Epitafio para un sicario - Alvaro Francia - E-Book

Epitafio para un sicario E-Book

Alvaro Francia

0,0
3,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.

Mehr erfahren.
Beschreibung

Todavía abrumado por la reciente y horrorosa muerte de su esposa y mientras debate la conveniencia de consumar sus afanes de venganza, el comisario Mika Konen –protagonista de "El Emperador del Delta"- se ve involucrado, y de una manera tan íntima que genera muchas dudas y sospechas en su entorno, en el asesinato de una compañera de trabajo, circunstancia que lo impulsa a iniciar una precipitada investigación donde cada minuto adquiere una significativa relevancia porque lo que está en juego es su propia libertad y hasta su propia vida.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB

Veröffentlichungsjahr: 2015

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Álvaro Francia

Epitafio para un sicario

Francia, Álvaro

Epitafio para un sicario / Álvaro Francia. - 1a ed. . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2015.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-711-409-6

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Natalia Charquero Silva

Índice

PRÓLOGO

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26

CAPÍTULO 27

CAPÍTULO 28

CAPÍTULO 29

CAPÍTULO 30

CAPÍTULO 31

CAPÍTULO 32

CAPÍTULO 33

CAPÍTULO 34

CAPÍTULO 35

CAPÍTULO 36

CAPÍTULO 37

CAPÍTULO 38

CAPÍTULO 39

CAPÍTULO 40

CAPÍTULO 41

CAPÍTULO 42

CAPÍTULO 43

CAPÍTULO 44

CAPÍTULO 45

CAPÍTULO 46

CAPÍTULO 47

CAPÍTULO 48

CAPÍTULO 49

CAPÍTULO 50

CAPÍTULO 51

EPÍLOGO

PRÓLOGO

Por fin se fueron: los tres hombres que la habían golpeado, torturado y violado de todas las formas posibles se fueron. Eso constituía un alivio: ya no habría más golpes, más torturas, más violaciones. Defi­ni­ti­va­mente, la humillación había terminado.

Sin embargo, ella no pudo dejar de llorar porque era consciente que le quedaba poco tiempo de vida y que ese poco tiempo sería espantoso, horroroso; los golpes, la tortura y las violaciones que ya había so­por­­tado, no eran nada comparado con lo que seguiría.

Su situación no le permitía abrigar ninguna esperanza: desnuda por completo y boca abajo en la ca­ma, tenía las muñecas atadas a su espalda -con tanta saña que sus hombros estaban al borde de la dis­lo­ca­ción- y una soga rígida y tirante que - como si fuera la cuerda de un arco- unía los tobillos a su cuello con un lazo de ahorque, obligándola a mantener su espalda curvada en una posición antinatural y penosa.

Incluso podía haber sido peor: la habían arrojado sobre la cama –no sobre el piso pétreo y compacto, co­mo temió al principio- y lo mullido del colchón le ahorraba un cierto esfuerzo a los múscuos abdominales, especialmente al diafragma, lo cual le otorgaría un resto de energía, unos mi­nu­tos más para poder llevar ai­re a sus pulmones. Pero eso apenas cambiaba el panorama general: la espe­ran­za de sobrevivir continuaba sien­do mínima, casi nula. Directamente inexistente.

Ella sabía muy bien –por sus conocimientos médicos- que la tensión progresiva de los músculos de las piernas flexionadas no tardaría en expresarse con los movimientos necesarios para liberarse de esa pos­­­­­tura atenazante y que entonces la soga co­menzaría a contraerse y el lazo a oprimir su cuello, estran­gu­lán­dola poco a poco, quizás con mucha lentitud pero de una forma inexorable.

-Mi amor… Mi amor… Te necesito…

Los sollozos de ella se intensificaron por un rato largo hasta que comenzó a toser: saliva y muco­si­dades se mezclaron en su garganta, junto con el sabor de la sangre de sus labios lastimados por los golpes recibidos. Después trató de controlar el llanto: llorar implicaba un esfuerzo que repercutía en su estómago y reducía su capacidad de oxigenación. No le iba a resultar fácil contenerse, pero debía procurar hacerlo pa­ra se­­guir res­pi­rando.

Un leve e involuntario espasmo de las piernas, casi imperceptible, apretó el lazo en su cuello. De­s­es­pe­rada, rea­co­mo­dó su cuerpo y con una consoladora satisfacción notó que la tensión aflojaba un poco.

-Mi amor… Mi amor… Necesito que vengas… No tardes, por favor…

Evitando mover la cabeza para no favorecer el ahorque, solamente con sus ojos, buscó a su al­re­de­dor algo que le permitiera salir de esa situación, evadirse de esa trampa mortal: no la encontró. Por su­pues­to que no la encontró. Tam­poco se ha­bía hecho muchas ilusiones. Al respecto resultaba imposible enga­ñar­se a sí misma: no tenía es­capatoria. Solo un milagro podía salvarla.

Recordó fugazmente que meses atrás, en un curso de medicina forense al que asistió, habían es­tu­dia­do el mismo sistema de estrangulamiento que en esos momentos ella estaba sufriendo, y por esa razón conocía de manera detallada lo que le aguardaba, lo que tardaría muy poco en producirse. Apretó los dien­tes y cerró los ojos en un vano in­ten­to de rechazar las imá­ge­nes que como un caleidoscopio siniestro iban apareciendo a los saltos en su men­te.

Los latidos en la cabeza, sobre todo en las sienes, eran tan intensos que ya no lograba pensar con cla­ridad. Pero… ¿En qué otra cosa podía pensar que no fuera en la muerte, en su propia muerte?

-Mi amor… No quiero morir… Mi amor… Te necesito a mi lado…

Por las ventanas del dormitorio comprobó que las últimas luces del día ya se estaban extin­guien­do y se dio cuenta que pronto quedaría en la os­cu­ri­dad total. Afuera debía hacer frío pero ella estaba sofocada por el calor y las gotas de sudor le caían por la cara y la nuca.

Si pudiera soltar sus manos tendría acceso al cortaplumas suizo que estaba en el cajón de la mesita de luz: eso le posibilitaría seccionar la cuerda que la ahogaba. Pero sentía las manos dor­mi­das, casi muer­tas, porque las ligaduras de las muñecas se clavaban en su car­ne y le impidían la circulación. Y la in­co­mo­di­dad embargaba dolorosamente todo su cuerpo, desde la cabeza hasta los pies.

Más tarde comenzaron los calambres de las piernas. Estaba al tanto de que eso iba a suceder: no podía ser de otra forma. Intentó neutralizar los calambres moviendo los dedos de los pies: fue inútil. Y la ten­­­­sión en su cuello se incrementó.

-Mi amor… Mi vida… Mi tesoro… Estoy esperándote… Te necesito ahora…

Ya apenas era capaz de emitir palabra alguna: la gargante reseca, la lengua pegada al paladar, se lo im­posibilitaban. Las aletas de la nariz se dilataron y su boca de entreabrió para buscar el aire cuya falta ya se hacía notoria. Cada vez más notoria.

Otro espasmo de las piernas presionó aún más sobre su cuello. Echó la cabeza hacia atrás para dis­mi­nuir la sensación de ahogo y pudo aspirar otra bocanada de aire: fue una mejoría momentánea. Y efíme­ra: sabía que solo le quedaban unos segundos de vida.

Cuando sintió que llegaba el próximo espasmo de las piernas y que el lazo de la soga comprimía su cuello venciendo su última resistencia, comprendió que todo se acababa, que ese era el fin. Un nuevo acce­so de llanto la invadió, sus ojos se inundaron de lágrimas y apenas tuvo tiempo de vocalizar el nombre de la persona que amaba antes de que la muerte la interrumpiera de­fi­ni­ti­va­mente.

CAPÍTULO 1

Lo siento mucho, Konen – dijo el doctor Casal, director del Departamento Forense, frente a la es­truc­­tura me­tálica dividida en compartimientos donde guardaban los cadáveres -. Su esposa fue una co­la­bo­ra­dora nuestra muy efi­ciente… Todos va­mos a extrañar a la doctora Dolores Murray.

El subcomisario Mika Konen, alias Sueco, asintió mecánicamente. Apenas había escuchado las pa­la­bras del doctor Casal. Tampoco hacía fal­ta: en los últimos tres días todos se dirigían a él expresando con­do­­lencias que adi­vinaba en el acto con solo mirar el movimiento de los labios.

“¿Acaso no saben decir otra co­­sa?”.

Pero Ko­nen aca­lló su pensamiento.

-Incluso no es necesario el reconocimiento – prosiguió el doctor Casal -. Es un trámite burocrático que po­­de­mos obviar ya que todos los que trabajamos acá la conocíamos…

-Quiero verla – musitó Konen, insistente, con una voz enronquecida, casi inaudible, y clavando su mi­ra­da en el ni­­­cho co­rrespondiente.

-De acuerdo – aceptó el doctor tras un momento de vacilación y de inmediato hizo una ademán mudo a su asis­ten­te, quien abrió el compartimiento y deslizó la camilla sobre sus guías hasta dejarlo frente a Konen.

Por un instante, una tenue nube de vapor frío con el intenso olor del formaldehído flotó sobre la sá­ba­na blanca que cubría el cadáver. Nadie se movió y Konen comprendió que el doctor y el asistente espera­ban una se­ñal suya. Konen volvió a asentir con la cabeza y el asistente corrió la sábana hasta la altura de los hom­bros, lenta y cuidadosamente.

“Pretende evitar que vea las costuras de la autopsia”.

El rostro de Dolores se mostraba casi grisáceo, con los ojos cerrados, los párpados hinchados y los la­­bios conformando una línea muy delgada, mientras que la cabellera, tirada hacia atrás, lucía más oscura de lo natural. Y en el cuello la marca profunda del ahorcamiento, una especie de cicatriz morada.

“Aun muer­­ta, Dolores parece su­­frir”.

Konen experimentó una impetuosa ola de calor que subió por su cuerpo has­ta martillear su cabeza y con­cen­trar­se en sus mandí­bu­las: apretó los dientes con tanta furia que pronto lle­ga­ron a dolerle.

Por un instante, Konen tuvo la intención de acariciar ese rostro –antes tan familiar y ahora tan extra­ño- pero algo lo detuvo: había tocado demasiados cadáveres como para desconocer lo desagradable de esa sensación. Y que­ría conservar la memoria de la piel aterciopelada y tibia de Dolores, la piel que tan­to ha­­bía amado. En­tonces exhaló el ai­re con­­­te­ni­do, se dio media vuelta y sin despedir­se sa­lió del re­cin­to con gran­des y rápidos pasos, mor­dién­dose in­te­rior­­­mente los la­bios y sintiendo que unas lá­­grimas se es­currían por sus mejillas.

Antes de em­pu­jar con vio­len­cia las puer­tas vaivén que le abrían paso a la salida observó, de manera mar­­gi­nal, un cartel adosado a la pa­red y escrito en latín:Mortui vivos docent. Recordó que Dolores se lo ha­bía tra­du­ci­­do en una ocasión, años atrás: los muertos en­se­ñan a los vivos. Tam­­bién pudo escuchar al doc­tor Casal in­for­mán­do­le que el informe forense estaría listo en cua­­ren­tiocho horas. Konen quiso responderle con un agrade­ci­miento pe­ro so­lo emitió un gemido lastimoso.

Fuera del hospital, Konen se sentó en las escalinatas de la entrada y se preparó una pipa con una par­simonia in­ten­cio­nal, indiferente por completo a la inquieta multitud que transitaba a su lado y gozando de ese aire pu­ro, li­bre de aromas asépticos. Su agenda para ese día era muy apretada pe­ro un fuerte can­san­cio físico y men­tal lo im­pul­sa­ba a postergar todo lo que tenía pendiente. La mezcla de ta­ba­co de la pipa, a la cual le agre­gaba picaduras de ma­rihuana en dosis variables según las circunstancias, poco a po­co le fue otor­­gan­do una leve sensación de tran­qui­lidad.

Cuando terminó de fumar vació la pipa golpeándola en el taco de su bota y después, sin pensarlo, de­ci­dió ha­cerle una visita a la hermana de Dolores, la que también trabajaba en el hospital. En el De­par­ta­men­to de Gi­ne­co­logía, ubicado en el segundo piso, Konen preguntó por la doctora Maire Murray.

-Sí, la doctora está atendiendo – le respondió la recepcionista, y de inmediato agregó, con cierta iro­nía: -¿Acaso usted tiene un turno con ella?

-Efectivamente, tengo un turno – repuso Konen, entrando en la sala e ignorando las protestas de la re­­­­­­­cep­cio­nista.

Konen localizó a Maire rodeada por otras dos mujeres, todas analizando unas placas radiográficas frente a un visor iluminado.

-No pude evitar que entrara, doctora Murray – explicó la recepcionista detrás de Konen, con la res­pi­ra­ción en­trecortada - ¿Llamo a los de se­guridad?

Maire meneó la cabeza, expresando más indecisión que negación, y mirando fijamente a Konen. Du­ran­te unos segundos todos los ahí presente quedaron en silencio, un silencio embarazoso y tenso que se pro­­lon­gó hasta que finalmente ella, con una leve gesticulación, lo invitó a Ko­­nen a que la siguiera a su ofi­ci­na. Maire ce­­rró la puerta, se apoyó en su escritorio y con los brazos cruzados sobre su pecho permaneció muda y de pie: su cara no mos­traba ningún rastro de amabilidad.

-¿Se puede saber qué te pasa conmigo? – quiso saber Konen, sin atreverse a sentarse -. Estuve in­ten­­­tando comunicarme y nunca me contestaste…

-No tenía ganas de hablar con vos, Mika. Incluso ahora tampoco tengo ganas de hacerlo.

-¿Por qué?

-Porque te considero el responsable de la muerte de Dolores…

-¿Qué estás diciendo?

-Lo que pienso, Mika, lo que pienso. Mi hermana siempre tuvo miedo de vivir en tu maldita isla… en me­­­dio de esa soledad ab­so­lu­ta… lejos de la civilización.

-Todo lo que estás diciendo es absurdo, Maire. Hablás como si mi isla estuviera perdida en el océano y no perteneciera al Delta del Tigre, junto con cientos o quizá miles de otras islas. Y mi isla es muy segura… ¡Ja­­más me robaron nada!

-Te repito que ella tenía miedo. Me lo comentaba cada vez que nos veíamos. Dolores era medio pa­ra­noi­ca y por esa razón vivía en un condominio con muchas medidas de seguridad hasta que te conoció a vos.

-Al principio Dolores me hizo un comentario al respecto de la seguridad y por esa razón instalé un sis­te­ma de alarma, pero después no volvió a tocar el tema. Si hubiera sabido que ella…

-Todos sabíamos que Dolores tenía miedo, Mika. ¡Todos menos vos! Y tu sistema de alarma no sirvió pa­ra a una mierda…

-No sé lo que pasó… Verdaderamente no lo sé.

-Pues ahora ya es tarde… ¡Dolores está muerta! Y vos sos el culpable.

-¿Acaso creés que eso no pasa por mi mente? Maire, por favor, para mí fue una experiencia des­ga­rradora y esa muerte me va a torturar el resto de mi vida…

-Eso no es más que una mentira… ¡Una burda mentira! El dolor, aún el dolor más grande, pronto se su­pera. Unos pocos meses, un año, a lo sumo dos, y luego podrás rehacer tu vida… ¡Y Dolores seguirá muer­­ta! Por otra parte, vos siempre tuviste una gran capacidad para recuperarte de cualquier trauma.

-¿A qué te referís’

Maire no contestó. Abandonó su posición delante del escritorio y empezó a buscar algo ansiosamente en sus cajones.

-¡Mierda! No encuentro mis cigarrillos – exclamó al final – Dame uno de los tuyos.

Konen le tendió un cigarrillo del atado que siempre llevaba en el mismo bolsillo de la pipa y se lo en­cen­dió, todo lo que él consideró como un tácito permiso para fu­mar, pero ella le prohibió que lo hiciera.

-Aquí no se puede fumar, Mika. Deberías saberlo…

Konen aceptó esa prohibición por parte de quien ya estaba fumando sin el mínimo comentario: pre­ten­día bajar los decibeles de la discusión.

Se sentó frente al escritorio con cierta cautela, temiendo que tam­bién eso estuviera prohibido.

-Hablé con el doctor Casal – dijo ella al rato, todavía de pie -. No quiso brindarme ninguna in­for­ma­ción de la au­top­sia…

-Casal es muy prudente, muy celoso de su trabajo…

-Yo solo quería tener una conversación de profesional a profesional, Mika.

-Aun así…

-No me dijo nada, pero un compañero de la facultad trabaja con él y pudo contarme algo.

-Todavía es prematuro…

-La torturaron, Mika, la torturaron – exclamó ella, con los ojos anegados en lágrimas y tras aspirar con fuerza el humo de su cigarrillo -. Lo sabés, ¿ver­­dad? La torturaron de una manera siniestra… agonizó du­ran­te un largo rato.

-Eso no puedo sacármelo de la cabeza, Maire. Pero tampoco hay necesidad de…

-Pasó por una agonía lo suficientemente prolongada como para tener tiempo de maldecir tu isla y de mal­­de­cir­te a vos también.

-Maire, por favor, lo estás haciendo muy difícil…

-¿Y creés que eso me importa?

-Debería importarte, Maire: yo amaba a tu hermana.

-Tengo mis serias dudas al respecto. Pero probablemente eso no sea solo culpa tuya: mi hermana, mi po­bre hermana, siempre fue un desastre eligiendo a sus hombres.

-En una ocasión vos también me elegiste a mí… - replicó Konen en una reacción instantánea y casi tan gro­se­ra que de inmediato lamentó; después agregó con un tono más calmo: - ¿Acaso ya lo olvidaste?

-No, no lo olvidé – respondió ella, tras una pausa que aprovechó para aplastar furiosamente su ci­ga­rri­­llo a medio terminar en el cenicero -. Sin embargo, pude reaccionar a tiempo y abandonarte.

Konen iba a decir algo más pero prefirió callar. Se dio cuenta que Maire estaba demasiado exaltada co­­mo para sostener una conversación racional.

-¿Qué hacía mi hermana sola en la isla? – quiso saber Maire al rato -. Hubiera podido quedarse en el de­­par­ta­mento…

-Yo pensaba llegar al final de la tarde desde Rosario y habíamos quedado en encontrarnos en la isla, pe­ro la tormenta y la inundación lo impidió y llegué a la mañana siguiente, casi al mediodía.

-Llegaste tarde, Mika: tu empleada doméstica ya había encontrado el cadáver y avisado a la policía.

-Lo sé: llegué tarde, demasiado tarde. El personal del Departamento Forense y de la Policía Científica ya estaban ahí… Incluso habían retirado el cadáver.

-¿Quiénes son los que hicieron eso, Mika?... ¿Quiénes son los que torturaron a mi hermana?

-Todavía no se sabe nada.

-Pero fue una venganza, ¿no es cierto?

-Es lo más probable…

-Si hubieras estado ahí, Mika, te habrían matado a vos. Yo habría perdido un cuñado pero mi her­ma­na es­ta­ría viva.

Konen sabía, sin ninguna duda, que también habrían matado a Dolores.

“En estos casos ningún tes­ti­go puede quedar vivo: es uno de los principios básicos que los sicarios nun­­ca olvidan”.

No obstante, evitó agregar algo al respecto.

-Lo siento, Maire… - fue todo lo que dijo, con un hilillo de voz.

Después permanecieron en un largo silencio, opacado parcialmente por el lejano rumor del tráfico que lle­ga­ba desde la calle.

-La vamos a enterrar en el cementerio inglés de Chacarita, en la Capital, cuando terminen los exá­me­nes fo­ren­ses – murmuró Maire al rato -. ¿Hay algún problema con eso?

Por un instante, Konen se preguntó mentalmente por qué se enterraba a una descendiente de ir­lan­de­­­ses en el cementerio inglés, pero de inmediato alejó ese pensamiento de su cabeza: esas cuestiones ya ca­­recían de relevancia.

-Está bien… - atinó a decir -.Lo que ustedes quieran está bien

-De acuerdo, Mika. Y ahora tengo que seguir trabajando…

-Sí, claro, la vida continúa – acordó Konen sin ninguna emoción en la voz, levantándose de su asiento y sa­lien­do de la oficina tras una escueta despedida.

En la playa de estacionamiento del hospital tardó bastante en encontrar su auto porque no recordaba dón­­de lo había dejado. Era un Volkswagen Bora turbo, color gris perla, casi plateado, que tiempo atrás ha­bía per­tenecido a un de­lin­cuen­te asesinado y que no había sido reclamado por nadie, razón por la cual re­sul­tó «in­cautado» has­ta que final­men­te el comisario Santoro se lo regaló.

-Por todos los servicios que nos has prestado – había declarado Santoro en aquella ocasión, sin es­pe­­cificar quiénes eran los beneficiarios directos de esos servicios.

****

-¿Está el comisario Santoro?

-No le queda otra solución que quedarse – respondió Doris, la jefa de recepción de la comisaría 24ª, ca­si es­bozando una sonrisa -. Alguien tiene que cubrir tu ausencia, Sueco.

Konen le agradeció mentalmente que no le expresara sus condolencias, aunque tampoco le dio tiem­po co­mo para que lo hiciera, y atravesando la sala poblada de com­pa­ñeros de trabajo se dirigió a la oficina del comi­sa­rio sin mirar a nadie, consciente de que era el centro de atención de todos y del repentino mu­tis­mo y circunspección que su aparición ha­bía provocado. La puerta del despacho estaba en­tre­abierta y la tras­­­­­pasó sin anunciarse. San­­toro hablaba por teléfono y le señaló una silla frente a su escritorio con un ges­to. In­me­dia­tamente des­pués colgó.

-¿Qué tal, Sueco? – interrogó el comisario, observando con detenimiento a su subordinado - ¿Cómo es­tás?

-He tenido días mejores, jefe. Se lo garantizo.

-Sí, claro, es obvio. Y lamento mucho, muchísimo, todo lo que sucedió. Yo sufrí una pérdida similar años atrás y todavía me duele, de modo que comprendo muy bien tu… tu….

-Lo sé, jefe, lo sé – dijo Konen, teniendo presente en su memoria que un hijo de Santoro había muer­to por una sobredosis de dro­ga.

“El gremio de los acongojados todos los días logra mayor cantidad de afiliados”.

-Bien, entonces ahora podemos hablar acerca de este asunto.

-Estuve con el doctor Casal y todavía no hay nada confirmado.

-Ya sabés cómo son los forenses, Sueco: esos técnicos de lo macabro tardan días en confirmar lo que la simple experiencia policial permite sos­pe­char desde el principio. No niego que aporten precisiones muy relevantes y has­ta determinantes, pero es bien sabido que las primeras cuarentiocho horas de un cri­men también son re­le­vantes y determinantes para su resolución y entonces esa lenta minuciosidad de… En fin, sea como sea, lo cierto es que ya hay cir­cuns­tancias que son claras.

-¿Cuáles?

-Todo esto fue una venganza, Sueco. Hace años que vos y yo estamos en la lista negra de los narco­tra­­­fi­can­tes y eso se debe a cuestiones que, por supuesto, todavía tendrás muy presente. No debemos ol­vi­dar que los narcotraficantes nunca olvidan.

Konen afirmó con la cabeza, recordando que tiempo atrás se había visto obligado a matar a dos si­ca­rios de los narcotraficantes que tenían el objetivo de eliminar al comisario Santoro.

-Y me animo a afirmar que todo esto fue, específicamente, obra de los narcos mexicanos.

-¿Cómo lo sabe, jefe?

-El método que usaron es muy común en México.

-¡Malditos sean! – exclamó Konen, intentando con todas sus fuerzas alejar las imágenes de la agonía de Do­lores que pugnaban por penetrar en su mente -. Ya me voy a ocupar de ellos.

-El caso no es tuyo, Sueco.

-¿Por qué no, jefe? Se trata de mi mujer…

-Justamente por eso: estás demasiado involucrado desde el punto de vista emocional como para par­ti­cipar en esa investigación. Es una cues­­tión legal, una cuestión burocrática…

-Me cago en la burocracia.

-Siempre lo has hecho, pero aunque no te guste debemos respetar ciertas normas - afirmó Santoro, agre­­­gan­­do con una mueca de escepticismo: - Por lo menos algunas de ellas.

-¿Y quién estará a cargo de la investigación?

-La petisa Ramos.

-¿Rita Ramos? No creo que tenga la experiencia necesaria, jefe.

-Ha demostrado ser muy eficiente. Ella va a trabajar junto con la fiscal Lenicov.

-Esas dos mujeres no se llevan bien, jefe.

-Las mujeres se llevan mal con todos los demás, sean mujeres u hombres y especialmente si son mu­je­res, pero ambas son buenas pro­­fe­sio­nales. Espero que dejen a un lado sus diferencias personales.

-De acuerdo, pero yo las voy a controlar.

-No podrás hacerlo – sentenció Santoro, imprimiendo a su voz un tono autoritario -. Desde ya te lo ad­vier­to.

-Lo haré extraoficialmente, jefe. No se preocupe.

-Me preocupa, Sueco. Todo lo que hacés vos me preocupa porque siempre terminás perdiendo el con­­­trol. Además, tenía pensado otra cosa.

-¿Qué cosa?

-Es aconsejable que te tomes unas merecidas vacaciones. Tenés unos cuantos días acumulados y los vas a necesitar para elaborar el duelo.

-¿Elaborar el duelo? Jefe, por favor… ¡No me venga con esas mierdas psicológicas!

-Sabía que ibas a decir algo así, pero en los próximos días te verás obligado a hacer muchos trámites que te mantendrán muy ocupado. Vas a terminar exhausto y precisarás un largo período de reposo. Seguí mi consejo, Sueco: descansá y volvé cuando te hayas repuesto de todo.

-No creo que me reponga alguna vez en la vida, jefe.

-Por suerte, Sueco, el dolor se supera. No se olvida, pero se supera… ¿Vas a seguir viviendo en tu is­­la?

-Por supuesto, jefe. Hace muchos años que ese es mi domicilio habitual.

-Sería mejor que te mudaras a ese condominio de tu mujer, Sueco. Ahí estarías más seguro, más pro­­­­­tegido. Y mucho menos expuesto que en tu isla.

-En ese condominio pasaba algunos días, particularmente cuando mi mujer tenía guardia en el hos­pi­tal, pe­ro siempre extrañé mi isla. Además, esa propiedad no es mía y supongo que pronto tendré que en­tre­gar­la a los pa­rientes de mi mujer. Por otro lado, jefe, no quiero que la amenaza de los narcotraficantes con­di­cionen mi vida.

-Lamentablemente, Sueco, tendrás que acostumbrarte a vivir así, tal como yo lo hice y lo sigo ha­cien­do. No queda otra solución: vas a tener que dormir con la pistola debajo de la almohada y mirar a diestra y si­niestra antes de dar un solo paso.

-Eso es lo que estoy habituado a hacer siempre.

Santoro calló durante un segundo, mirando con fijeza a Konen, y luego, repentinamente, empezó a hur­gar en uno de los cajones de su escritorio. Al final, sacó una tarjeta y se la entregó.

-Esta es la dirección de una empresa de seguridad – dijo el comisario -. Tienen un sistema de alarma do­­­mi­ci­liaría muy sofisticado y eficiente, también conectado a tu celular, capaz de detectar a cualquier per­so­na o ser vi­vo que se ani­me a pisar tu isla. Es caro, muy caro, pero podrás dormir tranquilo.

-Lo tendré en cuenta, jefe – comentó Konen, estudiando la tarjeta.

-Pensalo, Sueco, pensalo. Y mientras tanto no quiero verte por aquí durante unos cuantos días

Konen comprendió que esas palabras eran una especie de despedida.

“Tal vez sea lo mejor”.

Se incorporó, giró sobre sus talones y se fue sin decir nada.

CAPÍTULO 2

Hoy mondongo hoy».

Frente a la palabra «mondongo» que el cartel del restaurante de la calle Echeverría mostraba, Son­­­dra Higgins no pudo dejar de esbozar una sonrisa. La primera vez que había escuchado esa palabra ha­­­­­bía creído que se refería a un fruto de origen africano o brasileño ya que a sus oídos sonaba con esas re­mi­­­­­nis­­cencias geo­grá­ficas y tropicales: un error comprensible pero que le molestó bastante puesto que tenía un do­minio ca­si absoluto del idioma español. En aque­lla ocasión, el pe­que­ño diccionario español-inglés que siem­pre lle­va­ba con­sigo había terminado con las du­das: mondongo, para un angloparlante, erahoney comb tripe, una víscera vacuna de textura se­me­­jante al panal de abejas de uso común en la gastronomía ar­­genti­na.

“Tendría que probar algún día el mondongo, por más impresión que me produzca”. De hecho, Sondra es­­ta­ba acostumbrada a ese tipo de comidas raras: muchas de ellas ya las había saboreado en Bolivia, Pe­rú, Co­lom­­bia y Mé­xi­co durante largo tiempo.

Sondra prosiguió su camino, subiendo por la calle Echeverría hasta el sitio del encuentro que tenía pen­­­diente con Little John.

-Es un pub ubicado frente a la estación del ferrocarril – le había dicho él, con esa ligera imprecisión en las di­rec­ciones que siempre usaba.

“Lo hace con la intención de probar la capacidad de sus agentes. ¡Seguro!”.

En última instancia, siempre quedaba la posibilidad de llamarlo al celular, pero Sondra no estaba dis­pues­ta a dejarse vencer en ese juego casi infantil. Y ni siquiera tuvo la necesidad de preguntar a nadie ya que apenas le llevó unos pocos minutos descubrir el pub: se llamaba Matías.

Dejándose llevar por cierta parsimonia, y aprovechando que había llegado con media hora de an­ti­ci­pa­­ción, recorrió la zona adyacente del pub, inspeccionándola con atención y con todos sus sentidos en es­ta­do de alerta. Supuestamente y por el momento, ella era consciente de que la situación hacía innecesaria tal actitud precautoria –“ya habrá tiempo para que empiece a sospechar hasta de mi propia sombra”-, pero las enseñanzas adquiridas durante su permanencia en el FBI y sus experiencias posteriores estaban tan arrai­­gadas en su personalidad que ya formaban parte de su estructura genética y le impedían sentir tanto una plena confianza como una plena segu­ri­dad.

Se sentó en una plaza pequeña y solitaria ubicada cerca del pub. Desde su posición podía ver la en­tra­da principal y si bien había otra a la que no tenía acceso visual, sos­pe­cha­ba que Little John utilizaría la prin­­­cipal: él era demasiado aristocrático como para recurrir a una puerta secundaria o de servicio.

Sondra prendió un cigarrillo y esperó. Su trabajo, en gran parte, siempre había consistido en eso, en una lar­­ga y nor­malmente tediosa espera, salpicada, solo ocasionalmente, por un estallido de acción vio­len­ta. Recordó la reiterada recomendación de sus instructores: paciencia, mucha pa­­cien­cia; recordó, también, que pese a ser una experimentada agente del FBI un día no pudo controlar su im­pa­cien­cia y que tal actitud ca­si le costó la vida a un subordinado suyo: un error que el FBI no perdona y que, lisa y lla­namente, im­pli­ca­ba la inmediata exoneración. Mucho más siendo mujer.

“A los hombres les soportarían hasta dos errores”.

Cuando entregó el informe de la operación que había fracasado, pocas horas después del hecho, ya te­nía tan asumida su culpa como su despido, de modo que solo le quedó esperar que su jefe la llamara para co­­­­mu­ni­cár­se­lo: fue una espera corta que no requirió paciencia y que estuvo preñada de una especie de nos­­­­talgia preventiva.

-Es una pena, Sondra, realmente es una pena – le dijo su jefe, sosteniendo el informe en una mano -. Tus an­­tecedentes académicos son excelentes, tu trabajo de campo brillante, pero…

Sondra había asentido con la cabeza: ya estaba todo dicho; las palabras, y mucho más las palabras de con­so­lación, sobraban.

-De todas formas, Sondra, no todo está perdido.

Ella no había querido hacerse ilusiones: sabía que en alguna delegación de una ciudad perdida den­tro del cin­turón del maíz -o tal vez en Alaska, el equivalente a la Siberia, todo bien lejos de Quantico- exis­tían puestos de ru­tina oficinesca en el de­par­ta­men­­to de archivos o de búsqueda informática, los que prin­ci­pal­mente cumplían la fun­ción de cobijar a quienes ha­bían fra­ca­sado en el trabajo de campo, pero no se sen­­tía tan desesperada como pa­ra aceptar algo así.

“To­­­­davía no. ¡Apenas tengo treinta años!”.

-Nunca supe hacer un buen café – fue la seca respuesta de ella -. Incluso he escuchado algunas que­jas tu­yas al respecto.

-No tendrías que hacer café ni nada parecido, Sondra.

-¿Acaso barrer la oficina o limpiar los vidrios?

-Tampoco: tus antecedentes te califican para tareas más complejas.

-¿Cuáles?

-Participar de una guerra, por ejemplo.

-¿Qué guerra?

-La guerra contra el narcotráfico.

-Pero… Yo llevo acumulada una experiencia de seis años en la lucha antiterrorista…

-Las diferencias entre un terrorista y un narcotraficante hoy casi no existen, Sondra.

“Es una burda mentira: los dos somos conscientes de eso”.

-¿Entonces me estás ofreciendo un empleo en la Drug Enforcement Agency, en la DEA?

-No se trata de la DEA, se trata del Centro de Operaciones, más conocido como el Ceop.

-¿Y eso qué es?

-Nadie lo sabe, Sondra.

-¿Y de quién depende? ¿Del FBI, de la CIA, del CNS, de…?

-Nadie lo sabe, Sondra – repitió él.

-Por lo menos obedece órdenes presidenciales, ¿no es así?

-Mucho peor: obedece a los deseos ocultos del presidente.

-¿Y eso qué significa?

-¿Acaso no lo sabés, Sondra?

“Odio que me respondan con otra pregunta”.

-No, verdaderamente no lo sé. ¿Podés orientarme al respecto?

-Bueno… Lo habitual es que el presidente convoque a varios de los funcionarios más allegados a to­mar el té, y mientras comparten una tarta de manzana hecha por la primera dama él co­men­te, de manera ca­­sual, que un determinado hecho le molesta muchísimo y que sería muy feliz si ese hecho desapareciera o fue­ra eliminado. Y entonces uno de esos funcionarios decide aceptar el reto y ocuparse del asundo: no cum­­ple órdenes presidenciales sino que obedece a los deseos ocultos del pre­sidente.

-Ya estoy entendiendo cómo funciona eso: si el resultado final es una victoria el presidente se lleva la gloria; si es un fracaso al presidente no le pasa nada porque él nunca dio la orden: siempre encontrarán al­gún chivo expiatorio.

-Más de dos siglos atrás, un revolucionario francés llamado Saint-Just afirmó que nadie puede go­ver­nar sin culpa, sobre todo cuando se preside un país que eligió ser el gendarme del mundo. Eso es todo lo que sé.

Ella sospechó que su jefe sabía más, mucho más, pero que no quería brindar mayor cantidad de in­for­mación: en esos ámbitos el se­creto –con mayor precisión el secretismo- era una co­sa habitual a la que ha­bía tenido que acostumbrarse des­de el principio.

-¿Es un trabajo encubierto?

-Si no lo es, se le parece bastante. No hay ningún registro de su actividad, ni siquiera en los ar­­chi­vos ofi­cia­les más resguardados: el Ceop se ha vuelto tan importante que no existe. Cualquier búsqueda infor­má­­tica en ese sentido está frenada por la exi­gen­cia de claves y códigos infranqueables. Te lo digo para que no pierdas el tiempo intentando…

-¿Eso es todo lo que podés decirme?

-Puedo decirte muy poco más…

-¿Por ejemplo?

-Que el director del Ceop es John Howard Reinhart III, Litlle John para sus amigos, solo para sus ami­gos más íntimos: que no se te ocurra nunca llamarlo así. ¡Nunca! Little John es un respetable aca­dé­mico que ha pu­bli­ca­do nu­me­ro­sas investigaciones históricas sobre Latino­amé­ri­ca y que es o ha sido asesor de la CIA y del CNS.

-¿John Howard Reinhart III? Ese nombre tiene reminiscencias bostonianas.

-Efectivamente, es descendiente de una prestigiosa familia bostoniana. Prestigiosa y excéntrica, y Li­ttle John es uno de sus más conspicuos representantes. De hecho, es tan excéntrico que ha demostrado un pro­fundo in­terés en la señorita Sondra Higgins

-¿Me conoce?

-Tiene tus referencias.

-¿Quién se las dio?

-Sondra… No hagas preguntas obvias.

Por un instante hubo un intercambio de miradas y una pausa de silencio.

-¿Y también está al tanto de lo que sucedió…?

-Little John sabe todo, absolutamente todo. Hasta me animo a decir que ya debe conocer tu po­sición sexual preferida.

“Eso es muy fácil saberlo: me gustan todas”.

-De modo que… – comentó él mientras anotaba una dirección en una nota que le extendió a Son­dra, y lue­­go agregó: - A las tres y media de la tarde Little John estará en ese lugar… ¿Lo conocés?

-Esto es un bar – corroboró Sondra tras leer la nota.

-Little John es muy aficionado a los bares y a los restaurantes y normalmente los usa como si fueran su ofi­ci­na. Incluso alterna la publicación de escritos académicos con la de artículos de viajes y lugares exó­ti­cos: es parte de su fachada, de su cobertura, lo que le permite estar en muchos sitios son despertar sos­pe­chas. Yo creo que el Ceop carece de oficina propia y los bares y restaurantes cumplen esa función, a no ser que Little John use su cátedra en la Uni­versidad Geor­getown como tal.

-¿La Uni­versidad Geor­getown?... Esa universidad tiene una vieja tradición jesuítica y conservadora…

- Little John tiene mucho de conservador y jesuita, como nuestro presidente, y eso le permite al Ceop el acceso a un pre­su­puesto apa­ren­te­men­te inago­ta­ble que sin ninguna duda se continuará aunque cambie la administración. Y en cuanto a la pa­­sión por los bares de Little John, tampoco tiene nada de malo… ¿Acaso nunca te en­con­tras­te con un hom­bre en un bar?

-Sí, claro que sí. Pero… ¿Cómo voy a reconocerlo?

-Little John te reconocerá.

****

Sin conocerlo, fue Sondra la que reconoció en el acto a Little John. Y eso no fue el resultado de una bri­­llante deducción de tipo policial. Simplemente, el bar estaba casi vacío por completo: una mesa con cua­tro mujeres de mediana edad –las que con seguridad habían prolongado excesivamente un almuerzo tardío- y otra con un hom­bre de unos cincuenta años, bastante canoso y de perfil filoso y elegante, que leía al­ter­na­ti­­vamente dos libros y que cada tanto anotaba algo en una pequeña libreta. Sobre una silla, a su lado, había un portafolio de cuero muy antiguo, de esos con fuelle a los costados y una solapa rematada con un cierre me­tálico y do­rado que Sondra recordó haber visto a sus maestros de la escuela elemental, unos veinte años atrás.

“O qui­zás más”.

El cuero brillaba, como si el por­tafolio hubiera sido comprado esa misma mañana o como si alguien hu­biera dedicado un buen rato a lustrarlo con un ungüento especial.

Dos horas después, cuando Little John se fue y ella, por elección propia, quedó sola en el bar, Sondra su­­po que tenía un nuevo empleo: muchas de sus habilidades y experiencias en el FBI habían sido determi­nan­tes para con­­se­guir­lo, pero la principal, aparentemente, era su dominio del idioma español. De hecho, y des­­­de el principio, la en­tre­vis­ta se había desarrollado en ese idioma.

Al principio, cuando Little John comenzó a hablar con tono pausado y muchos intervalos du­ran­te los cuales concentraba la mirada en los ojos de ella, Sondra había tratado de mostrarse indiferente e in­mune al en­­canto que desplegaba su interlocutor, pero pronto no pudo evitar dejarse embargar por el en­tu­sias­mo y al fi­nal estaba tan ilusionada que ni siquiera hizo uso del mínimo plazo de tiempo que él le había ofre­cido para que pen­sa­ra su respuesta.

Al salir del bar, ese día de invierno ya oscurecía pero Sondra no mostró apuro alguno por regresar a su de­par­tamento y caminó lánguidamente a lo largo de la calle K, fumando y permitiendo que la marejada de los que salían de las oficinas la arrastrara.

Little John le había confirmado que en su nuevo empleo el sueldo se iba a duplicar, agregando de in­me­­diato, muy atento a cualquier expresión de ella, que probablemente también sucediera lo mismo con los ries­gos. Son­dra no se inmutó: sabía que estaba pasando por una prueba y mantuvo su rostro mudo de ges­tos, inexpresivo por completo.

“Como si los riesgos no fueran más que horas extra bien pagadas”.

Lo más interesante de ese nuevo empleo consistía en la necesidad de trabajar en diferentes países de La­ti­no­américa –Sondra solo conocía México-, lo que la obligaría a permanecer en el exterior durante lar­go tiempo. Eso no la preocupaba demasiado ya que sus raíces en Estados Unidos eran muy reducidas.

“Ca­da vez más re­du­cidas”.

Apenas un padre muerto cuando ella era adolescente y una madre que padecía una de­men­cia precoz que le había hecho olvidar casi todo –también, a veces, que tenía una hija que se lla­maba Son­dra- y re­cor­dar, con una reiteración obsesiva, su idioma natal, el español.

Por otra parte, y con res­pecto a las relaciones sentimentales, no tenía más que un ex marido que ha­bía tardado pocos meses en dar­se cuenta que seguía enamorado de una an­tigua novia y llegar a la con­clu­sión de que el divorcio era la me­jor opción. Y los otros hombres que habían reemplazado a ese marido no lo hi­cieron más que por breves pe­ríodos. A veces semanas.

“Ni siquiera tengo un gato”.

También resultaba tranquilizador saber que el trabajo encubierto solo se llevaría a cabo en el exterior, lo que facilitaría –cada vez que volviera a Estados Unidos- llevar una vida normal sin necesidad de mirar por so­bre su hombro a cada paso que diera.

De aquella tarde habían pasado poco menos de diez años y muchos países bajo sus pies: Bolivia, Pe­rú, Colombia y México. Con escasas excepciones, no lo había pasado mal y hasta había llegado a apre­ciar como una experiencia interesante y agradable vivir en sitios exóticos, aprender costumbres ajenas y co­no­cer gente de dis­tin­tas nacionalidades, todo lo que le había servido para volverse más tolerante y res­pe­tuo­sa frente a los extranjeros y también para desprenderse, aunque sea parcialmente, de su arrogancia es­ta­­dounidense.

CAPÍTULO 3

Tiempo después, Konen recordaría, y no con mucha fidelidad, todo lo sucedido durante esos días pla­gados de confusión con que se inició su repentina viudez.

“La elaboración del duelo, como diría el comisario Santoro”.

Recordaría el entierro de Dolores. La fosa rectangular con un montón de tierra removida a su lado, de la cual emanaba un olor particular, y una multitud de gente: de la comisaría 24ª, del Departamento Forense, del Hospital General del municipio de Tigre. Todos rodeándolo, expresándole sus condolencias, con la única excep­ción de Maire, la que había permanecido lejos, sin mirarlo siquiera. Pancho, el esposo de Maire, se le ha­bía acer­­cado para disculparse por la actitud de ella.

-Está demasiado dolorida como para comportarse de manera racional - le explicó Pancho casi en un susurro -. Ya sabés cómo son las mujeres.

-No, Pancho, no lo sé. Entender a las mujeres es un arte o una ciencia que jamás aprendí – respon­dió Ko­nen con un leve tono acusatorio -. Yo también estoy dolido y sin embargo…

-Te comprendo, Mika, te comprendo. Pero momentáneamente las cosas son así. Es una simple cues­tión de tiempo para que el humor de Maire se recomponga. Y después todo será como antes.

“Nada será como antes: Dolores está muerta y seguirá estando muerta”.

A continuación apareció un sacerdote, quien brindó un discurso breve pero que a Konen le pareció in­ter­­mi­na­ble y que apenas escuchó. Después bajaron el ataúd al fondo de la fosa y el tío de Dolores y de Mai­­re tomó una pala con la cual comenzó a echar tierra, siendo imitado de inmediato por Pancho. Alguien le al­canzó una pala a Konen y él se vio obligado a seguir el ejemplo de sus antiguos familiares.

“Debe ser una costumbre ir­lan­de­sa”.

Cuando la multitud comenzó a disgregarse en una dirección, Konen tomó otra y se alejó rápidamente: no que­­ría volver al Tigre en ninguno de los autos que integraban la caravana fúnebre. Caminó entre las tum­bas, expe­rimentando las intermitentes ráfagas de los aromas de las flores mustias y alternando las sombras de los ci­pre­ses con las luces de esa soleada mañana de invierno, sorprendentemente cálida para la época.

“Un día de­ma­sia­­do hermoso para enterrar a una esposa”.

Franqueó los muros del cementerio –hecho que vi­vió como si hubiera cru­zado la frontera que se­pa­ra­ba el mundo de los muertos del mundo de los vivos- y ya en la calle se subió al pri­mer taxi que encontró.

-Lléveme a la estación de tren más cercana – le pidió al conductor.

-¿Qué tren, señor? Por acá hay varios.

-El ramal Tigre.

-Entonces será la estación Lisandro de la Torre.

Bajaron por la avenida Federico Lacroze y pronto llegaron a la estación, la que estaba vacía, sin gen­te. A Konen le impresionó como si pareciera abandonada.

“Mejor, ya he visto demasiada gente estos días”.

Sacó un boleto de la máquina expendedora y se sentó al sol, pre­pa­rándose un pipa. Estaba en esa ta­­rea cuando llegó una formación. La dejó pasar sin subirse a ella.

“No tengo ningún apuro”.

Al rato escuchó un grito y observó que del otro lado de las vías un hombre golpeaba a una chica y le sa­caba de las manos su bicicleta. Por un momento, la chica intentó resistirse al robo pero el hombre pudo más y al final ter­minó montándose en la bicicleta y saliendo disparado. Konen comprendió en el acto que la ru­ta de escape del ladrón pasaba a su lado, de modo que se levantó, esperó el momento propicio simulando ser un transeúnte casual y en­tonces le tiró una trom­pada que le pegó con fuerza en la cabeza del ciclista, lo que pro­vo­có su aparatoso derrumbe.

Konen se le aproximó y lo miró sin decirle nada mientras el hombre se levantaba del suelo, todavía sor­­pren­di­do y confuso por lo que había pasado. La bicicleta había quedado tirada a pocos pasos de dis­tan­cia, con su rueda delantera todavía girando.

-Señor… Señor… ¡Esa bicicleta es mía! – exclamó la chica, que llegó corriendo.

-Ya sé que es tuya, nena – le dijo Konen -. Seguramente ese hombre se confundió.

-No se confundió nada: es un ladrón. Y además me… ¡Oh, Dios mío!... ¡Está armado!

El hombre se había levantado y en ese instante se acercaba con una navaja en la mano, maldiciendo con vocablos que Konen no logró entender por su respiración entrecortada.

-Andate, nena – Konen le ordenó a la chica, a la vez que ponía su puño izquierdo en la cintura para abrir su chaqueta y dejar expuesta la cartuchera axilar y su arma reglamentaria -. Yo me ocupo de esto.

El hombre vio partir a la chica y luego fijó los ojos en Konen.

-¿Alguna queja, muchacho? – inquirió Konen, sonriéndole displicentemente pero en estado de aler­ta, dis­puesto a sacar el arma si se hacía necesario -. Si pretendés alegrarme el día, acercate…

En realidad, Konen quería pelear; volver a pegarle a ese hombre, romperle algo, destrozar su ros­tro y así desahogar esa rabia muda que repentinamente le había aflorado de algún recóndito lugar de su al­ma. La fugaz imagen de Dolores –Dolores muerta en la morgue, Dolores siendo enterrada- cruzó su men­te y le per­mitió comprender y hasta justificar su furia.

-Vamos, muchacho – lo alentó Konen -. No tengo mucho tiempo: en cualquier momento llega mi tren.

El hombre permaneció inmóvil unos segundos, los suficientes para que Konen comprendiera que ya ha­­­­bía pa­­sado el peligro. Efectivamente: el hombre pronto se dio vuelta y se retiró. Desde lejos, le hizo un ges­­­to con el de­do.

Cuando se sentó nuevamente, Konen pudo notar que no llevaba el arma y de repente se acordó que la ha­bía dejado en la isla antes de salir para el entierro.

“Es la última vez en mi vida que asisto a un funeral de­s­­armado”.

****

Recordaría, también, una ceremonial y hasta organizada borrachera. A tal efecto, y cuando se acabó la pro­vi­sión de su propia despensa, esperó la llegada de la lan­cha almacén en el muelle de la isla.

-¿Qué tenés de bebidas alcohólicas importadas? – le preguntó al encargado tan pronto atracó la lan­cha.

-Dos botellas de whisky Vat 69, Sueco.

-¿No hay algo mejor?

-Una botella de vodka Smirnoff.

-¿Eso es todo?

-Por ahora sí, Sueco. Pero para pasado mañana le puedo traer algo más.

-De acuerdo, dame esas tres botellas. Tal vez me alcance hasta pasado mañana y mientras tanto tra­tá de en­contrarme un Jim Bean o cualquier otro bourbon. Si a la hora que pasás no estoy acá en el mue­lle me lo dejás y después te lo pago.

-Usted siempre tiene crédito, Sueco.

“¿Por qué será que todos en el Delta saben mi nombre y yo no sé ninguno?”

-¿Cuál era tu nombre, muchacho? Creo que lo olvidé… Cuando tengas mi edad te darás cuenta que eso pasa a menudo.

-Nestor, mi nombre es Nestor.

-Nestor, claro. Lindo nombre.

“Eligiendo nombres para su hijo tu madre es catastrófica, muchacho. Con una madre así no precisás ene­­­mi­gos”.

-Prometo no olvidarlo jamás.

-Oiga, Sueco… ¿No tiene frío vestido así en pleno invierno?

-En el Delta no existe el invierno, Nestor… Era Nestor, ¿verdad?

-Sí, Sueco. Y no se preocupe por el whisky, le voy a conseguir todo lo que precise.

El acuerdo con Nestor funcionó: fue lo único bueno en el lúgubre gris de esos días que con­­for­maban el escenario del duelo. Pero, por supuesto, la crisis no tardó en estallar. Konen tuvo un an­ti­ci­po de lo que se ave­cinaba al ver su rostro rápida y progresivamente más demacrado –así se reflejaba en el espejo- y se dio cuenta de manera fehaciente cuan­do una mañana se despertó mientras era arrastrado des­de la sala de es­tar de su casa hasta el baño por Fer­nanda, la que con un empujón y sin ninguna conside­ra­ción lo in­tro­du­jo en la bañera. Desde el otro extre­mo de la casa le lle­ga­ba el apagado sonido del televisor a la vez que se resistía a que ella le sacara la poca ro­pa que vestía.

-Fernanda… ¿Qué mierda estás haciendo?

-Terminando con su larga borrachera, patrón. Ya estoy cansada de verlo llorar todos los días como un bo­­rra­cho triste.

-Tengo muchas razones para estar triste… ¿No te parece?

-Podrá seguir triste, patrón, pero la borrachera se acabó. Yo lo voy a poner a usted en dique seco.

-¿De dónde sacaste esa metáfora náutica? – quiso saber Konen, aferrando los calzoncillos que ya es­­­­taban a mitad de los muslos.

-Se la escuché a mi hermano Aurelio – aclaró Fernanda, y de un tirón le arrancó la ropa.

-Fernanda… ¡Me estás desnudando!

-Lo voy a lavar, patrón… Está todo sucio, cagado, meado, vomitado…

-No estoy cagado ni meado. Y si vomité es por la comida que vos me hacés…

-Hace días que no come nada, patrón. Todo lo que yo le hago de comer se llena de moho y se pudre en la heladera.

-Lo que pasa que todavía no aprendiste a cocinar… ¿Quién te enseñó a cocinar?... ¿Lucrecia Bor­gia?

-Pues la patrona Dolores siempre dijo que yo cocino muy bien.

-De todas formas yo prefiero beber y no comer… ¡Y lo voy a seguir haciendo!

-Le va a resultar muy difícil, patrón: acabo de vaciar todas las botellas de alcohol en el río. In­clu­so le pa­gué a Nestor lo que se le debía y le dije que no apareciera más por acá durante mucho tiempo. ¡Hasta las próximas navidades!

-¿Hiciste eso?... ¡Sos loca!... ¡Y te voy a matar!

-A mi hermano Aurelio no le va a gustar nada que usted me mate, patrón – dijo Fernanda, tirando la ro­­­­­pa de Konen a un lado y abriendo la canilla del agua caliente.

-Tu hermano Aurelio me va a agradecer que te mate porque ha de estar tan cansado de vos como yo.

-Eso es mentira: mi hermano me quiere mucho.

-Yo también te quiero, Fernanda… pero te voy a matar igual. Tal como dice Axel Rose…

Fernanda no le hizo caso. Tomó un frasco, volcando su contenido en el agua, y luego agarró una es­pon­ja con la cual empezó a refregar el cuerpo de Konen.

-Eso no es jabón, Fernanda… Es una espuma burbujeante y perfumada.

-Buena falta le hace el perfume para sacarse el olor a vino barato que tiene encima.

-¿Vino barato? Era un whisky importado… - protestó Konen -. Y bastante caro, por cierto. Si de ver­dad lo tiraste pienso descontártelo de tu sueldo.

-Si lo hace me quejaré al sindicato, patrón.

-¡Eh!... ¿Qué estás haciendo ahora?

-Sacándole toda la mierda que tiene encima, patrón.

-En mis… en los genitales no tengo ninguna mierda.

-La tiene por todo el cuerpo, patrón, y la va a seguir teniendo hasta que no se reponga de esa bo­rra­che­ra eterna – insistió Fernanda, sin dejar de enjabonarlo rabiosamente de arriba abajo, en medio de una ola creciente de espuma.

-Voy a tardar años en reponerme, Fernanda… ¡Y a ver si terminás de molestarme con esa esponja mal­­­di­ta!... Voy a tardar décadas en reponerme… - repitió -. Tal vez tarde siglos.

-Está exagerando, patrón. Y me parece que ya empieza a reponerse. Si no me cree… ¡Mírelo usted mis­­mo!

Konen se irguió un poco, dirigiendo su vista hacia dónde señalaba Fernanda, y así pudo ver cómo emer­gía, en­tre la espuma que lo cubría casi totalmente, la mitad de su pene erecto.

-¡Santo cielo! Lo único que me faltaba… - y agregó, protestando: - ¿Cómo no querés que ocurra eso si ha­ce una hora que me estás acariciando con esa esponja maldita?

-No lo estoy acariciando, patrón, lo estoy limpiando. Y ahora dese vuelta que le voy a refregar la es­pal­da y la cola, la que seguramente está llena de…

En un repentino ataque de furia, Konen le sacó la esponja de las manos y la tiró por los aires y des­pués procuró ocultar su pene con la espuma.

-Salí del baño, Fernanda – le gritó, enfático -. ¡Ya mismo! Y le voy a contar a tu hermano lo que hi­cis­te con mi… con mi cuerpo. Esas cosas tendrías que hacérselas a tu novio o a tu marido.

-No tengo ni novio ni marido, patrón.

-Pues buscate uno con urgencia porque se nota que te hace falta un juguete que alegre tu vida. Se­gu­ro que to­davía sos virgen…

-No pienso hablar de mi vida privada con usted, patrón.

-No sabía que las bolivianas tuvieran vida privada.

-Yo nací en este país y soy argentina, patrón.

-Entonces tendrás una intensa vida privada. ¡Y no me la cuentes porque vas a lograr horrorizarme!

Fernanda comenzó a recoger la ropa tirada por el suelo mientras Konen se esforzaba cautelosamente por salir de la bañera.

-¿No precisa que lo ayude, patrón?

-No preciso nada. Y ya te dije que salieras del baño. ¡No quiero que me veas desnudo!

-Hace años que lo veo desnudo, patrón. Usted tiene la costumbre de andar desnudo por toda la casa. In­­­clu­so por el parque con temperaturas de cero grado. Todo el Delta del Tigre lo ha visto desnudo, patrón. Yo no soy la única.

-De todas maneras salí de acá, Fernanda. No quiero volver a verte durante el resto del día. Ya estoy en con­di­cio­nes de arreglarme solo.

-Si, ya veo que se ha repuesto, patrón. Y creo que cada vez está más repuesto – agregó ella, con la vis­ta todavía clavada en el pene y alcanzándole un toallón mientras se reía.

-Gracias. Y, por favor… ¡Dejá de mirarme con esos ojos desorbitados!

-Le voy a preparar un café, patrón.

-Es la única idea coherente que has tenido en todo el día, Fernanda. Un café bien caliente, entibiado con whisky… ¡Eso es lo que necesito con urgencia!

-El whisky se acabó, patrón. Ya se lo dije.

-¡Maldito sea! Entonces ponele coñac… En la repisa hay una botella…

-¿En la repisa? También la voy a tirar.

-Fernanda… ¡Te voy a matar!

-Yo también lo quiero, patrón.

****

Recordaría, más asombrado que orgulloso, lo fácil que le resultó abtenerse de beber; mucho más fá­cil de lo que había pensado. Por supuesto, Fernanda vigiló celosamente que así ocurriera, ahu­yen­tan­do a Nes­tor ca­da vez que la lancha almacén atracaba en el muelle, llegando a amenazarlo con un rifle que des­col­gó de la pa­red del comedor. Incluso las dos o tres veces que Konen decidió visitar a los vecinos pa­ra ver si podía conseguir una botella de alcohol, ella lo siguió y a los gritos lo hizo volver a la casa.

-Si usted no se sabe cuidar yo lo haré – lo increpó en una ocasión, verdaderamente enojada y con los bra­­zos en jarra -. Eso es lo que la patrona Dolores querría que yo hiciera.

Fue un argumento que Konen no se animó a rebatir y que, instantánea y milagrosamente, calmó su an­­­­­sie­dad alcohólica. Y cuando unos días después el efecto restrictivo se fue diluyendo y ya estaba ela­bo­ran­do una nueva estrategia para evadir el férreo control de Fernanda, antes de irse ella le mostró una bo­te­lla de cerveza que estaba en la he­la­de­ra.

-Le dejo esa botella siempre que me prometa que no va a comprar ninguna más, patrón.

-Lo único que puedo prometer es que voy a matarte con mis propias manos, después de darte la pa­li­za que te merecés.

-Borracho empedernido y machista golpeador: ese no es el hombre que la patrona Dolores eligió para ena­morarse.

-A partir de ahora tenés prohibido mencionar a Dolores por el resto de tu vida… ¿Has entendido?

-Entonces hablemos de la cerveza… ¿Me lo promete o no?

-No te prometo nada… pero quizá lo intente.

-Eso está mejor, patrón. Si se porta bien, mañana le traigo otra botella.

-No hace falta que vengas todos los días. Ni siquiera cuando estaba… Ni siquiera antes lo hacías. Po­­­dés dejarme la botella en el muelle y seguir viaje.

-Voy a venir todos los días hasta que usted se recupere, patrón. Y no me refiero a eso – añadió, se­ña­lando la bragueta.

-Pues no estoy seguro si podré soportarte todos los días, Fernanda.

-Pórtese como corresponde y entonces yo solo vendré tres veces por semana, patrón. Como siem­pre. No crea que me divierto mucho corriendo detrás de usted como si fuera un niño travieso.

-Tal vez decida despedirte y pedirle a una de tus hermanas que venga…

-Ninguna de mis hermanas lo soportaría mucho tiempo, patrón.

-Tu hermana Antonia me soportó durante años.

-Mi hermana Antonia era una santa, patrón, y por eso ahora está en el cielo.

-Extraño a tu hermana, Fernanda, y cuanto más te conozco a vos más la extraño a ella.

-Yo sé muy bien que usted me quiere mucho, patrón. La patrona Dolores no se cansaba de decirme­lo.

-Te había pedido que no la mencionaras… ¿Ya lo olvidaste? Hasta mañana, Fernanda.

****

Recordaría que la abstinencia de alcohol lo había impulsado –quizá como una sutil forma de com­pen­sa­ción- a una particular y curiosa hiperkinesia que le impedía permanecer quieto por mucho tiempo: la pa­si­va contem­pla­ción del río y su tránsito, como así también la lectura –dos actividades que figuraban entre las fa­­voritas de Konen- se trans­for­maron en algo que no podía soportar más que por escasos mi­nutos. Fue en­ton­ces cuan­do decidió ocuparse del cuidado del bosque reforestado de su isla.

Con un hacha y una sierra se internó en el bosque y pasó varias horas de una tarde cortando las ra­mas in­ú­ti­les de los árboles, con la idea de dejar para el día siguiente la recolección de esas ramas, atarlas en ristras y lle­var­las a la leñera. En la mitad de esa tarea apareció Cash, el bernés de montaña que desde años atrás le hacía pe­riódicas visitas.

-¿Qué tal, Cash? – preguntó Konen, acariciando al perro -. Ya estaba extrañando tus visitas.

Estuvieron juntos hasta el final de la tarde, cuando volvieron a la casa. Konen guardó las herr­a­mien­tas en el de­pó­sito y preparó dos cuencos, uno con agua y el otro con alimento balanceado, para Cash, pero el perro se había quedado parado al pie de la escalera, expectante, con la mirada dirigida hacia arriba, don­de estaba la puerta de en­trada. Ladró dos o tres veces, reclamando algo, y luego, como desconcertado, se vol­­­vió hacia Konen, quizá bus­­cando una explicación.

-Ella no está, Cash: la casa y la isla han quedado vacías de Dolores – le respondió Konen, com­pren­dien­do de inmediato el origen de la petición del pe­rro -. Ya nun­ca te abrazará ni te acariciará y jamás la vol­ve­rás a ver: ese aspecto de nuestras vidas se ter­mi­nó. ¡Para siempre!

La mente de Konen se llenó de imágenes de otros días más felices, mucho más felices, cuando Do­lo­res y Cash jugaban en el parque mientras él hacía un asado. El único consuelo fue haber sido consciente, en aquellos momentos que ya parecían tremendamente lejanos, de la felicidad que por entonces estaba vi­vien­do.

“No tuve ne­ce­sidad de perderla para darme cuenta de todo eso”.

La noche los sorprendió a los dos –hombre y perro- en el muelle. Konen sentado en el borde, con las pier­­nas colgando en el aire, y Cash recostado a su lado, los dos viendo cómo el río se vaciaba de mo­vi­mien­to y el cielo se lle­na­ba de estrellas.

También la falta de alcohol provocó un exceso en el consumo de tabaco, lo que a su vez in­cre­men­ta­ba el con­sumo de marihuana. Tal circunstancia, claro está, fue percibida por Fernanda, la que no tardó en ex­­pre­­sar sus protestas.

-¿Además del alcohol tengo prohibido el tabaco? – pretendió defenderse Konen -. Solo falta que me pro­­hí­bas masturbarme.

-Eso sería un desperdicio, patrón, pero la cuestión es que yo me esfuerzo por librarlo de las bo­rra­che­ras y us­ted se empeña en arruinarse los pulmones… ¿Le parece justo?

-El mundo es injusto, Fernanda. Ya es hora que lo sepas.

-Usted es injusto, patrón. Por lo menos es injusto conmigo ya que no escucha ninguno de mis con­se­jos.

-¿Estás practicando la estrategia de la victimización?

-Usted siempre me confunde con tantas palabras, patrón. Pero lo que tiene que hacer es muy simple: de­jar de fu­mar como un sapo.

-Fernanda, ya te lo advertí… ¡Te voy a matar!

-Usted mismo se está matando, patrón. Y cuando eso suceda toda mi familia lo va a extrañar porque ellos lo quieren mucho.

-¿Vos también me vas a extrañar?

-Lo tengo que pensar, patrón.

****

Recordaría, claro que sí, la conversación que sostuvo con su hija Julia cuando lo llamó desde las ca­ta­­ra­tas del Iguazú. Una conversación que Konen esperaba –ella no dejaba pasar más de una semana sin co­­mu­ni­car­se con él- y que sabía que sería muy dolorosa.

-¿Qué tal, papá?... ¿Cómo estás?

-Mal, hija… Mal mal.

-¿Por qué?... ¿Qué pasó?

-Murió Dolores…

-Oh, no… ¡No puede ser!... Papá… Papá…

-Pues la mataron, lo creas o no.

-¿La mataron?... ¿Quiénes la mataron?

-Aparentemente los narcotraficantes, hija. Fue una venganza. Y es posible que hagan lo mismo con to­dos los seres queridos que me rodean.

-¡Dios mío!... ¡No lo puedo crreer!

-Y también es posible, muy posible, que vos figures en la lista de los narcotraficantes, hija. Por eso es im­­perioso que te vayas del país. ¡Ya mismo!

-Pero, papá… No puedo abandonar el país… Yo tengo un empleo, tengo un novio, tengo…

La ansiedad era palpable en la voz de Julia.

-Un empleo podés conseguirlo en cualquier parte del mundo, hija. Y el novio… Bueno, no son novios los que te faltan…

-Papá… ¿Qué estás diciendo?

-Que te vayas ahora mismo. Ni siquiera es necesario que regreses a Buenos Aires.

Ella permaneció callada, dejando escuchar al otro lado de la línea nada más que silencio, un silencio ca­si religioso.

-Tenés tu pasaporte y tu computadora portátil, ¿no es cierto?

-Sí, papá, los tengo conmigo…

-Entonces ya tenés todo lo que precisás, hija. Tomate un avión y regresá a Europa.

-¿Es tan urgente?

-Sí, muy urgente. Acá corrés mucho peligro.

-¿Y vos qué vas a hacer?

-Probablemente también me vaya del país… - prometió Konen, sin estar muy seguro de que eso fue­ra cierto -.Tan pronto termine de arreglar algunas cosas pen­dien­tes me voy para allá.

-Podemos encontrarnos en España, papá. O en Londres. A lo mejor voy a Londres.

-Donde sea, hija. Lo importante es que te vayas de acá.

-Papá, lo siento mucho – declaró ella tras otra larga pausa -. ¡Yo la quería tanto a Dolores!

-Lo sé, hija, lo sé. Y ahora te dejo. Nos comunicaremos por correo electrónico. Adios.

-Papá… ¡Te extraño!

Konen colgó con una expresa determinación. No podía soportar por más tiempo.que esa conversa­ción fue­ra alcanzando ribetes tan melodramáticos: temía que terminaran llorando juntos.

****

Recordaría, además, todo el dolor que lo invadió cuando dedicó un viernes completo a vaciar los pla­ca­res de la ro­­pa de Dolores y empaquetarla en bolsas de residuos que fue sellando con cinta de embalar.