley, mostró en su ensayo Philosophical Plumbing aquella metáfora en la que señalaba cómo la filosofía opera en nuestra realidad de la misma forma que una tubería funciona en un segundo plano en una casa para que los individuos pueden habitarla. La filosofía está en la base de la estructura del pensamiento que sostiene nuestras creencias, nuestros valores, y la manera como comprendemos el mundo. Incluso, sin que seamos conscientes de ello, las ideas que tenemos sobre la realidad, la ciencia, la moral o la política están estrechamente relacionados con supuestos filosóficos.

Hoy en día podemos ver lo que Byung-Chul Han denomina una «sociedad del cansancio», caracterizada por el agotamiento y la autoexplotación que, curiosamente, contrasta con el tipo de sociedades del siglo XX, estructuradas desde la disciplina. Las sociedades contemporáneas han transitado desde aquellas sociedades disciplinarias, como las señalaba Michel Foucault, a sociedades con profundas transformaciones sociales, psicológicas y culturales.

Ya no tenemos tantas estructuras disciplinarias externas que condicionan a los sujetos bajo paradigmas preestablecidos, pero sí tenemos sistemas de autoexplotación y autorregulación en donde los sujetos se convierten en sus propios opresores. En la ambivalencia de la vida contemporánea, en gran medida, el enemigo no es externo, no hay un otro malévolo que llegue a oprimirnos, sino que la opresión viene desde dentro del propio sujeto.

Atravesamos momentos en los que la libertad se convierte en una forma de coerción: debes ser libre, pero no porque esa es una condición sine qua non de lo humano, sino porque esa libertad garantiza que puedas rendir al máximo en un sistema que te lleva a la autoexplotación a partir de estándares que hemos convertido en estereotipos que anhelamos porque se han establecido en los imaginarios culturales. Solamente debemos abrir las redes sociales y encontramos miles de horas de video y variedad de contenidos que nos invitan a convertirnos en los emprendedores de nosotros mismos. Estamos obligados a utilizar la vida en todos sus aspectos: el trabajo, la salud, la vida afectiva, el ocio, etc.

Padecer este tipo de positividad tóxica genera sociedades en las que los individuos deben ser felices, productivos y exitosos en cada momento de su vida, lo que deriva en profundas formas de exigencia que llevan a estados de agotamiento mental, emocional y existencial.

Ese agotamiento es una característica de los seres humanos contemporáneos: la sobreinformación y la hiperconectividad nos llevan a una saturación cognitiva. La exigencia de tener una actitud constantemente positiva, optimista y emprendedora termina por acabar con las reservas emocionales de los sujetos. La falta de sentido y la presión por no cumplir los objetivos que se imponen socialmente llevan a los individuos a un vacío interior. Estamos en medio de sociedades que nos agotan con sus formas de hiperactividad social y sus dinámicas de interacción en donde el valor de la persona está medido por su capacidad de producir y de consumir. En medio de un mundo así, los individuos ya no podemos contemplar, estar en silencio y conectar con nuestro yo interior. Normalmente estamos enfrentados a una sobre estimulación constante por medio de esa invasión de pantallas que impide la concentración y la profundización en experiencias propias.

Las formas de aislamiento, depresión y agotamiento emocional; los trastornos de atención y todas las patologías psíquicas que afectan a los sujetos, están estrechamente relacionadas con una sociedad que impone metas de rendimiento exacerbadas bajo presión constante, muchas veces en contextos hostiles. Estamos obsesionados con la homogenización y eliminación de todo aquello que consideramos que no se ajusta a nuestras normas y valores. Hay un rechazo a lo distinto que se manifiesta en múltiples niveles. Promovemos una cultura de la similitud en la que todos debemos pensar de forma similar y actuar según patrones preestablecidos que hemos considerado que son los válidos. Como lo pone de presente Byung-Chul Han, todo aquello que nos parezca extraño o ajeno es una amenaza y debe ser expulsado.

Las sociedades contemporáneas han construido culturas narcisistas en donde los sujetos solo se preocupan por sí mismos y por su imagen, permitiendo la predominancia de la autorreferencialidad. Ya no nos abrimos a otros, sino que nos encerramos en nosotros mismos a partir de una obsesión por el deseo de éxito personal. Hemos perdido el diálogo y generado la falta de interés por aquello que es distinto, consolidando sociedades inmunológicas que solo escuchan sus propias voces.

Esto conlleva a profundos problemas políticos ya que la democracia se basa en el diálogo y el respeto a la diferencia. Su eliminación socava la posibilidad de establecer consensos y llegar a soluciones colectivas. La falta de exposición a lo distinto genera una sociedad cerrada e intolerante, suprimiendo la alteridad y fomentando crisis de identidad, ya que nos resulta difícil definirnos en relación con los demás. En una realidad que se construye desde la intersubjetividad, en donde el individuo aparece precedido por su contexto y la trayectoria de aquellos que lo construyeron, la aversión al otro y la crisis de identidad se convierten en una patología que cada vez más debilita los pilares de la vida en comunidad.

Sin embargo, lo que puede ser un panorama desolador, también se convierte en un desafío que queremos asumir con responsabilidad y empatía. En contextos sociales y políticos a nivel global, donde se radicalizan discursos de odio que generan pánico en muchos sectores de la sociedad, debemos responder desde aquel convencimiento que nos heredó Kant: la posibilidad que tenemos mañana de ser mejores de lo que somos hoy.

Es una batalla difícil, pero en la historia del pensamiento encontramos las herramientas necesarias para salir victoriosos. Por ello, este libro recoge una serie de ensayos de pensadores que han trascendido gracias a las importantes contribuciones que han realizado desde sus reflexiones. Estos textos han sido seleccionados no solo por su valor filosófico, sino también por su capacidad de interpelar al lector moderno en un contexto en el que debemos tomar un momento para pensar lo que somos y lo que seremos.

Cada uno de los textos aquí presentes significa un punto de inflexión en la historia del pensamiento filosófico occidental. Estos trabajos no solo documentan la evolución de la filosofía y la ciencia, sino que también ofrecen herramientas fundamentales para la comprensión de dilemas contemporáneos.

Con esta antología, el lector tendrá un acercamiento amigable y enriquecedor a obras fundamentales. Al recorrer estas páginas, encontrará en cada ensayo un eco de esas preocupaciones que han acompañado el desarrollo del pensamiento filosófico alrededor de lo humano. Desde las reflexiones de San Agustín sobre la naturaleza del tiempo y la fe, hasta las meditaciones cartesianas sobre la duda y la certeza, pasando por las críticas de Nietzsche a los valores morales hegemónicos y la utilidad de las acciones en la vida social según Stuart Mill, estos textos nos ofrecen un diálogo que nos ayuda a afrontar los desafíos actuales de la civilización y la condición humana. Más allá de un ejercicio académico, este libro contribuye a una necesidad urgente para aquellos que están tratando de entender la vida con su complejidad.

Aquí se atraviesa un puente entre el pasado y el presente; entre la tradición y la contemporaneidad. En cada ensayo asistimos a una conversación abierta con pensadores que nos precedieron, a diálogos que no están cerrados sino que se encuentran en constante evolución para que cada lector interrogue, reinterprete y desafíe las ideas aquí presentadas, y así, quizás, encuentre un lente a través del cual pueda observar el mundo para entenderlo de otra manera.

APOLOGÍA DE SÓCRATES

Platón

Platón (427 a. C.-347 a. C.)

Ha sido uno de los filósofos más influyentes de la historia del pensamiento. Discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles, fundó la Academia de Atenas, pionera en la educación filosófica de Occidente. Su pensamiento abarcó la ética, la política, la epistemología y la metafísica, con la teoría de las ideas como eje central. A través de diálogos como La República, El Banquete y La Apología de Sócrates, sentó las bases del pensamiento filosófico que aún hoy inspira el debate sobre la verdad, la justicia y el conocimiento.

¿Qué significa vivir con integridad y buscar la verdad, incluso cuando el precio a pagar es la injusticia contra uno mismo?

—Hombres de Atenas, no sé cómo los habrán afectado aquellos que me acusan. En cuanto a mí, casi me dejo llevar por ellos, pues hablan con mucha persuasión. Y aun así, casi nada de lo que dijeron es verdad. De las muchas mentiras que dijeron, una en particular me sorprendió: que deben ser cuidadosos y no dejarse engañar por un orador tan exitoso como yo; que no sintieran vergüenza de verse desmentidos de inmediato por los hechos. Esto, cuando he demostrado que no soy, para nada, un orador exitoso, me pareció lo más desvergonzado de su parte, a menos que, en efecto, con orador exitoso se refieran a un hombre que dice la verdad.

»Si se refieren a eso, estaría de acuerdo con que soy un orador, pero no a su manera, pues es verdad que, como lo digo yo, nada de lo que dijeron era cierto. Por Zeus, señores, ustedes escucharán toda la verdad, pero no expresada en frases elaboradas ni estilizadas como las de ellos, sino como cosas dichas de repente y expresadas con las primeras palabras que se me vengan a la mente, pues deposito mi confianza en la justicia de lo que digo y no permitiré que alguno de ustedes espere algo más. No sería adecuado a mi edad, como lo sería para un joven, jugar con las palabras cuando me presente ante ustedes.

»Solo una cosa les pido y les ruego, caballeros: si me escuchan defendiéndome con el mismo tipo de lenguaje que acostumbro a usar en el mercado, cerca de las mesas de los banqueros, donde muchos me han oído, así como en otros lugares, no se sorprendan o se perturben por ello. La posición es la siguiente: es mi primera vez en una corte y tengo setenta años. Por lo tanto, no estoy familiarizado con la forma de hablar de este lugar. Justo como si de verdad fuera un extraño, me disculparán si hablo en el dialecto y de la forma con la que crecí. Así pues, creo que mi solicitud es justa: que ustedes no le presten atención a mi forma de hablar (sea mejor o peor), sino que se concentren en si lo que digo es justo o no, pues la excelencia de un juez recae en esto, tal como la de un orador recae en decir la verdad.

»Caballeros, es justo que me defienda de las primeras acusaciones de mentiroso que se hicieron en mi contra y de mis primeros acusadores. Luego me defenderé de las posteriores acusaciones y de los acusadores subsecuentes. Durante años, muchos de ustedes me han acusado y ninguna de sus acusaciones son ciertas. A estas les temo más de lo que les temo a Ánito y a sus amigos, aunque ellos también son formidables. Sin embargo, caballeros, los primeros son más. Se apoderaron de la mayoría de ustedes desde la infancia, los persuadieron y me acusaron de una manera falsa, diciendo que hay un hombre llamado Sócrates, un hombre sabio, estudiante de todas las cosas entre el cielo y la Tierra, que convierte el argumento más débil en el más fuerte. Caballeros, aquellos que riegan ese rumor son mis peligrosos acusadores, pues sus oyentes creen que las personas que estudian esas cosas no creen en los dioses. Además, estos acusadores son numerosos y lo han sido por mucho tiempo. De igual forma, le hablan a personas en edades que los obligan a creerles, algunos siendo niños y adolescentes. Y se ganan su atención por defecto, pues no había defensa.

»Lo que es más absurdo de todo esto es que no se pueden conocer o mencionar los nombres a menos que uno de ellos sea un escritor de comedias. Aquellos que, con malicia y calumnias, los persuadieron y que también, al verse persuadidos ellos mismos, luego persuadieron a otros son los más difíciles de enfrentar. No es posible traer a uno de ellos ante la corte o refutar sus argumentos, pues uno se enfrenta con sombras, y la defensa parece una evaluación cruzada donde nadie responde. También quiero que se den cuenta de que mis acusadores son de dos clases: aquellos que me han acusado recientemente y los antiguos que menciono. Y pensar que debo defenderme primero contra estos últimos, pues ustedes también han escuchado sus acusaciones primero y en una medida mucho mayor que las acusaciones más recientes.

»Muy bien. Sin duda, debo defenderme e intentar arrancarles de la mente, en poco tiempo, la calumnia que ha residido allí durante tanto. Deseo que esto suceda, si de algún modo es mejor para ustedes y para mí, y que mi defensa sea exitosa, pero creo que es muy difícil y soy muy consciente de cuán difícil es. Aun así, que el asunto siga adelante como lo desee el dios, pues debo obedecer la ley y presentar mi defensa.

»Permitámonos retomar el caso desde el comienzo. ¿Cuál es la acusación a raíz de la cual surgió la calumnia en la que Meleto confió cuando escribió los cargos en mi contra? Debo leer, como si fueran mis verdaderos fiscales, la declaración jurada que ellos hubieran hecho. Dice algo así: «Sócrates es culpable de hacer el mal, ya que se ocupa de estudiar las cosas entre el cielo y la Tierra, convierte el argumento más débil en el más fuerte y les enseña estas mismas cosas a otros. Ustedes mismos lo han visto en la comedia de Aristófanes: a un Sócrates caminando por ahí, diciendo que caminaba por los aires y asegurando otras cosas sin sentido sobre temas de los que no sabe nada en absoluto». No hablo con desprecio de ese conocimiento si alguien es sabio en estas cosas (no sea que Meleto presente más cargos en mi contra), pero, caballeros, no tengo ninguna relación con ello, y en cuanto a este punto, convoco a la mayoría de ustedes como testigos. Creo que es correcto que todos los que aquí me han oído hablar, y muchos lo han hecho, pueden decir si alguna vez me han escuchado hablar de esos temas de alguna forma. De esto aprenderán que las otras cosas que se dicen sobre mí son, en su mayoría, más de lo mismo.

»Ninguna de ellas es cierta. Y si han escuchado de alguien que les enseño a las personas y cobro una tarifa por ello, tampoco es verdad. Sin embargo, pienso que está bien poder enseñarles a las personas como lo hace Gorgias de Leontinos, Pródico de Ceos e Hipias de Élide. Cada uno de estos hombres puede ir a cualquier ciudad y persuadir a los jóvenes, quienes pueden relacionarse con cualquier ciudadano de su comunidad sin pagar, a que abandonen la compañía de estos, se unan a ellos, les paguen una tarifa y, además, les den las gracias. En efecto, me enteré de que hay otro hombre sabio que nos visita desde Paros, pues conocí a un hombre que ha gastado más dinero que todos en sofistas: Calias, el hijo de Hipónico. Así que le pregunté (él tiene dos hijos):

»—Calias —dije—, si sus hijos fueran potros o becerros, podríamos encontrar y asegurar un supervisor para ellos, uno que los hiciera sobresalir en sus cualidades adecuadas, algún criador de caballos o granjero. Ahora, como son hombres, ¿a quién tiene en mente para que los supervise? ¿Quién es experto en esto y que sea del tipo humano y social? Creo que ya debe haber pensado en esto por tener hijos. ¿Existe alguien así? ¿O no?

»—Ciertamente existe —contestó.

»—¿Quién es? —pregunté—. ¿Cuál es su nombre? ¿De dónde es? ¿Y cuánto cobra?

»—Su nombre, Sócrates, es Évenus, viene de Paras y cobra cinco minas.

»Pensé que Évenus era un hombre feliz si en realidad poseía este arte y enseñaba por una tarifa tan moderada. Sin duda me sentiría orgulloso y me jactaría si tuviera este conocimiento, pero no lo tengo, caballeros.

»Alguno de ustedes puede interrumpirme y decir:

»—Pero, Sócrates, ¿cuál es su ocupación? ¿De dónde han salido estas calumnias? Seguro si no se ocupara de algo fuera de lo común, todos estos rumores y habladurías no habrían surgido a menos que hiciera algo diferente a la mayoría de las personas. Díganos qué es para que no hablemos con imprudencia sobre usted.

»Cualquiera que diga algo así está en lo cierto e intentaré mostrarles qué causó esta reputación y calumnias. Escuchen. Tal vez algunos de ustedes pensarán que estoy bromeando, pero estén seguros de que todo lo que diré es cierto. Lo que ha causado mi reputación no es nada más que cierto tipo de sabiduría. ¿Qué tipo de sabiduría? Sabiduría humana, tal vez. Puede ser que en realidad posea esto y que aquellos a quienes mencioné hace un momento sean sabios y posean una sabiduría que vaya más allá de lo humano. De lo contrario, no puedo explicarla porque con certeza no la poseo, y quien diga que la tengo está mintiendo y hablando para calumniarme. Caballeros, no se alteren incluso si creen que estoy alardeando, pues la historia que les contaré no se origina conmigo, sino que los referiré a una fuente confiable. Invoco al dios de Delfos como testigo de la existencia y naturaleza de mi sabiduría si es que la tengo. Ustedes conocer a Querofonte. Él era mi amigo de la juventud, así como amigo de la mayoría de ustedes, pues compartió su exilio y regreso. Seguramente saben la clase de hombre que fue, cuán impulsivo era ante cualquier vía de acción. Una vez fue a Delfos y se atrevió a preguntarle al oráculo (como dije, caballeros, por favor no se alteren) si existía algún hombre más sabio que yo y la Pitia respondió que no había nadie más sabio. Querofonte está muerto, pero su hermano será testigo de esto.

»Consideren que les estoy contando esto para informarles sobre el origen de las calumnias. Cuando escuché esta respuesta, me pregunté a mí mismo: «¿qué querrá decir el dios? ¿Cuál es su acertijo? Soy muy consciente de que no soy del todo sabio, entonces, ¿qué quiere decir cuando asegura que soy el más sabio? Porque con certeza no está mintiendo; no es legítimo que él lo haga». Durante mucho tiempo, me sentí perdido con respecto al significado de eso y luego, de mala gana, empecé a investigar. Acudí a uno de esos reputados sabios pensando que allí podría refutar al oráculo y decirle: «este hombre es más sabio que yo, pero usted dijo que yo lo era». Luego, cuando evalué a este hombre (no es necesario que les diga su nombre; era uno de nuestros hombres públicos), mi experiencia fue algo así: pensé que parecía sabio para muchas personas y en especial para sí mismo, pero no lo era. Luego traté de mostrarle que se creía sabio, pero que no lo era. Como resultado, empecé a no agradarle, así como a muchos de sus seguidores. Entonces me retiré y pensé: «soy más sabio que este hombre. Es probable que ninguno de los dos sepa algo útil, pero él piensa que sabe algo cuando no es así; en cambio, cuando yo no sé, tampoco pienso que lo sé. Así que es más probable que yo sea más sabio que él por esa pequeñez: que no pienso que sé cuando no sé». Después de esto, me acerqué a otro hombre, uno de los que se creía que era más sabio que yo y pensé lo mismo, así que terminé por no agradarle a ninguno de los dos y a muchos otros.

»Después de eso, procedí sistemáticamente. Me di cuenta, para desgracia y alarma mía, que me estaba volviendo impopular, pero pensé que debía darle la mayor importancia al oráculo del dios, así que debía acudir a todos aquellos que tenían alguna reputación de sabiduría para examinar su significado. Y por el dios, caballeros del jurado, pues debo decirles la verdad, experimenté algo así: en mi investigación al servicio del dios, descubrí que aquellos con la más alta reputación eran casi los más deficientes, mientras que aquellos que se pensaba que eran inferiores eran más conocedores. Debo contarles sobre mis viajes como si fueran trabajos que emprendí para demostrar que el oráculo es irrefutable. Después de los políticos, acudí a los poetas, los escritores de tragedias y comedias y a los demás, siempre con la intención de demostrar que yo mismo era más ignorante que ellos. Así que tomé aquellos poemas con los cuales parecían tener más problemas y les pregunté qué significaban para poder aprender algo de ellos al mismo tiempo. Me da vergüenza decirles la verdad, caballeros, pero debo hacerlo. Casi todos sus seguidores pudieron explicar los poemas mejor de lo que lo hicieron sus autores. Pronto me di cuenta de que los poetas no componen sus poemas con conocimiento, sino con algún talento innato e inspiración, como videntes y profetas que dicen muchas cosas elegantes sin entender nada de lo que dicen. Me parecía que los poetas habían tenido una experiencia similar. Al mismo tiempo, me di cuenta de que, por su poesía, pensaban en sí mismos como hombres muy sabios en otros campos, y no lo eran. Entonces me retiré de nuevo, pensando que tenía la misma ventaja sobre ellos que la que tuve sobre los políticos.

»Al final, acudí a los artesanos, pues era consciente de no saber prácticamente nada, y sabía que me iba a dar cuenta de que ellos tenían conocimientos de muchas cosas valiosas. En esto no me equivocaba: ellos sabían cosas que yo no y, en ese sentido, eran más sabios que yo. Pero, caballeros del jurado, me pareció que los buenos artesanos tenían el mismo defecto que los poetas. Cada uno de ellos, gracias al éxito de su trabajo, creía ser muy sabio en otras cosas más importantes, y este error eclipsaba la sabiduría que ya tenía, así que me pregunté, en nombre del oráculo, si prefería ser como soy, careciendo de la sabiduría de ellos, pero sin tener la ignorancia. La respuesta que me di, así como la del oráculo, fue que era ventajoso ser como soy.

»Caballeros del jurado, como resultado de esta investigación, me volví muy impopular, y es una impopularidad con la cual es difícil lidiar porque es una carga pesada. Muchas calumnias provinieron de estas personas y también me confirieron la reputación de sabio, pues en cada caso los seguidores pensaron que yo poseía la sabiduría que probé que mi interlocutor no tenía. Caballeros, lo que es probable es que, en realidad, el dios es sabio y su respuesta oracular significa que la sabiduría humana vale poco o nada, y que cuando menciona a este hombre, Sócrates, usa mi nombre de ejemplo, como si dijera: «este hombre entre ustedes, mortales, es el más sabio, pues, como Sócrates, comprende que su sabiduría no vale nada». Incluso ahora continúo esta investigación, como el dios me lo ordenó, y voy por ahí buscando a alguien, ciudadano o forastero, que crea que es sabio. Luego, si pienso que no lo es, vengo a pedirle asistencia al dios y le demuestro que no es sabio. Por este trabajo es que no tengo el placer de verme involucrado en asuntos públicos de ningún tipo, así como tampoco para ocuparme de los míos, pero vivo en la pobreza por mi servicio al dios.

»Además, los jóvenes que me siguen por voluntad propia, aquellos que gozan de más tiempo libre, los hijos de los más ricos, disfrutan al oír a la gente siendo interrogada. A menudo me imitan y tratan de cuestionar a otros. Creo que encuentran a muchos hombres que creen tener algo de conocimiento, pero que saben poco o nada. El resultado es que aquellos a quienes cuestionan se enojan, y no con ellos mismos, sino conmigo. Dicen: «ese hombre, Sócrates, es un tipo pestilente que corrompe a los jóvenes». Si uno les pregunta qué es lo que hace o qué les enseña para corromperlos, se quedan en silencio, pues no lo saben, pero, para no parecer perdidos, mencionan las acusaciones que les aplican a todos los filósofos sobre «las cosas entre el cielo y la Tierra», sobre «no creer en los dioses» y sobre «hacer que el argumento más débil parezca el más fuerte». Estoy seguro de que no querrían decir la verdad y que se ha demostrado que pretenden tener conocimiento cuando en realidad no saben nada. Estas personas son ambiciosas, violentas y numerosas. Están, continuamente y de una manera convincente, hablando de mí. Han estado llenándoles los oídos durante mucho tiempo con calumnias vehementes en mi contra. A partir de ellos, Meleto me atacó, junto con Ánito y Licón. Meleto estaba irritado en nombre de los poetas, Ánito en nombre de los artesanos y los políticos y Licón en nombre de los oradores, de modo que, como dije al principio, me sorprendería si pudiera librarme de tanta calumnia en tan poco tiempo. Esa, caballeros del jurado, es la verdad. No les he ocultado ni disfrazado nada. Sé muy bien que esta conducta es la que me hace impopular y que esas son las causas. Si investigan este tema ahora o luego, esto es lo que encontrarán.

»Que esto sea suficiente como defensa contra las acusaciones de mis primeros acusadores. Después de esto, intentaré defenderme de Meleto, ese hombre bueno y patriótico, según él mismo lo asegura, y de mis acusadores más recientes. Como se trata de un grupo diferente de acusadores, volvamos a examinar su declaración jurada. Dice algo así: «Sócrates es culpable de corromper a los jóvenes y de no creer en los dioses en los que cree la ciudad, sino en otras entidades espirituales nuevas». Tal es su acusación. Examinémosla punto por punto.

»Él dice que soy culpable de corromper a los jóvenes, pero yo digo que Meleto es culpable de lidiar frívolamente con asuntos serios, de traer a personas ante la corte de una forma irresponsable y de profesar que está muy preocupado por cosas que nunca le han importado, y trataré de probar que es así.

»Venga aquí y dígamelo, Meleto. Seguro considera de gran importancia que nuestros jóvenes sean lo más buenos posibles.

—Así es.

—Entonces, dígale al jurado quién los hace mejores. Es obvio que lo sabe debido a su preocupación. Dice haber descubierto a aquel que los corrompe, supuestamente yo, y me trae aquí y me acusa ante el jurado. Venga, informe al jurado y dígales quién es. Verá, Meleto, que se quedará en silencio y no sabrá qué decir. ¿No le parece humillante esto? ¿No cree que es prueba suficiente de lo que digo? ¿Que en realidad no le importa nada de esto? Dígame, mi buen señor, ¿quién hace mejores a nuestros jóvenes?

—Las leyes.

—Eso no es lo que estoy preguntando, sino, para empezar, ¿qué persona tiene el conocimiento de las leyes?

—El jurado, Sócrates.

—¿A qué se refiere, Meleto? ¿Ellos son capaces de educar a los jóvenes y hacerlos mejores?

—Con certeza.

—¿Todos ellos? ¿O algunos sí y otros no?

—Todos ellos.

—Por Hera, muy bien. Ha mencionado una abundancia de benefactores. Pero ¿qué hay de la audiencia? ¿Hacen mejores a los jóvenes o no?

—También.

—¿Y los miembros del Concejo?

—Los concejales también.

—Pero, Meleto, ¿y la asamblea? ¿Los miembros de la asamblea corrompen a los jóvenes o todos los hacen mejores?

—Los hacen mejores.

—Parece que todos los atenienses convierten en buenos hombres a los jóvenes, excepto yo. Solo yo los corrompo. ¿A eso se refiere?

—A eso es exactamente a lo que me refiero.

—Me condena a una gran desgracia. Dígame, ¿cree que esto también les aplica a los caballos? ¿Que todos los hombres los hacen mejores y solo uno los corrompe? ¿O acaso es todo lo contrario? ¿Que un individuo es capaz de mejorarlos o que solo muy pocos son capaces, es decir, los criadores de caballos, mientras que la mayoría, si tienen caballos y los usan los corrompen? ¿No es ese el caso, Meleto, tanto con los caballos como con otros animales? Por supuesto que lo es, ya sea que Ánito y usted lo digan o no. Sería una situación muy feliz si solo una persona corrompiera a nuestra juventud y los demás la mejoraran.

»Ha sido muy obvio, Meleto, que nunca le ha preocupado nuestra juventud. Muestra su indiferencia con claridad, así como que ni siquiera ha pensado en los temas por los cuales me trae a juicio.

»Y, por Zeus, Meleto, díganos si es mejor para un hombre vivir entre los ciudadanos buenos o los malvados. Responda, mi buen hombre, pues no le estoy haciendo una pregunta difícil. ¿Los malvados no les hacen algo de daño a quienes están siempre más cerca de ellos, mientras que las personas buenas los benefician?

—Ciertamente.

—¿Y existe algún hombre que prefiera ser dañado por sus asociados que beneficiarse de ellos? Responda, mi buen señor, pues la ley lo obliga a hablar. ¿Existe algún hombre que quiera que le hagan daño?

—Por supuesto que no.

—Ahora, dígame, ¿me acusa aquí de corromper a los jóvenes y empeorarlos a propósito o de manera involuntaria?

—A propósito.

—¿Qué sigue, Meleto? ¿Es usted tan sabio a su edad, más de lo que yo lo soy a la mía, que entiende que las personas malvadas siempre les hacen algún daño a quienes están más cerca de ellas, mientras que las personas buenas las benefician, pero que yo he llegado a tal grado de ignorancia que no me doy cuenta de esto, es decir, que si hago que uno de mis asociados se vuelva malvado, corro el riesgo de que me haga daño y, aun así, cometo un mal tan grande y a propósito, como usted lo dice? No le creo, Meleto, y no creo que nadie más lo haga. O yo no corrompo a los jóvenes o, si lo hago, no es con intención, y usted, en cualquier caso, está mintiendo. Ahora, si los corrompo sin la intención de hacerlo, la ley no dicta que se deba traer a las personas a la corte por esa mala acción inintencionada, sino que se debe hablar con ellas en privado, instruirlas y exhortarlas. Porque está claro que si aprendo mejor, dejaré de hacer lo que estaba haciendo sin intención. Sin embargo, usted ha evitado mi compañía y no quería instruirme, sino que me trae aquí, donde la ley requiere traer a aquellos que necesitan un castigo, no ser instruidos.

»Así, caballeros del jurado, lo que he dicho es verdad. A Meleto nunca le han importado estos asuntos. Sin embargo, díganos, Meleto, ¿cómo dice que estoy corrompiendo a los jóvenes? ¿O es obvio por su declaración que es porque les enseño a no creer en los dioses, en los cuales la ciudad cree, sino en nuevas entidades espirituales? ¿No es eso lo que dice que enseño y así los corrompo?

—Eso es exactamente lo que estoy diciendo.

—Entonces, Meleto, por los mismísimos dioses de los que estamos hablando, aclárenos esto a mí y al jurado. No puedo estar seguro de si quiere decir que enseño la creencia de que existen algunos dioses (y, por lo tanto, yo mismo creo en los dioses y no soy del todo un ateo ni soy culpable de eso), pero no la creencia de los dioses en los que cree la ciudad, sino en otros. Y que esta es la acusación contra mí: que enseño sobre otros. ¿O quiere decir que no creo para nada en los dioses y que eso es lo que les enseño a los demás?

—Eso es lo que digo, que usted no cree en absoluto en los dioses.

—Es un tipo extraño, Meleto. ¿Por qué dice eso? ¿No creo en el sol y la luna como otros hombres lo hacen?

—No, por Zeus, señores del jurado, pues él dice que el sol es piedra y que la luna está hecha de tierra.

—Mi querido Meleto, ¿usted cree que está juzgando a Anaxágoras? ¿Tiene usted tan poco respeto por el jurado y los considera tan ignorantes de las letras como para pensar que no saben que los libros de Anaxágoras de Clazómenas están llenos de esas teorías? Y, además, ¿cree que los jóvenes aprenden de mí lo que pueden comprar de vez en cuando por una dracma, como máximo, en las librerías y que se burlarían de Sócrates si pretendieran que esas teorías son suyas, en especial siendo tan absurdas? Por Zeus, ¿es eso lo que piensa de mí, Meleto, que no creo que exista ningún dios?

—Eso es lo que digo, que no cree en lo absoluto en los dioses.

—Meleto, ni usted mismo cree en lo que dice. Caballeros del jurado, el hombre me parece muy insolente y descontrolado. Parece haber hecho esta declaración por su insolencia, violencia y celo juvenil. Es como alguien que ha escrito una adivinanza y está tratando de descifrarla. «¿Se dará cuenta el sabio de Sócrates que estoy bromeando y contradiciéndome o debo engañarlo a él y a otros?». Creo que se contradice en la declaración jurada, como si dijera: «Sócrates es culpable de no creer en los dioses, pero cree en los dioses». Y ¡seguramente eso es parte de la broma!

»Caballeros, examinen conmigo cómo parece que él se está contradiciendo a sí mismo y usted, Meleto, respóndanos. Recuerden, caballeros, lo que les pedí cuando comenzamos: no crear una revuelta si procedía como usualmente lo hago.

»Meleto, ¿existe algún hombre que crea en las actividades humanas que no crea en los humanos? Hagan que responda, pero sin crear un disturbio una y otra vez. ¿Existe algún hombre que no crea en los caballos, pero sí en las actividades de los jinetes? ¿O en conciertos de flauta, pero no en flautistas? No, mi buen señor, ningún hombre podría. Si no está dispuesto a responder, se los diré a usted y al jurado. Sin embargo, responda la siguiente pregunta. ¿Existe algún hombre que crea en actividades espirituales, pero que no crea en espíritus?

—Ninguno.

—Gracias por responder, aunque a regañadientes, cuando el jurado lo obligó. Ahora bien, usted dice que creo en cosas espirituales y enseño sobre eso, ya sea nuevo o antiguo, pero de cualquier forma son cosas espirituales, según lo que usted dice y lo que ha jurado en su declaración. Pero si creo en cosas espirituales, es inevitable que crea en espíritus. ¿No es así? Así es. Debo asumir que está de acuerdo, pues no responde. ¿No creemos que los espíritus son dioses o hijos de dioses? ¿Sí o no?

—Por supuesto.

—Entonces, dado que creo en los espíritus, como usted admite, si los espíritus son dioses, esto es a lo que me refiero cuando digo que usted habla en acertijos y bromeando, ya que afirma que no creo en los dioses y luego dice que sí, puesto que creo en los espíritus. Si, por el otro lado, los espíritus son hijos de los dioses, hijos bastardos de los dioses con ninfas o alguna otra madre, como se dice que son, ¿qué hombre creería en los hijos de los dioses, pero no en los dioses? Eso sería tan absurdo como creer en la existencia de las crías de caballos y los asnos, es decir, las mulas, pero no creer en la existencia de los caballos y los asnos. Meleto, usted debió haber hecho esta declaración para probarnos o porque realmente no encontraba ningún mal por el cual acusarme. No hay manera de que usted pueda persuadir a alguien con un poco de inteligencia de que es posible que una misma persona crea en cosas espirituales, pero no en cosas divinas, y luego que esa misma persona no crea ni en espíritus, ni en dioses, ni en héroes.

»Caballeros del jurado, no creo que se requiera una defensa prolongada para probar que no soy culpable de los cargos en la declaración de Meleto, pero esto es suficiente. Por otro lado, saben que lo que dije antes es verdad: que soy bastante impopular para muchas personas. Esto ha destruido a muchos otros hombre buenos y creo que seguirá haciéndolo. No hay peligro de que se detenga conmigo.

»Algunos podrían decir: «Sócrates, ¿no se siente apenado por haber seguido esa clase de ocupación que lo ha llevado a estar en peligro de muerte?». Sin embargo, seré correcto al responder: «está equivocado, señor, si piensa que un hombre que es bueno tomará en cuenta el riesgo de la vida o la muerte. Debe tener en cuenta solo sus acciones: si lo que hace es bueno o malo, si está actuando como un hombre bueno o malo». Según su opinión, todos los héroes que murieron en Troya eran personas inferiores, en especial el hijo de Tetis, quien despreciaba tanto el peligro en comparación con la deshonra. Cuando estaba ansioso por matar a Héctor, su madre diosa le advirtió, según creo, con palabras como estas: «hijo mío, si vengas la muerte de tu camarada Patroclo y matas a Héctor, morirás, pues tu muerte le seguirá de inmediato a la de Héctor». Al oír esto, despreció la muerte y el peligro y tuvo mucho más miedo de vivir como un cobarde que no vengaba a sus amigos. «Déjame morir de una vez», dijo, «cuando le haya dado al malhechor lo que se merece, en lugar de permanecer aquí, siendo motivo de burla junto a las naves… una carga para la Tierra». ¿Creen que le importó la muerte o el peligro?

»Esta es la verdad del asunto, caballeros del jurado. Ya sea que un hombre haya tomado una posición que cree que es la mejor o si lo puso allí su comandante, creo que debe permanecer ahí y enfrentar el peligro sin pensar en la muerte o en nada más en vez de la deshonra. Hubiera sido una forma terrible de comportarse, caballeros del jurado, si en Potidea, Anfípolis y Delio yo hubiera permanecido en mi puesto, como cualquier otro, arriesgando mi vida donde aquellos a quienes ustedes eligieron para comandar me habían ordenado estar. Y luego, cuando el dios me ordenó, según pensaba y creía, vivir «la vida de un filósofo, examinándome a mí mismo y a los demás», hubiera abandonado mi puesto por miedo a la muerte o a cualquier otra cosa. Eso hubiera sido algo terrible. Bajo esa circunstancia, sí habrían podido traerme con justicia aquí, por no creer en los dioses, desobedeciéndole al oráculo, temiéndole a la muerte y pensando que era sabio cuando no era así. Caballeros, temerle a la muerte no es más que creer ser sabio y no serlo, creer saber algo cuando no es así. Nadie sabe si la muerte no es la mayor de las bendiciones para el hombre, pero los hombres le temen como si supieran que es el mayor de los males. Y seguramente la ignorancia más censurable es creer que uno sabe lo que no sabe. Señores, es tal vez en este punto, y con respecto a esto, que difiero de la mayoría de los hombres, y si declaro que soy más sabio que nadie ni nada, sería en esto: que no tengo conocimientos adecuados de las cosas en el inframundo, así que no creo tenerlos. Sin embargo, sé que es malvado y vergonzoso hacer el mal y desobedecer a los superiores, sean dioses u hombres. Nunca temeré o evitaré aquello que no conozco sin importar si tal vez no sean cosas buenas en lugar de cosas que sé que son malas. Incluso si me absuelven ahora y no le creyeran a Ánito, quien les dijo que no debieron traerme aquí… o que ahora que estoy aquí no pueden evitar ejecutarme, pues si me absuelven sus hijos practicarían las enseñanzas de Sócrates y quedarían corruptos del todo. Si me dijeran con respecto a eso «Sócrates, ahora no le creemos a Ánito. Lo absolvemos, pero con la única condición de que no le dedicará más tiempo a esta investigación y no practicará la filosofía, y si lo atrapamos haciendo esto, morirá». Si, como lo digo, me absolvieran bajo esos términos, les diría: «Caballeros del jurado, les estoy agradecido y soy su amigo, pero le obedeceré al dios antes que a ustedes, y mientras tenga aliento y sea capaz, no dejaré de practicar la filosofía, de exhortarlos y, a mi manera habitual, señalarle a cualquiera de ustedes con quien me encuentre y decirle: “buen señor, usted es ateniense, ciudadano de la ciudad más grande, con la mayor reputación tanto por su sabiduría como por su poder, ¿no siente pena de su afán por poseer tanta riqueza, reputación y honores como sea posible, mientras que no se preocupa ni reflexiona sobre la sabiduría, la verdad o el mejor estado posible de su alma?”». Luego, si alguno de ustedes discute esto y dice que sí le importa, no lo dejaré ir de inmediato ni lo abandonaré, sino que lo cuestionaré, lo examinaré y lo evaluaré. Y si no pienso que tenga la bondad que dice tener, se lo reprocharé porque le da poca importancia a las cosas más importantes y gran importancia a las inferiores. Trataré de esta forma a cualquiera que conozca, joven y viejo, ciudadano y forastero, y más aún a los ciudadanos porque son más queridos para mí. Tengan por seguro que esto es lo que el dios me ha ordenado hacer, pues estoy convencido de que no hay bendición más grande para la ciudad que mi servicio al dios. Mi labor consiste únicamente en persuadir, tanto a los jóvenes como a los ancianos, de que no deben preocuparse por su cuerpo ni por sus riquezas con mayor preferencia o intensidad que por alcanzar el mejor estado posible de su alma. Como les digo: «la riqueza no trae consigo excelencia; al contrario, la excelencia genera riqueza y todo lo bueno para el hombre, tanto de forma individual como colectiva».

»Ahora, si diciendo esto corrompo a los jóvenes, este consejo debe ser dañino, pero si alguien dice que doy consejos diferentes, es pura habladuría. Caballeros del jurado, en este punto, les diría: «ya sea que le crean a Ánito o no, ya sea que me absuelvan o no, háganlo entendiendo que esta es mi forma de actuar incluso si estoy de cara a la muerte muchas veces». No creen un disturbio, caballeros, pero les pido que cumplan con mi solicitud de no llorar con lo que digo, sino escuchar, pues creo que será ventajoso para ustedes escuchar, y estoy a punto de decir otras cosas por las cuales pueden, tal vez, llorar. Por favor, hagan lo siguiente: tengan por seguro que, si matan al tipo de hombre que digo ser, no me harán más daño a mí que a ustedes. Ni Meleto ni Ánito pueden hacerme daño de ninguna forma. No podrían hacerme daño, pues no creo que esté permitido que un hombre mejor sea dañado por uno peor. Ciertamente podrían matarme, o tal vez desterrarme o despojarme de mis derechos, lo cual puede que ellos y otros crean que es un gran daño, pero no lo creo. Me parece que Meleto se está haciendo un mayor daño a él mismo haciendo lo que está haciendo ahora, intentando que ejecuten a un hombre de forma injusta. Así es, señores del jurado, ahora estoy lejos de defenderme a mí mismo, como podría pensarse, sino a ustedes para prevenir que actúen mal al maltratar el regalo del dios si deciden condenarme. Pues si me asesinan, no les será fácil encontrar a otro como yo. El dios me asignó a esta ciudad (aunque parezca algo ridículo decirlo) como si fuera un caballo grande y noble que, debido a su tamaño, se muestra algo perezoso y necesita que lo estimule un tipo de tábano. Creo que el dios me ha ubicado en la ciudad para cumplir con una función semejante. Nunca dejo de despertarlos a cada uno de ustedes, de persuadirlos y reprenderlos todo el día y en cualquier lugar donde me encuentre en su compañía.

»No encontrarán a otro hombre así con facilidad entre ustedes, señores, y si me creen, me absolverán. Podrían molestarse conmigo, como suele ocurrir cuando despiertan a alguien de un sueño profundo, y arremeter contra mí. Si se dejan convencer por Ánito, podrían matarme con facilidad y entonces podrían seguir durmiendo el resto de sus días, a menos que el dios, en su preocupación por ustedes, les envíe a alguien más. Se podrán dar cuenta de que soy el tipo de persona que es un regalo del dios para la ciudad gracias al hecho de que no parece ser propio de la naturaleza humana que yo haya descuidado todos mis asuntos y haya tolerado esta negligencia por tantos años mientras me preocupaba por ustedes, acercándome a cada uno como un padre o un hermano mayor para convencerlos de cuidar su virtud (areté). Ahora, si obtuviera algún beneficio de esto, cobrando una tarifa por mis consejos, todo tendría algo de sentido, pero ustedes mismos pueden ver que, a pesar de sus acusaciones descaradas, mis acusadores no han podido, con toda su desfachatez, presentar ni a un solo testigo que afirme que alguna vez he recibido un cobro o que haya pedido uno. Por mi parte, tengo un testigo convincente de que digo la verdad: mi pobreza.

»Puede parecer extraño que, mientras voy por ahí y doy estos consejos de forma privada, interfiriendo con los asuntos privados, no me aventuro a ir a la asamblea y aconsejar a la ciudad desde allí. Me han escuchado decir mis razones para esto en muchos lugares. Tengo una señal divina o espiritual que Meleto ha ridiculizado en su declaración. Esto empezó cuando era un niño. Es una voz, y cuando habla, me desvía de algo que estoy a punto de hacer, pero nunca me anima a hacer nada. Esto es lo que ha evitado que tome partido en eventos públicos, y creo que es correcto prevenir eso. Tengan por seguro, señores del jurado, que si hace mucho hubiera intentado participar de la política, hubiera muerto hace rato y ni ustedes ni yo nos hubiéramos beneficiado. No se enojen conmigo por hablar con la verdad. Ningún hombre sobrevivirá si se opone a ustedes o a cualquier otro público, previniendo la ocurrencia de muchas injusticias e ilegalidades en la ciudad. Un hombre que de verdad luche por la justicia debe llevar una vida privada, no pública, si quiere sobrevivir al menos un tiempo corto.

»Les daré excelentes pruebas de esto, no con palabras, sino con algo que estiman: hechos. Escuchen lo que me pasó para que sepan que no cederé ante ningún hombre en contra de lo que es justo por miedo a la muerte, incluso si tuviera que morir de inmediato por no ceder. Las cosas que les diré son comunes y corrientes de las cortes penales, pero son verdad. Nunca he tenido otra oficina en la ciudad, pero serví como miembro del Concejo, y Antiochis presidía nuestra tribu cuando quisieron juzgar como si fueran un pelotón a diez generales que no pudieron recoger a ningún sobreviviente de la batalla naval. Esto era ilegal, como todos lo reconocieron después. Fui el único miembro del comité que estaba presidiendo que se opuso a que hicieran algo contrario a las leyes, de modo que voté en su contra. Los oradores estuvieron listos para enjuiciarme y llevarme, y sus gritos solo los animaban más, pero pensé que debía correr cualquier riesgo del lado de la ley y la justicia en vez de unirme a ustedes, por temor a la cárcel o a morir, cuando ustedes estaban empeñados en una causa injusta.

»Esto pasó cuando la ciudad aún era una democracia. Cuando se estableció la oligarquía, los Treinta me convocaron a la asamblea, junto con otros cuatro, y nos ordenaron traer a León de Salamina para poder ejecutarlo. Les daban muchas órdenes a muchas personas para poder implicar a la mayor cantidad posible en su culpa. Entonces mostré de nuevo, no con palabras, sino con acciones, que si no fuera tan vulgar decirlo, la muerte no es algo que me importe en lo más mínimo y que toda mi preocupación recae en no hacer nada injusto o impío. A pesar de lo poderoso que era ese gobierno, no me asustaron lo suficiente como para hacer algo incorrecto. Cuando nos fuimos de la asamblea, los otros cuatro se fueron a Salamina y trajeron a León, pero yo me fui a casa. Pudieron haberme matado por esto si no fuera porque el gobierno cayó poco después. Muchos podrán atestiguar estos eventos.

»¿Creen que habría sobrevivido todos estos años si me hubiera involucrado en asuntos públicos y, actuando como un buen hombre lo haría, no viniera a ayudar a la justicia y considerara esto como lo más importante? En absoluto, señores del jurado, y tampoco lo haría ningún otro hombre. A lo largo de mi vida, en cualquier actividad pública en la cual me pude haber involucrado, he sido el mismo hombre que soy en mi vida privada. Nunca he llegado a un acuerdo con nadie para actuar de forma injusta, ni siquiera contra alguno de aquellos que, de manera calumniosa, dicen que son mis alumnos. Nunca he sido el maestro de nadie. Si alguien, sea joven o anciano, quiere escucharme cuando estoy hablando y lidiando con mis propias preocupaciones, es bienvenido. Pero no converso cuando recibo un pago. Estoy preparado en igualdad de condiciones para cuestionar a los ricos y a los pobres si están dispuestos a responder a mis preguntas y escuchar lo que tengo por decir. Y no pueden responsabilizarme con justicia por las buenas o malas conductas de estas personas, pues nunca les prometí enseñarles nada y no lo he hecho. Si alguien dice que ha aprendido algo de mí o que escuchó de un modo privado algo que otros no oyeron, tengan por seguro que no estaba diciendo la verdad.

»Entonces, ¿por qué algunas personas disfrutan pasando un tiempo considerable en mi compañía? Han escuchado por qué, señores del jurado. Les he contado toda la verdad. Disfrutan escuchando a aquellos a quienes cuestiono por pensar que son sabios, pero no lo son. Y esto no es desagradable. Hacer esto, como digo, me lo ha ordenado el dios mediante oráculos, sueños y todas las demás formas en que una manifestación divina alguna vez le ha ordenado a un hombre hacer algo. Esto es verdad, caballeros, y puede ser establecido con facilidad.

»Si corrompo a algunos jóvenes y he corrompido a otros, entonces, con seguridad, algunos de ellos, ya mayores y conscientes de que les di malos consejos cuando eran jóvenes, deberían presentarse aquí para acusarme y vengarse. Si ellos mismos no quisieran hacerlo, entonces algunos de sus parientes, sus padres, hermanos u otros familiares, deberían recordar ahora si hubiera perjudicado a sus familias. Veo a muchos de ellos aquí presentes. Primero, Critón, mi compañero y señor feudal contemporáneo, el padre de Critóbulo. Luego Lisanias de Espeto, el padre de Esquines. También Antifonte, el Cefisio, padre de Epígenes. Y otros cuyos hermanos pasaron su tiempo de esta manera. Nicóstrato, hijo de Teozótides, hermano de Teodoto, quien ha fallecido, por lo que no pudo influir en él. Paralio, aquí presente, hijo de Demódoco, cuyo hermano fue Teages. Además, está Adimanto, hijo de Ariston, hermano de Platón, también aquí presente, y Acantidoro, hermano de Apolodoro, quien también está aquí.

»Podría mencionar a muchos otros, algunos de los cuales Meleto seguro debía traer como testigos de su propio discurso. Si se le olvidó hacerlo, permitan que lo haga ahora. Cederé tiempo si tiene algo que decir al respecto. Se darán cuenta de todo lo contrario, caballeros. Todos estos hombres están dispuestos a acudir en ayuda del corruptor, del hombre que ha dañado a sus familiares, como dicen Meleto y Ánito. Aquellos que fueron corrompidos también pueden tener razón para ayudarme, pero los que no, sus familiares mayores, no tienen razón para ayudarme, excepto la correcta y la propia: que saben que Meleto está mintiendo y yo estoy diciendo la verdad.

»Muy bien, señores del jurado. Esto, y tal vez otras cosas similares, es lo que tengo que decir en mi defensa. Quizás algunos de ustedes puedan estar enojados al recordar que, cuando se enfrentaron a un juicio por un cargo menos peligroso, le rogaron, le apelaron y le imploraron al jurado