Episodios nacionales I. Napoleón en Chamartín - Benito Pérez Galdós - E-Book

Episodios nacionales I. Napoleón en Chamartín E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Napoleón en Chamartín es la quinta novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Narrada por el cronista y personaje principal de estos Episodios Nacionales, Gabriel de Araceli, en esta novela se describe la entrada de Napoleón Bonaparte en Madrid acompañado de su ejército. Una vez ganada la batalla de Bailén el 19 de Julio de 1808, tanto los ciudadanos como los generales del ejército español entraron en una especie de letargo que duró cuatro meses, y la proximidad de los franceses a las puertas de Madrid les obligó a coger las armas y defender otra vez la patria. Benito Pérez Galdós nos describe los acontecimientos acaecidos durante los cuatro meses siguientes al éxito de Bailén, resaltando el desacuerdo que reina entre los generales más destacados de España, entre ellos Castaños, Palafox, Cuesta, Blake y Álava. La ciudad se prepara para resistir pero, como cuenta Gabriel, el 4 de diciembre de 1808 tendrá que rendirse. José I Bonaparte vuelve al trono. Tras la capitulación, Santorcaz es nombrado jefe de alguaciles. Gabriel se entera de que quiere prenderle, y pide ayuda a la Condesa Amaranta para huir de Madrid. Pero al final permanece en la capital para evitar el rapto de su amada Inés, desoyendo los consejos de la condesa.

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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales I Napoleón en Chamartín

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Episodios nacionales I. Napoleón en Chamartín.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-455-6.

ISBN rústica: 978-84-9007-283-7.

ISBN ebook: 978-84-9007-245-5.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La obra 7

I 9

II 16

III 19

IV 24

V 36

VI 43

VII 55

VIII 67

IX 76

X 87

XI 91

XII 95

XIII 98

XIV 107

XV 113

XVI 119

XVII 126

XVIII 135

XIX 143

XX 148

XXI 154

XXII 161

XXIII 170

XXIV 174

XXV 182

XXVI 194

XXVII 207

XXVIII 215

XXIX 220

Libros a la carta 225

Brevísima presentación

La obra

Napoleón en Chamartín es la quinta novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Narrada por el cronista y personaje principal de estos Episodios Nacionales, Gabriel de Araceli, en esta novela se describe la entrada de Napoleón Bonaparte en Madrid acompañado de su ejército. Una vez ganada la batalla de Bailén el 19 de Julio de 1808, tanto los ciudadanos como los generales del ejército español entraron en una especie de letargo que duró cuatro meses, y la proximidad de los franceses a las puertas de Madrid les obligó a coger las armas y defender otra vez la patria. Benito Pérez Galdós nos describe los acontecimientos acaecidos durante los cuatro meses siguientes al éxito de Bailén, resaltando el desacuerdo que reina entre los generales más destacados de España, entre ellos Castaños, Palafox, Cuesta, Blake y Álava. La ciudad se prepara para resistir pero, como cuenta Gabriel, el 4 de diciembre de 1808 tendrá que rendirse. José I Bonaparte vuelve al trono.

Tras la capitulación, Santorcaz es nombrado jefe de alguaciles. Gabriel se entera de que quiere prenderle, y pide ayuda a la Condesa Amaranta para huir de Madrid. Pero al final permanece en la capital para evitar el rapto de su amada Inés, desoyendo los consejos de la condesa.

I

El señor don Diego Hipólito Félix de Cantalicio Afán de Ribera, Alfoz, etc., etc., conde de Rumblar y de Peña-Horadada, hacía en Madrid la siguiente vida:

Levantábase tarde, y después de dar cuerda a sus relojes, se ponía a disposición del peluquero, quien en poco más de hora y media le arreglaba la cabeza por fuera, que por dentro solo Dios pudiera hacerlo. Luego daba al reloj de su cuerpo la cuerda del necesario alimento, como decía Comella, la cual cuerda pasaba aún más allá de la media docena de bollos de Jesús reblandecidos en dos onzas de chocolate. Incontinenti tenía lugar la operación de vestirse y calzarse, no consumada a dos tirones, sino con toda aquella pausa, aplomo, espaciosidad y mesura que la índole de los tiempos exigía. Una vez en la calle, dirigía sus pasos a cierta casa de la Cuesta de la Vega, donde es fama que habitaba la discreta mayorazga, con cuyo linaje la casa de Rumblar concertara genealógico y utilitario ayuntamiento. Esta visita no era de mucho tiempo, y al poco rato salía don Diego para encaminarse ligero como un corzo a la calle de la Magdalena, donde vivía un señor de Mañara, de quien era devotísimo y fiel amigo. Era creencia general que comían juntos, y luego leían la Gaceta, el Semanario patriótico, el Memorial literario y cuantos papeles impresos venían de Valencia, Sevilla o Bayona, tarea que les entretenía hasta el anochecer; y por fin a la hora y punto en que las calles de Madrid se tapujaban con aquel manto de simpática oscuridad que el positivismo alumbrador de estos tiempos ha rasgado en mil pedazos, nuestros dos galanes salían juntos en luengas capas embozados, y a veces con traje muy distinto del que usaban durante el día. Aquí tenía principio, según opinión de los sesudos autores que se han ocupado de don Diego de Rumblar, la verdadera existencia de aquel insigne rapazuelo, así como también es cierto que todos los cronistas, si bien desacordes en algunos pormenores de sus escandalosas aventuras, están conformes en afirmar que siempre le acompañaba el supradicho Mañara, y que casi nunca dejaban de visitar a una altísima dama, la cual lo era sin duda por vivir en un tercer piso de la calle de la Pasión, y tenía por nombre la Zaina o la Zunga, pues en este punto existe una lamentable discordancia entre autores, cronistas, historiógrafos y demás graves personas que de las hazañas de tan famosa hembra han tratado.

Ante el inconveniente de aplicar a Ignacia Rejoncillos los dos apodos con que la apellidaban sus amigos, yo me decido a llamarla siempre la Zaina, y en verdad que ignoro por qué la aplicaron tal nombre, pues aunque a los caballos castaños se les llama zainos, no sé si esto cuadra a los cabellos del mismo color: ello es, sin embargo, que la palabreja significa también traidor, falso y poco seguro en el trato, y falta saber si la hija del tío Rejoncillos, alias Mano de mortero, merecía aquellos dictados, y por lo tanto, el ser tenida por la flor y espejo de la zainería.

Pero no quiero desviarme de mi principal objeto, que ahora es decir a cuáles sitios iba don Diego y a cuáles no: y firme en tal propósito, afirmo y juro en realidad de verdad, y sin que ninguna persona honrada me pueda desmentir, que don Diego y el señor de Mañara iban de noche a una reunión de masonería incipiente del género tonto, que se celebraba en la calle de las Tres Cruces, y a otra del género cómico fúnebre, que tenía su sala, si no me falta la memoria, en la calle de Atocha, número 11 antiguo, frente a San Sebastián; en cuyas reuniones, amén de las muchas pantomimas comunes a esta orden famosa, leíanse versos y se pronunciaban discursos, de cuyas piezas literarias espero dar alguna muestra a mis pacienzudos leyentes.

Sobre todo en la calle de Atocha, donde estaba la logia Rosa-Cruz, el rito era tal, que algunas veces púseme a punto de reventar conteniendo las bascas y convulsiones de mi risa, pues aquello, señores, si no era una jaula de graciosos locos, se le parecía como una berenjena a otra. En una oscurísima habitación, que alumbraban macilentas luces, y toda colgada de negro, se reunían los tales masones; y porque allí fuera todo misterioso, tenían a la cabecera un Santo Cristo acompañado del compás, escuadra y llana, y a la derecha mano, un esqueleto muy bien puesto en un sillón, con la cabeza apoyada en la mano, en ademán meditabundo, y por debajo un letrerito que decía: Aprende a morir bien.

Debo indicar que en aquel año la masonería española era pura y simplemente una inocencia de nuestros abuelos, imitación sosa y sin gracia de lo que aquellos benditos habían oído tocante al Grande Oriente Inglés y al Rito Escocés. Yo tengo para mí que antes de 1809, época en que los franceses establecieron formalmente la masonería, en España ser masón y no ser nada eran una misma cosa. Y no me digan que Carlos III, el conde de Aranda, el de Campomanes y otros célebres personajes eran masones, pues como nunca les he tenido por tontos, presumo que esta afirmación es hija del celo excesivo de aquellos buscadores de prosélitos que no hallándolos en torno a sí, llevan su banderín de recluta por los campos de la historia, para echar mano del mismo padre Adán, si le cogen descuidado.

Después de 1809 ya es otra cosa. De aquellas dos logias infantiles, que yo conocí en la calle de las Tres Cruces y en la de Atocha, y donde se regocijaban con candorosas ceremonias unos cuantos desocupados, salieron la famosa logia de la Estrella, la de Santa Justa patrona de Córcega, la sociedad de caballeros y damas Philocoreitas, la de los Filadelfios de Salamanca, la Gran logia nacional que estuvo en el edificio ocupado antes por la Inquisición, la logia de Santiago el Mayor en Sevilla, y las de Jaén, Orense, Cádiz y otras ciudades. Entrometiéndome en la Gran logia nacional, oí hablar de cosas más serias y graves que los discursitos filosóficos en verso que le echaban al esqueleto de la Rosa-Cruz; oí hablar mucho de política, de igualdad, y entonces fue cuando anduvo de boca en boca, y llegó a ser muy de moda la palabra democratismo, que luego desapareció para presentarse de nuevo al cabo de medio siglo, aunque reformada en su forma y tal vez en su significación. De la larva de aquellas logias, no es aventurado afirmar que salió al poco tiempo la crisálida de los clubs, los cuales a su vez, andando el voluble siglo, dieron de sí la mariposa de los comités.

Pero otra vez, sin quererlo, me aparto de mi objeto, y no ha de ser así, sino que vuelvo atrás para deciros que el señor conde de Rumblar, luego que esparcía su ánimo en aquello del esqueleto, y hablaba por los codos durante una hora, iba en busca de entretenimientos más agradables, y aquí es donde viene como anillo en el dedo la ocasión de nombrar a la Zaina, porque a eso de las once era cuando penetraba en sus salones el joven de que me ocupo, no acompañado solo por el citado Mañara, sino también por don Luis de Santorcaz, que siempre se le unía en la Rosa-Cruz para seguir juntos hasta la madrugada.

Es preciso tener presente que no era la Zaina la única gran dama de aquellos aristocráticos barrios que abría de par en par las puertas de la casa y de su alma a nuestros tres amigos, y a fe mía que si hubiera yo de enumerar todas las ilustres casas de los cuarteles de San Lorenzo y San Millán que por aquellos días obsequiaban a un pequeño número de habitués (¿por qué no decirlo en francés?) llenaría de seguro todo este libro y medio más. Pero, sin renunciar a ser cronista de los saraos de aquella matritense high life (¿por qué no decirlo en inglés?) seré muy breve por ahora, señores míos. Estenme atentos, y no me interrumpan con exclamaciones de admiración, que me harían perder mal de mi grado el hilo del relato.

Los salones de la Zancuda, en la calle de Ministriles, se abrían muy temprano, y allí había cierta grave etiqueta, con poco de fandango y menos de seguidillas, razón por la cual escaseaba la concurrencia. Era la Zancuda mujer de grandes atractivos, a pesar de su feísimo nombre, pero no gustaba de alborotos, porque su marido o lo que fuera, el señor Regodeo, era al modo de diplomático, hombre estirado, serio, ceñudo, y que en esto de burlar con sutilísima perspicacia las socaliñas de las aduanas, almojarifazgos o arbitrios de puertas, no se cambiaría por los más famosos de Sevilla y Ronda en el tal oficio. Don Diego y sus dos amigos frecuentaban poco esta casa, donde comúnmente se estaba como en misa.

En los salones de la Pelumbres (calle de la Torrecilla del Leal, tienda de hierro viejo) era todo animación, todo alegría, no solo por ser la dueña de la casa una de las mujeres más malignamente graciosas, más divertidas y de mejor mano para tocar las castañuelas que han existido a principios del siglo, sino porque allí concurrían personajes célebres en varias artes y oficios, tales como el distinguido curtidor Tres pesetas; el señor Medio diente, uno de nuestros más esclarecidos trajineros, natural de las Tenerías de Toledo, y Majoma, curtidor de carne, el cual, cuando contaba sus viajes por las distintas cortes del mundo, tales como Melilla, Ceuta y el Peñón, les dejaba a todos con la boca abierta. Y como no faltaban tampoco ni la Narcisa, ni Menegilda, ni Alifonsa, todas tres estrellas esplendorosas del firmamento manolesco, la una vendedora de castañas, la otra de callos y caracoles y la postrera de sal; como no se escatimaba el vino, ni las boleras, ni se ponía fin a los dichos, ni a la sabrosísima libertad en lengua y manos, don Diego tenía sumo gusto en frecuentar aquella casa. Verdad es (y la historia no debe permanecer silenciosa en este punto) que las tertulias solían concluir con un refresco de palos, que, a oscuras y cual lluvia del cielo, caían de improviso sobre la escogida reunión; pero aquellos más bien regocijaban que afligían a don Diego, el cual, ocupándose antes en darlos que en recibirlos, no se apuraba por unos cuantos cardenales más o menos, ni renunciaría a las fiestas de la Pelumbres, aunque llevara en sus espaldas todo el cónclave romano.

Pues ¿y qué diré de aquellas elegantísimas y suntuosas fiestas de Rosa la Naranjera, tan célebres en toda la redondez de Madrid, que hay historiadores muy concienzudos que aseguran haber visto a más de un príncipe traspasar los umbrales de su bodegón, calle de las Maldonadas? Y si esta última atrevida afirmación no fuera cierta, eslo en lo tocante a duques, marqueses, condes y vizcondes, de lo cual certifico, por haberlos visto. No digo lo mismo de príncipes y reyes, pues de estos no recuerdo más que los de copas, bastos, oros y espadas, los cuales no faltaban ni una noche, y con toda familiaridad y franqueza se dejaban llevar de mano en mano. Eso sí; diga lo que quiera la ruin envidia y la mala fe de los que allí se quedaron limpios como patenas, el banquero Juan Candil era una persona honrada, y de recomendables antecedentes en aquel oficio, y hartas veces decía la Naranjera que en su casa no se consentían trampas, razón por la cual creemos que aquel era juego de ley, y que cuanto se decía acerca de las diestras manos de Candil y de las marcas de sus mugrientos naipes era, o cavilaciones de los parroquianos o efecto de esa viciada atmósfera que rodea a las grandes instituciones cuando se las plantea entre gente díscola y pendenciera. ¡Y cómo gozaba don Diego en aquella casa! ¡Y cuánto le querían y mimaban, y cómo se hacían lenguas todos en alabanza de su liberalidad, de su desprendimiento, de su nobleza, de aquel donaire con que entregaba sin muestras de aflicción la cantidad perdida! A tanto efecto correspondía Rumbrar con una asistencia tan puntual, que si fuera al aula le habría hecho en poco tiempo un segundo Aristóteles.

Mas en aquella casa y en las que antes he mencionado no se consagraba todo el tiempo a los reyes, sotas y demás real familia, pues siguiendo la general corriente de los tiempos, se hablaba mucho de política. Iba a ellas con frecuencia, y durante sus días de vagar, el tío Mano de Mortero, que siempre llevaba noticias frescas. También concurría Pujitos, joven instruidísimo y de gran erudición, pues no dejaba de saber leer (aunque con pausa y cierto dejo o sonsonete), razón por la cual aquel esclarecido concurso estaba al tanto de las Gacetas y papeles nacionales y extranjeros, porque es de advertir que si el tío Mano de Mortero conocía a fondo la geografía ibérica (merced a sus frecuentes viajes científicos para desesperación del Estado y quebrantamiento del fisco); si por esta circunstancia conocía la posición de los ejércitos beligerantes, Pujitos iba mucho más allá; Pujitos se elevaba en alas del genio, y su pensamiento cerníase en las vertiginosas altitudes del arte militar y diplomático, como el águila sobre las eminentes cumbres.

Estas conversaciones no duraban toda la noche, y entre juego y juego solía haber bolero y manchegas así como también algo de aquello que los eruditos llaman palos y el vulgo también; pero sabido es que los palos son para ciertas gentes gustosísimo postre, después de los manjares fuertes del amor y del vino. ¡Ay! puedo asegurar que don Diego era muy feliz con aquella vida.

Pero el dorado alcázar, el Medina-al-Fajara, el Bagdad, la Sibaris y la Capua de sus impresionables sentidos estaban en casa de la Zaina, aquella beldad incomparable, aquella que al aparecer por las mañanas en la esquina de la calle de San Dámaso, dentro de su cajón de verduras, daría envidia a la misma diosa Pomona, en su pedestal de frutas y hortalizas. ¿Y qué diremos de aquella gracia peculiar con que lavaba una lechuga, arrancándole las hojas de fuera con sus divinas manos, empedradas de anillos? ¿Qué del donaire con que hacía los manojitos de rábanos, que entre sus dedos racimos de orientales corales parecían? ¿Qué de aquella por nadie imitada habilidad para poner en orden los pimientos y tomates, cuya encendida grana se eclipsaba ante el rosicler de su cara? ¿Qué de aquel lindísimo gesto con que metía los cuartos en la faltriquera, olvidándose casi siempre de dar la vuelta? ¿Qué de aquella postura (digna de llamar la atención de Fidias), cuando descolgaba una sarta de ajos, que al enroscarse en sus brazos no se tomarían por otra cosa que por rosarios de descomunales perlas? ¿Qué de la destreza y soltura con que arrojaba las hojas de col sobre los usías que iban a requebrarla? ¿Qué de su ciencia en el vender, y su labia en el regateo, y su diplomacia en el engañar, que a esto y a nada más propendían todas y cada una de las sales y monerías de su lengua y ademanes? Válgame Dios que tuvo buen gustó don Diego al prendarse de aquella princesa o semidiosa, pues tal era su mérito y de tal modo y con tanta presteza la rodeaba de poéticos atributos la imaginación, que el puesto era un trono y las lechugas ramos de olorosas yerbas, y los rábanos jacintos de Holanda, y los repollos abiertas magnolias, y los ajos cerradas azucenas, y las cebollas conjunto perfumado de todas las flores; así como también podía suponerse que el agujereado mandil de la Zaina era un rico sayal de finísima puntilla de Flandes, y el cuchillo de partir varita de oro para dar gusto y ocupación a las móviles manos, y los ochavos desparramadas joyas que los príncipes y reyes, de remotas tierras venidos, echaban a sus pies para rendir el fuerte castillo de su honestidad.

II

¿Y qué me diréis si os aseguro que don Diego, a pesar de sus atractivos y de su dinero, no había podido rendir a la Zaina? ¡Oh inflexible ley de los hados que en aquella ocasión dispusieron que la Zaina fuese esclava en cuerpo y alma de otro galán, al cual de antiguo mis lectores conocen, y no es otro que el propio don Juan de Mañara, por segunda vez presentado en el escenario de estas historias! Pues sí; el señor de Mañara, como la muerte, lo mismo ponía el pie en pauperum tabernas que en regumque turres; y aunque era persona de alta posición por aquellos días, y estaba a punto de ser nombrado regidor de Madrid, sus preferencias en materia de costumbres y de amor, íbanse del lado de lo que Horacio llamó tabernas, y en castellano podemos nombrar ahora con la misma palabra. Por las noches, este caballero, lo mismo que don Diego, se vestían de majos, y... aquí viene ahora la coyuntura de describir la casa de la Zaina y su gente, con las fiestas y bailes y el refresco aparatoso que les ponía fin; pero como aún me resta por manifestar un poquito de lo referente a don Diego y a su vida, principal objeto que en este comienzo del libro me propuse, dejo aquello para después y sigo diciendo que el hijo de doña María, bien solo, bien acompañado de Santorcaz, iba de tertulia alguna vez a las librerías principales, que era donde más se hablaba de política.

No sé si recordaré todas las tiendas de libros que había entonces en Madrid; pero sí puedo asegurar que casi igualaba su número al de las que ahora existen, y las más concurridas eran las de Hurtado, Villarreal, Gómez Escribano, Bengoechea, Quiroga y Burguillos (antes Fuentenebro) en la calle de las Carretas; la de la viuda de Ramos, en la carrera de San Jerónimo; la de Collado, en la calle de la Montera; la de Justo Sánchez, en la de las Veneras; la de Castillo, frente a San Felipe el Real, y el puesto de Casanova, en la plazuela de Santo Domingo. En estas tiendas se reunían muchos jóvenes escritores o que pretendían serlo, poetas hueros o con seso, aunque estos eran los menos; personas más aficionadas a la conversación que a los libros, gente desocupada, noticieros, y muchísimos patriotas. Don Diego era patriota.

Como yo me metía bonitamente en todas partes, también me daba una vuelta por las librerías, bien acompañando a don Diego, bien solo, echándomelas de gran patriota, y en la de las Veneras, me acuerdo que dije una noche muy estupendas cosas que me valieron calurosos aplausos. ¡Ay! allí conocí al sombrerero Avrial y a Quintana, el mochuelo y el mirlo, el cisne y el ganso de aquellos tiempos literarios, tan turbados, tan confusos, tan varios y antitéticos en grandeza y pequeñez como los políticos. Parece, en verdad, mentira que Moratín y Rabadán, que Comella y Meléndez hayan vivido en un mismo siglo. Pero España es así.

Tampoco dejaba don Diego de concurrir al teatro alguna que otra vez, porque era muy de patriotas el ir a la representación de las famosas comedias de circunstancias La alianza de España e Inglaterra, con tonadilla, y Los patriotas de Aragón y bombeo de Zaragoza, que en aquellos días se representaban con frenético éxito. Y para que nada faltase en el círculo de relaciones de aquel joven ilustre, también asomaba las narices por el cuarto de Pepilla González, actriz famosa, si bien un día puso punto final a sus visitas porque le hicieron no sé qué ingeniosa burla.

En casa de la Zaina, en casa de la Pelumbres, en la de la Naranjera, en la logia de Rosa-Cruz, en la librería de la calle de las Veneras, y en el teatro solíamos encontrarnos don Diego y yo, pues como he dicho yo tenía especial empeño en seguirle a todas partes, venciendo para entrar en algunas la repugnancia de mi conciencia. El joven se franqueaba espontáneamente conmigo y yo mientras más me decía más procuraba sacarle, para que ningún escondrijo ni pliegue de su vida me fuese secreto. Solo cuando iba en compañía de Santorcaz, me guardaba muy bien de preguntarle ciertas cosas.

¡Pobre don Diego y a cuántas pruebas se vieron sujetas su impetuosa juventud e inexperiencia! ¡Y qué de simplezas hizo, y qué terribles caídas tuvieron los atrevidos saltos de su entusiasmo, y qué porrazos se dio con las peñas del fondo al arrojarse desaforadamente en el mar de la vida, creyéndole sin arrecifes, ni sumideros, ni bajíos! ¡Y cuánto se encanalló; y de qué extraña manera el mayorazgo poderoso, viose en ocasiones pobre y miserable, con la circunstancia de que no podía menos de sostener el pie de su lujo y representación! Como era tan manirroto, gastaba en una semana la renta de un año, y aquí de los acreedores, usureros, prestamistas, judíos y demás chupadores de sangre que se bebían la de mi condesito. Este llegó a verse muy afligido, pues nadie le fiaba ya el valor de una peseta, y recuerdo que cierta noche cuando salíamos del Teatro del príncipe, don Diego me hizo una pintura horrenda de la plenitud de sus apuros y vaciedad de sus bolsillos; dijo después que se iba a suicidar, y luego me llamó insigne varón, ilustre amigo y el más caballeroso y caritativo de los hombres, siendo de notar que todos estos rodeos, elipsis, metonimias e hipérboles terminaron con pedirme dos reales. Dile cuatro que tenía y se despidió, suplicándome que dijese algo en su favor a cierto prestamista llamado Cuervatón, vecino mío, pues tenía pensado darle un tiento al siguiente día, aunque las cantidades adeudadas subían al sétimo cielo. Yo le prometí interceder en su favor, y deseándole las buenas noches entré en mi casa.

III

La cual era aquella misma honrada mansión donde fui recogido, curado y asistido en mi penosa enfermedad del mes de Mayo, y vea el lector cómo de manos a boca nos encontramos de nuevo en la dulce compañía del Gran Capitán y de su esposa, y en alegre familiaridad con el señor de Cuervatón, con don Roque, con el lañador y respetable familia, con la bordadora en fino y otras personas que si no gozan en la historia de celebridad apropiada a sus méritos y eminentes calidades, tendranla en esta relación, mal que le pese a la ruin envidia, siempre empeñada en rebajar los altos caracteres.

Desde mi vuelta de Andalucía, yo moraba en casa de don Santiago Fernández. Santorcaz no vivía ya allí, ni tampoco Juan de Dios, ni sus antiguos patronos sabían dónde estaba, pues habiendo salido cierto día de Agosto muy de mañana, hasta la fecha de lo que voy contando, que era por Noviembre, no había vuelto, lo cual hacía decir a doña Gregoria:

—No puede por menos sino que a ese bienaventurado señor de Arróiz le ha sucedido alguna desgracia, como no se haya ido al cielo en cuerpo y alma; que para eso estaba.

La casa (y aunque me parece que esto lo saben ustedes no estará de más repetirlo) era de esas que pueden llamarse mapa universal del género humano por ser un edificio compuesto de corredores, donde tenían su puerta numerada multitud de habitaciones pequeñas, para familias pobres. A esto llamaban casas de Tócame Roque, no sé por qué. No lo indagaremos por ahora, y sepan que en aquellos días el que hubiera entrado en casa del Gran Capitán, habría visto a este en el centro de un animado corrillo, donde estábamos hasta ocho personas, todos buenos españoles, e inflamados de patriótico afán por saber cómo iban las cosas de la guerra; habría visto con cuánta diligencia y precipitación acudían unos y otros en cuanto Fernández volvía de la oficina; habría visto cómo amorosamente preparaba doña Gregoria el sahumado brasero, para que no se enfriara la concurrencia; cómo Fernández, golpeando la caja de rapé, tomaba un polvo, sonábase mirando a todos por encima del pañuelo, y luego se apresuraba a satisfacer la sed de su curiosidad en estos términos:

—La cosa va mejor de lo que se creía, y lo de Lerín no fue tan desgraciado como se nos quiso pintar. Señores, hay que poner en cuarentena lo que dicen los papeles impresos, porque los diaristas no se cuidan más que de sorprender al público con noticiones, y como ninguno de ellos sabe palotada de lo que llamamos el arte de la guerra...

—Pues a mí me han dicho que lo de Lerín fue un desastre muy grande —afirmó don Roque—. ¡Bah! Si tenemos unos generales... De lo que está pasando tienen ellos la culpa, y bien sabía yo que vendríamos a parar a esto. Pues qué, si esos señores, en vez de estarse en Madrid todo el mes de Setiembre mordiéndose unos a otros; si en vez de estar aquí diciéndose «yo soy mejor que tú» y disputándose el mando de los cuerpos como perros que riñen por un hueso; si en vez de esto, digo, se hubieran marchado al Norte a perseguir al enemigo, ¿estarían los franceses tan envalentonados?

—Tiene razón que le sobra por los tejados el señor don Roque —dijo la mujer del lañador—. Y yo, que no sé de guerra, le decía a mi marido todas las noches cuando nos acostábamos: «Mira, Norberto, los generales, en lugar de estar aquí y en Aranjuez hablando mal unos de otros y revolviéndolo todo con sus envidias y reconcomios, debieran andar por toda esa tierra de Burgos y Rioja persiguiendo al francés. Que si Llamas manda tal tropa; que si ya no la manda Llamas sino Pignatelli; que si Castaños se opone a que venga Cruz; que si Blake quiere ser más que Cuesta y Cuesta más que todos; que si Palafox manda este cuerpo; que si La Peña no quiere mandar el otro... en fin, cuando después de la batalla de Bailén creímos vernos libres de franceses, y emperadores, y reyes de copas, ahora salimos con que por estarse los generales mano sobre mano en Madrid al olorcillo de la corte y de los obsequios y de las fiestas, han dejado que los otros se arreglen bien y tengan dispuesto todo para darnos un susto.»

—Ha hablado usted como un padre de la Iglesia, señora doña María Antonia —dijo con oficiosa exaltación doña Melchora, la bordadora en fino—. A mis niñas les dije yo eso mismo el mes pasado. ¿No es verdad, Tulita, no es verdad, Rosarito? Sí, señores, esa es la pura verdad; yo voy viendo que desde que empezó la guerra, desde que hubo aquello de venir los franceses y caer Godoy, nadie ha sabido acertar más que nosotras, y cuando anunciábamos lo que iba a pasar, los hombres graves se reían diciendo: «¿Qué entienden las mujeres de guerras, ni de historias?» Pues vean ahora si entendemos.

—Tiene razón doña Melchora —dijo el señor de Cuervatón—. También se reían de mí cuando anuncié lo que iba pasar. Pero, señores; cuando los de arriba pierden la chaveta como ha pasado aquí, a los tontos y a las mujeres corresponde el imperio del buen sentido.

—No obstante —dijo el Gran Capitán, impaciente por poner el peso de su autorizado dictamen en aquella contienda—, aún no se puede hablar mal de esos valientes generales. Yo no les he explicado a ustedes todavía el plan de campaña. Es preciso que ustedes se penetren bien de esto. Las tropas que mandan Blake, Llamas, Castaños y Palafox, colocadas y extendidas desde el Ebro hasta Burgos, forman un gran semicírculo. Vienen los franceses: el semicírculo se cierra convirtiéndose en círculo, y aquí me tienen ustedes a mi Emperador cogido en una ratonera.

—Pero en resumidas cuentas, ¿viene o no viene? —preguntó doña Melchora.

—Yo creo que no —dijo el Gran Capitán, echándosela de malicioso—. Y tengo para mí que todo eso que dicen los papeles acerca de lo que Napoleón leyó en el Senado, es pura invención. Como que hay quien dice que Napoleón está muy enfermo de un tumor que le ha salido en el sobaco izquierdo, y que ya le han sacramentado.

—¿Y usted es de los que dan crédito a los mil desatinos que cuentan los patriotas? —exclamó don Roque levantándose de su asiento—. Aquí creen que se sale del paso contando mentiras y matando de calenturas o alfombrilla a todos nuestros enemigos.

—Y qué, ¿soy hombre para tragar todas las bolas que cuentan diariamente los papeles? —dijo el Gran Capitán sin disimular el desprecio que le merecía la prensa—. Vamos a ver, ¿qué saca usted en limpio, señor don Roque, de todas esas hojas que lee día y noche, y que le van a volver loco como al bueno de don Quijote los libros de caballería?

—Quédese cada uno en su sitio, y no se meta en los trigos ajenos —repuso don Roque procurando contener su irascibilidad—, que así como yo no me meto jamás en las honduras del arte de la guerra que no entiendo, así debe usted respetar las ciencias que no están a su alcance. ¡Qué sería de la sociedad sin papeles públicos! Aquí tengo yo el Semanario Patriótico —añadió sacando un voluminoso legajo de uno de los luengos bolsillos de su levitón—, que es el mejor papel que hasta ahora se ha escrito, y contiene cosas muy lindas, y en todo lo que dice no parece sino que habla por boca de Aristóteles y Platón. Desde que en el primer número vi aquello de La opinión pública es mucho más fuerte que la autoridad malquista y los ejércitos armados, les digo a ustedes francamente que el tal papelito me enamoró. Yo me quito el garbanzo de la boca para ahorrar los 20 reales que me cuesta cada trimestre; y ¿cómo no hacerlo, si este manjar del espíritu es tan necesario a la vida como el alimento del cuerpo? Así es que los miércoles por la noche no duermo y todo es dar vueltas en la cama, pensando en lo que traerá el Semanario al siguiente día. Los jueves son para mí días de delicia, y leyendo mi Semanario olvídaseme el comer y el beber, a más de todas mis penas y tristezas que son muchas. ¡Y cómo trata todas las cuestiones! ¡Y con qué gracia le da a cada uno lo que es suyo! ¡Y qué sal tiene para decirle a la Francia todas sus picardías! ¿Pues y el paralelo que hace entre Bonaparte y Maximiliano Robespierre? No pierde ripio para decir a todos las verdades, y a los españoles les suele sacar los trapitos a la colada, como quien dice. En fin, señores, me entusiasma tanto, que el otro día, no pudiendo satisfacer mi deseo de conocer al autor de tan divino escrito, y averiguado que lo es un tal Manolito Quintana, me fui derecho allá, y abrazándole le dije: «Venga acá el extremo de toda discreción, el resumen de la elocuencia y del buen decir, el dechado de la lengua castellana, el azote de los tiranos, el heraldo del patriotismo y el cisne de los derechos del hombre.» A lo cual me contestó que él cumplía con su deber y que agradecía tales alabanzas.

—¿Toda esa arenga le echó usted al buen autor del Semanario Patriótico? —dijo el Gran Capitán—. Pues en verdad digo que si la Junta oyera mis consejos, al punto mandaría suprimir ese y todos los demás papeles. ¿Para qué se quieren papeles?

—Hombre irracional, ¿y cómo se difunden las luces y se propaga la buena doctrina, y se instruye a toda la gente del reino, chicos y grandes? Pues malitas verdades trae el Semanario Patriótico... Como todos dieran en leerlo con tanto fervor como yo, pronto se remediarían los males de la Nación. Y no hay que darle vueltas, señores, lo que este dice es el Evangelio. ¿Quién podrá desmentir aquello de el tirano es un hombre que abusa de las fuerzas de la sociedad para someterla a sus pasiones propias, y así la tiranía no es otra cosa que la injusticia apoyada en la violencia? ¿Qué tal? ¿Pues y dónde me dejan ustedes aquello de los derechos esenciales, sagrados e imprescriptibles que corresponden al hombre, y que le usurpa el pícaro del poder absoluto?... Nada, nada, señor don Santiago, amigo Cuervatón, señoras y señoritas: tengan ustedes presentes estas palabras: «La violencia, la opresión, la credulidad, llegan frecuentemente a adormecer a los pueblos, a fascinar su entendimiento, a quebrantar en ellos los resortes de la naturaleza; pero cuando por favorables circunstancias abren los ojos y oyen la voz de la razón; cuando la necesidad les fuerza a salir de su letargo, entonces ven que los pretendidos derechos de sus tiranos, no son sino efectos de la injusticia, de la fuerza o de la seducción; entonces es cuando las Naciones, acordándose de su dignidad, ven que ellas no se han sometido a la autoridad sino para su bien, y que jamás han podido dar a nadie el derecho irrevocable de hacerlas felices.»

IV

Dotado de maravillosa memoria, don Roque recitaba trozos enteros de lo que había leído en sus papelitos, sin mudar una sílaba. No he conocido varón más sencillo e inofensivo que aquel fogoso lector del Semanario, comerciante que había venido muy a menos y a la sazón, sin negocios, sin familia y con poquísimo dinero, vivía en aquella casa, manteniéndose con su casi invisible renta. Así como el Gran Capitán oyó lo de la opresión y la injusticia, con los razonamientos puestos a continuación, que no entendiera menos, si estuvieran escritos en caldeo, se encaró con su amigo, y burlonamente le dijo:

—¿Se ha acabado la jerga? Qué lástima que no viniera por aquí el padre Salmón, para que le contestase, y entre los dos se armara una marimorena de distingo acá... distingo allá... necuacua... útiquis... reñega mayora... y otras palabrillas que se usan en las disputas de los tiólogos.

—¡Teólogos a mí! ¡A mí teólogos y con cascabeles!... ¡Y de la madera del padre Salmón! —exclamó don Roque guardando el Semanario en el almacén de sus profundas faltriqueras.

—Y ha de venir esta tarde Su Paternidad —dijo agridulcemente la menor de las hijas de doña Melchora—, pues prometió darme una receta para este mal de la barriga que ha diez días tengo.

—Sí que vendrá —añadió la mayor—, pues quedé en pegarle dos botones en el cuello, y él dijo que traería la cinta azul.

—Pronto tendremos aquí a ese reverendo Salmón —añadió doña Gregoria—, y ya tengo echada la llave a la despensa, porque para saqueos bastante tenemos con los de los franceses.

No había concluido estas palabras la discreta esposa de Fernández, cuando se oyó en el patio de la casa gran ruido de voces, entre las cuales descollaba una cencerril, abajetada y bronca, que no era otra sino la de aquel lucero de la Merced, el padre Anastasio José de la Madre de Dios, vulgarmente conocido por padre Salmón; que este era su apellido, y no Salomón como algunos le llamaban sin intención de burla.

—Ahí está, ahí está ese bendito —dijeron en coro las hembras de la reunión—. Gabriel: corre y tráele acá, porque si le cogen por su cuenta las del polvorista... ¡ay, qué pesadas son! Ya están llamándole las escofieteras. Pues no, no ha de venir sino acá.

Salí para impedir que la persona del reverendo fuera secuestrada por cualquiera de las familias que salían a su reclamo por las diversas puertas que se abrían en aquellos largos corredores, y lo primero que vi fue al fraile rodeado de enjambre de chiquillos, los cuales haciendo mil cabriolas y juegos en su derredor, le mostraban según su arte propio, la satisfacción de la casa toda por verle en ella.

—Tomad, piojosos, tomad esas almendras fallidas que para vosotros serán bocado de ángel —les decía el padre—. ¿Ya salió tu padre de la cárcel, Jacintillo? Y por fin ¿llevasteis a vuestra abuela a los Desamparados? Dime, hijo de la Canela, ¿está el oficialillo en el cuarto de tu madre? ¿Con que se os murió la gallina?

Y al mismo tiempo el antepecho del vasto corredor parecía la barandilla de un teatro, pues no había un palmo vacío, sino que allí estaba la vecindad toda, aguardando a que Su Paternidad subiese.

—Venga acá, padre, que este trapalón de mi marido me quiere pegar por celos. Pero di, cabeza jilvanada, ¿no soy la mujer más honrada del mundo?

—Venga acá, padre, y verá qué chocolate le tengo. ¿Pues no me está diciendo la capitana que Su Paternidad le comió ayer todas las magras?

—Venga acá, padre, y suba pronto que ya le apunta el diente a la niña. Míralo allí, cordera, resol, reina del mundo. Mírale, llámale con tu manecita... así, así.

—Venga acá, padre, que ya parió la Zoraida cinco criaturas como cinco estrellas.

—Suba pronto, padrito, que mi abuela pregunta si se le deben dar más friegas.

Y así continuaban llamándole de distintas partes, cada uno según para aquello que le necesitaba y todos con tan cariñosas palabras, que Salmón no sabía a qué sitio volverse, ni a cuáles solicitaciones contestar más pronto; y saludando a un lado y otro como un matador de toros que en medio de la plaza hace cortesías a la redonda, mostró a sus amigos que su corazón no era insensible a tantas bondades. En esto llegué yo y besándole la correa, le dije:

—Doña Melchora y sus niñas, que están en casa del Gran Capitán, me mandan para suplicar a Su Reverencia que tenga la magnanimidad de subir, que allí le aguardan también don Roque, el señor de Cuervatón y doña María Antonia.

Pero antes que concluyera, el padre Salmón, con gran sorpresa mía, clavó en mí sus ojos llenos de admiración, y echándome los brazos al cuello, exclamó a gritos:

—Ven acá, portento de la sabiduría, milagro de precocidad, fruta temprana de las humanas letras. ¿Con que ha más de un año que te conozco y hasta hoy mismo he ignorado que eres un gran latino, autor del más famoso poema que han escrito modernas plumas? ¿Con que así te callabas tus méritos, picarón?... A ver, muéstrame pronto ese poema... ¡Quién me había de decir, cuando te conocí paje de la González, que bajo la montera de tal gaterilla estaba el cacumen de un Erasmus Rotterodamensis, de un Picus Mirandolanus!

Turbado y confuso le contesté que sin duda Su Paternidad se equivocaba confundiendo mi ignorancia con la sabiduría de algún desconocido de mi mismo nombre, oyendo lo cual, dijo mientras subíamos la escalera:

—No; que lo acabo de saber por el licenciado don Severo Lobo, el cual te conoció desde el proceso de El Escorial y luego estuvo a punto de empapelarte, cuando el príncipe de la Paz te quiso dar una placita en la interpretación de lenguas. ¿Y tú qué culpa tenías de que el otro te quisiera colocar? Por lo que me han dicho, tu modestia iguala a tus méritos; ¡oh joven! yo he visto la minuta en que Godoy te recomendaba; pero qué guardado te lo tenías, raposilla... ¿Y tú en qué te ocupas? ¿Por qué no pides un hábito; por qué no eres fraile? Yo me encargo de catequizarte. ¿Sabes que he hablado de ti a los padres de la Merced y todos quieren conocerte? A ver si te pasas por allí, rapaz; y ve después de la hora del refectorio. ¿Te gustan las pasas? Además tengo que conferenciar contigo, Horacio Flacco en ciernes y Virgilio en pañales; y como al salir de esta casa se me olvide hablarte (pues ya sabes que soy muy débil de memoria), ¿me lo recuerdas, eh?

A tal punto llegaba, cuando entramos en la sala del Gran Capitán. Levantáronse todos, y después de besarle uno tras otro la correa, diéronle el asiento del centro junto al brasero.

—Aquí está la seda azul —dijo el mercenario dando lo indicado a Tulita.

—Mañana mismo tendrá Su Paternidad arreglado el cuello —contestó la muchacha—. Veamos ahora lo que me manda para este malestar de la barriga, que es tal que yo no lo puedo resistir, y todas las mañanas me dan unas arcadas, unos mareos y bascas tan fuertes, que no me para dentro nada.

—Bendito sea el nombre de Dios —exclamó el padre tomando un polvo de la caja del Gran Capitán—. A fe, doña Melchora, que si esta matutina estrella de su hija de usted fuera casada, ya sabríamos el pie de que cojea su estómago; pero no siéndolo, y tratándose ahora de una familia con quien la misma honradez no podría ponerse en parangón, ordeno y mando que con siete palitos del árbol de Santo Domingo, cocidos en baño-maría, por espacio de tres credos rezados con pausa, y por supuesto con devoción, esta niña se quedará como nueva. ¡Qué nueces frescas las de ayer, señora doña Melchora! ¡Qué nueces frescas! Pero dígame, ¿qué santo del cielo le hizo tan rico presente? Yo no sabía que en montes alcarreños, asturianos ni encartados existiesen unas tan hermosas obras de Dios.

—Obsequio fue de un primo mío que es guarda de las dehesas del señor duque de Altamira, en tierra de Cameros, y como, sino de buen salario, el pobrecito disfruta de ojos listos y manos libres, siempre nos manda lo mejor de aquellos castañares y nocedales.

—Así le hicieran canónigo —añadió Salmón—. ¿Y qué noticias, señor don Santiago Fernández?

—No me digan nada, ni me calienten más la cabeza —exclamó el Gran Capitán encubriendo bajo la ficción de un estudiado cansancio el placer que le causaba el ver sacado a plaza un tema tan de su gusto—. Mire Su Paternidad que estoy ya que no doy por mi cuerpo un real. ¡Qué ir y venir! ¡Qué jaleo! ¡Todo el día poniendo nombres en la lista, y haciendo recuento de cartuchos, y examinando armas, y disponiendo, y mandando! Aquellos señores son muy remolones, y todo lo tengo que hacer yo.

—¿Y resistiremos, si como dicen, se nos viene encima ese monstruo, ese troglodita, ese antropófago, señores, que no se sacia nunca de devorar carne humana?

—¡Pues no hemos de resistir! —exclamó el Gran Capitán—. ¿Hemos de ser menos que los zaragozanos? Además de que yo creo que no viene.

—Y sabe Dios —dijo doña María Antonia—, si será cierto lo que dicen de que allá en Rusia o Prusia le echaron unos polvitos en el cocido para que reventara.

—Como que hay quien asegura que está sacramentado y que hizo testamento, devolviendo todas las naciones que ha robado y abjurando de sus herejías.

—¡Oh gente ignorante y crédula! —exclamó de improviso don Roque, desenvainando su cartapacio de papeles públicos—. ¡Y cómo se conoce la rusticidad de los que atienden más a los dichos y simplezas del vulgo que a la palabra impresa de los hombres doctos! Vean, vean lo que dice ese papel, y no hagan caso de tonterías: «Napoleón se presentó al Senado el 25 del pasado, y dijo que bien pronto pondría sus banderas en las torres de Madrid y en las fortalezas de Lisboa.» También cuenta la Gaceta que ciento sesenta mil hombres del ejército grande están sobre la frontera de España, y que el Emperador dijo que antes de fin de año no quedará aquí una sola aldea en insurrección.

—Con que ni una sola aldea... —dijo el fraile—. Pero sabe Dios la intención que llevará el que ha escrito esos papeles. Lo que es por mí, mandaría suprimir todos los que se imprimen en España, pues para envolver especias, mejor es el papel no impreso y limpio como sale de las fábricas.

—¿Pues eso qué duda tiene? —dijeron a una las dos niñas de doña Melchora.

—Y yo —exclamó como un basilisco don Roque—, mandaría suprimir todos los frailes o les quitaría el hábito, dando a cada uno un fusil para que fueran a limpiar a España de franceses.

—Sin fusil lo hacemos, hermano —dijo Salmón riendo—. Lejos de suprimir frailes, yo los aumentaría en grado máximo, y así la mayor parte de los españoles vivirían gordos y contentos, y no veríamos tanto vagabundo mendigo por esas calles.

—Chúpate esa y vuelve por otra —dijo a don Roque la menor de las hijas de la bordadora en fino, suponiendo al viejo completamente apabullado bajo el peso de aquellas incontestables razones.

—¿Con que más todavía? Pues sepa mi señor Salmonete —dijo don Roque, llevando al último extremo su familiaridad con el fraile—, que ahora se va a reunir la nación en Cortes. ¿No lo quieren creer? ¡Ah! Pues no doy dos maravedises por lo que de Gobierno absoluto hubiere después de la guerra. ¡Abajo los tiranos! —añadió poniéndose en pie y alzando los brazos con endemoniada exaltación—. Y si hay un frailazo chocolatero que me desmienta, alce la voz, y venga delante de mí, que yo le reto a singular polémica, aunque traiga más textos que escribió Pedro Lombardo, y más latines y aforismos y comprobatorias y distingos que han eructado en diez siglos las cátedras salmantinas y complutenses.

—¿Y có