Es medianoche, Cenicienta - Adriana Andivia - E-Book

Es medianoche, Cenicienta E-Book

Adriana Andivia

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Beschreibung

Mi vida a los treinta y cuatro era puro cine. Pero no por lo romántica, emocionante y apasionada, sino porque la sal de mi existencia se resumía en las horas que pasaba tirada en el sofá, viendo una y otra vez las mismas viejas pelis de amor. Con un trabajo basura, una vida sentimental extinguida poco después que los dinosaurios y teniendo a mi madre como compañera de piso, solo la ficción podía salvarme. Hasta que unos misteriosos zapatos pusieron patas arriba la apacible apatía a la que me había resignado y, también, todas las leyes de la lógica más racional. Lo sé; más parece cosa de cuentos de que de la vida real. Pero creedme cuando os digo que, a veces, un par de zapatos es todo lo que se necesita para pasar de ser una devoradora de películas románticas a convertiste en la protagonista del filme. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Adriana Andivia Reyes

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Es medianoche, Cenicienta, n.º 205 - septiembre 2018

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-723-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para mi hermana, Irene.

Cómplice e instigadora de sueños.

 

 

 

 

 

 

Los zapatos tienen un misterio que solo conoce la mujer que los lleva.

Es la manera de caminar, es mucho más.

 

MANOLO BLAHNIK

Prólogo

 

 

 

 

 

La primera vez que los vi, era solo una niña. Debía de tener unos ocho o nueve años. En realidad, no lo recuerdo bien. Solo sé que era una de esas tardes de septiembre en las que el sol empieza a hacerse el remolón retirándose cada vez más temprano, que el curso acababa de empezar y que las manos me olían a lápices y a libros nuevos.

La abuela nos recogió a la salida del colegio, nada especial. Para mis padres era complicado conciliar su horario laboral con el calendario escolar. Por eso, la persona que mi hermano y yo encontrábamos esperándonos tras la cancela cuando acababan las clases solía ser esa anciana que lo observaba todo con ojos de niña. Si mirabas solo a los ojos de la abuela, sin prestar atención a su piel arrugada ni a su pelo encanecido por los años, podías confundirla con uno de los escolares que corrían a casa en cuanto sonaba la sirena.

Recuerdo que diluviaba. Es uno de los pocos detalles de ese primer encuentro que quedó grabado en mi memoria. Y, como hacía siempre que el tiempo se estropeaba, al punto de hacer temer que el fin del mundo estuviese cerca, también esa tarde la abuela me subió al desván de su vieja casa. La misma en la que había vivido desde que era una niña. El lugar bien podría confundirse con las bambalinas de un decadente teatro. Cajas apiñadas por doquier, unas rotas y otras perfectamente selladas; polvorientos vestidos con hechuras que recordaban épocas pasadas; pesados candelabros de bronce; abanicos que se hubiesen roto al menor zarandeo… Yo contemplaba aquel caos con ojos maravillados. Como debió hacerlo Alí Babá la primera vez que se coló en la cueva de los cuarenta ladrones. Por muchas veces que subiese allí, con ella, la sensación de embeleso que me producía ese sitio no variaba.

Esa tarde, la tarde en la que vi por primera vez la herramienta que me ayudaría a cambiar mi destino, la abuela se acercó a mí con una de las cajas que guardaba en el desván entre las manos y una sonrisa pícara en los labios.

—Mira, ¿te gustan? —me preguntó, juguetona, destapando primero la caja y apartado después un pliegue de papel de seda ajado por el paso de los años.

Yo me acerqué para ver qué era aquel tesoro que tan generosamente estaba compartiendo conmigo. Asomé la naricilla sobre su regazo y, con los ojos muy abiertos, exclamé:

—¡Jo, abuela! ¡Son preciosos!

Como si esperase mi reacción, ella rio quedamente. Dejando que su pecho se agitase y emitiese un ruido que recordaba al de una cafetera vieja.

—Lo son, ¿verdad? —me preguntó, sacando de la caja uno de los nada discretos zapatos de tacón con los que había logrado maravillarme. Los mil y un cristalitos que lo cubrían brillaron bajo la débil luz de la bombilla que pendía del techo—. Algún día —vaticinó— serán tuyos. Estos zapatos han pertenecido a las mujeres de mi familia durante generaciones. Fueron míos y también de mi madre, de mi abuela y de su…

—¿Y también de mamá? —la interrumpí con impaciencia, yendo directa a averiguar lo que me interesaba.

—¿Tu madre? ¡No! Ella siempre ha sido demasiado pragmática.

A tan corta edad, el significado de la palabra «pragmática» se me escapaba por completo. Pero asumí que no debía ser nada bueno, si era el motivo que había privado a mi madre de usar unos zapatos tan fabulosos.

—¿Yo soy pragmática? —quise saber, temerosa, por si acaso también me quedaba sin catarlos.

De nuevo, la abuela se echó a reír con su risa de hojalata.

—No, cariño —me consoló, pellizcándome la mejilla con suavidad. Como hacía siempre que quería congraciarse conmigo—. Tú eres una tonta romántica, como tu abuela. Por eso, algún día, te entregaré estos zapatos a ti.

Devolvió el zapato al interior de la caja, los cubrió con el papel de seda y la tapó. Yo sentí una punzada de desilusión al perderlos de vista.

—No olvides lo que te digo, Berta. Estos zapatos te ayudarán a encontrar tu camino en la vida. Ellos guiarán tus pasos al lugar en el que debes estar.

No puedo jactarme de tener buena memoria. De hecho, suelo olvidar todo solo cinco minutos después de que haya ocurrido. Pero el brillo de los zapatos y la frase que me dijo mi abuela al mostrármelos han permanecido inalterables en mi memoria. A pesar de los muchos años que han pasado desde entonces.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Cuando era niña, la casa de mi abuela me parecía enorme. Como uno de esos castillos que aparecen en las páginas de los cuentos ilustrados. Sin embargo, conforme fui creciendo, mi percepción sobre la casa también fue cambiando. No sé si porque, al aumentar mi cuerpo de tamaño, me volví más exigente con los espacios. O, sencillamente, porque perdí el toque de magia que tienen los niños en la mirada y que, irremediablemente, el paso de los años se encarga de corregir. El caso era que, donde antes veía un escenario de cuento, ahora no encontraba más que una casa vieja, casi ruinosa, cuyas paredes parecían a punto de desplomarse por la excesiva decoración que colgaba de ellas.

Pero, aunque hacía muchos años que era consciente de la realidad de aquel hogar, esa mañana se me antojó tan inmenso como cuando era pequeña. Sin duda porque, al faltar ella, el edificio quedó vacío de su presencia, que inundaba cada rincón. Colmando el ambiente mucho más que la colección de cuadros de mercadillo o las falsas alfombras persas que acumulaban polvo en el salón y las habitaciones.

Mi abuela murió un enero, recién estrenado el año, dejándome un vacío aún más grande que el que se había adueñado de su casa. Amén de unos misteriosos zapatos metidos dentro de una agujereada caja de cartón.

Me recuerdo sentada en el sofá en el que tantas viejas películas había visto con ella. La caja apoyada en mi regazo era lo único que rompía la triste monotonía de mi vestido negro. En mi familia las tradiciones siempre se han llevado a rajatabla. Cumplir con el luto no fue la excepción. Así que allí estábamos todos, rigurosamente vestidos de oscuro, después de haber dejado el cuerpo de la abuela dentro del sepulcro familiar, desvalijándole la casa en busca de algo de valor que agenciarnos como «recuerdo» suyo. Parecíamos una bandada de buitres, y no solo por el color de nuestros trajes.

Mientras mis primas rebuscaban en el joyero —tasando pulseras, anillos y collares—, yo aparté la tapadera de la caja que, a instancias de la fallecida, me había sido entregada en cuanto llegué a la casa. Levanté un poco el pico del papel de seda que protegía el contenido y, a pesar de mi dificultad para rememorar cualquier cosa que hubiese sucedido más allá de una semana, el recuerdo de la tarde en el desván vino a mi mente con una claridad asombrosa.

El olor del chocolate que habíamos tomado en la merienda, la parpadeante luz de la única bombilla que iluminaba el desván y el sonido atronador de la tromba de agua que estaba cayendo fuera. Todo volvía a estar allí.

Todo, menos ella.

Me sentí como si alguien estuviese apretándome el corazón, estrujándolo entre sus manos, y la mirada se me enturbió sin que pudiese hacer nada por evitarlo. Abrumada por la pena intenté regresar todo a su lugar: el papel, la tapadera… Pero, antes de que pudiese hacerlo, vi, a través de la película de agua que me distorsionaba la visión, el pico de un sobre que no recordaba que estuviese allí. Movida por un impulso, tiré de él, pinzándolo con los dedos pulgar e índice. Al leer las letras escritas en el dorso, la sentí a mi lado. A pesar de que sabía que yacía en un lugar del que ya no podía volver.

«Para Berta».

La carta, por supuesto, iba dirigida a mí. No podía ser de otra manera. Así que la abrí con dedos temblorosos. Deseando prolongar a través del papel las conversaciones que manteníamos durante horas, y a las que la muerte había puesto un drástico punto y final.

«Mi querida Berta», empezaba la misiva. Al leer esas palabras pude oír la voz de mi abuela, melosa como ninguna, que desde que yo era niña había utilizado esa fórmula para dirigirse a mí. Yo no era la querida Berta de nadie más, solo de ella.

 

Sé que no te acordarás (estoy segura porque, si ni siquiera recuerdas lo que tomaste para desayunar, no espero mucho de tu memoria a largo plazo) pero estos zapatos y tú sois viejos conocidos. Hace muchos años, cuando aún eras una niña, te los mostré. Entonces te dije que algún día serían tuyos. Pues bien, si estás leyendo esto, es que ese día ha llegado.

Espero que no pienses que soy una vieja tacaña por legarte solo un par de zapatos usados. De todas mis pertenencias, te estoy dando aquella que me es más preciada. Por supuesto, eres libre de quedarte con cualquier otra cosa que quieras. Si es que tus primas te lo permiten. Pero, por favor, no desprecies mi regalo.

Me temo que ha llegado la hora de despedirnos. Me gustaría decirte que no llores, porque siempre voy a estar contigo. Pero, lamentablemente, no tengo idea de a dónde voy. Ni siquiera sé si iré a algún sitio. Así que no te prometeré algo que no estoy segura de poder cumplir.

Lo que sí te prometo es que mi último regalo para ti te ayudará a encontrar tu camino. Haz buen uso de él.

 

Tu abuela, que te quiere:

Alfonsina

 

Leer su nombre arrancó a mi pena una sonrisa. Recordé las tontas bromas que, de pequeñas, mis primas y yo le gastábamos a cuenta de él.

—Alfonsina… ¡Cara de sardina! —La buscaba Pilar, la más risueña de todas las nietas; y ella se fingía enfadada. Aunque la tirantez que se formaba en la comisura de sus labios la delataba. La abuela era una niña más, jugando como si no tuviese otra cosa en la que pensar.

—Berta, ¿tú no vas a querer nada? —me preguntó Claudia, la más joven de esa larga prole femenina que era mi familia.

De todas nosotras, Claudia era la que menos contacto había tenido con la abuela. Quizás, por eso mismo, también era la que más entera se mostraba. Sin molestarse en mantener el compungido ceño que requería la situación. Tal y como estaban haciendo las demás.

—Estamos repartiendo las pertenencias de la abuela. Para tener un recuerdo de ella, ya sabes —se apresuró a añadir Trini, su hermana, la más políticamente correcta de todas nosotras.

También yo me di prisa en esconder la carta, como si se tratase de un secreto que nadie más debía conocer. Todos los allí presentes sabían de la estrecha relación que nos unía a la abuela y a mí, por lo que a nadie le habría extrañado, ni molestado, que hubiese tenido la deferencia de dejarme un último mensaje. Aun así, era algo que quería guardar solo para mí. Como una más de las muchas confidencias que nos habíamos hecho cuando ella aún vivía.

Forcé una sonrisa.

—No, yo… Yo ya tengo lo que quiero —rehusé, aferrándome a mi caja de zapatos como si allí dentro estuviese el mayor tesoro del mundo.

Todas las mujeres congregadas en el salón me miraron, divididas entre la curiosidad y la burla. Mi intervención logró restar protagonismo al joyero en torno al cual estaban reunidas en aquelarre.

—¿Qué es eso? —preguntó Ana, que nunca se enteraba de nada, incapaz de entender qué tenía esa harapienta caja para que yo la abrazase con la codicia con la que lo estaba haciendo.

—Un par de zapatos viejos recubiertos de pedrería. Modelo putilla —respondió Claudia con deje despectivo, haciéndose la graciosa—. La abuela se los dejó en herencia.

—Ah —replicó la otra, quien, una vez desvelado el enigma, no se explicaba tanto celo de mi parte.

—¿Seguro que no quieres nada? —volvió a mediar Trini. En su tono de voz pude adivinar el final no pronunciado de la frase: «después no te quejes».

—Seguro —me reiteré. Lo que me valió para revalidar la imagen de descerebrada que mi familia tenía de mí.

Mis primas siguieron mirándome durante un segundo más. Luego, como si hubiesen llegado a la conclusión de que era un caso perdido, todas se giraron al tiempo para seguir con la tasación.

En aquel momento no entendí a qué se refería la abuela con eso de que aquellos zapatos «me ayudarían a encontrar mi camino». De hecho, tardé mucho tiempo en comprenderlo. Quizás demasiado. Pero, aun así, bastaba que ella hubiese decidido regalármelos para que, para mí, fuesen lo más valioso que podía encontrar en aquella casa.

 

 

La gente dice que lo mejor para superar el dolor de una pérdida es retomar la rutina cuanto antes. Eso fue lo que debió pensar Lucrecia, mi jefa, con toda su buena voluntad, cuando, dos horas después de haber enterrado a mi abuela, me llamó por teléfono para decirme que no había podido encontrar a nadie que me sustituyese en las clases de la tarde.

—Si pudiese recurrir a alguien más, no te llamaría —terminó, para suavizar el asalto, de sobras conocedora de cuáles habían sido los motivos que me habían llevado a pedirle el día libre.

Acepté, por supuesto, porque era consciente de que mi condición de «enchufada» me obligaba a hacer ese tipo de sacrificios para compensar mi ventajosa situación dentro de la empresa. Siempre fui consciente de que, de no ser por la amistad que unía a mi madre con la dueña de la academia privada en la que trabajaba desde hacía ocho años, jamás hubiese sido contratada. A la buena mujer se le acumulaban sobre la mesa del escritorio currículos que, día tras día, le dejaban personas mucho mejor preparadas que yo. Másteres, postgrados e idiomas varios. Comparado con eso, mi licenciatura en Filología Hispánica y el B2 de francés no hubiesen tenido nada que hacer de no haberle llegado tan bien recomendada.

Así que me fui a casa, me duché, me enjugué el llanto y cambié mi vestido negro por otras ropas. Igualmente oscuras, pero más de diario.

A las cinco de la tarde, como un clavo, estaba delante de un grupito de adolescentes con las hormonas disparadas. Los cuales no hacían lo más mínimo por disimular que estaban más pendientes de la curva que mis pechos marcaban bajo el jersey que de las declinaciones que apuntaba en la pizarra.

—Ae, ae, as, arum, is, is —iba recitando al tiempo que escribía.

Terminado el plural de la primera declinación comencé con el singular de la segunda.

—Us, e, um, i, o, o.

—Qué va, tío. Es tetona, pero poco más. —Oí decir, en un susurró que se elevó sobre el resto de cuchicheos que circulaban por el pequeño salón. Signo inequívoco de que mis estudiantes comenzaban a confiarse, seguros de que yo estaba demasiado entregada, apuntando letras en la pizarra como una posesa, para enterarme de lo que hablaban a mis espaldas.

Sin apartar la tiza del encerado me volví a medias para mirarlos por encima del hombro. Agacharon la cabeza al instante, esforzándose poco en reprimir las carcajadas que mi pillada despertó en ellos. Que los hubiese oído, lejos de avergonzarlos, hacía que la situación les resultase más divertida.

Las clases de la tarde eran las peores, porque los grupos que acudían a ellas estaban formados por chicos de instituto con escasas ganas de aprender forzados por sus padres a hincar los codos. O a fingir que lo hacían. Las mañanas eran distintas, más tranquilas y benignas. Las materias de bachillerato y ESO eran relegadas en favor de los idiomas, y el auditorio juvenil y disperso por adultos que acudían a clase esperando que algún método milagroso los ayudase a aprender alguna lengua extranjera.

Otra idea que también reza la creencia popular es que «no hay mal que por bien no venga». Y yo, esa noche, volví a casa después del trabajo lo suficientemente cansada y cabreada para caer en la cama igual que una piedra.

Así fueron pasando los días, las semanas y, cuando me vine a dar cuenta, resultó que ya había vivido un mes sin la abuela. En mi vida había pasado tanto tiempo sin verla, sin hablarla, sin contarle mis cosas ni oír sus historias de épocas pasadas. Caí en la cuenta del tiempo transcurrido una noche en la que, tirada en el sofá después de la cena, me topé con una escena de Casablanca en un canal de películas.

—Era la película favorita de tu abuela —comentó mi madre, bostezando como una posesa.

Yo ya lo sabía. La había visto con ella infinidad de veces. E invariablemente acabábamos con un nudo en el estómago cuando Rick se despedía de Ilse en el aeropuerto, asegurándole que siempre les quedaría París.

—Lo pesada que se ponía cada vez que la echaban en la tele —prosiguió mi madre—. Hasta decía que ella también había tenido un lío en Casablanca con un moro guapísimo. ¡Ya ves! ¡Ella! Si la muy infeliz no salió de Sevilla en su puñetera vida —concluyó, con un suspiro que revelaba más desesperación que nostalgia—. A tu abuelo, el pobre, se lo llevaban los demonios cada vez que la oía. Esa mujer nunca estuvo bien de la cabeza.

La historia del amorío con Abik, el imponente marroquí, tampoco era noticia fresca. Conocía ese romance tan bien como el de la película de Humphrey Bogart. Con más detalle que mi madre, me atrevería a asegurar. De todas las batallitas que me contaba la abuela esa era, sin duda, mi favorita. Podía pasarme horas escuchándola hablar. Hasta que se cansaba de tanto palique y concluía el relato con un resignado:

—Pero me casé con tu abuelo. ¡Qué se le va a hacer! Elegí el camino más cómodo.

Yo me quedaba con la sensación de que fue una decisión que le pesó toda su vida. Aunque quería a mi abuelo, también deseaba un final diferente para su historia cada vez que me la contaba.

Pasé la infancia y la adolescencia con la esperanza de vivir, algún día, una historia de amor como la de mi abuela y Abik. Como las de las películas que veíamos cuando me quedaba a dormir en su casa. Pero crecí, conocí a Leonardo, y me di cuenta de que esos romances no pueden existir más que en la ficción. Incluyendo el de mi abuela que, como decía mi madre, solo salió de Sevilla una vez. Y fue para ir a Cádiz, a la boda de su hermano pequeño.

¡Cómo para vivir un idilio en Casablanca!

—Bueno, ¿qué? —soltó mi madre, cortando el hilo de mis pensamientos—. ¿Es que nos vamos a tragar este tostón hasta el final?

Sin replicar, apreté el botón en el momento en el que Ilse entra en el local de Rick, y continué mi periplo saltando de canal en canal.

Un rato después me encontraba a solas en la semipenumbra en la que la luz del flexo de la mesilla de noche sumía mi habitación. Me arrodillé junto a la cama y extraje de debajo de ella la caja con los zapatos de mi abuela. Los había guardado allí, después de volver del funeral, y desde ese momento mi imprecisa memoria no había vuelto a recabar en ellos. Hasta esa noche en la que Ingrid Bergman y Humphrey Bogart me devolvieron su presencia con una intensidad dolorosa.

No es que no me hubiese acordado de ella hasta entonces. En los treinta días que hacía que se había ido, su imagen no me había abandonado ni por un segundo. Cuando iba al supermercado y veía en las baldas los bombones que tanto le gustaban, cuando al pasear por la calle me llegaba una ráfaga del perfume de lavanda que usaba, en cada sobremesa que tomaba a solas un café que acostumbraba a beber con ella… En cada uno de esos momentos la certeza de su falta caía sobre mí con el peso de una losa. Las imágenes de esa película en blanco y negro, que tantos recuerdos me traía, solo reabrieron una herida que todavía pugnaba por cerrarse.

Como hizo mi abuela aquella primera y lejana tarde de tormenta, quité la tapa, aparté el papel de seda y saqué uno de los zapatos, elevándolo ante mis ojos. Esa noche no llovía, pero, igualmente, los cristalitos que lo cubrían brillaron a la luz de mi flexo. Del mismo modo en que lo habían hecho en el desván de la casa que ahora lucía un cartel de «se vende». Las paredes de mi habitación se llenaron de diminutos y frágiles arcoíris.

Envuelta en aquella atmósfera mágica, casi de cuento, traté de descifrar el mensaje oculto en la nota de despedida que me había dejado la abuela.

—Así que estos zapatos me ayudarán a encontrar mi camino, ¿eh? —Pensé en voz alta, sin terminar de entender qué quería decir.

Era complicado hacerlo cuando, en realidad, llevaba toda la vida intentando hallar ese camino por mí misma sin llegar a encontrarlo. Lo cierto era que, durante mi vida como adulta, y aun antes, me había dejado arrastrar por las circunstancias que se presentaban ante mí sin oponer ninguna resistencia; sin esforzarme mucho por nada, ni frustrarme por carecer de algo. Mientras tuviese una buena película y una tarrina de helado para acompañar la sesión de cine no necesitaba nada más.

Supongo que esa falta de ambición era la que me había conducido a mi situación actual. A mis treinta y cuatro años seguía viviendo en casa de mis padres con mi castrante madre después de que mi padre abrazara su libertad tras la firma del divorcio y de que mi hermano se largase a Alemania para trabajar. Por si mi presente no fuese ya bastante vacilante, tampoco mi futuro se presentaba sobre una base mucho más estable. Tenía un trabajo basura y mal pagado, ninguna perspectiva de encontrar nada mejor y, para acabar de arreglarlo, mi vida sentimental era inexistente desde hacía años. Un panorama lo suficientemente desolador para que ya no esperase nada ni del plano profesional ni del personal. Había asumido sin presentar batalla, como hacía siempre, que mi vida era un erial en el que raramente florecería algo.

Sabía que tenía que cambiar el chip, aunque siempre encontraba la excusa perfecta para dejar la metamorfosis para otro momento. Sin embargo, allí, entre los mil arcoíris que escapaban de mi zapato, tomé conciencia, por primera vez, de lo estéril que era mi existencia.

Las palabras de la abuela se me antojaron un toque de atención. Una llamada de advertencia para que, de una vez por todas, tomara impulso y le diera a mi vida el giro que necesitaba. Por primera vez me di cuenta de la preocupación que le producía a esa anciana de ojos risueños el infructífero estilo de vida que llevaba su nieta favorita.

Me acordé de aquello que solía decir al concluir el relato de su particular Casablanca. Eso de que eligió el camino más cómodo y se casó con mi abuelo. Quizás yo debería hacer lo mismo. Puede que la clave del cambio estuviese en aceptar la vida como venía. En abandonar esa burbuja de cine y ficción en la que me refugiaba para empezar a involucrarme en la realidad.

Durante toda la noche le di varias vueltas a la idea que se me había metido en la cabeza, rodando de un lado a otro de la cama igual que una pelota de tenis en la cancha. Y, después de tantas vueltas, a la mañana siguiente amanecí con una firme resolución.

Dejé que el desayuno se desarrollase como de costumbre, pasando el tiempo entre los éxitos de la Cadena Dial, el café y la mantequilla untada en las tostadas. Cuando me levanté para llevar al fregadero las dos tazas, supe que era el momento de poner en marcha el engranaje de la maquinaria que me llevaría a mi cambio personal.

—Mamá —dije, como quien no quiere la cosa, abriendo el grifo y dejando que las tazas se llenasen de agua—. Esa compañera tuya, Teresa —fingí hacer memoria, aunque me acordaba del nombre perfectamente—, ¿no te ha vuelto a decir nada sobre arreglarme una cita con su sobrino?

Mi madre cejó en su empeño de enderezar la plaquita que anunciaba al mundo su nombre, Manoli, en el bolsillo derecho de su uniforme de enfermera. La dejó en paz y me miró con el ceño fruncido en esa V minúscula que, desde el divorcio, había comenzado a volverse mayúscula a marchas forzadas. La letra había estado ahí, marcada en su piel, desde que tengo uso de razón. El único cambio en su semblante fue la profundidad de los trazos sobre la piel de su entrecejo.

—Mira, Berta, tengamos la fiesta en paz —empezó, advirtiéndome para que desistiese de aventurarme en una batalla que ella ya había empezado—. Con la de veces que me has puesto la cara roja, obligándome a decirle a Teresa que no estabas por la labor…

—Es que me lo he pensado mejor y creo que no estaría mal conocer al chico. —Corté su diatriba, sabiendo que lo que iba a decirle le alegraría el día—. Por probar, nada se pierde, ¿no?

Supe que no equivoqué mi suposición porque la V en su frente se relajó mínimamente. Volviéndose más regordeta en la base para desarmar el pico en el que sus dos cejas se unían habitualmente.

—¿Estás segura? —me preguntó, encantada de la vida.

Aunque su austera alegría pasaría desapercibida para cualquiera que no la conociese a fondo, solo de esa manera se explicaba que hubiese detenido el rosario de reproches que se disponía a soltarme. Aun antes de comenzar con él.

—¡Ay, hija! —exclamó, como quien eleva una plegaria al cielo—. ¡Hasta que por fin tomas una decisión sensata!

Por un momento pensé que iba a venir hacia mí para estamparme dos besos, uno en cada mejilla. Pero pronto me di cuenta de que su acceso de alegría no llegaba al punto de deshacerse en unas muestras de cariño en absoluto habituales en ella. Mi madre se dio media vuelta, cogió su bolso y el abrigo y se encaminó al portón sin dejar de repetir lo de acuerdo que estaba con mi inesperada decisión.

Para ella, como para tantas otras madres, esa rancia idea de ver a su hija entrar en la iglesia vestida de blanco era una ilusión. Una a la que ya había renunciado porque, para una mujer con su arcaica mentalidad, hacía años que se me había empezado a pasar el arroz. Por eso, mis palabras fueron para ella como un destello de esperanza en medio de la negrura más absoluta.

Yo la imité, cogiendo mi abrigo y mi bolso, y la seguí por el pasillo, contenta de haberme congraciado con ella. Era algo que, como mucho, me había ocurrido tres o cuatro veces en toda mi vida. Salimos al descansillo y cerré la puerta tras nosotras. Luego me giré para meter la llave en la cerradura. A través de las ventanas se filtraba una luz grisácea que auguraba un día nublado. Pero me dije que, en mi calendario personal, debía marcar ese día con un gran sol. Había tomado la decisión correcta.

Igual que una vez hizo Alfonsina Ruiz al abandonar su imaginaria Casablanca, yo también me resigné a tomar el camino fácil.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Me autoengañé diciéndome que era normal. Que, cuando se tiene más de treinta años, es imposible prepararse para una cita con la ilusión y el nerviosismo con los que lo haces a los veinte. Que madurar consistía en eso, precisamente; en dejarse de boberías. Y que el hecho de que podría haberme olvidado del encuentro arreglado por mi madre y su compañera de no ser por la nota que escribí en mi agenda era perfectamente normal. Por algo necesitaba llevar siempre aquella libreta que suplía las carencias de mi defectuosa memoria. Si olvidaba todo lo demás, ¿por qué no podía ocurrir lo mismo con mi cita a ciegas?

Por ridículo que parezca, estaba tan desentrenada en la materia que llegué a creérmelo.

Fui pasando las hojas de mi agenda. Tachando las obligaciones anotadas en ellas conforme las iba cumpliendo. Hasta que llegué a la cuartilla en la que mi letra, dibujada de rosa fluorescente, me chillaba «Juanma». Tan fuerte que me dolieron los ojos al verlo.

Juanma era el nombre del proyecto de ligue con el que mi madre me había estado atosigando los últimos cuatro meses. Un tiempo en el que yo había aguantado estoicamente el asedio, como en su día lo hicieron los numantinos al plantar cara a Escipión. Personaje que, en esta versión casera de la historia, era interpretado por Manoli Tellado. Aunque lo más fácil hubiese sido rendirse y darle gusto a la insistente mujer, mi fuero interno se resistía a hacerlo por una sencilla razón: no le veía ningún sentido a salir con alguien que no me interesaba.

—Si no lo conoces cómo vas a saber si te interesa o no, infeliz —respondía mi madre a esta razón, con su tacto y dulzura habituales.

Y no le faltaba lógica. Pero, aun así, y aunque por lo general siempre cedía ante ella —como ante cualquier otro—, en este particular me negaba tozudamente a hacerlo. Supongo que tenía demasiado interiorizado que, si quería un poco de romance en mi vida, lo único que podía hacer era recurrir a la ficción. Fue algo que aprendí de Leonardo, mi primer y único novio. El que compaginó su tiempo conmigo con un buen ramillete de romances. No tengo idea de cómo organizaba su agenda, a quién le correspondía su amor los días pares y a quién los impares. Pero una cosa hay que reconocerle, era un tipo meticuloso, porque me tomó demasiado tiempo descubrir la verdad.

No entraré en detalles. Aunque pueda sonar a despecho, y probablemente haya un poco de él en mis palabras, no me merece la pena malgastar tinta describiendo mi experiencia con semejante espécimen. Solo diré que, después de cuatro años de relación, la conclusión que extraje de la experiencia fue que no me había resultado en absoluto placentera. Las únicas emociones que puedo recordar de mi tiempo con Leonardo son negativas y estoy segura de que, esta vez, mis frecuentes olvidos no tienen nada que ver con el nefasto balance.

Fue así como me retiré del mercado amoroso, condenándome por propia voluntad a un futuro solitario. El cual no me había preocupado lo más mínimo hasta que interpreté en la despedida de mi abuela el mismo consejo que mi madre, mis amigas y mis primas no se habían cansado de repetirme durante mis años de celibato. Por algo la abuela siempre fue la persona que más influencia ejerció en mi vida.

Sentada frente al espejo de mi tocador me pinté los labios, tiñéndolos de un rojo con matices tierra. Un color fuerte, pero no provocativo, me pareció lo más acertado para iniciar con buen pie la nueva etapa que me disponía a inaugurar. A fin de cuentas, no sabía con qué me iba a encontrar.

Juanma. Así, a priori, el nombre no me decía mucho. No me resultaba feo, pero tampoco especialmente bonito. Era un nombre de lo más común. Había conocido a más de un Juanma a lo largo de mi vida. Unos eran altos y otros un poco retacos. Los había simpáticos, aunque algunos también resultaron bastante desabridos.

Partía de una premisa que no me decía absolutamente nada. Aunque tampoco me importaba porque, en ese momento crucial para mi futuro, mi única preocupación era con qué combinar los zapatos de mi abuela. Quería llevarlos en homenaje a ella. Para dar ese paso que sus palabras, escritas en un papel, me estaban impulsando a dar. Eso era por ella y quería dejarlo claro.

Por desgracia, en mi armario todo era demasiado modesto para combinar con aquellos zapatos de pedrería sin crear un contraste desequilibrado. Encajaban tan poco con mi ropa como con mi personalidad.

Después de vaciar mi guardarropa sobre la cama, solo para comprobar lo que ya sabía, terminé optando por una camisa de seda blanca y unos pantalones negros de pata de elefante bajo cuyo dobladillo mi llamativo calzado quedaría medio oculto. El escondite ideal para minimizar un poco su indiscreto efecto.

Me cepillé el pelo, de un castaño oscuro en el que las primeras canas se hacían muy visibles, y lo dejé caer libremente en toda su longitud, hasta la mitad de la espalda. Luego, segura de que había hecho cuanto estaba en mi mano para ofrecer mi mejor imagen, salí de mi habitación con la chaqueta doblada sobre el brazo.

No me hizo falta dar más de dos pasos por el pasillo para darme cuenta de que mi madre desaprobaba la elección del modelo con el que me presentaría en la cena de esa noche. La pronunciación de la V que adornaba su entrecejo me dijo su opinión antes de que abriese la boca.

—¿Qué eres? ¿Una novicia? —preguntó, acercándose a mí con sus ademanes rápidos y bruscos—. Si no enseñas un poco de carne no esperes vender la burra.

La frase me hizo adquirir una perspectiva completamente diferente del asunto que nos traíamos entre manos. Consiguió hacerme sentir como una res en una feria de ganado. Una demasiado vieja que había que endosarle a toda costa al único comprador que había demostrado un poco de interés en ella. La imagen me dio tanto asco que me provocó una injustificada punzada de aversión contra el pobre Juanma. Al que, todavía, ni siquiera conocía.

Antes de que pudiese darme cuenta mi progenitora había desabrochado dos botones de mi camisa. Una estrategia nada sutil con la que pretendía asegurarse el éxito de la transacción. Ahora el canalillo que separaba mis pechos era perfectamente visible y, si me inclinaba un poco, el encaje rosita que ribeteaba el filo de mi sujetador también lo sería.

—Bueno… —comentó, no demasiado satisfecha con el resultado.

Empecé a temer que fuese a mandarme de vuelta a mi habitación para obligarme a ponerme una de esas faldas hipercortas que, si se me hubiese ocurrido usar a los dieciocho, me hubiesen valido para ganarme un buen sopapo. Eso en el mejor de los casos. Por suerte, en mi armario no había nada lo suficientemente sexy para cumplir las expectativas que tenía mi madre sobre la cita. Por eso, segura de que no terminaría saliendo a la calle vestida como si trabajase en un club de alterne, me relajé.

Entre tirones de la ropa, golpes a mi melena y restregones por mi cara encaminados a retocarme el maquillaje, me acompañó a la puerta. Reconviniéndome en todo momento. Algo que tampoco era ninguna novedad, lo hacía la mayor parte del tiempo que pasábamos juntas. Que, para mi condena, era mucho.

—Y a ver si no la fastidias —me dijo en el descansillo, colocando las solapas de la camisa sobre la chaqueta al mismo tiempo que abría el escote—, que ya no tienes edad para andar perdiendo el tiempo.

Me pregunté si, para que ella considerase que la cita había sido un éxito, debería volver a casa con las invitaciones de boda en el bolso. Su actitud empezaba a agobiarme. Pero en lugar de replicar, preferí responderle con un dócil y sosegado:

—Vale.

Era mi salida habitual. Llevaba el vale tatuado en los labios.

—¡Anda! Mira qué entusiasmo llevas —me recriminó mientras yo tiraba de la puerta del ascensor para meterme en él—. El mismo de siempre. Si es que eres una sin sangre. Pues, así, vamos mal…

Sus reproches me acompañaron mientras presionaba el botón del bajo para iniciar el descenso. Fue una bendición que temí ver rota al llegar a la planta baja. No sería la primera vez que mi madre seguía con su perorata en la escalera, varios pisos por encima de su víctima. Una oleada de exagerado placer me inundó al comprobar que, en esta ocasión, no lo hizo.

No sabía por qué pero, desde lo de la burra, la cita había empezado a caerme mal. Era extraño porque, hasta ese momento, mi preacordado encuentro con Juanma no me había producido ningún sentimiento. Ni de interés ni de rechazo. Sencillamente, no había pensado en lo que iba a hacer hasta el momento de empezar a vestirme.

Me obligué a vencer aquella sensación. Y ni siquiera cuando vislumbré, a través de los cristales de la puerta del portal, a una pareja de adolescentes que aprovechaban la oscuridad y la soledad de la calle para dar rienda suelta a la pasión, me dejé vencer por el desánimo. Comparar la cita de aquel par con la que yo iba a tener me resultó deprimente. Pero sabía que la clase de pasión que esos dos estaban derrochando era algo que se curaría con el tiempo. Y yo ya iba tarde para superar los efectos secundarios de esas fiebres.

—Vamos, Berta —me animé—. No puedes flaquear cuando aún no has empezado. ¿No se suponía que ibas a madurar y a tomar las riendas de tu vida? Pues bien empiezas si lo primero que haces es ponerte a envidiar a esos críos.