Estación Mendoza - Elena Rocelli - E-Book

Estación Mendoza E-Book

Elena Rocelli

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Beschreibung

La llegada del ferrocarril generó cambios profundos en lo económico, político y social de la Argentina. Gabriel transita, junto a su familia, un derrotero que tiene a la Estación Mendoza como hitos de partida y de retorno. Es la historia de un obrero ferroviario, y también músico, que hace de su trabajo un arte, que lucha por sus derechos laborales en el contexto reinante. Se constituye en un retrato costumbrista de una época clave en el desarrollo del país. La novela comienza con Ana, que regresa para rentar la casa vacía de su abuelo Gabriel. Mientras espera a los próximos inquilinos, va entrelazando los aromas del presente con los ecos del recuerdo de su infancia y su familia.

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Seitenzahl: 185

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Elena Rocelli

Estación Mendoza

Rocelli, ElenaEstación Mendoza / Elena Rocelli. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3601-3

1. Novelas. I. TítuloCDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

Prólogo

Capítulo 1 - El alma de los rieles

Capítulo 2 - Revueltas

Capítulo 3 - Filosofía de taller

Capitulo: 4 - Las hijas del alemán

Capitulo: 5 - Navidad en familia

Capitulo: 6 - El hijo predilecto

Capitulo: 7 - La Fiesta del pueblo

Capitulo: 8 - Desde la Estación Mendoza a Junín

Capitulo: 9 - Fatalidad

Capitulo: 10 - Un cambio de aire

Capitulo: 11 - Estación Mendoza

Capitulo: 12 - Jazmines

A mis abuelos Gabriel y Flora

A mi madre y a mis hijas

PRÓLOGO

Considero un honor que el autor de un libro a editar me pida que escriba el Prólogo y más aún, cuando se trata de su querida primer novela. Elena Rocelli, la cantautora mendocina de hermosas canciones, además asoma ahora a nuestras letras provinciales con su obra “Estación Mendoza”.

Es una novela escrita en doce capítulos bien hilados, en un racconto que comienza a desarrollarse desde los recuerdos de su protagonista, con frescos y ágiles diálogos y bellas descripciones, ideales para ser representados en una película.

Su escritura aparece diáfana y cristalina en los momentos de nostalgia y alegría; pero alcanza una trascendencia categórica y contundente en aquellos otros momentos duros y difíciles, propios de la vida misma, como toda prosa universal.

Dicha universalidad permite que podamos leer los párrafos o capítulos, o la obra completa en una escuela primaria, sin que alumnos ni maestros deban ponerse colorados. O que, en familia resulte una lectura que los padres pueden ofrecer a sus hijos sin temor y todo ello sin sufrir alguna corrección externa, y sin que por ello resulte una novela ingenua o pierda veracidad o realismo en sus momentos dramáticos.

No se vale de efectos de impacto, escenas escabrosas, tonos groseros para llamar la atención ni de otros recursos semejantes que pueden llegar a invalidarlos en su condición de arte con su cualidad atemporal indispensable, su breve ilusión de eternidad.

A Dios gracias ninguna de esas “patologías artísticas” fueron utilizadas en “Estación Mendoza”, ya que estamos ante una novela universal que nació sin valerse de estas falsas novedades creativas. Su narración parte sencilla desde los recuerdos de la infancia de su protagonista, y viaja entre buenas y malas hasta el presente.

Incorpora en el camino, además, ciertos rasgos indudables de novela histórica por momentos: Cuando reseña el desarrollo de los Ferrocarriles en nuestro país y sus avances tecnológicos, con el trabajo de sus obreros y las luchas que libraron por sus derechos laborales; cuando menciona el origen de las primeras fiestas vendimiales en Mendoza; o cuando explica el surgimiento del peronismo con su justicia social y sus períodos de gobierno iniciales y siguientes.

Sucesos históricos descriptos con ciertos detalles rigurosos, pero desde una perspectiva que, aunque involucre algún personaje de la historia, mantiene libre a la narradora quien cuenta con imparcialidad lo sucedido, tal como lo hubiese descripto alguien que viviera y aceptara dichos acontecimientos, sin ningún tipo de opinión ni control sobre ellos, en su propia existencia. Y es así que la autora vivió y conoció a través de sus padres, tíos, primos y abuelos, aquellos días de la vida familiar, provincial y nacional.

“Estación Mendoza” tiene todo en su sitio. Desde el punto de vista literario, la forma resulta bella y amena o crucial y trascendente, según las circunstancias narradas. Su anecdotario autobiográfico no exagera ni abruma, completando un entramado histórico incuestionable.

Y su virtud principal quizás sea la de toda obra literaria: el encantamiento indispensable para que los lectores volvamos disfrutando las páginas hasta finalizar un párrafo o un capítulo, deseando comenzar el siguiente, hasta llegar desprevenidos a su fin.

Pablo R. Marianetti

Mendoza, febrero 2023

Capítulo 1

El alma de los rieles

La casa está en silencio ahora. Desde la vereda de enfrente se puede apreciar el efecto de la pintura nueva en las ventanas y en la puerta de entrada. Un acabado que intenta imitar, sin demasiado éxito, el color y la textura de la madera del álamo, como la que solía presumir en los sesenta, cuando fue habitada por primera vez. Muchas viviendas del barrio Ferroviario todavía mantienen las aberturas originales, aunque algo desgastadas. Otras conservan una cerca muy baja, de tablas puntiagudas, que amenazan con ingenuidad a los intrusos. La casa de los Verdejo, en cambio, desde hace varios años se presenta al mundo con una reja rasa y baja de hierro, que apenas logra protegerla y delimitar su terreno. Un manto de piedras lajas ensambladas aplastan la misma tierra donde antes el césped crecía libremente. Gabriel había distribuido armónicamente seis rosales entre dos verdes tapices de chipica y festuca. Ambos lindaban un camino central de baldosas que iba desde la vereda hasta la entrada de la casa, a modo de alfombra de bienvenida.

Las flores que crecían allí eran las más coloridas que alguien pueda imaginar. Sus pétalos blancos recibían pinceladas rojas y amarillas, dejándose matizar de tornasoles diferentes. Todo dependía si la luz del sol las golpeaba de lleno o llegaba con desgano al terminar el día. Y sus espinas, guardianas silenciosas, se encargaban de desalentar a los buscadores de rosas. Un arbusto de hojas grises descansaba en el centro de una corona de tréboles sin suerte, con engarces de frágiles violetas.

De todo aquello, sólo creció de aquel arbusto un frágil cogollo, orgulloso de sobrevivir al desmonte. Ahora descansa en un enorme cantero blanco que asienta sobre los grises y arenados matices del suelo. Se asoma despacio, vacilante, como pidiéndole permiso a los tiempos nuevos. Junto a la entrada, una maceta más pequeña y de color indefinido se adelanta para saludar a los visitantes.

Las paredes huelen a pintura fresca. En estos días de calor los vapores del solvente se entremezclan con el recuerdo de los aromas que alguna vez escaparon de la ventana de la cocina: de los estofados, del clavo de olor y del pancito recién horneado.

Desde el fondo del patio se insinúan los perfumes del tilo y del jazmín que se van colando de a poco en el laberinto de la memoria de Ana. La han invitado a deshilar al tiempo y su infancia aparece en suaves jirones. Desocupar la casa no es tarea fácil, no sólo por el desarraigo que esto implica, sino por el agujero negro que engendra la orfandad. No puede creer que su madre haya muerto. –El mundo se agiganta cuando no hay quien nos cuide. – piensa. Mientras el espacio va ganando el sitio de los muebles y aparece el eco que se apropia de las casas vacías, Ana se detiene en cada objeto e intenta decidir qué destino le dará a cada uno. Algunos de ellos traen al presente, historias que parecen haber sucedido ayer. Quedaron pocos juguetes que pudieron salvarse de la redada de las donaciones y de las limpiezas de objetos en desuso. Rosita, la muñeca que acompañó sus sueños de niña, permanece en un rincón esperando ser descubierta. ¡Si hasta parece que estira sus bracitos para acercarse a su regazo! Como si pudiera escuchar aquella súplica, Ana la estrecha con ternura, mientras le tararea aquella melodía infantil que su madre le cantaba. La emoción enjugada en lágrimas le entrecorta el arrullo. Luego, la recuesta con extremo cuidado en la caja de las cosas importantes que ha de llevarse. Más allá, en un rincón del placard, con las ruedas desgastadas sobre sus patas, la perrita cocker con su cachorro a cuestas, le pide que no la olvide y que haga girar su cuerda para rodar como antes. Su abuelo Gabriel se la regaló cuando volvió de un viaje de Córdoba, y como también era su costumbre, le trajo otro juguete a su amiguito Alejandro. Era un helicóptero azul con hélice que se impulsaba a mano para hacerla girar. Y entonces, volaba. – Me dieron celos por eso, ¡Qué tonta! Si él era como de la familia. Su mamá en muchas ocasiones también nos traía obsequios a los dos – Ana suspira y se ilumina su mirada –¿Dónde estará? ¿Cómo será su vida? ¿Cuándo fue que perdimos la risa? ¿Cuándo crecimos? – Sonríe a los objetos que han encendido su memoria como si al hacerlo, pudieran traerle más información desde el pasado. Le aparece de repente la imagen del vecino de la casa de enfrente, fiel suplente del hermano que nunca tuvo, llegando a su casa para jugar con ella. Su abuelo lo recibía con un: “Cayó piedra sin llover” y al escuchar la frase, Anita corría a su encuentro, ritual infaltable de cada tarde. Después continuaba con la orden “Elena, prepará el café con leche que llegó el convidado de piedra”, dirigida a su hija, la mamá de Ana. En otras oportunidades, apenas se abría la puerta, el mismo Alejandro, con la candidez de sus siete años, anticipaba su llegada anunciándose con: “Cayó piedra sin llover”. Gabriel no podía contener la risa y le daba unas palmaditas cariñosas en la cabeza. Así, habilitaba su entrada a la casa, en la que el niño deambulaba como si fuera la propia, en busca de su pequeña amiga.

—Espero volver a verlo algún día – Ana cierra los ojos y envía al Universo su deseo en voz alta, aunque sospecha que no será fácil de cumplir. Es que ya ha pasado tanto tiempo, que se han habilitado todos los puentes hacia el olvido.

De repente, se siente extrañamente seducida por el entorno. Algo en esa casa le impone una tarea ineludible. Saca de su cartera una libretita donde suele escribir algunas ideas, a modo de borrador y se recuesta en una reposera vieja. Comienzan a aparecer vagos recuerdos que compuso en casa de sus abuelos y algunas anécdotas que ellos le habían contado. El tiempo arrastra algunos relatos de su madre, con algunas imágenes desdibujadas a cuestas y comienza a garabatear lo que le dicta su evocación. Emulando a Jo March, la protagonista de Mujercitas, desde niña había soñado con ser escritora. Quizás por eso, en ese momento se le ocurre dejar de insistir con cuentos de ficción impublicables y en cambio, escribir esta historia, más cercana a sus afectos, que desde que llegó a la casa, la está poseyendo por completo. Si bien la vida del Tati Gabriel fue tan simple como la de cualquier trabajador ferroviario, marcó una impronta como pocos en toda su familia. Contarla a sus descendientes lo mantendría vivo por mucho tiempo. Así, sumergida en su inspiración y lista para empezar las primeras oraciones, la sorprende el sonido de su celular. Es el empleado de la inmobiliaria.

—¿Hasta qué hora se queda en la casa, señora Ana?

—Sólo unos minutos más, hasta que despida al camión de mudanzas. ¿Por qué?

—El nuevo inquilino y su novia van a ver la propiedad, si usted me hace el favor de entretenerlos hasta que yo pueda llegar, se lo voy a agradecer… tengo un problema que me retiene en este momento.

—Ya le dije que no quiero ningún tipo de contacto con los inquilinos, para eso está usted.

—Por favor, es sólo un rato…

Sintiéndose obligada, decide esperar con cierto fastidio la llegada de los intrusos que, durante los próximos años habitarán este lugar. Le encantaría volver a habitar esta casa donde había sido tan feliz, cuando todos estaban vivos. Pero desafortunadamente, su trabajo queda demasiado lejos y trasladarse a diario desde allí resultaría poco práctico.

—Está bien, espero. –Ana resuelve emplear ese tiempo de retraso del agente inmobiliario para controlar que todo el embalaje esté cargado correctamente en el camión de mudanzas y recorre la casa por última vez. De repente se detiene en el patio, y viendo en derredor, inhala los resabios que llegan desde lejos. El aire parece compadecerse de su melancolía y le devuelve lentamente las imágenes de otros tiempos y restos de fragancias, como la de la planta de pomelo que, con orgullo mostraba el único fruto que producía cada año. Cuando iba a sacarlo de la planta, Gabriel llamaba a la niña y le daba unos pequeños golpecitos con la fruta sobre su cabeza:

—Vos sos como este pomelo.

—No, Tati, yo no soy un pomelo – respondía ella, que con seis años no comprendía del todo la metáfora.

—¡Claro que sí! La única de mi pomelero. Pero sin duda, la más dulce que podría haberse cultivado– respondía su abuelo, sonriendo a los recuerdos, mientras su mirada iba y venía, oscilando entre la niña y la fruta–Aunque no sé si te acordás, que con esa misma y linda cabecita me sacaste el diente, ¿eh?.

Ella se quedó pensativa por un momento, sin saber si sonreír o disculparse por haberle causado aquel infortunio.

—No me di cuenta, fue sin querer– recordó mientras volvía a lamentarlo.

—Ya sé, m’ hijita, a veces se hace daño sin querer– dijo acariciándole el cabello. Y suspirando con una triste cadencia, apenas completó la frase que tangenciaba un dolor más antiguo: –Y cómo cuesta perdonar. –

Apartó los recuerdos de ese terreno oscuro adonde su mente lo estaba conduciendo y logró dirigirlos hasta el episodio del diente. Anita había saltado sin parar mientras le sostenía las manos y no se detuvo hasta que su cabeza dio con gran fuerza en la mandíbula de su abuelo. Un golpe seco quebró el incisivo central, que debió finalmente ser extirpado. Ese espacio era la evidencia, no de un simple juego, sino de un lazo muy fuerte creado entre ellos.

—El diente se hace notar como el que brilla por su ausencia. Acordate Anita, este agujerito es de los dos– dijo Gabriel que tenía una extraña costumbre: en lugar de angustiarse al ver oscuras sombras, buscaba la luz que las proyectaba.

El viejo frutal se mantenía inquebrantable en dignísima posición de firmes en el costado izquierdo del patio. Y aunque daba sólo un fruto por año, endulzaba todo lo que podía a su natural y agrio sabor. El mandarinero en cambio, desde el costado derecho, ostentaba sus ramas cubiertas de hojas perennes, luciendo todas las frutas anaranjadas que podía, de una exquisitez incomparable. En el fondo de la casa verdeaba el patio sobre unos cien metros cuadrados ocupando casi la mitad del terreno. Una cortina de jazmines del aire daba la bienvenida con su delicado y blanco perfume. Atrás, lindante a la medianera, unas rosas silvestres de fuego, crecían libremente enlazadas formando un cerco natural. Los árboles descansaban sobre la alfombra de pasto recién cortado. Un cerezo de cortezas endurecidas florecía con mucho esfuerzo junto a los rosales. Y en el centro, un árbol de tilo de pacientes aromas entregaba su sombra para el descanso.

Flora acostumbraba a salir al patio por las tardes, cuando terminaba las tareas de la casa. Le gustaba elegir unas cuantas mandarinas y acomodarse en su silla de totora para degustarlas. Las colocaba sobre su regazo y empezaba a desprender las cáscaras en pequeñas cintas. Uno a uno llevaba los gajos a su boca y los saboreaba como si fueran el bocado más preciado. Sus manos se manchaban de tinte naranja y olían a citrus, su perfume favorito. Al terminar, reunía cuidadosamente las semillas y restos de cáscaras sobre su delantal doblando sus puntas para contenerlas en una bolsa improvisada. Luego, se incorporaba despacio para que no se cayera ninguna al suelo.

—Dejá que se caigan, nomás– le decía Gabriel a su esposa– ya vendrá algún pajarito a comerlas.

—Sí, y también habrá suciedad de pájaros por todos lados.

—Yo te ayudo a limpiarlas… ¡qué importa si ensucian un poco si a cambio nos traen su alegría! ¡Escuchá cómo cantan! ¡Mirá qué bonitos colores tienen!

Flora solía mostrarse más fría y terrenal, pero en realidad, disfrutaba del optimismo de su esposo.

—Tenés razón, mi viejo…como siempre– le respondió con una suave sonrisa.

La calma de los días de otoño parecía haber llegado junto con las canas. El cobrizo del pelo se fue cubriendo de un manto suave y blanco que Flora se empecinaba en conservar. Sólo se animaba a atenuarlo con un matizador gris que compraba en una perfumería de la alameda y le daba un toque distinguido con tenues líneas plateadas. Este cambio la había sorprendido antes de lo esperado, casi al mismo tiempo que la aparición de la calva de Gabriel. Él solía peinar el cabello que le quedaba con Glostora y lo cubría con un sombrero negro de otras épocas. Lo usaba cuando salía de paseo o iba a cobrar su jubilación al Banco Central. Parecía que los años les pesaban más por lo vivido que por el tiempo transcurrido. Nadie en este mundo está preparado para salir ileso del calvario que les había tocado compartir.

Como tantos días, al regresar de pagar las cuentas, Gabriel saludó a Flora y se dirigió al patio, refugio de sus pensares, sin detenerse. Se sentó en la reposera y respiró profundo mirando hacia el cielo despejado. Él no dejaba de asombrarse ante las distintas formas que iban adoptando las nubes frente a sus ojos. Agradeció la sombra de la parra que traía algo de alivio a las calurosas tardes mendocinas de diciembre. Sacó el pañuelo del bolsillo y se secó la frente. Notó que todavía llevaba puesto el sombrero.

—¡Qué cabeza de chorlito! – murmuró entre risas, mientras se lo sacaba – ¡Con razón tenía tanto calor!

Laika, la hermosa collie, se acercó moviendo la cola para recibir a su amo, mientras le olfateaba el sombrero. Gabriel acarició la cabeza del animal, una y otra vez aplastándole el pelaje, mientras permanecía sumergido en su propio laberinto interior. Incontables imágenes de un pasado doloroso se mezclaban confusas con su presente en el cual intentaba agotar todos los recursos para inventar un mundo más llevadero para él y su familia.

—Es necesario olvidar– dijo en voz alta, mientras asentía con su cabeza para convencerse.

Laika lamía la mano de su dueño apoyando a pleno su decisión. Después de todo, eso es lo que hace un buen perro. Luego, su hocico levantaba “en ostinato” la palma de la mano de su amigo para que prosiguiera con las caricias.

De repente, Gabriel detuvo su mirada en un objeto tirado en el suelo, cerca del cuarto de las herramientas. Se acercó al lugar y lo vio junto a otros bártulos que se habían acumulado durante años.

—¡Mirá lo que encontré! –dijo exaltado en un grito. Casi al mismo tiempo, dobló sus rodillas para acercarse al suelo y mientras se sacaba el sombrero, en una especie de homenaje, lo tomó entre sus manos. Flora, que venía desde la cocina, temiendo que algo malo hubiera pasado, desaceleró sus pasos al ver que todo estaba en orden.

Gabriel sostenía un trozo de riel entre sus manos y lo observaba desde todos los ángulos posibles. Lo alejó y lo volvió a acercar, analizándolo minuciosamente con curiosidad casi científica.

—Ay, viejo, ¡me asustaste! ¿Qué estás haciendo?

—Mirá, Flora, ¡qué lindo!

—Qué lindo, ¿qué? Es un pedazo de riel. ¿Qué le ves de lindo?

—Lo que tiene adentro– respondió Gabriel.

—A ver…– dijo Flora, y mientras se lo arrebataba, lo miró de un lado y del otro y luego se lo devolvió con la misma prisa. –¡Está lleno de más y más duro fierro! –refutó.

—No. Fijate bien. Tiene potencial... ¿Te acordás cuando estábamos en Junín de Buenos Aires? Hice un pequeño molde con algo de arcilla, lo llevé al taller y durante el descanso, logré fundir el riel en el horno. Siempre se puede transformar un rústico material como éste en una obra de arte… ¿Te acordás que no me creíste aquella vez? Y a propósito… ¿dónde está mi pequeña creación?

—En este momento funciona como pisapapeles de las boletas sin pagar. Me acuerdo que, en vez de tomar unos mates con los muchachos en tus ratos de descanso, te ponías a trabajar… ¡Ay, mi viejo!, sigo sin entender por qué.

—Porque siempre me gustó descubrir las bellezas escondidas…– le dijo mirándola con sonrisa burlona– y si no, fijate, te encontré a vos…– Y ya no pudo contener la carcajada–Vení, no te enojés… ¡Vení, te digo…!

—Este viejo loco– decía Flora mientras se alejaba pretendiendo un enojo que no sentía. Al llegar a la cocina, cuando estaba bien segura de que Gabriel no la había seguido, volvía a reírse por sus ocurrencias.

Mientras tanto, él continuaba admirando la materia prima recordando los viejos tiempos, en que solía tomar un trozo de riel y lo escudriñaba como si desde su interior fuera a irrumpir un objeto preciado, tal como lo hace un polluelo que rompe el cascarón. Un día imaginó un cóndor. Primero le dio forma al cuerpo y después armó dos palmas de masa para la base de las alas que se mostraban desafiantes y abiertas. Le dobló el cuello un poco hacia la derecha para darle un toque de realismo a la figura. Luego siguieron los detalles. Modeló las plumas por delante y por detrás de las alas y colocó sus patas apoyadas sobre la cima pétrea de la montaña. El ave andina parecía estar a punto de elevarse por los cielos.

—Tendré que usar dos piezas, una para el cóndor y otro bloque aparte para la montaña para que pueda sostenerse toda la escultura– pensó – Y desde aquel día, su creación ostentó sobre su escritorio, su alada majestuosidad.

Gabriel encontraba formas y estructuras ocultas en los lugares menos pensados, a diferencia de la mayoría de las personas comunes. Era un fabricante de aventuras ya que podía transformar un día común en uno extraordinario. Un artista tiene la capacidad de liberarse de su propia realidad inventando otra más tolerable.

—¿Qué estás haciendo, Tati? – interrumpió Anita, arrebatándolo de sus pensamientos– Me dijo la Titita Flora que vas a hacer algo con esa barra.

—Es un trozo de riel – le respondió, acomodándole el mechón de cabello que caía ensortijado sobre su frente.

—¿Qué es un riel?

—Los rieles son los trozos de acero que forman las vías del ferrocarril. Sobre ellos se desplazan las ruedas de los trenes. – Y diciendo esto, se sentó sobre la banqueta de totora y tomó a la niña desde la cintura, hasta hacerla descansar en su regazo. –Si mirás a un riel de perfil, podés ver su cabeza, por donde se deslizan las ruedas del tren – dijo señalando la parte superior– y este es su patín, que va enterrado en el suelo– señaló la parte de abajo. Luego agregó: – Las dos están unidas por esta parte central que se llama…

—¿Cuerpo?

—No, fíjate qué curioso. Se llama “alma”. Tal vez porque allí se encierran secretos muy profundos de los que habitaron esta tierra.

—¿Secretos? ¿Muy, pero muy misteriosos?