Escritores descalzos - Rodolfo Braceli - E-Book

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Rodolfo Braceli

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Beschreibung

Conversaciones del autor con García Márquez, Jorge Luis Borges, Woody Allen, Ray Bradbury, Abelardo Castillo, Norah Borges y otros creadores. "El descalzo es el escritor en su tinta. Pero la tinta de un escritor no es sólo la tinta de su tintero, de su teclado. Es, además, todo eso que lo envuelve como una red y lo apresa y/o contiene y está más allá y más acá de su biblioteca, de sus apuntes, de sus tortuosos borradores, de los laberintos de gestación, de sus hábitos y manías y mañas a la hora de afrontar el desafío de la página en blanco o de la página que rebasa. La tinta de un escritor también se nutre con olores, con comidas, con el ritmo de los vinos, con los ruidos del vecindario, con sus miedos, con su red de pequeñas supersticiones. Existe una trascendencia imperceptible en esos sucesos aparentemente menudos que le tejen los días, las noches, las siestas. Al descubrimiento y rescate de esa otra tinta, tantas veces desdeñada por la academia y por los "erucditos" de siempre, fui en cada uno de los encuentros con los nueve personajes de este libro: Jorge Luis Borges, Norah Borges, Abelardo Castillo, Diana Bellessi, Woody Allen, Fernando Peña, García Márquez, Eduardo Belgrano Rawson y Ray Bradbury. Distintos y distantes, los elegí, entre decenas de entrevistados por eso: por distintos y distantes. Algo, bastante de misterio, hubo en el acto de decidirme por estos nombres y no por otros igualmente potentes y fascinantes."

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Primera edición electrónico: Noviembre de 2017

© Rodolfo Braceli, 2017

© Capital Intelectual, 2017

© de esta edición: Clave Intelectual, S.L., 2017

Paseo de la Castellana 13, 5º D - 28046 Madrid - España

[email protected]

www.claveintelectual.com

Derechos mundiales reservados. Clave Intelectual fomenta la actividad creadora y reconoce el trabajo de todas las personas que intervienen en las distintas fases del proceso de edición. Agradece que se respeten los derechos de autor y ruega, por lo tanto, que no se reproduzca esta obra, parcial o totalmente, mediante cualquier procedimiento o medio, sin el permiso escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-947449-9-0

· Índice ·

 

 

 

 

 

portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Prefacio. Hacia el descalzo (Azares conversados/ConversAcciones)

Gabriel García Márquez

Norah Borges

Abelardo Castillo

Fernando Peña

Woody Allen

Diana Bellesi

Eduardo Belgrano Rawson

Ray Bradbury

Jorge Luis Borges

Posfacio. Hacia una poética del reportaje

Mi agradecimiento a estos nueve escritores.

Porque permitieron que me asomara

a sus laguitos interiores,

y a lo magnífico insignificante de sus cada día.

Pero este libro es un tributo a los otros,

tantos, que nunca fueron,

que nunca serán entrevistados:

• Prefacio •

Hacia el descalzo

(Azares conversados / ConversAcciones)

Escritores descalzos, aviso desde el título del libro. Pero ¿qué quiero decir con descalzos? ¿Me refiero a los marginados, a los traspapelados, a los que no pudieron subirse al colectivo del marketing? No, ninguno de los aquí convocados se quedó de a pie en ese sentido.

Descalzos. Descalzos venimos. Descalzos –aunque nos calcen, da lo mismo– nos vamos de este pestañeo absurdo y prodigioso hacia otro, nuevo, silencio. Se me cruza una pregunta que no viene al caso pero que no dejo pasar: el cosmos, de cuajo en su ilimitada totalidad, ¿no será también un pestañeo?

Digo descalzo porque el hombre descalzo esencialmente es un hombre desnudo: el ascenso de la persona al ser. Un ser desnudo está a disposición del milagro, es decir, del nacimiento. Porque se nace cuando se nace y se nace tanto después, cuando nos damos cuenta de que tenemos pulso.

Por aquí vamos, entonces, hacia este escritor. Éste, ¿cuál? El que tiene el coraje de bajar la guardia y desnudar sus costados menos calculados. (Qué coraje hay que tener para tener ese coraje.)

Se me cruza una imagen y tampoco la quiero dejar pasar: Un humano está ahí, ahora, y descalzo. A través del pulso de sus pies atraviesa la Tierra de lado a lado, de costado a costado, desde su arriba a su abajo. En eje, del otro lado, otro humano está también, ahí, ahora, descalzo. Es, sucede, la comunicación absoluta. Es, sucede, el milagro, el mejor. Es, sucede, el amor, aunque ni uno ni otro lo/se sepan.

El descalzo es el escritor en su tinta. Pero la tinta de un escritor no es sólo la tinta de su tintero, de su teclado. Es, además, todo eso que lo envuelve como una red y lo apresa y/o contiene y está más allá y más acá de su biblioteca, de sus apuntes, de sus tortuosos borradores, de los laberintos de gestación, de sus hábitos y manías y mañas a la hora de afrontar el desafío de la página en blanco o de la página que rebasa. La tinta de un escritor también se nutre con olores, con comidas, con el ritmo de los vinos, con los ruidos del vecindario, con sus miedos, con su red de pequeñas supersticiones. Existe una trascendencia imperceptible en esos sucesos aparentemente menudos que le tejen los días, las noches, las siestas.

Al descubrimiento y rescate de esa otra tinta, tantas veces desdeñada por la academia y por los erucditos de siempre, fui en cada uno de los encuentros con los nueve personajes de este libro: Jorge Luis Borges, Norah Borges, Diana Bellessi, Abelardo Castillo, Eduardo Belgrano Rawson, Fernando Peña, Woody Allen, García Márquez y Ray Bradbury. Distintos y distantes, los elegí, entre decenas de entrevistados por eso: por distintos y distantes. Algo, bastante de misterio, hubo en el acto de decidirme por estos nombres y no por otros igualmente potentes y fascinantes.

En este racimo hay dos que podrían ser objetados en su condición de escritores: Fernando Peña y Norah Borges. ¿Y por qué los incluyo? Peña, porque antes y después de sus libros de ocasión, publicados para aprovechar el envión de su enorme popularidad, fue hacedor de personajes que se escribía en el cuerpo y escribía con su cuerpo. Su escritura era encarnación. A Norah Borges, pintora singular, no se le conocen libros. Se sabe, por confesión de Jorge Luis, que cuando “ensayó la litografía, escribía poemas, pero los destruyó para no usurpar lo que ella juzgaba mi territorio”. Escritora inmolada, en todo caso. Pero no está aquí por ese tremendo renunciamiento, sino porque a los 95 años de su edad, desde su invicto candor, durante dos mañanas me contó cómo era el famoso Borges en su otra tinta, la del ámbito de la niñez, adolescencia y juventud. Con su relato rescató el clima que respiraba aquel Borges brotando a la literatura. Sabemos bastante de Georgie. Norah nos reveló a Georgino.

La literatura, ¿sólo por y desde la literatura?

Cuando se trata de entrevistas a escritores, imposible escaparle a la referencia de The Paris Review. “Son el modelo del reportaje literario moderno”, selló el Time. No exageró. Pero sin negar el gran modelo, desde que entrevisté por primera vez a Borges (1965), sentí, muy fuerte, la necesidad de ir hacia los escritores por otros costados. Me explico: en The Paris Review el permanente asunto es el alumbramiento de la gestación literaria: comienzos, influencias, apetencias, rutinas de creación, vínculos y convivencias con los personajes. Es decir: el análisis de la literatura por y desde la literatura. Todo esto a través de una batería de preguntas previamente pautadas que reaparecen en cada caso.

Dicho sea: lo mejor de esas charlas muchas veces se produjo cuando los periodistas se apartaban del modelo y se soltaban al azar de una conversación aparentemente intrascendente, menos interesada en el asunto literario.

Cuestión de ángulos. Soy del parecer que los escritores, como otros personajes, se revelan más cuando se salen o son sacados del comentario o la discusión de su oficio, cuando se apartan del comentario referido a su teoría y su carpintería, cuando dejan de reflexionar sobre literatura propia o ajena. Por ejemplo Cèline: confiesa que en su vida de extrema pobreza caminó mucho: “Siempre me dolían los pies. Siempre me han dolido los pies. (…) Nuestros zapatos eran demasiado chicos, y nosotros crecíamos”.

Ésta es la punta del hilo que siempre me atrajo: alumbrar el fenómeno literario hablando lo menos posible de literatura. Porque tantas veces detalles aparentemente menudos descubren, delatan a los autores y, entonces, facilitan la comprensión y conocimiento vivencial de cuentos y novelas y poemas.

El escritor nos entrega una serie de personajes por él imaginados, digitados, perfilados. Pero él, en sí mismo, también es personaje de esta sucesiva novela colectiva, que se enhebra en las venitas del aire desde mucho antes de Adán y Eva y que respiraremos hasta vaya a saber… Novela de la que todos formamos parte y que todos, sin querer o queriendo, escribimos ciegamente. Todos ¿quiénes? Todos los que andamos por aquí, todos los que aprendimos a respirar.

Entonces, conversación mediante, trato de buscar, de rastrear ese personaje oculto y latente que habita en el propio escritor. Rebelarlo y revelarlo.

Lo superfluo, ¿es superfluo?

Luis Chitarroni, en su prólogo a los reportajes de The Paris Review, menciona el ejemplo de Faulkner para señalar a uno de los notables “a quien le parece superfluo que el lector averigüe pormenores de la vida privada de un escritor”. Mete el dedo en la llaga Chitarroni y eyecta un flor de tema para discutir. ¿El conocimiento de lo personal, es realmente superfluo a la hora de leer y comprender a un escritor? Faulkner, a la pregunta de Jean Stein sobre si la individualidad del escritor es importante, responde con vehemencia y no disimula el fastidio: “Es muy importante para él mismo: Todos los demás deberían estar demasiado ocupados con la obra como para preocuparse de esa individualidad. (…) El artista no tiene importancia”, subraya.

Don Faulkner, quién sabe si no.

Cuestión de apetencias y de criterios. Reportaje mediante –perdón, Faulkner–, mi propuesta apunta a la redención de lo superfluo. Ahí puede haber, oculto, traspapelado, un arsenal de semillas iluminadoras para el conocimiento del escritor y su obra. Por otros costados.

Pienso, y siento, que los escritores, como tales, se alumbran más hondo, más intensamente, cuando se consigue apartarlos de la obsesión de su oficio por un rato. Por eso prefiero aventurar otros senderos. Con sus maneras de contarse, los escritores nos secretean su estarse en el cotidiano, que al fin de cuentas es el polen desde el que fermentan y fraguan sus escrituras.

Mi mirada por el ojo de la cerradura es una propuesta que alcanza no sólo al entrevistado sino además al entrevistador. El escritor suelta hilitos de su pasado o de su cotidianeidad, espiado y espiándose. El periodista espía y se espía.

Con mis entrevistas-reportajes (entrevistas en cuanto a diálogo y reportajes en cuanto a observación) me aventuro a algo que, pienso, trasciende a la pregunta y a la respuesta. Creo que, llegado el caso, uno puede y debe conversar de igual a igual, con naturalidad. Y esa naturalidad incluye que uno, el periodista, también se cuente y se entregue. (En el Posfacio reflexionaré sobre la naturaleza de esta suerte de trueque y otras cuestiones del oficio.)

Por supuesto, este interés hay que diferenciarlo del frecuente morbo de la alcahuetería. En mis entrevistas no voy por la mera anécdota sino por el modo en que el personaje la cuenta.

Pero además voy con un interrogante-eje, que no explicito, pero que es madre de todas las preguntas. ¿En qué consiste ser Borges, o ser García Márquez, o ser Castillo, o ser Belgrano Rawson, o ser Peña, o ser Allen, o ser Bellessi, o ser Bradbury, o ser Norah Borges?

El distanciamiento, ¿siempre?

Se vaya por el costado que se vaya la cuestión es que el personaje se cuente sin darse cuenta. Esto empieza a brotar cuando el interrogatorio se convierte en conversación, por así decir, desinteresada. Es un permiso que no todos los entrevistadores de Paris Review se permiten. Conversando se llega más lejos, más hondo, que interrogando.

El camino no tiene por qué ser uno solo. En mi caso es evidente –y no trato de amortiguarlo con disimulo–: la presencia del “yo periodista” no está para nada reducida al acto y contenido de la pregunta misma. Ese mandamiento supremo que impone el distanciamiento, la desaparición del entrevistador, lo profano a voluntad. No es que lo haya perdido, con frecuencia lo anulo a sabiendas. Esto –cuyas razones también desmenuzaré en el Posfacio– no responde a una claudicación de la pura vanidad sino a una necesidad en función de una metodología. No es claudicación, es elección. Entiendo que debemos atenernos a los respetables manuales, siempre y cuando éstos no nos condicionen en la búsqueda del personaje, del “en qué consiste ser Fulano de Tal”.

Para la naturaleza de diálogo que persigo el distanciamiento deja de ser una razonable norma y se convierte en un impedimento. Ocurre que en el reportaje-entrevista, excepcionalmente, se produce la coincidencia de dos descalzos, el entrevistado y el entrevistador en ese misterioso hilo de la comunicación absoluta.

Ante esta afirmación ya imagino un porqué airado. Respondo: porque con la entrega del entrevistador es posible conseguir otra clase de entrega del entrevistado.

Estoy hablando de una presencia del periodista que vale en cuanto es genuina: una presencia-entrega no como fácil tentación vanidosa, sino como posible herramienta de conocimiento, como peaje para llegar al personaje por otros accesos.

Otra vez escucho voces fastidiadas: “¡Pero esto no es periodismo!”

Calma, pongamos que no lo es.

¿Acaso me ilusiono con que esto es literatura?

Calma, pongamos, que no lo es.

Sencillamente: éstas son conversaciones gobernadas, y desgobernadas, por el siempre prodigioso azar. A veces voy a ellas hasta con objetos, con elementos materiales que exceden a la despojada pregunta en procura de respuesta. Conversaciones por momentos con alguna acción. ConversAcciones.

Después, detrás, debajo

A propósito del epílogo con el que cierro cada uno de estos encuentros, ¿qué significa, qué función cumple en la entrevista entendida como organismo? En varios de mis libros de entrevistas utilicé como broche final el recurso de las posdatas. En ellas tejí una suerte de poemas con hebras entresacadas del decir del personaje. En este libro retomé ese recurso y decidí agudizarlo con unas vueltitas de tuerca: el después, tiene que ver con el concepto de posdata; el detrás, con eldetrás de la escena; y el debajo con esa vena subcutánea, que pulsa subterránea y que es ¿poesía escondida?, infiltrada inconscientemente en el decir de todo ser humano. De todos.

Así es: pienso que, del decir de todo bicho o bicha que camine, si alertamos el corazón de nuestra oreja, podemos extraer esas hebras. Hebras que brotan espontáneas en el devenir de la conversación. Su rescate y tejido puede ser una aproximación inesperada a la inherente poesía que sucede en el tránsito del prodigioso azar de la conversa. Y que nos lleva de la persona al ser.

Poesía adentro

Cuando hablo de poesía en el reportaje no hablo de ella como tema o adorno, mucho menos como vocabulario poético, bonito. No, eso sería lo contrario de poesía. Como el maquillaje es lo contrario del semblante.

¿Y qué vínculo puede haber entre un reportaje/entrevista y la poesía?

La poesía como tensión a veces asoma en una situación o en el relámpago de una frase. Y no importa que el personaje sea escritor. Todo reportaje esconde estos relámpagos esenciales que están en los intersticios del diálogo. Se trata de cazar esos instantes, preciosos como perlas.

¿Qué buscamos con cada entrevistado? Claro, saber qué opina de esto y de aquello, pero sobre todo saber cómo opina.

Aunque no es todo. Apelando a una expresión de Heidegger, buscamos ciegamente algo imposible de hallar, pero que hay que buscar: “Lo esencial de la esencia”.

Hölderlin, citado por Heidegger, considera a la poesía “la más inocente de todas las ocupaciones”. Entiendo inocencia no como ingenuidad sino como candor. Pues bien: sin esa inocencia no se puede avanzar hondo en la aventura del reportaje. Sin esa llavecita. Sin estar a disposición del milagro. Del relámpago. El mismo Hölderlin alumbra una clave que podemos trasladar al reportaje cuando escribe: “Desde que somos un diálogo y podemos oír unos de otros”.

Sí, no sólo de carne y de fútbol, de diálogo somos. Ese diálogo encuentra plenitud cuando el interrogatorio cede a la conversación. Y sigue Martin pescador, Martin Heidegger, por su cuenta: “Desde que los dioses nos llevan al diálogo, desde que el tiempo es tiempo, el fundamento de nuestra existencia es un diálogo…”

Preguntémonos con él: “¿Cómo empieza este diálogo que nosotros somos? (…) ¿Quién capta en el tiempo que se desgarra algo permanente y lo detiene en una palabra?”

Creo que el reportaje responde, a veces, con su actitud, a esas preguntas. “Lo sencillo debe arrancarse de lo complicado”. Sí, porque en el modo con que toma su plato de sopa el gran escritor ya estamos viendo su manera de estar y escribir el mundo.

Para concluir, me atrevo a esta opinión: si no hay poesía en la napa subcutánea del reportaje, ese reportaje tiene los latidos contados. Se termina cuando se termina, con su última palabra.

Senderos, otros senderos,

sabiendo que ninguno puede agotar enteramente el acceso al conocimiento del entrevistado. Lo que aquí propongo es uno diferente: acceder, en este caso al escritor, hablando ocasionalmente de literatura, más que nada para entibiar el diálogo. Se trata de ver en qué medida e intensidad lo aparentemente superfluo se convierte en el polen de la criatura creadora.

Todo camino alguna vez fue sendero y el sendero, antes, huella.

En este agujero con forma de mapa que insistimos en pisar, estamos siempre al borde de caer en la tentación y convertirnos en güevones estelares. Presumimos de semidioses y no somos ni un cuarto, ni una esquirla de dios. Aquí hay –¿será por lo de los cuatro climas?– demasiada facilidad para mutar en pavo real. No está de más recordar y, claro, recordarme, que ser argentino no es nada del otro mundo, es algo que le puede pasar a cualquiera. Y que ser periodista, tampoco es algo del otro mundo; le puede pasar a cualquiera. Para bien, o para el mal, o para ni nada.

En resumidas cuentas: esto que propongo es apenas un puñadito de experiencias asimiladas tantas veces sin darme cuenta, cometiendo reportaje a reportaje, entusiasmo tras entusiasmo. Felizmente uno no escarmienta. Hacer reportajes es tan apasionante como vivir.

Somos como criaturas detrás del presunto cachito de verdad total. ¿Qué puedo agregar, empujado por la renovada tentación de cada maestrito con su librito? Poco y nada. En todo caso la pequeña certeza de que, de todos modos, los géneros (reportaje, entrevista, cuento, teatro, poesía) seguirán haciendo su vida. Entonces, nosotros, hagamos también la nuestra.

Si es posible, descalzos.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

 

El escritor en su laberinto de cada día

 

 

Lo conseguí después de una paciencia de cuatro años. La primera gestión fue a través de la Editorial Sudamericana y de su entonces directora, Gloria Rodrigué. Como García Márquez, desde Cien años de soledad, publicótoda su obraen esa editorial (y yo allí también había sacado un par de mis libros), pensé con gran ingenuidad que tendría llegada al premio Nobel. Rodrigué sabía que el intento era inútil, pero fue amable conmigo. Le contestaron con el previsible no. Meses después busqué por otro costado, escribiéndole a la representante catalana. La demora en la respuesta me hizo aletear alguna ilusión. Pero su contestación fue que desde hacía años García Márquez no daba entrevistas para la Argentina porque eso le significaría una avalancha de pedidos, y de disgustos. Más adelante conseguí el difícil teléfono y la dirección postal de la sobrina de García Márquez. Esta mujer era el filtro decisivo para cualquier gestión. Me respondió con una negativa escueta y cordial. A todo esto ya habían pasado tres años largos. A mediados de 1996 se lanzó en Buenos Aires Noticia de un secuestro. Maruja Pachón de Villamizar, la protagonista real, la secuestrada de esa historia, vino con su marido a presentar el libro. Dio una conferencia de prensa en Sudamericana. Éramos seis o siete los periodistas. Al comenzar el interrogatorio me saltó esta ocurrencia: “No le preguntaré nada ahora. Hablaré después con ella”. Gloria Rodrigué, allí presente, se extrañó por mi “ninguna pregunta”. Sin soltar prenda le pedí que me arreglara un encuentro con Maruja Pachón. Sucedió al día siguiente, café mediante. Entonces le expliqué que yo quería hacerle un reportaje, pero no aquí, sino en Bogotá: “A usted la secuestraron. García Márquez la metió en un libro. Ahora quiero sacarla del libro, para que reconstruya algunos momentos cruciales de esa historia, allí donde ocurrieron”. Maruja Pachón me dio su dirección y teléfonos particulares. Se notaba, dudaba de que yo viajara a entrevistarla. Agendé, esperé. De pronto llegó una invitación de Avianca para hacer un viaje más bien turístico por distintos sitios de Colombia: Bogotá, Santa Marta, San Andrés, Cartagena de Indias, etcétera. Viajamos una docena de periodistas y fotógrafos de distintos medios. Apenas llegué me contacté con Maruja Pachón y me escapé del grupo con el fotógrafo Jorge Luengo, para concretar el reportaje prometido. Luego de un día de estar reconstruyendo su odisea, a la noche Maruja nos invitó a cenar en su casa. El clima estaba favorecido por unos vinos chilenos, a tal punto que Alberto Villamizar trajo una carpeta y me empezó a mostrar las cartas que con Pablo Escobar se cruzaron durante los tensos días del secuestro de su mujer. Todo estaba a punto, sentí que era ahora o nunca, y muy entrada la noche, dije: “Maruja, me gustaría hacerle una entrevista telefónica a García Márquez. ¿Usted podría servirme de puente? No serán más de quince minutos. Se lo prometo”. Maruja me respondió: “Pero qué teléfono ni teléfono. Gabo te recibirá”. “Con quince minutos de teléfono me conformo. No más.” “Enseguida me pongo a buscarlo; déjame averiguar por dónde anda.”

Si se daba lo del teléfono, mi plan era éste: a García Márquez yo le iba a decir: “No voy a hacerle ninguna pregunta, sólo quiero contarle tres milagros, no de iglesia, civiles, milagros de por aquí nomás”. Cumplidos los quince minutos sólo le habría contado dos: seguro que él me reclamaría el tercero y ahí yo le diría sobre el pucho: “El tercero no puedo contárselo por teléfono; si usted me concede un rato de su tiempo, allá voy”.

No hizo falta semejante chantaje porque Maruja me consiguió una entrevista directa, de cuerpo presente y de tiempo impensado. Esa misma noche trató de ubicar a García Márquez, lo llamó a París, a Barcelona, a Méjico. A la mañana siguiente, cuando ya salíamos para completar las fotos con Maruja, su empleada le avisó: “El señor Gabo en el teléfono”. Resulta que por esos días el escritor estaba en su nueva casa de Cartagena. Me fui con el fotógrafo Luengo hasta el jardín para no escuchar el diálogo entre Maruja y Gabo. A los diez minutos ella volvió y me dijo rotunda: “Como te dije: podrás entrevistar a Gabo. Acordarás todo hablando a este teléfono mañana”.

Se hizo largo el día siguiente. Después de tres llamadas por fin di con García Márquez. “¿Y cuánto tiempo precisa usted?”, me preguntó rápido. Fui mutando sobre la marcha y le dije sin resollar: “Y… unos veinte minutos… una hora dos horas necesito. Dos horas”. Me bajó de la palmera con un comentario desolador: “Tengo que decirle que ya me hicieron todas las preguntas. Con veinte minutos sobrará, verá usted. Lo espero mañana a las cinco de la tarde”. Madremía.

 

 

El septiembre de 1996. Después de una paciencia de cuatro años, a Gabriel García Márquez lo tenía a una distancia de una cuadra. Pero faltaban todavía seis horas para que pudiera suprimir esa distancia y atravesar el umbral de su casa de murallas ocres en Cartagena de Indias. Apenas seis horas para saber que su organismo era cierto. Pero seis horas pueden volverse una de esas eternidades intolerables que lo vuelven a uno asesino: y uno quiere matar el tiempo, nada menos. Con el diablo en el cuerpo, mordido por la impaciencia y el pánico, le dije a mi compañero Jorge Luengo, que nos iríamos acercando de a poco a García Márquez. De a poco, hasta que la entrevista imposible fuera tan real como ese hombre flaquito que allí en la esquina lavaba un auto importado.

Luengo, extraordinario fotógrafo hecho a golpes de intuición, todo lo que sabía del escritor es que hacía unos años había ganado el premio Nobel. Le pedí que me esperara en la esquina y crucé la angosta callecita en dirección a la última casa, la del murallón ocre. Al llegar, disminuí el ritmo de mis pasos. Seguí avanzando, mientras rozaba el muro con los nudillos de mi mano izquierda. “Bueno –me dije–, algo es algo: estoy tocando la casa en la que ahora está escribiendo el hombre que alguna vez se animó a descifrar los pulsos de cien años de soledad”. El reportaje había comenzado así, con los nudillos rozando el alto murallón de su casa. Después, doblé en la esquina hasta llegar al muro siguiente, de piedra, el de una escuela primaria. Y decidí ponerle oreja a un coro de niños cuyas voces, supuse, en ese preciso instante, también estarían siendo escuchadas por el premio Nobel, mientras escribía sus palabras de cada día. Las voces niñas desgranaban a coro las famosas vocales: “Con A con A con A ¡con Alegría!... Con E con E con E ¡con Entusiasmo!... Con I con I con I ¡con Ilusión!...”

Volví sobre mis pasos, y empecé a rozar el muro ocre ahora con los nudillos de la otra mano. Para que esa mano se fuera haciendo a la idea de que en unas horas iba a estrechar la del escritor–cazador de milagros primordiales. Al llegar a la esquina encontré otra vez al hombre tan flaquito, ahora en cuclillas, refrescando su torso y su cabeza con el agua que le sobró en su tarro. Hice bien en ponerme a conversar con él:

–¿Mucho calor?

–Pero claro que sí.

–¿Vive por aquí?

–De por aquí soy el lavacarros de la calle Stuart de este barrio de San Diego. Wilson José Gómez me llamo y me dicen, y tengo 26 años y llevo 18 andando. Lavo y cuido carros para ganarme el diario y pagar mi hotel.

–Wilson, ¿qué significan los tatuajes de sus brazos?

–En este brazo tengo dos caras. Una es la cara de mi madre y otra la de mi padre. La cara de dos lágrimas, pues es la de mi madre. Ella lloraba tanto por mí cuando yo me fui de la casa a los 8 años, cansado de que mi padre le discutiera. La cara de la lágrima sola es la de mi padre, porque poco lloraba mi papá por mí; él no le paraba bolas al hogar ni nada de eso. Él no estaba sino peleando a mi mamá. Por eso me fui yo. En mi otro brazo están las iniciales de mis dos hijas y de mi mujer. A todas las quiero yo, mucho más que lo que mi padre, que ya está muerto, me quiso a mí.

–Usted hace su trabajo a menos de una cuadra de la casa de Gabriel García Márquez. ¿Lo conoce?

–Sí pues. Ya lo conozco año y pico. Él viene por aquí de vez en cuando, se está una semana y se va. No anda en carro por aquí, anda por sus pies, por ahí, caminando.

–¿Ha hablado alguna vez con él?

–Uff, muchas veces. Él es ése al que le gusta andar preguntándole a la gente.

–Y a usted, ¿él qué le pregunta?

–Como soy del interior, un cachaco, don Gabriel me pregunta que cómo me va con el trabajo y todo... Y me pide que le cuente más de todo anécdotas. Porque él es ése que quiere saber cosas que le pasan a uno en la vida. Sí sí, como le digo, él es uno al que mucho le gusta el preguntar... A raíz de eso yo creo que debe ser que él inventa sus libros... Los hace, claro, con las historias de la gente que conoce y con anécdotas de él también, me imagino.

 

(Hice bien, otra vez –enseguida veremos porqué–, en ponerle oreja a los chicos de la escuela y a este tan flaquito lavacarros, que con candor arrasador se siente también hacedor de los libros de un tal Gabriel García Márquez. La eternidad de esas seis horas insoportables fue amortizándose. A las cinco menos tres minutos de la tarde toco el timbre. Asoman un par de custodios. A las cinco en punto Gabriel García Márquez abre la puerta de su estudio. Una computadora de pantalla vertical, escasos papeles sobre su escritorio, varios disquetes, muy a la mano dos, tres diccionarios. A la derecha una biblioteca; más allá, cuatro sillones con fantasmales fundas blancas; enfrente, un ventanal con todo el mar a su disposición. Bigote muy bien recortado, pantalón beige claro, camisa afuera del mismo color, zapatos blancos sin medias; una agenda y una lapicera en el bolsillo de su camisa. Sin mediar pregunta empieza confesando su difícil convivencia con esta vivienda, no hace mucho construida:)

 

–Aquí estoy, en esta casa que tengo que amansar como un par de zapatos nuevos.

–Las casas toman semblante, dicen, cuando uno les siembra el aire con sus hábitos.

–Falta para eso. A esta casa la siento todavía como una escafandra, como una, digamos, armadura de acero. Dígame, ¿qué quieren tomar?

–Lo mismo que suele tomar usted.

–Yo tomo arsénico.

–No, gracias. Con agua está bien.

–Bueno, dígame: ¿y de dónde vienen y para dónde van?

–Venimos de la Argent...

–Maruja (se refiere a Maruja Pachón, la protagonista de su libro Noticia de un secuestro) me dijo: “Aquí está, en Colombia, para entrevistarte”. “Y bueno, que venga”,le contesté. Usted la buscó a ella para que me pidiera este encuentro. Se valió de una trampa que es mortal, y es que Maruja es la única persona en el mundo a la que no le puedo decir que no.

–A veces craneo bien. Después de mil gestiones intuí que Maruja Pachón podía ser la llave que me abriría su puerta.

–Si lo que quería era eso ¡le salió bien!

–Lo noto... algo contrariado, García Márquez.