Entre narcos y policías - Javier Auyero - E-Book

Entre narcos y policías E-Book

Javier Auyero

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Beschreibung

"La policía no hace nada. La policía es toda transa. Agarran a un narco a mitad de cuadra y lo sueltan en la esquina". "Quiero 3000 pesos o te tiro abajo el kiosco". "La policía bardea a los pibes. También les meten droga. Y algunos pibes trabajan para la cana". "Decile que tiene quince minutos para irse a otro lado, o le rompemos las piernas". En una polifonía reveladora y brutal, estas voces –de vecinos, de dealers, de policías– se entremezclan en este libro para reconstruir una escena inquietante: la colaboración clandestina entre narcotraficantes y efectivos de las fuerzas de seguridad en los barrios vulnerables de distintos lugares de la Argentina. Dinero por drogas, por armas, por liberar una zona, por anticipar un operativo, por impedir el negocio de un dealer rival: un entramado de lealtades y transacciones, siempre al borde de la traición, se repite del Conurbano bonaerense a Rosario y la frontera noreste del país. En estas páginas, los autores suman a un trabajo etnográfico impecable una fuente valiosísima pero inusual en estas investigaciones: las transcripciones de escuchas telefónicas entre narcotraficantes y agentes de la Policía, la Prefectura y la Gendarmería en varias causas judiciales. Todo este material aleja el análisis de las habituales miradas sobre un "Estado ausente" o, en el otro extremo, un Estado punitivo y "de mano dura". En estos barrios, dicen los autores, funciona un "Estado ambivalente", que mientras hace cumplir la ley, en el mismo lugar y al mismo tiempo es socio de conductas criminales. Entre narcos y policías rescata además a los protagonistas silenciados de esta historia: los habitantes de estas zonas vulneradas, para quienes el barrio se volvió "tierra de nadie" y el narco es esa fuerza capaz de entrar en sus hogares y arrebatarles a sus propios hijos. Al iluminar esa trama de complicidades, los autores –que han investigado estos territorios a fondo como pocos– revelan los problemas estructurales de los conurbanos, esa suerte de "caja negra" política y sociológica sobre la que siguen pesando prejuicios e ignorancias.

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Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Prefacio

Introducción

1. Las relaciones clandestinas importan

El intreccio

Redes de extorsión apoyadas por el Estado

Violencia sistémica

Conducta policial ilegal

Las fuerzas de seguridad en la Argentina

Narcotráfico y policía

2. La violencia de la droga en las calles y en el hogar

con Mary Ellen Stitt

Violencia cotidiana en “tierra de nadie”

Violencia en contexto

La violencia de la droga entra en casa

3. Colusión y cinismo legal

Extorsión y protección

Cinismo legal

Acción e inacción

Excursus: punteros políticos

Traicionar lo que es correcto

4. Llegar a un “arreglo”

La negociación fundacional

De regreso en Arquitecto Tucci

Más allá de Tucci

5. Competencia, retaliación y violencia

El contenido de la colusión

Los Monos

6. Entramados de protección

Los Pescadores

La Banda de Raúl

El precio de un arresto

7. Descifrar la colusión

Microdinámica de la colusión

Maniobras y errores

Error corregido

Confianza y cinismo

Colusión y violencia

Conclusiones

Bibliografía

Javier Auyero

Katherine Sobering

ENTRE NARCOS Y POLICÍAS

Las relaciones clandestinas entre el Estado y el delito, y su impacto violento en la vida de las personas

Traducción deTeresa Arijón

Auyero, Javier

Entre narcos y policías / Javier Auyero; Katherine Sobering.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2021.

Libro digital, EPUB.- (Sociología y Política)

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de Teresa Arijón // ISBN 978-987-801-081-6

1. Narcotráfico. 2. Policía. 3. Historia de la Provincia de Buenos Aires. I. Sobering, Katherine. II. Arijón, Teresa, trad. III. Título.

CDD 363.45

Título original: The Ambivalent State. Police-Criminal Collusion at the Urban Margins (Oxford University Press, 2019)

© 2021, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Diseño de portada: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: junio de 2021

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-081-6

Prefacio

Una serie de acontecimientos fortuitos nos llevaron a trabajar juntos en este libro. Antes de este trabajo compartido, ambos nos dedicábamos a proyectos por completo diferentes (luego descubrimos que desde el punto de vista teórico estaban relacionados).

Katie había conducido una etnografía sobre el “proyecto de igualdad” en el Hotel Bauen, una empresa recuperada y dirigida por los trabajadores en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Durante años estuvo inmersa en la vida organizacional de ese hotel cerrado por sus propietarios y ocupado por los empleados que había retomado las actividades como cooperativa de trabajo. Y si bien Katie centró su investigación en la reorganización del servicio bajo el control de los trabajadores, también observó la prolongada campaña política de la cooperativa para legalizar su uso del céntrico hotel. A lo largo de varios veranos documentó las acciones de una miríada de actores estatales –desde inspectores municipales y empleados ministeriales hasta jueces y senadores nacionales– que prometían futuros muy diferentes. Mientras algunos abogaban en favor de la expropiación del hotel por parte del Estado (lo cual aseguraría su titularidad), otros amenazaban con el cierre, el desalojo y la casi segura disolución de la cooperativa. Mientras los agentes estatales sembraban por partes iguales la esperanza y el miedo, los integrantes de la cooperativa quedaron sumidos en un limbo legal todavía irresuelto.

Aunque marginal en su forma organizacional (un hotel ocupado, una cooperativa de trabajadores), el Bauen tiene una ubicación geográfica central a pocas cuadras del Congreso de la Nación y a pasos de una de las intersecciones más transitadas de la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, la mayoría de los integrantes de la cooperativa debía hacer largos viajes desde barrios pobres y de clase trabajadora en los suburbios. Si se toma un colectivo cerca del Bauen, se demorará casi una hora y media y dos cambios de línea para llegar a Arquitecto Tucci, el barrio donde Javier ha estudiado la violencia cotidiana desde 2009 (Auyero y Berti, 2013). En un contexto muy diferente, documentó la intermitente, contradictoria y altamente selectiva presencia del Estado entre los pobres urbanos. Ese estudio de la acción estatal fue sobre todo una reconstrucción de las maneras en que un actor (la policía estatal) aparecía, era padecido y ponía su impronta en las vidas de los más desposeídos: a veces bajo la forma de un operativo policial visible (un allanamiento en un punto de venta de drogas, un día entero de operaciones de detención y cacheo), y otras, bajo la forma de un acuerdo secreto entre un agente de policía y un vendedor de droga local (“narco”). El estudio original se mantuvo en particular en el nivel fenomenológico. Dado que el foco analítico del proyecto residía en lo que Javier llamaba “concatenaciones de violencia”, no llegó al “detrás de la escena” para examinar esta modalidad de intervención estatal. Sin embargo, persistió la curiosidad por ese “detrás de escena” de la acción estatal cuyos aspectos ilícitos son un secreto a voces entre los residentes de muchos barrios marginados y entre quienes estudian la vida cotidiana de los pobres urbanos.

En el transcurso de nuestros proyectos de investigación individuales –nos damos cuenta ahora–, ambos luchábamos a brazo partido con temas análogos: cómo dar sentido a las conflictivas e inconsistentes intervenciones del Estado (la policía, en el caso de Javier; los municipios, la legislatura nacional y los juzgados, en el caso de Katie) entre grupos vulnerables y precarios.

Además de seguir líneas de investigación relacionadas entre sí, compartimos una visión sobre cómo acercarnos a nuestra labor. Ambos creemos que

el Estado contemporáneo puede ser mejor captado […] por cómo trata a sus pobres y sus delincuentes, sus inmigrantes y sus detenidos, por cómo administra los barrios urbanos sensibles y las zonas de espera fronterizas, las instituciones correccionales y los centros de detención, por su uso de prácticas a la vez opacas y espectaculares, desviadas o ilegales (Fassin, 2015: 3).[1]

Con conceptos e imágenes como ensamblaje, manos, campo y piezas, buena parte de los estudios académicos recientes han dividido y desreificado al Estado, en última instancia cuestionando su unidad e integridad (Bourdieu, 2015; Fassin, 2015; Schneider y Schneider, 2003; Jessop, 2016; Morgan y Orloff, 2017). En este libro buscamos dar un paso más en la dirección señalada por este estimulante corpus. Abrimos el debate sobre el carácter del Estado en un tiempo y un lugar específicos (la Argentina durante las primeras dos décadas del siglo XXI) a través del minucioso análisis de los recursos, prácticas y procesos que son centrales en las relaciones clandestinas que vinculan a los actores estatales con grupos que desarrollan acciones que el propio Estado define como criminales.

Ahora vamos a referirnos a la serie de acontecimientos afortunados (y a las personas detrás) que hicieron posible este libro. Acontecimiento uno: mientras ambos trabajábamos en nuestros proyectos individuales, Karen Cerulo, la editora de Sociological Forum, invitó a Javier a escribir un ensayo acerca de las relaciones entre el Estado y los pobres urbanos en el Sur Global. Esa invitación propició el diálogo inicial acerca de lo que, a nuestro común entender, brillaba por su ausencia en las conversaciones académicas sobre etnografía urbana y maneras de conducir una investigación sistemática sobre las actividades invisibles y potencialmente ilícitas de los actores estatales. La cuidadosa lectura de los artículos publicados en los diarios y las crónicas periodísticas de investigación nos reveló fuentes de información imprescindibles (procesos judiciales y escuchas telefónicas) que hasta el momento no habíamos analizado de manera exhaustiva. Pronto caímos en la cuenta de que había numerosos ejemplos en las escuchas telefónicas (Berlusconi, 2013; Campana, 2011; Campana y Varese, 2012; Natarajan, 2006) e incluso más en los archivos legales (entre ellos, Ginzburg, 1992; Kertzer, 2008).

Acontecimiento dos: el notable periodista argentino Cristian Alarcón nos puso en contacto con dos intrépidas y extraordinarias periodistas y cronistas, María Florencia Alcaraz y Silvina Tamous. “Ellas te pueden ayudar”, le dijo a Javier cuando él le preguntó si existía alguna posibilidad de acceder a los procesos judiciales mencionados en los periódicos. Y por supuesto que ayudaron. Florencia y Silvina localizaron los casos judiciales y aportaron información de sumo valor para ayudarnos a comprenderlos. Ambos les estamos inmensamente agradecidos por eso. La emoción de abrir un archivo y tener acceso a escuchas telefónicas “en crudo” es difícil de describir. La energía cosechada con el éxito inicial de esa búsqueda a su vez nos indujo a revisitar material etnográfico anterior y realizar una nueva ronda de entrevistas bajo la conducción de María Fernanda Berti, coautora con Javier del libro La violencia en los márgenes.

Acontecimiento tres: Fernanda estaba dispuesta, disponible y más que decidida a volver al campo. Gracias, Fernanda, por esa investigación que fue esencial para el desarrollo de nuestros argumentos en los capítulos 2 y 3. Además del invalorable trabajo de Fernanda, queremos expresar nuestra gratitud a los vecinos de Arquitecto Tucci que participaron en el estudio desde sus inicios. Este proyecto no habría sido posible sin su confianza y su colaboración, y ambos estamos en deuda con su generosidad y su buena disposición para compartir sus experiencias

Gracias también a nuestra colega Mary Ellen Stitt, por ayudarnos a afinar el argumento sobre los caminos de la violencia que presentamos en el capítulo 3. Una versión de ese capítulo fue publicada en la revista Social Forces, y agradecemos a los reseñistas anónimos por sus valiosos comentarios. Partes del capítulo 3 también fueron publicadas en la Latin American Research Review. Vaya entonces nuestro agradecimiento a Aníbal Pérez-Liñán, Guillermo Trejo y los reseñistas anónimos por su colaboración para pulir nuestra argumentación sobre el cinismo legal.

A medida que desarrollamos una lista de lecturas compartidas sobre sociología política, criminología y campos adyacentes, comenzamos a profundizar más en ese mundo transaccional que las escuchas telefónicas visibilizaban. Durante este período, numerosos especialistas nos ayudaron a interpretar el sentido de nuestros hallazgos, ya fuera con indicaciones sobre investigaciones que pudieran contribuir a nuestra expedición intelectual, escuchando nuestras disertaciones en distintas conferencias o leyendo las primeras versiones de partes de este manuscrito. Queremos agradecer a Pablo Alabarces, Desmond Arias, Nino Bariola, Sarah Brayne, Abby Cordova, Matías Dewey, Scott Decker, Gabriel Ferreyra, Sandra Ley Gutiérrez, Tina Hilgers, Alisha Holland, David Kirk, Pablo Lapegna, Benjamin Lessing, Aníbal Pérez-Liñán, Jenny Pearce, Shannan Mattiace, Marcelo Sain, Gemma Santamaría, Sharon K. Schierling, Svetlana Stephenson, Guillermo Trejo, Federico Varese, Loïc Wacquant, Vesla Weaver y Melissa Wright. ¡Muchas gracias a todos!

Dennis Rodgers leyó muchas, muchísimas versiones de este manuscrito y aportó comentarios increíblemente valiosos y específicos. ¡Muchas, muchas pero muchas gracias, Dennis! La próxima vez que nos veamos, nosotros pagaremos la cena, pero nos reservamos el derecho de elegir el lugar.

Karen Cerulo, editora de Sociological Forum, conoció nuestro argumento general cuando nos invitó a publicar un ensayo en un número especial de la revista que con tanta habilidad edita. Gracias, Karen, por esa primera invitación. Como dijimos antes, este libro es producto de aquel esfuerzo inicial.

Presentamos partes de este libro, ya se trate de argumentos preliminares o primeras versiones de diversos capítulos, en el Humanities Center de la Wesleyan University, la Universidad Diego Portales en Santiago de Chile, el Institut Barcelona d’Estudis Internacionals, y en los departamentos de sociología de Boston College, Harvard University, Johns Hopkins University, UNC-Chapel Hill, Tulane University, Universidad de Buenos Aires, UC-San Diego, University of Georgia-Athens y University of New Mexico. Deseamos agradecer a los organizadores y a todos los que asistieron por sus preguntas, comentarios y críticas.

También participamos en talleres y seminarios en Concordia University, University of Chicago, University of Notre Dame y Universidad de Los Andes en Colombia. Los participantes del taller “Argentina en perspectiva sociológica” en la UT-Austin escucharon nuestra primera argumentación completa y nos brindaron comentarios invaluables. Gracias a María Akchurin, Claudio Benzecry, Daniel Fridman, Mariana Heredia, Amalia Leguizamón, Luisina Perelmiter, Ariel Wilkis y (una vez más) Matías Dewey y Pablo Lapegna.

Concebimos este libro en el Urban Ethnography Lab, un espacio institucional colaborativo en la Universidad de Texas en Austin que apoya la investigación cualitativa. Presentamos una primera versión de este trabajo en un taller en el otoño de 2017. Gracias a todos los que asistieron por sus comentarios y por formar parte de una comunidad intelectual que estimula la creatividad y la colaboración.

Por último, queremos agradecer a nuestros familiares, tanto a los que se encuentran cerca como a los que están lejos. A Gabriela, Camilo y Luis, los amores de la vida de Javier: gracias por siempre y por todo. A Melissa: gracias por ser una compañera incondicional y la luz que ilumina la vida de Katie. Esta colaboración fue posible gracias a la profundidad del amor y el apoyo que en todo momento nos brindaron.

[1] Véase también Das y Poole (2004).

Introducción

Las tribulaciones de Carolina

Durante toda su vida, Carolina vivió en Arquitecto Tucci, un barrio pobre en los suburbios de la ciudad de Buenos Aires con una elevada tasa de homicidios.[2] A los 37 años compartía una casa de dos pisos, cerca de una escuela primaria, con su esposo Raúl y sus tres hijos varones. Como suele suceder en Arquitecto Tucci, la modesta vivienda de Carolina era de ladrillo a la vista con techo de tejas y pisos de concreto sin terminar. Por las noches, dos faroles solitarios proveían escasa visibilidad en la calle sin asfaltar, que se inundaba cuando llovía. Además de ocuparse de la casa y de criar a sus hijos, tres veces por semana Carolina tomaba dos colectivos para ir a la ciudad de Buenos Aires, donde trabajaba como empleada doméstica. El viaje demoraba casi dos horas de ida y otras dos de vuelta.

Cuando nos acercamos por primera vez a Carolina para conocer los problemas más apremiantes de su barrio, aprovechó la oportunidad para hablar de lo que más le importaba: la estremecedora historia de su hijo mayor con las adicciones. “Mi hijo Damián empezó a fumar porro hace unos años y después se pasó al paco”,[3] explicó. “Lo vi totalmente dado vuelta muchas veces, y sé que no es bueno para él. Cuando está muy drogado, es como que está en otra parte, sus ojos están en otra parte. No te entiende lo que le decís, no te escucha”.

La descripción que hace Carolina de su hijo cuando fuma paco es característica de los efectos que produce esa droga. Barato, fácil de conseguir y muy adictivo, el paco es una mezcla de subproductos de la cocaína más un popurrí de otros rellenos tóxicos que provoca un “vuelo” intenso pero breve. Cuando pasa el efecto –lo cual ocurre muy rápido– los usuarios se sienten deprimidos y paranoicos y salen en busca de la próxima dosis.

Además de los cambios drásticos que Carolina observó en la personalidad de Damián, el resto de la familia también se vio afectado por sus horarios erráticos y sus problemas de salud. “Volvía [a casa] a las cuatro de la mañana. Yo no podía dormir”, nos contó. Y describió su angustia al ver la boca de su hijo cubierta de llagas: “Porque cuando fuma, se le quema la boca. Es tan triste”. Para colmo de males, los dos hijos menores de Carolina estaban expuestos a la incertidumbre y el conflicto que generaba la adicción de Damián. “Mi hijo Brian, que tiene 5 años –explicó Carolina–, lloraba muchísimo cuando el hermano desaparecía. De todos, Brian es el que más sufrió”.

Carolina se enfervorizaba al comentar sus dificultades para manejar la adicción de Damián: “Yo lo encerraba para que no saliera a fumar”. Pero sus intentos de mantenerlo encerrado en la casa fueron, en última instancia, un tiro por la culata: “Una vez saltó del balcón y se rompió la pierna. Las drogas lo estaban matando”.

Cuando Damián salía de la casa, Carolina casi nunca sabía dónde estaba o cuándo volvería. “Pasamos todo el año persiguiéndolo, día tras día abajo de la lluvia, siempre buscándolo”, recordó. “Era muy duro. Todos sufríamos. Es horrible, no te imaginás. Sentís que te tiemblan las manos y las piernas, no sabés con qué te vas a encontrar cuando salís a buscarlo”. Pero lo peor de todo era la preocupación por la violencia que Damián podía sufrir mientras compraba, consumía o se recuperaba de su “vuelo”: “Me daba miedo que lo mataran, o que lo violaran. Mi miedo más grande era encontrármelo apuñalado o baleado por culpa de las drogas”.

La impotencia de Carolina para frenar la adicción de Damián se manifestaba como frustración interna. Por ejemplo, nos comentó que cuando su hijo estaba bajo el efecto del paco ella “quería matarlo”. Y recordó que: “Una noche salí a buscarlo. Y estaba superdrogrado. Le di flor de paliza, pero él no se acuerda de nada. Te miraba como shockeado, con cara de estúpido, como si no supiera de qué estaba hablando”.

Carolina estaba convencida de que la calle –donde Damián pasaba la mayor parte de su tiempo– era el origen de su adicción. Nos explicó: “Cuando le pregunto por qué es tan difícil dejar, dice que tiene las drogas delante de la cara, que aparecen por todas partes donde va, que las drogas están en todas partes. Te las venden en la esquina, te las venden cruzando la calle. Dice que no puede salir de la casa porque las drogas están ahí nomás y lo tientan. A cualquier lugar que vaya en Arquitecto Tucci, hay drogas”.

Para alguien como Damián, la dependencia de drogas adictivas en alto grado, como el paco, era una realidad inevitable. Pero muchos otros estaban involucrados en las redes de producción, distribución y consumo de drogas ilegales y la violencia que engendran esos procesos. “Acá no podés salir a trabajar sin pensar que te van a afanar en cualquier momento”, comentaba Carolina mientras hablaba de sus largos viajes en colectivo a la ciudad de Buenos Aires. “Hay chicos que roban para tener plata para comprar droga. Yo siempre me cuido la espalda. No podés ni caminar por la calle. Vayas donde vayas, tenés que tomar un remís. No podemos vivir así”. Por si esto no bastara, Carolina tampoco se sentía protegida por las fuerzas de seguridad: “La policía no hace nada. La policía es toda transa. Agarran a un narco a mitad de cuadra y lo sueltan en la esquina”.

Al describir la adicción de su hijo y el miedo y la violencia imperantes en su barrio, Carolina da voz y carnadura a la experiencia compartida por muchos vecinos de Arquitecto Tucci. También articula lo que constituye el objeto empírico de este libro: la colaboración entre policías y narcotraficantes.

El remordimiento del sacerdote

El padre Mariano Oberlín[4] criticaba abiertamente el paco. Insistía en que la droga tenía efectos devastadores sobre la vida de los jóvenes pobres en la villa donde residía y trabajaba: una zona caliente del narcotráfico en los suburbios de la ciudad de Córdoba.

Hijo de un sindicalista y activista de la Iglesia católica secuestrado y desaparecido por las fuerzas paramilitares a mediados de los años setenta, era público que el padre Oberlín apoyaba las acciones de las Madres contra el Paco. Esta organización –muy presente en Arquitecto Tucci– está integrada por madres cuyos hijos son adictos a lo que se conoce como “la droga de los pobres”.[5] Por su alto grado de exposición, Oberlín fue amenazado de muerte por los narcos locales. “Cinco mil pesos para el que mate al cura”, oyó decir una vez mientras desmalezaba un terreno abandonado frente a la escuela del barrio.

Debido a las intimidaciones recurrentes, el gobierno local le asignó un custodio. El 22 de diciembre de 2016, según el informe policial, el sacerdote estaba cortando el pasto cerca de su iglesia cuando se le acercaron dos adolescentes y le exigieron que les entregara el celular, el rosario y la cortadora de césped. Su custodio corrió a defenderlo y efectuó varios disparos. Una bala mató a uno de los asaltantes, un chico llamado Lucas.[6] Oberlín quedó devastado por el asesinato. Al día siguiente, en un posteo de Facebook, publicó:

Nunca hubiese podido imaginar que la bala que desde hace unas semanas imaginaba que iba a impactar contra mi cabeza, podría terminar en la cabeza de un chico de 14 años. Si pudiera cambiar mi vida por la de este chico, juro que la cambiaría. Pero aunque yo muera, él no va a revivir. Hoy siento que nada tiene sentido. Ni las luchas de tantos años, ni las convicciones, ni las palabras tantas veces dichas, ni el trabajo infatigable por intentar cambiar al menos una puntita de un sistema que está podrido desde la raíz. No sé cómo seguirá la vida para adelante. Solo sé que no quiero seguir alimentando toda esta maquinaria de violencia, exclusión y muerte.

Esta historia encapsula de manera vívida las transformaciones de la violencia en los márgenes urbanos en la Argentina y buena parte de América Latina. Héctor Oberlín, progenitor del sacerdote, enfrentó las amenazas del Estado y las fuerzas paramilitares hasta que fue secuestrado y luego asesinado en un campo de concentración manejado por el Estado argentino durante la última dictadura militar (1976-1983). Su hijo Mariano enfrentó otra forma de peligro: la que representaban los narcos locales.[7]

La violencia relacionada con la droga no solo afecta a usuarios y traficantes, sino también al resto de los vecinos. Los hombres, mujeres y niños que residen en comunidades pobres suelen quedar atrapados en medio de las disputas y enfrentamientos entre narcos. Como bien sabía Carolina, la adicción y el uso de drogas generan otros tipos de agresión interpersonal: asaltos violentos en plena calle, una paliza brutal propinada por una madre desesperada a su propio hijo. Como veremos en este libro, eso que los expertos en el tema y los periodistas llaman violencia “relacionada con la droga” no se restringe a quienes participan en el mercado ilícito: por el contrario, trasciende sus confines y afecta casi todas las relaciones interpersonales, tanto en la calle como en el hogar.

Violencia en América Latina

Durante las dos primeras décadas del siglo XXI, la mayoría de los países latinoamericanos experimentaron un notable aumento de la violencia urbana, que convirtió a América Latina en la única región del mundo donde la violencia letal (medida en tasa de homicidios) continúa creciendo a pesar de no estar en guerra (Bourgois, 2015; Koonings y Kruijt, 2015; Menjívar y Walsh, 2017; Penglase, 2014; Larkins, 2015; Santamaría y Carey, 2017; UNDP, 2013). El politólogo José Miguel Cruz describe con elocuencia este proceso:

Año tras año, las estadísticas revelan signos de empeoramiento y alcanzan nuevas alturas promovidas por las guerras del narcotráfico y las pandillas callejeras. Los últimos informes consolidados sobre tasas de homicidios basados en datos de 2012 sugieren que el promedio de la región superó los 20 asesinados cada 100.000 habitantes hace mucho tiempo. En 2015, Latinoamérica y el Caribe alojaban ocho de los diez países más violentos del mundo. En algunos de los países del llamado Triángulo Norte de Centroamérica (El Salvador y Honduras), Venezuela y el Caribe (Jamaica y Trinidad y Tobago), la violencia homicida ha explotado, con tasas que van de 50 a 103 homicidios cada 100.000 habitantes. En Venezuela, por ejemplo, aproximadamente 128.580 personas fueron asesinadas entre 2001 y 2011, lo que indica un promedio de 11.689 asesinatos anuales. Guatemala, Colombia y Belice registran tasas superiores a 25 homicidios cada 100.000 habitantes. Y Brasil, con la población más numerosa de Latinoamérica, está apenas por encima del promedio regional, aunque en términos absolutos la violencia allí excede por lejos a la de cualquiera de los otros países mencionados (Cruz, 2016: 376).

Los analistas concuerdan en que la violencia interpersonal no está equitativamente distribuida en términos sociales o geográficos; en cambio, se concentra en los territorios donde residen los pobres urbanos, conocidos como favelas, colonias, barrios, comunas o villas en los distintos países del subcontinente (Moser y McIlawine, 2004; Rodgers, Beall y Kanbur, 2012; Salahub, Gottsbacher y De Boer, 2018; Wilding, 2010). La Argentina presenta niveles de violencia comparativamente más bajos que el resto de América Latina, pero muestra una aglomeración similar en las áreas pobres y entre ciertas personas, sobre todo, varones jóvenes pobres (Kessler y Bruno, 2018).

Los estudios de las ciencias sociales señalan un número de factores asociados con este carácter cada vez más ubicuo de la violencia en los barrios de bajos ingresos: pobreza, desempleo, desigualdad, acumulación de desventajas estructurales y falta de cohesión social y de control social informal (“eficacia colectiva”), a los que se suman las influencias por partida doble del narcotráfico y de la frágil legitimidad del monopolio estatal de la violencia (Brysk, 2012; Cruz, 2016; Durán-Martínez, 2018; Imbusch, Misse y Carrión, 2011; Morenoff, Sampson y Raudenbush, 2001; Ousey y Lee, 2002; Sampson, Raudenbush y Earls, 1997; Sampson y Wilson, 1995; Denyer Willis, 2015). Este libro se focaliza en la relación entre estos dos últimos factores y analiza con minuciosidad las conexiones secretas e ilícitas entre narcotraficantes y efectivos de las fuerzas de seguridad estatales.

Nos enfocamos en estas conexiones con plena conciencia de que forman parte de un universo más amplio de vínculos entre el Estado y el crimen, a sabiendas de que son centrales para comprender la espiral de violencia que azota a la región. Una vez más, Cruz lo expresa con claridad meridiana: respecto de los casos de funcionarios gubernamentales de primera línea (en México, Honduras y Guatemala) involucrados en actividades delictivas, argumenta que para comprender los altos niveles de crimen violento en América Latina es imperativo “estudiar la participación del Estado y sus operadores como perpetradores de violencia criminal” (Cruz, 2016: 376; el destacado es nuestro. Véase también Arias, 2017).

En su persuasivo llamado a reflotar una sociología comparativa de la marginalidad urbana, Loïc Wacquant (2008: 11) postula que la investigación de las ciencias sociales necesita especificar el grado y la forma de la penetración estatal en los barrios relegados, así como las relaciones cambiantes –y casi siempre contradictorias– que sus habitantes mantienen con diferentes funcionarios y agencias públicas, escuelas y hospitales, vivienda y bienestar social, bomberos y transporte, juzgados y policía. Para el autor, no es posible presuponer que estas relaciones son estáticas, uniformes y unívocas.

Prosigue Wacquant: “Entre las instituciones que estampan su impronta en la vida cotidiana de las poblaciones y el clima de los barrios ‘problemáticos’, debe prestarse especial atención a la policía” (2008: 12; véanse también Fassin, 2013; Soss y Weaver, 2017). Nuestro libro adhiere a la propuesta de analizar a fondo la “dinámica causal, las modalidades sociales y las formas experienciales que generan la relegación” (Wacquant, 2008: 7-8). En los capítulos que siguen nos ocuparemos de un modo particular de penetración estatal en territorios de marginalidad urbana –la penetración policial– y enfocaremos un conjunto específico de relaciones: los vínculos clandestinos entre policías y narcotraficantes.

Que se abra el telón

Este libro utiliza una combinación de datos única. Nuestra información incluye evidencia etnográfica recolectada durante más de treinta meses de trabajo de campo en Arquitecto Tucci y evidencia documental de varios procesos judiciales que involucran a grupos narcotraficantes en la Argentina: evidencia que abarca cientos de páginas transcriptas de escuchas telefónicas reveladoras entre estos y miembros de las fuerzas de seguridad del Estado (agentes de las policías provinciales, la Policía Federal, Prefectura y Gendarmería). A partir de estas fuentes, realizamos un minucioso análisis del contenido real de lo que se conoce como “colusión policial-criminal” y examinamos su conexión con la percepción que tienen los ciudadanos pobres respecto de las fuerzas de seguridad y la despacificación de sus vidas cotidianas.

Somos los primeros en admitir que el material en que nos basamos para componer este libro es “desordenado” y no se presta a construir los hechos estetizados y las descripciones prolijas que fundamentan buena parte de las teorías y postulados de las ciencias sociales en la actualidad. Entendemos que términos como “aparato estatal cohesivo” o “soberanía fragmentada” responden a propósitos analíticos y han sido útiles para desarrollar conocimiento sobre los orígenes y las formas de la violencia (véanse Davis, 2010; Durán-Martínez, 2015, 2018). Pero nosotros preferimos enfocarnos en los procesos microinteractivos específicos que involucran a miembros de las fuerzas policiales y a participantes en el comercio de drogas ilícitas. No lo hacemos solo porque pensamos que son dinámicas fascinantes –y muy significativas– en plena vigencia, sino porque además pensamos que podemos contribuir a la construcción de fundamentos más sólidos para la investigación sociológica de la relación entre colusión policial-criminal y violencia interpersonal. Las siguientes viñetas anticipan el tipo de datos que utilizaremos para descifrar la colusión.

En la tercera ciudad más grande de la Argentina, Rosario, un integrante de la poderosa banda narcotraficante Los Monos mantuvo una conversación telefónica con Gorra, el líder de la organización.[8] Los detectives estatales habían “pinchado” los teléfonos de ambos, pero ellos no lo sabían.

“Ahí me llamó el pibe de Automotores”, le advirtió a Gorra. “Me dijo que, eh… que los de Automotores querían ir para la calle Quinta, donde dicen que hay autos de alta gama, motos, no sé si es de ustedes, eh… Fijate, no sé de quién es eso, pero me parece que es de tu gente”. Más tarde, Gorra se comunicó por teléfono con un oficial de la policía provincial. “¿Qué onda, mañana no trabajan?”, preguntó. “Sí”, respondió el policía. “Arrancamos a las seis de la tarde, hay como doce órdenes”. Gorra quiso saber dónde se realizarían los allanamientos. “Ah listo… ¿pero para el lado de nosotros no?”. El oficial aportó detalles sobre la ubicación: “Chacarita, para el lado de allá hay una gomería, pero esa el sábado”.

En otra escucha telefónica –todas ellas incluidas en una imputación de 408 páginas contra los integrantes de Los Monos–, otro oficial de policía le dice a Gorra: “Esta tarde se rompe Mosconi [refiriéndose al búnker situado en esa calle]”.

Lejos de Rosario, en el municipio de San Martín en el oeste del Conurbano bonaerense,[9] Nélida –una de las líderes de otra banda de narcotraficantes– le preguntó al jefe de la policía de la zona cuándo pensaba allanar el local de fraccionamiento de su principal competidor. Según las transcripciones incluidas en otro conjunto de procesos judiciales, Nélida dijo: “Me andaba preguntando a ver si pasa algo con mi problemita”. Y el jefe de policía respondió: “Sí, lo que pasa es que no hay orden de detención de ninguno. Yo estoy esperando que el fiscal me la dé, ¿me entendés?”.

El Estado ambivalente

El material etnográfico y los procesos judiciales que examinamos a lo largo de este libro reflejan las nociones y opiniones de los ciudadanos comunes sobre la justicia y la ley y el (mal) comportamiento de la policía, el miedo a la violencia interpersonal que experimentan, y una variedad de interacciones entre miembros de grupos implicados en actividades criminales (específicamente, tráfico y venta callejera de drogas) y miembros del aparato represivo del Estado. Los datos analizados completan nuestra comprensión de la “colusión” o “connivencia” policial-criminal: términos que los medios repiten hasta el cansancio, pero cuya sustancia real permanece vaga e indeterminada tanto en el discurso público como en los estudios sobre el tema.[10]

Tomado en conjunto, el material que analizamos otorga forma concreta “a lo que de otro modo sería una abstracción (‘el Estado’)” (Gupta, 1995: 378). “El Estado como institución –escriben Aradhana Sharma y Akhil Gupta– adquiere fundamento en la vida de las personas a través de las prácticas aparentemente banales de las burocracias” (Sharma y Gupta, 2006: 11; destacado en el original). Los habitantes de un país aprenden qué es el Estado en la esfera de las prácticas cotidianas, como hacer fila para obtener un subsidio (Auyero, 2013), pagar una multa de tránsito, asistir a una audiencia en un juzgado o, como veremos en este libro, sospechar o comprobar que un policía viola la ley.

La investigación académica sobre el Estado moderno critica la todavía imperante dicotomía entre Estados “débiles” y Estados “fuertes” (Dewey, Míguez y Sain, 2017; Jessop, 2016). Cruz, por ejemplo, señala que “el foco excesivo en el debate sobre Estados fuertes versus Estados débiles obstaculiza la exploración de las complejidades del rol del Estado en la violencia común” (Cruz, 2016: 378). El politólogo Enrique Desmond Arias (2006a; 2017), por su parte, arguye que necesitamos examinar los tipos específicos de compromisos entre el Estado y los actores criminales. En su investigación en las favelas de Río de Janeiro,analiza con minuciosidad esos compromisos entre organizaciones criminales, asociaciones comunitarias, policías y políticos. En sus propias palabras:

Las relaciones entre policías y traficantes son violentas y desorganizadas. Los moradores informan que mientras un destacamento policial recibe pagos directos de los narcotraficantes, otros destacamentos mantienen relaciones más distantes con ellos. La mayoría de los policías no aceptan sobornos directos de las bandas. En cambio, arrestan a los traficantes, confiscan el contrabando y después cobran un rescate por la libertad de los narcos encarcelados y venden las drogas y las armas a otras pandillas (Arias, 2006a: 75).

Como con seguridad advertirán los lectores, nuestra descripción de las conexiones clandestinas entre narcotraficantes y agentes policiales comparte muchas similitudes con las de Brasil. A través del análisis minucioso de organizaciones de narcotráfico relativamente más jóvenes y niveles de violencia relativamente más bajos –en comparación con otros casos estudiados en forma exhaustiva, como Brasil, México y Colombia–, nuestro libro intenta aportar elementos para una mejor comprensión de la dinámica de la colusión examinando la información a nivel granular, interpersonal.

El argumento global de este libro postula que, cuando examinamos de cerca las interacciones entre fuerzas de seguridad y actores criminales, el Estado que emerge no es “débil” (como en las descripciones de los barrios pobres abandonados por el Estado o “vacíos de gobernanza”) ni tampoco “fuerte” (como en las descripciones de los barrios pobres como espacios militarizados controlados con firmeza por el puño de hierro del Estado).[11] El conjunto de interacciones clandestinas entre narcotraficantes y actores estatales, desenterradas y analizadas en las páginas siguientes, revelan un Estado que es por sobre todas las cosas una organización profundamente ambivalente, un Estado que hace cumplir la ley y a la vez (y en el mismo lugar) funciona como socio de lo que el propio Estado define como conducta criminal.

Cuando subrayamos el carácter ambivalente del Estado, no estamos aludiendo a la “ambivalencia sociológica”, concepto elaborado por Robert K. Merton y Elinor Barber (1976: 5) para denotar la ambivalencia que “se construye en la estructura de los estatus y roles sociales”. Nosotros utilizamos el término “ambivalente” en sentido literal, tal como lo define el Diccionario de la Real Academia Española: “Que presenta dos interpretaciones o dos valores, frecuentemente opuestos”. O como lo define el Oxford English Dictionary:

Que presenta dos valores, cualidades o significados contrarios o paralelos; que suscita emociones contradictorias (como amor y odio) hacia la misma persona o cosa; y que a veces actúa en concordancia con uno u otro de ambos opuestos; equívoco.[12]

Nos embarcamos en el proyecto de desenterrar las conexiones clandestinas entre las fuerzas de seguridad estatales y los narcotraficantes con la doble ambición de comprender no solo la violencia, sino también el tipo de Estado con el que interactúan los ciudadanos pobres en su vida cotidiana y los significados que expresan esas interacciones. En las páginas que siguen no ofrecemos una revisión abarcadora de las distintas perspectivas sobre qué es y qué hace (o debería hacer) el Estado.[13] En cambio, nuestro acercamiento al Estado emerge de un consenso general en torno a su definición como el conjunto de organizaciones que monopolizan el uso legítimo de la fuerza. El Estado se define como

un conjunto de instituciones interdependientes que se diferencian de otras instituciones de la sociedad, legítimo, autónomo, basado sobre un territorio definido y reconocido como Estado por otros Estados [y que se] caracteriza por su capacidad administrativa para conducir, para gobernar una sociedad, para establecer reglas obligatorias, derechos de propiedad, garantizar intercambios, gravar y concentrar recursos, organizar el desarrollo económico y proteger a los ciudadanos (King y Le Gales, 2012: 108).

El Estado también tiene una dimensión simbólica, en la que la producción de creencia en el Estado y su autoridad (léase legitimación y reconocimiento) ocupa el centro de la escena. Comprender esta dimensión es clave para entender las ideas que los desposeídos tienen de las fuerzas policiales y sus sentimientos de que han sido traicionados por parte de los miembros del aparato de seguridad.[14]

La mayoría de los estudiosos del Estado moderno no incluirían la coherencia entre las características que lo definen (Blanco y otros, 2014; Marwell, 2016; Morgan y Orloff, 2017). Según Bob Jessop, por ejemplo, el Estado es un “ensamblaje polivalente y polimorfo” en el que varios “proyectos de Estado” compiten entre sí (2016: 26). La ambivalencia respecto de la ley es un rasgo característico, de acuerdo con este autor, de todo Estado moderno:

Muchos Estados infringen habitualmente su propia legalidad –ya sea de manera abierta o bajo el manto del secreto oficial, y tanto en asuntos domésticos como foráneos– apoyándose en una mezcla de terror, fuerza, fraude y corrupción para ejercer el poder (Jessop, 2016: 28).

Para Pierre Bourdieu (2015), por mencionar otro ejemplo, el Estado es un campo, un terreno donde una pluralidad de agentes, grupos e instituciones están en lucha constante. En otras palabras, las tensiones y las contradicciones le son pertinentes. Y aunque actores contendientes provistos con diferentes recursos y “fuerzas inusuales” persigan diversas y a veces conflictivas agendas, todos comparten una orientación general (2015: 32). En este campo, la acción se “orienta mayormente a imponer la voluntad del Estado sobre el conjunto de la sociedad” (Steinmetz, 2014: 5).

La mayoría de los expertos en el tema quizá dirían que nuestro postulado sobre la ambivalencia del Estado es tautológico. Casi con seguridad argumentarían que los Estados siempre son ambivalentes. Estamos de acuerdo. Lo que intentaremos demostrar es que los agentes estatales simultáneamente hacen cumplir y violan la ley en el mismo espacio marginalizado y entre las mismas personas relegadas. En este libro aportamos evidencia empírica de una instancia de ambivalencia específica en las zonas más bajas del espacio social y geográfico. El Estado puede ser siempre ambivalente, pero la ambivalencia específica que vamos a develar –mediante un análisis detallado de los recursos, prácticas y procesos que vinculan a agentes estatales y narcotraficantes– modela la violencia interpersonal y produce una casi generalizada desconfianza hacia las fuerzas de seguridad.

Más aún: la acción y la intervención del Estado no están aisladas de otras instituciones. Como bien explica Jessop:

Cómo y hasta dónde se actualizan los poderes del Estado (y todas las responsabilidades, vulnerabilidades e incapacidades asociadas) depende de la acción, reacción e interacción de fuerzas sociales específicas localizadas dentro y fuera del Estado (Jessop, 2016: 57).

Aunque Jessop no pensaba en vínculos ilícitos, su afirmación de todos modos resulta válida: las conexiones clandestinas alejan a los actores estatales de su obligación de “imponer la voluntad del Estado” (como argumenta Steinmetz, 2014: 5) y los encaminan en una dirección diferente e ilícita. Como intentaremos demostrar, las fuerzas de seguridad estatales involucradas en relaciones colusivas abdican de la obligación de imponer la voluntad del Estado sobre otros y en cambio intentan imponer su propia voluntad en beneficio propio. Para hacerlo, utilizan el poder que les otorga el hecho de pertenecer al aparato estatal.

La evidencia empírica que presentamos apunta a un Estado cuya presencia en los márgenes urbanos exhibe, como ya dijimos, dos rasgos coexistentes y en apariencia contradictorios: actuar a la vez como responsable del cumplimiento de la ley y como cómplice de actos delictivos.[15] Las fuerzas de seguridad patrullan las calles, realizan allanamientos repentinos y establecen puestos de control aleatorios. Los agentes policiales utilizan tácticas violentas de detención y cacheo, y emplean fuerza excesiva para llenar calabozos y prisiones. Estos no son, reiteramos, signos de un Estado ausente o débil.[16] Y a lo largo de este libro vamos a mostrar cómo ese mismo Estado participa en forma paralela en actividades criminales en una variedad de maneras ocultas. Esa participación tiene consecuencias importantes. Como advierte Cruz (2016: 377): “Aumenta las repercusiones del delito, reproduce la impunidad, convierte a las instituciones estatales en cómplices del crimen, y transforma los parámetros de legitimidad del régimen”.

Nos proponemos desarrollar nuestro argumento sobre la ambivalencia del Estado mostrando con meticulosidad (en vez de limitarnos a mencionar y teorizar) el funcionamiento interno de las relaciones colusivas. Para descifrar la colusión, Entre narcos y policías presenta –con el mayor detalle empírico posible– los intercambios de recursos materiales y simbólicos entre narcotraficantes y agentes estatales, como asimismo las prácticas y procesos relacionales que la constituyen. Argumentamos aquí que estas relaciones ilícitas ayudan a las organizaciones del narcotráfico a establecer un monopolio económico sobre un territorio que es central para su comercio ilegal. También demostramos que las relaciones clandestinas entre policías y narcos:

configuran la violencia sistémica que a menudo acompaña al mercado de drogas ilegales y contribuye a la formación de lo que Janice Perlman (2010) denomina “caldo de cultivo de la violencia” en las áreas urbanas pobres,[17] ymodelan lo que los criminólogos denominan “cinismo legal”: la creencia compartida de que las fuerzas de seguridad “son ilegítimas e indolentes y no están capacitadas para garantizar la seguridad pública” (Kirk y Papachristos, 2011: 1191).[18]

Los pobres están convencidos de que, en lo atinente al narcotráfico y el control de la violencia relacionada con esa actividad, el Estado es inepto y tendencioso y participa en lo que llamaremos una desorganizada criminalidad organizada.

Uniéndose al “giro relacional” en las ciencias sociales, el sociólogo Matthew Desmond (2014) aboga por una “etnografía relacional” (Emirbayer, 1997; Mische, 2008; Tilly, 2002; Zelizer, 2012). Aduce que los etnógrafos deberían cambiar el foco sustantivo y analítico de su investigación –antes centrada en grupos humanos y lugares– hacia las relaciones, conflictos, fronteras y procesos.[19] En Entre narcos y policías desarrollamos una agenda de investigación que duró dos décadas y consistió en el escrutinio exhaustivo de las relaciones entre el Estado y los pobres urbanos (Auyero, 2000, 2007, 2013). Aunque dedicamos mucho tiempo y esfuerzo a intentar comprender cómo piensan, sienten y actúan –solos o en grupo– los vecinos, los policías y los narcotraficantes, nuestro objeto de análisis son las relaciones entre estos tres actores. Para ser más claros: pensemos en el aplauso. Nosotros no estudiamos las manos que se chocan al aplaudir, sino el sonido percusivo que producen –y que figurativamente subyace entre ellas–. Este libro no es un estudio de un barrio (Arquitecto Tucci), un grupo de personas (sus residentes) o una organización (la fuerza policial o las bandas de narcos), sino un estudio de las relaciones (a veces abiertas; otras, encubiertas) de conflicto o cooperación entre ellos, y de las experiencias y acciones resultantes.[20]

Es importante señalar que estas relaciones no existen en un vacío, y que son modeladas por contextos económicos y políticos particulares. Las fuerzas y estructuras económicas y políticas determinan –en el sentido de establecer límites y ejercer presiones, como diría Raymond Williams (1978)– los recursos que se intercambian, las prácticas en que participan los actores y los procesos que los vinculan. Las transformaciones en la actividad policial y el tráfico de drogas, que analizaremos en el capítulo 1, son particularmente importantes para comprender qué es lo que “constriñe, impele y define” (Salzinger y Gowan, 2018: 62) a la dinámica de la colusión.

Una nota sobre métodos: etnografía y análisis de procesos judiciales

Este proyecto es una continuación del estudio sobre violencia y pobreza urbana iniciado en el libro La violencia en los márgenes (Auyero y Berti, 2013). Aquel texto hacía referencia a la colusión entre narcotraficantes y agentes policiales, pero no examinaba la información preliminar sobre el tema. Para escribir este libro revisamos el extenso trabajo de campo de aquel proyecto, realizamos más entrevistas en Arquitecto Tucci –enfocadas en particular en los vínculos entre consumo de drogas, tráfico, violencia e (in)acción policial– y estudiamos procesos judiciales que involucraron a miembros de organizaciones de narcotráfico y de las fuerzas de seguridad del Estado.

Etnografía revisitada y nuevos análisis

Entre abril de 2009 y agosto de 2012 –con las interrupciones de los recesos escolares de invierno y verano– María Fernanda Berti, una de las coautoras de La violencia en los márgenes, registró sus actividades como maestra de enseñanza primaria en un diario de campo. Esto incluía sus experiencias en el barrio donde trabajaba, combinadas con las anécdotas relatadas por sus alumnos, otros docentes y personal de la escuela, e información compartida por los padres. Siempre usaba seudónimos para identificar a las personas que estudiaba. Agustín Burbano de Lara se unió al proyecto como asistente de investigación en 2010 y 2011. Visitó Arquitecto Tucci dos o tres veces por semana durante seis meses y forjó una relación de confianza con los coordinadores de un comedor popular del barrio. A través de ellos pudo conocer a muchos otros vecinos: primero a los que visitaban el comedor y después a otros a través de estos. Las entrevistas que condujo Agustín tuvieron un carácter más informal que el intercambio unidireccional típico de los protocolos de investigación y fueron realizadas después de semanas, e incluso meses, de conocimiento mutuo.[21]

Para el actual proyecto, revisitamos la información producida durante aquel trabajo de campo. Esta tarea implicó recodificar notas de campo y entrevistas transcriptas con anterioridad. Pero esta vez nos focalizamos en las interacciones entre policías, narcotraficantes y vecinos. Específicamente, nos concentramos en las descripciones y evaluaciones de los moradores respecto de lo que ellos llamaban el “arreglo”: la relación ilícita entre policías y narcotraficantes. En este texto utilizamos el pronombre “nosotros” al describir este campo de trabajo etnográfico para subrayar que la información fue recolectada en equipo, no para referirnos a nuestra propia presencia.

Desde la publicación de La violencia en los márgenes, María Fernanda Berti continuó trabajando como docente en Arquitecto Tucci. En 2018 condujo catorce entrevistas adicionales con cinco dirigentes políticos, el sacerdote local y ocho vecinos. Estas nuevas entrevistas se focalizaron en las experiencias personales de los entrevistados con la colusión, la violencia y la adicción y en sus maneras de manejarse respecto de las operaciones de narcotráfico y los rumores de corrupción policial. Este trabajo de campo cualitativo y el material de las entrevistas no solo inspiraron el resto de nuestro estudio, sino que orientaron el análisis de la colusión y el cinismo legal, que desarrollamos en el capítulo 3.

Documentos legales y artículos periodísticos

El grueso de nuestra investigación de archivo se basó en una exhaustiva lectura de procesos judiciales (imputaciones y transcripciones de escuchas telefónicas) que involucraban a miembros de organizaciones del narcotráfico que operaban en diferentes áreas de la Argentina, incluidos Los Vagones (Arquitecto Tucci, Buenos Aires), Los Monos (Rosario, Santa Fe), Los Pescadores (Yapurá, Corrientes) y La Banda de Raúl (San Martín, Buenos Aires). Además de estos documentos legales, recolectamos nuevos artículos relacionados con los procesos judiciales para comprender mejor el contexto de las acusaciones. Estos casos documentan la colusión entre narcotraficantes y miembros de distintas fuerzas de seguridad del Estado –entre ellas, la Policía Federal, la Gendarmería y la Prefectura–,[22] así como fuerzas policiales provinciales. En la Argentina, cada provincia tiene su propia fuerza policial, compuesta por agencias estatales y delegaciones locales. Por eso, cuando hablamos de policía local, aludimos a los agentes de la policía provincial que operan en un barrio particular.