Esta historia apesta. Anécdotas de mierda que han marcado a la humanidad - Alejandra Hernández - E-Book
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Esta historia apesta. Anécdotas de mierda que han marcado a la humanidad E-Book

Alejandra Hernández

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Beschreibung

¿Sabías que el olor de la estancia de Juana de Castilla debió ser tan espantoso que pensaban que había sido poseída por el demonio?, ¿que los aztecas veneraban a Moctezuma con vasijas de oro repletas de piojos?, ¿que Isabel II fue una de las reinas que puso de moda el mugriento verde isabelino? o ¿que los romanos discutían sobre los problemas del Imperio en el retrete?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Esta historia apesta. Anécdotas de mierda que han marcado a la humanidad

© 2023, Alejandra Hernández Plaza

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®, adaptación de la obra Retrato de Isabel II de Federico de Madrazo vía Signal Photos / Alamy (Obra original en el dominio público)

Ilustraciones de interiores: Isabel Plaza Vivancos

 

ISBN: 9788491399117

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

1. Setecientas burras al día para tener contenta a Cleopatra

2. De cuando los romanos solucionaban el mundo haciendo caca

3. Excreta et secreta

4. La Edad Media no fue tan asquerosa como nos han hecho creer

5. De Juana de Castilla, Enrique IV y otros soberanos alérgicos a la esponja

6. Usos gozosos de la orina

7. Las resacas en Versalles eran una merde,literal

8. Aquí huele a muerto

9. Los piojos no entienden de clases sociales

10. El Sanitary Movement o cómo desatar la locura por la higiene

11. ¡Vaya mierda la guerra!

12. Alguna marranería histórica extra en forma de anécdota

Glosario

Breve bibliografía final por si te has quedado con ganas de más

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

A mi padre, por contagiarme su pasión por la historia y enseñarme a disfrutar de ella

Prólogo

 

 

 

 

 

Me atrevería a afirmar que la mayoría de los que os aventuráis a leer las historias que inundan las siguientes páginas tenéis en este momento la idea preconcebida de que la gente del pasado era una auténtica guarra. En cierto modo, y salvando pequeñas excepciones, esa idea también rondaba por mi mente, y mi visión general de las costumbres higiénicas de nuestros ancestros era realmente negativa. Hasta que me puse a investigar a fondo para la elaboración de este libro. Ahora, escribiendo este prólogo y tras haber puesto punto y final al compendio de anécdotas que dan forma a Esta historia apesta, esa imagen no ha cambiado respecto a ciertas épocas o lugares, podría decir que incluso ha empeorado, pero la percepción es sin duda alguna más amplia y amable hacia otras que han estado revestidas de un marrón caca durante siglos.

Si algo debemos tener claro, es que el concepto de higiene es amplio y versátil, una palabra interpretada de forma diferente según el momento histórico y la civilización en la que nos encontremos. Actualmente, también es entendida de múltiples maneras, lo que hace que ciertas costumbres de nuestros vecinos asiáticos, por poner un ejemplo, las entendamos más como marranería que como parte de su cultura. Dicha sensación o percepción es la que podemos sentir perfectamente con la higiene en ciertos momentos del pasado. Que la idea de vivir en un fangoso pueblo medieval o tener que plantar un pino en una letrina compartida mientras hablas del tiempo asome sutilmente por nuestras mentes nos produce un estupor y rechazo incontrolables.

Sus costumbres no son las nuestras, y mientras que ahora nos echamos las manos a la cabeza al leerlas, en su momento se ponían pines de gloria por los avances conseguidos. Unos pines relucientes que iban a parar a la solapa de unos pocos culturetas y entendidos, porque ¿estaba la población conforme con las soluciones propuestas? ¿Se sentían cómodos con el olor a sobaquillo? ¿O caminando siempre sobre barro? ¿O metiéndose entre pecho y espalda potingues de lo más nauseabundo para acabar con ciertas enfermedades? Desde luego, fácil y sencillo y para toda la familia no tuvo que ser, por lo que os invito a valorar el percal por vosotros mismos.

1SETECIENTAS BURRAS AL DÍA PARA TENER CONTENTA A CLEOPATRA

 

 

EVITAD EL BAÑO EN LECHE, DEL TIPO QUE SEA.YO SÉ QUE A MUCHOS OS PUEDE HACER ILUSIÓN MARCAROS UN «CLEOPATRA» EN TODA REGLA, PERO, AUNQUE ES ANTIOXIDANTE,ABRE LOS POROS, HIDRATA LA PIEL, LA DEJA SUAVE Y SEDOSA Y UN SINFÍN DE BENEFICIOS MÁS,¡NO ES PARA NADA ANIMAL-FRIENDLY!

 

 

 

 

Como ya habrá tiempo después para una ingente cantidad de marranerías históricas, voy a empezar por la civilización que se podría llevar el Óscar, el Globo de Oro, el Goya y algún que otro premio más a la más limpia de todos los tiempos: la civilización egipcia. Porque ¿a quién no le va a gustar un aseado egipcio del segundo milenio antes de Cristo, ¿eh? ¿A quién no le va a gustar? ¡Hasta Heródoto cayó rendido a la escrupulosidad que los caracterizó! Quedó cautivado con que fregasen los vasos cada vez que bebían de uno de ellos, lavasen la ropa que se ponían cada día y se aseasen por la mañana, antes y después de comer y previamente al culto. Y esto es solo la punta del iceberg, porque estuvieron literalmente obsesionados con la higiene, con echarse por encima todos los potingues que encontraban a su paso o recomendaba el papiro de moda. Eso sí, todo a título personal. El tema de cuidar la limpieza de sus ciudades no lo tuvieron tan presente. Bienvenidos al capítulo con los protagonistas más extremadamente limpios de Esta historia apesta.

 

 

CÓMO QUERERSE A UNO MISMO SEGÚN LOS EGIPCIOS

 

Siguiendo al pie del jeroglífico lo dicho en el Libro de los muertos, ningún difunto podría formular palabra alguna en la otra vida si no llegaba a ella como los chorros del oro, es decir, bien limpico, vestido con ropa fresca, con el ojo pintado como una puerta, con el pie calzado en sandalias, al fresco y perfumado con mirra y aceites. Si se pusieron así de exquisitos con los muertos, imaginad con los vivos. De hecho, podemos asegurar que los egipcios fueron personas muy conscientes de las enfermedades que los rodeaban y de cómo combatirlas, por lo que no es de extrañar que el amor y el cuidado hacia uno mismo tuvieran parte de la culpa del éxito de su supervivencia como civilización por los siglos de los siglos y los milenios de los milenios.

Y para poder hacernos una idea de hasta qué punto cuidaron su higiene personal, voy a hacer un repaso por algunas de sus rutinas de self care más destacadas y que fueron puestas en práctica por algunos de los faraones con mayor presencia histórica en la posteridad. No dudo, además, de que tuvieron como libro de cabecera alguno de los numerosos papiros sobre medicina e higiene que se escribieron en la época, como el papiro Ebers, el de Edwin Smith o el de Erman (los tres de mediados del II milenio a.C.), cargados de truquitos que hoy en día estarían más que cotizados por las influencers del momento.

Empecemos por el baño, una actividad diaria que muchos egipcios realizaban incluso dos o tres veces en una misma jornada y que seguro que habéis visualizado en forma de Cleopatra y la leche de burra. Y sí, llegaré hasta ese icónico momento, pero antes, un repaso por la simple e importante acción de dejarse caer el agua por el cuerpo, que a los dioses había que tenerlos contentos. Si bien la mayoría de los ciudadanos de clase alta y los faraones disponían de una estancia privada cerca de los dormitorios para darse un remojón al día, los miles de habitantes restantes del antiguo Egipto no tenían más remedio que recurrir al río Nilo, cuyas aguas no siempre eran cristalinas y seguras, o tirar de palangana si estaban perezosos. Pero ese baño mañanero no les valía si el plan del día era visitar un templo, por lo que en los caminos que llevaban hacia estos lugares sagrados se podían encontrar unas pequeñas piscinas de agua fría para que los peregrinos se aseasen antes de su llegada. Con todo, recuerdo el tema de la arena y la solanera que sufrían a diario y aprovecho para informar del uso del Nilo como depósito de aguas residuales que les provocaban numerosas infecciones; por lo que agua se dejaban caer, pero muy limpia no siempre estaba. Nos quedamos con que la intención es lo que cuenta.

Volvamos a las clases altas y sus cómodas chozas provistas de zona de aseo. En ellas, los sirvientes cargaban con litros y litros de agua para llenar las bañeras o aprovechaban para hacer bíceps volcando delicadamente los recipientes a modo de ducha. Como el jabón, tal y como lo conocemos hoy en día, no existía, limpiaban la mugre de su cuerpo con una mezcla de natrón, cenizas y arcilla que no producía demasiada espuma, pero daba el pego. La más pija del lugar, la gran Cleopatra VII (69-30 a.C.), parece que llevó el culto al cuerpo de sus antepasados hasta su máxima expresión. Una mujer inteligente, astuta, de gran valentía y presencia que, desgraciadamente, algunos solo recuerdan por sus numerosos romances, su trágico suicidio o los baños diarios que se daba en leche de burra. Y es que hay que reconocer que esto último es llamativo.

Con todo, la historiografía posterior ha sido un tanto exagerada y pesada con el tema, más que nada porque se ha llegado a asegurar que se ordeñaban en torno a setecientas burras al día para poder llenar la bañera en la que Cleopatra ponía a remojo su cuerpo serrano. Vamos, que, de ser así, no solo estaríamos ante un caso de explotación animal, sino que habrían dejado a las pobres más secas que la mojama. Por otra parte, hay que tener en cuenta que las burras no producen grandes cantidades de leche y solo lo hacen unos meses al año, cuando están en época de cría. Quizá por eso fue considerada casi un elixir de belleza solo al alcance de una gran faraona y algún que otro ricachón o ricachona más. Algo difícil de negar si consultamos a historiadores como Heródoto (siglo V a.C.) o Plinio el Viejo (siglo I a.C.), quienes destacaron sus beneficios para paliar problemas o malestares ginecológicos, dolores articulares, fiebres, dientes débiles o las históricamente odiadas arrugas de la cara. El porqué de sus beneficios lo encontramos en un componente concreto, el ácido láctico, que las leches agrias producen a partir de la lactosa y cuyo uso en cosmética se ha mantenido hasta la actualidad, estando presente en multitud de rutinas de belleza mañaneras. La leche de burra como tal también se vende, pero es muy cara. Ya sabéis, solo apta para el pijerío más selecto.

 

 

CLEOPATRA SÍ QUE ES UNA VERDADERA INFLUENCER

 

Sobre todo teniendo en cuenta que su truquito de belleza más famoso ha sido aplicado y seguido por muchas otras mujeres, y algún que otro hombre a lo largo de la historia, hasta la actualidad. Algunas de estas followers fueron y son personajes muy destacados de nuestro pasado y presente. Popea Sabina, esposa del emperador romano Nerón, fue una de ellas, y su historia, mucho más exagerada que la de Cleopatra, ya que en todos sus viajes se hacía acompañar supuestamente por un séquito de unas 1000 burras en plena producción de leche porque estaban recién paridas. La hermana de Napoleón Bonaparte, Paulina, también cayó rendida a los beneficios de este producto tan natural, aunque al parecer no lo hizo con extravagantes baños, sino más bien en formato crema o ungüento. Más de actualidad es la confesión que la cantante Mariah Carey hizo a los medios en 2018, cuando reconoció que de vez en cuando se bañaba en leche para hidratar, tersar y aportar luminosidad a la piel. En definitiva, un remedio que, como su canción navideña, nunca pasa de moda.

 

A pesar de su fama, estos baños no fueron el único truquito que Cleopatra aplicó en su rutina de belleza diaria, sino que la complementó añadiendo a la leche aceite de almendras y miel para que la piel quedase todavía más radiante. También acostumbraba a embadurnarse en barro del mar Muerto (una moda todavía muy extendida) y rozar el límite de lo verdaderamente asqueroso al utilizar excrementos de cocodrilo para tonificar sus músculos. Que me desmientan los especialistas, pero pongo la mano en el fuego a que esto último no le sirvió de absolutamente nada, excepto para desprender un olor nauseabundo. Aunque cabe decir que el papiro Ebers recomendaba la grasa, que no la caca de cocodrilo, para tratar la calvicie; pero eso lo veremos unas líneas más abajo. En definitiva, que Cleopatra tuvo que quererse muchísimo a sí misma para emplear tal cantidad de tiempo y remedios tan extravagantes en el cuidado y enriquecimiento personal e intelectual, dejándonos en la actualidad la estela no solo de un olor demasiado agradable para la época, sino también de una personalidad arrolladora.

Se ve que Hatshepsut, que gobernó unos cuantos siglos antes, no conocía todavía los beneficios de bañarse en leche de burra, por lo que la famosa reina-faraón de la dinastía XVIII tuvo como productos estrella para el cuidado de su higiene personal los ungüentos y perfumes. Su preferido fue, precisamente, el recomendado por el Libro de los muertos para pasar a mejor vida: la mirra. Y ojo a la manera tan peculiar que tuvo de usarla: se untaba la planta de los pies con el producto para así ir dejando un rastro de olor a su paso. Vamos, que lo de echarse unas gotitas en las muñecas y tras las orejas está sobrevalorado. Además, parece que los beneficios de usar ungüentos realizados a base de mirra no solo contribuían al bienestar olfativo de la alta sociedad egipcia, sino que está demostrado que estimulaban el sistema inmunitario y actuaban a modo de pomada antiséptica para esos talones agrietados que nadie quiere mostrar en público. Hablando de pomadas, entre todos los pequeños botecitos que se encontraron en torno a su tumba, uno en concreto llamó la atención por contener restos de lo que, tras el análisis en laboratorio, resultó ser una pomada para los eccemas que la reina debió padecer. Y es que hay que reconocer que mantener una piel sana en un clima tan severo como el egipcio tuvo que ser muy engorroso.

Por cierto, que su momia fue encontrada con algún que otro diente de menos y todos bien guardados junto al resto de sus entrañas; y eso que los antiguos egipcios pusieron a la higiene bucal en su top 5 del cuidado de la salud. Quizá por ello y porque no ingerían alimentos demasiado azucarados, no tuvieron problemas importantes con las caries. Se limpiaban casi a diario la dentadura utilizando un pequeño palo o ramita a modo de seda dental previamente masticado y embadurnado en una pasta hecha a partir de las raíces de diferentes plantas. Todos estos consejos venían dados por el papiro Ebers, que, además, recomendaba específicamente a las mujeres complementar esta rutina con la frecuente mascadura de bolitas de incienso o mirra; y yo me sé de una que, con la afición que tenía a esta resina, seguro que siguió esta recomendación al pie de la letra.

Con todo, y a pesar de los esfuerzos mostrados, el verdadero problema bucal de los antiguos egipcios vino dado por su aliento. Es cierto que no todos tuvieron por qué sufrir de una fuerte halitosis, pero teniendo en cuenta que su alimentación estuvo compuesta por abundante rábano, ajo y cebolla, poco les faltó. Si no llega a ser por el enjuague bucal a base de natrón disuelto en agua que utilizaron con toda la asiduidad posible, no hubieran sido capaces de mantener una conversación sin provocarle un desmayo inmediato a la persona que tenían delante. Solo con imaginarlo, me estoy mareando hasta yo. Ah, se me olvidaba que, a pesar de todos los mejunjes que se metían en la boca, hubo alguno que no consiguió poner freno a los problemas dentales. El mismísimo Ramsés II, faraón de la dinastía XIX, murió probablemente a causa de varios abscesos en los dientes y una gingivitis tremenda. Aunque también hay que tener en cuenta que dichos contratiempos de salud le pillaron con noventa años entre pecho y espalda, por lo que el pobre hombre no estaba para bromas.

Por último, y antes de pasar a la depilación y el afeitado que tanto practicaron los egipcios, un superconsejito para esos días en los que no te da tiempo a pringarte de ungüentos y perfumes para que tu cuerpo no huela a alcantarillado y necesitas algo rápido que echarte en las traicioneras axilas: la receta del desodorante egipcio. Bueno, en realidad debería decir recetas, porque la gran cantidad de ellas que han dejado papiros como el de Ebers (otra vez) y el de Hearst hace difícil decantarse por una sola. Con todo, la más citada es la solución en forma de masa hecha a base de resina de terebinto, y que recomendaban colocar en forma de pequeñas bolas en todos aquellos lugares del cuerpo que presentaran pliegues. Además, era importante dejarlas actuar durante cuatro días, por lo que supongo que más efectivas que el desodorante actual tuvieron que ser. Si no era así, y se perdía su efecto al segundo o tercer día, las mujeres egipcias tenían otra solución escondida bajo la manga, puesto que a menudo se colocaban sobre la peluca un cono de grasa de perfume que durante la jornada se iba deshaciendo y embadurnaba su cuerpo con el olor elegido para cada ocasión. Puede parecer una buena idea, pero acababan con la cabeza y el cuerpo empapado en grasa, una sensación que no debió ser nada agradable.

 

 

PELO AQUÍ Y PELO ALLÁ, DEPÍLATE, DEPÍLATE…

 

O córtate el pelo, porque los antiguos egipcios gustaron más de llevar el cabello rasurado o muy corto con el objetivo de ir con el cogote al fresco, sin pelos cayéndoles por la cara y, ojo al dato, para evitar que unos bichitos nada amigables como son los piojos encontrasen el hogar perfecto en sus cabezas. Pero dejando a un lado estos motivos prácticos, estamos ante una moda totalmente implantada y extendida en Egipto a lo largo de generaciones. Tanto hombres como mujeres de clase media y alta invirtieron importantes cantidades de su tiempo en depilarse hasta el último pelo que cubría su cuerpo, para después ponerse pelucas de cabello natural o barbas postizas, todo muy coherente. Según Heródoto, los propios lugareños le confesaron que este truquito les permitía tener unos cráneos bien recios como consecuencia de que les diese el lorenzo en la cabeza desde jovencitos. Los hombres solían acudir a los barberos para el afeitado, un trabajo de los mejor considerados socialmente en aquella época. Pero para aquellos que lo querían hacer en la privacidad de sus hogares, los papiros citados más arriba mencionaban diferentes remedios caseros para conseguir ese deseado y pulido afeitado. Algunos de ellos bien sencillos, como cremas depilatorias a base de cal viva y cera de abeja, y, para paliar la irritación posterior, aceites perfumados —cómo no— y otros un tanto más complicados de digerir, a saber, caca de moscas, huesos de pájaro hervidos o la joya de la corona: sangre de vulva de perra. En fin, no lo veo claro, la verdad.

El colmo de la coherencia en torno a esta práctica depilatoria lo encontramos en la tradición masculina de dejar crecer pelo y barba sin control alguno cuando algún familiar cercano había fallecido, es decir, en señal de duelo. En cambio, si el miembro de la familia que había pasado a mejor vida era la mascota, la cosa cambiaba. Tal y como sigue contando Heródoto, que pongo la mano en el fuego a que tuvo que flipar en colores durante su estancia en Egipto, la muerte del perro conllevaba la depilación de todo el cuerpo, mientras que la del gato solo obligaba a rasurarse las cejas. Por su parte, los sacerdotes también tuvieron sus propias manías en torno al vello corporal, más que nada porque para entrar a los templos, su lugar de trabajo, era más que obligatorio no tener ni un pelo de tonto en todo el cuerpo.

He mentido, el colmo de las costumbres capilares egipcias viene dado por los remedios aportados en el papiro Ebers para luchar contra la alopecia o cubrir las canas que podían asomar el morro por sus negras cabelleras. Para esto último se aconsejaba sangre de becerro negro y, para la calvicie, placenta de gata. Así que concluyo asegurando que ¡no hay quien entienda a estos egipcios!

 

 

SE VIENE UN POQUITO DE IGUALDAD LABORAL

 

Hubo un tiempo muy lejano en el que los varones y las mujeres podían realizar el mismo trabajo sin poner en duda la hombría de los primeros ni la valía de las segundas. Ese tiempo fue el antiguo Egipto, y uno de esos trabajos, la medicina. Un campo del saber en el que destacaron dos mujeres, Merit-Ptah y Peseshet, que desarrollaron su carrera profesional durante la primera mitad del III milenio a.C. La Meri y la Pese, para los amigos, son consideradas las primeras médicas de las que se tiene constancia en la historia, y aunque muchos hayan dudado de su mera existencia, lo cierto es que algunas de las inscripciones en las que aparecen sus nombres las relacionan directamente con la medicina. Así, la Meri parece que ejerció la función de «doctora jefe», mientras que la Pese se especializó en ginecología y ejerció como partera. Titulada como «dama supervisora de las médicas», estudió en el templo-escuela de Sais, ubicado en la ciudad del mismo nombre y a donde muchas otras mujeres del antiguo Egipto se dirigieron para formarse como expertas en obstetricia y ginecología.

 

 

LA EXCEPCIÓN HIGIÉNICA A LA REGLA

 

Esa excepción estuvo protagonizada por las congestionadas ciudades del antiguo Egipto, que, entre una cosa y otra, no daban abasto para acoger a la población, así que lo de pensar en mantenerlas limpias se quedó en la teoría, porque en la práctica brilló por su ausencia.

Salvo excepciones muy concretas en las que las ciudades surgieron como fundaciones reales y partieron de un plano urbanístico ortogonal, esto es, ordenado y meditado, la mayoría de las urbes egipcias tendieron al hacinamiento más absoluto. De hecho, el protagonismo lo tuvieron las calles sucias y tortuosas sin ningún tipo de organización o estructura, inundadas de casas (algunas de varios pisos) en las que convivían no solo personas, sino también animales y numerosos parásitos que se ponían las botas con los desperdicios humanos que se generaban en ellas. Tened en cuenta que en algunas, las más importantes, pudieron llegar a vivir hasta 50.000 personas, mucha tela para la época de la historia en la que nos estamos moviendo. Y todo ello en una zona geográfica en la que masticabas casi más arena que alimentos, con unas temperaturas abrasadoras que hacían que el desodorante se partiera de risa cada vez que lo usaban y teniendo como vecino estrella al río Nilo, donde los mosquitos y demás insectos indeseables hacían de las suyas.

Os podéis imaginar que la atmósfera estuvo cargadita y los olores fueron los verdaderos protagonistas. Tanto, que se dejó testimonio de ellos por escrito, pudiendo diferenciar la clase social de la que provenían los mismos e intentando aportar algunas soluciones que hicieron honor al refrán «es peor el remedio que la enfermedad», sobre todo en las zonas más humildes. Básicamente, porque todos los inciensos y ungüentos que papiros como el de Ebers recomendaron para ello, creo que empeoraron las cosas; tuvo que ser algo como echar la suciedad debajo de la alfombra para que no se vea. La intención era buena, pero los resultados no tanto.

Así, para intentar que las diminutas viviendas en las que habitaban familias completas tuvieran un olor medianamente agradable, se proponía poner al fuego una masa hecha a partir de olíbano seco, resina de terebinto y pepitas de melón, entre otros múltiples ingredientes, que debían dejar un aroma estupendo. Como aquella masa solo era usada a modo de ambientador y no tenía ningún efecto sobre roedores o pulgas, los papiros añadieron una solución más para esos indeseables compañeros de piso a modo de insecticidas o «venenos». Para ratoncillos y ratas, lo mejor era embadurnar las paredes y utensilios con grasa de gato…, como lo lees. Para las pulgas, algo menos vomitivo: rociar la vivienda con una solución a base de agua con natrón. En cuanto a los desperdicios propios de los humanos, los egipcios realizaron un primitivo «¡agua va!» volcando a la vía pública el contenido de su bacín y llegando a acumular montañas de residuos en ciertos puntos de las estrechas calles. Para el tema de los excrementos fueron algo más apañados e, incluyendo los de los numerosos animales con los que convivían, los usaron para hacer, ¡atención!…, fuego. Se ponían a secar mezclados con arena en lo alto de las casas y cuando el mejunje estaba listo hacía las veces de combustible. Y aunque la mierda se expusiera así, sin ningún pudor, el tema de hacer caca era algo muy íntimo que se hacía en privado y en interiores. Quizá por ello Heródoto vuelve a hacerse el sorprendido al comprobar que comían y pasaban la mayor parte del tiempo fuera de las viviendas, pues dentro el olor debía ser algo insoportable.

Ahora bien, después de leer todo esto que acabo de contar, quizá pensaréis que tampoco estamos ante la civilización más limpia de todos los tiempos. Bueno, eso visto desde los ojos de una persona del sigloXXI. Pero el simple hecho de que conservemos tal ingente cantidad de papiros destinados al cuidado de la higiene, la salud y la urbanidad ya hace que se merezcan el título. Oye, quién sabe con qué ojos nos mirarán los habitantes del futuro…