Espectros de Marx - Jacques Derrida - E-Book

Espectros de Marx E-Book

Jacques Derrida

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Beschreibung

Espectros fue el primer título que Marx pensó para su Manifiesto. Derrida lo recupera en este libro para realizar una crítica de la herencia de Marx en el mundo contemporáneo, una crítica vertida desde su particular teoría filosófica: la deconstrucción. Jacques Derrida critica un nuevo dogmatismo, una nueva intolerancia que se ha adueñado de Europa, el dogmatismo capitalista que insiste en la muerte de Marx y del marxismo. Para Derrida es necesario conjurar de nuevo los espectros, los «espíritus» marxianos que perviven en la cultura europea, no para rehabilitar aquello en que estamos de acuerdo que no es necesario repetir, sino para romper la censura y la prohibición que estigmatizan todo lo relacionado con él, manteniendo vivo el diálogo con los que se declaran partidarios suyos. Partiendo de la distinción entre la justicia y el derecho, y debatiéndose entre dos puntos de vista (el de la herencia y el del mesianismo del filósofo alemán), Espectros de Marx es sobre todo el testimonio o la apuesta intempestiva de una toma de posición. Derrida se muestra partidario de un cierto marxismo que contrarreste la imperante doctrina capitalista y que acalle las constantes e insistentes voces que, en un determinado espacio geopolítico, niegan la pervivencia del pensamiento de Marx y afirman su imposible recuperación. «Espectros de Marx no es exactamente un libro sobre Marx; es una lectura de Marx en el contexto de la derrota de quienes se proclamaron y fueron aceptados como sus herederos, junto con el triunfo geopolítico de su enemigo, el liberalismo económico y político» (José María Ripalda).

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Espectros de Marx

Espectros de Marx

El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional

Jacques Derrida

Traducción deJosé Miguel Alarcón y Cristina de Peretti

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la LecturaMinisterio de Cultura y Deporte

COLECCIÓN ESTRUCTURASY PROCESOS

Serie Filosofía

Primera edición: septiembre, 1995

Segunda edición: noviembre, 1995

Tercera edición: 1998

Cuarta edición: 2003

Quinta edición: 2012

Título original: Spectres de Marx.L

’État de la dette, le travail du deuil et la nouvelle Internationale

© Editorial Trotta, S.A., 1995, 1998, 2003, 2012, 2023

www.trotta.es

© Éditions Galilée, 1993

© José Miguel Alarcón y Cristina de Peretti, para la traducción, 1995

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-137-9

ÍNDICE

Exordio

1. Inyunciones de Marx

2. Conjurar — el marxismo

3. Desgastes (pintura de un mundo sin edad)

4. En nombre de la revolución, la doble barricada (impura «impura historia impura de fantasmas»)

5. Aparición de lo inaparente: el «escamoteo» fenomenológico

 

 

 

 

 

El origen de esta obra es una conferencia pronunciada en dos sesiones, los días 22 y 23 de abril de 1993, en la Universidad de California (Riverside). Dicha conferencia abría un coloquio internacional organizado por Bernd Magnus y Stephen Cullenberg bajo un título que juega con la ambigüedad: «Whither marxism?»: «¿Adónde va el marxismo?» ciertamente, pero también, bajo mano, «¿Está marchitándose el marxismo (wither)?».

Este texto, aunque aumentado y precisado, conserva la estructura argumentativa, el ritmo y la forma oral de la conferencia. Las notas fueron añadidas después, por supuesto. Algunos desarrollos nuevos aparecen entre corchetes.

 

 

 

 

 

Un nombre por otro, la parte por el todo: siempre podrá tratarse la violencia histórica del Apartheid como una metonimia. Tanto en el pasado como en el presente. Por diversas vías (condensación, desplazamiento, expresión o representación), siempre podrán descifrarse a través de su singularidad muchas otras violencias que se producen en el mundo. A la vez parte, causa, efecto, síntoma, ejemplo, lo que pasa allí traduce lo que tiene lugar aquí, siempre aquí, donde quiera que estemos y desde donde miremos, justo a nuestro lado. Responsabilidad infinita, desde entonces. Prohibido el reposo a cualquier forma de buena conciencia.

Aunque jamás se debería hablar del asesinato de un hombre como de un símbolo, por más que fuese ejemplar en una lógica del emblema, en una retórica de la bandera o del martirio. La vida de un hombre, tan única como su muerte, será siempre más que un paradigma; otra cosa que un símbolo. Y es esto precisamente lo que un nombre propio debería siempre nombrar.

Y sin embargo... Sin embargo, recordando esto en todo momento, y recurriendo a cierto nombre común, un nombre común que no es cualquier nombre común, advierto que es a un comunista como tal, a un comunista en tanto que comunista, a quien un emigrado polaco y sus cómplices, asesinos todos ellos de Chris Hani, dieron muerte hace unos días, el 10 de abril. Los mismos asesinos declararon que era a un comunista a quien atacaban. Intentaban así interrumpir unas negociaciones y sabotear una democratización en curso. Parece que ese héroe popular de la resistencia contra el Apartheid resultó peligroso y, de pronto, intolerable en el preciso momento en que, habiendo decidido consagrarse de nuevo a un partido comunista minoritario y atravesado por contradicciones, renunciaba a altas responsabilidades en el A. N. C. y quizá a desempeñar un cargo político oficial, incluso gubernamental, en un país liberado del Apartheid.

Permítanme recordar a Chris Hani y dedicar a su memoria esta conferencia.

EXORDIO

Alguien, usted o yo, se adelanta y dice: quisiera aprender a vivir por fin.

Por fin, pero, ¿por qué?

Aprender a vivir. Extraña máxima. ¿Quién aprendería? ¿De quién? Aprender [y enseñar] a vivir, pero ¿a quién? ¿Llegará a saberse? ¿Se sabrá jamás vivir, y, en primer lugar, se sabrá lo que quiere decir «aprender a vivir»? ¿Y por qué «por fin»?

Por sí misma, fuera de contexto —aunque un contexto permanece siempre abierto, por tanto falible e insuficiente— esta máxima sin frase forma un sintagma poco menos que ininteligible. Por otra parte, ¿hasta qué punto su idioma se deja traducir?

Locución magistral, a pesar de ello —o por ello mismo—. Pues, por boca de un maestro, este fragmento de máxima nos diría siempre algo acerca de la violencia. Vibra como una flecha en una dirección irreversible y asimétrica, la que va, la mayoría de las veces, del padre al hijo, del maestro al discípulo o del amo al esclavo («yo, yo voy a enseñarte a vivir»). Tal dirección oscila: entre la dirección como experiencia (aprender a vivir ¿no es acaso la experiencia misma?), la dirección como educación y la dirección como enderezamiento.

Pero aprender a vivir, aprenderlo por uno mismo, solo, enseñarse a sí mismo a vivir («quisiera aprender a vivir por fin»), ¿no es, para quien vive, lo imposible?, ¿no es acaso lo que la lógica misma prohíbe? A vivir, por definición, no se aprende. No por uno mismo, de la vida por obra de la vida. Solamente del otro y por obra de la muerte. En todo caso del otro al borde de la vida. En el borde interno o en el borde externo, es ésta una heterodidáctica entre vida y muerte.

Nada es, sin embargo, más necesario que esta sabiduría. Es la ética misma: aprender a vivir —solo, por uno mismo—. La vida no sabe vivir de otra manera. ¿Y acaso se hace jamás otra cosa que no sea aprender a vivir, solo, por uno mismo? ¡Extraño empeño para un ser vivo y supuestamente vivo, desde el momento en que este «Quisiera aprender a vivir» es a la vez imposible y necesario! Sólo tiene sentido y puede resultar justo en una explicación con la muerte. Con mi muerte tanto como con la del otro. Entre vida y muerte, pues; es ahí donde está el lugar de una sentenciosa inyunción* que aparenta siempre hablar como habla el justo.

Lo que sigue se plantea como un ensayo en la noche —en el desconocimiento de lo que queda por venir—, una simple tentativa, pues, de analizar con alguna consecuencia un exordio como el siguiente: «Quisiera aprender a vivir. Por fin». ¿Cómo por fin...?

El aprender a vivir, si es que queda por hacer, es algo que no puede suceder sino entre vida y muerte. Ni en la vida ni en la muerte solas. Lo que sucede entre dos, entre todos los «dos» que se quiera, como entre vida y muerte, siempre precisa, para mantenerse, de la intervención de algún fantasma. Entonces, habría que saber de espíritus. Incluso y sobre todo si eso, lo espectral, no es. Incluso y sobre todo si eso, que no es ni sustancia ni esencia ni existencia, no está nunca presente como tal. El tiempo del «aprender a vivir», un tiempo sin presente rector, vendría a ser esto, y el exordio nos arrastra a ello: aprender a vivir con los fantasmas, en la entrevista, la compañía o el aprendizaje, en el comercio sin comercio con y de los fantasmas. A vivir de otra manera. Y mejor. No mejor: más justamente. Pero con ellos. No hay ser-con el otro, no hay socius sin este con-ahí que hace al ser-con en general más enigmático que nunca. Y ese ser-con los espectros sería también, no solamente pero sí también, una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones.

Si me dispongo a hablar extensamente de fantasmas, de herencia y de generaciones, de generaciones de fantasmas, es decir, de ciertos otros que no están presentes, ni presentemente vivos, ni entre nosotros ni en nosotros ni fuera de nosotros, es en nombre de la justicia. De la justicia ahí donde la justicia aún no está, aún no ahí, ahí donde ya no está, entendamos ahí donde ya no está presente y ahí donde nunca será, como tampoco lo será la ley, reductible al derecho. Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él, desde el momento en que ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido. Ninguna justicia —no digamos ya ninguna ley, y esta vez tampoco hablamos aquí del derecho1—parece posible o pensable sin un principio de responsabilidad, más allá de todo presente vivo, en aquello que desquicia el presente vivo, ante los fantasmas de los que aún no han nacido o de los que han muerto ya, víctimas o no de guerras, de violencias políticas o de otras violencias, de exterminaciones nacionalistas, racistas, colonialistas, sexistas o de otro tipo; de las opresiones del imperialismo capitalista o de cualquier forma de totalitarismo. Sin esta no contem-poraneidad a sí del presente vivo, sin aquello que secretamente lo desajusta, sin esa responsabilidad ni ese respeto por la justicia para aquellos que no están ahí, aquellos que no están ya o no están todavía presentes y vivos, ¿qué sentido tendría plantear la pregunta «¿dónde?», «¿dónde mañana?» (whither?).

Esta pregunta llega, si llega, y pone en cuestión lo que vendrá en el por-venir. Estando vuelta hacia el porvenir, yendo hacia él, también viene de él, proviene del porvenir. Debe, pues, exceder a toda presencia como presencia a sí. Al menos debe hacer que esta presencia sólo sea posible a partir del movimiento de cierto desquiciamiento, disyunción o desproporción: en la inadecuación a sí. Ahora bien, si esta pregunta, desde el momento en que viene a nosotros, no puede venir ciertamente sino del porvenir (whither?, ¿adónde iremos mañana?, ¿adónde va, por ejemplo, el marxismo?, ¿adónde vamos nosotros con él?), lo que se encuentra delante de ella debe también precederla como origen suyo: antes de ella. Incluso si el porvenir es su procedencia, debe ser, como toda procedencia, absoluta e irreversiblemente pasado. «Experiencia» del pasado como por venir, ambos absolutamente absolutos, más allá de toda modificación de cualquier presente. Si la posibilidad de la pregunta es posible, si debe ser tomada en serio la posibilidad de esta pregunta, que quizá no es ya una pregunta, y que nosotros llamamos aquí la justicia, aquélla debe llevar más allá de la vida presente, de la vida como mi vida o nuestra vida. En general. Pues mañana sucederá, para el «mi vida» o el «nuestra vida», la de los otros, lo mismo que, ayer, sucedió para otros: más allá, pues, del presente vivo en general.

Ser justo: más allá del presente vivo en general —y de su simple reverso negativo—. Momento espectral, momento que ya no pertenece al tiempo, si se entiende bajo este nombre el encadenamiento de los presentes modalizados (presente pasado, presente actual, «ahora», presente futuro). Cuestionamos en este instante, nos interrogamos sobre este instante que no es dócil al tiempo, al menos a lo que llamamos así. Furtiva e intempestiva, la aparición del espectro no pertenece a ese tiempo, no da el tiempo, no ese tiempo: «Enter the Ghost, exit the Ghost, re-enter the Ghost» (Hamlet).

Parece un axioma, más precisamente un axioma a propósito de la axiomática misma: es decir, a propósito de alguna evidencia su-puestamente indemostrable sobre lo que tiene precio, valor, calidad (axia). E incluso, y sobre todo, dignidad (por ejemplo sobre el hombre como ejemplo de un ser finito y razonable), esa dignidad incondicional (Würdigkeit) que Kant elevaba justamente por encima de toda economía, de todo valor comparado o comparable, de todo precio de mercado (Marktpreis). Este axioma puede resultar chocante. Y la objeción no se hace esperar: ¿con respecto a quién, se dirá, comprometería al fin y al cabo un deber de justicia, aunque fuera más allá del derecho y de la norma, con respecto a quién y a qué, sino a la vida de un ser vivo?, ¿hay acaso justicia, compromiso de justicia o responsabilidad en general, que haya de responder de sí (de sí vivo) ante otra cosa que, en última instancia, no sea la vida de alguien que está vivo, se la entienda como vida natural o como vida del espíritu? Cierto. La objeción parece irrefutable. Pero lo irrefutable mismo supone que esa justicia conduce a la vida más allá de la vida presente o de su ser-ahí efectivo, de su efectividad empírica u ontológica: no hacia la muerte sino hacia un sobre-vivir, a saber, una huella cuya vida y cuya muerte no serían ellas mismas sino huellas y huellas de huellas, un sobre-vivir cuya posibilidad viene de antemano a desquiciar o desajustar la identidad consigo del presente vivo así como de toda efectividad. Por tanto, hay espíritu. Espíritus. Y es preciso contar con ellos. No se puede no deber, no se debe no poder contar con ellos, que son más de uno: el más de uno.

 

* Comúnmente se traduce por «orden terminante». Sin embargo, en virtud de las frecuentes y deliberadas conexiones del término, dentro del texto, con enjoindre, disjoindre, disjonction, disjont(e) (cf., por ejemplo, las páginas referidas a «La sentencia de Anaximandro» de Heidegger) y las continuas alusiones a out of joint, nos ha parecido preferible recuperar el uso del antiguo verbo «inyungir». Cf. M. Moliner, Diccionario de uso del español, t. II, p. 167: «Inyuncto -a. V. bajo “inyungir” part. de “inyungir”. Inyungir (emparentado con “yugo”, ant.). Imponer una cosa a alguien». Cf. también J. Corominas, J. A. Pascual, Diccionario crítico-etimológico castellano e hispánico, vol. 3, pp. 539 ss. (N. de los T.)

1. A propósito de una distinción entre la justicia y el derecho, de la extraña disimetría que afecta a la diferencia y a la coimplicación entre estos dos conceptos, y de ciertas consecuencias que se siguen de ello (especialmente en lo que concierne a una cierta indeconstructibilidad de la «justicia» —aunque pueden dársele otros nombres— permítanme remitir a «Fuerza de ley: “El fundamento místico de la autoridad”»: Doxa (Murcia) 11 (1992), trad. cast. de P. Peñalver y A. Barberá.

Todas las traducciones de los textos citados en este libro por Derrida son nuestras. Sin embargo, remitimos siempre a las páginas correspondientes de la traducción castellana, cuando la hay. (N. de los T.)

Capítulo 1

INYUNCIONES DE MARX

Exergo

«The time is out of joint»(Hamlet)

Hamlet [...]. Sweare.

Ghost [Beneath]. Sweare [They swear].

Hamlet. Rest, rest, perturbed Spirit! So, Gentlemen,

With all my loue I doe commend me to you;

And what so poore a man as Hamlet is,

Doe t’expresse his loue and friending to you,

God willing shall not lacke: Let us goe in together,

And still your fingers on your lippes I pray,

The time is out of ioynt : Oh cursed spight,

That ever I was borne to set it right.

Nay, come let’s goe together. (Exeunt)

(Acto I, esc. V)

Hamlet [...]: Jurez.

Le spectre, [sous terre]: Jurez [Ils jurent].

Hamlet: Calme-toi, calme-toi, esprit inquiet. Maintenant, messieurs,

De tout mon coeur je m’en remets à vous

Et tout ce qu’un pauvre tel qu’Hamlet

Pourra vous témoigner d’amitié et d’amour,

Vous l’aurez, Dieu aidant. Rentrons ensemble,

Et vous, je vous en prie, bouche cousue.

Le temps est hors de ses gonds. O sort maudit

Qui veut que je sois né pour le rejointer!

Allons, rentrons ensemble.

Traducido por Yves Bonnefoy*

 

 

 

 

 

Y ahora los espectros de Marx. (Pero ahora sin coyuntura. Un ahora desquiciado, disyunto o desajustado, out of joint, un ahora dislocado que corre en todo momento el riesgo de no mantener nada unido en la conjunción asegurada de algún contexto cuyos bordes todavía serían determinables.)

Los espectros de Marx. ¿Por qué este plural? ¿Es que hay más de uno? Más de uno puede significar multitud, cuando no masas, la horda o la sociedad, o también alguna población de fantasmas con o sin pueblo, alguna comunidad con o sin jefe —pero también el menos de uno de la dispersión pura y simple—. Sin agrupación posible. Además, si el espectro está siempre animado por un espíritu, cabe preguntarse quién se atrevería a hablar de un espíritu de Marx, más seriamente aún: de un espíritu del marxismo. No sólo para predecirles hoy día un porvenir, sino incluso para recurrir a su multiplicidad o, más seriamente aún, a su heterogeneidad.

Hace más de un año tenía decidido llamar a los «espectros» por su nombre desde el título de esta conferencia de apertura. «Espectros de Marx», el nombre común y el nombre propio estaban ya impresos, estaban ya en el programa cuando, muy recientemente, releí el Manifiesto del partido comunista. Lo reconozco avergonzado: no lo había hecho desde hacía decenios —y eso debe de revelar algo—. Bien sabía yo que allí esperaba un fantasma, y desde el comienzo, desde que se levanta el telón. Ahora bien, acabo de descubrir por supuesto, acabo en realidad de recordar lo que debía de asediar* mi memoria: el primer nombre del Manifiesto, y en singular esta vez, es «espectro»: «Un espectro asedia Europa: el espectro del comunismo».

Exordio o incipit: este primer nombre abre, pues, la primera escena del primer acto: «Ein Gespenst geht um in Europa -das Gespenst des Kommunismus». Como en Hamlet, príncipe de un Estado corrompido, todo comienza con la aparición del espectro. Para más precisión, con la espera de su aparición. La anticipación es a la vez impaciente, angustiada y fascinada: aquello, la cosa (this thing) acabará por llegar. El (re)aparecido va a venir. No puede tardar. ¡Cómo tarda! Para ser más precisos todavía: todo comienza en la inminencia de una re-aparición, pero de la reaparición del espectro como aparición por primera vez en la obra. El espíritu del padre va a volver y pronto le dirá: «I am thy Fathers Spirit» (acto I, esc. V). Pero aquí, al principio de la obra, vuelve, por así decirlo, por primera vez. Es una primicia, la primera vez en escena.

[Primera sugerencia: el asedio es histórico, cierto, pero no data, no se fecha dócilmente en la cadena de los presentes, día tras día, según el orden instituido de y por un calendario. Intempestivo, no llega, no le sobreviene, un día, a Europa, como si ésta, en determinado momento de su historia, se hubiera visto aquejada de un cierto mal, se hubiera dejado habitar en su interior, es decir, se hubiera dejado asediar por un huésped extranjero. No es que el huésped sea menos extranjero por haber ocupado desde siempre la domesticidad de Europa. Pero no había dentro, no había nada dentro antes de él. Lo fantasmal se desplazaría como el movimiento de esa historia. Este asedio marcaría la existencia misma de Europa. Abriría el espacio y la relación consigo misma de lo que se llama, al menos desde la Edad Media, Europa. La experiencia del espectro: así es como, con Engels, Marx también pensó, describió o diagnosticó cierta dramaturgia de la Europa moderna, sobre todo la de sus grandes proyectos unificadores. Habría incluso que decir que la representó o escenificó. Desde la sombra de una memoria filial, Shakespeare habrá inspirado a menudo esa escenificación marxiana. Más tarde, más cerca de nosotros pero conforme a la misma genealogía, en el ruido nocturno de su concatenación, rumor de fantasmas encadenados a fantasmas, otro descendiente sería Valéry. Shakespeare qui genuit Marx qui genuit Valéry (y algunos otros).

Pero ¿qué se produce entre estas generaciones? Una omisión, un extraño lapsus. Da, después fort, exit Marx. En La crisis del espíritu (1919) («y nosotras, civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales..., etc.») el nombre de Marx aparece una sola vez. Se inscribe: he ahí el nombre de una calavera que ha de venir a las manos de Hamlet:

Ahora, sobre una inmensa terraza de Elsinore, que va de Basilea a Colonia, que llega hasta las arenas de Nieuport, hasta las marismas del Somme, las calizas de Champaña, los granitos de Alsacia —el Hamlet europeo observa millares de espectros. No obstante, es un Hamlet intelectual. Medita sobre la vida y la muerte de las verdades. Sus fantasmas son los objetos de nuestras controversias; sus remordimientos, los títulos de nuestra gloria [...] Si toma una calavera en sus manos, es una calavera ilustre. —¿Whose was it? Éste fue Lionardo. [...] Y este otro cráneo es el de Leibniz, que soñó con la paz universal. Y aquél fue Kant qui genuit Hegel qui genuit Marx qui genuit... Hamlet no sabe muy bien qué hacer con estos cráneos. Pero ¡si los abandona!... ¿acaso no dejará de ser él mismo?1.

Más tarde, en La política del espíritu (ed. francesa, p. 1031), Valéry define el hombre y la política. El hombre: «una tentativa de crear lo que me atrevería a llamar el espíritu del espíritu» (p. 1025). En cuanto a la política, siempre «implica alguna idea del hombre» (p. 1029). En ese momento, Valéry se cita a sí mismo. Reproduce entonces la página sobre el «Hamlet europeo» que acabamos de señalar. Curiosamente, con la seguridad extraviada pero infalible de un sonámbulo, no omite entonces más que una frase, una sola, sin siquiera señalar la omisión mediante unos puntos suspensivos: la que nombra a Marx, precisamente en el cráneo de Kant («Y éste fue Kant qui genuit Hegel qui genuit Marx qui genuit...»). ¿Por qué esta omisión, esta única omisión? El nombre de Marx ha desaparecido. ¿Adónde ha ido a parar? Exeunt Ghost and Marx, hubiera anotado Shakespeare. El nombre del desaparecido ha debido de inscribirse en otro lugar.

Valéry, en lo que dice como en lo que olvida decir de las calaveras y de las generaciones de espíritus, nos recuerda al menos tres cosas. Estas tres cosas conciernen justamente a esa cosa que se llama el espíritu. Desde que se deja de distinguir el espíritu del espectro, el espíritu toma cuerpo, se encarna, como espíritu, en el espectro. O más bien, el mismo Marx lo precisa —llegaremos a ello—, el espectro es una incorporación paradójica, el devenir-cuerpo, cierta forma fenoménica y carnal del espíritu. El espectro se convierte más bien en cierta «cosa» difícil de nombrar: ni alma ni cuerpo, y una y otro. Pues son la carne y la fenomenalidad las que dan al espíritu su aparición espectral, aunque desaparecen inmediatamente en la aparición, en la venida misma del (re)aparecido o en el retorno del espectro. Hay algo de desaparecido en la aparición misma como reaparición de lo desaparecido. El espíritu, el espectro, no son la misma cosa, tendremos que afinar esta diferencia, pero respecto a lo que tienen en común, no se sabe lo que es, lo que es presentemente. Es algo que, justamente, no se sabe, y no se sabe si precisamente es, si existe, si responde a algún nombre y corresponde a alguna esencia. No se sabe: no por ignorancia, sino porque ese no-objeto, ese presente no presente, ese ser-ahí de un ausente o de un desaparecido no depende ya del saber. Al menos no de lo que se cree saber bajo el nombre de saber. No se sabe si está vivo o muerto. He aquí —o he ahí, allí— algo innombrable o casi innombrable: algo, entre alguna cosa y alguien, quienquiera o cualquiera, alguna cosa, esta cosa, this thing, esta cosa sin embargo y no otra, esta cosa que nos mira viene a desafiar tanto a la semántica como a la ontología, tanto al psicoanálisis como a la filosofía («Marcelo: What, ha’s this thing appear’d againe tonight? Barnardo: I haue seene nothing»). La Cosa es aún invisible, no es nada visible («I haue seene nothing»), en el momento en que se habla de ella y para preguntarse si ha reaparecido. No es aún nada que se vea cuando se habla de ella. No es ya nada que se vea cuando de ella habla Marcelo, pero ha sido vista dos veces. Y es para ajustar la palabra a la visión para lo que se ha convocado al escéptico Horacio. Horacio hará de tercero y de testigo (terstis) «[...] if againe this Apparition come, He may approue our eyes and speake to it»: «Si este espectro vuelve, Él podrá hacer justicia a nuestros ojos, y hablarle» (acto I, esc. I).

Esa Cosa que no es una cosa, esa Cosa invisible entre sus apariciones, tampoco es vista en carne y hueso cuando reaparece. Esa Cosa, sin embargo, nos mira y nos ve no verla incluso cuando está ahí. Una espectral disimetría interrumpe aquí toda especularidad. Desincroniza, nos remite a la anacronía. Llamaremos a esto el efecto visera: no vemos a quien nos mira. Aunque en su fantasma el rey se parece a sí mismo «como a ti mismo tú te pareces» («As thou art to thy selfe»), dice Horacio, esto no impide que mire sin ser visto: su aparición le hace aparecer también invisible bajo su armadura («Such was the very Armour he had on [...]»). De este efecto visera no volveremos a hablar, al menos directamente y bajo este nombre, pero se dará supuesto en todo lo que expongamos en lo sucesivo a propósito del espectro en general, en Marx y en otros lugares. Como se precisará más tarde, a partir de La ideología alemana y la explicación con Stirner, lo que distingue al espectro o al (re)aparecido del espíritu, incluso del espíritu en el sentido de fantasma en general, es una fenomenalidad sobrenatural y paradójica, sin duda, la visibilidad furtiva e inaprensible de lo invisible o una invisibilidad de un algo visible, esa sensibilidad insensible de la que habla El Capital —nos ocuparemos de ello— a propósito de un cierto valor de cambio: es también, sin duda, la intangibilidad tangible de un cuerpo propio sin carne pero siempre de alguno como algún otro. Y de algún otro al que no nos apresuraremos a determinar como yo, sujeto, persona, conciencia, espíritu, etc. Ya con ello basta para distinguir también el espectro, no sólo del icono o del ídolo, sino también de la imagen de imagen, del phantasma platónico, así como del simple simulacro de algo en general del que, sin embargo, está tan próximo y con el que comparte en otros aspectos más de un rasgo. Pero no es eso todo, ni es lo más irreductible. Otra sugerencia: este algún otro espectral nos mira, nos sentimos mirados por él, fuera de toda sincronía, antes incluso y más allá de toda mirada por nuestra parte, conforme a una anterioridad (que puede ser del orden de la generación, de más de una generación) y a una disimetría absolutas, conforme a una desproporción absolutamente indominable. La anacronía dicta aquí la ley. El efecto visera desde el que heredamos la ley es eso: el sentirnos vistos por una mirada con la que será siempre imposible cruzar la nuestra. Como no vemos a quien nos ve, y dicta la ley, y promulga la inyunción, una inyunción por otra parte contradictoria, como no vemos a quien ordena: «jura» (swear), no podemos identificarlo con certeza, estamos entregados a su voz. A quien dice: «Soy el espectro de tu padre» («I am thy Fathers Spirit»), sólo podemos creerle bajo palabra. Sumisión esencialmente ciega a su secreto, al secreto de su origen: primera obediencia a la inyunción, que condicionará a todas las demás. Siempre puede tratarse de algún otro, que puede mentir, disfrazarse de fantasma, y también otro fantasma puede hacerse pasar por éste. Siempre es posible. Más adelante hablaremos de la sociedad o del comercio de los espectros entre sí, ya que siempre hay más de uno. La armadura, esa «pieza de vestuario» que ninguna escenificación podrá ahorrarse nunca, la vemos cubrir de pies a cabeza, a los ojos de Hamlet, el supuesto cuerpo del padre. No se sabe si forma parte o no de la aparición espectral. Esta protección es rigurosamente problemática (problema: también es un escudo), ya que impide a la percepción decidir sobre la identidad que tan sólidamente confina en su caparazón. La armadura puede no ser sino el cuerpo de un artefacto real, una especie de prótesis técnica, un cuerpo ajeno al cuerpo espectral al que viste, oculta y protege, enmascarando así hasta su identidad. La armadura no deja ver nada del cuerpo espectral, pero, a la altura de la cabeza y bajo la visera, permite al presunto padre ver y hablar. Se han practicado, y ajustado, aberturas que le permiten ver sin ser visto y hablar, eso sí, para ser oído. El yelmo (helm, el casco), al igual que la visera, no sólo daba protección: sobrepasaba el escudo, y señalaba la autoridad del jefe, como blasón de su nobleza.

Para el efecto yelmo basta con que una visera sea posible, y que se aproveche. Incluso cuando está alzada, de hecho su posibilidad continúa significando que alguien, bajo la armadura, puede, a salvo, ver sin ser visto o sin ser identificado. Aunque esté levantada, la visera, recurso y estructura disponible, resulta sólida y estable como la armadura, la armadura que cubre el cuerpo de pies a cabeza, la armadura de la que la visera forma parte y a la que está sujeta. Es eso lo que distingue una visera de la máscara con la que, no obstante, comparte ese poder incomparable, quizá la enseña suprema del poder: poder ver sin ser visto. El efecto yelmo no queda suspendido cuando la visera está alzada. Sólo que entonces su potencia, es decir, su posibilidad, se hace notar de manera más intensamente dramática. Cuando Horacio informa a Hamlet que una imagen semejante a la de su padre ha aparecido «armada por completo y de pies a cabeza» («Armed at all points exactly, Cap a Pe»), el hijo se inquieta, e interroga. Insiste, en primer lugar, en la armadura y en el «de pies a cabeza» («Hamlet: Arm’d say you? Both: Arm’d, my Lord. Hamlet: From top to toe? Both: My Lord, from head to foote»). Luego, Hamlet se preocupa por la cabeza, por el rostro y sobre todo por la mirada bajo la visera. Como si hubiese esperado que, bajo una armadura que lo oculta y protege de pies a cabeza, el fantasma no hubiese expuesto ni su rostro ni su mirada ni por tanto su identidad («Hamlet: Then saw you not his face? ¿No habéis visto su cara? Horacio: O yes my Lord, he wore his Beauer vp. Sí, mi señor, su visera estaba alzada»: acto I, esc. II).

Tres cosas, pues, descompondrían en el análisis esta sola cosa, espíritu o espectro —o rey, pues el rey ocupa este lugar, aquí el lugar del padre, ya lo conserve, lo tome o lo usurpe, y más allá del retorno de la rima (por ejemplo: «The Play’s the thing, / Wherein Ile catch the Conscience of the King»)—. Rey es una cosa, Cosa es el rey ahí mismo donde se separa de su cuerpo que, sin embargo, no le abandona (contrato de secesión, pacto necesario para tener más de un cuerpo, es decir, para reinar, y en primer lugar para heredar, fuere por crimen o por elección, la dignidad real: el cuerpo —o el cadáver— está con el Rey, junto al Rey, pero el Rey no está con el cuerpo. El Rey es una cosa: «The body is with the King, but the King is not with the body. The King, is a thing»).

¿Cuáles son, pues, estas tres cosas de la cosa?

1. Para empezar, el duelo. No hablaremos sino de él. El duelo consiste siempre en intentar ontologizar restos, en hacerlos presentes, en primer lugar en identificar los despojos y en localizar a los muertos (toda ontologización, toda semantización —filosófica, hermenéutica o psicoanalítica— se encuentra presa en este trabajo del duelo pero, en tanto que tal, no lo piensa todavía; es en este más-acá en el que planteamos aquí la cuestión del espectro, al espectro, ya se trate de Hamlet o de Marx). Es necesario saber. Es preciso saberlo. Ahora bien, saber es saber quién y dónde, de quién es propiamente el cuerpo y cuál es su lugar —ya que debe permanecer en su lugar—. En lugar seguro. Hamlet no pregunta sólo a quién pertenecía aquella calavera («Whose was it?», Valéry cita esta pregunta). Exige saber a quién pertenece esa tumba («Whose grave’s this, sir?»). Nada sería peor, para el trabajo del duelo, que la confusión o la duda: es preciso saber quién está enterrado y dónde —y es preciso (saber..., asegurarse de) que, en lo que queda de él, él queda ahí. ¡Que se quede ahí y no se mueva ya!

2. A continuación: no puede hablarse de generaciones de calaveras o de espíritus (Kant qui genuit Hegel qui genuit Marx) sino bajo la condición de la lengua... y de la voz, en cualquier caso de lo que marca el nombre u ocupa su lugar (Hamlet: «That Scull had a tongue in it, and could sing once»).

3. Por último (Marx qui genuit Valéry...), la cosa trabaja, ya transforme o se transforme, ya ponga o se descomponga: el espíritu, el «espíritu del espíritu», es trabajo. Pero ¿qué es el trabajo?, ¿qué es su concepto, si supone el espíritu del espíritu? Valéry lo subraya: «Entiendo aquí por “Espíritu” cierta potencia de transformación [...] el espíritu [...] trabaja»2.

Así, pues, Whither marxism?, ¿Adónde va el marxismo? Ésa es la cuestión que nos plantearía el título de este coloquio. ¿En qué señalaría hacia Hamlet, Dinamarca, Inglaterra?¿Por qué apuntaría a seguir a un fantasma? ¿Adónde? Whither? ¿Qué es seguir a un fantasma? ¿Y si eso nos llevara a ser seguidos por él, siempre, a ser perseguidos quizás en la misma caza que queremos darle? Otra vez aquí lo que parecía por-delante, el porvenir, regresa de antemano: del pasado, por-detrás. «Something is rotten in the State of Denmark», declara Marcelo en el momento en que Hamlet se dispone, justamente, a seguir al fantasma («I’ll follow thee»: acto I, esc. IV); «Whither», le preguntará muy pronto, él también: «Where wilt thou lead me? speak; I’ll go no further. Ghost: Mark me [...] I am thy Fathers Spirit»).

Repetición y primera vez, es quizá ésa la cuestión del acontecimiento como cuestión del fantasma: ¿qué es un fantasma?, ¿qué es la efectividad o la presencia de un espectro, es decir, de lo que parece permanecer tan inefectivo, virtual, inconsistente como un simulacro? ¿Hay ahí entre la cosa misma y su simulacro una oposición que se sostenga? Repetición y primera vez, pero también repetición y última vez, pues la singularidad de toda primera vez hace de ella también una última vez. Cada vez es el acontecimiento mismo una primera vez y una última vez. Completamente distinta. Puesta en escena para un fin de la historia. Llamemos a esto una fantología*. Esta lógica del asedio no sería sólo más amplia y más potente que una ontología o que un pensamiento del ser (del to be en el supuesto de que haya ser en el to be or not to be, y nada es menos seguro que eso). Abrigaría dentro de sí, aunque como lugares circunscritos o efectos particulares, la escatología o la teleología mismas. Las comprendería, pero incom-prehensiblemente. ¿Cómo comprender, en efecto, el discurso del fin o el discurso sobre el fin? ¿Puede ser comprendida la extremidad del extremo? ¿Y la oposición entre to be y not to be? Hamlet ya comenzaba por el retorno esperado del rey muerto. Después del fin de la historia, el espíritu viene como (re)aparecido, figura a la vez como un muerto que regresa y como un fantasma cuyo esperado retorno se repite una y otra vez.

¡Ah, el amor de Marx por Shakespeare...! Es cosa conocida. Chris Hani compartía la misma pasión. Acabo de saberlo y me gusta esta idea. Aunque Marx cita más a menudo Timón de Atenas, el Manifiesto parece evocar o convocar, desde su apertura, la primera venida del fantasma silencioso, la aparición del espíritu que no responde, en esa terraza de Elsinore que es la vieja Europa. Pues si bien esta primera aparición teatral marcaba ya una repetición, ahora implica al poder político en los pliegues de esa iteración («In the same figure, like the King that’s dead», dice Barnardo una vez que, en su irreprimible deseo de identificación, cree reconocer la «Cosa»). Desde lo que podríamos llamar el otro tiempo o la otra escena, desde la víspera de la pieza, los testigos de la historia temen y esperan un retorno, luego, again and again, una ida y venida (Marcelo: «What! ha’s this thing appear’d againe tonight?». Luego: «Enter the Ghost, Exit the Ghost, Re-enter the Ghost»). Cuestión de repetición: un espectro es siempre un (re)aparecido. No se pueden controlar sus idas y venidas porque empieza por regresar. Pensemos también en Macbeth y acordémonos del espectro de César. Después de haber expirado, regresa. Bruto también dice again: «Well; then I shall see thee again? Ghost: — Ay, at Philippi» (acto IV, esc. III).

Ahora bien, ¡qué ganas hay de respirar! O de suspirar: después de la expiración misma, pues se trata del espíritu. Pero lo que parece casi imposible es seguir hablando del espectro, al espectro, seguir hablando con él, sobre todo seguir haciendo hablar o dejando hablar a un espíritu. Y el asunto parece aún más difícil para un lector, un sabio, un experto, un profesor, un intérprete, en suma, para lo que Marcelo llama un scholar. Puede que para un espectador en general. En el fondo, un espectador, en tanto que tal, es el último a quien un espectro puede aparecerse, dirigir la palabra o prestar atención. En el teatro o en la escuela. Hay razones esenciales para ello. Teóricos o testigos, espectadores, observadores, sabios e intelectuales, los scholars creen que basta con mirar. Desde ese momento, no están siempre en la posición más favorable para hacer lo que hay que hacer: hablar al espectro. Tal vez ésa es una entre tantas otras lecciones imborrables del marxismo. No hay ya, no ha habido nunca scholar capaz de hablar de todo dirigiéndose a quien sea, y aún menos a los fantasmas. No ha habido nunca un scholar que verdaderamente, y en tanto que tal, haya tenido nada que ver con el fantasma. Un scholar tradicional no cree en los fantasmas —ni en nada de lo que pudiera llamarse el espacio virtual de la espectralidad. No ha habido nunca un scholar que, en tanto que tal, no crea en la distinción tajante entre lo real y lo no-real, lo efectivo y lo no-efectivo, lo vivo y lo no-vivo, el ser y el no-ser (to be or not to be, según la lectura convencional), en la oposición entre lo que está presente y lo que no lo está, por ejemplo bajo la forma de la objetividad. Más allá de esta oposición, no hay para el scholar sino hipótesis de escuela, ficción teatral, literatura y especulación. Si nos refiriéramos únicamente a esta figura tradicional del scholar, habría entonces que desconfiar aquí de lo que podría definirse como la ilusión, la mistificación o el complejo de Marcelo. Éste no estaba quizá en situación de comprender que un scholar clásico no es capaz de hablar al fantasma. No sabía lo que es la singularidad de una posición, no digamos ya de una posición de clase como se decía en otro tiempo, sino la singularidad de un lugar de habla, de un lugar de experiencia y de un vínculo de filiación, lugares y vínculos desde los cuales, y únicamente desde los cuales, puede uno dirigirse al fantasma: «Thou art a Scholler; speake to it Horatio», dice ingenuamente, como si participase en un coloquio. Recurre al scholar, al sabio o al intelectual instruido, al hombre de cultura como a un espectador capaz de introducir la distancia necesaria o encontrar las palabras apropiadas para observar, mejor dicho, para apostrofar a un fantasma, es decir, también para hablar la lengua de los reyes o de los muertos. Pues Barnardo acaba de vislumbrar la figura del rey muerto, cree haberla identificado, por semejanza («Barnardo: In the same figure, like the King that’s dead. Marcelo: Thou art a Scholler, speake to it Horatio»). No le pide sólo que hable al fantasma, sino que le llame, le interpele, le interrogue, más exactamente, que pregunte a la Cosa que todavía es: «Question it Horatio».Y Horacio ordena a la Cosa que hable, se lo manda por dos veces en una actitud a la vez imperiosa y acusadora. Horacio exige, conmina a la vez que conjura («By heaven I Charge thee speake! [...] speake, speake! I Charge thee, speake!»). Y, en efecto, se traduce a menudo «I Charge thee» por «te conjuro» [«je t’en conjure»], lo que nos indica una vía por la cual se cruzarán más tarde la inyunción y la conjuración. Conjurándole a hablar, Horacio quiere confiscar, estabilizar, detener al espectro dentro de su palabra: «(For which, they say, you Spirits of walke in death) Speake of it. Stay, and speake. Stop it Marcellus».

A la inversa, Marcelo anticipaba quizá la venida de otro scholar, un día, una noche, siglos después —el tiempo no se mide aquí ya de la misma manera—. Éste sería por fin capaz, más allá de la oposición entre presencia y no-presencia, efectividad e inefectividad, vida y no-vida, de pensar la posibilidad del espectro, el espectro como posibilidad. Mejor (o peor): sabría cómo dirigirse a los espíritus. Sabría que semejante dirección no solamente ya es posible, sino que en todo momento habrá condicionado, como tal, la dirección en general. He ahí, en todo caso, a alguien lo bastante loco como para esperar desbloquear la posibilidad de tal dirección.

Era, pues, un fallo por mi parte el haber alejado de mi memoria lo que fue lo más manifiesto del Manifiesto. Lo que allí se manifiesta en primer lugar es un espectro, este primer personaje paterno, tan poderoso como irreal, alucinación o simulacro, y virtualmente más eficaz que lo que tranquilamente se denomina una presencia viva. Al releer el Manifiesto y algunas otras grandes obras de Marx, me he percatado de que, dentro de la tradición filosófica, conozco pocos textos, quizá ninguno, cuya lección parezca más urgente hoy, siempre que se tenga en cuenta lo que precisamente Marx y Engels dicen (por ejemplo en el Prefacio de Engels a la reedición de 1888) sobre su propio «envejecimiento» posible y su historicidad intrínsecamente irreductible ¿Qué otro pensador ha puesto jamás sobre aviso con respecto a este asunto de forma tan explícita? ¿Quién ha apelado a la transformación venidera de sus propias tesis? ¿No solamente con vistas a algún enriquecimiento progresivo del conocimiento que nada cambiaría en el orden de un sistema, sino para tener en cuenta —otra cuenta— los efectos de ruptura o de reestructuración? ¿Y acoger de antemano, más allá de toda programación posible, la imprevisibilidad de nuevos saberes, de nuevas técnicas, de nuevos repartos políticos? Ningún texto de la tradición parece tan lúcido sobre la actual mundialización de lo político, sobre la irreductibilidad de lo técnico y de lo mediático en el transcurso del pensamiento más pensante —y más allá del ferrocarril y de los periódicos de la época, cuyos poderes fueron analizados de manera incomparable por el Manifiesto—. Y pocos textos fueron tan luminosos a propósito del derecho, del derecho interna-cional y del nacionalismo.

Será siempre un fallo no leer y releer y discutir a Marx. Es decir, también a algunos otros —y más allá de la «lectura» o de la «discusión» de escuela—. Será cada vez más un fallo, una falta contra la responsabilidad teórica, filosófica, política. Desde el momento en que la máquina de dogmas y los aparatos ideológicos «marxistas» (Estados, partidos, células, sindicatos y otros lugares de producción doctrinal) están en trance de desaparición, ya no tenemos excusa, solamente coartadas, para desentendernos de esta responsabilidad. No habrá porvenir sin ello. No sin Marx. No hay porvenir sin Marx. Sin la memoria y sin la herencia de Marx: en todo caso de un cierto Marx: de su genio, de al menos uno de sus espíritus. Pues ésta será nuestra hipótesis o más bien nuestra toma de partido: hay más de uno, debe haber más de uno.

Sin embargo, entre todas las tentaciones a las que debo hoy resistirme, está la de la memoria: contar lo que ha sido para mí, y para los de mi generación, que la han compartido durante toda una vida, la experiencia del marxismo, la figura casi paterna de Marx, su disputa en nosotros con otras filiaciones, la lectura de los textos y la interpretación de un mundo en el cual la herencia marxista era (aún sigue y seguirá siéndolo) absolutamente y de parte a parte determinante. No es necesario ser marxista o comunista para rendirse a esta evidencia. Habitamos todos un mundo, algunos dirían una cultura, que conserva, de forma directamente visible o no, a una profundidad incalculable, la marca de esta herencia.

Entre los rasgos que caracterizan una cierta experiencia propia en mi generación, es decir, una experiencia que habrá durado al menos cuarenta años y que no ha terminado, aislaría en primer lugar una paradoja preocupante. Se trata de una perturbación del déjà vu, e incluso de cierto «siempre déjà vu». Este malestar de la percepción, de la alucinación y del tiempo lo menciono en razón del tema que nos reúne esta tarde: whither marxism? Para muchos de entre nosotros la cuestión tiene nuestra edad. En particular para los que —éste fue también mi caso— se oponían ciertamente al «marxismo» o al «comunismo» de hecho (la Unión Soviética, la Internacional de partidos comunistas, y todo lo que se seguía de ello, es decir, tantas y tantas cosas...) pero entendían por lo menos hacerlo por motivaciones distintas de las conservadoras o reaccionarias, incluso de las propias de posiciones de derecha moderada o republicana. Para muchos de nosotros, un cierto (digo bien, un cierto) fin del comunismo marxista no ha esperado al reciente hundimiento de la URSS y todo lo que de ello depende en el mundo. Todo esto empezó —todo esto era incluso déjà vu—, indudablemente, desde el principio de los años cincuenta. Desde entonces, la cuestión que nos reúne esta tarde (whither marxism?) resuena como una vieja repetición. Lo fue ya, aunque de una manera completamente distinta, la que se imponía a muchos de los que eramos jóvenes en esa época. La misma cuestión había ya resonado. La misma, ciertamente, pero de modo totalmente distinto. Y la diferencia en la resonancia, eso es lo que hace eco esta tarde. Aún es por la tarde, sigue cayendo la noche a lo largo de las «murallas», sobre los battlements de una vieja Europa en guerra. Con el otro y con ella misma.

¿Por qué? Era la misma cuestión, ya, como cuestión final. Indudablemente, muchos jóvenes de hoy en día (del tipo «lectores-consumidores de Fukuyama» o del tipo «Fukuyama» mismo) no están lo bastante enterados: los temas escatológicos del «fin de la historia», del «fin del marxismo», del «fin de la filosofía», de los «fines del hombre», del «último hombre», etc., eran en los años cincuenta, hace cuarenta años, el pan nuestro de cada día. Este pan de apocalipsis no se nos caía ya de la boca. Con toda naturalidad. Con la misma naturalidad con que tampoco se nos caía de la boca aquello que, después, en 1980, denominé «el tono apocalíptico en filosofía».

¿Qué consistencia tenía ese pan? ¿Qué gusto? Estaba, por una parte, la lectura o el análisis de los que podríamos denominar los clásicos del fin. Formaban el canon del apocalipsis moderno (fin de la Historia, fin del Hombre, fin de la Filosofía, Hegel, Marx, Nietzsche, Heidegger, con su codicilo kojeviano y los codicilos del propio Kojève). Estaba, por otra parte, e indisociablemente, lo que sabíamos o lo que algunos de nosotros desde hacía mucho tiempo no se ocultaban a sí mismos sobre el terror totalitario en los países del Este, sobre los desastres socioeconómicos de la burocracia soviética, sobre el estalinismo pasado o el neoestalinismo entonces vigente (en líneas generales: desde los procesos de Moscú a la represión en Hungría, por limitarnos a estos mínimos índices). Tal fue sin duda el elemento en donde se desarrolló lo que se llama la deconstrucción —y no puede comprenderse nada de ese momento de la decons-trucción, especialmente en Francia, si no se tiene en cuenta este enma-rañamiento histórico—. Por ello, para aquellos con quienes he compartido ese tiempo singular, esa doble y única experiencia (a la vez filosófica y política), para nosotros, me atrevería a decir, el alarde mediático de los discursos actuales sobre el fin de la historia y el último hombre se parece muy a menudo a un fastidioso anacronismo. Al menos hasta cierto punto que precisaremos más adelante. Algo de este fastidio transpira por otra parte a través del cuerpo de la cultura más fenoménica de hoy día: lo que se oye, se lee y se ve, lo que más se mediatiza en las capitales occidentales. En cuanto a los que se en-tregan a ello con el júbilo de un frescor juvenil, dan la impresión de estar retrasados, un poco como si fuera posible tomar aún el último tren después del último tren, e ir todavía con retraso respecto a un fin de la historia.

¿Cómo se puede ir con retraso respecto al fin de la historia? Cuestión de actualidad. Cuestión seria, pues obliga a reflexionar de nuevo, como lo hacemos desde Hegel, sobre lo que pasa y merece el nombre de acontecimiento después de la historia, y a preguntarse si el fin de la historia no es solamente el fin de un cierto concepto de la historia. Es ésta quizás una de las cuestiones que habría que plantear a quienes no se contentan sólo con ir con retraso respecto al apocalipsis y al último tren del fin sin ir, por así decirlo, asfixiados, sino que, además, encuentran el modo de sacar pecho con la buena conciencia del capitalismo, del liberalismo y de las virtudes de la democracia parlamentaria —designaremos por tal no al parlamentarismo y a la representación política en general, sino a las formas presentes, es decir, en realidad pasadas, de un dispositivo electoral y de un aparato parlamentario.

Tendremos que complicar este esquema dentro de un instante. Tendremos que ofrecer otra lectura del anacronismo mediático y de la buena conciencia. Pero para tornar más sensible la descorazonadora impresión de déjà vu que amenaza con hacer que se nos caiga de las manos toda la literatura sobre el fin de la historia y otros diagnósticos semejantes, citaré sólo (entre otros muchos ejemplos posibles) un ensayo de 1959 cuyo autor también había publicado un relato ya titulado, en 1957, El último hombre. Hace, pues, cerca de 35 años, Maurice Blanchot dedica un artículo, «El fin de la filosofía»3, a media docena de libros de los años cincuenta. Todos son testimonios de antiguos marxistas o comunistas, todos franceses. Blanchot escribirá más tarde «Para una aproximación al comunismo» y «Los tres discursos de Marx»4.

[Hubiera querido citar aquí completas, para suscribirlas sin reserva, las tres admirables páginas que llevan por título «Los tres discursos de Marx». Con la sobria brillantez de una incomparable densidad, de forma a la vez discreta y fulgurante, sus enunciados no se dan tanto como la respuesta plena a una cuestión cuanto se enfrentan con aquello a lo que tenemos que dar respuesta hoy día, herederos como somos de más de un discurso, como de una inyunción de por sí disyunta].

Consideremos, primero, la heterogeneidad radical y necesaria de una herencia, la diferencia sin oposición que debe marcarla, una «disparidad» y una cuasi-yuxtaposición sin dialéctica (justamente el plural de lo que llamaremos más adelante los espíritus de Marx). Una herencia nunca se re-úne, no es nunca una consigo misma. Su presunta unidad, si existe, sólo puede consistir en la inyunción de reafirmar eligiendo. Es preciso quiere decir es preciso filtrar, cribar, criticar, hay que escoger entre los varios posibles que habitan la misma inyunción. Y habitan contradictoriamente en torno a un secreto. Si la legibilidad de un legado fuera dada, natural, transparente, unívoca, si no apelara y al mismo tiempo desafiara a la interpretación, aquél nunca podría ser heredado. Se estaría afectado por él como por una causa —natural o genética—. Se hereda siempre de un secreto —que dice: «Léeme. ¿Serás capaz de ello?»—. La elección crítica reclamada por toda reafirmación de la herencia es también, como la memoria misma, la condición de finitud. El infinito no hereda, no se hereda. La inyunción misma (que dice siempre: elige y decide dentro de aquello de lo que heredas) no puede ser una sino dividiéndose, desgarrándose, difiriendo ella misma, hablando a la vez varias veces —y con varias voces—. Por ejemplo:

En Marx, y venidos siempre de Marx, vemos que toman fuerza y forma tres tipos de discurso, los tres necesarios, pero separados y más que opuestos: como yuxtapuestos. La disparidad que los mantiene unidos designa una pluralidad de exigencias a la cual, desde Marx, cada uno, al hablar, al escribir, no deja de sentirse sometido so pena de darse cuenta de que está prescindiendo de todo5.

«So pena de darse cuenta de que está prescindiendo de todo». ¿Qué quiere decir esto? y ¿«desde Marx»?

Prescindir de todo, es cierto, será siempre posible. Nada podrá nunca asegurarnos contra ese riesgo, menos aún contra ese sentimiento. Y un «desde Marx» continúa designando el lugar de asignación desde el cual estamos comprometidos. Pero si hay compromiso o asignación, inyunción o promesa, si hay esa llamada desde un habla que resuena ante nosotros, el «desde» marca un lugar y un tiempo que nos preceden, sin duda, pero para estar tanto delante de nosotros como antes de nosotros. Desde el porvenir, pues, desde el pasado como porvenir absoluto, desde el no saber y lo no advenido de un acontecimiento, de lo que queda por ser (to be): por hacer y por decidir (lo que significa en primer lugar, sin duda, el to be or not to be de Hamlet —y de todo heredero que, digamos, viene a jurar ante un fantasma—). Si «desde Marx» nombra un por-venir tanto como un pasado, el pasado de un nombre propio, entonces, lo propio de un nombre propio quedará siempre por venir. Y secreto. Quedará por venir no como el ahora futuro de lo que mantiene unida la «disparidad» (y Blanchot habla de lo imposible de una «disparidad» que, a su vez, «mantiene la unión»; queda por pensar cómo una disparidad podría, ella misma, mantener la unión, y si es posible hablar de la disparidad misma, de ella misma, de una mismidad sin propiedad). Lo que se enuncia «desde Marx» puede sólo prometer o recordar que hay que mantener la unión, en un habla que difiere, difiriendo no lo que afirma, sino difiriendo justamente para afirmar, para afirmar justamente, para poder (poder sin poder) afirmar la venida del acontecimiento, su por-venir mismo.

Blanchot no alude aquí a Shakespeare, pero no puedo entender «desde Marx», desde Marx, sin entender, como Marx, «desde Shakespeare». Mantener unido lo que no se mantiene unido, y la disparidad misma, la misma disparidad —volveremos constantemente a ello como a la espectralidad del espectro— es algo que sólo puede ser pensado en un tiempo de presente dislocado, en la juntura de un tiempo radicalmente dis-yunto, sin conjunción asegurada. No un tiempo de junturas negadas, quebradas, maltratadas, en disfunción, desa-justadas, según un dys de oposición negativa y de disyunción dialéctica, sino un tiempo sin juntura asegurada ni conjunción determinable.