Episodios nacionales II. 7 de julio - Benito Pérez Galdós - E-Book

Episodios nacionales II. 7 de julio E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

7 de julio es la quinta novela de la segunda serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. En el año 1822, el gobierno liberal impuesto al rey Fernando VII a raíz de la sublevación de Riego se ve acosado a dos bandos tanto por absolutistas como por los radicales. Las fricciones entre la guardia y los milicianos son continuas, hasta que se produce una sublevación de la guardia rápidamente sofocada por las milicias ciudadanas. Como narra Galdós: "El rey era absolutista, el gobierno moderado, el congreso democrático, había nobles anarquistas y plebeyos serviles. El ejército era en algunos cuerpos liberal y en otros realista y la Milicia abrazaba en su vasta muchedumbre a todas las clases sociales". En medio de todos estos continuos altercados de unos y otros, nuestro héroe, don Salvador Monsalud, continúa protegiendo a la joven Soledad, la hija de don Gil de la Cuadra, conspirador absolutista a quien Salvador había salvado de la cárcel y de una muerte segura, a finales de la anterior novela El Grande Oriente. Soledad, "Solita", termina enamorándose del protagonista, el cual no le presta mucha atención, ya que la ve simplemente como una hermana; en cambio sí le interesa una antigua amante ya casada.

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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales II 7 de julio

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Episodios nacionales II. 7 de julio.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-327-6.

ISBN rústica: 978-84-9007-286-8.

ISBN ebook: 978-84-9007-248-6.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La obra 9

I 11

II 14

III 23

IV 30

V 36

VI 44

VII 48

VIII 54

IX 58

X 61

XI 66

XII 72

XIII 80

XIV 88

XV 93

XVI 102

XVII 108

XVIII 112

XIX 117

XX 121

XXI 125

XXII 130

XXIII 136

XXIV 137

XXV 145

XXVI 149

XXVII 153

XXVIII 158

Libros a la carta 163

Brevísima presentación

La obra

7 de julio es la quinta novela de la segunda serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

En el año 1822, el gobierno liberal impuesto al rey Fernando VII a raíz de la sublevación de Riego se ve acosado a dos bandos tanto por absolutistas como por los radicales. Las fricciones entre la guardia y los milicianos son continuas, hasta que se produce una sublevación de la guardia rápidamente sofocada por las milicias ciudadanas. Como narra Galdós: «El rey era absolutista, el gobierno moderado, el congreso democrático, había nobles anarquistas y plebeyos serviles. El ejército era en algunos cuerpos liberal y en otros realista y la Milicia abrazaba en su vasta muchedumbre a todas las clases sociales.»

En medio de todos estos continuos altercados de unos y otros, nuestro héroe, don Salvador Monsalud, continúa protegiendo a la joven Soledad, la hija de don Gil de la Cuadra, conspirador absolutista a quien Salvador había salvado de la cárcel y de una muerte segura, a finales de la anterior novela El Grande Oriente. Soledad, «Solita», termina enamorándose del protagonista, el cual no le presta mucha atención, ya que la ve simplemente como una hermana; en cambio sí le interesa una antigua amante ya casada.

I

Parece que no ha pasado el tiempo. Todo está lo mismo. Ved la calle, la casa, los peces de colores nadando y revolviéndose con incesantes curvas en sus estanques; ved las jaulas de grillos colgadas en racimos a un lado y otro de la puerta; fijad la atención en la ventana de la escuela y oíd el rumor de moscardones que por ella sale. Nada ha cambiado, y don Patricio Sarmiento, puntual e inmutable en su silla como el Sol en el firmamento, esparce la luz de su sabiduría por todo el ámbito del aula. Lo mismo que el año pasado, está explicando la desastrosa historia y trágica muerte de Cayo Graco; pero su voz elocuente añade estas fatídicas palabras: «Terribles días se preparan. Roma y la libertad están en peligro.»

Entonces estábamos en febrero de 1821;1 ahora estamos en marzo de 1822. Durante este año de anarquía, durante estos trescientos sesenta y cinco motines, la calle de Coloreros no ha experimentado variaciones importantes. Don Patricio no parece más viejo: al contrario, creeríasele rejuvenecido por milagrosos filtros. Está más inquieto, más exaltado, más vivaracho: su pupila brilla con más fulgor y la contracción y dilatación de las venerables arrugas de su frente indican que hay allí dentro hirviente volcán de ideas.

Cuando suena la hora del descanso y salen los chicos, atropellándose unos a otros, golpeando el suelo con sus pies impacientes y llenando toda la calle con su desaforado infierno de chillidos, payasadas y cabriolas, que afortunadamente duran poco, don Patricio limpia sus plumas, se arregla el gorro, para que ninguna parte de su cráneo quede en descubierto, y unas veces con la regla en la mano, otras con las manos en los bolsillos, sale al portal entonando entre dientes patriótica cancioncilla.

Si Lucas está en su puesto, padre e hijo hablan un rato antes de subir a comer. Otras veces don Patricio planta su pintoresca figura majestuosa en el umbral, mira al cielo, husmea la temperatura y dirección del viento, y, si sus remos se han entumecido, da un paseo hasta el arco de San Ginés, sentando los pies con fuerza y estruendo para que entren en calor. Algunas palabras sonoras salen de su pecho, mientras mira de nuevo el cielo, como si en la inalterable grandeza de este viera una imagen de la inmortalidad.

Un día don Patricio cantaba:

Para arreglar todito el mundo

tengo un remedio singular,

y es un martillo prodigioso

que a un nigromante pude hurtar.

Cuando pretendan los malvados

el despotismo entronizar,

este martillo puede solo

entronizar la libertad.

Una joven se acercó a él con intención de hablarle.

—Hola, madamita —dijo Sarmiento, deteniéndose junto a la puerta de su casa y echando las manos a la espalda—. ¡Cuánto bueno por aquí! Hoy ha venido usted tarde, y el pájaro ha volado.

—¿No está? —preguntó la joven con desconsuelo.

El semblante de la que se expresó de este modo no indicaba una salud perfecta, ni su vestido un bienestar mundano digno de envidia. Pálida y triste, Solita decía a todo el mundo, con solo mirar, que el año transcurrido había sido un fardo de bastante peso. Mas al mismo tiempo podía observar en ella quien supiera hacerlo, una firme resolución de resistir cuantas cargas le echara Dios encima, aunque tuvieran toda la pesadumbre imaginable. ¡Y en la forzosa modestia de su atavío había tanto anhelo de parecer bien, una decencia tan escrupulosa, una dignidad tan bien sostenida...! En suma, Solita sabía ser pobre, cualidad rara en todos los tiempos.

—No está —repitió con cierta displicencia Sarmiento, cual si quisiera mortificar a su antigua vecina—. Los hombres de ocupaciones no pueden estar todo el día en casa esperando a las niñas que van a buscarles.

—¿Sabe usted si ha ido ya a la oficina? —preguntó Soledad sin hacer caso de la grosera observación del maestro.

—¿A casa del señor duque?

—Sí señor. Aunque es temprano...

—Allí estará sin remedio.

—Pues voy. Muchas gracias, don Patricio.

La madamita partió, y Sarmiento, encarándose con su ilustre hijo que acababa de soltar la aguja para subir a comer, le dijo:

—Ahí tienes otra vez a la hija de cabra, a la niña del señor Gil, a esa loca y traviesa muchacha, visitando a nuestro don Salvador. Ya ha venido cuarenta veces en lo que va de año.

—Lo menos.

—Es una buena pieza. ¡Quién lo había de decir viéndola tan mortecina, tan suavecita, tan humildota que su voz parece música de los ángeles del cielo! Pero la miseria todo lo corrompe, y Solita no ha podido menos de entrar en el camino de la perdición para encontrar un pedazo de pan que ponerle en la boca al tunante de Cuadra. Justo castigo ¡vive Dios! de las ideas contrarias a la libertad de los pueblos... Subamos, hijo.

—Me da lástima de ese pobre señor —manifestó Lucas dando el brazo a su padre para ayudarle a subir.

—A mí no —repuso Sarmiento—. Si nos andamos con sensibilidades peligrosas, que lejos de amansar, dan mayores alientos a los enemigos de la patria, llegará un día en que se ensoberbezcan demasiado y se nos pongan por montera. Es preciso ser inexorables, es preciso que cerremos a la compasión mujeril nuestros corazones generosos. ¿Lo entiendes bien? Esto te sorprenderá, pues has visto siempre en tu padre la mayor mansedumbre y templanza; pero has de saber que los tiempos hacen a las personas, y yo soy un hombre que predica constantemente a sus amigos el rigor y la crueldad, porque estamos en días de exterminio, querido hijo, estamos en la alternativa de cortar cabezas o dejar que nos la corten...

—¡Pobre señor Gil! —repitió Lucas—. Yo no le creo capaz de cortar cabezas.

—¡Fíate del agua mansa!... ¡Chilindrón! Esos pícaros no escarmientan. Le viste reducido a prisión; le viste salvado de milagro; le viste errante por aldeas y despoblados; le ves al fin refugiado de nuevo en Madrid al amparo de Naranjo, otro bribón, para quien la horca no se ha levantado todavía, pero se levantará, se levantará, descuida... pues bien, ¿ves a Gil de la Cuadra arrinconado, miserable, enfermo, olvidado? Pues está conspirando.

Lucas manifestó sus dudas con una especie de gruñido.

—Tú eres un inocentón —dijo Sarmiento—. Como no tienes hiel, crees que todos son lo mismo. Pues sí; yo te aseguro que Gil de la Cuadra sigue conspirando. Pero vaya usted a decir esto a los amigos. Se ríen, le llaman a uno mentecato, soñador de conjuras, hombre oficioso que anda buscando el pelo al huevo. Añade a esto que el Ministerio del señor Martínez protege a todos los pillos absolutistas, y comprenderás si el alma de un patriota ferviente como yo puede estar dispuesta a los sentimientos dulces, a los fililíes de lastimillas y consideraciones. ¡Ay! —añadió dando un gran suspiro—. Si yo pudiera... Si yo pudiera decir un solo día: «¡hoy mando yo, y baje todo el mundo la cabeza!» ¿Sabes que es pesadita esta escalera? ¡Malditas sean mis piernas! Cualquiera me tomaría por un vejete achacoso al ver que no puedo subir seis escalones sin morirme de fatiga... Te digo, querido Lucas, que si llegara el día... puede que llegue... que si llegara ese día, verías a un hombre. No aseguro yo que no pueda ser, y otras cosas más raras se han visto. ¡Por la vida de la Chilindraina!... Figúrate tú que las cosas se arreglaran de modo que yo... ¡Caracoles! ¿pero cuándo se acaba esta escalera? ¡Pobres piernas mías y pobres pulmones míos!... En tal caso yo arreglaría fácilmente este desconcertado país, limpiándole de tanta mala sangre que hay en él... ¿Pero todavía quedan escalones? ¡Ah!... Gracias a Dios: ya estamos arriba... Pues, cortando cabezas y más cabezas... Bendito sea Dios ¡qué apetito tengo! A comer.

1 Véase El Grande Oriente. (N. del A.)

II

Solita, después de andar breve rato por las calles de Madrid llegó a casa del duque del Parque y penetró en las oficinas, que estaban en el piso bajo a la izquierda del portal o vestíbulo, cuadra tan ancha, que los coches de Su Excelencia podían dar la vuelta para detenerse ante la gran escalera principal. La joven conocía tan bien aquellos lugares donde se albergaba el personal administrativo de la casa, que no necesitó ser guiada ni menos anunciada por el portero. Penetró resueltamente y al final del oscuro pasillo empujó con suavidad una puerta y miró hacia dentro... Estaba.

—Entra, Solilla —dijo Monsalud riendo—. Entra y siéntate.

—¿Tienes mucho que hacer hermano? —preguntó la muchacha, corriendo a sentarse junto a la mesa en que Salvador escribía.

—No: puedes acompañarme un rato. ¿Y el señor Gil?

—Lo mismo. Le he dejado durmiendo. Siempre consumido de tristeza y cada vez más decaído. No hay duda que le atormenta la idea de quitarse la vida. Si yo no tomara tantas precauciones ya nos habría dado un susto.

Soledad hablaba con agitación. Sus mejillas ligeramente se coloreaban, mas no puede asegurarse si este fenómeno tenía por causa el cansancio o la satisfacción de verse allí, tan cerca de su antiguo vecino y amigo de siempre. Miraba a todos lados, demostrando interés cariñoso por los varios objetos de la estancia, desde el archivo que ocupaba un testero, hasta los cuadros viejos y malos, que cubrían el otro. Eran retratos desechados por carecer de condiciones artísticas, algunos paisajes a la flamenca, cacerías y también batallas absurdas en que se veían caballos muertos que parecían cerdos blancos, arcabuceros apuntando al cielo, culebrinas que vomitaban bermellón, y torres muy pulidas por cuyas almenas asomaban lindos arqueros empenachados con plumas de distintos colores.

A Sola le parecía hermosísimo aquel museo. Después que lo observó todo con claras muestras de placer infantil, fijó los ojos en la mesa y vio con sorpresa que no estaba, como otros días, llena de papeles amarillos y empolvados, de expedientes, cuadernillos, cartas y libros de asiento, sino hermosos volúmenes con canto de oro y finísimas pastas; vio también que su hermano tenía delante varios pliegos donde no había como otras veces grandes filas de números semejantes a ejércitos en disposición de entrar en batalla, sino renglones de prosa seguida y corriente.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Sola a su hermano con amable confianza.

—Para ti no hay secretos —repuso el joven separando la vista del papel—. Esto no es una cuenta, es un discurso que me ha encargado el señor duque.

—¿Un discurso?

—Sí; para pronunciarlo pasado mañana en las Cortes. Ya me falta poco —añadió tomando un libro y hojeándolo—. Veamos lo que dice Voltaire sobre este punto, porque has de saber que Su Excelencia quiere que en el discurso haya muchas citas y que en cada párrafo hablen por su boca dos o tres filósofos.

La muchacha se echó a reír, aunque no comprendía bien la gracia de aquella observación. Pero se había acostumbrado a ser eco fiel de las ideas y de las sensaciones de su hermano, y su hermano en aquella ocasión parecía contento. Al escribir un párrafo, mostraba con sonrisas y gestos, burlescos orgullo y satisfacción de sus dotes literarias.

En tanto Soledad, fijos los ojos en el semblante del confeccionador de discursos y en la mano con que escribía; apoyando sus codos en uno de los lados de la mesa, no cesaba de tocar, mover y dar vueltas a los objetos que más cerca tenía. Experimentaba la pueril necesidad de enredar que sentimos cuando en momentos de vagas contemplaciones y de serenidad de espíritu, cae algún cachivache bajo la acción de nuestras ociosas manos. Solita cogía un libro para volverlo a colocar por el otro lado; levantaba un pedazo de plomo destinado a cortar plumas, y con él tocaba cadenciosamente sobre la mesa una especie de marcha; acariciaba las barbas de una pluma rozándolas a contrapelo, y por último, tomando un lápiz hizo varias rayas y círculos sobre el forro de un cuaderno. ¡Extraña fuerza que hace describir a las manos acompasado vaivén, siguiendo el misterioso ritmo de las ideas!

—Vamos, atrévete a decirme que no sé hacer discursos —indicó Salvador jovialmente disponiéndose a leer—. Escucha y tiembla: «¿De qué sirve, pues, que un caudillo esforzado estableciera la libertad, si el Gobierno hace ilusoria tan gran conquista? ¿De qué sirven tanto penar, tan formidables luchas y el sacrificio de nuestro reposo, si con las cadenas rotas forja la perfidia nueva esclavitud?...» Pero dejemos estas tonterías y pensemos en otra cosa. Esta mañana estuve esperándote en mi casa, creyendo que irías por allá.

—Ya sabes que no puedo salir cuando quiero. Desde anteayer estoy proyectando el viaje; pero no he tenido ocasión hasta hoy. Una vez por semana me has mandado que te vea. Si dejo pasar diez días es porque no puede ser de otra manera.

—Ya tendrás falta de dinero. ¡Diez días y hombre enfermo en la casa!... —dijo Monsalud abriendo una gaveta.

—No, no —exclamó Sola vivamente, deteniéndole—, otro día me darás. Todavía tenemos.

—Ya le he dicho a usted, señora hermana —manifestó el secretario del duque con jovial gravedad—, que no me gustan remilgos. Hicimos un trato, un trato solemne. Yo había de darte todo lo que necesitaras, y tú habías de tomar lo que yo te diera. Yo soy el juez de tus necesidades; yo, como hermano mayor, soy quien te arregla las cuentas, quien te marca los gastos. Yo soy la autoridad, y tú, chiquilla sin fundamento, no tienes que chistar ni responderme ni hacer observaciones.

Diciendo esto sacó tres monedas de oro, y tomando la mano de Soledad las puso en ella. Doblole los dedos para cerrarle el puño, y apretándole suavemente, le dijo:

—¿Qué tienes que replicar?

Soledad abrió la mano, y llevándose las monedas a la boca las besó.

—Las beso —dijo—, como los pobres cuando reciben una limosna.

—¿Te avergüenzas de recibir esos ochavos de oro?

—No me avergüenzo, porque me los das tú, y me los das con el corazón —dijo Soledad bebiéndose una lágrima y dando un suspiro—. Eres para nosotros la prueba viva que Dios da de su bondad a las criaturas que no quiere abandonar. Rechazar tu limosna, responder a tu caridad con orgullo, sería ofender a Dios. Tu dinero, sea oro o cobre, es para mí el pan de cada día que se pide a Dios en el Padre nuestro, y que siempre nos cae del Cielo en una forma o en otra.

Después miró las monedas, y tomando dos las presentó a Salvador, diciéndole:

—Estas dos están demás. Con una basta. No debe haber prodigalidad ni aun en la limosna, porque otro pobre necesitará mañana lo que hoy me has dado a mí de más.

—Ya te dije la semana pasada —repuso Monsalud sonriendo—, que ese vestido que llevas, aunque no carece de decencia, está pidiendo sustituto.

—¡Qué tonto eres! Pues no faltaba más... Por tu vida, que estamos en situación de presumir. ¿Quieres que me vista de raso?

—No me gusta la gente mal vestida.

—Pero, hermano, te olvidas de una cosa.

—¿De qué?

—De que pido limosna. Soy más pobrecita que esas que por las calles alargan su mano flaca y piden por Dios. Si tú no existieras...

—Pero como existo... Me parece que no soy una sombra vana, como la libertad de que habla el discurso.

—Sí; pero comprar vestidos sería abusar de tu caridad. Trabajas mucho, trabajas como un esclavo para mantener a tu madre, para socorrernos a mi padre y a mí.

—Y todavía me sobra para dar a otros y para ahorrar. No creas, compraré una casa y una huerta donde pasar la vida solo y tranquilo. También pienso hacerte un buen regalo cuando te cases.

—Yo no compro vestido —dijo Sola vivamente y con ligera expresión de fastidio.

—Lo comprarás; te lo mando yo.

—Más adelante. Guárdame el dinero.

—No ha de ser sino ahora; lo deseo así. Recordarás bien la desgracia de tu padre. Había escapado de la cárcel, y huía por los campos sin amparo, sin sustento, sin esperanza. Os mandé venir a Madrid y, sin dar mi nombre, os proporcioné la entrada libre en esta villa. Tu padre, a causa del aborrecimiento que me tiene, no quiso ni que se le hablara de mí; pero tú, más generosa y más humana, corriste a mi lado, diciéndome: «Hermano, yo te perdono sin conocerlo el mal que has hecho a mi padre. Socórrenos; nos morimos de hambre.»

—Tú me dijiste entonces: «Hagámonos la cuenta otra vez de que hemos nacido de una misma madre, y acepta sin ofenderte una parte de lo que tengo.»

—Hicimos el trato. Esto ya no es limosna; es un deber mío, un deber de familia que cumplo como puedo. Me daría mucha vergüenza de vestir mejor que tú.

—¡Qué bueno eres! Dios te hizo y rompió el molde —dijo Soledad con profunda emoción—. Pero me ocurre otra razón para que guardes ese dinero y aplacemos lo del vestido.

—¿Cuál?

—Con el mejor fin del mundo yo estoy representando una comedia, que tú me has aconsejado; es decir, tú has sido el poeta y yo la actriz.

—¿Qué comedia?

—Yo le hago creer a mi padre que estamos cobrando todavía la pensioncilla de que antes vivíamos. No se le puede decir que pido limosna, y menos que tú me la das. Si llegara a comprender estos manejos, el pobre se moriría de pesadumbre.

—Engañas a tu padre. Esto es lícito alguna vez.

—Pues bien, caballero —añadió Sola con expresión de triunfo—, la pensión apenas daría para comer. Si mi padre me ve comprar vestidos y ponerme majezas, quizás pensaría algo malo de mí.

Salvador meditó un rato.

—En efecto —dijo al fin—. No había caído en eso.

—Ahí tienes el dinero.

—No: le dices a tu padre que has economizado; le dices lo que quieras, ¿sabes? —objetó Monsalud con impaciencia—; pero quiero verte mejor vestida. No debes atender demasiado a lo que piense tu padre, querida, porque el pobre viejo es demasiado terco. Ya ves cómo me trata. Es mucha saña la suya. Pero ya le amansaremos. ¿Sabes que el mejor día me presento en tu casa, le estrecho la mano y le propongo una reconciliación?

—¡Ah! —exclamó Soledad con tristeza—. No sabes bien cuánto te aborrece. Yo le he preguntado mil veces la causa y nunca me la ha querido decir. Ello será alguna cosa muy rara, alguna equivocación, quizás una tontería, porque creer yo que tú eres malo, no, no lo creeré jamás.

—Según lo que se entienda por maldad. Pero dime, ¿tu padre me nombra con frecuencia?

—¡Quia! Lo menos posible, aunque bien se le conoce que te tiene en el pensamiento. Yo lo comprendo así, porque me he acostumbrado a leer en su pensamiento de mi padre, y para obligarle a que me revele la causa de su odio, te nombro.

—¿Le recuerdas cuando éramos vecinos?...

—Y cuando iba yo a charlar con tu mamá.

—¿Y cuando le saqué de la cárcel de la Corona?

—Y todos los beneficios que nos has hecho y tu buen comportamiento y generosidad —dijo Solita exagerando con la voz y el gesto lo que expresaban las palabras—. Pero, hijo, el recuerdo de tus bondades le ensoberbece más... ¡Si vieras cómo se pone!... La única vez que me ha dicho términos malsonantes, amenazando pegarme, fue por ciertos elogios que hice de ti. Díjome que eras un malvado, un perverso, un... ¡no puedo repetir aquellas palabrotas! Mi padre se equivoca; ¿no crees tú que se equivoca?

—Quizás no —repuso sombríamente Monsalud.

—Vaya, que tienes tú también unas rarezas... ¿Conque dices que no se equivoca en lo que piensa de ti?

—Digo que no lo sé.

—Si le oyeras repetir: «Ese hombre es un monstruo, hija mía; no te manches la boca nombrándole»; si le oyeras esto, dirías que ha perdido el juicio. ¡Desgraciado padre mío! Ayer mismo me dijo: «Si ves a ese hombre en la calle, huye, corre, no le mires, evita su presencia y su contacto como el de un reptil venenoso...» ¡Reptil venenoso nada menos, caballerito!... Y has de saber que tú manchas cuanto tocas. Todas esas gracias tienes. Oyendo a mi padre tales locuras, ayer, ayer mismo, el corazón se me oprimía, las lágrimas se me saltaban, y estuve tentada de contestarle: «pues el reptil venenoso nos está dando de comer»; pero no me atreví... Mejor fue callar, ¿no es verdad?

—Callar, callar siempre. No le contraríes jamás en este tema. Apóyale más bien. La verdad es que no soy un modelo.

—Si al menos hubiese algún motivo, por pequeño que fuera, un motivo...

—Pues lo hay —dijo Salvador mirando serenamente a su joven amiga—. ¿Tú qué sabes de cosas del mundo? Tú no entiendes de maldades, afortunadamente.

—Pues si hay un motivo —exclamó Sola con ardor—, si alguna razón hay para que mi padre te llame perverso, dímelo, por Dios, dímelo, Salvador; dame esa prueba de confianza. Tu falta, tu error, tu equivocación o lo que sea, no puede ser grave; será una tontería, una cosa... una de esas cosas que no valen nada... una sandez de esas que no merecen odio, sino risa...

—No es tontería.

—Pues lo que sea, dímelo; me parece que merezco esa prueba de confianza —repuso ella—. ¿Crees que me asustaré?... Sí, buena soy yo para espantarme de nada. He visto mucho mundo, señor mío; he visto muchas pilladas, y las tuyas, por grandes que sean, no me llamarán la atención.

—Es que las mías son muy grandes —dijo Salvador riendo—. Vamos, no quiero perder tu buena amistad. Es la única amistad verdadera que tengo. Déjamela.

—La tendrás mientras yo viva —indicó Sola con viva emoción—. Yo te juro que la tendrás, aunque seas más malo que el mal ladrón, aunque hayas sido asesino, salteador... ¿Por qué te ríes?

—¡Asesino, salteador!

—Vamos; ya se comprende que no habrá sido tanto.

—Quizás más.

—¿Más? Tú también has perdido el juicio. No aumentes mi curiosidad.

—¿Tienes mucha?

—Muchísima. Me abraso... ¡Bah! Tú me quieres confundir. ¿Cómo puedo yo creer que tú, que tú, un hombre tan bueno, tan generoso, hayas ofendido?... porque mi padre ha de creer que tú le has ofendido personalmente.

—Personalmente.

—¿De qué manera?

—Imagina la peor.

—¿Y la ofensa ha sido grande?

—Inmensa.

—Mentira, mentira. Por Dios, no me atormentes.

—Tú me atormentas a mí de un modo cruel.

—Si hablaras...

—Si callaras tú...

—Pues dímelo todo.

—Sola, querida hermana; el mérito consiste en perdonar las ofensas sin conocerlas. También es gran mérito, sobre todo en las mujeres, refrenar la curiosidad.

—Con respecto a ti no dirás que soy curiosa, ni atisbadora, ni entrometida. ¿Sé yo algo de tu vida? ¿Te pregunto en dónde pasas el tiempo que no estás aquí ni en tu casa? Verdad es que no tengo derecho a saber nada; pero en fin... En algo más que en los socorros que recibo debiera conocerse que somos hermanos, como tú dices. Jamás me has hecho una confianza, ni me has contado la causa de tus tristezas cuando estás triste, ni el motivo de tus alegrías cuando estás alegre.

—Si lo sabes todo, tonta.

—Si lo ignoro todo, pero todo —afirmó Sola con cierto enojo—. Dicen que los hombres enamorados son muy comunicativos: pero tú no lo eres.

—¿Estoy yo enamorado acaso?

—Siempre lo estás. ¿Pues qué, eso no se conoce? Estás enamorado, sí; pero vaya usted a averiguar de quién. De alguna gran señora... Algo, algo se le va descubriendo a usía, caballerito. No podrás negar que tienes siempre el pensamiento allá en las quintas regiones, ¿me explico? Quiero decir, hermanito, que rara vez estás en este mundo, donde nos arrastramos los desdichados que vivimos de pan.

—¿Y a eso llamas estar enamorado?

—Pues es claro. Enamorado estás. Si no es de una mujer, será de todas a la vez, o de alguna que por sus muchas perfecciones no pueda existir, ni existe...; pero siempre hay alguna de carne y hueso, ¿no es verdad? Yo así lo creo, y tu madre lo cree también, pues dice que ahora estás más distraído que nunca; que te hablan y no contestas; que no ves lo que tienes delante; que no reparas en nada; que no duermes; que comes poco; que hablas solo; en fin, que tienes dos vidas, (eso lo digo yo), esta que todos vemos y otra que ignoramos; esta que es clara, natural y sencilla, y otra que anda por esas nubes... Yo no sé explicarme... Otra que vive en amores muy sutiles y... ¿cómo decirlo?... En amores terribles... parece que vas entendiendo.

Salvador reía.

—Vaya, puesto que te empeñas en ello, hermanita, voy a tener confianza contigo y a contarte...

—¿Sí? Pues ahora mismo: empieza.

—No, ahora no.

—Sí, ahora. Sabe Dios cuándo volveré.

—Volverás otro día. Además, hijita, es preciso no olvidar el discurso del señor duque.

—¡Maldito discurso!...

—Ya hemos charlado bastante. Ahora te vas a tu casa, acompañas a tu papá, le cuentas cualquier amena historia que le distraiga, despachas tus quehaceres, das un paseíto con el viejo, vuelves a tu casa, coses un poco y después te acuestas para dormir santamente como un ángel.

—¡Sí... Dormir!... Bueno, me marcharé —dijo Sola dirigiendo una mirada triste a los cuadros que ornaban las paredes—. Adiós.

—Y al dormir soñarás con tu primo Anatolio Gordón, el cual del puesto de primo va a pasar al puesto de marido y que si no ha llegado, ni escribe, ni parece, ya llegará y escribirá y parecerá, porque Dios no abandona a los suyos.

Soledad exhaló un suspiro y se dispuso a salir. Oyose en el mismo instante una campanilla.

—El señor duque me llama —dijo Salvador—. Adiós, hermana. Haz todo lo que te digo, obedéceme y verás qué bien te va. Cuidado cómo te olvidas del vestido... Vuelve dentro de ocho días... O antes siempre que se te ofrezca algo urgente. También puedes escribirme.

—Todo, todo lo que mandes haré.

—Vaya —dijo él con impaciencia—, basta de despedidas, adiós.

—Adiós. ¿Has dicho que dentro de ocho días? Bueno. Y del vestido ¿qué has dicho?

Sola se detuvo junto a la puerta.

—Que sea muy bonito... Vete ya... El duque me llama. ¡Cómo pierdo el tiempo! Adiós, adiós.

III

El duque del Parque fue uno de los generales españoles que más descollaron en la guerra de la Independencia. Después de Álvarez, el más heroico; de Alburquerque, el más inteligente; de Castaños, el más afortunado, y de Blake, el más militar, aunque el más desgraciado, es preciso colocar al duque del Parque, que, mandando el ejército de Galicia, ganó en 18 de octubre de 1809 la batalla de Tamames. En ella fue derrotado el general Marchand y sus doce mil franceses con pérdida de dos mil hombres, un cañón y una bandera. No fue igualmente afortunado Su Excelencia en la política, a la cual se dedicó con el afán propio de los ineptos para tan escabroso arte.

O el trato de ciertas personas, o lecturas revolucionarias, o quizás desaires que no creía merecer, lleváronle al partido exaltado. Grande de España, se sentó en la silla presidencial de La Fontana de Oro, desde la cual oyó apostrofar a los duques. Diputado en el Congreso de 1822, figuró en el grupo de Alcalá Galiano, de Rico, que había sido fraile y guerrillero; de Isturiz y otros. Este grupo no quería el orden, y a fuer de sostenedor de los libres, se ocupaba en asaetear constantemente al otro partidillo compuesto de Argüelles, Álava, Valdés, etc. De la misma lucha, y como transacción, salió la presidencia de Riego. Ya tendremos ocasión de ver cosas muy saladas que ocurrieron en aquellos días y en aquel sillón presidencial.

Volviendo al duque, Su Excelencia poseía gran fortuna; era generoso, amable, ilustrado hasta donde podía serlo un duque y general y español por aquellos tiempos. Si se hubiera curado de la manía, tan común entonces como ahora, de figurar en política contra viento y marea, habría sido una persona inmejorable; pero entre las muchas debilidades que le trajo el loco afán de llegar al Gobierno, tenía la de querer ser orador, y el orador como el poeta ha de nacer, pese al refrán que dice lo contrario y que se equivoca como casi todos los refranes.

Despertó aquella mañana, después de un sueño en que le atormentaron ansiedades políticas, le conmovieron ambiciones y le embelesaron triunfos oratorios. Dormido había soñado lo que soñaba despierto, es decir, que hablaba en el Congreso; que le aplaudían; que entusiasmaba; que era Mirabeau. Luego que se despabilaron sus sentidos, tomó El Universal y El Zurriago, que, juntamente con el chocolate, le había presentado su ayuda de cámara, y leyó; pero a su alma turbada no satisfizo la desabrida lectura. Levantose, y después de las primeras abluciones y de pasarse la navaja por la cara (pues aquel grande hombre se afeitaba solo), mandó llamar al que en su casa desempeñaba las funciones de mayordomo, secretario y confidente.

—¿Está concluido ya? —le preguntó Su Excelencia.

—Está concluido —repuso Monsalud mostrando varios pedazos de papel escritos por un lado y otro.

—¿Tan pronto? ¿Te habrás hecho cargo de lo que yo quiero decir?

—Me parece que he interpretado bien el pensamiento de Vuecencia. Es clarísimo. Vuecencia quiere decir cuatro verdades al Ministerio, probar que Martínez de la Rosa con todas sus letras, no sirve para el caso; Vuecencia quiere que se arme gran barullo en las Cortes, en suma, pronunciar un discurso que a lo violento de la intención una la severidad y firmeza de una frase cortés.