Estética relacional - Nicolas Bourriaud - E-Book

Estética relacional E-Book

Nicolas Bourriaud

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Beschreibung

En este polémico y desafiante conjunto de ensayos, el joven fundador y ex director del Palais de Tokyo parisino, Nicolas Bourriaud -autor del libro recientemente reeditado por Adriana Hidalgo, 'Postproducción'- precisa el sistema de ideas y el funcionamiento de un nuevo paradigma artístico destinado a interactuar en la esfera de las relaciones sociales. Las teorizaciones que recorren 'Estética relacional' surgen precisamente a partir del conocimiento profundo de la obra de los más conspicuos artistas internacionales de los años noventa, hoy en plena actividad, y de exponer los principios que estructuran sus pensamientos. El libro viene a responder, entre otras, a la pregunta «¿de dónde viene esta obsesión por lo interactivo que atraviesa nuestra época?». Uno de los motivos que deslumbran al lector de 'Estética relacional' es la eficacia de estos ensayos, el modo en que se vuelven herramientas imprescindibles para comprender las claves del arte actual.

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Bourriaud, Nicolas

Estética relacional / Nicolas Bourriaud

1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Adriana Hidalgo editora, 2022

Libro digital, EPUB - (Ensayo y teoría_arte)

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Cecilia Beceyro; Sergio Delgado

ISBN 978-987-8969-27-5

1. Arte contemporáneo. 2. Estética. I. Beceyro, Cecilia, trad. II. Delgado, Sergio, trad. III. Título.

CDD 701.17

Ensayo y teoría_arte

Título original: Esthétique relationnelle

Traducción: Cecilia Beceyro y Sergio Delgado

Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino

Imagen de tapa: Mónica Heller

Retrato de autor: Gabriel Altamirano

© Nicolas Bourriaud

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2022

www.adrianahidalgo.es

www.adrianahidalgo.com

ISBN: 978-987-8969-27-5

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Disponible en papel

Índice
Portadilla
Legales
Prólogo
La forma relacional
El arte de los años noventa
Los espacios-tiempo del intercambio
Copresencia y disponibilidad: la herencia teórica de Félix González-Torres
Relaciones pantalla
Hacia una política de las formas
Acerca del libro
Acerca del autor
Otros títulos

Prólogo

¿De dónde provienen los malentendidos que rodean el arte de los años noventa sino de una ausencia de discurso teórico? La mayor parte de los críticos y filósofos se niegan a pensar las prácticas contemporáneas en su totalidad, que permanecen entonces ilegibles, ya que no se puede percibir su originalidad y su pertinencia si se las analiza a partir de problemas ya planteados o resueltos por las generaciones precedentes. Hay que aceptar el hecho, tan doloroso, de que ciertos problemas ya no se planteen y tratar entonces de descubrir aquello que los artistas sí se plantean hoy: ¿cuáles son las apuestas reales del arte contemporáneo, sus relaciones con la sociedad, con la historia, con la cultura? La primera tarea del crítico consiste en reconstituir el juego complejo de los problemas que enfrenta una época particular y examinar sus diferentes respuestas. Muchas veces sólo se trata de hacer el inventario de las preocupaciones de ayer para lamentarse luego de no haber podido encontrar alguna solución. Y sin embargo el primer interrogante, en lo que concierne a estos nuevos enfoques, se refiere evidentemente a la forma material de la obra. ¿Cómo decodificar estas producciones aparentemente inasibles, ya sean procesuales o comportamentales –en todos los casos “explotadas”, para los estándares tradicionales– sin esconderse detrás de la historia del arte de los años sesenta?

Veamos algunos ejemplos: Rirkrit Tiravanija organiza una cena en casa de un coleccionista y le deja el material necesario para preparar una sopa thai. Philippe Parreno invita a un grupo de gente a practicar sus hobbies favoritos un 1º de Mayo en la línea de montaje de una fábrica. Vanessa Beecroft viste de la misma manera y peina con una peluca pelirroja a unas veinte mujeres que el visitante sólo ve a través del marco de una puerta. Maurizio Cattelan alimenta unas ratas con queso “Bel paese” y las vende como copias o expone cofres que han sido recientemente saqueados. Jes Brinch y Henrik Plenge Jacobsen instalan en una plaza de Copenhague un colectivo volcado que provoca, por emulación, un tumulto en la ciudad. Christine Hill encuentra trabajo de cajera en un supermercado o propone un taller de gimnasia una vez por semana. Carsten Höller recrea la fórmula química de las moléculas segregadas por el cerebro del hombre cuando está enamorado, construye un velero de plástico inflable o cría pájaros para enseñarles un nuevo canto. Noritoshi Hirakawa publica un aviso en un diario para encontrar una joven que acepte participar en su exposición. Pierre Huygue convoca a la gente para una prueba, pone una antena de televisión a disposición del público, expone la foto de obreros trabajando a pocos metros de la obra en construcción. Muchos más nombres y muchos más trabajos completarán esta lista: en todos los casos, la parte más vital del juego que se desarrolla en el tablero del arte responde a nociones interactivas, sociales y relacionales.

Hoy la comunicación sepulta los contactos humanos en espacios controlados que suministran los lazos sociales como productos diferenciados. La actividad artística se esfuerza en efectuar modestas ramificaciones, abrir algún paso, poner en relación niveles de la realidad distanciados unos de otros. Las famosas “autopistas de la comunicación”, con sus peajes y sus áreas de descanso, amenazan con imponerse como único trayecto posible de un punto a otro del mundo humano. Si la autopista permite efectivamente viajar más rápido y eficazmente, también tiene como defecto transformar a sus usuarios en meros consumidores de kilómetros y de sus productos derivados. Frente a los medios electrónicos, los parques de diversión, los lugares de esparcimiento, la proliferación de formatos compatibles de sociabilidad, nos encontramos pobres y desprovistos, como rata de laboratorio condenada para siempre a un mismo recorrido, en su jaula, entre pedazos de queso. El sujeto ideal de la sociedad de figurantes estaría entonces reducido a la condición de mero consumidor de tiempo y de espacio. Porque lo que no se puede comercializar está destinado a desaparecer. Pronto, las relaciones humanas no podrán existir fuera de estos espacios de comercio: nos vemos obligados a discutir sobre el precio de una bebida, como forma simbólica de las relaciones humanas contemporáneas. ¿Usted quiere calor humano y bienestar compartido? Venga y pruebe nuestro café... Así entonces, el espacio de las relaciones más comunes es el más afectado por la cosificación general. Simbolizada o remplazada por mercancías, señalizada por logotipos, la relación humana se ve obligada a tomar formas extremas o clandestinas si pretende escapar al imperio de lo previsible: el lazo social se convirtió en un artefacto estandarizado. En un mundo regulado por la división del trabajo y la ultra especialización, por el devenir-máquina y la ley de la rentabilidad, es importante para los gobernantes que las relaciones humanas estén canalizadas hacia las desembocaduras previstas y según ciertos principios simples, controlables y reproducibles. La “separación” suprema, aquella que afecta los canales relacionales, constituye el último estadio de la mutación hacia la “sociedad del espectáculo” tal como la describe Guy Debord. Una sociedad en la cual las relaciones humanas ya no son “vividas directamente” sino que se distancian en su representación “espectacular”. Es ahí donde se sitúa la problemática más candente del arte de hoy: ¿es aún posible generar relaciones con el mundo, en un campo práctico –la historia del arte– tradicionalmente abocada a su “representación”? A la inversa de lo que pensaba Debord, que sólo veía en el mundo del arte una reserva de ejemplos de lo que se debía “realizar” concretamente en la vida cotidiana, la realización artística aparece hoy como un terreno rico en experimentaciones sociales, como un espacio parcialmente preservado de la uniformidad de los comportamientos. Las obras sobre las que hablaremos aquí dibujan, cada una, una utopía de proximidad.

Los textos que siguen son, en algunos casos, reescrituras o recortes de artículos publicados en revistas, como Documents sur l’art o en catálogos de exposiciones. [1] Otros son inéditos. Completa este libro un glosario, donde el lector encontrará definiciones para ciertos conceptos problemáticos. Para facilitarle la comprensión de esta obra le aconsejamos desde ya buscar la definición de la palabra “Arte”.

[1] “Le paradigme esthétique (Félix Guattari et l’art)”, en Chimères, 1993; “Relation écran”, catálogo de la 3ª Bienal de Arte Contemporáneo de Lyon, 1995.

La forma relacional

La actividad artística constituye un juego donde las formas, las modalidades y las funciones evolucionan según las épocas y los contextos sociales, y no tiene una esencia inmutable. La tarea del crítico consiste en estudiarla en el presente. Cierto aspecto de la modernidad está ya totalmente acabado pero no así el espíritu que lo animaba; hay que decirlo en esta época pequeño-burguesa. Este vaciamiento ha despojado de sustancia a los criterios mismos de la crítica estética que hemos heredado, pero seguimos usándolos en relación con las prácticas artísticas actuales. Lo nuevo ya no es un criterio, salvo para los detractores retrasados del arte moderno, que sólo conservan de este presente detestado lo que su cultura tradicionalista les enseñó a odiar en el arte de ayer. Para inventar entonces herramientas más eficaces y puntos de vista más justos, es importante aprehender las transformaciones que se dan hoy en el campo social, captar lo que ya ha cambiado y lo que continúa transformándose. ¿Cómo podemos comprender los comportamientos artísticos que se manifestaron en las exposiciones de los años noventa y los modos de pensar que los sostienen si no partimos de la situación misma de los artistas?

Las prácticas artísticas contemporáneas y el proyecto cultural

La modernidad política, que nace con la filosofía del Siglo de las Luces, se basaba en la voluntad de emancipación de los individuos y de los pueblos: el progreso de las técnicas y de las libertades, el retroceso de la ignorancia, la mejora de las condiciones de trabajo, debían liberar a la humanidad y permitir una sociedad mejor. Pero existen diferentes versiones de la modernidad. El siglo XX fue de hecho el teatro de una lucha entre tres visiones del mundo: una concepción racionalista modernista proveniente del siglo XVIII, una filosofía de lo espontáneo; otra, que proponía la liberación a través de lo irracional (el Dadá, el surrealismo, los situacionistas). Ambas se oponían a las fuerzas autoritarias o utilitarias que buscaban formatear las relaciones humanas y someter a los individuos. Pero en lugar de la emancipación buscada, el desarrollo de las técnicas y de la “Razón” permitió, a través de una racionalización general del proceso de producción, la explotación del sur del planeta, el reemplazo ciego del trabajo humano por máquinas, y el empleo de técnicas de sometimiento cada vez más sofisticadas. El proyecto de emancipación moderno fue sustituido por numerosas formas de melancolía.

Si las vanguardias de este siglo, del dadaísmo a la Internacional situacionista, se inscribieron en la línea de este proyecto moderno –cambiar la cultura, las mentalidades, las condiciones de la vida individual y social–, no hay que olvidar que éste les precedió y difiere de ellas en varios puntos. Porque la modernidad no se reduce a una teleología racionalista ni a un mesianismo político. ¿Se puede menospreciar su voluntad de mejorar las condiciones de vida y de trabajo con el pretexto del fracaso de sus tentativas concretas de realización cargadas de ideologías totalitarias o de visiones ingenuas de la historia? Lo que se llamaba vanguardia se desarrolló a partir del baño ideológico que brindaba el racionalismo moderno; pero se reconstituye ahora a partir de presupuestos filosóficos, culturales y sociales totalmente diferentes. Está claro que el arte de hoy continúa ese combate, proponiendo modelos perceptivos, experimentales, críticos, participativos, en la dirección indicada por los filósofos del Siglo de las Luces, por Proudhon, Marx, los dadaístas o Mondrian. Si la crítica tiene dificultad en reconocer la legitimidad o el interés de estas experiencias es porque no aparecen ya como los fenómenos precursores de la evolución histórica ineluctable: por el contrario, libres del peso de una ideología, se presentan fragmentarias, aisladas, desprovistas de una visión global del mundo.

No es la modernidad la que murió, sino su versión idealista y teleológica.

El combate por la modernidad se lleva adelante en los mismos términos que ayer, salvo que la vanguardia ya no va abriendo caminos, la tropa se ha detenido, temerosa, alrededor de un campamento de certezas. El arte tenía que preparar o anunciar un mundo futuro: hoy modela universos posibles.

Los artistas que inscriben su práctica en la estela de la modernidad histórica no tienen la ambición de repetir las formas o los postulados de antes, menos aún de asignarle al arte las mismas funciones. Su tarea se parece a la que Jean-François Lyotard le otorgaba a la arquitectura posmoderna, que “se encuentra condenada a engendrar una serie de pequeñas modificaciones en un espacio que ha heredado de la modernidad, y a abandonar una reconstrucción global del espacio habitado por la humanidad”. [2] Lyotard parece además lamentar este hecho: lo define negativamente, empleando la palabra “condena”. ¿Y si, por el contrario, esa “condena” fuera la suerte histórica a partir de la cual pudieron desplegarse, desde hace unos diez años, la mayoría de los mundos artísticos que conocemos? Una “suerte” que puede resumirse en pocas palabras: aprender a habitar el mundo, en lugar de querer construirlo según una idea preconcebida de la evolución histórica. En otras palabras, las obras ya no tienen como meta formar realidades imaginarias o utópicas, sino constituir modos de existencia o modelos de acción dentro de lo real ya existente, cualquiera que fuera la escala elegida por el artista. Althusser decía que siempre se toma el tren del mundo en marcha; Deleuze, que “el pasto crece en el medio” y no abajo o arriba. El artista habita las circunstancias que el presente le ofrece para transformar el contexto de su vida (su relación con el mundo sensible o conceptual) en un universo duradero. Toma el mundo en marcha: es un “inquilino de la cultura”, retomando la expresión de Michel de Certeau. [3] La modernidad se prolonga hoy en la práctica del bricolaje y del reciclaje de lo cultural, en la invención de lo cotidiano y en la organización del tiempo, que no son menos dignos de atención y de estudio que las utopías mesiánicas o las “novedades” formales que la caracterizaban ayer. Nada más absurdo que afirmar que el arte contemporáneo no desarrolla proyecto cultural o político alguno y que sus aspectos subversivos no tienen base teórica: su proyecto, que concierne tanto a las condiciones de trabajo y de producción de objetos culturales como a las formas cambiantes de la vida en sociedad, le parecerá insípido a los espíritus formados en el molde del darwinismo cultural o a los aficionados al “centralismo democrático” intelectual. Ha llegado el momento de la dolce utopia, para retomar una expresión de Maurizio Cattelan...

La obra de arte como intersticio social

La posibilidad de un arte relacional –un arte que tomaría como horizonte teórico la esfera de las interacciones humanas y su contexto social, más que la afirmación de un espacio simbólico autónomo y privado– da cuenta de un cambio radical de los objetivos estéticos, culturales y políticos puestos en juego por el arte moderno. Para tratar de dibujar una sociología, esta evolución proviene esencialmente del nacimiento de una cultura urbana mundial y de la extensión del modelo urbano a la casi totalidad de los fenómenos culturales. La urbanización general, que crece a partir del fin de la segunda Guerra Mundial, permitió un crecimiento extraordinario de los intercambios sociales, así como un aumento de la movilidad de los individuos a través del desarrollo de redes y de rutas, de las telecomunicaciones y de la conexión de sitios aislados, que tuvieron consecuencias en las mentalidades. Dada la estrechez de los espacios habitables en este universo urbano, asistimos en paralelo a una reducción de la escala de los muebles y de los objetos, que se orientan hacia una mayor maleabilidad: si la obra de arte pudo aparecer durante mucho tiempo como un lujo señorial en el contexto urbano –tanto las dimensiones de la obra como las de la casa servían para distinguir al propietario–, la evolución de la función de las obras y de su modo de presentación indica una urbanización creciente de la experiencia artística. Lo que se derrumba delante de nosotros es sólo esa concepción falsamente aristocrática de la disposición de las obras de arte, ligada al sentimiento de querer conquistar un territorio. Dicho de otra manera, no se puede considerar a la obra contemporánea como un espacio por recorrer (donde el “visitante” es un coleccionista). La obra se presenta ahora como una duración por experimentar, como una apertura posible hacia un intercambio ilimitado. La ciudad permitió y generalizó la experiencia de la proximidad: es el símbolo tangible y el marco histórico del estado de sociedad, ese “estado de encuentro que se le impone a los hombres”, según la expresión de Althusser, [4] opuesto a esta jungla densa y “sin historias” que era el estado de naturaleza de Jean-Jacques Rousseau, una jungla que impedía todo tipo de encuentro. El régimen de encuentro intensivo, una vez transformado en regla absoluta de civilización, terminó por producir sus correspondientes prácticas artísticas: es decir, una forma de arte que parte de la intersubjetividad, y tiene por tema central el “estar-junto”, el encuentro entre observador y cuadro, la elaboración colectiva del sentido. Dejamos de lado la historicidad de este fenómeno: el arte siempre ha sido relacional en diferentes grados, o sea, elemento de lo social y fundador del diálogo. Una de estas virtualidades de la imagen es su poder de reunión (reliance), para retomar la noción de Michel Maffesoli: banderas, siglas e íconos producen empatía y voluntad de compartir, generan un lazo. [5] El arte –las prácticas provenientes de la pintura y de la escultura que se manifiestan en el marco de una exposición– se revela particularmente propicio para la expresión de esta civilización de lo próximo, porque reduce el espacio de las relaciones, a diferencia de la televisión o la literatura, que reenvían a un espacio de consumo privado y del teatro o el cine, que reúnen pequeñas colectividades frente a imágenes unívocas: no se comenta lo que se ve, el tiempo de la discusión es posterior a la función. A la inversa, en una exposición, aunque se trate de formas inertes, la posibilidad de una discusión inmediata surge en los dos sentidos: percibo, comento, me muevo en un único y mismo espacio. El arte es el lugar de producción de una sociabilidad específica: queda por ver cuál es el estatuto de este espacio en el conjunto de los “estados de encuentro” propuestos por la Ciudad. ¿Cómo un arte centrado en la producción de tales modos de convivencia puede volver a lanzar, completándolo, el proyecto moderno de emancipación? ¿De qué manera permite el desarrollo de direcciones culturales y políticas nuevas?

Antes de llegar a ejemplos concretos, es importante reconsiderar el lugar de las obras en el sistema global de la economía, simbólica o material, que rige la sociedad contemporánea: para nosotros, más allá de su carácter comercial o de su valor semántico, la obra de arte representa un intersticio social. Este término, “intersticio”, fue usado por Karl Marx para definir comunidades de intercambio que escapaban al cuadro económico capitalista por no responder a la ley de la ganancia: trueque, ventas a pérdida, producciones autárquicas, etc. El intersticio es un espacio para las relaciones humanas que sugiere posibilidades de intercambio distintas de las vigentes en este sistema, integrado de manera más o menos armoniosa y abierta en el sistema global. Este es justamente el carácter de la exposición de arte contemporáneo en el campo del comercio de las representaciones: crear espacios libres, duraciones cuyo ritmo se contrapone al que impone la vida cotidiana, favorecer un intercambio humano diferente al de las “zonas de comunicación” impuestas. El contexto social actual crea espacios específicos y preestablecidos que limitan las posibilidades de intercambio humano. Los baños públicos fueron inventados para mantener las calles limpias: con esa misma idea se inventan herramientas de comunicación, para limpiar las calles de las ciudades de toda escoria relacional y empobrecer los vínculos de vecindario. La mecanización general de las funciones sociales reduce poco a poco el espacio relacional. El servicio de despertador por teléfono hasta hace algunos años empleaba a personas reales: ahora es una voz sintética la que se encarga de despertarnos. El cajero automático se convirtió en el modelo de las transacciones sociales más elementales, y los comportamientos profesionales se moldean sobre la eficacia de las máquinas que los reemplazan y que ejecutan las tareas que antes constituían posibles intercambios, de placer o de conflicto. El arte contemporáneo desarrolla efectivamente un proyecto político cuando se esfuerza en abarcar la esfera relacional, problematizándola.

Cuando Gabriel Orozco lleva una naranja a un puesto de un mercado brasileño desierto (Crazy Tourist, 1991) o cuando instala una hamaca paraguaya en el jardín del Museo de arte moderno de Nueva York (Hamac en el MoMa, 1993) está actuando en el corazón de la “infraestrechez social”, este pequeño espacio de gestos cotidianos determinado por la superestructura que constituyen los “grandes” intercambios. Sin ninguna frase, las fotografías de Orozco –una bolsa de dormir sobre el pasto, una caja de zapatos vacía, etc.– son el documento de revoluciones ínfimas en lo urbano o semi-urbano cotidiano: dan testimonio de esta vida silenciosa –“still life”, naturaleza muerta– que son hoy las relaciones con el otro. Cuando Jens Haaning difunde por altoparlante historias chistosas en turco en una plaza de Copenhague (Turkish Jokes