Espiritualidad para insatisfechos - José María Castillo López - E-Book

Espiritualidad para insatisfechos E-Book

José María Castillo López

0,0

Beschreibung

En los tiempos que corren, cuando las religiones se ven cuestionadas desde diversos puntos de vista y por serios motivos (baste pensar en la conflictiva relación entre religión y violencia), la espiritualidad cobra fuerza. Cada día aumenta el número de personas que experimentan más y más, no ya la simple curiosidad por el esoterismo o cosas parecidas, sino la necesidad de vivir una espiritualidad coherente con las nuevas situaciones debidas al rápido y profundo cambio cultural del momento presente. El problema que muchos se plantean, cuando se habla de este asunto, está en que, en no pocos ambientes, la espiritualidad se relaciona con lo que aleja de la vida y del mundo, de la sociedad y de los asuntos serios que viven tantas personas. Se trata, en ese caso, de la espiritualidad que «entontece». En otros casos, lo que se piensa es que la espiritualidad es lo más opuesto a lo humano, lo corporal, lo laico, etc. O, lo que es peor, hay quienes sospechan que hablar de espiritualidad es hablar del sustituto liviano de la sólida fe religiosa de otros tiempos. Este libro sale al paso de tales malentendidos. Y presenta el significado y la forma de vivir de una espiritualidad recia que, al mismo tiempo, no renuncia ni a nuestra condición de ciudadanos del mundo ni a la apremiante necesidad de ser felices que todos experimentamos, sin olvidar en absoluto la utopía que puede motivarnos para hacer realidad el ideal de los que piensan que «otro mundo es posible».

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 404

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Espiritualidad para insatisfechos

Espiritualidad para insatisfechos

José M. Castillo

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Religión

 

 

Primera edición: enero 2007

Segunda edición: junio 2007

Tercera edición: septiembre 2007

Cuarta edición: 2008

Quinta edición: 2011

© Editorial Trotta, S.A., 2007, 2008, 2011, 2023

www.trotta.es

© José María Castillo, 2007

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-134-8

A tantas personas que, con su generosidady desprendimiento, me están ayudando eficazmenteen la educación y promociónde los niños y niñas en El Salvador

CONTENIDO

Introducción

 1. Los «peligros» de la espiritualidad

 2. El centro de la espiritualidad cristiana

 3. El Dios de la alegría y la alegría de los cristianos

 4. Felicidad y alegría en la vida cristiana

 5. La fe cristiana en una teología de frontera

 6. Jesús: persona y proyecto

 7. El miedo a los pobres

 8. Nuevos retos, nuevas esperanzas

 9. La utopía de Jesús

10. Globalizar la utopía del reino

11. La utopía secuestrada

 

Conclusión

Índice

INTRODUCCIÓN

Si usted visita una buena librería, es muy probable que en ella encuentre una amplia sección dedicada a libros sobre esoterismo. Si busca el sitio donde están los libros de religión, seguramente le va a costar trabajo encontrarlo. Y si lo que pretende es dar con un libro de espiritualidad, lo más seguro es que, si lo encuentra, estará entre los abundantes y extraños títulos que hay en la sección de esoterismo. O quizá dé con lo que busca en un rincón, donde están los títulos sobre religión. La cosa, pues, está clara: los que venden libros saben perfectamente lo que más le interesa a la gente. Y está visto que a buena parte del público que entra en las librerías le atraen más los títulos sobre esoterismo que los relacionados con la religión propiamente tal. En otras palabras, el esoterismo le está ganando la partida a la religión y, seguramente también, a la espiritualidad. ¿Por qué?

Es bastante probable que en esto influya una cosa que cualquiera advierte. La religión impone deberes, prohíbe cosas que nos gustan y, además, amenaza al que no se porta bien. El esoterismo, por el contrario, no prohíbe nada, no amenaza a nadie, no suele imponer deberes, sino que satisface la curiosidad, entretiene y ofrece soluciones sorprendentes o excitantes para situaciones o asuntos que interesan, a veces vivamente. Pero está claro que, en la medida en que lo que acabo de decir es verdad, en esa misma medida el esoterismo lleva las de ganar frente a la religión, que a mucha gente le resulta odiosa, pesada, aburrida o, por lo menos, molesta y desagradable. No en vano al esoterismo se le llama también «meta-religión», o sea, algo que está más allá de la religiosidad de siempre, es decir, más allá de lo que enseñan los «hombres de la religión» con sus sermones, sus censuras y sus amenazas. Y lo curioso es que, entre los libros de esoterismo, los hay que tratan ampliamente el tema del demonio y del infierno, las brujas y los exorcismos, el más allá y sus espantosos peligros, las sectas, las creencias más extrañas, los misterios de la alquimia, la numerología y la astrología. Yo no sé qué pasa con esto de los libros esotéricos, pero el hecho es que tratan esas cosas más como historias curiosas que como dogmas revelados por Dios. Y está claro que al común de los mortales les agrada más saber cosas extrañas que cargar con pesadas creencias y más pesadas obligaciones. Incluso cuando hablamos de asuntos estrechamente relacionados con la Biblia y el Evangelio, nos encontramos con el mismo hecho: seguramente hay más gente interesada en saber si Jesús estuvo o no estuvo casado con María Magdalena que en saber lo que ese mismo Jesús quería decir cuando hablaba del reino de Dios. Lo de María Magdalena tiene morbo, en tanto que lo del reino de Dios nos suena a homilía rutinaria de una misa cualquiera.

Pero con lo que acabo de decir me parece que no se da razón suficiente para explicar por qué (al menos en amplios sectores de la población) el esoterismo ha cobrado más importancia que la religión y la espiritualidad. Tengo la impresión de que aquí se juntan dos factores que explican lo que está pasando. Por una parte, hay mucha gente que está harta de religión, de Iglesia, de curas y obispos, de sermones, mandamientos y prohibiciones, con sus correspondientes amenazas de castigos en este mundo o en el otro. Pero, al mismo tiempo, también es verdad que esas mismas gentes, que rechazan la religión o quizá no se interesan en absoluto por ella, se hacen preguntas para las que no tienen respuesta. Preguntas que no se plantean por simple curiosidad, sino porque no le ven sentido a esta vida o a muchas de las cosas que vemos y hacemos en esta vida. Y, entonces, lo que ocurre es que quienes se sienten así (que creo son muchísimos ciudadanos) buscan, quizá afanosamente, las soluciones que anhelan y las respuestas que no encuentran. Pero como resulta que su rechazo de la religión y de la Iglesia les cierra el paso de la espiritualidad de siempre, buscan la salida por la vía del esoterismo, las ciencias ocultas, la astrología, la alquimia, los brujos y sus conjuros, los adivinos y visionarios, las intrigas de los grupos sectarios más extraños, con sus historias apasionantes del pasado y sus sorprendentes soluciones para el presente. Con una ventaja añadida, y es que todo esto resulta menos pesado que el yugo de la ley, que posiblemente el confesor de turno te va a cargar en las espaldas, y más entretenido que las manidas cosas que siempre nos dijeron en el catecismo de la doctrina cristiana. Cosas que casi nadie entendía y que, además, resultaban aburridísimas.

Así las cosas, la religión se ha ganado a pulso el descrédito en que se ve metida hasta las cejas, mientras que cualquier indocumentado te escribe un tratado de esoterismo que al día siguiente de salir a la calle está considerado como un best seller. Y por eso, no hace mucho, me vino a la cabeza la idea de componer un libro de espiritualidad para insatisfechos. En él he recogido varios artículos publicados en los últimos años en diversas revistas de investigación o de divulgación teológica. Y confieso que he recogido estos materiales movido por tres ideas que creo fundamentales. En primer lugar, el centro de la espiritualidad cristiana no está en la renuncia a todo lo bueno y gozoso que Dios ha puesto en este mundo, sino en la vida, en la plenitud de la vida, en la dignidad de la vida y también en el goce y el disfrute de la vida. En segundo lugar, la espiritualidad cristiana comporta unas exigencias éticas que arrancan del mensaje de Jesús sobre el reino de Dios, lo que no significa reducir el cristianismo a un proyecto ético, porque la ética de Cristo no se puede llevar a la práctica si no se vive desde una profunda experiencia mística. Y, en tercer lugar, la espiritualidad cristiana no se puede vivir sino desde una verdadera pasión por la utopía. De forma que la utopía tiene que ser el motor de toda persona que pretenda tomar en serio la espiritualidad que brota del Evangelio.

1

LOS «PELIGROS» DE LA ESPIRITUALIDAD

La dificultad

Para hablar correctamente de «espiritualidad» hay que empezar hablando de «peligros». Porque, por más chocante que resulte, la pura verdad es que la espiritualidad cristiana, tal como muchos la entienden, la enseñan o la practican, está erizada de serios «peligros». En otras palabras, hablar de espiritualidad es hablar de un asunto que entraña serios peligros.

Empezando por la palabra misma, mucha gente no entiende a qué se refiere eso de la espiritualidad. Pero, sobre todo, hay que tener en cuenta que «espiritualidad» viene de «espíritu». Y, para muchas personas, el espíritu es lo que se contrapone a la materia, al cuerpo, a lo que inmediatamente se nos mete por los ojos y palpamos, es decir, a lo más sensible, lo más cercano, incluso se podría decir que a lo más nuestro. De ahí que muchos cristianos tengan la impresión de que la espiritualidad es algo que, como sea, entra en conflicto con la felicidad humana, con el goce y el disfrute de la vida, con aspiraciones muy profundas que todos llevamos inscritas en la sangre misma de nuestras ideas más queridas. Y mucha gente, casi sin darse cuenta, saca la siguiente conclusión: parece como si el que se dedicara a la espiritualidad tuviera que renunciar a ser plenamente feliz porque, según esa manera de pensar, tendría que renegar de una parte esencial de sí mismo.

Esta dificultad tiene su explicación, en buena medida, en la historia misma de la palabra «espiritualidad». En efecto, durante muchos siglos los autores que han hablado de este asunto han asociado la palabra «espiritualidad» a la negación de la corporalidad, de la materia, o también de lo que llamaron la «animalidad». El término «espiritualidad» no es demasiado antiguo. Aparece por primera vez en una carta del pseudo Jerónimo, cuyo autor parece que fue Pelagio o uno de sus discípulos1. Pero en este escrito no tiene una significación precisa. Y tal imprecisión se mantuvo hasta el siglo XI. Conviene tener en cuenta que, en todo ese tiempo, esta palabra se utiliza raras veces2. Hacia 1060, Berengario de Tours se sirve de este término en su interpretación de la presencia eucarística; y lo significativo es que, para este autor, «espiritualidad» se contrapone a «sensualidad»3. En el siglo XII, Gilberto de Nogent, monje de Beauvais, habla de la espiritualidad como lo contrapuesto a las imaginaciones que comporta la poesía4. Y en el mismo tiempo, hacia 1120, Rimbaldo de Lieja afirma de manera terminante: «Si queremos ver las cosas propias de Dios, es necesario que depongamos la animalidad y asumamos la espiritualidad»5. Más tajante aún, en el siglo XIII, es Guillermo de Auvernia, que contrapone la espiritualidad a la brutalidad o animalidad6. Por su parte, Tomás de Aquino utiliza spiritualitas en un sentido ascético y distingue en ella tres grados, según se triunfe más o menos sobre la carnalitas. Tales grados corresponden, ante todo, a las vírgenes, en segundo lugar, a la viudas, y finalmente a las personas casadas7.

En todos los casos citados, como se ve de una parte o de otra, la espiritualidad es lo que se opone a la corporalidad, incluso a la sensualidad o a lo que algunos autores llaman la brutalidad. Así, la espiritualidad nació ligada al desprecio de lo sensible y lo corporal. Y hay que tener en cuenta que esta tendencia se prolonga en los siglos siguientes. Por ejemplo, Juan de Meung contrapone espiritualidad a carnalidad8. Y en el siglo XV, para Juan Gerson, la espiritualidad es lo que caracterizaba a san José, que era todo pureza, todo castidad9. Es decir, la espiritualidad, según esta forma de pensar, es la negación del uso de la sexualidad.

En el fondo de esta manera de pensar subyace la contraposición entre lo divino y lo humano, un asunto del que hablaré más adelante en este libro. De momento, baste decir que, de acuerdo con los textos que he citado, la espiritualidad es propia de la esfera de lo divino, quedando lo humano relegado a lo que el cristiano debe despreciar o, por lo menos, dominar y someter. En este sentido, un ejemplo relativamente reciente (de hace menos de un siglo) es el Manuel de Spiritualité de Auguste Saudreau, que define la espiritualidad como «la ciencia que enseña a progresar en la virtud y particularmente en el amor divino»10. El amor humano, las luchas y el empeño por la vida, por esta vida, por la política y el progreso, y, más aún, los gozos, las alegrías y el disfrute de este mundo, todo eso ha quedado tradicionalmente al margen de la espiritualidad o incluso en contra de ella. Lo cual es tanto como decir que lo más entrañablemente humano se ha visto alejado y ajeno a la espiritualidad, por no decir en oposición a ella. De donde ha resultado que, para mucha gente, adentrarse por los caminos de la espiritualidad es tanto como renunciar a una porción esencial de sí mismo o, más simplemente, mutilarse en algo esencial a nosotros mismos. Renunciar, por tanto, a lo que es realmente irrenunciable.

La espiritualidad «inaceptable»

Por lo que acabo de explicar, se comprende que el primer capítulo de este libro lleve por título «Los ‘peligros’ de la espiritualidad». Porque es evidente que una espiritualidad comprendida como acabo de indicar tiene que resultar inaceptable para el común de los mortales. Porque los hombres y mujeres de este mundo lo que lógicamente queremos es ser felices, realizarnos plenamente, conseguir el logro de nuestras aspiraciones y anhelos más profundos. De ahí que una espiritualidad que entra en conflicto con esas aspiraciones y anhelos es una espiritualidad abocada al fracaso. Cosa que (no sé si por suerte o por desgracia) ocurre con frecuencia.

Por supuesto, en este asunto, como en tantos otros, sería una equivocación y hasta una inmoralidad pretender a toda costa presentar la mercancía de una manera atrayente para ilusionar ingenua y falsamente a la clientela. Quiero decir que no se trata de ofrecer una espiritualidad «atractiva», sino de plantear una espiritualidad «auténtica» y coherente con lo que tiene que ser. Coherente, por tanto, con el Evangelio, fuente y origen de cualquier espiritualidad que pretenda ser cristiana. Pero ocurre que el Evangelio no es un proyecto que entra en conflicto con lo auténticamente humano, sino que precisamente es la plenitud de lo humano que hay en nosotros y el camino para que cada uno sea él mismo y se realice plenamente.

Por otra parte, como voy a explicar más adelante, desde el punto de vista de una teología sana y coherente no se puede hablar tranquilamente de lo «natural» y de lo «sobrenatural», de lo humano y lo divino, como dos planos separados y, menos aún, como dos realidades contrapuestas y enfrentadas la una a la otra, sea cual sea la explicación que se le quisiera dar a semejante separación y enfrentamiento. Tal como Dios ha querido que, en concreto, exista el ser humano, éste ha sido agraciado con un destino divino. Y, por tanto, todo el dinamismo humano, ya desde esta vida, está radicalmente invadido, penetrado, transido por lo sobrenatural y lo divino. Por eso, no me resisto a recordar un texto de K. Rahner que nos tendría que hacer pensar:

La experiencia individual del hombre particular y la experiencia religiosa colectiva de la humanidad nos confieren en una cierta unidad e interpretación recíprocas el derecho de interpretar al hombre, donde él se experimenta bajo las formas más diversas en su condición de sujeto de la trascendencia limitada, como el evento de la autocomunicación absoluta y radical de Dios11.

La aplicación que el mismo Rahner deduce para la vida diaria de las personas es clara y, por otra parte, decisiva:

La experiencia a la que aquí se apela no es primera y últimamente la experiencia que hace un hombre cuando en forma voluntaria y responsable se decide a una acción religiosa, por ejemplo, a la oración, a un acto de culto, o a una refleja ocupación teorética con una temática religiosa, sino la experiencia que se envía a cada hombre previamente a tales acciones y decisiones religiosas reflejas y que se le envía además tal vez bajo formas y conceptos que en apariencia nada tienen de religiosos12.

Dicho de otra forma más clara y más sencilla, todo esto nos viene a indicar que una persona que actúa rectamente, aunque su actuación aparentemente no tenga que ver nada con la religión, se relaciona con Dios y se une a Dios. Por lo tanto, el trabajo, el descanso, el gozo y el disfrute de la vida, las acciones en apariencia más sencillas y más intrascendentes, en realidad son cosas que nos llevan a Dios, nos acercan a Dios y tienen un profundo y radical sentido religioso, aunque nosotros ni siquiera pensemos en ello ni nos demos cuenta de ello. Seguramente, esta forma de pensar resultará sorprendente para algunas personas. Pero es así. Así de genial y así de humana es la acción de Dios con nosotros. Lo cual no debe disminuir, y menos aún marginar, el profundo sentido que tienen en la vida cristiana los actos propiamente «religiosos». Pero a cada cosa su valor. Y es decisivo dejar bien claro que una espiritualidad rectamente entendida tiene que empezar por tomar en serio el planteamiento que acabo de hacer. En esto insistiré más adelante.

La dificultad, por tanto, que entraña la espiritualidad tal como se ha entendido y practicado con demasiada frecuencia está en que, a cuento de la llamada «espiritualidad», se ha acentuado la diferencia y la distancia entre el «espíritu» y la «materia», entre lo «divino» y lo «humano», entre lo «religioso» y lo «profano», entre lo «eterno» y lo «temporal». De esta manera, la espiritualidad se ha visto desplazada de sectores que son enteramente fundamentales en la vida de las personas. Y no sólo desplazada, sino, lo que es peor, se ha visto como algo contrapuesto y hasta enfrentado a experiencias y situaciones a las que los mortales no podemos (ni debemos) renunciar. Es evidente que una espiritualidad entendida y practicada de semejante manera no puede prosperar en el mundo en que vivimos. Y por eso a nadie le debe sorprender que los «espirituales» y las «espiritualidades», con todas sus sublimidades, se vean con frecuencia en el cesto de los papeles o destinados a vegetar en el jardín de los recuerdos. De ahí la necesidad y la urgencia de precisar, en la medida de lo posible, lo que debemos entender por espiritualidad.

¿Qué es la espiritualidad?

Según la acertada formulación de Juan Antonio Estrada, «podríamos definir la espiritualidad como la vida según el espíritu, es decir, la forma de vida que se deja guiar por el Espíritu de Cristo»13. En el mismo sentido, Saturnino Gamarra indica que «es común presentar la espiritualidad como sinónimo de vivir bajo la acción del Espíritu»14. Vista de esta forma, la espiritualidad abarca la vida entera de la persona. No sólo su «espíritu», sino también su cuerpo; no sólo su individualidad, sino además sus relaciones sociales y públicas, su condición de miembro de la Iglesia y de ciudadano del mundo. Todo eso entra dentro de lo que entendemos por una vida guiada por el Espíritu. Se supera así el viejo dualismo entre alma y cuerpo, espíritu y materia, espiritualidad y animalidad. La espiritualidad interesa y afecta a todo lo que el hombre y la mujer son en su existencia concreta. Por lo tanto, nada de recelos o sospechas pensando que, al tomar en serio la espiritualidad, vamos a tener que renunciar a una porción esencial de nosotros mismos. Más bien, se trata de todo lo contrario. Se trata de que, al vivir intensamente la espiritualidad, nos vamos a realizar en plenitud y vamos a ser más plenamente nosotros mismos. O, dicho de otra manera, la espiritualidad, bien entendida y mejor practicada, nos lleva derechamente al logro de nuestra humanidad y, por eso mismo, a llenar y cumplir nuestras aspiraciones más profundas.

Pero interesa concretar más lo que entendemos cuando hablamos de una «vida que se deja guiar por el Espíritu». Se trata lógicamente del Espíritu de Jesús. Por lo tanto, se trata del Espíritu que inspira el Evangelio y que hace vida el Evangelio. En este sentido, tiene toda la razón del mundo Gustavo Gutiérrez cuando afirma que «una espiritualidad es una forma concreta, movida por el Espíritu, de vivir el Evangelio»15. También Segundo Galilea describe la espiritualidad como «un estilo de vivir el Evangelio en una determinada situación»16. Y Julio Lois, de forma más precisa: «Por espiritualidad entendemos aquí la forma concreta, el estilo o el talante que tienen los creyentes cristianos de vivir el Evangelio, siempre movidos por el Espíritu»17. En última instancia, esta manera de entender la espiritualidad cristiana se basa en que, por espiritualidad en general, entendemos, según la acertada formulación de H. U. von Balthasar, «la actitud básica, práctica o existencial, propia del hombre, y que es consecuencia y expresión de su visión religiosa —o, de un modo más general, ética— de existencia»18. Pero está claro que esta actitud «básica, práctica o existencial» se traduce necesariamente en una forma de vida y de comportamiento. Y esta forma de vida y de comportamiento no puede ser otra, hablando en cristiano, que el Evangelio.

Esto se tiene que entender con todas sus consecuencias. Porque, como afirma el mismo von Balthasar, se trata de una «palabra dura». Una palabra que,

[...] para hacerla comprensible, hemos de insertarla de nuevo en el contexto existencial del mismo Evangelio. Si éste fuese una filosofía de la religión o una ética abstracta para cualquiera, aquella dureza sería injustificada. Pero la configuración intrínseca del Evangelio exige que el hombre siga a Jesús de manera que, en una decisión definitiva, se lo juegue todo a una sola carta, abandonando todo juego posterior. «Abandonarlo todo», sin volver la vista atrás, sin poner como condición una «síntesis» entre Jesús y la despedida de los de casa, entre Jesús y el entierro del propio padre, entre Jesús y cualquier otra realidad. «Tomar sobre sí la cruz», es decir, preferir de un modo absoluto la voluntad de Dios a cualquier otro plan, propensión o afecto: al padre, a la madre, a la mujer y a los hijos, la casa, los campos, etc. La exclusión de toda síntesis es la medida, el canon, la norma. Cuando uno comprende esto y lo cumple, siendo —por su respuesta positiva— no sólo «llamado», sino también «elegido», entonces su vida será «canónica» en sentido cristiano19.

La espiritualidad y la vida

La larga cita del gran teólogo que fue Urs von Balthasar, un teólogo de corte netamente conservador y tradicional, es conveniente retenerla. Porque expresa, en un lenguaje que no hace concesiones, hasta qué punto la espiritualidad cristiana no admite medias tintas ni soluciones de compromiso. El problema está en comprender y retener bien a qué se refiere esa actitud fuerte y dura, firme y nunca dispuesta a admitir fisuras. ¿De qué se trata? O, mejor, ¿en qué es en lo que hay que poner esa exigencia tan radical, tan fuerte y tan firme?

Se trata de la vida. Esta vida nuestra, la que tenemos en este mundo. Una vida tan apreciable y tan bella, tan fecunda y tan valiosa, que es divina, al mismo tiempo que humana. Porque eso es la espiritualidad de los cristianos: es la vida tomada en serio. O, más exactamente, es una forma de vivir la vida. La forma que es coherente con el Evangelio, con todo el Evangelio, y no sólo con aquellos textos o aquellos pasajes que nos convienen, que cuadran con mis ideas políticas o con mis intereses económicos. Y aquí, exactamente aquí, es donde empezamos a caer en la cuenta de los «peligros» más sutiles que entraña la espiritualidad cristiana. Porque, para el común de los cristianos, hablar de radicalidad evangélica es lo mismo que hablar de renuncia y de cruz. Ahora bien, la renuncia y la cruz se suelen entender como vencimiento y mortificación de lo que nos agrada, dolor con Cristo doloroso, sufrimiento y muerte. De manera que a la cruz, entendida así, se le suele atribuir un valor santificante y salvífico por sí mismo. De donde resulta que vivir el Evangelio es (según creen muchos cristianos) vivir en la renuncia más absoluta, porque eso es lo que, por lo visto, le agrada a Dios. Es lo que, en el siglo XV, dijo el famoso autor de la Imitación de Cristo, Tomás de Kempis, en un texto conocido, que seguramente volveré a recordar más adelante:

Si hubiera algo mejor y más útil, para el hombre, que sufrir, Jesucristo nos lo habría enseñado con sus palabras y su ejemplo [...]. Cuando llegues a encontrar el sufrimiento dulce y amarlo por Jesucristo, entonces considérate dichoso porque has encontrado el paraíso en la tierra20.

Sin duda alguna, esta manera de hablar tiene el peligro de dar a entender no sólo que Dios permite el sufrimiento, sino además que, en el fondo, lo que ocurre es que a Dios le agrada el sufrimiento de los seres humanos. De ahí que, con frecuencia, el lenguaje ascético sobre el sufrimiento roza los límites del absurdo y hasta de lo irracional e incluso casi de lo blasfemo. Porque presenta a un Dios que «necesita» la sangre, el dolor y la muerte para aplacarse en su furor y en su ira contra las ofensas que recibe de los hombres. Un Dios así, por mucho que queramos justificarlo y explicarlo, en última instancia, es un Dios que resulta inaceptable y monstruoso para el común de los mortales. Y lo mismo hay que decir de la espiritualidad que se desprende lógicamente de semejante imagen de Dios. Por eso, la imaginería religiosa y las vidas de los santos nos presentan constantemente, machaconamente, figuras y símbolos de dolor, de contradicción y de sufrimiento como el aire de familia que caracteriza a las personas que se acercan a Dios.

Dios, su bondad y el sufrimiento

Frente a la forma de presentar a Dios que nos ha ofrecido la espiritualidad cristiana tradicional (y la teología de la salvación [soteriología] subyacente a tal espiritualidad), hay que decir, con firmeza y sin medias tintas, que Dios, Padre de bondad y de misericordia, no quiere que sus hijos sufran. En el mundo hay sufrimiento porque toda forma de vida creada y, más en concreto, toda forma de vida terrena es limitada. Y esa limitación lleva consigo el enfermar, el envejecer y el morir. Además, está el misterio insondable de la libertad humana, que con frecuencia se inclina al mal, es decir, a hacer daño al otro y a los demás en general, con lo que el sufrimiento en el mundo alcanza cotas inimaginables. Pero no es éste ni el momento ni el sitio de intentar (una vez más) resolver lo que es un misterio sin fondo: el problema del mal y sus posibles explicaciones para hacerlo compatible con la existencia de un Dios bueno y fuente de bondad y de felicidad21. Y, en última instancia, el problema que representa lo que ahora se llama la deconstrucción de la metafísica, que para mucha gente ha desembocado en el ateísmo22. En todo caso, lo que sí quiero dejar bien claro es que, desde el mensaje de amor y de misericordia que presenta el Evangelio, el único sufrimiento que Dios quiere es el que brota de la lucha contra el sufrimiento.

Por eso sufrió Jesús. Porque se puso absolutamente de parte de todas las víctimas del sufrimiento humano, fuera cual fuera la razón de ese sufrimiento. Esto es lo que explica por qué Jesús se enfrentó a una religión, a unos sacerdotes, a una institución sagrada que, en lugar de aliviar el sufrimiento humano, lo que hacían era provocarlo y agravarlo. En este sentido, resulta coherente pensar que Dios quiso que Jesús bebiera el cáliz de dolor y muerte que tuvo que beber. Como quiere igualmente que cada uno de nosotros mortifiquemos y venzamos lo que, en nuestros comportamientos y conductas, es causa de sufrimiento para los demás. Ése es el sufrimiento que Dios quiere y la mortificación que le agrada. El sufrimiento y la mortificación que nos hacen cada día más libres y más disponibles, en definitiva, más humanos. Para así intentar, en la medida de nuestras posibilidades (las de cada cual), disminuir y aliviar el sufrimiento de tantas víctimas del egoísmo, de la injusticia, de la opresión, de la insolidaridad y de la deshumanización, cosas que por todas partes brotan en este mundo.

Si no me equivoco, a esto se reduce, en última instancia, el mensaje de seguimiento radical y de cruz que nos presenta Jesús en el Evangelio. Además, la experiencia nos enseña que, en la sociedad en que vivimos, el que se pone de veras a luchar contra las causas del sufrimiento, inevitablemente tiene que afrontar incontables enfrentamientos, incomprensiones, conflictos y hasta es posible que llegue a encontrarse en situaciones límite, situaciones de vida o muerte. Y pienso que, al decir estas cosas, estamos tocando algo que es enteramente central en la espiritualidad cristiana. Tal fue la espiritualidad de Maximiliano Kolbe, de monseñor Romero, de Martin Luther King, de monseñor Angelelli, por citar algunos nombres concretos que me vienen a la cabeza, así, a bote pronto. Y la espiritualidad también de tantos sacerdotes, religiosas, religiosos, laicos comprometidos que, a lo largo del siglo XX, han pagado con sus vidas el atrevimiento de haber tomado en serio la lucha contra el sufrimiento de las víctimas de este mundo y contra el dolor, la desgracia y la humillación de los más pobres de la tierra.

Por lo demás, al hablar de esta forma cualquiera comprende que esto no es relajar las exigencias del vencimiento y de la cruz que comporta el Evangelio, sino que se trata de situar esas exigencias donde tienen que estar. Sólo así, pienso yo, podremos evitar los «peligros» que, con frecuencia, acarrea la incorrecta comprensión de la espiritualidad cristiana.

Estructura de la espiritualidad cristiana

Cuando la espiritualidad se estructura a partir del proyecto de la propia perfección espiritual, existe el peligro de que el individuo, sin darse cuenta, se centre en sí mismo. En ese caso, con la mejor voluntad del mundo, lo que se hace es fomentar quizá el más refinado egoísmo. Toda la preocupación del sujeto se concentra en su propio adelantamiento, en su propio crecimiento espiritual, en el acopio de virtudes y de méritos, para lograr lo más y mejor que se puede lograr en esta vida: la santidad. Eso es lo que se les ha dicho a los cristianos mil veces, sobre todo lo que se ha dicho en conventos, noviciados y seminarios, es decir, en los ambientes en los que tradicionalmente más se ha fomentado y cultivado la espiritualidad. Por eso no es infrecuente encontrar personas que cultivan asiduamente la espiritualidad, pero de tal manera que, al mismo tiempo, son individuos aferrados a sus propias ideas y a sus propios intereses. Individuos impositivos y dominantes, incapaces de dar su brazo a torcer, aunque todo eso se disimule bajo unas formas y unas prácticas que pueden parecer lo más sublime y espiritual de este mundo y del otro.

Interesa, pues, fijar con claridad, en la medida de lo posible, en torno a qué criterios se debe plantear la estructura fundamental de la espiritualidad de los cristianos. Es lo que me propongo indicar a continuación.

Para empezar, al leer los evangelios queda claro que el punto de partida de toda espiritualidad cristiana se encuentra donde empieza el seguimiento de Jesús. Esto es lo primero que tuvieron que afrontar los discípulos, es decir, a partir de la opción clara y firme por el seguimiento empezaron a vivir lo que podemos llamar la espiritualidad evangélica. Ahora bien, seguir a Jesús no es seguir una idea, un programa, un proyecto, como explicaré detenidamente en otro capítulo de este libro. Seguir a Jesús es seguir a una persona. Y seguirla de tal forma que ese seguimiento no admite condición alguna, como ya he dicho al citar un texto de Hans Urs von Balthasar: ni el entierro del propio padre, ni despedirse de la propia familia, ni aun siquiera tener una piedra donde reclinar la cabeza (Mt 8, 18-22; Lc 9, 57-62). Por supuesto, no es éste ni el sitio ni el momento para ponerse a analizar estos textos. Pero, en cualquier caso, hay algo muy claro en ellos, como en todos los que hablan del seguimiento de Jesús: el punto de partida de la espiritualidad cristiana está allí donde se toma en serio, y con todas sus consecuencias, la tarea de la libertad. Es decir, no estar atado a nada ni a nadie, para estar enteramente disponible. San Ignacio de Loyola afirma claramente que el «principio y fundamento» de la espiritualidad cristiana es la «indiferencia», es decir, la libertad ante la salud y la enfermedad, ante la riqueza y la pobreza, ante el honor y el deshonor, ante la vida larga o la vida corta, «y por consiguiente en todo lo demás» (Ejercicios Espirituales, n.º 23).

Pero aquí es decisivo evitar un equívoco: no buscamos la libertad porque eso nos hace más perfectos, sino porque, ante todo y sobre todo, queremos estar disponibles para la causa del reino de Dios. De tal manera que el centro mismo y el principio estructurante de la espiritualidad es la dedicación, la entrega y hasta la lucha por el reino. Eso es lo que tiene que determinar nuestras opciones y dar sentido a nuestra vida. Porque, en realidad, eso fue lo que orientó todo el mensaje y la actividad de Jesús. En efecto, tanto los comentaristas de los evangelios como los especialistas en cristología están hoy generalmente de acuerdo en que el centro de la predicación y del ministerio de Jesús fue su proclamación del reino. Es decir, aquello a lo que Jesús se entregó en cuerpo y alma fue la causa del reino de Dios23. Y en eso educó Jesús a sus discípulos, para eso los formó.

Ahora bien, la consecuencia ineludible de la conversión al reino es el compromiso y la lucha por una sociedad digna de los seres humanos, es decir, una sociedad en la que se respete y se garantice la igualdad en derechos de todas las personas. Y, además, una sociedad fraternal, solidaria, liberada de opresiones e injusticias. Más aún, una sociedad en la que, si algo se impone de verdad, debe ser la ley del más débil24. Por tanto, una sociedad en la que los últimos sean los primeros, es decir, en la que los privilegiados sean los más débiles, los que peor lo pasan en cualquier sociedad, los que más sufren, los pobres, los marginados y excluidos, los enfermos y, en general, todos los desgraciados de esta tierra. Teniendo en cuenta que el reino de Dios exige todo eso, no porque se reduzca a un proyecto de justicia social, sino porque es la realización, ya desde este mundo, de la gran familia de Dios, es decir, la forma de convivencia humana en la que Dios es real y efectivamente el Padre de todos por igual, no sólo en cuanto todos son igualmente queridos por Dios, sino además porque todos son igualmente tratados en este mundo. De donde resulta, lógicamente, una forma de sociedad en la que todos son realmente hermanos y solidarios, destacando la preferencia por los que más sufren y peor lo pasan, como se hace en toda familia de gente bien nacida. Por supuesto, un proyecto así es una utopía. Y es que el reino de Dios que anunció Jesús es un proyecto utópico. Pero de la utopía de Jesús y su expresión actual hablaré en los capítulos finales de este libro.

El peligro del subjetivismo intimista

La entrega al trabajo por el reino de Dios, la lucha por irlo realizando en este mundo, en nuestra sociedad, todo eso es el principio estructurante fundamental de la espiritualidad cristiana. De esta manera, la espiritualidad se ve liberada del subjetivismo intimista y del peligro de egocentrismo larvado que, tantas veces, la ha viciado. Desde este punto de vista, es importante caer en la cuenta de que el proyecto del reino de Dios, antes que un proyecto de actividad pastoral, es un proyecto de humanización de las personas, un proyecto de vida y de felicidad para todos los que sufren. Y, así, es el proyecto básico de la espiritualidad de los cristianos.

Planteada de esta forma, la espiritualidad alcanza una dimensión de realismo que con frecuencia le ha faltado. Por poner un ejemplo: la espiritualidad cristiana se ha caracterizado por el desprendimiento y la renuncia de los bienes de este mundo y por un modo de vida austera, pero no solía cuestionar las causas de opresión y explotación que sufren los pobres, los inmigrantes, los marginados y excluidos sociales25. Así hemos tenido, durante siglos, una espiritualidad más preocupada por la virtud de la pobreza que por el sufrimiento de los pobres. O sea, una espiritualidad más interesada por la santidad del «espiritual» que por el hambre del «necesitado». Un auténtico despropósito. Y es evidente que nadie va a poner en duda que la libertad con respecto al dinero y a los bienes de este mundo es algo fundamental. Pero con tal de que esa libertad sea la predisposición y la condición de posibilidad para luchar contra la injusticia, la opresión y el sufrimiento que padecen los pobres. Enfocar las cosas de esta manera es, me parece a mí, el modo más evangélico de encauzar y orientar la ascética de una persona que toma en serio la causa del reino de Dios. Por eso, insisto, no se trata de sustituir la ascética por la lucha social. Se trata, en cualquier caso, de ser realmente libres y estar dispuestos para aliviar y si es posible suprimir el dolor y la humillación de las víctimas de este mundo.

Las prácticas espirituales

Por último, al hablar de la estructura fundamental de la espiritualidad cristiana, parece necesario decir algo sobre la oración y la celebración de la fe. Aquí es importante recordar lo que ya dije antes: todo arranca de la opción por el seguimiento de Jesús. Pero ya he dicho que seguir a Jesús es, antes que nada, seguir a una persona, encontrarse con esa persona, relacionarse con ella. Ahora bien, toda relación interpersonal, si es auténtica y profunda, lleva consigo necesariamente la exigencia de diálogo, de presencia, de intimidad, de co-efusión. Eso, en el caso del encuentro con Jesús mediante la fe, es la oración. De no ser así, la fe se convierte insensiblemente en una pura ideología, que, por más excelente que sea, resulta una desnaturalización de la misma fe. Por otra parte, al entender la oración como una exigencia del seguimiento de Jesús, la experiencia íntima de la persona creyente se libera del peligro de tranquilidad y autocomplacencia engañosa en que, no pocas veces, resultan implicadas las personas que cultivan la espiritualidad. Porque así es. Todos sabemos de sobra que hay gente muy «espiritual», gente que se siente satisfecha con su propia oración, pero que al mismo tiempo es incapaz de complicarse la vida por defender a un hermano o más simplemente por variar el orden diario de sus ocupaciones y descansos. Está claro que cuando eso ocurre, falla algo muy fundamental. Y es posible que la oración, en esos casos, produzca inconscientemente un efecto tranquilizante, como si de un placebo se tratase, que nos dificulta para ver lo lejos que está nuestra vida del verdadero seguimiento de Jesús.

En cuanto a la celebración cristiana de la fe, todos los creyentes saben que los sacramentos, especialmente el bautismo y la eucaristía, son esenciales en la vida de la Iglesia y, por tanto, en la experiencia de la comunidad cristiana. Pero, en este asunto, es importante comprender que los sacramentos tienen y exigen una dimensión celebrativa, que en ningún caso se debe marginar y, menos aún, olvidar. No pretendo aquí desarrollar el porqué y el cómo de la celebración26. Doy eso por supuesto. Lo que me interesa, en este momento, es insistir en que la espiritualidad cristiana tiene una estructura sacramental y, por tanto, celebrativa, cosa que es determinante para la vida cristiana. Una espiritualidad que no tiene, en todo caso, muy en cuenta las exigencias que comportan el bautismo y la eucaristía es una espiritualidad falseada por su misma base. Por otra parte, nunca podemos olvidar que los sacramentos en general, y más en concreto tanto el bautismo como la eucaristía, son celebraciones comunitarias. Con lo cual estoy alertando del peligro de individualismo que no pocas veces ha acechado y ha perjudicado seriamente a la espiritualidad de los cristianos.

1.Epist. VII, 9. PL 30, 118 C. Cf. A. Solignac, «Spiritualité», en Dictionnaire de spiritualité, Beauchesne, Paris, XIV, p. 1143.

2.A. Solignac, o. c., pp. 1143-1144.

3.De sacra coena adversus Lanfrancum, 37, ed. de W. Beenkenkamp, Den Haag, 1941, p. 106.

4.De vita sua, I, 17. PL 156, 874 AB, ed. de E. R. Labande, Paris, 1981, p. 138.

5.De vita canonica, 11, ed. de C. de Clercq, CCM 4, 1966, p. 28.

6.De anima, c. 5, XII, en Opera, 2/2, 130 a-b. Cf. A. Solignat, o. c., p. 1145.

7.In IV Sent., d. 49, q. 5, a. 2, sol. 3.

8.Citado por F. Godefroy, Dictionnaire de la langue française du IX au XV siècle, vol. III, Paris, 1884, 524 b. Cf. A. Solignac, o. c., p. 1146.

9.Outres considérations sur saint Joseph, en P. Glorieux (ed.), L’oeuvre française VII, Desclée, Paris, 1966, p. 95.

10.Paris, 1917, p. 7.

11.K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona, 1979, p. 165.

12.Ibid.

13.J. A. Estrada, La espiritualidad de los laicos, Cristiandad, Madrid, 1992, p. 14.

14.S. Gamarra, Teología espiritual, BAC, Madrid, 1994, p. 36.

15.G. Gutiérrez, Teología de la liberación, Sígueme, Salamanca, 1990, p. 244.

16.S. Galilea, Vivir el Evangelio en tierra extraña, Indo-American Press, Bogotá, 1976, p. 7.

17.J. Lois, «Para un espiritualidad del seguimiento de Jesús»: Sal Terrae 74 (1986), p. 43. Para todo este asunto, véase el análisis más detallado de A. Guerra, Acercamiento al concepto de espiritualidad, Fundación Santa María, Madrid, 1994, pp. 54-55; Íd., Trasfondo de la espiritualidad contemporánea, Claretianas, Madrid, 1992, pp. 254-255.

18.H. U. von Balthasar, «El Evangelio como criterio y norma de toda espiritualidad en la Iglesia»: Concilium 9 (1965), p. 7.

19.H. U. von Balthasar, o. c., pp. 18-19.

20.Imitación de Cristo, II, 12.

21.Remito aquí al excelente estudio de J. A. Estrada La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios, Trotta, Madrid, 22005.

22.Cf., en R. Rorty y G. Vattimo, El futuro de la religión. Solidaridad, caridad, ironía, Paidós, Barcelona, 2006, la introducción del compilador de la obra, Santiago Zabala, pp. 16-18.

23.Una buena presentación del tema del reino en las cristologías actuales, en J. Sobrino, Jesucristo liberador, Trotta, Madrid, 42001, pp. 148-177. Para cuestiones exegéticas, cf. J. Jeremias, Teología del Nuevo Testamento, vol. I, Sígueme, Salamanca, 1975, pp. 119-132. Bibliografía abundante sobre este asunto, en E. Schillebeeckx, Jesús, la historia de un viviente, Trotta, Madrid, 2002, p. 128. Un estudio de conjunto, en J. M. Castillo, El Reino de Dios. Por la vida y la dignidad de los seres humanos, Desclée, Bilbao, 2000.

24.Remito al excelente estudio de L. Ferrajoli Derechos y garantías. La ley del más débil, Trotta, Madrid, 52006.

25.Cf. J. J. Tamayo, Para comprender la teología de la liberación, Verbo Divino, Estella, 1988, p. 66.

26.Para este punto, cf. J. M. Castillo, Espiritualidad para comunidades, San Pablo, Madrid, 1995, pp. 147-164.

2

EL CENTRO DE LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA

Un contraste que hace pensar

Hablar de «espiritualidad» es hablar de algo que, con bastante frecuencia, produce reacciones contrapuestas. Porque hay personas para quienes la espiritualidad es lo más digno, lo más noble, incluso lo más importante que el ser humano puede y debe afrontar en esta vida. Mientras que, por el contrario, para otras gentes, la espiritualidad es una cosa que no interesa en absoluto o (lo que es más significativo) la espiritualidad es algo que resulta sospechoso y hasta puede ser que inadmisible. En definitiva, plantear el asunto de la espiritualidad es poner sobre el tapete un tema que pone en evidencia un contraste y hasta puede ser que, en algunos casos, se trate de una confrontación. Porque, al tratar este asunto, enseguida nos encontramos con los entusiastas de la espiritualidad y también con sus detractores. Los entusiastas, es decir los que ven en la espiritualidad el remedio de todos los males. Y los detractores, es decir, los que ni siquiera soportan la palabra y lo que esa palabra les sugiere. Porque hay quienes piensan, como ya he indicado en el capítulo anterior, que espiritualidad es lo mismo que evasión del mundo y de la historia, renuncia y mortificación de todo lo que naturalmente nos gusta, aceptación resignada de las penas y miserias que lleva consigo el hecho de vivir en este «valle de lágrimas», y, además, todo eso con mucho «misticismo» y con buenas dosis de «espiritualismo», cosas que a no pocas personas les ponen extremadamente nerviosas.

Ahora bien, este contraste, esta confrontación indica, por lo menos, dos cosas. En primer lugar, que la espiritualidad es algo muy serio, seguramente muy profundo. Porque un tema que produce reacciones tan opuestas y tan fuertes es un tema que seguramente toca fondo, que sin duda remueve en muchas personas experiencias no sólo conscientes sino también (lógicamente) inconscientes. Experiencias en las que cada cual percibe que se juega mucho en su vida. En segundo lugar, todo esto indica también que en la espiritualidad, tal como mucha gente la entiende, hay algo que funciona mal porque seguramente está mal planteado. Y bien sabemos que cuando un problema se plantea mal, la solución no puede resultar acertada. Aquí está, me parece a mí, lo primero que se debe tener en cuenta cuando pretendemos decir algo que valga la pena sobre el tema de la espiritualidad.

Este contraste, incluso esta confrontación, son hechos que hacen pensar. Quiero decir: son hechos que obligan a hacerse preguntas. Y por cierto, preguntas muy básicas. Yo voy a afrontar aquí la que, a mi juicio, me parece la más importante de todas: ¿dónde está el centro de la espiritualidad cristiana? No olvidemos que, cuando en un asunto vamos derechamente al centro de la cuestión, eso ya por sí solo es el camino más directo y más seguro para poner en claro lo que queremos saber. A fin de cuentas y como tantas veces se ha dicho, en asuntos de verdadera importancia, lo más práctico es tener una buena teoría. Pues bien, de eso se trata en este capítulo, de ir directamente al planteamiento de la teoría que define dónde está el centro de la espiritualidad cristiana.

Dios y la vida

Para poner en claro dónde está este centro de la espiritualidad cristiana, lo primero que necesitamos es caer en la cuenta de que las personas que tenemos (o pretendemos tener) creencias religiosas establecemos, con demasiada frecuencia y sin darnos cuenta de ello, una relación dialéctica entre Dios y la vida. Quiero decir: para mucha gente, Dios y la vida son dos realidades disociadas la una de la otra. Pero no sólo disociadas, sino sobre todo dos realidades contrapuestas. Porque, en última instancia, abundan las personas que ven en la vida, con sus males, sus sufrimientos y sus contradicciones, la gran dificultad para creer en Dios. Y porque, en sentido contrario, abundan también las personas que ven en Dios el gran obstáculo para vivir, desarrollar y disfrutar la vida en toda su plenitud y con todas sus potencialidades. Es decir, por una parte, la vida en este «valle de lágrimas» representa nada menos que el problema del mal, es decir, el obstáculo insalvable para aceptar que existe un Dios infinitamente bueno e infinitamente poderoso. Pero, por otra parte, ese Dios que nos manda y nos prohíbe, nos amenaza y nos castiga, se traduce y se concreta en el problema de la religión