Episodios nacionales I. Zaragoza - Benito Pérez Galdós - E-Book

Episodios nacionales I. Zaragoza E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Zaragoza es la sexta novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Esta épica narración recrea el episodio histórico de los Sitios de Zaragoza, en concreto el segundo de los asedios. Prisionero de los franceses al final del episodio anterior (Napoleón en Chamartín), el protagonista Gabriel de Araceli se fuga y se dirige a Zaragoza para incorporarse al ejército que se está organizando con fuerzas diversas. El destino lo lleva a ser uno de los valerosos defensores de la ciudad en el segundo y más fuerte de los sitios. La plaza era clave para garantizar las comunicaciones del noreste y el abastecimiento de las tropas en Cataluña, así como para controlar Aragón. Por ello, tras la sublevación de la ciudad a causa de los sucesos del 2 de mayo de 1808, se envió a un ejército a restablecer el control de la ciudad. Aunque las tropas francesas eran superiores en número y armamento, la ciudad resistió. Sin embargo, a finales de año, los franceses regresaron en mayor número, reanudándose el sitio, hasta que la ciudad capituló finalmente el 21 de febrero de 1809.. La terrible experiencia de la guerra se entremezcla con las historias de otros personajes ficticios (Agustín de Montoria y Mariquilla Candiola, por ejemplo) y reales (Palafox, Saint March, O'Neille, Butron, Renovales...).

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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales I Zaragoza

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Episodios nacionales I. Zaragoza.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-375-7.

ISBN rústica: 978-84-9007-285-1.

ISBN ebook: 978-84-9007-247-9.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La obra 7

I 9

II 11

III 17

IV 20

V 25

VI 31

VII 36

VIII 41

IX 46

X 52

XI 57

XII 60

XIII 69

XIV 72

XV 77

XVI 86

XVII 92

XVIII 96

XIX 103

XX 109

XXI 112

XXII 117

XXIII 123

XXIV 128

XXV 133

XXVI 142

XXVII 150

XXVIII 155

XXIX 160

XXX 172

XXXI 176

XXXII 178

Libros a la carta 183

Brevísima presentación

La obra

Zaragoza es la sexta novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

Zaragoza recrea el episodio histórico de los Sitios de Zaragoza, en concreto el segundo sitio.

Prisionero de los franceses al final del episodio anterior (Napoleón en Chamartín), el protagonista Gabriel de Araceli se fuga y se dirige a Zaragoza para incorporarse al ejército que se está organizando con fuerzas diversas. El destino lo lleva a ser uno de los valerosos defensores de la ciudad en el segundo y más fuerte de los sitios. La plaza era clave para garantizar las comunicaciones del noreste y el abastecimiento de las tropas en Cataluña, así como para controlar Aragón. Por ello, tras la sublevación de la ciudad a causa de los sucesos del dos de mayo de 1808, se envió a un ejército a restablecer el control de la ciudad. Aunque las tropas francesas eran superiores en número y armamento, la ciudad resistió. Sin embargo, a finales de año, los franceses regresaron en mayor número, reanudándose el sitio, hasta que la ciudad capituló finalmente el 21 de febrero de 1809...

La terrible experiencia de la guerra se entremezcla con las historias de otros personajes ficticios (Agustín de Montoria y Mariquilla Candiola, por ejemplo) y reales (Palafox, Saint March, O’Neille, Butron, Renovales...).

I

Me parece que fue al anochecer del 18 cuando avistamos a Zaragoza. Entrando por la puerta de Sancho, oímos que daba las diez el reloj de la Torre Nueva. Nuestro estado era excesivamente lastimoso en lo tocante a vestido y alimento, porque las largas jornadas que habíamos hecho desde Lerma por Salas de los Infantes, Cervera, Agreda, Tarazona y Borja, escalando montes, vadeando ríos, franqueando atajos y vericuetos hasta llegar al camino real de Gallur y Alagón, nos dejaron molidos, extenuados y enfermos de fatiga. Con todo, la alegría de vernos libres endulzaba todas nuestras penas.

Éramos cuatro los que habíamos logrado escapar entre Lerma y Cogollos, divorciando nuestras inocentes manos de la cuerda que enlazaba a tantos patriotas. El día de la evasión reuníamos entre los cuatro un capital de once reales; pero después de tres días de marcha, y cuando entramos en la metrópoli aragonesa, hízose un balance y arqueo de la caja social, y nuestras cuentas solo arrojaron un activo de treinta y un cuartos. Compramos pan junto a la Escuela Pía, y nos lo distribuimos.

Don Roque, que era uno de los expedicionarios, tenía buenas relaciones en Zaragoza; pero aquella no era hora de presentarnos a nadie. Aplazamos para el día siguiente el buscar amigos, y como no podíamos alojarnos en una posada, discurrimos por la ciudad buscando un abrigo donde pasar la noche. Los portales del Mercado no nos parecían tener las comodidades y el sosiego que nuestros cansados cuerpos exigían. Visitamos la torre inclinada, y aunque alguno de mis compañeros propuso que nos guareciéramos al amor de su zócalo, yo opiné que allí estábamos como en campo raso. Sirvionos, sin embargo, de descanso aquel lugar, y también de refectorio para nuestra cena de pan seco, la cual despachamos alegremente, mirando de rato en rato la mole amenazadora, cuya desviación la asemeja a un gigante que se inclina para mirar quién anda a sus pies. A la claridad de la Luna, aquel centinela de ladrillo proyecta sobre el cielo su enjuta figura, que no puede tenerse derecha. Corren las nubes por encima de su aguja, y el espectador que mira desde abajo, se estremece de espanto, creyendo que las nubes están quietas y que la torre se le viene encima. Esta absurda fábrica bajo cuyos pies ha cedido el suelo cansado de soportarla, parece que se está siempre cayendo, y nunca acaba de caer.

Recorrimos luego el Coso desde la casa de los Gigantes hasta el Seminario; nos metimos por la calle Quemada y la del Rincón, ambas llenas de ruinas, hasta la plazuela de San Miguel, y de allí, pasando de callejón en callejón, y atravesando al azar angostas e irregulares vías, nos encontramos junto a las ruinas del monasterio de Santa Engracia, volado por los franceses al levantar el primer sitio. Los cuatro lanzamos una misma exclamación, que indicaba la conformidad de nuestros pensamientos. Habíamos encontrado un asilo, y excelente alcoba donde pasar la noche.

La pared de la fachada continuaba en pie con su pórtico de mármol, poblado de innumerables figuras de santos, que permanecían enteros y tranquilos como si ignoraran la catástrofe. En el interior vimos arcos incompletos, machones colosales, irguiéndose aún entre los escombros, y que al destacarse negros y deformes sobre la claridad del espacio, semejaban criaturas absurdas, engendradas por una imaginación en delirio; vimos recortaduras, ángulos, huecos, laberintos, cavernas y otras mil obras de esa arquitectura del acaso trazada por el desplome. Había hasta pequeñas estancias abiertas entre los pedazos de la pared con un arte semejante al de las grutas en la naturaleza. Los trozos de retablo podridos a causa de la humedad, asomaban entre los restos de la bóveda, donde aún subsistía la roñosa polea que sirvió para suspender las lámparas, y precoces yerbas nacían entre las grietas de la madera y de la piedra. Entre tanto destrozo había objetos completamente intactos, como algunos tubos del órgano y la reja de un confesonario. El techo se confundía con el suelo, y la torre mezclaba sus despojos con los del sepulcro. Al ver semejante aglomeración de escombros, tal multitud de trozos caídos sin perder completamente su antigua forma, las masas de ladrillo enyesado que se desmoronaban como objetos de azúcar, creeríase que los despojos del edificio no habían encontrado posición definitiva. La informe osamenta parecía palpitar aún con el estremecimiento de la voladura.

Don Roque nos dijo que bajo aquella iglesia había otra, donde se veneraban los huesos de los Santos Mártires de Zaragoza; pero la entrada del subterráneo estaba obstruida. Profundo silencio reinaba allí; mas internándonos, oímos voces humanas que salían de aquellos misteriosos antros. La primera impresión que al escucharlas nos produjo fue como si hubieran aparecido las sombras de los dos famosos cronistas, de los mártires cristianos, y de los patriotas sepultados bajo aquel polvo, y nos increparan por haber turbado su sueño. En el mismo instante, al resplandor de una llama que iluminó parte de la escena, distinguimos un grupo de personas que se abrigaban unas contra otras en el hueco formado entre dos machones derruidos. Eran mendigos de Zaragoza que se habían arreglado un palacio en aquel sitio, resguardándose de la lluvia con vigas y esteras. También nosotros nos pudimos acomodar por otro lado, y tapándonos con manta y media, llamamos al sueño. Don Roque me decía:

—Yo conozco a don José de Montoria, uno de los labradores más ricos de Zaragoza. Ambos somos hijos de Mequinenza, fuimos juntos a la escuela y juntos jugábamos al truco en el altillo del Corregidor. Aunque hace treinta años que no le veo, creo que nos recibirá bien. Como buen aragonés, todo él es corazón. Le veremos, muchachos; veremos a don José de Montoria... Yo también tengo sangre de Montoria por la línea materna. Nos presentaremos a él; le diremos...

Durmiose don Roque y también me dormí.

II

El lecho en que yacíamos no convidaba por sus blanduras a dormir perezosamente la mañana, antes bien, colchón de guijarros hace buenos madrugadores. Despertamos, pues, con el día, y como no teníamos que entretenernos en melindres de tocador, bien pronto estuvimos en disposición de salir a hacer nuestras visitas. A los cuatro nos ocurrió simultáneamente la idea de que sería muy bueno desayunarnos; pero al punto convinimos con igual unanimidad, en que no era posible por carecer de los fondos indispensables para tan alta empresa.

—No os acobardéis, muchachos —dijo don Roque—, que al punto os he de llevar a todos a casa de mi amigo, el cual nos amparará.

Cuando esto decía, vimos salir a dos hombres y una mujer de los que fueron durante la noche nuestros compañeros de posada, y parecían gente habituada a dormir en aquel lugar. Uno de ellos, era un infeliz lisiado, un hombre que acababa en las rodillas y se ponía en movimiento con ayuda de muletas o bien andando a cuatro remos, viejo, de rostro jovial y muy tostado por el Sol. Como nos saludara afablemente al pasar, dándonos los buenos días, don Roque le preguntó hacia qué parte de la ciudad caía la casa de don José de Montoria, oyendo lo cual repuso el cojo:

—¿Don José de Montoria? Le conozco más que a las niñas de mis ojos. Hace veinte años vivía en la calle de la Albardería; después se mudó a la de la Parra, después... Pero ustés son forasteros por lo que veo.

—Sí, buen amigo, forasteros somos, y venimos a afiliarnos en el ejército de esta valiente ciudad.

—¿De modo que no estaban ustés aquí el 4 de agosto?

—No, amigo —le respondí—, no hemos presenciado ese gran hecho de armas.

—¿Ni tampoco vieron la batalla de las Eras? —preguntó el mendigo sentándose frente a nosotros.

—Tampoco hemos tenido esa felicidad.

—Pues allí estuvo don José de Montoria; fue de los que llevaron arrastrando el cañón hasta enfilarlo... pues. Veo que ustés no han visto nada. ¿De qué parte del mundo vienen ustés?

—De Madrid —dijo don Roque—. ¿Con que usted nos podrá decir dónde vive mi gran amigo don José?...

—Pues no he de poder, hombre, pues no he de poder —repuso el cojo, sacando un mendrugo para desayunarse—. De la calle de la Parra se mudó a la de Enmedio. Ya saben ustés que todas las casas volaron... pues. Allí estaba Esteban López, soldado de la décima compañía del primer tercio de voluntarios de Aragón, y él solo con cuarenta hombres hizo retirar a los franceses.

—Eso sí que es cosa admirable —dijo don Roque.

—Pero si no han visto ustés lo del 4 de agosto, no han visto nada —continuó el mendigo—. Yo vi también lo del 4 de junio, porque me fui arrastrando por la calle de la Paja, y vi a la Artillera cuando dio fuego al cañón de 24.

—Ya, ya tenemos noticia del heroísmo de esa insigne mujer —manifestó don Roque—. Pero si usted nos quisiera decir...

—Pues sí; don José de Montoria es muy amigo del comerciante don Andrés Guspide, que el 4 de agosto estuvo haciendo fuego desde la visera del callejón de la Torre del Pino, y por allí llovían granadas, balas, metralla, y mi don Andrés fijo como un poste. Más de cien muertos había a su lado, y él solo mató cincuenta franceses.

—Gran hombre es ese; ¿y es amigo de mi amigo?

—Sí señor —respondió el cojo—. Y ambos son los mejores caballeros de toda Zaragoza, y me dan limosna todos los sábados. Porque han de saber ustés que yo soy Pepe Pallejas, y me llaman por mal nombre Sursum Corda, pues como fui hace veintinueve años sacristán de Jesús y cantaba... pero esto no viene al caso, y sigo diciendo que yo soy Sursum Corda y pue que hayan ustés oído hablar de mí en Madrid.

—Sí —dijo don Roque cediendo a un impulso de amabilidad—; me parece que allá he oído nombrar al señor de Sursum Corda. ¿No es verdad, muchachos?

—Pues ello... —prosiguió el mendigo—. Y sepan también que antes del sitio yo pedía limosna en la puerta de este monasterio de Santa Engracia, volado por los bandidos el 13 de agosto. Ahora pido en la puerta de Jerusalem, donde me podrán hallar siempre que gusten... Pues como iba diciendo, el día 4 de agosto estaba yo aquí, y vi salir de la iglesia a Francisco Quílez, sargento primero de la primera compañía del primer batallón de fusileros, el cual ya saben ustés que fue el que con treinta y cinco hombres echó a los bandidos del convento de la Encarnación... Veo que se asombran ustés... ya. Pues en la huerta de Santa Engracia, que está aquí detrás, murió el subteniente don Miguel Gila. Lo menos había doscientos cadáveres en la tal huerta, y allí perniquebraron a don Felipe San Clemente y Romeu, comerciante de Zaragoza. Verdad es que si no hubiera estado presente don Miguel Salamero... ¿ustés no saben nada de esto?

—No, amigo y señor mío —dijo don Roque—, nada de esto sabemos, y aunque tenemos el mayor gusto en que usted nos cuente tantas maravillas, lo que es ahora, más nos importa saber dónde encontraremos al don José mi antiguo amigo, porque padecemos los cuatro de un mal que llaman hambre y que no se cura oyendo contar sublimidades.

—Ahora mismo les llevaré a donde quieren ir —repuso Sursum Corda, después de ofrecernos parte de sus mendrugos—. Pero antes les quiero decir una cosa, y es que si don Mariano Cereso no hubiera defendido la Aljafería como la defendió, nada se habría hecho en el Portillo. ¡Y que es hombre de mantequillas en gracia de Dios el tal don Mariano Cereso! En la del 4 de agosto andaba por las calles con su espada y rodela antigua y daba miedo verle. Esto de Santa Engracia parecía un horno, señores. Las bombas y las granadas llovían; pero los patriotas no les hacían más caso que si fueran gotas de agua. Una buena parte del convento se desplomó; las casas temblaban y todo esto que estamos viendo parecía un barrio de naipes, según la prontitud con que se incendiaba y se desmoronaba. Fuego en las ventanas, fuego arriba, fuego abajo: los franceses caían como moscas, señores, y a los zaragozanos lo mismo les daba morir que nada. Don Antonio Quadros embocó por allí, y cuando miró a las baterías francesas, se las quería comer. Los bandidos tenían sesenta cañones echando fuego sobre estas paredes. ¿Ustés no lo vieron? Pues yo sí, y los pedazos del ladrillo de las tapias y la tierra de los parapetos salpicaban como miajas de un bollo. Pero los muertos servían de parapeto, y muertos arriba, muertos abajo, aquello era una montaña. Don Antonio Quadros echaba llamas por los ojos. Los muchachos hacían fuego sin parar; su alma era toda balas, ¿ustés no lo vieron? Pues yo sí, y las baterías francesas se quedaban limpias de artilleros. Cuando vio que un cañón enemigo había quedado sin gente, el comandante gritó: «¡Una charretera al que clave aquel cañón!» y Pepillo Ruiz echa a andar como quien se pasea por un jardín entre mariposas y flores de Mayo; solo que aquí las mariposas eran balas, y las flores bombas. Pepillo Ruiz clava el cañón y se vuelve riendo. Pero velay que otro pedazo de convento se viene al suelo. El que fue aplastado, aplastado quedó. Don Antonio Quadros dijo que aquello no importaba nada, y viendo que la artillería de los bandidos había abierto un gran boquete en la tapia, fue a taparlo él mismo con una saca de lana. Entonces una bala le dio en la cabeza. Retiráronle aquí; dijo que tampoco aquello importaba nada, y expiró.

—¡Oh! —dijo don Roque con impaciencia—. Estamos encantados, señor Sursum Corda, y el más puro patriotismo nos inflama al oírle contar a usted tan grandes hazañas; pero si usted nos quisiera decir dónde...

—Hombre de Dios —contestó el mendigo— ¿pues no se lo he de decir? Si lo que más sé y lo que más visto tengo en mi vida es la casa de don José de Montoria. Como que está cerca de San Pablo. ¡Oh! ¿Ustés no vieron lo del hospital? Pues yo sí: allí caían las bombas como el granizo. Los enfermos viendo que los techos se les venían encima, se arrojaban por las ventanas a la calle. Otros se iban arrastrando y rodaban por las escaleras. Ardían los tabiques, oíanse lamentos, y los locos mugían en sus jaulas como fieras rabiosas. Otros se escaparon y andaban por los claustros riendo, bailando y haciendo mil gestos graciosos que daban espanto. Algunos salieron a la calle como en día de Carnaval, y uno se subió a la cruz del Coso, donde se puso a sermonear, diciendo que él era el Ebro y que anegando la ciudad iba a sofocar el fuego. Las mujeres corrían a socorrer a los enfermos, y todos eran llevados al Pilar y a la Seo. No se podía andar por las calles. La Torre Nueva hacía señales para que se supiera cuándo venía una bomba; pero el griterío de la gente no dejaba oír las campanas. Los franceses avanzan por esta calle de Santa Engracia; se apoderan del hospital y del convento de San Francisco; empieza la guerra en el Coso y en las calles de por allí. Don Santiago Sas, don Mariano Cereso, don Lorenzo Calvo, don Marcos Simonó, Renovales, el albéitar Martín Albantos, Vicente Codé, don Vicente Marraco y otros atacan a los franceses a pecho descubierto; y detrás de una barricada hecha por ella misma, les espera llena de furor y fusil en mano, la señora condesa de Bureta.

—¿Cómo, una mujer, una condesa —preguntó con entusiasmo don Roque— levantaba barricadas y apuntaba fusiles?

—¿Ustés no lo sabían? —dijo Sursum—. ¿Pues en dónde viven ustés? La señora doña María Consolación Azlor y Villavicencio, que vive allá por el Ecce-Homo, andaba por las calles, y a los desanimados les decía mil lindezas, y luego haciendo cerrar la entrada de la calle, se puso al frente de una partida de paisanos, gritando: «¡Aquí moriremos todos, antes que dejarles pasar!»

—¡Oh, cuánta sublimidad! —exclamó don Roque bostezando de hambre—. ¡Y cuánto me agradaría oír contar hazañas de esa naturaleza con el estómago lleno! Conque decía usted, buen amigo, que la casa de don José cae hacia...

—Hacia allá —repuso el cojo—. Ya saben ustés que los franceses se enredaron y se atascaron en el arco de Cineja. ¡Virgen mía del Pilar! Aquello era matar franceses, lo demás es aire. En la calle de la Parra, en la plazuela de Estrevedes, en la calle de los Urreas, en la de Santa Fe y en la del Azoque los paisanos despedazaban a los franceses. Todavía me zumban en las orejas el cañoneo y el gritar de aquel día. Los gabachos quemaban las casas que no podían defender y los zaragozanos hacían lo mismo. Fuego por todos lados... Hombres, mujeres, chiquillos... Basta tener dos manos para trabajar contra el enemigo. ¿Ustés no lo vieron? Pues no han visto nada. Pues como les iba diciendo, aquel día salió Palafox de Zaragoza para...

—Basta, amigo mío —dijo don Roque perdiendo la paciencia—; estamos encantados con su conversación; pero si no nos guía al instante a casa de mi paisano o nos indica cómo podemos encontrar su casa, nos iremos solos.

—Al instante, señores, no apurarse —repuso Sursum Corda echando a andar delante de nosotros con toda la agilidad de sus muletas—. Vamos allá, vamos con mil amores. ¿Ven ustés esta casa? Pues aquí vive Antonio Laste, sargento primero de la compañía del cuarto tercio, y ya sabrán que salvó de la tesorería los dieciséis mil cuatrocientos pesos, y quitó a los franceses la cera que habían robado.

—Adelante, adelante, amigo —dije, viendo que el incansable hablador se detenía para contar de un modo minucioso las hazañas de Antonio Laste.

—Ya pronto llegaremos —repuso Sursum—. Por aquí iba yo en la mañana del 1.º de julio, cuando encontré a Hilario Lafuente, cabo primero de la compañía de escopeteros del presbítero Sas, y me dijo: «Hoy van a atacar el Portillo.» Entonces yo me fui a ver lo que había y...

—Ya estamos enterados de todo —le indicó don Roque—. Vamos aprisa, y después hablaremos.

—Esta casa que ven ustés toda quemada y hecha escombros —continuó el cojo volviendo una esquina— es la que ardió el día 4, cuando don Francisco Ipas, subteniente de la segunda compañía de escopeteros de la parroquia de San Pablo, se puso aquí con un cañón, y luego...

—Ya sabemos lo demás, buen hombre —dijo don Roque—. Adelante, y más que deprisa.

—Pero mucho mejor fue lo que hizo Codé, labrador de la parroquia de la Magdalena, con el cañón de la calle de la Parra —continuó el mendigo deteniéndose otra vez—. Pues al ir a disparar, los franceses se echan encima; huyen todos; pero Codé se mete debajo del cañón; pasan los franceses sin verle, y después, ayudado de una vieja que le dio una cuerda, arrastra la pieza hasta la bocacalle. Vengan ustés y les enseñaré.

—No, no queremos ver nada: adelante, adelante en nuestro camino.

Tanto le azuzamos, y con tanta obstinación cerramos nuestros oídos a sus historias, que al fin, aunque muy despacio, nos llevó por el Coso y el Mercado a la calle de la Hilarza, donde la persona a quien queríamos ver tenía su casa.

III

Pero ¡ay!, don José de Montoria no estaba en ella y nos fue preciso buscarle en los alrededores de la ciudad. Dos de mis compañeros, aburridos de tantas idas y venidas, se separaron de nosotros, aspirando a buscar con su propia iniciativa un acomodo militar o civil. Nos quedamos solos don Roque y un servidor, y así emprendimos con más desembarazo el viaje a la torre de nuestro amigo (llaman en Zaragoza torres a las casas de campo) situada a poniente, lindando con el camino de Muela y a poca distancia de la Bernardona. Un paseo tan largo a pie y en ayunas no era lo más satisfactorio para nuestros fatigados cuerpos; pero la necesidad nos obligaba a tan inoportuno ejercicio y por bien servidos nos dimos encontrando al deseado zaragozano, y siendo objeto de su cordial hospitalidad.

Ocupábase Montoria cuando llegamos en talar los frondosos olivos de su finca, porque así lo exigía el plan de obras de defensa establecido por los jefes facultativos ante la inminencia de un segundo sitio. Y no era solo nuestro amigo el que por sus propias manos destruía sin piedad la hacienda heredada: todos los propietarios de los alrededores se ocupaban en la misma faena y presidían los devastadores trabajos con tanta tranquilidad como si fuera un riego, un replanteo o una vendimia. Montoria nos dijo:

—En el primer sitio talé la heredad que tengo al lado allá de Huerva; pero este segundo asedio que se nos prepara dicen que será más terrible que aquel, a juzgar por el gran aparato de tropas que traen los franceses.

Contámosle la capitulación de Madrid, lo cual pareció causarle mucha pesadumbre, y como elogiáramos con exclamaciones hiperbólicas las ocurrencias de Zaragoza desde el 15 de junio al 14 de agosto, encogiose de hombros y contestó:

—Se ha hecho todo lo que se ha podido.

Acto continuo don Roque pasó a hacer elogios de mi personalidad, militar y civilmente considerada, y de tal modo se le fue la mano en este capítulo, que me hizo sonrojar, mayormente considerando que algunas de sus afirmaciones eran estupendas mentiras. Díjole primero que yo pertenecía a una de las más alcurniadas familias de la baja Andalucía en tierra de Doñana, y que había asistido al glorioso combate de Trafalgar en clase de guardia marina. Le dijo también que la junta me había concedido un destino en el Perú y que durante el sitio de Madrid había hecho prodigios de valor en la Puerta de los Pozos, siendo tanto mi ardor, que los franceses, después de la rendición, creyeron conveniente deshacerse de tan terrible enemigo, enviándome con otros patriotas a Francia. Añadió que mis ingeniosas invenciones habían proporcionado la fuga a los cuatro compañeros refugiados en Zaragoza, y puso fin a su panegírico asegurando que por mis cualidades personales era yo acreedor a las mayores distinciones.

Montoria en tanto me examinaba de pies a cabeza, y si llamaba su atención mi mal traer y las infinitas roturas de mi vestido, también debió advertir que este era de los que usan las personas de calidad, revelando su finura, buen corte y aristocrático origen en medio de la multiplicidad abrumadora de sus desperfectos. Luego que me examinó, me dijo:

—¡Porra! No le podré afiliar a usted en la tercera escuadra de la segunda compañía de escopeteros de don Santiago Sas, de cuya compañía soy capitán; pero entrará en el cuerpo en que está mi hijo; y si no quiere usted, largo de Zaragoza, que aquí no admitimos gente haragana. Y a usted, don Roque amigo, puesto que no está para coger el fusil ¡porra!, le haremos practicante de los hospitales del ejército.

Luego que esto oyó don Roque, expuso por medio de circunlocuciones retóricas y de graciosas elipsis la gran necesidad en que nos encontrábamos y lo bien que recibiríamos sendas magras y un par de panes cada uno. Entonces vimos que frunció el ceño el gran Montoria, mirándonos de un modo severo, lo cual nos hizo temblar, y parecionos que íbamos a ser despedidos por la osadía de pedir de comer. Balbucimos tímidas excusas y entonces nuestro protector con rostro encendido, nos habló así:

—¿Con que tienen hambre? ¡Porra, váyanse al demonio con cien mil pares de porras! ¿Y por qué no lo habían dicho? ¿Con que yo soy hombre capaz de consentir que los amigos tengan hambre, porra? Sepan que no me faltan diez docenas de jamones colgados en el techo de la despensa, ni veinte cubas de lo de Rioja, sí señor; y tener hambre y no decírmelo en mi cara sin retruécanos, es ofender a un hombre como yo. Ea, muchachos, entrad adentro y mandar que frían obra de cuatro libras de lomo, y que estrellen dos docenas de huevos, y que maten seis gallinas, y saquen de la cueva siete jarros de vino, que yo también quiero almorzar. Vengan todos los vecinos, los trabajadores y mis hijos si están por ahí. Y ustedes, señores, prepárense a hacer penitencia conmigo. ¡Nada de melindres, porra! Comerán de lo que hay sin dengues ni boberías. Aquí no se usan cumplidos. Usted, señor don Roque, y usted, señor de Araceli, están en su casa hoy y mañana y siempre, ¡porra! José de Montoria es muy amigo de los amigos. Todo lo que tiene es de los amigos.

La brusca generosidad de aquel insigne varón nos tenía anonadados. Como recibiera muy mal los cumplimientos, resolvimos dejar a un lado el formulario artificioso de la corte, y vierais allí cómo la llaneza más primitiva reinó durante el almuerzo.

—Qué, ¿no come usted más? —me dijo don José—. Me parece que es usted un boquirrubio que se anda con enjuagues y finuras. A mí no me gusta eso, caballerito; me parece que me voy a enfadar y tendré que pegar palos para hacerles comer. Ea, despache usted este vaso de vino. ¿Acaso es mejor el de la corte? Ni a cien leguas. Con que, porra, beba usted, porra, o nos veremos las caras.

Esto fue causa de que comiera y bebiera mucho más de lo que cabía en mi cuerpo; pero había que corresponder a la generosa franqueza de Montoria, y no era cosa de que por una indigestión más o menos se perdiera tan buena amistad.

Después del almuerzo, siguieron los trabajos de tala, y el rico labrador los dirigía como si fuera una fiesta.

—Veremos —decía— si esta vez se atreven a atacar el castillo. ¿No ha visto usted las obras que hemos hecho? Menudo trabajo van a tener. Yo he dado doscientas sacas de lana, una friolera, y daré hasta el último mendrugo.

Cuando nos retirábamos a la ciudad, llevonos Montoria a examinar las obras defensivas que a la sazón se estaban construyendo en aquella parte occidental. Había en la puerta del Portillo una gran batería semicircular que enlazaba las tapias del convento de los Fecetas con las del de Agustinos descalzos. Desde este edificio al de Trinitarios corría otra muralla recta, aspillerada en toda su extensión y con un buen reducto en el centro, todo resguardado por profundo foso que se abría hacia el famoso campo de las Eras o del Sepulcro, teatro de la heroica jornada del 15 de junio. Más al Norte y hacia la puerta de Sancho, que da paso al pretil del Ebro, seguían las fortificaciones, terminando en otro baluarte. Todas estas obras, como hechas a prisa, aunque con inteligencia, no se distinguían por su solidez. Cualquier general enemigo, ignorante de los acontecimientos del primer sitio y de la inmensa estatura moral de los zaragozanos al ponerse detrás de aquellos montones de tierra, se habría reído de fortificaciones tan despreciables para un buen material de sitio; pero Dios ha dispuesto que alguien escape de vez en cuando a las leyes físicas establecidas por la guerra. Zaragoza, comparada con Amberes, Dantzig, Metz, Sebastopol, Cartagena, Gibraltar y otras célebres plazas fuertes tomadas o no, era entonces una fortaleza de cartón. Y sin embargo...

IV

En su casa, Montoria se enfadó otra vez con don Roque y conmigo, porque no quisimos admitir el dinero que nos ofrecía para nuestros primeros gastos en la ciudad, y aquí se repitieron los puñetazos en la mesa y la lluvia de porras y otras palabras que no cito; pero al fin llegamos a una transacción honrosa para ambas partes. Y ahora caigo en que me ocupo demasiado de hombre tan singular sin haber anticipado algunas observaciones acerca de su persona. Era don José un hombre de sesenta años, fuerte, colorado, rebosando salud, bienestar, contento de sí mismo, conformidad con la suerte y conciencia tranquila. Lo que le sobraba en patriarcales virtudes y en costumbres ejemplares y pacíficas (si es que esto puede estar de sobra en algún caso), le faltaba en educación, es decir, en aquella educación atildada y distinguida que entonces empezaban a recibir algunos hijos de familias ricas. Don José no conocía los artificios de la etiqueta, y por carácter y por costumbres era refractario a la mentira discreta y a los amables embustes que constituyen la base fundamental de la cortesía. Como él llevaba siempre el corazón en la mano, quería que asimismo lo llevasen los demás, y su bondad salvaje no toleraba las coqueterías frecuentemente falaces de la conversación fina. En los momentos de enojo era impetuoso y dejábase arrastrar a muy violentos extremos, de que por lo general se arrepentía más tarde.

En él no había disimulo, y tenía las grandes virtudes cristianas, en crudo y sin pulimento, como un macizo canto del más hermoso mármol, donde el cincel no ha trazado una raya siquiera. Era preciso saberlo entender, cediendo a sus excentricidades, si bien en rigor no debe llamarse excéntrico el que tanto se parecía a la generalidad de sus paisanos. No ocultar jamás lo que sentía era su norte, y si bien esto le ocasionaba algunas molestias en el curso de la vida ordinaria y en asuntos de poca monta, era un tesoro inapreciable siempre que se tratase con él un negocio grave, porque puesta a la vista toda su alma, no había que temer malicia alguna. Perdonaba las ofensas, agradecía los beneficios y daba gran parte de sus cuantiosos bienes a los menesterosos.

Vestía con aseo, comía abundantemente, ayunando con todo escrúpulo la Cuaresma entera, y amaba a la Virgen del Pilar con fanático amor de familia. Su lenguaje no era, según se ha visto, un modelo de comedimiento, y él mismo confesaba como el mayor de sus defectos lo de soltar a todas horas porra y más porra, sin que viniese al caso; pero más de una vez le oí decir, que conocedor de la falta, no la podía remediar, porque aquello de las porras le salía de la boca sin que él mismo se diera cuenta de ello.

Tenía mujer y tres hijos. Era aquélla doña Leocadia Sarriera, navarra de origen. De los vástagos, el mayor y la hembra estaban casados y habían dado a los viejos algunos nietos. El más pequeño de los hijos llamábase Agustín y era destinado a la Iglesia, como su tío del mismo nombre, arcediano de la Seo. A todos les conocí en el mismo día, y eran la mejor gente del mundo. Fui tratado con tanto miramiento, que me tenía absorto su generosidad, y si me conocieran desde el nacer no habrían sido más rumbosos. Sus obsequios, espontáneamente sugeridos por corazones generosos, me llegaban al alma, y como yo siempre he sido fácil en dejarme querer, les correspondí desde el principio con muy sincero afecto.

—Señor don Roque —dije aquella noche a mi compañero cuando nos acostábamos en el cuarto que nos destinaron—, yo jamás he visto gente como esta. ¿Son así todos los aragoneses?

—Hay de todo —me respondió— pero hombres de la madera de don José de Montoria, y familias como esta familia abundan mucho en esta tierra de Aragón.

Al siguiente día nos ocupamos en mi alistamiento. La decisión de aquella gente me entusiasmaba de tal modo, que nada me parecía tan honroso como seguir tras ella, aunque fuera a distancia, husmeando su rastro de gloria. Ninguno de ustedes ignora que en aquellos días Zaragoza y los zaragozanos habían adquirido un renombre fabuloso; que sus hazañas enardecían las imaginaciones y que todo lo referente al sitio famoso de la inmortal ciudad, tomaba en boca de los narradores las proporciones y el colorido de una leyenda de los tiempos heroicos. Con la distancia, las acciones de los zaragozanos adquirían dimensiones mayores aún, y en Inglaterra y en Alemania, donde les consideraban como los numantinos de los tiempos modernos, aquellos paisanos medio desnudos, con alpargatas en los pies y un pañizuelo enrollado en la cabeza, eran figuras de coturno. Capitulad y os vestiremos —decían los franceses en el primer sitio, admirados de la constancia de unos pobres aldeanos vestidos de harapos—. No sabemos rendirnos —contestaban— y nuestras carnes solo se cubren de gloria.

Esta y otras frases habían dado la vuelta al mundo.

Pero volvamos a lo de mi alistamiento. Era un obstáculo para este el manifiesto de Palafox de 13 de diciembre, en que ordenaba la expulsión de forasteros mandándoles salir en el término de veinticuatro horas, acuerdo tomado en razón de la mucha gente que iba a alborotar sembrando discordias y desavenencias; pero precisamente en los días de mi llegada se publicó otra proclama llamando a los soldados dispersos del ejército del Centro, desbaratado en Tudela, y en esto hallé una buena coyuntura para afiliarme, pues aunque no pertenecí a dicho ejército, había concurrido a la defensa de Madrid, y a la batalla de Bailén, razones que con el apoyo de mi protector Montoria, me valieron el ingreso en las huestes zaragozanas. Diéronme un puesto en el batallón de voluntarios de las Peñas de San Pedro, bastante mermado en el primer sitio, y recibí un uniforme y un fusil. No formé, como había dicho mi protector, en las filas de mosén Santiago Sas, fogoso clérigo, puesto al frente de un batallón de escopeteros, porque esta valiente partida se componía exclusivamente de vecinos de la parroquia de San Pablo. Tampoco querían gente moza en su batallón, por cuya causa ni el ni mismo hijo de don José de Montoria, Agustín Montoria, pudo servir a las ordenes de Sas, y se afilió como yo en el batallón de las Peñas de San Pedro. La suerte me deparaba un buen compañero y un excelente amigo.

Desde el día de mi llegada, oí hablar de la aproximación del ejército francés; pero esto no fue un hecho incontrovertible hasta el 20. Por la tarde una división llegó a Zuera, en la orilla izquierda, para amenazar el arrabal; otra mandada por Suchet acampó en la derecha sobre San Lamberto. Moncey, que era el general en jefe, situose con tres divisiones hacia el Canal y en las inmediaciones de la Huerva. Cuarenta mil hombres nos cercaban.

Sabido es que impacientes por vencernos, los franceses comenzaron sus operaciones el 21 desde muy temprano, embistiendo con gran furor y simultáneamente el monte Torrero y el arrabal de la izquierda del Ebro, puntos sin cuya posesión era excusado pensar en someter la valerosa ciudad; pero si bien tuvimos que abandonar a Torrero, por ser peligrosa su defensa, en el arrabal desplegó Zaragoza tanto y tan temerario arrojo, que es aquel día uno de los más brillantes de su brillantísima historia.

Desde las cuatro de la madrugada, el batallón de las Peñas de San Pedro fue destinado a guarnecer el frente de fortificaciones desde Santa Engracia hasta el convento de Trinitarios, línea que me pareció la menos endeble en todo el circuito de la ciudad. A espaldas de Santa Engracia estaba la batería de los Mártires: corría luego la tapia, aspillerada hasta el puente de la Huerva, defendido por un reducto: desviábase luego hacia Poniente, formando un ángulo obtuso, y enlazándose con otro reducto levantado en la torre del Pino, seguía casi en línea recta hasta el convento de Trinitarios dejando dentro la puerta del Carmen. El que haya visto a Zaragoza, comprenderá perfectamente mi ligera descripción, pues todavía existen las ruinas de Santa Engracia, y la puerta del Carmen ostenta aún no lejos de la Glorieta su despedazado umbral y sus sillares carcomidos.

Estábamos, como he dicho, guarneciendo la extensión descrita, y parte de los soldados teníamos nuestro vivac en una huerta inmediata al colegio del Carmen. Agustín de Montoria y yo no nos separábamos, porque su apacible carácter, el afecto que me mostró desde que nos conocimos, y cierta conformidad, cierta armonía inexplicable en nuestras ideas, me hacían muy agradable su compañía. Era él un joven de hermosísima figura, con ojos grandes y vivos, despejada frente y cierta gravedad melancólica en su fisonomía. Su corazón, como el del padre, estaba lleno de aquella generosidad que se desbordaba al menor impulso; pero tenía sobre él la ventaja de no lastimar al favorecido, porque la educación le había quitado gran parte de la rudeza nacional. Agustín entraba en la edad viril con la firmeza y la seguridad de un corazón lleno, de un entendimiento rico y no gastado, de un alma vigorosa y sana, a la cual no faltaba sino ancho mundo, ancho espacio para producir bondades sin cuento. Estas cualidades eran realzadas por una imaginación brillante, pero de vuelo seguro y derecho, no parecida a la de nuestros modernos geniecillos, que las más de las veces ignoran por dónde van, sino serena y majestuosa, como educada en la gran escuela de los latinos.

Aunque con gran inclinación a la poesía (pues Agustín era poeta), había aprendido la ciencia teológica, descollando en ella como en todo. Los padres del Seminario, hombres de mucha ciencia y muy cariñosos con la juventud, le tenían por un prodigio en las letras humanas y en las divinas, y se congratulaban de verle con un pie dentro de la Iglesia docente. La familia de Montoria no cabía en sí de gozo y esperaba el día de la primera misa como el santo advenimiento.

Sin embargo (me veo obligado a decirlo desde el principio), Agustín no tenía vocación para la iglesia. Su familia, lo mismo que los buenos padres del Seminario, no lo comprendían así ni lo comprendieran aunque bajara a decírselo el Espíritu santo en persona. El precoz teólogo, el humanista que tenía a Horacio en las puntas de los dedos, el dialéctico que en los ejercicios semanales dejaba atónitos a los maestros con la intelectual gimnasia de la ciencia escolástica, no tenía más vocación para el sacerdocio que la que tuvo Mozart para la guerra, Rafael para las matemáticas o Napoleón para el baile.

V

—Gabriel —me decía aquella mañana—, ¿tienes ganas de batirte?

—Agustín, ¿tienes tú ganas de batirte? —le respondí. (Como se ve nos tuteábamos a los tres días de conocernos.)

—No much