Espiritualidad sin Dios - Peter Heehs - E-Book

Espiritualidad sin Dios E-Book

Peter Heehs

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Mucho antes de que la frase "espiritual pero no religioso" se pusiera de moda, había religiones y tradiciones espirituales en la India, China y Occidente que negaban la existencia de Dios. Peter Heehs empieza centrándose en las tradiciones sin Dios del mundo antiguo. Las religiones indias como el jainismo y el budismo mostraban el camino hacia la liberación por medio del esfuerzo individual. En China, los confucionistas y los taoístas enseñaban cómo vivir en armonía con la naturaleza y la sociedad. Filosofías del mundo grecorromano, como el epicureísmo, el estoicismo y el escepticismo, se focalizaban en mejorar la calidad de vida más que en ganarse el favor de los dioses a través del culto. Heehs muestra cómo estas tradiciones, redescubiertas durante el Renacimiento, contribuyeron a iniciar la Ilustración en Europa y abrieron el camino al ateísmo y al agnosticismo de los siglos xviii y xix. La aproximación personal e interior a la religión fue conocida como "espiritualidad". Espiritualidad sin Dios es un contrapeso a las narrativas teístas que han dominado el ámbito, así como una introducción a formas de pensamiento y práctica espiritual que pueden atraer a personas no interesadas en Dios.

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Seitenzahl: 712

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Peter Heehs

Espiritualidad sin Dios

Su historia y su práctica

Traducción del inglés de Lourdes Vergés

Título original: SPIRITUALITY WITHOUT GOD. A Global History of Thought and Practice

© Peter Heehs, 2019

Traducción publicada por acuerdo con Bloomsbury Publishing Plc

© 2021 by Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

© de la traducción del inglés al castellano: Lourdes Vergés

Revisión de Alicia Conde

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Editorial Kairós

Primera edición en papel: Mayo 2021

Primera edición en digital: Septiembre 2021

ISBN papel: 978-84-9988-850-7

ISBN epub: 978-84-9988-932-0

ISBN kindle: 978-84-9988-933-7

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Sumario

Prefacio de Francesc Torradeflot FreixesPrólogo: ha nacido una religión1. Introducción: religión y espiritualidad, dioses y 'sindioseidad'2. Religiones teístas y no-teístas en el mundo antiguo3. Defensa y debate sobre la tradición4. El triunfo del teísmo5. La llegada de la modernidad y el declive de Dios6. Secularizar lo sagrado7. La muerte y el más allá de DiosEpílogo: ¿Espiritual, pero todavía religioso?NotasBibliografía

PrefacioEdificar una profunda humanidadFrancesc Torradeflot Freixes

Estamos ante un libro inédito y único sobre la historia global de la espiritualidad sin Dios. Y aparece en un tiempo en que autores como André Comte-Sponville y Sam Harris, entre otros, le están dando prestigio y renombre internacional a esta tendencia de cualidad humana. Responde además a la necesidad de ordenar un poco este campo de conocimiento y experiencia humana.

«Como agnóstico, me siento más cómodo con Buda, Lucrecio, Spinoza o Emerson que con Platón, Jesús, Rumi y Nichiren», afirma Heehs, para después, reflejando así el espíritu que recorre todo el libro, añadir «pero mientras trabajaba me di cuenta de que tenía tanto que aprender de los maestros teístas como de los no teístas». Esta obra nos permite aprender y gustar destellos de sabiduría sin prejuicios y refuerza nuestra capacidad de liberarnos de estereotipos.

Heehs muestra una excelente documentación histórica, bien narrada, pedagógica y fácil de entender. Su perspectiva histórica permite ver con claridad aportaciones complejas a la cultura de una sociedad inclusiva y pluralista. La habilidad de Heehs de presentar los procesos desde sus complejas causalidades y su honestidad y ecuanimidad evaluativa acreditan su expresiva narrativa al mostrar, entre otros, el creciente escepticismo de la modernidad y sus coincidencias con los lenguajes apofáticos.

El propio autor considera su texto un «puente entre la Ilustración y las sabidurías humanas». Consciente del vastísimo panorama que aborda, opta claramente por lo que más le interesa: la filosofía y la religión, no solo por razones «económicas» de espacio.

¿Hablar de Dios? Una de las palabras más usadas en todas las lenguas del planeta. ¿Dios como descripción o como símbolo? He ahí el gran dilema. Si Dios aparece como una descripción o definición de la realidad, de lo que es, desarrollamos una epistemología mítica, que cree que lo que podemos conocer y describir es la misma realidad tal y como es. Si Dios es visto como un símbolo, un apuntamiento, una alusión a la realidad, entonces estamos ante una epistemología no mítica en la que el lenguaje abre a la realidad, pero no la agota. La humanidad ha ido escogiendo, aun sin saberlo, una u otra opción. Las diferentes tradiciones religiosas y espirituales están atravesadas por estas dos posturas.

La primera postura, más propia de postulados teístas, refleja la relación entre el ser humano y la divinidad como un diálogo personal entre un yo y un Tú transcendente, más o menos antropomórfico, donde la iniciativa la tiene siempre el Tú, con su gracia y su revelación. Se relaciona con frecuencia con posturas sociopolíticas jerárquicas y exclusivistas que suelen demandar sumisión y que, en algunos casos, pueden llegar a generar intolerancia y favorecer el fundamentalismo y discursos del odio hacia la alteridad (es lo que se identifica como hard religión, en palabras de Johan Galtung).

La segunda postura, la que ve a Dios como símbolo, es más propia de las corrientes más espirituales y místicas del teísmo o del conjunto de las tradiciones no teístas. La relación entre el ser humano y la divinidad no se percibe aquí como un diálogo entre dos, sino como una profundidad en la que no hay separación ni dualidad. Si hay una alteridad o diferencia, se trata más bien del viaje de un estado egocentrado, a través del cuerpo y la mente, hasta llegar a un estado más allá del ego, liberado del ego, donde no hay espacio, ni tiempo, ni forma. Esta perspectiva se relaciona con posturas sociopolíticas no jerárquicas, más flexibles, basadas en la libertad y la interdependencia, y que suelen alimentar la tolerancia, el diálogo, la solidaridad (soft religion).

La espiritualidad sin Dios es una apuesta radical en favor de la humanidad. La humanidad o benevolencia (ren) de la que habla Confucio, la humanidad armonizada con el universo del Tao cósmico, con el curso natural de las cosas. Esa humanidad no escindida que brota de los mahavakya no dualistas hindúes: «La conciencia es Brahman» (Prajñanam Brahma), Aitareya Upanishad; «Yo soy Brahman» (Aham Brahmâsmi), Brihadâranyaka Upanishad; «Tu eres Eso» (Tat tvam asi), Chandogya Upanishad; «Este Atman es Brahman» (Ayamâtmâ Brahma), Mandukya Upanishad.

A menudo se ha concebido la espiritualidad como un patrimonio exclusivo de las tradiciones religiosas. Sin embargo, el ser humano ha cultivado la cualidad humana profunda desde sus orígenes. Las tradiciones ancestrales e indígenas lo atestiguan, como lo harán las mismas religiones tribales o universales. Los nuevos movimientos religiosos y las nuevas formas de espiritualidad son una muestra reciente del dinamismo espiritual humano. Pero los mal llamados «no creyentes» tampoco han prescindido ni carecen de esta dimensión, que es una clara invariante humana. El cultivo transversal de la cualidad humana incluye al individuo, a la sociedad y a la naturaleza, a la razón, a la ciencia y a las artes. Se trata de una humanidad siempre dinámica y en proceso de autoconstrucción, capaz de combinar creativamente tradición (transmisión) y actualización (innovación).

La espiritualidad es una experiencia y una visión de eternidad, no una creencia. Es una relación finita con lo infinito, un acceso relativo al absoluto, un espíritu que se abre al mundo, a los otros, a la eternidad. Heehs no es solo un occidental y un agnóstico. Como historiador americano enraizado en la India, donde vive desde 1971, se ha dedicado a investigar los orígenes históricos de la no-violencia y de la violencia en el proceso de emancipación del subcontinente, además de interesarse por los movimientos religiosos de la India y su influencia en el comunitarismo. Su espíritu crítico y su conocimiento de la India tradicional no siempre le han granjeado amigos, llegando a incomodar a determinados poderes políticos que le han intentado silenciar e incluso expulsar de su país de adopción. De momento sin éxito. Su conocimiento e investigación sobre Aurobindo y sobre su filosofía de la evolución espiritual influyen en su perspectiva inclusiva y global y su apuesta por una vida terrenal, plena y creativa.

Este libro marcará época no solo en la India, sino en todo el planeta, provocando, seguro, reacciones similares de afección u hostilidad en pensadores favorables y contrarios a la religión, todavía herederos de rancias, estériles y anquilosadas dialécticas. Esta obra permite, en cambio, un recorrido histórico equilibrado y pedagógico por el pensamiento espiritual de diversas tradiciones culturales, religiosas y espirituales de nuestro planeta. Pero va mucho más allá. Heehs nos acompaña en una ruta de sabiduría que es una ocasión para descubrir profundidades de la cualidad humana que habían quedado ocultas por ignorancia o por prejuicio, fruto del malentendido y polarizado enfrentamiento bizantino entre teístas y ateos. Un libro así es un regalo y un recurso útil para unos y para otros y, por supuesto, para los que no se identifican con unos ni con otros y adivinan una nueva humanidad inclusiva que, si quiere sobrevivir, no podrá conseguirlo sin una apuesta clara por la cualidad humana profunda y por la colaboración sinérgica, creativa y dialogal que conlleva. Después de leer sus páginas, ateos y creyentes podrán sentirse más cerca unos de otros gracias a Heehs y adivinar cómo podría ser un mundo nuevo edificado por una humanidad compartida, aligerada de la rémora de los estereotipos y la intolerancia.

PrólogoHa nacido una religión

Vivo en una ciudad del sur de la India. Mi edificio está a medio camino entre un templo hindú y un ashram. Nunca he estado en el interior del templo, pero paso junto a su entrada un par de veces al día y su rutina me es familiar. Un poco antes de las seis de la mañana, un estruendo de tambores y un retumbar de trompetas de concha anuncian el inicio de la oración diaria. La deidad que lo preside es Ganesha, el dios con cabeza de elefante, que es venerado como liberador de obstáculos. Una elefanta de las de verdad, Lakshmi, puede visitarse al caer la tarde y siempre atrae a una multitud. Pero las aglomeraciones para hacerse selfis ante este tan amado paquidermo no son nada en comparación con el caos que se organiza los miércoles y los viernes al atardecer. Es en ese momento cuando la gente trae sus motocicletas y sus coches para que sean bendecidos.

La ceremonia, llamada vandi puja o bendición de los vehículos, es una de las especialidades del templo. Consiste en una serie de actos rituales que deben realizarse correctamente: el propietario conduce el vehículo, adornado con guirlandas, hasta un punto concreto de la carretera, fuera del templo. Un sacerdote agita un plato con un pedazo de alcanfor encendido, un limón y unos pocos artículos más, mientras canta los mantras necesarios. Entonces pone el limón en el suelo. El conductor mueve lentamente el vehículo hacia delante, aplastando el limón, tras lo cual deposita una ofrenda en el plato. El propósito del ritual es evitar los accidentes. Puedo entender la ansiedad de los conductores. Las carreteras indias están entre las más peligrosas del mundo. Parte del problema es la extendida laxitud en relación con las normas de tráfico. La idea de que, para evitar accidentes, deben evitarse ciertas acciones cuando se está al volante de un vehículo realmente no ha cuajado.

En sentido contrario está la puerta del ashram. He estado en su interior miles de veces porque soy uno de sus miembros. Y también conozco la rutina del lugar. Por la mañana, las mujeres colocan decoraciones florales en el samadhi o tumba de los fundadores. La gente se sienta en silencio en el perímetro del patio o conversa con los amigos cerca de la entrada. Durante el día, algunas personas se sientan a meditar, otras se acercan a la tumba con flores o incienso, y otros atraviesan el patio de camino a las oficinas administrativas. Unas pocas personas se detienen en la habitación en la que hay una fotografía de uno de los fundadores. Ha estado ahí durante más de ochenta años. Su propósito original era dar a los visitantes una idea de qué aspecto tenía, ya que no recibía nunca a nadie, ni siquiera a sus propios discípulos. Más adelante alguna gente empezó a postrarse ante la fotografía. Él intentó desalentar esta práctica, escribiendo en una carta que no quería que la habitación se convirtiera en un lugar de culto público. Durante el tiempo en que he estado aquí, los actos de culto públicos se han vuelto más y más frecuentes.

Cuando voy al ashram, me siento cerca del samadhi y medito o, sencillamente, miro a mi alrededor. Cuando era más joven, a veces dejaba flores sobre la tumba, pero el ritual no me hacía sentir bien. De niño no recibí ninguna formación religiosa y nunca lo he lamentado. Aquí, las madres enseñan a sus hijos e hijas cómo inclinarse y hacer ofrendas cuando apenas saben andar. Al verlo, la palabra «adoctrinamiento» me viene a la cabeza, pero a los pequeños parece gustarles que les indiquen lo que tienen que hacer.

Durante la década de los 1960, cuando las religiones orientales gozaban de un momento de auge en Estados Unidos, me interesé por las enseñanzas de los fundadores. Muchos swamis se establecían en Nueva York, y el yoga y la meditación se convirtieron en parte de la amalgama contracultural. Yo también comencé a meditar, empezando con una técnica de mantra popular en aquel momento. También aprendí algunas posturas del hatha-yoga que practicaba esporádicamente sin acabar de dominarlas (sigo envidiando a la gente capaz de hacer el purna shalabhasana o postura completa de la langosta). Entonces unos amigos me presentaron un profesor americano que tenía un centro de yoga en el Upper West Side. Acabé quedándome allí un par de años, atendiendo el negocio, haciendo mucha meditación y leyendo una gran cantidad de libros, especialmente los de los fundadores de mi ashram. Una de las cosas que me gustaba de sus enseñanzas era la insistencia en que el yoga no era una religión. La frase «espiritual, pero no religioso» se convirtió en habitual en aquella época, y yo fui una de las personas que la esgrimía cuando me preguntaban si el yoga no era una especie de culto.

Después de tres años de estudio y práctica en Nueva York y alrededores, decidí ir a la India. A los pocos días de aterrizar en Bombay, llegué a la ciudad donde estaba el ashram. Al cabo de una semana empecé a trabajar bajo las órdenes de un hombre que llevaba ahí desde los años treinta. Estaba buscando a alguien que lo ayudara a publicar una edición completa de las obras de uno de los fundadores y me preguntó si me gustaría ayudarle. Estuve encantado de aceptar. Después de un año de trabajar de aprendiz, empecé a preparar sus escritos no recopilados para publicarlos. También viajé a diferentes partes de la India en busca de material. El fundador había sido un político revolucionario antes de convertirse en yogui y había registros de sus discursos transcritos por los espías británicos en archivos del gobierno. Libros polvorientos en diferentes librerías contenían piezas de prosa por recopilar y cartas. Pero la fuente más abundante de material hasta entonces desconocido eran, de largo, sus manuscritos. Amontonados en la habitación de su secretario desde su muerte veinte años atrás, nunca se habían catalogado de forma sistemática. Centenares de páginas permanecían inéditas. Nos correspondía a mí y a mis colegas transcribirlas y enviarlas a la imprenta. Otras personas aprendían cómo microfilmar y preservar sus manuscritos. Con el tiempo, nuestra pequeña oficina se convirtió en un archivo.

Cuando le preguntaba al director sobre los fundadores del ashram, guardaba silencio o tan solo decía en voz baja que creía que su trabajo había sido muy importante. Esta discreta respuesta era típica de los de su generación. Cuando hablaba con personas que habían llegado una década o dos más tarde, estas eran propensas a poner a los fundadores por las nubes —y a ellos mismos junto a los fundadores—. Esta hipérbole tenía dos fuentes: la tradición antigua de la poesía tradicional y la mitologización moderna. Aprendí sobre mitos de un tipo con el que acostumbraba a entrenar en el gimnasio. Sus padres llegaron al ashram cuando él era solo un crío, y creció escuchando historias sobre su increíble pasado y más todavía, sobre su increíble futuro. Había una creencia generalizada de que el trabajo espiritual de los fundadores iba a transformar el mundo y de que la gente del ashram serían los primeros en sentir los efectos.

Los fundadores tenían unas aspiraciones más modestas con respecto a los miembros del ashram. Esperaban que los individuos pudieran superar sus problemas y consiguieran algún progreso interior, y que la comunidad en su conjunto lograra funcionar armoniosamente y sirviera de modelo para otros. Muchas personas en el ashram hicieron algún progreso y la comunidad creció y prosperó. Luego los fundadores murieron. La comunidad sobrevivió y muchos de sus miembros mantuvieron sus expectativas milenarias. Mi colega de ejercicios, no. Después de un tiempo, abandonó el ashram y se montó la vida en otra parte. Yo no sentí ninguna gana de irme. Siempre me tomé en serio la afirmación de los fundadores de que el yoga era una cuestión de esfuerzo individual. Independientemente de cuánto se dependa de la orientación de los maestros y del apoyo de los amigos, uno tiene que hacerlo por sí mismo. Con esto en mente, establecí una rutina de meditación, trabajo, estudio, escritura y deporte.

Los discípulos que se hicieron cargo del funcionamiento del ashram eran firmes en su fe, pero de mente abierta. Con el paso del tiempo, y cuando la primera generación falleció, la atmósfera se volvió más artificial, y el devocionalismo, más ostentoso. Durante un tiempo, estuve demasiado ocupado para darme cuenta. Había empezado a publicar artículos y libros sobre la lucha de la India por su libertad y sobre la contribución de los fundadores, obras que eran más apreciadas por lectores de fuera del ashram que por los propios miembros. Algunos se tomaron como una bofetada en la cara el hecho de que me guiara por la metodología historiográfica convencional. La situación llegó a un punto crítico en 2008, cuando publiqué la biografía del fundador en una editorial universitaria americana. Un par de personas intransigentes revisaron el libro y encontraron motivos para iniciar cuatro causas contra mí y una contra los administradores del ashram, que fueron considerados no aptos para servir porque se negaron a expulsar al autor de un libro «blasfemo» que «deliberada y maliciosamente pretendía insultar las creencias religiosas de millones de indios».1 Después de cinco años y medio de costosas vistas, la Corte Suprema de la India desestimó el caso.

En ese momento, yo estaba trabajando en una historia de la idea del sí mismo tal como se explica en la literatura en primera persona. Descubrí que la gente de las culturas tempranas no tenía un sentido del sí mismo parecido al que hoy la mayoría de nosotros damos por sentado. Esta idea surgió en el transcurso de muchos siglos y recientemente ha empezado a declinar. A medida que me sumergía en mis fuentes, vi que la historia de la idea del sí mismo corría paralela a la historia de la idea de Dios y que las personas que desempeñaron un papel destacado en la historia del sí mismo —Platón, Agustín de Hipona, Rousseau— también fueron importantes en la historia de Dios. Las personas que tuvieron dudas sobre la idea del sí mismo —Buda, Nagarjuna, David Hume— fueron escépticos sobre la idea de Dios.

La búsqueda de la sabiduría espiritual libre de dioses se remonta a miles de años. Desde los días de las Upanishads hasta hoy, ha habido tradiciones de pensamiento espiritual y prácticas no-teístas que florecieron junto a religiones basadas en la adoración de espíritus, dioses o Dios. Este libro es una historia de esas tradiciones no-teístas. Después de repasar brevemente las religiones del mundo antiguo, me centro en las filosofías terapéuticas de la India, China y Grecia. Algunas de ellas sobrevivieron durante los mil años de apogeo de la religión teísta, que finalizó alrededor del 1600. El crecimiento de la ciencia materialista y de la filosofía atea durante la era de la razón no significó el fin de la búsqueda espiritual. Desde mediados del siglo XIX, sustitutivos seculares de la religión —literatura, arte, filosofía, psicoterapia y demás— han ocupado, para mucha gente, el lugar de las religiones centradas en Dios. Más recientemente, millones de personas han iniciado prácticas históricamente asociadas a tradiciones religiosas, como el yoga y la meditación de la conciencia plena (mindfulness), pero descartan el envoltorio religioso.

Las religiones teístas son útiles para mucha gente, pero encierran una debilidad inherente. Todas ellas tienen diferentes concepciones de Dios, y estas diferencias no pueden resolverse nunca porque se basan en revelaciones que los creyentes tienen prohibido cuestionar. Para proteger las certezas divinas reveladas, la gente está dispuesta a perseguir o incluso a matar a aquellos que aceptan otras revelaciones. Lo vemos ahora mismo a nuestro alrededor. Una forma de prevenir la violencia religiosa es incentivar ideas espirituales y prácticas que no dependan de conceptos irreconciliables sobre los dioses.

Hoy muchas personas rechazan toda religión, pero creen que hay algo más en la vida que el consumismo sin sentido y la comunicación compulsiva. Para estas personas, este breve estudio de la historia de la espiritualidad sin Dios puede servirles como una introducción a un terreno muy amplio y proporcionarles una base para seguir explorando.

1.Introducción: religión y espiritualidad, dioses y sindioseidada

Durante miles de años, prácticamente todo el mundo creyó en la existencia de seres sobrenaturales: espíritus, demonios, fantasmas, dioses, Dios. Estos seres son las figuras centrales de la mayoría de sistemas de creencias y prácticas que llamamos religiones. La mayoría, pero no todas. Algunas religiones antiguas minimizaron la importancia de los seres sobrenaturales; algunos sistemas modernos de creencias y prácticas también se han librado completamente de ellos. Desde finales del siglo XIX, mucha gente ha usado el término «espiritualidad» para describir sistemas de pensamiento y de prácticas que abarcan gran parte de los fundamentos éticos, intelectuales y experienciales de la religión, pero que rechazan los dogmas y las instituciones religiosas. Algunas formas de espiritualidad admiten seres sobrenaturales, otras los ignoran o los rehúsan. Cuando una aproximación espiritual a la vida se combina con la descreencia en lo sobrenatural, el resultado es lo que yo llamo espiritualidad sin Dios.

La mayoría de historias de la religión se centran en los fundadores, las escrituras y las prácticas de nueve o diez religiones que han tenido una gran influencia en la historia de la humanidad. Los autores prestan mucha atención a las creencias y prácticas conectadas con Dios o con otros seres sobrenaturales. En este libro me centro en las religiones y espiritualidades que no requieren la creencia en lo sobrenatural. También examino filosofías seculares y expresiones culturales que para mucha gente han remplazado a las religiones como vehículos de verdad y de valor. Como historiador, no estoy interesado en si las creencias de esas religiones y las conjeturas de estas filosofías son verdad. Mi objetivo es trazar su desarrollo a lo largo del tiempo, intentando verlas tal y como eran vistas por sus contemporáneos, pero sin decir la última palabra.

En este capítulo introductorio expongo los fundamentos estructurales para el relato cronológico de los capítulos dos al siete. En la primera sección explico qué entiendo por los términos que utilizo a lo largo del libro, en particular «religión» y «espiritualidad». Aunque a todo el mundo le es familiar, la palabra religión es difícil de definir. Las religiones del mundo difieren tanto unas de otras que es imposible identificar su esencia, pero todas las religiones de las que hablo reconocen la existencia de un principio u orden-de-ser sobrehumano, y la mayoría dan cabida a seres sobrenaturales como espíritus, dioses o Dios. La palabra espiritualidad tiene seiscientos años de historia en inglés. Durante la mayor parte de ese tiempo ha estado estrechamente conectada con la religión. Hace más o menos un siglo empezó a liberarse de las connotaciones religiosas y para mucha gente hoy significa algo prácticamente opuesto a la religión. Las características que definen la espiritualidad en su sentido moderno son subjetividad, rechazo de los dogmas y rituales religiosos, y práctica individual.

No creer en Dios es hoy una opción muy extendida, pero en la mayoría de zonas del mundo todavía es una posición minoritaria. Al inicio de la segunda sección de este capítulo examino los argumentos filosóficos que apoyan la idea de Dios. Después de mostrar su insuficiencia, analizo el enfoque de científicos sociales y psicólogos. Estos demuestran que la causa de Dios es débil, pero ni ellos, ni los filósofos tienen la última palabra, porque la idea de Dios, por su propia naturaleza, no está abierta ni a una demostración, ni a una refutación lógicas.

Incluso si la existencia de Dios no se puede probar, la idea de Dios podría ser necesaria si la vida debe detentar algún valor o lenguaje para tener algún sentido. Porque la generación del milenio ha recurrido a la religión en busca de respuestas a las preguntas fundamentales: ¿Qué es la existencia? ¿Qué es la conciencia? ¿Cuál es la base del valor ético y estético? Desde el siglo XVIII, la ciencia materialista y la filosofía naturalista han asumido la autoridad que una vez tuvo la religión, pero no han podido proporcionar respuestas a estas cuestiones. Para algunos científicos, filósofos y académicos cuyo pensamiento examino al final de la segunda sección, esta incapacidad es un signo de que la aproximación materialista/naturalista de la vida podría estar pasando algo por alto.

La espiritualidad no-teísta empezó a tomar forma hacia finales del siglo XIX, pero su consolidación no ha llegado hasta las últimas décadas. En la tercera sección hablo de las ideas de algunos pensadores contemporáneos que promueven una aproximación espiritual a la vida, pero que niegan la existencia de Dios. Muestran que es posible hacerse preguntas difíciles y lidiar con los grandes problemas de la vida sin invocar lo sobrenatural.

Religión, irreligión y espiritualidad

El 23 de enero de 1981, Horace Traubel, un joven editor de periódicos de Filadelfia, visitó a su amigo Walt Whitman. El poeta, que por aquel entonces contaba con setenta y un años de edad y una salud precaria, parecía «más tranquilo que en los últimos días», escribió Traubel en su diario. Durante un rato hablaron de trabajo. Entonces Whitman mencionó un panfleto del profesor agnóstico Robert Ingersoll que había leído varias veces ese mismo día. Sus «palabras francas y apasionadas», dijo, «van a los confines de la tierra». Traubel sacó el último número de su periódico The Conservator, y le mostró a Whitman un artículo del ministro de la Iglesia Unitaria, John Chadwick, en el que declaraba que Ingersoll, junto al panfletista angloamericano Thomas Paine, no mostraban ni un ápice de «mentalidad espiritual». Whitman leyó el artículo, miró inalterable a Traubel y dijo: «Lo que Chadwick entiende por espiritualidad es su espiritualidad. Pero ¡él es una parte del mundo tan pequeña! Aquí hay un mundo de individuos, cada uno con una demostración fresca y peculiar de ella. ¿Cuál es la que cuenta? ¿O es que cuentan todas?». Al considerar estas cuestiones, Whitman siempre se acordaba del ministro cuáquero Elias Hicks, que decía que la luz interior tenía más autoridad que la Biblia. «Elias diría que todos nosotros somos espirituales», remarcaba Whitman, «no podemos evitarlo, igual que no podemos evitar que el corazón lata en nuestro pecho». Esto le dio pie a Traubel a leerle su respuesta a Chadwick. La frase clave era: «Si negarse a decir “Dios” y “cielo” e “inmortalidad” cierra la puerta “espiritual” a la humanidad y a la individualidad, entonces yo digo que esta casa es demasiado pequeña», a lo que Whitman exclamó: «¡Sí!, ¡Sí!», y añadió: «Es exactamente eso: yo no podría haberlo dicho mejor. Amén a todo, a cada palabra».1

La idea de que la espiritualidad es diferente de la religión es de hace unos ciento veinticinco años. A finales del siglo XIX, la palabra espiritualidad significaba preocupación por las cuestiones del espíritu más que por las del cuerpo. La idea de que alguien que fuera completamente irreligioso pudiera ser espiritual era nueva. Desde entonces, el significado de espiritualidad ha sido controvertido. Cuando Traubel reta a Chadwick a decir qué significado atribuía al término, Chadwick le contestó que reconocía la espiritualidad en cuanto la veía, pero cuando intentó plasmarlo en palabras, le salió la expresión «una especie de cosa».2 Hoy la situación es más o menos la misma: la palabra «espiritualidad» la usa cada vez más gente, pero la mayoría se vería en un aprieto si tuviera que definir exactamente qué significado le atribuye.

Una cosa es segura: a principios del siglo XXI mucha gente ve la espiritualidad en contraste con la religión, lo cual, por supuesto, plantea la cuestión: ¿qué es la religión? Todos tenemos una idea de lo que entendemos por esta palabra, pero cuando voces autorizadas en varios campos —teología, filosofía, antropología, sociología, psicología y estudios religiosos— tratan de definirla, parece como si estuvieran hablando de cosas completamente diferentes. Las religiones del mundo son demasiado diversas para compartir una esencia definitoria de «religiosidad». Pero todos los sistemas de creencias y prácticas que generalmente se consideran religiones reconocen la existencia de un orden-de-ser sobrehumano. Este orden puede incluir o no, espíritus o dioses o fuerzas invisibles, pero debe ser más amplio que los mundos físicos y sociales en los que pasamos nuestras vidas. (Se puede hablar de una religión del fútbol y algunos jugadores parecen tener habilidades más que humanas, pero al final el fútbol no requiere la asunción de un orden sobrehumano.) Cuando hablo de religiones en este libro, me refiero a sistemas de creencias y prácticas que se dirigen a un orden-de-ser sobrehumano.

Durante milenios, los seres humanos han hecho una gran diversidad de cosas para establecer o reconocer relaciones con aquello sobrenatural. A lo largo de este libro hablaré de cinco tipos principales de actividad religiosa: magia, sacrificio, culto, indagación racional y prácticas psicofísicas. La magia es el uso de rituales, hechizos y otras técnicas para controlar a los espíritus u otros seres y fuerzas sobrenaturales. En el sacrificio, los humanos hacen ofrendas a los dioses o espíritus para establecer una relación de reciprocidad. El culto, tal y como yo uso el término, significa la adoración de dioses o espíritus que responden a las plegarias y otorgan sus favores a través de la gracia. La indagación racional en el contexto religioso, significa el estudio de las escrituras y la construcción de sistemas teológicos. Las prácticas psicofísicas asociadas a la religión incluyen la meditación, la oración, ejercicios de respiración y otras acciones reguladas de la mente y el cuerpo.

Ha habido y hay similitudes remarcables entre las actividades religiosas de la gente en diferentes partes del mundo: los sacrificios de sangre en Mesopotamia se parecían mucho a los sacrificios de sangre en Roma; algunas técnicas de meditación indias son casi idénticas a técnicas actuales en Japón. Pero ha habido y hay diferencias significativas entre las prácticas de las personas religiosas en las diferentes culturas. Esto queda demostrado por las maneras divergentes en que los practicantes entienden la religión. La palabra es europea —viene del latín religio— y tiene una serie de connotaciones que son típicas de las creencias occidentales como la veneración de Dios o de dioses, la aceptación obligatoria de un conjunto de creencias y de prácticas, y una jerarquía eclesial más o menos centralizada. El judaísmo, el cristianismo y el islam, todos ellos se consideran como religión tomada en este sentido.

Si volvemos la mirada hacia el este, la idoneidad del término religión disminuye. En la India, la palabra usada normalmente para traducir «religión» es dharma. Este es un concepto complejo que tiene diferentes significados, pero los hindús, jainistas, budistas y sijs lo usan para referirse a sus creencias y prácticas. Cuando hablan en inglés, acostumbran a utilizar el término religión como un equivalente de dharma, pero hay diferencias significativas entre las religiones de Asia Occidental y los dharmas de Asia Meridional. El hinduismo no tiene un conjunto fijo de creencias o una jerarquía eclesial centralizada; el jainismo y algunas formas de budismo son ateos o, en todo caso, indiferentes en relación con los dioses.

Cuando llegamos a China las cosas se complican aún más. No hay ninguna palabra en chino clásico que corresponda a nuestra «religión», y los sistemas de creencias y prácticas chinos como el confucionismo y el taoísmo filosófico carecen de la mayoría de características de las religiones occidentales. Por otro lado, proponen formas de vivir en armonía con un orden-de-ser superior —Cielo (tian) o el Camino (dao)—, y eso es algo que, de un modo u otro, hacen todas las religiones y dharmas. Por lo tanto, uso «religión» a lo largo de todo el libro como un término de recurso para denominar las creencias y prácticas centradas en lo sobrehumano de la gente de China, India, Asia Occidental y Occidente.

Antes del siglo XVI, en Europa la palabra religión bastaba para incluir a todas las actividades y creencias religiosas. El redescubrimiento de las religiones de las antiguas Grecia y Roma, la confrontación con las religiones de Asia, África y las Américas, y la aparición de filosofías que parecían completamente no religiosas obligaron a los académicos europeos a acuñar nuevos términos. Las creencias conocidas de Oriente Próximo se denominaron «monoteístas» porque solo aceptaban un Dios. Las creencias de la Grecia y Roma clásicas y de la India moderna se llamaron «politeístas» porque aceptaban varios. Las ideas de los filósofos que parecía que negaban a Dios se llamaron «ateas» o «panteístas». Más adelante, a medida que el abanico de creencias e increencias se fue complejizando cada vez más, se introdujeron otros neologismos, entro los cuales «deísmo» y «agnosticismo».

«Ateísmo» procede del término griego atheos, que originalmente significaba «sin Dios» o «impío». La acepción «aquel que no cree en los dioses reconocidos por el estado» fue posterior. Sócrates, acusado de ser atheos en este sentido, negó el cargo, pero fue condenado y ejecutado en el año 399 a. e. c. Cuando en el siglo XVI aparecieron los términos athéisme en francés y atheism en inglés, se utilizaban principalmente para indicar «impiedad» o «inmoralidad». Para los europeos de la época era casi imposible imaginar un mundo sin Dios. Después de que el filósofo holandés Baruch Spinoza publicase su Tratado teológico-político en 1670, algunos de sus críticos le calificaron de ateo. Él lo negó, y en el libro apenas hay nada que sugiera que lo fuera, pero en una obra posterior equiparó a Dios con la naturaleza. Un académico de la época inventó la palabra «panteísmo» para describir esta visión. Otra acuñación de este período fue «deísmo», que sufrió varios cambios de significado antes de llegar a su sentido actual: creencia en un Dios que creó el universo, pero que no interviene en su funcionamiento. A mediados del siglo XIX, el biólogo inglés Thomas Henry Huxley acuñó el término «agnóstico» para referirse a aquellas personas que consideran que es imposible tener conocimiento de Dios, de la vida más allá de la muerte y de las demás creencias.

En su uso actual, ateísmo significa la no-creencia en dioses o en Dios, en particular en el Dios creador de los monoteísmos del Asia Occidental. El agnosticismo es la convicción de que no hay forma alguna de llegar a tener conocimiento de Dios o de otras entidades sobrenaturales. Los agnósticos no hacen ninguna reivindicación en relación con la existencia o la no existencia de Dios, dioses, el alma o la inmortalidad. Los ateos no creen en este tipo de cosas. Pero hay diferentes tipos de ateísmo: el positivo (o fuerte, o duro) y el negativo (o débil, o suave). Los ateos positivos afirman que Dios o los dioses no existen; los ateos negativos dicen que ellos no creen en Dios, dioses, etc. El ateísmo negativo se acerca al agnosticismo y la mayoría de agnósticos son ateos negativos. (Como agnóstico, yo no sostengo la creencia «Dios existe». Por lo tanto, soy un ateo negativo). A pesar de estas aclaraciones, el «ateísmo» nunca ha perdido las connotaciones de impiedad y de inmoralidad que lo han perseguido desde los tiempos de Sócrates. En el siglo XIX, algunos escritores introdujeron el sinónimo neutro «no-teísmo» y en los últimos años este término ha empezado a desplazar el de «ateísmo» en las discusiones académicas.

Todo esto en relación con la religión y las varias formas de irreligión. ¿Y qué hay de la espiritualidad? Antes de entrar en la historia del término y en el desarrollo del concepto, quiero eliminar un posible motivo de confusión. Hasta ahora he hablado de religión y de espiritualidad como si fueran una dicotomía: la religión por un lado y la espiritualidad por el otro. Pero hay muchos solapamientos entre las dos. La mayoría de religiones, incluso las más rígidas, tienen una vertiente espiritual y muchos caminos espirituales incorporan prácticas religiosas. La distinción entre ellas es reciente y tiene que ver más con el significado actual de las palabras que con su propia naturaleza. Durante el siglo XIX, algunas personas que sintieron la necesidad de abandonar sus religiones, pero que todavía estaban interesadas en desarrollar sus capacidades interiores, dieron con la palabra espiritualidad como una alternativa irreprochable a religión. Pero ni espiritualidad ni religión abarcan todas las aproximaciones posibles al desarrollo personal. Tomemos por ejemplo xiushen, que significa autocultivo en chino. Este término es de una importancia crucial para el confucionismo en el que está conectado con el aprendizaje y los esfuerzos de perfección moral. ¿Pertenece xiushen a la religión o a la espiritualidad? De hecho, no se ajusta a ninguna de estas categorías occidentales, pero su importancia para la cultura religioso-espiritual de China es innegable. Filósofos griegos como Platón y Epicteto reconocieron la importancia de la religión (el término griego thréskeia corresponde al latín religio), pero ellos estaban más interesados en el cultivo del arte u oficio de vivir (tekhné tou biou) que en las prácticas de las religiones convencionales. ¿Era el tekhné tou biou una especie de espiritualidad? No creo que los términos coincidan demasiado. Los psicoterapeutas modernos desempeñan muchas de las funciones que hasta hace poco pertenecían al ámbito de los profesionales religiosos, pero eso no convierte a la psicoterapia en religión, y a muy pocos psicoterapeutas les gustaría que su profesión se calificara como una forma de espiritualidad.

Sería práctico que existiera una palabra en inglés que incluyera religión, espiritualidad, dharma, xiushen, tekné tou biou, psicoterapia y otros conceptos relacionados, pero, hasta donde yo sé, no hay ninguna.b (El término cultura religioso-espiritual que he usado antes era un intento burdo de compensar esta carencia). Este problema existe desde hace mucho tiempo. En el Alcibiades I, escrito hace unos dos mil trescientos cincuenta años, el autor (tradicionalmente se cree que fue Platón) hace hablar a Sócrates sobre tekhnés u oficios orientados al cuidado del cuerpo o sobre aspectos relacionados con el cuerpo como la gimnasia, la manufactura de calzado y la costura. Entonces Sócrates le pide a Alcibiades que diga el oficio a través del cual «cuidamos de nosotros mismos». Alcibiades no tuvo respuesta.3 Hoy algunas personas lo llamarán «autocultivo» o «cultivo del potencial humano», pero estos términos son tan producto del Occidente moderno como dharma lo es de la antigua India, xiushen de la antigua China y tekné tou biou de la antigua Grecia.

A falta de un término inclusivo, recurriré a las palabras habituales de religión, de la que he hablado antes, y espiritualidad, de la que hablaré ahora. La palabra inglesa espiritual fue acuñada en el siglo XX a partir del término francés spirituel o del latín medieval spiritualis. Las tres palabras parten del latín clásico spiritus, que significaba «respiración», «aliento», «inspiración», «vida» y muchas otras cosas. En la Biblia latina, spiritus se utilizó para traducir el término hebreo ruah y el griego pneuma. Ambos se referían a un principio no material en los seres humanos. Durante la mayor parte de su historia en lengua inglesa, «espiritual» se entendía como lo contrario de «carnal», «material» o «temporal».

Claramente, las raíces religiosas de «espiritual» son muy profundas, pero hoy, para mucha gente, «espiritual» no es solo diferente de «religioso», sino prácticamente su opuesto. Esta transformación semántica se ha producido porque durante y después del siglo XVI, la idea europea de religión ha experimentado grandes cambios, hasta el punto de que ha sido necesaria una nueva palabra para designar sus aspectos de interioridad, no institucionalidad e independencia. Esta carencia la cubrió el término «espiritualidad» que durante el mismo período de quinientos años perdió gradualmente su conexión con la parte más exterior o institucional de la religión.

Durante los siglos XVI y XVII, la Reforma protestante rompió el monopolio de la Iglesia católica en cuanto al dogma cristiano en la Europa Occidental. Este hecho abrió la puerta a una multitud de aproximaciones nuevas. Algunas, como el pietismo, el quietismo y el evangelicalismo, dieron una importancia especial a las prácticas subjetivas. La quietista francesa Jeanne Guyon y el evangélico inglés John Wesley utilizaron los adjetivos spirituel o spiritual cuando se referían a la devoción interior en oposición a la exterior. En torno a la misma época, los filósofos Spinoza y Thomas Hobbes distinguían la «religión verdadera» —una cuestión de convicción interna— de la religión externa o «superstición». Esta distinción interior/exterior fue controvertida. A mediados del siglo XVIII el escritor suizo Jean-Jacques Rousseau proclamó que la religión verdadera era una cuestión de sentimiento interior. Fue expulsado del país por esta controversia. Unas décadas más tarde, el teólogo alemán Friedrich Schleiermacher escribió que los signos de la religión verdadera eran la fe interior y la experiencia. Fue obligado a revisar el libro en el que había hecho esta afirmación. Los poetas románticos europeos de principios del siglo XIX y los transcendentalistas estadounidenses de unos años más tarde convirtieron la experiencia interior en la piedra angular de la práctica espiritual, pero raramente utilizaban el término espiritualidad, que se mantuvo para la mayoría de ellos como sinónimo virtual de religión.

En la segunda mitad del siglo XIX la cuerda que conectaba religión y espiritualidad empezó a deshilacharse. En 1886 el crítico inglés Walter Pater escribió que la faceta espiritual de la vida era simplemente «la pasión por la perfección interior», que no estaba necesariamente conectada con la religión. (Un detractor se quejó vivamente de que Pater estaba promoviendo una «espiritualidad sin Dios»). Esto nos lleva de vuelta a Whitman, quien en 1876 había escrito que «solo en la perfecta incontaminación y soledad de la individualidad puede la espiritualidad de la religión manifestarse positivamente».4

A principios del siglo XX, el término «espiritualidad» estaba empezando a utilizarse en Estados Unidos en el sentido de faceta interna o, como la describió el filósofo George Santayana, «contemplativa», de la religión.5 Otra zona del mundo angloparlante en la que la palabra se estaba haciendo popular era el sur del Asia colonial. Siguiendo el ejemplo de los académicos británicos que escribían que las escrituras indias eran tesoros de sabiduría espiritual, líderes religiosos indios y ceilaneses declaraban su superioridad cultural basándose en su patrimonio espiritual. El reformador hindú Keshab Chandra Sen habló de la «espiritualidad del culto verdadero» que halló en los Vedas. El reformador budista Anagarika Dharmapala escribió sobre la «psicología del crecimiento espiritual» que encontró en el Tripitaka. Los practicantes occidentales de religiones orientales siguieron el ejemplo: la hermana Nivedita, discípula irlandesa de un gurú indio, escribió que «la espiritualidad alcanza a las almas de una en una» mediante la disciplina personal. Henry Steel Olcott, un teósofo americano, animó a jóvenes budistas a esforzarse para alcanzar la «iluminación espiritual», es decir, «el desarrollo de aquella facultad de Buda que está latente en cada ser humano».6

A pesar de su creciente popularidad, las palabras espiritual y espiritualidad permanecieron mal definidas. En un artículo de 1907, el académico y teósofo británico G.R.S. Mead observaba: «Es curioso que, a pesar de que los términos “espíritu”, “espiritual”, y “espiritualidad”» eran de uso común, no había un acuerdo general sobre su significado. Al definir espiritualidad como «la manifestación del espíritu en el ser humano», y espíritu como «la actitud de lo más íntimo de la persona, la Chispa Divina, en relación a los aledaños cotidianos de la vida de la persona exterior», Mead diferenciaba los intereses espirituales de los religiosos: «La gente que piensa en “el cielo y el infierno” puede ser identificada enseguida como no espiritual». Un teósofo californiano fue todavía más severo en su condena de la religión convencional: «Puede perdonarse al observador imparcial por creer que si hay un lugar en la tierra donde no se encuentra la espiritualidad es en las iglesias organizadas».7 Aun así, para la mayoría de la gente, «espiritualidad» y «religión» se mantienen en la práctica como sinónimos. Una de las primeras personas que las diferenció de forma explícita fue el filósofo indio Sri Aurobindo. «La espiritualidad es algo más amplio que la religión formal», escribió en 1910. «Espiritualidad es una sola palabra que expresa las tres líneas de la aspiración humana hacia el conocimiento divino, el amor y la alegría divinos, y la fortaleza divina».8

Al poco tiempo, la distinción espiritual/religioso fue de uso común en todo el mundo angloparlante y en 1926 apareció la ahora expandida frase «¿Espiritual, pero no religioso?», planteada por un periodista americano. «Es una buena distinción. Pero ¿es lo suficientemente sólida?»9 Lo fuera o no, en cuarenta años fue asumida por millones de personas. Al inicio del siglo XXI, tres de cada diez personas encuestadas en Estados Unidos afirmaron ser «espirituales, pero no religiosos». Entre los norteamericanos más jóvenes, la proporción era de siete de cada diez.10

A pesar de su popularidad, el significado de la palabra espiritualidad sigue siendo vago. Con el fin de clarificarlo, una serie de escritores actuales han intentado identificar sus atributos.11 Cada escritor enfatiza cosas diferentes, pero casi todos ellos mencionan tres características que yo llamo subjetividad, autonomía y esfuerzo personal:

Subjetividad. Las personas espirituales cultivan los sentimientos y experiencias interiores y son comparativamente indiferentes a los estándares de pensamiento y comportamiento externos. Intentan encontrar lo que buscan (verdad, armonía, amor, plenitud, paz) dentro de ellos mismos y no por medio de la aceptación de ideas de otros individuos o grupos.

Autonomía. En sus relaciones con las comunidades a las que pertenecen, las personas espirituales insisten en la libertad personal y recelan de las doctrinas, escrituras e instituciones. Si eligen unirse a un grupo o seguir una enseñanza, lo hacen libremente y rechazan la idea que el compromiso implique exclusividad.

Esfuerzo individual. Al estar focalizados en la experiencia personal y recelar de la autoridad externa, las personas espirituales ven su práctica en términos de esfuerzo individual. Dan más importancia a la autodisciplina, la meditación y al estudio personal que a los rituales de la congregación y otras actividades de grupo.

Junto con las tres características principales de la espiritualidad hay una serie de otras — llamémoslas características secundarias—, que son más o menos importantes para los individuos particulares y los grupos. Entre las mencionadas con más frecuencia están: universalidad, empirismo y corporalidad.

Universalidad. Mucha gente cree que las experiencias en las que se basa la espiritualidad son las mismas en todas las culturas y períodos. Encuentran similitudes sorprendentes en las enseñanzas de místicos de diferentes épocas y lugares y, por lo tanto, están abiertos a la inspiración de diversas tradiciones.

Empirismo. Muchos maestros espirituales modernos han intentado unir la espiritualidad y la ciencia. Tratan la espiritualidad como una ciencia empírica, con sus propias hipótesis y procedimientos experimentales.

Corporalidad. Esta experimentación, según muchas personas, debe incorporar no solo la mente y el corazón, sino también la vida y el cuerpo. De ahí la popularidad entre los practicantes espirituales, del yoga, el taichí y otras formas de ejercicio físico, así como del ayurveda, el masaje terapéutico y otros sistemas de curación. Esto indica un rechazo de la antigua dicotomía religiosa entre cuerpo y espíritu.

Estas son las principales características de la espiritualidad moderna. Pero ¿cuál es su objetivo y razón de ser? ¿De qué trata la espiritualidad? Este libro es una exploración histórica y transcultural de esta cuestión. Veremos cómo personas de diferentes épocas y culturas han encontrado formas de liberarse del sufrimiento y de la perplejidad y de desarrollar sus capacidades internas y externas sin depender de las religiones.

Esto es, creo, lo que la mayoría de gente entiende por espiritualidad a principios del siglo XXI. Otros definirán el término de forma diferente o señalarán aspectos que se me han escapado. Aun otros se mofarán de la idea de que hay algo llamado espiritualidad completamente diferenciado de la religión. En un artículo de 2003, un escritor católico, clasificó el fenómeno espiritual-pero-no-religioso como un problema cultural de igual gravedad que «la inclusividad, las adicciones y la desintegración de la familia». Otros autores religiosos han intentado recuperar el término. Una reciente historia de la espiritualidad publicada por un académico inglés, resulta ser una valoración histórica del pensamiento cristiano, animada con pasajes como este: «la “espiritualidad” implica un tipo de visión del espíritu humano y de lo que lo ayudará a alcanzar su máximo potencial».12 Nada objetable en sí misma, esta afirmación tiene más que ver con las ideas de los escritores seculares del siglo XX como Abraham Maslow y Aldous Huxley que con las doctrinas de san Agustín, santo Tomás de Aquino y san Ignacio de Loyola. Por supuesto, los escritores cristianos tienen todo el derecho a usar la palabra espiritualidad en su sentido religioso. Después de todo, surgió en un contexto cristiano, e incluso hoy tiene significados técnicos en la teología cristiana. Pero actualmente, para la mayoría de la gente, esos significados carecen de importancia. La espiritualidad en su sentido del siglo XXI no tiene necesariamente conexión con la religión, igual que las prácticas espirituales no tienen necesariamente conexión con creencias religiosas. Espiritualidad es un término imperfecto, pero es el único que tenemos para referirnos a un área de la experiencia humana cada vez más importante. Más que preocuparnos por sus carencias será mejor que lo aceptemos y avancemos.

Dios: sí, no, quizá

En 1899, el psicólogo y filósofo William James se tomó un año sabático de Harvard y se fue a Europa para visitar centros de salud y escribir una serie de ponencias sobre religión. Su salud no mejoró, pero consiguió acabar las primeras diez ponencias y entregarlas en mayo y junio de 1901. Su primera conjetura, explicó, fue que «la fuente de todas las religiones radica en las experiencias místicas del individuo». Al pertenecer a «una región más profunda, vital y práctica que la que habita el intelecto», estas experiencias eran «indestructibles por argumentos intelectuales». Pero, como clarificó el año siguiente, las experiencias subjetivas no tienen nada que decir sobre la existencia objetiva de Dios. Como filósofo, James estaba muy familiarizado con los argumentos esgrimidos en apoyo a la idea de Dios. En una ponencia de abril de 1902, los descartó en dos párrafos. El argumento cosmológico (tiene que haber una Causa Primera) asume que sabemos lo que es la causalidad cuando en realidad no lo sabemos. El argumento del diseño no se sostenía después de Darwin. Los argumentos del consenso y morales habían sido demasiado claramente rebatidos por la experiencia para tomarlos en serio. Volviendo a las demostraciones filosóficas de las perfecciones de Dios, preguntó: «¿qué diferencia vital puede representar para la religión de una persona el hecho de que sean verdaderas o falsas?» Además, en su ponencia final James sugirió que la religión no era totalmente inútil: cuando comulgamos con el mundo espiritual, «el trabajo sobre nuestra personalidad finita en realidad ya está hecho, porque nos convertimos en personas nuevas, y las consecuencias en la forma de conducta siguen en el mundo natural».13

La mayoría de religiones y muchas enseñanzas espirituales dan una importancia central a la idea de Dios. Otras la consideran una distracción. En este libro me ocupo principalmente de las religiones y espiritualidades sin Dios, pero, antes de seguir adelante, será interesante ver cómo la mayoría de las temerosas de Dios han defendido sus creencias y cómo las otras han argumentado en su contra.

La mayoría de personas creen en Dios porque sus padres les enseñaron a hacerlo. Si no fueron los padres, fueron otros miembros de la familia, o los amigos, o los profesores, o profesionales de la religión, o la sugestión colectiva de la sociedad. Desde los inicios de la historia documentada, y sin duda desde mucho tiempo antes, casi todo el mundo ha creído en dioses, espíritus u otros seres sobrenaturales simplemente porque prácticamente todos los demás lo hacían. Los filósofos llaman a esta aceptación de la opinión general el argumento del consenso para la existencia de Dios. Contaba con un pedigrí distinguido: Platón y Cicerón estaban entre sus defensores. En los últimos años se ha considerado más como una incomodidad que como un argumento porque está claro que «casi todo el mundo» ha creído en muchas cosas falsas (por ejemplo, que el Sol y los planetas se mueven alrededor de una Tierra inmóvil).

Estrechamente relacionado con el argumento del consenso, está el argumento de la escritura. La gente acepta afirmaciones de las Upanishads sobre Brahman o afirmaciones bíblicas sobre Dios o afirmaciones coránicas sobre Alá porque creen que las Upanishads, la Biblia o el Corán provienen de fuentes sobrehumanas. Si las fuentes son sobrehumanas, lo que dicen sobre los seres y las fuerzas sobrehumanas es verdad. Esta afirmación genera dudas, pero es lo suficientemente buena para los millones de personas que creen que las escrituras que aceptan son infalibles y que todas las demás son falsas o incompletas.

No tiene ningún sentido intentar argumentar a favor o en contra de las afirmaciones de una escritura determinada. O te las crees o no. Pero algunos pensadores religiosos han sentido la necesidad de apoyar su creencia en Dios con argumentos racionales. Se han propuesto docenas de ellos durante los dos últimos milenios, pero según el filósofo alemán Immanuel Kant solo vale la pena fijarse en tres: los ontológicos, los cosmológicos y los teológicos. Aun siendo creyente, Kant refutó los tres, y la mayoría de pensadores posteriores estuvieron de acuerdo en que los argumentos tienen poco valor. Sin embargo, aquí los resumo junto a sus refutaciones porque todavía aparecen en la literatura técnica y popular.

El argumento ontológico es un intento de mostrar que Dios es un ser necesario. Sería algo así: es posible concebir un ser, a saber, Dios, más allá del cual nada más grande puede ser concebido. Si este ser existe como concepto, también tiene que existir en realidad, porque la existencia como realidad es más grande que la existencia como concepto. Por lo tanto, Dios debe existir. Hoy, a la mayoría de la gente le cuesta entender cómo alguien pudo tomarse este argumento en serio en algún momento. Se entiende perfectamente por qué el filósofo alemán Arthur Schopenhauer lo llamó un «truco de juego de manos» y una «broma encantadora».14 Kant fue un poco más amable y dedicó una sección de su principal obra a demostrar por qué es errónea. El problema principal es que la existencia no es una propiedad. Se puede decir que María es, y que María es o no es alta, pero no se puede decir que Dios es, y que Dios es o no es existente. Por tanto, no tiene sentido decir que la existencia real de Dios es mayor que su existencia conceptual.

Los argumentos cosmológico y teológico también han inspirado prolijos debates, pero no son meros juegos de palabras. Ambos parten de la observación de cómo son las cosas en el mundo y utilizan el razonamiento inductivo para pasar de las observaciones a algo o a alguien que se supone que se halla más allá. El argumento cosmológico se basa en la idea de causalidad. Cuando trazamos una cadena de causas y efectos yendo lo más atrás posible, nos queda el problema de qué lo causó todo al principio. Dado que, según el argumento, nada es la causa de sí mismo, tiene que haber una causa no causada, y esta es Dios. Este argumento ha tenido una larga y distinguida historia en las filosofías india, grecorromana, islámica y europea. Durante la Ilustración europea, la idea de la Causa Primera persistió incluso cuando la creencia en Dios declinaba. Hoy, hay quien cree que la teoría del big bang sobre el origen del universo implica un Dios creador, pero pocos científicos y filósofos contemporáneos piensan que Dios es la respuesta a la cuestión de la causalidad. El problema con todas las versiones del argumento cosmológico puede resumirse en una cuestión: si Dios es el Creador, ¿quién creó a Dios? Si Dios no fue creado, ¿no podría decirse lo propio del mismo universo?

El argumento cosmológico se basa en especulaciones sobre cómo empezaron las cosas; el argumento teológico, en especulaciones sobre sus propósitos o fines. Allí donde miremos vemos indicios de que el mundo fue creado por un diseñador que tenía ciertos fines en mente: el ojo se hizo para ver, la mano para sostener, los pies para correr, etc. Dado que ningún ser humano diseñó estas cosas, es fácil concluir que fueron obra de un diseñador divino. Pueden encontrarse declaraciones clásicas sobre este argumento en obras de filósofos de la India y la Grecia antiguas. En la Europa moderna fue expuesto de forma memorable por el teólogo inglés William Paley, quien en 1802 escribió que cualquiera que examine el mecanismo de un reloj debe concluir que fue diseñado para marcar la hora. Igualmente, cuando examinamos el mundo natural vemos que «cada muestra del diseño que existe en el reloj, existe [también] en las obras de la naturaleza». Está claro, por lo tanto, que el mundo natural es la creación de un diseñador divino.15 Cuando tres décadas más tarde el estudiante de Cambridge Charles Darwin se topó con el argumento de Paley, le pareció satisfactorio, pero después de años de investigación biológica, concluyó que todas las instancias de diseño aparente en seres vivos podían explicarse por la selección natural.

Después de deshacerse de los tres argumentos racionales, Kant recurrió a la ética para probar la existencia de Dios. Su argumento vendría a ser este: los humanos son racionales, seres morales y, como tales, deben desear el bien supremo, es decir, la virtud perfecta y la felicidad. Para desear racionalmente el bien supremo, tenemos que creer que la estructura del universo es moral y que la justicia prevalecerá en este mundo o en el próximo. Un universo moral solo puede existir si es mantenido por Dios. Al creer que la estructura del universo es moral y actuar de acuerdo a esta creencia, en la práctica, los seres humanos afirman la existencia de Dios. Así resumido, el argumento de Kant parece bastante débil, pero tiene paralelismos en casi todas las religiones. En la India, la creencia de que el universo es moral está ligada a la del karma (la acción y sus consecuencias inevitables). En el jainismo y el budismo, la ley del karma funciona por sí sola sin la necesidad de Dios, pero en las filosofías teístas del nyaya y el vedanta se requiere a Dios para que funcione. Tal como dijo el filósofo vedanta del siglo VIII Shankara, tiene que haber un agente consciente, a saber, Dios, que «decrete los frutos de las obras de las personas según sus méritos».16

El problema con todos los argumentos morales es que no hay una razón convincente para creer que el universo tenga una base moral. Más bien parece todo lo contrario. Hay muchísimo sufrimiento en el mundo y es difícil reconciliar esta realidad con cualquier tipo de orden moral. Una niña inocente es secuestrada, confinada, violada repetidamente y asesinada. ¿Cómo explicar esto en términos éticos? La idea popular cristiana de que disfrutará de una vida después de la muerte en el cielo y la idea popular hindú de que debió hacer algo terrible en su vida anterior para merecer tal sufrimiento son pueriles y repugnantes. Pero las cuestiones subyacentes son serias, y los filósofos han tratado de resolverlas durante miles de años.

Los pensadores indios ven el sufrimiento como el resultado inevitable del karma, pero añaden que el karma solo no es suficiente para garantizar que las personas obtengan lo que se merecen. Una sola vida es demasiado corta para ello, una simple observación lo confirma: algunos malhechores prosperan hasta su muerte mientras que algunas personas virtuosas sufren durante toda su vida. Por lo tanto, las religiones indias asumen que la obra kármica se lleva a cabo en una serie de renacimientos, que solo se acaban con la liberación final. Esto proporciona una solución impecable al problema de la mensurabilidad moral, pero se basa en suposiciones que no pueden probarse. El karma y el renacimiento se tratan en muchas escrituras y son sostenidos por la filosofía y el folclore indios, pero no hay ninguna evidencia concluyente que los respalde.17

Los teístas occidentales no niegan la realidad del sufrimiento, pero dicen que tenemos que verlo desde la perspectiva de Dios. Según la teología tradicional cristiana, Dios concedió el libre albedrío a los seres humanos para que pudieran participar de forma consciente en los placeres y en los retos de la existencia. Con el libre albedrío llegó la posibilidad de pecar y con el pecado la certeza del sufrimiento, pero también la posibilidad de redención. En el siglo XVIII, el filósofo alemán Gottfried Leibniz acuñó la palabra «teodicea» para dar una explicación del mal recurriendo a la justicia de Dios. Argumentaba que, como Dios creó el mundo, este era necesariamente el mejor de todos los mundos posibles. Para que los humanos pudieran entenderlo, tenían que mirarlo desde el punto de vista divino, no desde el humano. En 1759, el escritor francés Voltaire tergiversó las ideas de Leibniz en su sátira Candice y la frase «el mejor de todos los mundos posibles» nunca se ha recuperado.

En el siglo XX el teólogo inglés John Hick desarrolló una teodicea de «la realización del alma»: las virtudes alcanzadas a través de la toma de decisiones correctas ante las dificultades son más valiosas que aquellas que nos llegan «preconfeccionadas y sin ningún esfuerzo».18 Como otras teodiceas, la de Hick es circular. Empieza con la suposición de que Dios es bueno y explica la existencia aparente del mal diciendo que, a pesar de todas las apariencias, Dios es bueno. Ciertamente, los argumentos actuales son más sofisticados, pero incluso los mejores de ellos han convencido a muy pocas personas que no estuvieran ya predispuestas a aceptarlos. El problema del mal se mantiene, en palabras del teólogo contemporáneo Hans Küng, como «la roca del ateísmo».19 Durante miles de años, ha sido la base sólida de los argumentos morales contra Dios, y un escollo para aquellos que han intentado, con un éxito irrelevante, argumentar a su favor.