Entre actos - Virginia Woolf - E-Book

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Virginia Woolf

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Beschreibung

Última novela de Virginia Woolf, "Entre actos" es la obra que la autora escribió antes de suicidarse, en 1941. Fue publicada póstumamente y enseguida se consideró una obra maestra, la quintaesencia de su carrera novelística, una de las aportaciones más brillantes y decisivas a la literatura europea del siglo XX.
La historia transcurre durante el verano de 1939 en Pointz Hall, la casa de campo de la familia Oliver desde hace más de un siglo. El principal evento de la novela es la representación de la obra teatral que todos los años se organiza en el pueblo, escrita y dirigida esta vez por la vehemente señorita La Trobe, que refleja la historia de Inglaterra desde la Edad Media hasta los días previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Presente y pasado, la historia más lejana y la historia que está a punto de ocurrir, el mundo remoto y el mundo que ya empieza a desaparecer se entrelazan en esta prodigiosa novela, el último acto de una de las representaciones literarias más poderosas, valientes y perdurables de todos los tiempos.

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Virginia Woolf

Entre actos

Tabla de contenidos

ENTRE ACTOS

Entre actos

ENTRE ACTOS

Aunque Virginia Woolf ya había dado por terminado el original de esta obra, a su muerte todavía no había sido sometido a la última revisión previa a su entrega a la imprenta.

Aun así, considero que Virginia no había hecho cambios grandes ni significativos, aunque probablemente sí muchas pero ligeras correcciones.

L EONARD W OOLF

Entre actos

Era una noche de verano y, en la amplia estancia con ventanas que daban al jardín, hablaban acerca del pozo negro. El consejo del condado había prometido llevar agua al pueblo, pero no lo había cumplido.

La señora Haines, esposa del caballero terrateniente, una mujer que tenía cara de oca y unos ojos saltones, como si vieran algo que tragar en la acequia, dijo con afectación:

—¡Vaya tema de conversación en una noche como esta!

Entonces hubo un silencio; una vaca mugió, y esto dio pie a que la señora Haines comentara cuán raro era que, siendo niña, jamás hubiera temido a las vacas, solo a los caballos. Aunque había que tener en cuenta que, cuando era muy pequeña, todavía en el cochecito, un caballo de tiro había pasado a un dedo de su cara. Su familia, dijo la señora Haines al anciano que estaba sentado en un sillón, había residido cerca de Liskeard durante siglos. Las tumbas que había en el cementerio así lo demostraban.

Fuera, un pájaro gorjeó.

—¿Un ruiseñor? —preguntó la señora Haines.

No, los ruiseñores no llegaban tan al norte. Era un pájaro diurno que, animado por otro día sustancioso y suculento, por los gusanos y los caracoles y la arenilla, gorjeaba incluso dormido.

El anciano del sillón —el señor Oliver, funcionario de la administración pública de la India, ya jubilado— dijo que el lugar elegido para ubicar el pozo negro se hallaba, si había oído bien, en la calzada romana. Desde un avión, añadió, se podían ver con toda claridad las huellas que habían dejado los británicos, los romanos, la casa solariega isabelina y el arado, cuando araron la colina para cultivar trigo en la época de las guerras napoleónicas.

—Pero usted no recuerda… —comenzó la señora Haines.

No, eso no lo recordaba, pero sí que… Y cuando el señor Oliver se disponía a contar lo que recordaba, se oyó un ruido en el exterior y entró Isa, la esposa de su hijo, luciendo trenzas en el pelo y un vestido largo de un desteñido color azul pavo real. Entró deslizándose como un cisne, se detuvo y observó: se mostró sorprendida de que allí hubiese gente, y las luces encendidas. Se disculpó diciendo que había estado velando a su niño, que se encontraba mal. ¿De qué estaban hablando?

—Intercambiando opiniones sobre el pozo negro —dijo el señor Oliver.

—¡Vaya tema de conversación en una noche como esta! —volvió a exclamar la señora Haines.

¿Y qué había dicho el señor Oliver acerca del pozo negro o sobre cualquier otra cosa?, se preguntó Isa, con la cabeza inclinada hacia el caballero terrateniente, Rupert Haines. Lo había visto en una tómbola y en un partido de tenis. El señor Haines le había entregado una taza y una raqueta. Eso fue todo. Pero en su cara devastada Isa había visto siempre misterio y, en su silencio, pasión. Lo había advertido en el partido de tenis, y en la tómbola. Y ahora por tercera vez, aunque con más fuerza, volvió a sentirlo.

—Recuerdo —el anciano interrumpió— a mi madre…

De su madre recordaba que era muy corpulenta, guardaba cerrado con llave el bote del té; pero le había dado, precisamente en esa misma estancia, un ejemplar de Byron. Hacía más de sesenta años, les dijo, que su madre le había dado las obras de Byron en esa misma estancia. Hizo una pausa.

—Camina ella en la belleza cual la noche —citó.

Y luego:

—Nunca más volveremos a remar a la luz de la luna.

Isa alzó la cabeza. Las palabras formaban dos aros, dos aros perfectos, que los hacían flotar, a ella y al señor Haines, como dos cisnes deslizándose río abajo. Pero el pecho de él, blanco como la nieve, estaba rodeado por una maraña de sucias lentejas de agua; también ella tenía membranas en los pies, amarrada por su marido, el corredor de Bolsa. Sentada en el sillón rinconero, con las oscuras trenzas colgando, balanceaba todo su cuerpo como un almohadón enfundado en aquel vestido desteñido.

La señora Haines era consciente de la emoción que los envolvía a los dos, excluyéndola a ella. Esperó, como quien espera que se apague el último acorde del órgano antes de salir de la iglesia. En el automóvil, camino de la casa de campo roja rodeada de trigales, destruiría aquella emoción como el tordo destruye las alas de la mariposa a picotazos. Después de dejar pasar diez segundos, la señora Haines se levantó, permaneció quieta unos instantes; y después, como si hubiera escuchado el último acorde, ofreció la mano a la esposa de Giles Oliver.

Pero Isa, que hubiera debido levantarse cuando lo hizo la señora Haines, siguió sentada. Los ojos de oca de la señora Haines lanzaron llamas hacia ella, y como en un cloqueo, parecía decir: «Por favor, señora de Giles Oliver, tenga la bondad de advertir mi existencia…», de manera que Isa se vio forzada a hacerlo y finalmente se levantó con su desteñido vestido largo y sus trenzas colgándole sobre los hombros.

A la luz del amanecer de una mañana de verano, se veía que Pointz Hall era una casa de tamaño medio. No figuraba entre las casas que destacan las guías turísticas. Era demasiado hogareña. Pero esa casa blanquecina de tejado gris a la que habían añadido un ala en ángulo recto, aun situada con muy poco acierto en la parte baja de la pradera con la fila de árboles en el margen superior, de manera que el humo ascendía retorciéndose hasta los nidos de las cornejas, despertaba el deseo de vivir en ella. Al pasar en automóvil ante la casa, la gente decía: «¿La pondrán en venta algún día?», y preguntaban al chófer: «¿Quién vive en esta casa?».

El chófer no lo sabía. Los Oliver, que habían comprado la casa hacía algo más de un siglo, no tenían parentesco alguno con los Waring, los Elvey, los Mannering ni los Burnet; las familias de abolengo, todas emparentadas unas con otras por matrimonio, y que en la muerte yacían entrelazadas, como las raíces de la hiedra, tras el muro del cementerio.

Los Oliver solo llevaban allí unos ciento veinte años. Sin embargo, al subir la escalera principal —había otra, una sencilla escalera al fondo, destinada a la servidumbre—, se veía un retrato. A mitad de la escalera, se veía un retazo de brocado amarillo; y, al llegar a lo alto, aparecían una empolvada cara menuda y un gran sombrero con perlas engarzadas; en cierto modo una antepasada. Las puertas de seis o siete dormitorios se abrían al corredor. El mayordomo había sido soldado; se había casado con la doncella de una dama; y, en una vitrina, había un reloj que había detenido una bala en Waterloo.

Era primera hora de la mañana. En la hierba había rocío. El reloj de la iglesia dio las ocho. La señora Swithin descorrió las cortinas de su dormitorio, las blancas cortinas de cretona que, desde fuera, matizaban tan agradablemente la ventana con su forro verde. De pie, con el cordón en sus viejas manos, daba tirones para abrir las cortinas: la hermana casada del viejo señor Oliver, ahora viuda. Siempre había deseado su propia casa; quizá en Kensington, quizá en Kew, para sacar provecho del huerto. Pero permaneció allí todo el verano y, cuando el invierno lloró en los cristales y atoró con hojas muertas los desagües, la señora Swithin preguntó: «Bart, ¿por qué construyeron la casa en la hondonada, mirando al norte?». Su hermano contestó: «Evidentemente para escapar a la naturaleza. ¿Acaso no sabes que, para arrastrar por el barro el coche familiar, hacía falta enganchar cuatro caballos?». Después su hermano le contó la famosa historia de aquel gran invierno del siglo XVIII, cuando durante un mes entero la nieve dejó aislada la casa. Y los árboles cayeron. Por eso, cuando llegaba el invierno, la señora Swithin se retiraba a Hastings.

Pero ahora era verano. Los pájaros la habían despertado. ¡Cómo cantaban! Atacando el alba como otros tantos niños de un coro atacan un pastel helado. Forzada a escuchar, había cogido su lectura favorita —un Resumen de historia—, y había pasado de tres a cinco horas pensando en bosques de rododendros en Piccadilly; cuando todo el continente estaba entero, y no, según ella, dividido por un canal; poblado, según entendía ella, de monstruos con cuerpo de elefante, cuello de foca, que jadeaban, embestían, se retorcían lentamente y, suponía, ladraban; el iguanadón, el mamut y el mastodonte, de los que cabe presumir, pensó mientras abría la ventana, descendemos.

Tardó cinco segundos de reloj, pero mucho más en su cabeza, en distinguir a Grace, con la porcelana azul en la bandeja, del monstruo con piel de cuero que, lanzando gruñidos, se disponía, en el momento en que la puerta se abrió, a derribar un árbol en la verde y furiosa maleza del bosque antediluviano. Por supuesto, la señora Swithin se sobresaltó, mientras Grace dejaba la bandeja y decía:

—Buenos días, señora.

«Está loca», se dijo Grace, sintiendo en la cara aquella mirada, dirigida en parte a una bestia de las tierras pantanosas, en parte a una doncella con vestido estampado y delantal blanco.

—¡Cómo cantan esos pájaros! —se aventuró a exclamar la señora Swithin.

Ahora la ventana estaba abierta; sin duda alguna los pájaros cantaban. Un solícito tordo avanzaba a saltitos por la hierba, con un anillo de goma rosada retorcida en el pico. Tentada por aquella escena a proseguir su reconstrucción del pasado, la señora Swithin recapacitó; era una mujer dada a ampliar los límites del presente volando al pasado o al futuro; o recorriendo pasillos y galerías laterales; pero entonces recordó a su madre, a su madre en ese mismísimo cuarto riñéndola. «Lucy, no te quedes ahí boquiabierta o terminarás cambiando la dirección del viento.» Cuántas veces su madre la había reñido, en esa misma habitación, «pero en un mundo diferente», le había recordado su hermano. Se sentó para tomar el té de la mañana, igual que cualquier otra anciana con nariz grande, mejillas enjutas, un anillo en el dedo y los adornos habituales de una vejez un tanto tronada pero noble, entre los que se contaba, en su caso, una reluciente cruz de oro en el pecho.

Las niñeras, después del desayuno, empujaban el cochecito de niño arriba y abajo por la terraza; y, mientras empujaban, hablaban —pero no se daban píldoras de información, ni se transmitían ideas entre sí, sino que sus lenguas daban vueltas y más vueltas a las palabras, como si fueran caramelos—; y, al tiempo que avanzaban en su delgadez camino de la transparencia, despedían olor a rosa, a hierba y a dulzor. Aquella mañana ese dulzor era: «La cocinera le ha regañado por los espárragos. Cuando me ha llamado, le he dicho que era muy bonito aquel vestido, con la blusa que hacía juego»; y eso condujo a algo referente a un chico, mientras caminaban arriba y abajo por la terraza, dando vueltas a los caramelos con la lengua, empujando el cochecito.

Era una lástima que el constructor de Pointz Hall hubiera construido la casa en una hondonada, cuando, detrás del jardín y del huerto, había aquella extensión de tierra alta. La naturaleza había ofrecido un lugar donde edificar una casa; y el hombre había construido la casa en una hondonada. La naturaleza había ofrecido una extensión de tierra cubierta de hierba, de una anchura de unos ochocientos metros y llana, hasta que bruscamente descendía hacia el estanque de los nenúfares. La terraza tenía la anchura suficiente para dar cabida a la sombra de uno de los grandes árboles tendido en el suelo. Allí se podía pasear arriba y abajo, arriba y abajo, bajo la sombra de los árboles. Crecían de dos en dos o de tres en tres, dejando huecos entre sí. Sus raíces asomaban entre la hierba, y entre aquellos huesos había verdes cascadas y almohadones de musgo, donde crecían las violetas en primavera, o, en verano, las orquídeas silvestres púrpura.

Amy contaba algo sobre un chico, cuando Mabel, con la mano en el cochecito, y después de haberse tragado el caramelo, dio media vuelta bruscamente:

—Deja de hacer el tonto —dijo con sequedad—. Ven, George.

El niño de corta edad se había rezagado y jugaba en la hierba. Entonces la niña, Caro, sacó el puño del embozo, y el oso de peluche cayó al suelo. Amy tuvo que inclinarse. George arrancaba las hojas de una flor. La flor resplandecía entre los ángulos que formaban las raíces. Pétalo tras pétalo fue cayendo. Resplandecía un suave amarillo, una luz radiante bajo una capa de terciopelo; llenaba de luz las cavernas situadas detrás de los ojos. Todas aquellas tinieblas interiores se transformaban en una estancia de luz amarilla, con olor a hojas y a tierra. El árbol estaba detrás de la flor; musgo, flor y árbol constituían un todo. De rodillas, el niño sostenía la flor. Entonces, un rugido, un ardiente aliento y un torrente de áspero pelo gris se interpusieron entre el niño y la flor. El niño se levantó de un salto, perdiendo el equilibrio del susto, y vio avanzar hacia él un terrible monstruo, con trompa y sin ojos, que movía las piernas y agitaba los brazos.

A través de una trompeta formada con un periódico, una voz hueca tronó, dirigiéndose al niño:

—Buenos días, caballero.

El anciano se había abalanzado sobre el niño, desde su escondrijo detrás de un árbol. Mabel empujó al niño hacia el anciano, ordenándole:

—Di buenos días, George. Di buenos días, abuelo.

Pero George se quedó boquiabierto. George se quedó quieto con la boca abierta. Entonces, el señor Oliver estrujó el periódico que antes había enrollado en forma de trompa y se dejó ver. Era un anciano muy alto, con ojos brillantes, mejillas surcadas de arrugas y sin un pelo en la cabeza. Se volvió.

—¡Siéntate! —aulló—. ¡Siéntate, bestia!

Y George se volvió hacia allí; y las niñeras se volvieron hacia allí, con el oso de peluche en la mano; todos miraban a Sohrab, el perro afgano, que saltaba y trotaba entre las flores.

—¡Siéntate! —aulló el anciano.

Y lo dijo como si diera la orden a un regimiento. A las niñeras les impresionaba que aquel viejales pudiera aún aullar de aquel modo y conseguir que el animal le obedeciera. Y el perro afgano acudió, con la cabeza gacha, disculpándose. Y se sentó a los pies del viejo, que le pasó un cordel por el collar, el nudo corredizo que el viejo Oliver llevaba siempre consigo.

—Mala bestia… bestia salvaje —gruñó, encorvado.

George solo miraba al perro. Los flancos cubiertos de pelo se contraían y se dilataban, había un rastro de espuma en los orificios del morro. George se echó a llorar.

El viejo Oliver se irguió, hinchadas las venas, congestionadas las mejillas; estaba irritado. Su broma con el periódico no había tenido éxito. El chico era un llorón. Asintió con la cabeza y echó a andar a grandes zancadas, mientras alisaba el periódico arrugado y, buscando el punto en que había interrumpido la lectura, murmuraba:

—Un llorón… un llorón…

Pero el viento dobló el periódico; y en la zona alta del terreno el viejo Oliver contempló el paisaje: los anchos campos ondulados, los matorrales y el bosque. Enmarcado, conformaba un cuadro. Si hubiera sido pintor, habría plantado el caballete ahí, donde el paisaje, enrejado por los árboles, parecía un cuadro. Entonces el viento amainó.

El viejo Oliver encontró lo que buscaba en la columna del periódico:

— Monsieur Daladier ha conseguido dar estabilidad al franco…

La señora de Giles Oliver se pasó el peine por la densa mata de pelo que, después de una detenida meditación, había decidido no cortarse jamás, y levantó el pesado cepillo de plata repujada que le habían regalado con motivo de su boda y que tenía la virtud de impresionar a las camareras de los hoteles. Lo levantó y se mantuvo quieta ante el espejo de tres hojas que le permitía ver tres diferentes versiones de su rostro de facciones un tanto grandes, pero hermoso; y también veía, más allá del cristal, una parte de la terraza, del prado y las copas de algunos árboles.

Dentro del cristal, en sus ojos, vio lo que había sentido aquella noche por el deteriorado, silencioso y romántico caballero. «Enamorada», se leía en sus ojos. Pero fuera, en la pileta, en el tocador, entre las cajas de plata y los cepillos de dientes estaba el otro amor, el amor por su marido, el corredor de Bolsa. «El padre de mis hijos», añadió, amparándose en el cliché que tan convenientemente ofrecía la literatura. El amor interior se reflejaba en los ojos; el amor externo, en el tocador. Pero ¿qué sentimiento era aquel que se le había despertado al ver, por encima del espejo, al aire libre, el cochecito que se acercaba, cruzando el prado, a las dos niñeras y a su hijo George rezagado?

Golpeó la ventana con su repujado cepillo para el pelo. Estaban demasiado lejos para oírla. El murmullo de los árboles sonaba en sus oídos; el canto de los pájaros; otros incidentes de la vida del jardín, invisibles e inaudibles para ella desde el dormitorio, absorbían su atención. Aislados en una isla verde, rodeada de blancas campanillas, cubierta con un manto de seda cruda, la inocente isla flotaba bajo su ventana. Solo George iba rezagado.

Volvió la vista al espejo. «Enamorada» tenía que estar, pues la presencia del cuerpo de aquel hombre en la estancia, la noche anterior, la había afectado, pues las palabras que dijo, al ofrecerle una taza de té, al ofrecerle una raqueta de tenis, quedaron tan arraigadas en algún lugar de su ser; y así mediaban entre ellos, como un alambre tembloroso, tenso, vibrante —a tientas buscó en las profundidades del espejo una palabra adecuada a las infinitamente rápidas vibraciones de la hélice del avión que una vez vio, al alba, en Croydon—. Más deprisa, y más y más y más, zumbaba, silbaba y gemía hasta que todos los temblores formaron un solo temblar, y se alzó el avión, alejándose más y más y más…

—No sabemos hacia dónde, hacia dónde no vamos, tampoco sabemos si nos importa —murmuró—. Volando, cruzando la atmósfera incandescente, del verano saliente…

La palabra que rimaba era «paciente». Dejó el cepillo. Cogió el teléfono.

—Tres, cuatro, ocho, Pyecombe —dijo—. Soy la señora Oliver. ¿Qué pescado tienen esta mañana? ¿Bacalao? ¿Lubina? ¿Lenguado? ¿Platija? —murmuró—: Allá, para perder lo que aquí nos ata. —Y, en voz alta, dijo—: Lenguado. Filetes de lenguado. Sí, para el almuerzo. —Siguió en un murmullo—: Con una pluma, una pluma azul volando en el aire asciende y, paciente, se esconde… hasta allá, para perder lo que aquí nos ata…

No valía la pena escribir esas palabras en el libro secreto con aspecto de libro de contabilidad, no fuera que Giles comenzase a sospechar algo. «Frustrada», esa era la palabra que expresaba su manera de ser. Nunca salía de una tienda, por ejemplo, con la ropa que le gustaba; tampoco le gustaba su figura vista contra el oscuro rollo de tela en los escaparates de las tiendas. Ancha de cintura, de miembros recios, y, salvo en lo referente a su cabello, corto de acuerdo con la moda moderna, en nada se parecía a Safo, o a ninguno de los hermosos muchachos cuyas fotografías adornaban las páginas de los semanarios. Parecía lo que era: la hija de sir Richard; y la sobrina de las dos viejas señoras de Wimbledon que tan orgullosas estaban de ser O’Neil, de descender de los reyes de Irlanda.

Una atolondrada señora con deseos de agradar, parada ante lo que, en cierta ocasión, denominó «el corazón de la casa», dijo una vez:

—Después de la cocina, la biblioteca es la estancia más agradable de la casa.

Luego, avanzando, añadió:

—Los libros son el espejo del alma.

En este caso, un alma marchita y manchada. Sí, dado que el tren tardaba más de tres horas en llegar a aquel remoto pueblo, en el mismísimo corazón de Inglaterra, nadie osaba emprender tan largo viaje sin evitar un posible ataque de hambre mental, sin comprar un libro en el quiosco. Así que el espejo que reflejaba el alma sublime, reflejaba también el alma aburrida. Nadie podía decir, al ver los libros baratos y emotivos que los visitantes de fin de semana se habían dejado, que el espejo reflejara siempre las angustias de una reina ni el heroísmo del rey Enrique.

A esa hora temprana de una mañana de junio, la biblioteca estaba desierta. La señora de Giles Oliver tenía que pasar por la cocina. El señor Oliver todavía merodeaba por la terraza. Y la señora Swithin estaba por supuesto en la iglesia. La brisa leve y variable, pronosticada por el experto en meteorología, agitaba la cortina amarilla, arrojando luz, luego sombras. Se agrisaba el fuego, luego resplandecía, y la mariposa ortiguera golpeaba el cristal más bajo de la ventana, golpe, golpe y golpe, repitiendo que si nunca, nunca, nunca, un ser humano entraba allí, los libros quedarían enmohecidos, el fuego apagado y la mariposa muerta en la ventana.

Anunciado por la impetuosidad del perro afgano, entró el anciano. Había leído el periódico, estaba soñoliento y se hundió en el sillón de cretona con el perro a sus pies, el afgano. Con el morro sobre las patas, alzaba la grupa, parecía un perro de piedra, el perro de un caballero cruzado, protegiendo, incluso en el reino de la muerte, el sueño de su amo. Pero el amo no estaba muerto, solo soñando; adormilado, se veía a sí mismo, reflejado en un cristal salpicado de brillos, joven y con casco, una cascada siempre manando. Pero sin agua; las colinas eran como tela gris con dobleces; y, en la arena, aros formados por costillas; un buey comido por los gusanos al sol; y, a la sombra de la peña, salvajes; y en su mano un rifle. Crispada estaba la mano soñada; la real reposaba en el brazo del sillón, hinchadas las venas, pero ahora solo por un fluido parduzco.

Se abrió la puerta.

—Soy yo —se disculpó Isa—. ¿Molesto?

Claro que sí: destruía la juventud y la India. Pero él mismo tenía la culpa, ya que Isa se había empeñado en alargarle el hilo de la vida, tan delgado, tan lejano. En realidad, al verla afanada de un lado a otro de la habitación, él le agradecía que lo hiciera.

Muchos ancianos solo tenían su India: ancianos en clubes, ancianos alojados en habitaciones de los alrededores de Jermyn Street. Isa, con su vestido de rayas, daba continuidad al anciano, mientras ella murmuraba ante las estanterías de la biblioteca: «El páramo está oscuro bajo al luna, rápidas nubes han bebido los últimos rayos pálidos…».

Se dio la vuelta y dijo en voz alta:

—He comprado pescado, aunque no puedo asegurar si es fresco o no. La ternera está muy cara y en esta casa todos estamos hartos del buey y del cordero… Sohrab —dijo, deteniéndose ante ellos—. ¿Qué ha estado haciendo?

Nunca meneaba el rabo. Jamás había aceptado las ataduras de la vida doméstica. O se agachaba o mordía. Ahora sus fieros ojos amarillos miraron a Isa, miraron al anciano. Podía obligarlos a los dos a bajar la vista. Entonces, un recuerdo acudió a la mente de Oliver.

—Tu niño es un llorón —dijo con tono de desprecio y burla.

—Oh —suspiró Isa, atada al brazo de una silla, como un globo cautivo, sujeta por una miríada de lazos tan finos como el cabello a la vida doméstica—: ¿Qué ha pasado?

—He cogido un periódico —explicó Oliver—, así…

Cogió el periódico, lo enrolló y se lo puso en la nariz: «Así». Y, saliendo de detrás de un árbol, se había abalanzado hacia el niño.

—Y se ha puesto a llorar. Tu hijo es un cobarde.

Isa frunció el entrecejo. Su hijo no era un cobarde, no. Y ella odiaba lo casero, lo posesivo; lo maternal. Y él lo sabía y lo hacía deliberadamente, para irritarla, el viejo bruto, su suegro.

Apartó la vista. Y mientras su mirada recorría los lomos de los libros, citó aquella frase:

—La biblioteca es siempre la estancia más agradable de la casa.