Entre la mentira y la ilusión - Gloria Losada - E-Book

Entre la mentira y la ilusión E-Book

Gloria Losada

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Beschreibung

Marta es una chica normal de principios de los años 80 cuya máxima aspiración es poder estudiar y hacerse maestra, pero Luis y un embarazo imprevisto se cruzan en su camino, obligándola a casarse y a renunciar a sus sueños. A pesar de ello, los primeros años de su matrimonio Marta es feliz, hasta que Luis comienza a cambiar a la vez que prosperan económicamente. El comportamiento agresivo de su marido lleva a Marta a huir con su hija y buscar refugio en casa de una amiga. Durante un tiempo permanecen separados, sin embargo cuando él regresa pidiéndole perdón, Marta cree que tal vez merezca la pena intentar recuperar la relación. Pero no cuenta con que ya ha conocido a alguien que se ha colado en su corazón sin remedio. Marta tendrá que luchar entre la duda de salvar un matrimonio que ya está muerto, o intentar hacer real esa nueva ilusión que la ronda. "Una gran historia de segundas oportunidades, la lucha por una misma, el encuentro con lo que no se ha tenido".

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Epílog8
Más Nou editorial

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EDITORIAL

 

 

 

 

 

Título: Entre la mentira y la ilusión.

 

© 2018 Gloria Losada Pena.

© Portada y diseño gráfico: nouTy.

 

Colección: Noweame.

Director de colección: JJ Weber.

Editora: Mónica Berciano.

Correción: Sergio Alarte.

 

 

Primera edición febrero 2018.

Derechos exclusivos de la edición.

©noueditorial 2018

 

ISBN: 978-84-17268-04-6

Edición digital febrero 2018

 

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

 

Más información:

noueditorial.com / Web

[email protected] / Correo

@noueditorial / Twitter

noueditorial / Instagram

noueditorial / Facebook

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título: Eraclea

 

© 2017 Blanca Mira

© Ilustración de portada

e ilustraciones interiores: Adrià Inglés

© Diseño Gráfico: Nouty.

 

Colección: Volution.

Director de colección: JJ Weber.

 

Primera edición diciembre 2017

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2017

 

ISBN: 978-84-

Depósito Legal: GU XX - 2017

 

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

 

 

Más información:

nowevolution.net/ Web

[email protected] / Correo

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nowevolutioned / Instagram

nowevolutioned / Facebook

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 1

 

 

Cuando la vida te rompe las ilusiones es duro comenzar de nuevo, sobre todo cuando apenas eres una niña, una jovencita recién salida de la adolescencia a la que esa misma vida le ha echado, previamente, demasiadas responsabilidades encima. Yo me casé enamorada, pensando que aquel matrimonio sería para siempre porque no podía ser de otra manera, pero me equivoqué y un día mi mundo idílico se derrumbó como un castillo de naipes y ya no hubo forma de reconstruirlo.

Conocí a Luis en mi último año de instituto. Yo era una muchacha tímida, estudiosa y nada popular. Él era el guapo de turno que traía locas a todas las chicas. Él no estudiaba, en realidad no hacía nada, salvo andar de acá para allá, recorriendo el pueblo y los alrededores con su moto. Por las tardes, a la salida de las clases, allí estaba, esperando a sus amigos y a las muchachas que, como locas, revoloteaban alrededor de aquella moto en un intento de ser depositarias de sus atenciones. A mí me gustaba, pero no osaba acercarme a él, entre otras cosas porque estaba segura de que jamás podría fijarse en una chica como yo. Los chicos rompedores y destacados, como él, no buscaban novias tímidas y un poco bobas. Pero me equivoqué. Una noche de sábado, en la discoteca, se acercó a mí.

—Hola —me dijo—. Yo a ti te conozco.

Sentí que el rubor amenazaba mi rostro y di gracias porque la luz del local fuera casi inexistente.

—No sé —respondí en un susurro que apenas ni yo misma escuché por encima de la música.

—Te llamas Marta y vas al instituto, estás en COU. ¿A que sí?

Luis me miraba desde su altura con una media sonrisa en el rostro, sosteniendo en su mano izquierda un vaso largo con cola y a saber qué más, con su mano derecha en el bolsillo de su pantalón de pinzas gris y su jersey azul sobre su espalda. Yo temblaba como una hoja arrastrada por el viento y el corazón amenazaba con salirse del pecho. No dije nada, simplemente asentí con la cabeza.

—¿Bailas? —me preguntó.

—Lo siento —le dije—, tengo que irme, a las doce y media tengo que estar en casa.

Me fui como la Cenicienta, corriendo entre la gente para no llegar tarde a casa, sintiendo la mirada de Luis sobre mi espalda. Para mí era todo un logro que aquel muchacho tan guapo me hubiera dirigido la palabra. Estupideces de niña, supongo, pero en aquel momento me hacían sentir la persona más feliz de la Tierra.

El lunes siguiente, en el instituto, me pasé la tarde mirando por la ventana para controlar si llegaba Luis, con lo que me gané la bronca de algunos profesores por mis distracciones. Pero al final tuve mi recompensa. Cuando las clases terminaron estaba allí, donde siempre, rodeado de su séquito, al que ignoró por unos segundos cuando me vio pasar a su lado.

—Adiós, Marta —me dijo sonriendo.

Yo volví la cara y le dije adiós con la mano, siendo consciente de las miradas cargadas de envidia de aquellas chicas que lo adoraban como tontas.

Días después me lo encontré por el pueblo. Yo caminaba por la acera y él pasaba por la calle en su moto. Cuando me vio se detuvo a mi lado.

—Hola, Marta —me dijo sonriendo.

—Hola —le saludé sin dejar de caminar.

—¿A dónde vas? ¿Puedo acompañarte?

—Voy al supermercado, a unos recados. Acompáñame si quieres.

Aparcó la moto y se puso a caminar a mi lado.

—¿Vas a ir a la discoteca este sábado? —me preguntó.

—No sé, supongo, depende de lo que hagan mis amigas.

—Si vas... a lo mejor podemos estar juntos.

—¿Por qué quieres estar conmigo? Seguramente Ariadna y Cristina también irán. Puedes estar con alguna de ellas.

Ariadna y Cristina era dos de las incondicionales que le rendían pleitesía a la salida del instituto.

—Pero es que a mí esas chicas no me gustan, a mí me gustas tú.

Mi corazón se derritió cuando escuché aquellas palabras. Ni qué decir tiene que aquel sábado estuve con él en la disco, y al otro, y al otro... y nos hicimos novios.

 

♥♡ ♥

 

A mis padres no les gustaba nada mi noviazgo con Luis, aunque creo que en el fondo pensaban que era cosa de chiquillos y confiaban en que se me pasara pronto el delirio. Decían que era un haragán sin oficio ni beneficio, que no tenía trabajo ni se ocupaba de buscarlo y que no podía ofrecerme ningún futuro. Yo no pretendía que Luis me ofreciera un futuro. Tenía claro que mi porvenir me lo labraría yo misma. Y aunque el muchacho me gustaba mucho, tampoco me planteaba historias que fueran más allá del día a día. Al año siguiente me marcharía a estudiar fuera. Quería ser maestra. Y no sabía si Luis soportaría la inevitable separación, aunque esperaba que así fuera.

Esos eran mis planes, pero como en el cuento de la lechera se vinieron abajo de un día para otro. Cuando llevábamos tres meses saliendo, Luis me dijo que quería acostarse conmigo. Hasta el momento no habíamos llegado a más que apasionados besos y caricias nada inocentes, amparados en las zonas oscuras de la discoteca o en algún paseo por la vera del río. A mí gustaban aquellos momentos, pero acostarnos juntos eran palabras mayores. No sentía que fuera mi momento, pero tampoco quería que ante mi negativa él se largara con viento fresco, así que insistió unas cuantas veces y al final terminé cediendo. Una noche de verano fuimos a un cobertizo abandonado que había al lado del embarcadero, en el pantano, y allí lo hicimos. No fue nada del otro mundo. Yo no sentí nada especial fuera de lo que ya sentía cuando nos besábamos y él me tocaba los pechos o me besaba el cuello, pero confieso que me gustó escuchar sus gemidos, sentir su pasión y que fuera yo la que despertara todas esas sensaciones y no cualquiera de las niñas guapas que andaban detrás de él como corderillos.

Nos acostamos dos o tres veces más con idénticos resultados, bueno, con algún resultado más, nada agradable. Cuando la regla me faltó, después de dos semanas de retraso, me di cuenta de que podía estar embarazada. Los primeros días, ilusa de mí, ni se me ocurrió pensarlo. Tuve miedo. Miedo a que Luis me dejara, miedo a la reacción de mis padres y sobre todo miedo a no poder alcanzar aquel futuro que yo me había imaginado y que de pronto amenazaba con hacerse añicos. Un hijo significaba una gran responsabilidad, había que cuidarlo, atenderlo, había que hacer con él todo lo que mis padres hasta aquel momento habían hecho conmigo y yo no creía que ni Luis ni yo estuviésemos preparados para ello.

No se lo conté a nadie, rumié yo sola mi desgracia durante unos días esperando que todo quedara en un susto. Creía notar síntomas de mi menstruación, que no eran más que fruto de mi imaginación, y cada vez que iba al baño y miraba mis bragas me echaba a llorar. Finalmente no me quedó más remedio que afrontar la realidad. Una tarde entré en una farmacia y compré un test de embarazo. A la mañana siguiente se confirmaron mis sospechas: estaba esperando un bebé. Al tiempo que el cacharro aquel cambiaba de color, mi mente de niña también iba cambiando. De nada me serviría llorar y desesperarme. Lo hecho, hecho estaba. Por aquel entonces, a principios de los ochenta, el aborto no era ni siquiera una opción disponible.

Aquella misma noche quedé con Luis y se lo dije. Se lo solté así, a bocajarro, sin dar ningún rodeo; no merecía la pena.

—Estoy embarazada —le dije mientras estábamos sentados a la orilla del río.

Él me miró con el susto reflejado en aquellos ojos de azul intenso.

—No puede ser —contestó con voz temblorosa.

—Claro que puede, y tú lo sabes.

Se quedó callado con la vista fija en el agua del río. Durante unos segundos sólo se escuchó ese sonido relajante y tranquilo.

—¿No dices nada? —pregunté al cabo de un rato.

—Me buscaré un trabajo, me casaré contigo y criaremos juntos al niño.

Yo suspiré aliviada. No sabía si quería casarme con él, tampoco entraba en mis planes tener aquel niño, pero no había otra solución. Le tomé de la mano y apoyé mi cabeza en su hombro. Él me besó en la frente primero y luego en la mejilla.

—Te quiero, Marta.

Era la primera vez que me lo decía.

 

♥♡ ♥

 

Dar la noticia a mis padres ya era harina de otro costal, pero no quería ni debía esperar mucho, así que al día siguiente, durante el almuerzo, lo solté. Estaba nerviosa y la tensión debía de reflejarse en mi cara, porque mamá me preguntó si me encontraba bien. Entonces lo dije:

—Estoy embarazada.

A mi madre se le cayó al suelo el plato que sostenía, y papá y ella se miraron como si no se pudieran creer lo que habían oído.

—¿Embarazada? —preguntó mi madre de manera retórica—. ¿Embarazada de ese sinvergüenza? Pero cómo has podido...

Se sentó y empezó a sollozar, pero mi madre no era mujer de llanto fácil y de pronto le salió toda la rabia que llevaba dentro. Me llamó de todo, desde golfa a desagradecida, pasando por otras cosas que prefiero no recordar, mientras papá intentaba calmarla y le decía que no se preocupara, que todo tenía solución menos la muerte. Papá siempre era el que mantenía el tipo y ponía un poco de cordura cuando las cosas se torcían. En aquel momento no fue menos. Gracias a él no llegó la sangre al río y todo terminó como tenía que terminar: resignándonos ante una situación que nadie había buscado, pero para la que desafortunadamente no había remedio.

A partir de aquel momento nuestras vidas fueron sacudidas por una verdadera revolución, que culminó el día en que nos dimos el «sí, quiero» ante el altar de la iglesia del pueblo, arropados por un montón de curiosos que deseaban ver cómo Martita, la hija de Pedro el pescadero, aquella que parecía tan buena y tan formal, se casaba «de penalti» cuando casi nadie sabía ni que tenía novio. Ya se sabe que cuando una vive en un pueblo pequeño las habladurías son el pan nuestro de cada día, aunque confieso que yo hice oídos sordos a las mismas. No merecía la pena dar crédito a unos cuantos infundios que con el tiempo todos habían de ir olvidando, incluso yo misma.

Nos fuimos a vivir a casa de mis padres, lo cual no me hacía ninguna gracia dada la animadversión que sentían hacía Luis, pero no nos quedó más remedio.

Dos meses después de la boda y a través de mi padre, Luis encontró trabajo como dependiente en una tienda de congelados. No le pagaban mucho, pero así por lo menos no nos tenían que mantener ni sus padres ni los míos; aunque la verdad es que recibíamos ayuda, tanto de unos como de otros.

Yo me aburría soberanamente, y además, cuando llegó el mes de octubre y con él la mayoría de mis amigas se marcharon a estudiar a la universidad, me sentí triste y frustrada por no poder seguir sus pasos. Para colmo de males mi madre no tenía mucha compasión conmigo y cuando me veía de aquella guisa me decía que me estaba bien, por irresponsable, que todo había sido culpa mía por haber hecho lo que no debía. No le faltaba razón, pero no eran precisamente broncas lo que yo necesitaba en aquel momento, por eso cuanto más escuchaba sus reproches más tristeza me entraba, y comencé a pensar que lo mejor sería salir de aquella casa en cuanto nos fuera posible.

Nerea nació el día uno de mayo en un parto sin complicaciones. Cuando la vi por primera vez, recién salida de mi vientre, sentí que en aquel momento, de verdad, me había cambiado la vida para siempre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 2

 

 

Con el tiempo, a mis padres no les quedó más remedio que cambiar el concepto que tenían de Luis. Desde que nos casamos abandonó su vida de haragán y se convirtió en un hombre trabajador y responsable que parecía desvivirse tanto por mí como por su hija. Poco después de nacer la niña le ofrecieron un puesto de trabajo en una tienda de bricolaje. El sueldo era mayor y las condiciones más ventajosas. Eso nos permitió independizarnos. Alquilamos un pequeño piso en el centro del pueblo y allí nos trasladamos, libres por fin de ataduras familiares. Creo que esa fue la época más feliz de nuestro matrimonio. Vivíamos tranquilos, sin sobresaltos, nuestra hija crecía sana y yo comencé a plantearme la posibilidad de reanudar mis estudios, aunque por una cosa o por otra siempre lo iba posponiendo.

Poco después del segundo cumpleaños de Nerea, nuevos horizontes se abrieron para Luis en el terreno laboral. Hacía unos días que yo lo notaba extraño, pensativo y preocupado, pero no le decía nada. A aquellas alturas ya lo conocía lo suficiente como para saber que le gustaba rumiar sus problemas solo y que al cabo de los días acababa contándome qué era aquello que lo mantenía en vilo. Aquella vez no fue distinto.

La niña ya dormía y nosotros estábamos en la cama dispuestos a hacer lo propio. Entonces me lo contó.

—Marta, tengo algo importante que decirte —sonó su voz en la oscuridad.

Yo me incorporé y encendí la lámpara de la mesita de noche.

—¿Ocurre algo? —pregunté alarmada.

—Sí, pero tranquila, no es nada malo. Es en relación con... el trabajo.

—Dime pues.

—Verás, ¿recuerdas a Gonzalo? Aquel amigo mío que te presenté el verano pasado, durante las fiestas.

—Vagamente... creo que vivía en Canarias, ¿no?

—Exacto. Pues me ha propuesto la posibilidad de abrir un negocio con él, allá, en Canarias.

—¿Un negocio? ¿Un negocio de qué?

—Un taller de reparación de embarcaciones de recreo.

—Y... ¿Tú qué sabes de eso?

—Nada, pero aprenderé.

Su entusiasmo me desconcertaba un poco. Yo pensaba que tal y como estábamos, estábamos bien. No éramos ricos ni mucho menos, en ocasiones incluso lo que conseguíamos ahorrar un mes se nos iba al siguiente en un imprevisto, pero yo hasta entonces siempre había supuesto que era lo normal en cualquier familia.

—Pero nosotros no tenemos dinero para aportar. Supongo que tu amigo...

—Por eso no te preocupes. Mi padre me dejará algo de dinero y el resto lo pondrá Gonzalo.

Apagué la lámpara y me volví a recostar en la cama.

—Por lo visto ya lo habéis hablado todo —dije. Me sentía un poco incómoda, ninguneada. Al parecer yo era la última que me enteraba del fabuloso negocio—. Así que supongo que no me estás consultando nada sino que me estás comunicando una decisión tomada.

—No te enfades. Marta, yo creo que este negocio es una buena oportunidad para crecer. Aquí no tenemos nada. ¿Qué perdemos por probar? Si las cosas marchan bien, que marcharán, podremos ganar mucho dinero y vivir sin apuros. Pero si a ti no te parece bien, no se hable más. Le digo a Gonzalo que no, y punto.

—Haz lo que creas conveniente —respondí.

Así lo hizo, y al cabo de dos meses abandonamos el pueblo y nos fuimos a vivir a Las Palmas. Me gustó la ciudad y me gustó la gente, pero al principio me sentí muy sola. Vivíamos en un pequeño piso alquilado, cerca de la playa, luminoso y cuidado. Era una casa muy acogedora. Luis se pasaba todo el día en el taller y la niña y yo en la casa, si bien por las tardes, acompañadas por el fabuloso clima de las islas, salíamos a dar largos paseos, o a la playa.

Mi marido aprendió pronto su nuevo oficio y el taller comenzó a dar sus frutos. Estaba en lo cierto cuando me decía que iba a ganar mucho dinero. Pronto pudo devolver a su padre todo lo que le había prestado y nuestra cuenta corriente empezó a aumentar de manera considerable. Pero tienen razón los que dicen que el dinero no da la felicidad. No lo hace. Muchas veces es el causante de la infelicidad. O el detonante que conduce a la desdicha. Y esta fue una de ellas.

 

♥♡ ♥

 

Con frecuencia me despertaba por las noches y el otro lado de la cama estaba vacío. Las cosas no iban bien entre Luis y yo, aunque ninguno hablara de ello. Una de esas noches me desperté y miré el reloj. Eran las tres de la mañana. Me había parecido escuchar un ruido en la habitación de Nerea, así que me levanté y fui a su cuarto. La niña dormía profundamente. Me acerqué a su camita y la besé separando un mechón de pelo pegado a su frente por el sudor. Antes de retirarme a mi dormitorio me quedé un rato apoyada en el quicio de la puerta, mirando para mi hija. Ella era, en aquellos instantes, la que me daba fuerzas para seguir.

Volví a mi cama y permanecí despierta, con los sentidos alerta por si escuchaba las llaves meterse en la cerradura, pero nada rompió la quietud de aquella noche calurosa, cuyo aire denso penetraba en los pulmones casi con dificultad. Suspiré profundamente y cerré los ojos, a sabiendas de que me sería imposible conciliar el sueño hasta que Luis regresara de sabía Dios dónde. Últimamente, día sí y día también, tenía muchas cenas con clientes. Yo no sabía si era cierto, o si en realidad estaba calentando el lecho de alguna otra mujer. Luis había cambiado, ya no era el tipo cariñoso y detallista de antes. Ahora mostraba una indiferencia preocupante hacia mí, enfrascado siempre en su trabajo o en esas cenas de negocios tan sospechosas.

Con frecuencia sus conversaciones giraban en torno al dinero, pensaba que nos íbamos a hacer millonarios y hablada de viajar y de comprar un lujoso coche como si fuera lo más importante en la vida.

—No le des tanta importancia al dinero —solía reprocharle yo—. No te va a dar la felicidad. A mí me basta con tener para vivir holgadamente, sin necesidad de echar cuentas para llegar a fin de mes. Por lo demás, con teneros a ti y a la niña, soy feliz.

Pero hacía oídos sordos a mis palabras, cegado por los ceros que comenzaba a tener en la cuenta corriente.

Un día se empeñó en comprar un coche. A mí me pareció bien, puesto que nos daría mucha libertad de movimientos y me apetecía sacarme el carnet de conducir. Pero no le valía un coche cualquiera. Apareció en casa con unos muestrarios de coches de lujo. El precio no bajaba de los cinco millones de pesetas de las del año ochenta y cinco.

—No creo que sea necesario gastar tanto dinero en un coche —le dije—, nos podemos comprar un utilitario normal y corriente.

—Eh, nena, vamos, el dinero es para disfrutarlo. Nos acaban de pagar la reparación de un yate que nos ha reportado un considerable beneficio. Tómatelo como un capricho.

Me acomodé en el sofá mientras observada a Nerea entretenida con sus juguetes, sentada sobre el suelo del salón. Me pregunté si mi marido hablaba en serio o estaba perdiendo el juicio.

—Mira —me decía mostrándome una revista—, mira este, es magnífico. Tiene grandes prestaciones...

Dejé que Luis hablara sin escucharle. No me interesaban en absoluto las prestaciones de un coche que valía cinco millones de pesetas. Seguro que eran muchas y muy variadas, pero a mí me importaban muy poco.

—Luis —le dije finalmente—, no tenemos ese dinero. Tendríamos que pedir un crédito. Pero sí tenemos dinero para comprarnos un coche normal y corriente.

—No tendríamos problema alguno en pagar un crédito.

—Porque estamos pasando una buena racha, pero ¿y si de pronto las cosas se ponen mal? Es mucho dinero, Luis. Creo que sería mucho más importante comprarnos un piso que ese coche tan caro.

—Oh venga, Marta. El piso puede esperar. Ya sé que el coche es un capricho, pero un capricho que nos podemos permitir. Además, meternos a comprar un piso es mucho más arriesgado. Si las cosas van mal...

—Si las cosas van mal siempre podemos venderlo. Nunca perdería su valor, al revés. No me parece normal comprar ese coche cuando hay otras cosas que tienen preferencia.

A aquellas alturas la conversación había subido de tono. Yo gritaba y Luis no se quedaba atrás.

—¿Preferencia para quién? Para ti. Nunca he tenido un duro y ahora que lo tengo mi mujercita no me deja disfrutar de lo que me apetece. Muchísimas gracias, Marta. Últimamente siempre tienes que joderlo todo.

Se fue de casa dando un portazo. Aquella fue nuestra primera discusión acalorada. A pesar de todo lo que le dije, terminó comprando su coche de lujo y poco después comenzaron las cenas de negocios, como la de aquella noche.

Por aquel entonces yo me desahogaba con Alicia, con la que había hecho muy buenas migas nada más llegar. Alicia vivía muy cerca de nosotros y tenía un hijo de la edad de Nerea. Iban al mismo colegio y por las tardes nos encontrábamos en el parque. Un día comenzamos a hablar y nos caímos bien. A partir de entonces cada vez que me sentía deprimida y triste llamaba a su puerta y lloraba en su hombro. El día que mi marido llegó con su flamante coche fue uno de esos días.

—¿Le has visto? —le pregunté mientras tomábamos café sentadas a la mesa de la cocina—. Ha llegado muy contento con su maravilloso coche.

—Sí, le he visto llegar este mediodía. Pero no te pongas así, mujer, no es para tanto, al fin y al cabo las cosas os van bien, ¿no?

—Si te refieres al terreno económico, sí, nos van bien, pero en lo personal me da la impresión de que cuanto más engorda mi cuenta corriente menos caso me hace mi marido. Ya no es el mismo de antes, Alicia, aquel muchacho un poco chulo pero cariñoso y atento se está esfumando. Derrocha el dinero a manos llenas... no sé. No sabría decirte qué ocurre exactamente, pero algo no marcha entre los dos.

Mi amiga suspiró, se llevó la taza de café a los labios y miró por la ventana

—Lo mismo me pasó a mí con mi exmarido. Las cosas se fueron deteriorando poco a poco, aunque en realidad no había motivo para ello, simplemente la relación se fue enfriando. Ambos lo sabíamos pero ninguno decía nada. No teníamos hijos y decidimos tener uno, yo creo que en un intento desesperado por salvar la relación. Y no funcionó, por supuesto, al contrario. Él nunca había querido tener hijos y el nacimiento de Dani lo exasperó, hasta tal punto que apenas paraba en casa. En realidad el niño nos distanció más, y un año después decidimos separarnos. Hoy somos buenos amigos.

Alicia se dio cuenta de que yo la miraba con el horror dibujado en mis ojos.

—Pero tú no te preocupes —me dijo sonriendo—, a ti no te va a pasar nada semejante. Lo tuyo seguro que será una crisis pasajera, como pasan muchas parejas.

—Eso espero, porque no me imagino la vida sin Luis.

—Bueno, si llegara el caso, que no llegará, podrías vivir sin Luis perfectamente. El tiempo lo borra todo, Marta, y siempre acabamos olvidando y comenzando una nueva vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 3

 

 

Aquella noche, una vez más, Luis me telefoneó comunicándome que tenía una cena con unos clientes. Las cenas fuera se estaban convirtiendo en tan habituales que ya casi me sorprendía el día que venía a cenar a casa. Después de colgar el teléfono me fui a la cocina, me preparé un café, encendí un cigarrillo y me senté frente a la ventana. Recordé la conversación que había tenido con Alicia meses atrás y sentí miedo. Las cosas no habían mejorado y las discusiones con mi marido eran cada vez más frecuentes y por los motivos más simples. Pero imaginarme la vida sin Luis me daba pánico. Al fin y al cabo apenas era una niña de veintipocos años que se había asomado al escenario de la vida demasiado pronto y no podía entender que el mundo maravilloso que había conseguido con mi esposo y mi hija tuviera sus días contados. Apagué el cigarrillo y me fui a la cama. Di muchas vueltas antes de dormirme, echando ojeadas continuas al reloj de brillantes números, aguzando el oído para escuchar algún indicio de que Luis estaba llegando. Finalmente me quedé dormida. Me despertó cuando llegó. Eran casi las seis de la mañana. Aquello no era buena señal, pero cerré los ojos y seguí durmiendo. En aquellos momentos todo lo que deseaba era aislarme del mundo.

Me despertó de nuevo Nerea cuando ya el sol se colaba por la ventana.

—Mami, tengo hambre —gritó con su lengua de trapo.

Miré el reloj y vi que eran poco más de las ocho. Me levanté y saqué a la niña de la habitación para que no despertara a Luis.

—Vamos, cariño. Ahora te preparo el desayuno, pero no grites mucho que papá llegó muy tarde anoche y necesita dormir. Anda, enciende la tele un ratito mientras.

Mi hija obedeció y yo, antes de salir del dormitorio, en un arranque de desconfianza, revolví las ropas de mi marido por ver si encontraba algún indicio de algo, no sabía bien qué, tal vez una mancha de carmín, un aroma desconocido, una nota escrita, qué sé yo, pero no encontré nada y respiré aliviada. Luego me dirigí a la cocina y comencé a preparar el desayuno intentando sacarme de la cabeza las estúpidas paranoias que se empeñaban en amargarme la existencia. Mientras esperaba que la leche se calentara, Luis apareció en la cocina con la niña en brazos.

—Dile a mami que tenemos hambre y que el desayuno tiene que ser delicioso.

—Mami el desayuno tiene que ser deci... delci... ¡No me sale!

Sonreí ante la lengua de trapo de mi hija. En momentos así me daba la impresión de que nada había cambiado y nuestra vida seguía siendo la de antes, allá, en la tranquilidad del pueblo.

—Id al salón que enseguida os llevo un chocolate con churros riquísimo.

Cuando finalmente desayunamos y Nerea se distrajo con sus juegos, pregunté a mi marido por la cena de la noche anterior y no pudo sorprenderme más su respuesta.

—¿La cena?... Ah sí, la cena, bien, muy bien.

La pregunta de Luis sonó extraña, como si no supiera de qué le estaba hablando.

—Llegaste muy tarde, ¿no?

—No miré la hora, pero no debían de ser más de las dos o las dos y media.

—Eso no es verdad —le dije con el temor reflejado en mi voz—. Me dormí a las tres y no habías llegado. Me desperté a las seis y la cama seguía estando vacía. ¿Por qué me mientes? ¿Acaso tienes algo que ocultar?

Él se enfureció. Últimamente se enfurecía con demasiada facilidad.

—¿Qué pasa? ¿Ahora te dedicas a controlarme? —preguntó vociferando—. Me debo a mis clientes, y si tengo que hacerles la pelota y salir con ellos por la noche, lo haré.

—No es necesario que te pongas así. No es mi intención controlarte, en absoluto, pero si has llegado tarde no sé por qué tienes que mentirme.

—Porque sabía que te pondrías hecha una fiera.

Aquel era un argumento estúpido, entre otras cosas porque yo jamás me había puesto hecha una fiera. Podía enfadarme, como todo el mundo, pero nunca había formado parte de mi carácter levantar la voz y alterarme como una loca, como estaba haciendo él en aquellos momentos.

—Quien está fuera de sí eres tú. ¿Qué te pasa, Luis?

—¡Que no soporto tus tonterías! ¡Déjame en paz!

Salió de la casa dando un portazo. Yo me quedé sentada en el sofá, mirando pensativa hacia la ventana. Me levanté y la abrí. Una suave brisa me acarició la cara y logró calmar un poco mi nerviosismo. En aquel momento fui consciente de que mi matrimonio corría peligro y que tenía que hacer todo lo posible para salvarlo. Claro que yo sola no podía hacer demasiado si Luis no ponía también de su parte. Y me daba la impresión de que no estaba muy dispuesto a ello. Ni siquiera habíamos tenido una conversación seria y coherente sobre lo que nos estaba pasando. Él todo lo tapaba con gritos y acusaciones. Tal vez fuese algo pasajero. Sería mejor esperar el devenir de los acontecimientos.

Sin embargo estos no se presentaron precisamente a nuestro favor. Luis continuó con sus ausencias nocturnas y cada vez se mostraba más distante conmigo. Se volvió huraño y taciturno, apenas me dirigía la palabra más que lo necesario y por supuesto nuestros encuentros sexuales se hicieron esporádicos y mecánicos.

En el mes de septiembre Nerea comenzó en el colegio y yo me vi con más tiempo para mí. Necesitaba salir de casa y realizar alguna actividad que me gustara y me distrajera.

—¿Por qué no te vienes conmigo a la radio? —me propuso Alicia, que trabajaba como locutora—. Por lo menos te distraes y te das a conocer. A veces contratan gente y no pagan del todo mal.

—¿A la radio? No, no, ¿qué voy a hacer allí? Me daría muchísima vergüenza hablar por el micro. Yo no valgo para eso. Pensar que me está escuchando mucha gente... no, no podría.

—Venga, mujer, anímate. Por lo menos te airearás un poco, que falta te hace.