Episodios nacionales II - El Grande Oriente - Benito Pérez Galdós - E-Book

Episodios nacionales II - El Grande Oriente E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

El Grande Oriente es la cuarta novela de la segunda serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. La odisea del protagonista, Salvador Monsalud, le sirve al autor para retratarnos el ambiente de las sociedades secretas de aquellos convulsos años del Trienio Liberal. La obra recoge, en su título, el nombre de una activa sociedad secreta que intervino poderosamente en los acontecimientos que agitaron la vida política española entre 1820 y 1823. Después del pronunciamiento de Riego, el rey Fernando VII tiene que soportar un gobierno liberal, pero en la sombra conspira para que cambie esta situación. De ese modo surgen los clubes políticos y la masonería vive su mejor época. El autor aprovecha la acción para describirnos de la forma más sarcástica y ridícula posible los rituales y grados tanto de la masonería como de los comuneros, que al fin no son más que un calco a la española de los rituales y grados de los masones. En paralelo, nuestro héroe Monsalud tomará partido contra sus propias convicciones debido a su sentido de la lealtad y del honor. Y así, conspirará para salvar a un amigo absolutista, encerrado en prisión por conspirar contra el Gobierno. Lo conseguirá, pero a costa de renunciar a su amor.

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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales II El Grande Oriente

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Episodios nacionales II. El Grande Oriente.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-394-8.

ISBN rústica: 978-84-9007-288-2.

ISBN ebook: 978-84-9007-250-9.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La obra 7

I 9

II 12

III 20

IV 28

V 37

VI 41

VII 47

VIII 52

IX 62

X 68

XI 72

XII 77

XIII 82

XIV 91

XV 96

XVI 105

XVII 111

XVIII 117

XIX 123

XX 133

XXI 141

XXII 147

XXIII 156

XXIV 165

XXV 173

XXVI 178

XXVII 180

XXVIII 184

Libros a la carta 189

Brevísima presentación

La obra

El Grande Oriente es la cuarta novela de la segunda serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

La odisea del protagonista, Salvador Monsalud, le sirve al autor para retratarnos el ambiente de las sociedades secretas de aquellos convulsos años del Trienio Liberal. La obra recoge, en su título, el nombre de una activa sociedad secreta que intervino poderosamente en los acontecimientos que agitaron la vida política española entre 1820 y 1823. Después del pronunciamiento de Riego, el rey Fernando VII tiene que soportar un gobierno liberal, pero en la sombra conspira para que cambie esta situación. De ese modo surgen los clubes políticos y la masonería vive su mejor época. El autor aprovecha la acción para describirnos de la forma más sarcástica y ridícula posible los rituales y grados tanto de la masonería como de los comuneros, que al fin no son más que un calco a la española de los rituales y grados de los masones.

En paralelo, nuestro héroe Monsalud tomará partido contra sus propias convicciones debido a su sentido de la lealtad y del honor. Y así, conspirará para salvar a un amigo absolutista, encerrado en prisión por conspirar contra el Gobierno. Lo conseguirá, pero a costa de renunciar a su amor.

I

Sí; era en la calle de Coloreros, en esa oscura vía que abre paso desde la calle mayor hasta la plazuela y arco de San Ginés. Allí era, sin duda alguna, y hasta se puede asegurar que en la misma casa donde hoy admira el atónito público fabulosa cantidad de pececillos de colores dentro de estanques de madera y muestras preciosas de una importantísima industria: las jaulas de grillo. Allí era, sí, y no es fácil que ningún contemporáneo lo niegue, como han negado que Francisco I estuviese en la torre de los Lujanes y que Sertorio fundara la Universidad de Huesca (que es achaque de los modernos meterse a desmentir la tradición). Allí era, sí, en la calle de Coloreros y en la casa de los rojos peces y de las jaulas de grillos, donde vivía el gran don Patricio Sarmiento.

En lugar de los estanques de madera, vierais, corriendo el año 1821, una ventana baja con rejas verdes a la derecha del portal. Aplicad el oído, ya que la cortineja de indiana rameada no permita dirigir hacia dentro la vista, y oiréis una voz sonora y grandilocuente, ante cuya majestad las de Demóstenes y Mirabeau serían un pregón desacorde. Oíd sin cuidado. Es de día. Detiénense los curiosos y atienden todos sin que nadie les estorbe.

«Cayo Graco, hijo de Tiberio Sempronio Graco y de Cornelia, era liberal, señores; tan liberal, que se rebeló contra el Senado. Decid, niño: ¿qué era el Senado en aquella época?

Una voz infantil contesta:

—El Senado era una camarilla de serviles y absolutistas que no iban más que a su negocio.»

—«Muy bien... Porque habéis de saber que Cayo Graco fijó el precio del trigo para que los pobres tuvieran el pan barato. Como que era un hombre que no vivía sino para el pueblo y por el pueblo. Luego les probó a los senadores que estaban robando el tesoro del Reino... Digo, de la República. Así es que aquellos tunantes no querían que Cayo Graco fuese elegido diputado... Decid, niño: ¿cómo llamaban entonces a los diputados de la Nación?

—Les llamaban Aglaé, Pasitea y Eufrosina.

—Zopenco, ésos son los nombres de las tres Gracias... De rodillas, pronto, de rodillas... ¡Valiente borriquito tenemos aquí!... Tú, Gallipans, responde.

—Les llamaban tribunos de la plebe, y había cuatro órdenes de ellos, a saber: el toscano, el jónico, el dórico y el corintio.

—Has empezado como un sabio y concluyes como una mula. ¿Qué berenjenal es ese que haces mezclando a los diputados de Roma con los órdenes de arquitectura?... Pues bien: les llamaban tribunos de la plebe. El Senado, aquella pandillita de hombres ambiciosos, que acaparaban los destinos gordos, las superintendencias, las secretarías y, ¿por qué no decirlo?, los ministerios, no querían que Cayo Graco fuese tribuno y estorbaban su elección por medio de intriguillas. ¿Qué habían de querer, si en todas las sesiones de Cortes les ponía de hoja de perejil? No se mordía la lengua el gran patriota, y en plazas y cafés, y en el foro y en los pórticos de las iglesias, por doquiera, señores, convocaba al pueblo para enseñarle las doctrinas constitucionales y condenar la tiranía y los tiranos... Decidme ahora, niño: ¿quién era el cónsul Opimio?

—El cónsul Opimio.

—Muy bien dicho. Un fatuo, un pedante, un cobarde, un servilón, una especie de persa que salía siempre a la cal e escoltado por una cohorte de candiotas, o idiotas, que es lo mismo, para que los partidarios de Graco no pudieran zurrarle la pavana. Decid, niño: ¿cómo se llamaba el amigo de Cayo?

Todas las voces infantiles responden a un tiempo:

—Flaco.

—Ese nombre no se os olvida, picarones, porque os hace reír. Muy bien; pues sabed que un día los partidarios de Opimio, después del sacrificio, que es como si dijéramos al salir de misa de doce, insultaron a los de Graco, los cuales asesinaron a un alguacil, macero, lictor o como quiera llamársele. Vierais allí, cual encrespadas olas de un mar borrascoso, chocar unos con otros, pueblo y tropa, democracia y tiranía, patriotismo y servilismo. La sangre corría por las calles de Roma como corre en la de Coloreros el agua cuando llueve. Se degollaban unos a otros e iban arrojando cabezas al río. Quién gritaba viva la Constitución, quién aclamaba a los cónsules diciendo vivan los verdugos, y hasta los niños pequeñitos tomaban parte en la encamizada refriega, no de otra manera que los tiernos cachorros del león, cuando se disputan un huesecillo para jugar. Retíranse Graco y Flaco... (Risas en el menudo auditorio).

¡Silencio, digo... O ninguno sale hoy de aquí. ¿Qué risas son ésas? Periquito, Chatillo, Roque... ¿no os da vergüenza de profanar este augusto recinto con vuestras ridículas bufonadas?... Orden, compostura, atención, silencio... Pues decía que se retiraron todos al monte Aventino, que era un monte, pues... un monte que se llamaba Aventino. Pero, ¡ay!, los cónsules les cercan, envían numerosa y aguerrida tropa para que a cañonazos les destruyan allí, y tienen que marcharse, señores, al otro lado del Manzanares, o sea el Tíber, que todo viene a ser lo mismo, a un sitio que bien podría nominarse la Fuente de la Teja, y que estaba consagrado a las Furias, o si se quiere con más propiedad, a los demonios. Los partidarios de Graco empiezan a desertar porque el Gobierno les ofrece destinos y dinero. ¡Perfidia inaudita, escandalosa traición que no volverá a pasar, yo os lo juro!... Al mismo tiempo, Opimio y sus infames cómplices ofrecen pagar a peso de oro la cabeza del gran tribuno. Éste se ve perdido. Dice a su esclavo Filócrates que lo mate. Filócrates vacila... ¡momento de angustia y dolor supremo! Los sicarios llegan, los serviles se acercan rugiendo, cual manada de famélicos lobos. Consérvase sereno y tranquilo Cayo. La fuga le es imposible. Suplica a su esclavo por segunda vez que le dé muerte. Éste obedece. Hiérese él mismo con el estilete, que era una pluma de las que empleaba aquella gente para escribir sobre papel de cera, y cae, bañando el suelo con su sangre preciosa. Los del cónsul llegan, córtanle la cabeza, y van con ella a pedir el vil premio de su hazaña. Decidme, niño: ¿de qué materia llenaron la cavidad cerebral de la patriótica cabeza para que pesara más y aumentase el valor de tan cruento trofeo?

Todas las voces a un tiempo:

—De plomo.

—Perfectamente. Y pesó diecisiete libras. Ahora... basta de historia romana y pasemos a la retórica. Ea, niños: divídanse los dos bandos. Roma, a la izquierda; Cartago, a la derecha. Veremos quién ciñe el lauro de la victoria y quién muerde el polvo en esta honrosa lid de la retórica.

Gran tumulto. Corren unos a este lado, otros al contrario, y agrúpanse en dos bandos al pie de los estandartes españoles con sendos cartelillos, en uno de los cuales se lee Roma y en otro Cartago. Susurro murmurante, parecido al de las colmenas, precede a las primeras preguntas. Los combatientes esperan con ansia el inicial encuentro, y los juveniles corazones palpitan, vacilando entre el miedo y un honroso tesón.

—Veamos... Comience este pindárico certamen por una proposición máxima. Decid, niño: ¿de cuántas clases son los pensamientos?

—De dos: claros y oscuros.

—Bien por Cartago. A ver, responda ahora la gran Roma. ¿Qué son pensamientos claros?

No se había pronunciado aún la respuesta, cuando oyose gran tumulto en la calle, y una voz gritó en la reja: —¡Hoy no hay escuela!

Y esta voz se confundió con alaridos de la bulliciosa turba, que corriendo decía:

—¡A Palacio, a Palacio!

II

La escuela quedó en un instante vacía, y don Patricio Sarmiento salió a la puerta de la calle. Sesenta años muy cumplidos; alta y no muy gallarda estatura; ojos grandes y vivos; morena y arrugada tez, de color de puchero alcorconiano y con más dobleces que pellejo de fuelle; pelo blanco y fuerte, con rizados copetes en ambas sienes, uno de los cuales servía para sostener la pluma de escribir sobre la oreja izquierda; boca sonriente, hendida a lo Voltaire, con más pliegues que dientes y menos pliegues que palabras; barba rapada de semana en semana, monda o peluda, según que era lunes o sábado; quijada tan huesosa y cortante que habría servido para matar filisteos y que tenía por compañero y vecino a un corbatín negro, durísimo y rancio, donde se encajaba aquélla como la flor en el pedúnculo; un gorrete, de quien no se podía decir que fue encarnado, si bien conservaba históricos vestigios de este color, la cual prenda no se separaba jamás de la cúspide capital del maestro; luenga casaca castaña, aunque algunos la creyeran nuez por lo descolorida y arrugada; chaleco de provocativo color amarillo, con ramos que convidaban a recrear la vista en él como un ameno jardín; pantalones ceñidos, en cuyo término comenzaba el imperio de las medias negras, que se perdían en la lontananza oscura de unos zapatos con más golfos y promontorios que puntadas y más puntadas que lustre; manos velludas, nervudas y flacas, que ora empuñaban crueles disciplinas, ora la atildada pluma de finos gavilanes, honra de la escuela de Iturzaeta; que unas veces nadaban en el bolsillo del chaleco para encontrar la caja de tabaco, y otras buceaban en la faltriquera del pantalón para buscar dinero y no hallarlo... Tal era la personalidad física del buen Sarmiento.

—¡A Palacio! —exclamó, viendo la mucha gente que bajaba hacia San Ginés por delante de su casa y la muchísima que seguía la calle mayor hacia Platerías—. Hoy tendremos otra gresca. ¿A cuántos estamos?

—A 5 de febrero —repuso un joven que junto a don Patricio apareció, con mandil de sastre, sosteniendo en la izquierda mano dos pedazos de tela y en la diestra una aguja—. Parece ser que Narices ha escrito un papel al Ayuntamiento quejándose de los insultos, y para que rabie más, hoy le van a dar más música.

—Aparte de que no me gusta que se hable del Soberano con tan poco respeto —dijo el maestro—, lo que has dicho, querido Lucas, me parece muy bien. Pues que no quiere música, désele más música. Si no, que cumpla sus deberes de rey constitucional y marche francamente por la senda aquella de que nos habló el 10 de marzo del año pasado... Va mucha gente. ¿Por qué no dejas la obra y corres allá? Tal vez ocurra algún acontecimiento digno de ser transmitido a la posteridad. Yo iré después a la Cruz de Malta, a ver qué se decide esta noche respecto a la exposición que se proyecta dirigir al Rey contra el Ministerio. Me parece admirable idea, querido Lucas, porque has de saber que yo combato a Argüelles.

—Y yo también —replicó el sastre—. O nos dan un Ministerio liberalísimo, que de una vez acabe con todos los tunantes, o el pueblo soberano decidirá en su sabiduría... ¿Dejo el trabajo? ¿Cierro el puesto?

—Deja el trabajo, dimitte laborem, y cierra el puesto, que tiempo hay de mover el paño. Día llegará en que la patria más necesite de bayonetas que de agujas. Si no tuviera que copiar esos pliegos, también husmearía un poco. Ponte el uniforme, hijo, que en estos sucesos públicos bueno es que cada cual se presente con los arreos de su jerarquía. Los uniformes dan respetabilidad. Procura que la muchedumbre no se desborde; amonéstala, que, al verte, ella respetará la gloriosa institución a que perteneces. No grites, no vociferes, que eso no es propio de quien representa la autoridad, la fuerza pública y la soberanía armada. Consérvate sereno en medio del tumulto, y si tocan a formar y hay lucha con los guardias y demás cohortes del absolutismo, despliega, querido hijo, todo el valor de tu pecho, todo el brío de tu raza, y sé cual indomable león, que no conoce riesgo y hace estremecer al cobarde lobo solo con el rugido de su cólera.

El joven sastre, mientras esto decía su venerable padre, vestíase a toda prisa en el mismo portal que era albergue de la sastrería. En el momento de abandonar la tienda para mezclarse al popular tumulto, un hombre llegó a la puerta y se detuvo en ella, saludando cariñosamente al señor Sarmiento.

—¡Hola, hola... Señor Monsalud! —dijo éste—. ¿Tan pronto de vuelta? ¿No va usted a Palacio? Dicen que habrá tocata de trágalas y sinfonía de mueras y vivas.

—¿Ha salido mi madre? —preguntó el joven sin hacer caso de las observaciones de su amigo.

—No he visto salir a la señora Doña Fermina —replicó Sarmiento—. Debe de estar arriba, acompañando a doña Solita y al Taciturno.

—Subiré a decirle que no salga esta tarde.

—Aguarde usted, don Salvador. Si no va usted más que a eso, le mandaré un recado con Lucas. Quédese usted aquí. Vámonos a la esquina a ver pasar la gente y hablaremos un rato. ¿Qué me dice usted de estas cosas?

—¿Pero no tiene usted escuela?

—He soltado al infantil rebaño. Si no lo hiciera, me alborotaría la escuela, y mis lecciones se perderían en la algazara como semilla que se arroja al viento. Es preciso transigir un poco con la inquietud bulliciosa y la precocidad patriótica de estos chiquillos que han de ser ciudadanos. De esta manera les voy educando sin tiranías, y mansamente les inculco sus deberes y les preparo para que ejerzan la soberanía en los venideros años venturosos, en los cuales nuestra Nación se ha de empingorotar por encima de todas las Naciones.

El amigo y vecino de nuestro excelente don Patricio sonrió.

—No crea usted —continuó el maestro— que imitaré la conducta de ese pedante insoportable, émulo y antagonista mío, el maestro Naranjo, de la calle de las Veneras, el cual, cada vez que hay bullanga o revista de milicianos u otra cualquier función vistosa, encierra a los chicos y no les permite ver ni que regocijen sus tiernas almas con las emociones de la cosa pública. Pero bien sabe usted que Naranjo es un poco y un mucho servilón, hombre forrado en oscurantismo y encuadernado en intolerancias, amigo de los enemigos de la Constitución, indiferente en efigie, pero absolutista en esencia, con vislumbres de persa vergonzante y amagos de realista monacal. ¿Qué ha de hacer con los pobres chicos un hombre de estas cualidades? Tiranizarlos, ennegrecer su espíritu, imbuirles ideas despóticas, educarles en el desprecio de la Constitución y en el amor al servilismo. ¡Desgraciada nación la nuestra si prevalecieran en ella los alumnos de Naranjo! Vea usted, señor don Salvador, una cosa de que el Ministerio debiera ocuparse sin levantar mano: extirpar esas infames cátedras, suprimiendo todos los maestros de escuela que con su conducta están sembrando la cizaña del servilismo, para que en lo venidero estorbe y ahogue la frondosa planta de la Constitución.

—Sí, es preciso poner mano en eso —respondió distraídamente Monsalud—. Me parece que ya no pasa tanta gente.

—Si no tuviera que barrer la escuela y copiar unos pliegos, señor don Salvador, nos iríamos usted y yo a meter nuestro hocico en la plaza de Palacio y oír algo de la rechifla... pero ¡cómo ha de ser!... Primero es la obligación que la devoción.

Diciendo esto, don Patricio entró en el aula, y tomando la escoba que detrás de la puerta estaba, empezó su tarea.

—Si usted me lo permite —dijo Salvador, siguiéndole también adentro—, escribiré una carta aquí en la mesa de usted.

—Gran honor es para mí... Aquí tiene usted la pluma que he cortado hace poco; aquí, la tinta; aquí, el papel. Me callaré para que usted pueda escribir tranquilo... Pues, como iba diciendo, yo me alegro de que a Su Majestad, de quien siempre hablaré con mucho respeto, le den estas lecciones de constitucionalismo. Los reyes, amigo mío, no aprenden de otra manera. Les dice uno las cosas, y nada; se las repite, se las vuelve a repetir, y ni por ésas; es preciso gritar y manotear para que fijen la atención... ¡Ah!... Perdone usted. Estoy levantando mucho polvo. Regaré un poquito.

Salvador Monsalud escribió lo siguiente:

«A L.·. G.·. Don·. G.·. A.·. Don·. U.·.

Pod.·. Sob.·. Gr.·. Com.·. y Secr.·. Gran Maest.·. Del Gran Oriente de España.

S.·. F.·. U.·.

Aristogitón.·. gr.·. 18.

(SALVADOR MONSALUD.)»

Después se quedó un rato pensativo mordiendo las barbas de la pluma.

—Cuidadito; retire usted un poco los pies, que mojo —dijo Don Patricio, agitando la regadera junto a la mesa—. Ahora se puede barrer sin cuidado... No de otra manera la benéfica lluvia de la libertad impide que se levante el sucio polvo de la tiranía... Vea usted, señor don Salvador, qué poco aprenden los reyes. Como los chicos, no entienden sino a palos. Yo digo que la Constitución con sangre entra. En octubre del año pasado, cuando Su Majestad no quería sancionar la reforma de monacales, por instigación de don Víctor Sáez y del embajadorcillo de Su Santidad, el pueblo amenazó con una revolución y Fernando no tuvo otro remedio que sancionar. ¿Pero sirviole de enseñanza este suceso? No, señor, porque en El Escorial conspiraba contra el Gobierno, y el nombramiento de Carvajal en decreto autógrafo era un proyecto de golpe de Estado. ¡Iniquidad funesta! Pero el pueblo no se duerme. Cuando Fernando entró en Madrid... ¡qué día, qué solemne día! ¡qué 21 de noviembre! En vez de vítores y palmadas, galardón propio de los sabios monarcas, Fernando oyó gritos rencorosos, mueras furibundos, amenazas, dicterios, oyó ternos como puños y vio puños como ternos. No ha presenciado Madrid una escena tan imponente. Allí era de ver el pueblo ejerciendo el soberano atributo de amonestación; allí era de oír el trágala, cantado por las elegantes mozas del Rastro. Miles de brazos se agitaban amenazando y todas las bocas espumarajeaban de rabia. Los que llevábamos en la mano el libro de la Constitución, lo besábamos en presencia del Rey. Un fraile pronunció varios discursos que encendían más los ánimos. De repente, por entre apiñadas cabezas, se alzan multitud de manos que sostienen un niño. Es el hijo de Lacy. La multitud soberana grita: «¡Es el vengador de su padre! ¡Es el hijo del gran patriota! ¡Mueran los tiranos! ¡Viva la Constitución!» El Rey oía todo, y su semblante echaba fuego... Pues bien: ¿cree usted que esta lección fue provechosa? Nada de eso. La camarilla sigue conspirando; la Corte desafía a la nación, al mundo y al linaje humano con la infame conspiración y plan de don Matías Vinuesa que ha escandalizado a Madrid días pasados.

Salvador prestando escasa atención a las palabras del maestro, escribió despacio y con largos descansos lo siguiente:

«Dispensad, H.·. y M.·. Q.·. H.·. la libertad con que os manifiesto mi pensamiento después de saludaros con los s.·. y b.·. C.·. En este Or.·. De Madrid.

«Faltaría a los más altos deberes si no me negara a aceptar vuestros ofrecimientos y la misión que me encomendasteis, porque estando convencido de que ese Or... Es un centro de libertinaje y de anarquía, y tal como está organizado produce efectos contrarios a los verdaderos principios liberales, deseo que se me considere como H.·. Don·. y se aparte mi humilde persona de todos los trabajos de la O.·. Quizás sea mío el error y no de los de V.·. H.·. pero...»

Al llegar a este punto se detuvo, recorrió con la vista lo escrito, hizo un gesto de disgusto, y, rompiendo el papel, empezó a escribir otro.

—¿No sale, no sale la cartita? —dijo don Patricio, sonriendo—. Se conoce que es de amores. No a todos los mortales es dado manifestar elegantemente sus pensamientos en forma literaria. ¿Quiere usted que vea si puedo yo sacarle del paso?

—Gracias; no es preciso... ¿Con que decía usted, señor don Patricio, que el Rey...?

—No aprende nunca. Veremos qué tal efecto produce la amonestación de esta tarde. Observe puntualmente la Constitución; sea amigo del pueblo; ame la libertad como la amamos todos, y entonces no habrá más que aclamaciones y flores... Pero ¿estuvo usted anoche en Malta?

—Yo no voy a ese manicomio.

Y en La Fontana? Dicen que van a cerrar los cafés patrióticos.

—Harán bien.

—Bien sé que usted al hablar de este modo, lo hace por espíritu de oposición, y que dice lo contrario de lo que piensa. Es particular que le parezcan a usted detestables esas sociedades tan propias de un pueblo libre, y que se le antojen majaderos y charlatanes los hombres eminentes que en ella derraman el fructífero rocío de la palabra constitucional. Si no conociese el gran entendimiento de usted...

El joven siguió escribiendo sin atender a las palabras del dómine. Pasó un rato, durante el cual uno y otro callaron. Después, Monsalud rompió por segunda vez el papel escrito y empezó otro.

—Vamos, que está durilla esa oración primera de activa. Ya van dos pliegos rotos.

—Antes me dejaré matar —dijo Monsalud en un arranque espontáneo— que contribuir a este desorden y figurar en una sociedad que es un hormiguero de intrigantes, una agencia de destinos, un centro de corrupción e infames compadrazgos, una hermandad de pedigüeños...

—¡Ah, ya veo, ya comprendo de quién habla usted! —exclamó Sarmiento, soltando rápidamente la escoba y sentándose frente a su amigo—. Esos intrigantes, esos compadres, esos pedigüeños, esos hermanos son los masones. Bien, muy bien dicho; todas esas picardías las he dicho yo antes que usted y las repito a quien quiera oírlas. El Grande Oriente perderá a España, perderá a la libertad, por su poco democratismo, sus transacciones con la Corte, su repugnancia a las reformas violentas y prontas, su templanza ridícula, su orgullo, su justo medio, su doceañismo fanático, su estancamiento en las pestíferas lagunas de lo pasado, su repulsión a todo lo que sea marchar hacia adelante, siempre adelante, por la senda constitucional. O hay progreso o no lo hay. Si lo hay, si se admite, fuerza es que demos un paso cada día, que a cada hora desbaratemos una antigualla para construir una novedad, que a cada instante discurramos el modo de dar al pueblo una nueva dosis de principios, y que no se aparte de nuestra mente la idea de que hoy hemos de ser más liberales que ayer y mañana más que hoy... Pero ¿se ríe usted?

—No, no me río. Oigo al señor don Patricio con muchísimo gusto.

—Adelante, siempre adelante —añadió Sarmiento con calor—. En virtud de este criterio, yo y todos los verdaderos patriotas hemos dado de lado a la masonería para fundar la grande y altísima y por mil títulos eminente y siempre española sociedad de Los Comuneros.

—He estado mucho tiempo fuera de Madrid —dijo Salvador—, y al regresar he oído hablar mucho de esa nueva hermandad. Por lo visto, el señor Sarmiento pertenece a ella. Sírvase usted explicarme en qué consiste.

—¡Explicar! ¿A qué vienen esas explicaciones? ¿Por qué no ha de conocer usted de visu lo que difícilmente podrá comprender ex audita? Véngase usted conmigo. Le presentaremos en la sociedad, le haremos caballero de Padilla, y para mí será tan grande honor presentarle como para la Confederación recibirle.

—¡Confederación! ¡Padilla! ¿Qué ensalada es ésa?

—En el primer artículo de los estatutos se dice que nos reunimos y nos esparcimos por el territorio de las Españas con el propósito de imitar las virtudes de los héroes que, como Padilla y Lanuza, perdieron sus vidas por las libertades patrias.

—¿Y la Confederación se divide en talleres?

—¿Qué talleres? Eso es cosa de artesanos. Aquí todos somos caballeros. Llámase nuestro jefe el Gran Castellano; la Confederación se divide en Comunidades, éstas, en Merindades; éstas, en Torres, y las Torres en Casas Fuertes. Todo es caballeresco, romancesco, altisonante. Si la masonería tiene por objeto auxiliarse mutuamente en las pequeñeces de la vida, nosotros nos reunimos y nos esparcimos, asimismo se dice... para sostener a toda costa los derechos y libertades del pueblo español, según están consignados en la Constitución política, reconociendo por base inalterable su artículo 3.º Nada de empeñitos; nada de lloriqueo de destinos ni de asidero de faldones. El artículo 17 del capítulo 2.º, dice que ningún caballero interesará el favor de la Confederación para pretender empleos del Gobierno. ¿Qué tal? Esto se llama catonismo. ¡Hombres incorruptibles! ¡Pléyade ilustre! Tenemos Código penal, alcaides, tesoreros, secretarios. Nuestras logias se llaman Fortalezas, a las cuales se entra por puente levadizo nada menos. La admisión es peliaguda. Está mandado que al iniciar a alguno no se revele nada del objetivo y modo de la Confederación; pero yo le digo a usted todo, todito, porque confío en su discreción y prudencia.

—¿Y se puede ver eso? ¿Se puede ir allá? —dijo Salvador, demostrando curiosidad—. Supongo que habrá juramentos y pruebas...

—Le presentaré, señor don Salvador. Nuestra Confederación se honrará mucho con que usted entre en ella.

—No; preguntaba si se puede ir a las Fortalezas como se va al teatro, para ver, para reírse un rato.

—Amigo mío —dijo Sarmiento con gravedad—, no es cosa de risa una sociedad donde se jura morir defendiendo a la patria y donde se cumple lo que se jura.

—Eso es lo que no se ha probado todavía.

—Yo se lo probaré a usted, se lo probaré —exclamó vivamente Don Patricio, apoyándose en la escoba como un centinela en el fusil.

—Si usted me hiciera el favor... —indicó sonriendo Monsalud.

—¿De probárselo?

—No; de callarse. Un momento nada más, queridísimo amigo mío.

—Si no digo una palabra... Escriba usted —indicó el maestro, recomenzando su interrumpida tarea—. Voy a purificar mi escuela, a barrer, digámoslo así, mientras usted escribe la carta. ¿Quiere usted que se la dicte?

—No, gracias. El asunto es delicado; pero a la tercera ha de salir.

Y en efecto, salió.

III

Es indispensable el conocimiento de todas las familias que vivían en aquella casa. Ocupaba el principal Salvador Monsalud con su madre, y el segundo, un señor taciturno y reservado, del cual los vecinos, a excepción de Salvador, no conocían más que el nombre, ignorando sus antecedentes y sus ideas políticas, a pesar de las impertinentes pesquisas que por averiguarlo hacía diariamente el curioso Sarmiento. Este y su hijo Lucas, sastre de oficio, ocupaban una de las habitaciones del piso tercero, sirviendo la otra de morada a Pujitos, gran maestro de obra prima, miliciano nacional, patriota, cuasi orador, cuasi héroe, y un si es no es redactor de diarios políticos, que para todo había en aquel desmesurado entendimiento.

El habitante del cuarto segundo era un hombre decente, con indicios en toda su persona de pobreza decorosamente combatida y disimulada por el aseo, la economía, las cepilladuras de la ropa y otros artificios que no siempre realizaban el fin deseado. Tenía más de cincuenta años, aspecto débil y enfermizo, rostro muy melancólico, apagados ojos, ademanes corteses y fríos, escasísima propensión comunicativa y costumbres tan tranquilas como metódicas. Jamás anochecía sin que estuviese dentro de su casa. A horas fijas salía y a horas inalterables entraba. Era rarísimo acontecimiento que alguien le visitase, y su morada era silenciosa y triste, como vivienda de cartujos.

Antes de que penetrara en ella cualquier extraño, tomábanse minuciosas precauciones, y dos ojos negros miraban por la cruz del ventanillo, examinando atentamente al inoportuno. Estos ojos negros eran los de una señorita, hija del señor Gil de la Cuadra (que así llamaban al taciturno) y única compañera suya, a más de una criada, en la triste mansión. Todo lo que tenía de antipático el padre entre los habitantes de la casa, lo compensaba en simpatías la hija. A todos agradaba; solía conversar con don Patricio al entrar y salir, y muy a menudo pasaba a la habitación de Doña Fermina Monsalud, charlando con ella largas horas. Tenía por nombre Soledad, pero como su padre la llamaba Solita, así la decían todos, y más comúnmente doña Solita; que entonces las señoritas cargaban todavía con un Doña no menos grande que el de cualquiera quintañona.

Como cronistas sentimos tener que decir que Solita era fea. Fuera de los ojos negros, que aunque chicos eran bonitos y llenos de luz, no había en su rostro facción ni parte alguna que aisladamente no fuese imperfectísima. Verdad es que hermoseaban la incorrecta boca finísimos dientes; mas la nariz redonda y pequeña desfiguraba todo el rostro. Su cuerpo habría sido esbelto si tuviera más carne; pero su delgadez exagerada no carecía de gracia y abandono. Mal color, aunque fino y puro, y un metal de voz delicioso, apacible, que no podía oírse sin sentir dulce simpatía, completaban su insignificante persona. Es sensible para el narrador que su dama no tenga siquiera un par de maravillas entre la raíz del cabello y la punta de la barba; pero así la encontramos y así sale, tal como Dios la crió y tal como la conocieron los españoles del año 21.

El gran misterio de don Urbano Gil de la Cuadra, lo que traía en gran inquietud a los vecinos, y principalmente a don Patricio, era la ignorancia en que todos estaban acerca de sus ideas políticas. ¿Era liberal? ¿Era servil? Enigma terrible que daba vueltas como una rueda pirotécnica dentro del febril cerebro de Sarmiento, sin ser descifrado jamás. A veces, fundándose en conjeturas, en palabras sueltas, en la letra sui generis del sobre de una carta recibida por Gil, Sarmiento le declaraba absolutista. Otras veces, fundándose en iguales datos, diputábale revolucionario. Causaba desesperación al buen preceptor que Monsalud lo supiese todo, y no lo revelase a los vecinos.

—O este hombre es un emisario de la Santa Alianza —solía decir Sarmiento—, o un apoderado de los republicanos franceses. A estos viejos ojos que tanto han visto, no se les escapa nada.

Al anochecer de aquel día en que nuestra relación comienza, entró, como de costumbre, en su casa el padre de Solita. Ésta, que se hallaba acompañando a Doña Fermina, subió a su habitación cuando sintió los pasos de Gil. Al poco rato subieron también Sarmiento y Monsalud, acompañados de Lucas, que a la sazón volvía de la plaza de Palacio, y los tres entraron en el principal, porque el maestro de escuela gustaba de platicar con Doña Fermina sobre la cosa pública, en que él era, como el lector sabe, tan experto.

Reunidos los cuatro, Lucas contó los sucesos de aquella tarde, que consistían en dos piedras arrojadas al coche de Su Majestad, en diversos gritos patrióticos, en un miliciano herido por un guardia, y algunas contusiones y corridas de escasa importancia.

—A pesar de eso —dijo Sarmiento gravemente—, no aprenderá. Seguirá oponiéndose a la plantificación lógica del sistema constitucional; fomentará la superstición y el fanatismo. Si yo fuera llamado a regir los destinos de la nación; supongan ustedes que lo fuera... ¿eh?, pues bien: mi primer decreto sería suprimir el cuerpo de Guardias. Mientras la camarilla tenga la probabilidad de ese apoyo, la libertad no echará profundas raíces en el hispano suelo.

—Esta tarde se ha dicho —indicó Lucas— que el Gobierno va a disolver la guardia.

—¿Lo ven ustedes? Mi idea... Es idea mía.

—Y a cerrar las sociedades patrióticas.

—Ésa no es idea mía. La rechazo. Por el contrario, señor don Salvador, Doña Fermina, yo abriría en cada calle dos por lo menos, dos cafés patrióticos, y los subvencionaría con fondos del Estado, para que se propagase la idea constitucional. ¿Qué le parece al señor don Salvador mi idea?

—Excelente —respondió el joven, ocupado a la sazón en hojear varios libros que sobre la mesa de la habitación había.

—Ya que está aquí el señor don Patricio —dijo Doña Fermina, después de hablar un rato con la criada—, no se irá sin tomar chocolate. Y lo mismo digo a usted, Lucas.

Sarmiento que, dicho sea en honor de la verdad histórica, no había ido a otra cosa, respondió de este modo:

—No se moleste la señora... Siento haber venido; pero si se ha de enojar usted con nuestra negativa, aceptamos... Madre e hijo son tan amables que, la verdad, cuando uno entra en esta casa, no encuentra la puerta para salir.

—Gracias, señor don Patricio.

—¿Saben ustedes —dijo con aire misterioso Lucas—, que esta tarde vi en la plaza de Palacio al vecino del cuarto segundo? Estaba hablando con un guardia.

—¿Pero no saben ustedes lo mejor? —indicó Sarmiento, padre—. Pues ya me olvidaba... Que tengo nuevos datos para juzgar de las opiniones políticas del señor Gil de la Cuadra.

Monsalud miró fijamente al preceptor.

—Un precioso dato. Tengo por seguro que es despótico.

—Vamos, no hable usted mal de los vecinos, y menos de ese buen sujeto —dijo Doña Fermina—. Él y su niña son personas muy decentes que merecen el mayor respeto.

—¿Respeto? No se lo niego. Oiga usted el dato, señor don Salvador. Ayer tarde entró en mi academia para que le cortase una pluma. Ya sabe usted que en la pared de enfrente tengo un buen retrato de Riego. Como el señor Gil le mirase atentamente, yo dije: «ése es el grande hombre.» Advertí en el semblante de nuestro vecino una sonrisa picaresca. Mirome, y con mucha suficiencia y pedantería, exclamó: «Es un majadero.»

—Lo mismo dice mi hijo —manifestó la Monsalud, ofreciendo el chocolate a sus dos vecinos.

—¿Lo mismo dice? Será por broma. ¡Riego, don Rafael del Riego! Inmensa figura que se alza sobre el suelo de la patria, y con su majestuosa cabeza toca las nubes! ¡Riego, Sol refulgente que todo lo inunda con su luz! ¿A quién sino a él se debe la libertad que gozamos? ¿A quién sino a él debe España el haberse puesto por montera del mundo y el estar por encima de toditas las Naciones?

—Pues Salvador dice que es una cabeza llena de viento —dijo Doña Fermina, gozando en mortificar al maestro.

—Bromas; son bromas, señor Sarmiento —dijo el joven con benevolencia.

Monsalud había encendido una luz y examinaba cartas y papeles.

—Como bromas pueden pasar; pero son de mal género. Esas bromas puede oírlas cualquiera que no sepa discurrir... Yo no me tengo por ignorante; yo creo haber leído algo; creo poseer alguna ciencia... Digo, me parece a mí...

—Por de contado.

—Algo sabe uno de lo que ha pasado en el mundo: memorables hechos y preclaras acciones, o sea lo que los eruditos llamamos historia. Y si no, que lo diga el señor don Salvador.

Monsalud no dijo nada.

—Pues bien —añadió Sarmiento sorbiendo la mitad de lo que contenía la jícara—, yo declaro que conozco pocos varones de la antigüedad (y ahí está Plutarco que lo certifique...) sí, conozco pocos que se igualen a este atrevido comandante, que desafió al absolutismo, a toda la Europa, señora; a la Santa Alianza, a los Borbones todos, a los serviles todos. Y tan gran fin realizó sin derramamiento de sangre, porque... vean ustedes la historia: Harmodio y Aristogitón derramaron mucha sangre; las sediciones de los Gracos también fueron cruentas; Bruto mató a César; Robespierre y Danton, ya sabemos que cortaban cabezas como yo plumas; Cromwell degolló a Carlos I, etc. Pero nuestro hombre ha dicho: Sea la libertad, y la libertad ha sido. Su espada no ha necesitado herir para vencer. Con su vívido fulgor deslumbráronse los tiranos, y, despavoridos, huyeron cual asustadas liebres. ¿No es verdad, señor don Salvador? ¿No es verdad esto?

Monsalud tampoco dijo nada, ni hacía caso de la disertación sarmentil.

—¡Y a hombre tan insigne, a este campeón que le dijo a España, como el ángel a María: El Señor o la Libertad es contigo; a ese apóstol, señores, se le tiene alejado de la Corte, como si fuera una plaga, un pedrisco u otra calamidad aterradora! Se le desterró primero a Asturias; se le desterró después, porque destierro es, a la Capitanía general de Aragón... ¡Oh! si yo llegase a regir los destinos de la España; si yo... pongamos por caso, llegase a ser ministro... Mi primera disposición sería para recompensar dignamente a ese héroe inaudito...

—¿Más todavía?... —indicó festivamente Monsalud.

—¿Pues qué? —dijo Sarmiento con ciceroniano ademán, poniendo sobre la mesa la jícara vacía—, acaso se le han tributado honores correspondientes a sus servicios? Ni aun en la jerarquía militar ha tenido la elevación a que es acreedor. Él era comandante: le plantaron en mariscal de campo... Bueno; pues eso, digan lo que quieran, es bien poco, es poquísimo; y aún me parecían una bicoca los tres entorchados. Usted tenga presente cómo recompensó Inglaterra a Lord Vellintón después de la campañita aquella en que derrotó a Bonaparte. Así se premian los grandes servicios, no con estas mezquindades de aquí.

—Tiene razón el señor Sarmiento —dijo Doña Fermina—. Si por lo de militar merece los tres entorchados, por lo que tiene de orador y de hombre discreto se le puede señalar una renta. Vaya, que la escena y los discursos aquellos del teatro fueron cosa bonita.