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¿Sientes con frecuencia temor ante la enfermedad y la muerte, ansiedad por el futuro, rabia e impotencia por las injusticias de que has sido objeto? ¿Te has sentido estresado en tu trabajo, deprimido por una separación, decepcionado por la marcha del mundo, enganchado a una relación tóxica? ¿Has pensado, en suma, que la vida es una cuerda floja y tú un funambulista acechado por el vértigo, temiendo caer? Fortalecer tu santuario interior para que nada te robe la paz es el objeto de este libro. A través de 15 técnicas desvela las claves de una vida serena; una vida en la que hayamos logrado equilibrar nuestra relación con el mundo y arrojado por la borda la enorme carga de sufrimiento inútil. Desde la filosofía estoica, pasando por tradiciones como el budismo, el taoísmo o el chamanismo, hasta los descubrimientos más recientes de la psicología y las neurociencias han servido de base a esta guía que contribuirá a hacer tu vida más serena.
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Seitenzahl: 114
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Feliciano Mayorga y Coral Revilla
Equilibrio interior
Quince claves para vivir con serenidad
© 2021 Feliciano Mayorga y Coral Revilla
All rights reserved
© de la edición en castellano:
2021 Editorial Kairós, S.A.
www.editorialkairos.com
Composición: Pablo Barrio
Diseño cubierta: Katrien Van Steen
Primera edición en papel: Septiembre 2021
Primera edición en digital: Septiembre 2021
ISBN papel: 978-84-9988-907-8
ISBN epub: 978-84-9988-940-5
ISBN kindle: 978-84-9988-941-2
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«Buscar la serenidadme parece una ambición más razonableque buscar la felicidad.Y quizás la serenidad sea una forma de felicidad.»
JORGE LUIS BORGES
Aunque este libro podría ser concebido como un botiquín de primeros auxilios para un momento extremadamente convulso,1 no deja de ser cierto que la serenidad es uno de los nombres para significar el objeto último del anhelo humano. Designa un estado de calma perfecta, un momentáneo equilibrio con el mundo. Ya en la antigüedad se le nombraba con el término ataraxia, que indica tanto ausencia de perturbación como experiencia de la armonía con nosotros mismos y con el entorno. En los momentos de serenidad caminamos sin titubeos por la cuerda floja del tiempo, venciendo el vértigo de los precipicios que se abren ante nosotros: el reino de lo irrevocable y el reino de lo imprevisible, el pasado y el futuro. Instalados en el presente, nos sentimos satisfechos de lo que somos y de lo que tenemos, ha cesado la búsqueda, basta con existir.
Lo interesante de la serenidad, a diferencia de otros estados de ánimo, es que es una puerta que depende completamente de nosotros franquear. Lograr la felicidad, la alegría o el entusiasmo está más allá de nuestras solas fuerzas, requiere a menudo el auxilio de la buena fortuna. Cuando la desgracia nos toca con la muerte de un ser querido o una enfermedad grave, es difícil, por no decir imposible, que aparezcan sensaciones de gozo y jovialidad. Pero incluso en esas circunstancias adversas depende de nosotros mantenernos serenos.
Similar es el caso de emociones espirituales como el arrobamiento, el éxtasis o la beatitud que, aunque podamos propiciar, exigen el encuentro con la Realidad trascendente, han de ser concebidas como un don y no como mero objeto de nuestra voluntad. A lo que se suma que cualquier forma de espiritualidad, por rudimentaria que sea, exige un mínimo de certezas, lo que la hace vulnerable a la duda, mientras que la serenidad tolera perfectamente la ignorancia y la incertidumbre.
Quizás la razón de esta peculiar soberanía de la serenidad frente al resto de estados anímicos resida en el hecho de que es la expresión misma de la libertad última y radical del ser humano, la única que no puede sernos arrebatada sin nuestro consentimiento. El cultivo de esta autonomía interior, lo que los estoicos llamaban autarquía, es la base de la serenidad. Un ejemplo de este poder extremo nos ha llegado de supervivientes de los campos de concentración nazis, que relatan la existencia de prisioneros cuya actitud no estaba dictada por las circunstancias opresivas del entorno, siendo capaces de conservar su humanidad pese al clima de violencia y degradación imperante. Testimonios que apoyan la convicción de que es posible una resistencia íntima que equilibre nuestra relación con el mundo, una ciudadela interior que nos proteja eficazmente de la angustia y la depresión. El reflejo psicológico de ese equilibrio es la serenidad.
Es un tópico muy arraigado pensar que una persona será más serena cuanto menos dependa del exterior. Y este es uno de los puntos de mayor controversia, si con ello se quiere afirmar que la independencia interior supone renunciar a toda clase de vínculos con nuestros semejantes, viendo en cada uno de ellos un riesgo cierto de perturbación. Como los viejos eremitas que se iban al desierto para vivir en soledad, es fácil pensar que cuanto más intensos y numerosos sean nuestros afectos mayores serán nuestras vulnerabilidades. Desde nuestro punto de vista esto no tiene por qué ser así, si es que es posible un amor sin apego. El amor, entendido como la voluntad de aliviar las necesidades de los otros y contribuir a su bienestar, es compatible con la serenidad en tanto no está determinado por el amado, del que no espera ni siquiera correspondencia.
Aunque esta sea una cuestión discutible, opinamos que el cultivo de la libertad interior no tiene por qué significar vivir rodeados por una muralla defensiva, protegidos por una armadura de indiferencia hacia las cosas y las personas. Se puede ser sensible y sereno a la vez, siempre que una gruesa película de conciencia se interponga entre el momento del estímulo y el momento de la respuesta. Este filtro amortiguará tanto la impulsividad de quienes reaccionan de forma automática a los acontecimientos como la inhibición de quienes omiten la respuesta cuando es debida. En ambos casos, la impulsividad y la evitación predisponen respectivamente a la culpa y al rencor, generando estados de rumiación que destruyen la calma interior. La consciencia desempeña la misma función que la grasa que recubre el cuerpo de algunos animales, moderando los picos de calor o frío extremos que desestabilizarían su temperatura corporal.
La práctica de la serenidad no está reservada a filósofos y monjes que tratan de aminorar el ruido del mundo, sino que debe servir para prevenir y sanar los graves problemas de salud mental que aquejan a un número creciente de la población. Las autoridades sanitarias han alertado del incremento exponencial de los niveles de angustia, sobre todo trastornos de ansiedad y depresión. Un tipo de trastornos que no se pueden detener desde la imposición de nuestra voluntad. No se pueden tratar desde el «No debo tener miedo» o «No quiero que esto me ocurra». La ansiedad, en concreto, obedece a una necesidad compulsiva de control y a la creciente percepción de la vida como una amenaza. Lo singular de esta dolencia es la facilidad con la que hace entrar en bucle a sus víctimas, provocando un círculo vicioso donde el miedo a los síntomas del miedo tan solo logra agravarlos y cronificarlos, siguiendo la estela de las profecías autocumplidas. El modo de escapar del círculo del temor es el cultivo de una actitud serena.
Por último, quisiéramos añadir un breve comentario sobre la relación de la serenidad con el tiempo. Su reino es el presente, el eterno ahora del ser. Solo el presente proporciona un suelo firme a la quietud pero, claro está, no el presente inmediato y fugitivo basado en el olvido y la irresponsabilidad, como si no hubiera mañana. La persona serena se abre con mansedumbre al pasado, aprendiendo de los errores sin atormentarse; y al futuro, embarcándose en proyectos sin avidez ni preocupación.
La serenidad, lejos de una orgullosa protección ante los acontecimientos adversos, es un acto de amor incondicional a la vida, más allá del placer y el dolor que pueda proporcionarnos. La persona serena vive enamorada de la vida, no la juzga ni condena, sino que mantiene una actitud de amorosa aceptación de todo lo que ocurre. Aceptación que no es pasividad ni resignación. Frente al prejuicio dominante, la persona serena es extremadamente eficaz cuando decide intervenir sobre su entorno, pues no yerra el tiro con comportamientos compulsivos, irreflexivos y automáticos. Sabe el terreno que pisa, sin conceder espacio a la ilusión ni malgastar su energía.
Prolongar la serenidad más allá de momentos puntuales es un objetivo difícil, que requiere un paciente entrenamiento en el dominio de poderosas herramientas psicológicas, filosóficas y espirituales. Antes de detenernos en ellas, es preciso saber si merece la pena iniciar el camino, pues este no será transitable si no estamos dispuestos a colocar la experiencia del equilibrio en la cúspide de nuestra escala de valores. O la serenidad es para nosotros lo absoluto, el valor supremo, o jamás llegaremos a ella.
Siempre actuamos con vistas a algún objetivo que nos resulta valioso. Por ejemplo, adquirir conocimiento, despertar el interés amoroso de alguien, obtener beneficios en un negocio o el éxito en una publicación. De igual modo, cuando sufrimos es porque nos sentimos privados de cosas que nos resultan importantes: la salud cuando enfermamos, la seguridad cuando estamos ansiosos por el futuro o el fracaso cuando no logramos que nuestros proyectos lleguen a buen puerto. Tanto en el actuar como en el padecer estamos apegados a bienes de distinto tipo. Y cualquier apego destruye la calma.
Por eso el camino de la serenidad siempre ha estado asociado a la renuncia, así lo han entendido santos y mártires de todas las religiones. La paz interior implicaba recorrer la vieja y denostada senda del ascetismo. Solo que, para obtener éxito en la renuncia, la mayor parte de ellos ponían su vista en un bien superior, sea Dios o algún tipo de recompensa ultraterrena. En nuestro caso, al carecer de base confesional, no podemos echar mano de esas muletas. Si obtener la serenidad dependiera de profesar una determinada fe, solo estaría al alcance de unos cuantos afortunados, ya que no es posible creer por un acto de voluntad. La serenidad tiene que depender exclusivamente de nuestros medios para no ver comprometida su independencia. De ahí su carácter intrínsecamente laico y no religioso.
La paradójica estrategia de su consecución consistirá en apegarnos al estado de calma, convertirla en absoluto, en el bien superior. Eso no significa desvalorizar el resto de los bienes, sino ponerlos en segundo plano, subordinarlos a este. Como si se tratara de un amante celoso, entregaremos a la serenidad todo lo que amamos: nuestros hijos, nuestras propiedades, nuestros afectos, nuestros amigos, nuestros proyectos e incluso nuestra vida. Solo si esta entrega es incondicional la serenidad nos devolverá lo entregado con creces. En esto consiste el voto de serenidad: actuar siempre bajo la premisa de que la serenidad es el más importante de los bienes.
Unos cuantos ejemplos cotidianos aclararán el sentido de este voto: si estoy haciendo cola en el supermercado y ello me perturba, es porque lo que imagino hacer cuando termine la espera es más importante para mí que la serenidad; si temo enfermar, es porque la salud es más importante que la serenidad; si sufro porque no soy correspondido amorosamente, es porque el afecto de alguien es más importante que la serenidad; si me angustia la muerte de mis seres queridos, es porque me importa más su vida que la serenidad; si discuto agriamente con mi pareja sobre si la verdadera tortilla española incluye la cebolla, es porque llevar razón me importa más que la serenidad.
Pero ¿qué ocurriría si decidiéramos que la serenidad está por encima de valores como la salud, el placer, la justicia, el amor, la razón o la vida? Con toda seguridad no perderíamos esos bienes, sino que nos serían accesibles sin la angustia que su logro y conservación acompaña. Si pongo la serenidad por encima de la vida, no me liberaré de la vida, sino del miedo a la muerte; si pongo la serenidad por encima de la salud, no perderé la salud, sino que me liberaré de la hipocondría. Y así sucesivamente en todos los casos mencionados.
No todo es tan sencillo, claro está, pues una cosa es mi jerarquía de valores explícita, la que soy capaz de reconocer de manera consciente, y otra la jerarquía implícita, la que me oculto a mí mismo. Puedo creer que mis valores superiores son la justicia y la generosidad cuando en realidad lo son la envidia y el afán redentor. Probablemente esta oscuridad sobre los verdaderos motivos de nuestras acciones sea la mayor causa de perturbación. Y aquí sí que nos topamos con una gran dificultad. Pues todos tenemos un punto ciego, un escondido sumidero del que brota la angustia y el malestar, una olvidada contraseña del programa responsable de nuestro sufrimiento. ¿Hay algún método para cerciorarnos de nuestros verdaderos intereses, un procedimiento para detectar los apegos? ¿Es posible intervenir de manera consciente y deliberada en dicha jerarquía de valores para situar la serenidad en la cúspide? ¿Es posible diferenciar los intereses saludables, que causan alegría, sin impedir la serenidad; de los patológicos, que causan pesar?
Sí, por fortuna existe un método completamente sencillo, que lo único que exige es un diario, honestidad, atención plena, aceptación incondicional y un poco de constancia. Cualquier apego, por su naturaleza, ha de aflorar tarde o temprano en forma de sufrimiento, con la consiguiente perturbación de ánimo. El método consiste en hacer una breve parada cada vez que nos perturbe algo a fin de explorar nuestros sentimientos y sensaciones. Me preguntaré, mientras me observo introspectivamente, con una actitud de aceptación: ¿Qué me perturba? ¿Cuánto me perturba? ¿Desde cuándo me perturba? ¿Qué necesidad subyace a lo que me perturba? ¿Mediante qué sensaciones, pensamientos y emociones me perturba? Y para fijarlo y poder constatar su frecuencia e intensidad lo escribiré en la agenda del móvil o en un diario.