Esto es propaganda vegana - Ed Winters - E-Book

Esto es propaganda vegana E-Book

Ed Winters

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Beschreibung

Cada vez que comemos tenemos el poder de transformar radicalmente el mundo en que vivimos. Nuestras elecciones pueden ayudar a aliviar los problemas más acuciantes a los que nos enfrentamos hoy en día: la crisis climática, las enfermedades infecciosas y crónicas, la explotación humana y, por supuesto, la explotación no humana. Es innegable que puede resultar incómodo informarse sobre estos temas, pero no se pueden exagerar los beneficios de hacerlo. Se trata, literalmente, de una cuestión de vida o muerte. Mediante la exploración de las principales formas en que nuestro actual sistema de cría de animales afecta al mundo que nos rodea, así como de los factores culturales y psicológicos que impulsan nuestros comportamientos, 'Esto es propaganda vegana' responde a la apremiante pregunta de si existe una forma mejor de hacerlo. Tanto si ya eres vegano como si tienes curiosidad por saber más, este libro te mostrará la otra cara de la historia que ha permanecido oculta durante demasiado tiempo. Basándose en años de investigación y conversaciones con trabajadores de mataderos y granjeros, filósofos defensores de los derechos de los animales, ecologistas y consumidores cotidianos, Ed Winters, educador y conferenciante vegano, le proporcionará los conocimientos necesarios para comprender la verdadera escala y enormidad de las cuestiones que están en juego. 'Esto es propaganda vegana' es el libro empoderante e innovador sobre el veganismo que todos, veganos y escépticos por igual, necesitan leer.

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Cuando lees la palabra «vegano», ¿qué es lo primero que se te pasa por la cabeza? Si hace ocho años me hubieran formulado esta pregunta, habría respondido: «Los veganos son unos extremistas sin sentido del humor que deberían ocuparse de sus propios asuntos y dejar de imponerles sus ideas a los demás, por no hablar de lo arrogantes, moralistas y radicales que son y de la superioridad moral con la que van por ahí». Y habría añadido: «No tengo nada en contra de los veganos, pero ojalá dejaran de intentar convencer a los demás para que también lo sean y respetasen mi elección personal de comer carne. Además, la carne está demasiado buena como para renunciar a ella».

«Vegano» es, ahora mismo, una de las palabras que más pasiones levantan. La adores o la odies, es innegable su capacidad de provocar reacciones. Sin embargo, por muy controvertido que sea el término, a menudo se desconoce la enorme repercusión del consumo animal; de manera que este libro no es solo la obra que me habría gustado darle a mi yo del pasado, ese que enarbolaba una opinión contundente respecto al veganismo a pesar de no saber casi nada sobre el tema o sobre lo que llevaba a algunas personas a adoptarlo, sino también un recurso integral para aquellos veganos que deseen entender mejor los argumentos que se esgrimen en contra del veganismo y las razones que hay detrás de dichos argumentos, así como una guía para responder a ellos y, de este modo, convertirse en defensores más efectivos.

No es ningún secreto que el veganismo está experimentando un auge por todo el planeta y que se ha convertido en uno de los movimientos sociales más extendidos y discutidos de esta generación. Aun así, y aunque muchos de nosotros sabemos de buena mano que —en mayor medida— la gente se vuelve vegana y adopta dietas de origen vegetal por respeto a los derechos de los animales y para ayudar a mejorar el medioambiente, la prevención de pandemias y su propia salud, no se suele saber demasiado sobre la complejidad y la dimensión real de este tema, que es, básicamente, lo que se propone este libro: exponer la injusticia enorme que encierra la explotación animal.

Cada vez que comemos, tenemos la potestad de transformar de forma radical el mundo en el que vivimos y de contribuir, al mismo tiempo, a abordar muchas de las cuestiones más apremiantes a las que se enfrenta nuestra especie: el cambio climático, las enfermedades infecciosas, las enfermedades crónicas, la explotación humana y, claro está, la explotación no humana. No hay día en que nuestras decisiones no puedan ayudar a mitigar todos esos problemas o a perpetuarlos.

Me parece importante precisar que las conversaciones en torno al veganismo y a los derechos de los animales dan lugar frecuentemente a que se piense que estamos juzgando a nuestros interlocutores; sin embargo, el fin de este libro no es demonizar a quienes consumen carne, lácteos o huevos o a quienes trabajan en las industrias animales. Más bien lo contrario. Ni se me pasa por la cabeza que todas sean malas personas. Las buenas personas también son capaces de hacer cosas malas. Todos y cada uno de nosotros somos buena prueba de ello. Por otro lado, creo que el conocimiento es poder y que, cuando nos dan las dos versiones de una misma historia, somos capaces de tomar decisiones fundamentadas por nuestra propia cuenta. El problema es que no nos han dado esas dos versiones (la realidad de la industria ganadera es algo que se oculta o maquilla mediante el etiquetado de productos o las campañas publicitarias de la industria).

Resulta paradójico que la industria ganadera, al mismo tiempo que oculta con etiquetas la realidad que hay detrás de la producción animal, desdeñe la otra cara de la moneda por considerarla mera «propaganda vegana». Esta expresión comodín se utiliza para desacreditar cualquier cosa con que se la desafíe, sin importar la firmeza de las pruebas o la solidez del argumento moral en cuestión. He escrito este libro para enseñar esa otra cara, respaldada con estudios científicos y sendas referencias para quien quiera profundizar en el tema. Querida lectora, querido lector, espero que esta obra te equipe con el conocimiento necesario para tomar decisiones fundamentadas sobre tus propias acciones y que te empodere, porque todos tenemos voz a la hora de influir en nuestro futuro común. Lo que estás leyendo es el resultado de seis años de investigación, lecturas y conversaciones que he entablado con personas de toda tendencia, desde ganaderos y personas que trabajan en mataderos hasta filósofos de derechos de los animales, ecologistas y consumidores habituales. Ha sido un viaje que me ha llevado a implicarme de lleno, participando en debates televisivos sobre veganismo en directo delante de millones de personas, dando miles de discursos y conferencias y visitando granjas y mataderos por todo el mundo.

En cualquier caso, este libro va más allá de una mera defensa del veganismo y explora los mecanismos psicológicos y sociales que nos permiten comprender por qué hacemos lo que hacemos; todo ello poniendo de relieve y denunciando los constructos socioculturales que desarrollan una complicidad pasiva en industrias que, evaluadas en profundidad, contradicen los principios básicos que rigen nuestra sociedad. En definitiva, el presente libro aborda un sinfín de ideas y temáticas con la esperanza de lograr que los veganos se sientan más instruidos y con confianza para hablar de las razones por las que lo son, además de ser un recurso integral para aquellos que deseen aprender más sobre el veganismo. Espero que esta obra dé lugar a preguntas y ponga de relieve datos que puedan a su vez actuar como catalizadores de introspección que, en última instancia, nos lleven a cuestionar nuestros hábitos; sean o no deliberados.

Algunos de los datos y temas que abordo en este libro resultan incómodos de leer. Pero lo más duro de afrontar, con diferencia, es la magnitud del sufrimiento masivo y de las muertes que ocurren implacablemente cada segundo del día. Para hacernos una idea, se calcula que todos los días se mata a un promedio de 220 millones de animales terrestres para su consumición como alimento;[1] si incluimos a la fauna marina, la cifra aumenta a entre 2.400 y 6.300 millones.[2] Un día detrás de otro. Eso implica que cada segundo matamos a entre 28.000 y 73.000 animales, una cifra totalmente inconcebible. Cuando hablamos de explotación animal, los números son absolutamente abrumadores. Pero no es solo una cuestión de números, sino también de las prácticas que se llevan a cabo en todos estos individuos con experiencias y emociones propias que sufren por culpa del trato al que los sometemos. Los animales no humanos constituyen la mayoría oprimida; todos y cada uno de ellos se encuentran a merced de nuestra hegemonía, intelecto y fuerza.

Hemos diseñado un régimen de tiranía sobre el mundo natural que nos permite saquear, explotar, usar y destruir a nuestro antojo. Talando bosques y contaminando ríos y océanos, nos hemos colocado por encima de los sistemas de soporte vital del planeta de los que depende la supervivencia de nuestra especie y los hemos explotado para nuestro propio beneficio a corto plazo. Hemos acabado con millones de años de evolución en un abrir y cerrar de ojos, arrasando literalmente con este planeta finito. A pesar de nuestra enorme inteligencia, aún no hemos comprendido la sencilla realidad de que nosotros necesitamos más a este planeta de lo que él nos necesita a nosotros.

Y cuantos más animales matamos y más destruimos el mundo, más débiles nos volvemos. Unos mueren prematuramente por tener demasiado y otros lo hacen por todo lo contrario. Las enfermedades crónicas y el hambre mundial que podrían evitarse están creciendo a la par, y el ser humano sufre a causa de este sistema alimentario desgraciadamente ilógico, injusto e insostenible. La humanidad se encuentra en una encrucijada: podemos seguir como hasta ahora o emprender un nuevo camino aprendiendo de los errores del pasado trabajando en pos del beneficio de todo ser vivo.

Aristóteles afirmaba lo siguiente: «Las raíces de la educación son amargas, pero se obtienen frutos dulces». No cabe duda de que la explotación animal, el cambio climático y las enfermedades son cuestiones dolorosas de tratar, pero no podemos subestimar los beneficios potenciales que comporta hacerlo. Es, indiscutiblemente, un asunto de vida o muerte. De manera que, aunque se diga que la ignorancia es una bendición, lo cierto es que es mucho más gratificante armonizar nuestra ética y principios con nuestras acciones para crear un mundo más pacífico, sostenible y seguro que hacer la vista gorda ante el sufrimiento que los animales tienen que soportar y los daños catastróficos que eso conlleva.

Como consumidores, tenemos derecho a saber por lo que pagamos, y como participantes activos en la explotación de los animales, también tenemos la obligación moral de enfrentarnos a la realidad que entrañan las decisiones que tomamos. Debemos asumir que todos tenemos una función que desempeñar para combatir las injusticias, sobre todo una tan omnipresente, generalizada y perpetuada por doquier como la opresión de los animales no humanos. Dadas la continua industrialización de la ganadería y la multiplicación de los animales criados en granjas, junto con la amenaza del cambio climático en constante crecimiento y las pandemias que están por venir, nunca ha sido tan importante como ahora tomar cartas en nuestro sistema alimentario actual y ponernos a prueba como individuos y consumidores. Al hacer esto, también podremos poner a prueba la normalización que existe en cuanto a nuestro dominio sobre el resto de los animales no humanos y del mundo natural, lo que, a su vez, repercute negativamente en todas las vidas de este planeta, incluidas las nuestras. En esencia, este libro trata de eso mismo: de intentar reflejar la absurdidad de nuestros actos y de sacar a la luz la solución, que está delante de nuestras narices.

Es frecuente que los no veganos digan: «Por favor, deja de intentar convencerme de que me haga vegano». Aunque este libro está pensado para cualquiera que se interese en el veganismo —incluidos los veganos que quieren adquirir más conocimientos y estar mejor preparados para las conversaciones sobre veganismo que mantengan con otras personas—, me imagino que habrá quien lea este libro gracias a algún familiar o algún amigo especialmente contestatario. Alguien desesperado por que te hagas vegano que te ha pedido que lo leas. A decir verdad, mientras lo escribía, siempre he tenido en cuenta al lector desconfiado, al escéptico que necesita lo más convincente; a fin de cuentas, ese solía ser yo.

Si es tu caso, lo primero que quiero hacer es darte las gracias por decidirte a leer este libro; lo segundo, que tengas en cuenta que, en cualquier caso, nadie puede obligar a otra persona a que sea vegana. Cuando cierres este libro, lo que compres en el supermercado seguirá siendo una decisión exclusivamente tuya. A menudo bromeamos sobre la existencia de una policía vegana, pero lo cierto es que ningún vegano va a salir de un salto de la nevera para quitarte el cartón de leche de vaca de las manos y sustituirlo por uno de leche de avena, y, si lo hiciera, te bastaría con volver a colocarlo donde estaba. En todo caso, lo que deseo es ofrecerte una perspectiva que te ayude a entender mejor el veganismo, que responda a las preguntas que a menudo te rondan, que aborde las excusas que muchas veces has esgrimido para defender que no seas vegano y, por último, que te anime a coger ese cartón de leche de avena porque tú lo has decidido.

[1]http://www.fao.org/faostat/en/#data/QL.

[2]http://fishcount.org.uk/fish-count-estimates-2/numbers-of-fish-caught-from-the-wild-each-year.

01

El veganismo es el punto de partida moral

Como casi cualquier vegano que haya conocido, cuando era más joven no pensaba que algún día dejaría de consumir productos de origen animal. Lo cierto es que, con el tiempo, el mero concepto de vegetarianismo se convirtió en una broma recurrente en mi familia a la hora de cenar (siempre es más fácil reírse de lo que no entiendes); el veganismo se libraba porque no habíamos oído hablar de él. Contábamos chistes espantosos, como: «¿Qué es lo mejor de invitar a cenar a un vegetariano?». Entonces guardábamos silencio hasta que alguien decía: «¡Que nos tocará más carne a cada uno!». He de decir que desde que me volví vegano los he oído peores, como el consabido: «¿Cómo sabes que alguien es vegano? ¡No te preocupes, ya te lo dirá!». Sé que se dice que los veganos no tenemos sentido del humor, pero seamos sinceros: no es que nos ofrezcan el mejor material.

Un día, cuando tenía unos doce años, estaba en clase de Lengua y mi profesora nos preguntó algo así como: «¿Qué opináis de los vegetarianos?». De pronto, levanté la mano y, cuando me dieron la palabra, contesté: «Todos los vegetarianos son unos blancuchos débiles y delgados»; lo cual es paradójico, pues yo comía carne todos los días y era claramente uno de los más débiles y delgados de mi clase. Recuerdo que en ese momento se produjo un silencio extrañamente incómodo. Miré a mi profesora. Yo esperaba que me dijera: «Muy bien, Edward. Excelente respuesta». En cambio, lo que me encontré fue una expresión de desconcierto. Me volví y vi a una chica que se sentaba en diagonal detrás de mí. Era vegetariana, y recuerdo haber pensado que apoyaría mi respuesta. Al fin y al cabo, ¿quién mejor que ella para dar fe del compromiso que implicaba defender sus principios? Sin embargo, lo que me encontré fue una mirada feroz clavada en mí que me confundió muchísimo. No pretendía ofender a nadie; solo ponía de relieve lo que consideraba una verdad, o, más bien, lo que me habían contado que era verdad.

De niños, somos incapaces de analizar y comprender los peligros del mundo, así que damos por bueno lo que nos dicen nuestros padres y otras figuras de autoridad. Desde una perspectiva evolutiva, tiene todo el sentido que lo hagamos. En la prehistoria, se nos decía: «No te comas esa baya», «Evita ese animal» o «No toques el fuego», y hacíamos caso porque la confianza en los nuestros era fundamental para sobrevivir. De niño, a mí también me dijeron que no tocara el fuego porque me quemaría, me aconsejaron que no hablara con desconocidos porque era peligroso y me explicaron que necesitábamos la carne de los animales por sus proteínas; si bien el cerdo, la vaca y el pollo eran comida, mientras que el perro y el gato eran mascotas. Con el paso de los años me di cuenta por mí mismo de los riesgos de tocar el fuego y de hablar con desconocidos; la constatación de esas verdades reafirmó el resto de las cosas que me habían enseñado: que las proteínas se obtienen de la carne, pero que solo se comen ciertas especies de animales, mientras que las otras no. Este tipo de confianza indiscutida se vuelve particularmente problemática cuando, sin pretenderlo, perpetúa falacias e ideas desfasadas que deberían ponerse en tela de juicio o da lugar a argumentos erróneos que se oyen a diario para justificar el consumo de productos de origen animal.

Aquel día en clase, con doce años, me estaba limitando a repetir de forma mecánica la información que me habían transmitido durante toda la vida: que si dejamos de comer carne, lácteos y huevos nos pondremos débiles, escuálidos y anémicos y, finalmente, moriremos. No me había planteado si era cierto o no, y no lo es. Vayamos más allá: la mayoría de nosotros no se detiene a reflexionar sobre lo que les hacemos a los animales, sino que se limita a seguir haciendo lo mismo de siempre. Pero este modo de vida nos lleva a ignorar la pregunta más importante que deberíamos formularnos: ¿cómo justificar moralmente nuestra explotación de los animales?

Es una cuestión de ética

Son muchas las razones que hacen del veganismo la mejor elección. No obstante, el motivo fundamental, sobre el que se sustenta todo lo demás, tiene que ver con una cuestión ética: ¿comer productos de origen animal está bien o está mal? Cualquier réplica que oigas debería remitirse forzosamente a este punto central. Pero ¿a qué nos referimos con bien o mal? A ver, la filosofía moral es un tema espinoso que han abordado algunos de los mayores pensadores del mundo desde la Antigüedad. Resultaría fácil empantanarse en teorías, pero, para lo que nos proponemos, nos basta con pensar en la ética referida a los principios por los que casi todo el mundo considera que deberíamos regirnos y en los que todos podemos estar de acuerdo en términos generales: el respeto, la amabilidad, la generosidad, etc.

Uno de los principios más básicos y relevantes para cualquier discusión en torno al consumo de productos de origen animal es el de la crueldad: ¿está bien o está mal infligir dolor y sufrimiento innecesariamente a los demás? Solo un sociópata enajenado disentiría del hecho de que la crueldad deliberada sea moralmente incorrecta, y pese a que puedan darse excepciones notables a esta regla (hacer que un dictador sanguinario sufra para que sus millones de súbditos consigan la libertad tiene, sin duda, un valor utilitario y sería, obviamente, lo correcto), hablamos de valores atípicos. Por lo general, seguimos la máxima de intentar evitar ser crueles a toda costa.

Y es en este contexto de lo que está bien y lo que está mal de acuerdo con nuestros principios básicos donde hemos de dirimir todo argumento sobre la explotación animal. A fin de cuentas, el veganismo es una postura ética contra la explotación animal innecesaria; no se trata solo de la alimentación, aunque la comida sea la razón principal por la que utilizamos a los animales. El veganismo es, en efecto, un asunto de justicia social que asume que los animales no humanos merecen autonomía, consideración moral y el reconocimiento de que sus vidas tienen más valor que las razones con las que justificamos su explotación. Si bien es cierto que no todo el mundo se plantea el consumo animal desde una perspectiva ética, en lugar de decantarnos por ignorar esta cuestión o de abordarla desde el punto de vista del ser humano o de los patrones culturales, siempre podemos volver a la pregunta de si es lo correcto en el plano moral.

Y es que muy a menudo lo que está bien o mal se ve condicionado por lo que es legal o ilegal, de modo que es fácil acabar pensando que lo que les hacemos a los animales no está tan mal. Al fin y al cabo, si tan evidente fuera que está mal, debería estar prohibido. Pero ¿acaso lo legal es siempre ético? ¿Deberíamos asumir algo como ético por la simple razón de que la ley lo permita? Basta con mirar el pasado para darnos cuenta de que lo legal no se corresponde con lo ético. Pensemos que el apartheid, la esclavitud y el Holocausto fueron legales, así como otros genocidios que han tenido lugar a lo largo de la historia. Si aceptáramos que lo legal es siempre ético, ello implicaría que los ordenamientos jurídicos de todos los países determinarían qué es ético, pero ese no es el modo por el que identificamos algo como bueno o malo en términos éticos.

El catalizador del cambio

Para mí, el cambio empezó a producirse con veinte años, en mayo de 2014. Estaba navegando por la web de noticias de la BBC cuando me encontré con un artículo sobre un camión que llevaba seis mil pollos y que se había estrellado de camino a un matadero que había cerca de Mánchester. Hice clic en la noticia y me horroricé al leer que muchas de esas aves habían muerto en el acto (unas mil quinientas). Sin embargo, lo que más me impactó fue que las otras miles que habían sobrevivido se hubieran quedado tiradas a un lado de la carretera, desangrándose, con los huesos, las crestas, los picos y las alas rotos, mutiladas y en constante sufrimiento. Fue la primera vez que empaticé con aquellos animales que solía consumir, y también la primera vez que reflexioné sobre cómo los tratamos desde un punto de vista ético. Me vi obligado a enfrentarme al hecho de que esos animales tienen la capacidad de sufrir, algo obvio que, aun así, nunca me había parado a pensar. Entonces concluí que seguramente también preferirían evitar ese sufrimiento y acabé empatizando no solo con los pollos que habían sufrido ese accidente, sino también con aquellos que se criaban en granjas para mi consumo. Ellos, a fin de cuentas, también sufrían. Es más: lo hacían por culpa de mis decisiones.

Hasta entonces, me autoproclamaba adicto al KFC. De hecho, frecuentaba tanto mi KFC más cercano, a solo diez minutos andando, que los trabajadores se sabían mi nombre y mi pedido favorito: un menú Zinger completo. Si dijera que KFC me gustaba, me quedaría corto: me fascinaba. Mi salida bisemanal al KFC no solo me proporcionaba un alimento, sino que suponía una parte esencial de mi identidad y de toda mi vida en aquella época.

Como casi todo el mundo, me mantenía en un torpe equilibrio sobre la cuerda floja de mofarme de quienes no querían hacer daño a los animales al tiempo que me declaraba todo un amante de los animales. Sin embargo, en ese momento, después de leer sobre el accidente, tomé conciencia de mi absurdo malabarismo y me di un ultimátum: podía esconder la cabeza como un avestruz para ignorar el sentimiento de culpa e incomodidad que me provocaba el daño que les estaba infligiendo a los animales o podía vivir con los nuevos principios que estaba empezando a adoptar y cambiar mi estilo de vida. Opté por lo segundo.

Había aprendido algo importante sobre mí. Mis principios no estaban en consonancia con mis actos. Y no estaba solo. Nuestra sociedad se opone radicalmente al maltrato animal. Casi todos reprobamos que se haga daño a los animales. Sin embargo, estos se ven sometidos todos los días sin excepción a la violencia en granjas y mataderos. Así pues, ¿por qué somos tan selectivos en nuestra compasión hacia los animales? ¿Y por qué nos escandalizan únicamente algunas formas de maltrato animal?

La industria ganadera es una industria de crueldad

Si definimos la crueldad como el daño físico o mental causado de forma innecesaria y deliberada, lo que les hacemos a los animales debería estar considerado como un acto de crueldad. Les cortamos los rabos, los castramos, los preñamos a la fuerza, les arrebatamos a sus crías y los encerramos en jaulas donde no pueden ni darse la vuelta. Los cargamos en camiones y los llevamos a mataderos donde los degüellan o los obligan a entrar en cámaras de gas... (eso si nos referimos únicamente a las prácticas convencionales y legales). Algo más infame si cabe es cuando no solo nos limitamos a ignorar el daño físico y mental que les infligimos, sino que además pasamos a hablar de un trato humano.

A menudo le pido a la gente una definición personal de ese «trato humano». Por lo general, me responden que es cuando se busca reducir el dolor de los animales. De ser así, incluso basándonos en nuestra definición subjetiva del término, lo más humano que podríamos hacer por dichos animales sería dejar de criarlos innecesariamente para matarlos. Es la única forma de reducir su sufrimiento del todo.

Pero para discernir si nuestras acciones son objetivamente humanas y, por tanto, si están bien o mal, basta con fijarnos en la definición literal de la expresión (tener o manifestar compasión o benevolencia) y aplicar sinónimos de «humano» a lo que les hacemos a los animales: ¿es «benévolo» mutilar lechones o separar a recién nacidos de sus madres?, ¿es «bondadoso» criar pollos de forma selectiva de forma que no puedan tenerse en pie y les fallen los órganos? Y lo más importante: ¿es «compasivo» explotar y, finalmente, arrebatarle la vida a un animal que ni tiene por qué morir ni quiere hacerlo? Se mire por donde se mire, la respuesta a todas estas preguntas es no. Independientemente de los sistemas de cría que se empleen, una matanza «humana» es un oxímoron, pues es imposible arrebatarle la vida a un animal sin necesidad alguna y en contra de su voluntad de forma compasiva, benévola o bondadosa (más información en el capítulo 3). Basándonos en la definición objetiva de cualquiera de estas palabras, podemos concluir que hablamos de actos no solo inhumanos, sino también crueles que, como sociedad y como individuos, deberíamos consecuentemente reprobar y denunciar. Pero no lo hacemos: apoyamos y defendemos esas industrias, aunque ello contradiga nuestros principios.

A menudo se dice que los veganos son unos extremistas, cuando el veganismo se limita a vivir de acuerdo con el hecho de que, si estás en contra de la crueldad, tratarás de impedir que se perpetúen los sistemas que producen daños mentales y físicos a los animales. Es un síntoma inequívoco de lo arraigado que está en nuestro estado de disonancia cognitiva que veamos los intentos de mantener una ética como signos de extremismo. ¿No es extraño que llamemos «maltratadores» a quienes matan a los perros y «normales» a quienes matan a los cerdos, pero «extremistas» a quienes no matan ni a unos ni a otros? ¿No es paradójico que alguien que rompe la ventana de un coche para rescatar a un perro en un día caluroso sea visto como un héroe y que otro que rescata a un lechón que está sufriendo en una granja sea un delincuente?

Una cuestión de mentalidad

La historia del accidente y los pollos me llevó a reconsiderar la forma en que veía a los animales, a desafiarme a mí mismo y a reflexionar sobre los argumentos con los que justificaba comer carne. En consecuencia, me hice vegetariano. Desgraciadamente, aún no era consciente de lo que les ocurría a las vacas lecheras y a las gallinas ponedoras, ni asimilaba hasta qué punto la explotación animal ha calado en nuestra sociedad. A decir verdad, aun siendo vegetariano, pensaba que los veganos eran demasiado radicales y extremistas. Pero todo cambió unos siete meses después del accidente del camión de pollos, viendo un documental llamado Earthlings (Terrícolas).

En la película, usan cámaras ocultas para sacar a la luz lo que les sucede a los animales en las granjas, mataderos, laboratorios, granjas de perros y demás instalaciones donde son explotados. Es un testimonio implacable que ilustra de forma gráfica y objetiva la situación que atraviesan. Hay un momento del documental donde el narrador, Joaquin Phoenix, recuerda una cita del filósofo del siglo XIX Ralph Waldo Emerson: «Acabáis de cenar y, por escrupulosamente oculto que esté el matadero a una adecuada distancia en millas, hay complicidad».[3] Me enfadó y me frustró reconocer que, pese a ser vegetariano, todavía me pesaba la culpa de estar perpetuando aquellos sistemas de violencia que tanto me repugnaban. Los productos de origen animal que tenía en el plato existían porque, aunque indirectamente, había pagado para que alguien les causara daño a esos animales. Aunque mi mano no hubiera sostenido el cuchillo ni la sangre me manchase la ropa, seguía siendo cómplice; la sangre y la culpa me salpicaban de igual forma.

Cuando terminó la película, me acerqué a mi hámster, Rupert, y me senté con él. Fue mi primer compañero animal de verdad (aparte de Batman, un pez dorado negro que tuve de niño), además del primer animal con el que establecí una conexión profunda. Era maravilloso, me llenaba la vida de alegría. Era mono hasta decir basta. A veces le daba golosinas con el simple propósito de quedarme mirando cómo agarraba la comida con las patitas y procedía a mordisquear lo que le diera. De modo que, para animarme, le ofrecí un trocito de brócoli (lo que más le gustaba) y dejé que se lo comiera de mi mano.

Mientras lo miraba, recordé una parte del documental en la que un trabajador sujeta a una cobaya indefensa para inyectarle algún tipo de sustancia química sin identificar. La escena no es tan perturbadora como otras del documental; muchas son verdaderamente atroces. No obstante, las semejanzas entre Rupert y la cobaya me llevaron a pensar en qué pasaría si experimentaran con él, y el miedo que reflejaban los ojos de aquel animal me recordó al que en alguna ocasión había visto en los ojos de Rupert. Una vez se puso a corretear por el sofá y se asomó demasiado al borde, de manera que se cayó y aterrizó con torpeza sobre una de sus patas. Dejó escapar un chillido y empezó a cojear frenéticamente. Parecía aterrorizado y confuso.

Pensé en la angustia que había pasado Rupert y en lo similar que es la capacidad de sufrimiento de un animal a la mía propia. También pensé en su personalidad y en el hecho de que hubiera cosas que le gustaban y otras que le disgustaban. Por ejemplo, le encantaba el brócoli que le había dado en ese momento, pero no le entusiasmaba la col rizada. Además, era un hámster de lo más vago, reacio a pasar a cualquier acción que implicase un gran ejercicio físico. La rueda de correr no le llamaba la atención, así que le compré una bola. Sin embargo, cuando lo metía dentro, se ponía a caminar unos cuantos minutos hasta que paraba, se sacaba la comida que llevaba en los carrillos y se la comía en lugar de correr. Al terminar, se acurrucaba y se dormía. Acabé por sacarlo de su casa y por dejarlo suelto por la habitación para que hiciera lo que quisiera.

Seguí observando cómo se comía el trocito de brócoli mientras pensaba en todos los animales a los que explotaban para mi beneficio y que tenían una personalidad al igual que Rupert; que tenían gustos y aversiones, que sentían miedo y dolor, alegría y felicidad. La capacidad de los animales de sentir estas experiencias subjetivas quedó recogida en 2007 en el Tratado de Lisboa de la Unión Europea, que afirmaba que los animales son seres sensibles. En 2021, el Gobierno británico anunció una ley que reconocería de forma oficial la sintiencia de los animales (incluyendo aquellos criados en granjas).

Pero incluso al margen de estas declaraciones, ya se había documentado que los animales muestran emociones tales como la empatía, como en un estudio en el que se metía a una rata en el agua y otra rata tenía que elegir entre accionar una palanca que la salvaba u otra que soltaba una chocolatina. Las ratas accionaban la palanca para salvar a su compañera en apuros, incluso si ello implicaba renunciar a la chocolatina. Cuando no quedaba ninguna rata por salvar, se dirigían a la palanca del premio. Lo más interesante es que, si la rata que elegía la palanca ya había pasado por el agua y, por tanto, había sufrido la misma experiencia, se daba más prisa en ayudar a la otra rata cuya vida podía salvar.[4] El estudio revelaba que las ratas muestran una conducta prosocial y también empatía, incluso en situaciones donde este sentimiento les supone un inconveniente.

En otro estudio, los investigadores formaron dieciséis grupos de seis cerdos. De cada grupo, se entrenaba a dos cerdos diferentes: el primero pensaba que algo bueno sucedería cuando sonara cierta melodía, el segundo pensaba lo contrario. Entonces volvían a meter a uno en la pocilga junto al resto de los cerdos que no relacionaban la música con nada. Se pudo observar que los cerdos sin entrenar daban muestras de contagio emocional y exhibían síntomas de estrés como reacción al comportamiento del cerdo que se esperaba algo malo.[5]

Pese a que tal vez estos estudios arrojen algo de luz sobre la complejidad de los animales no humanos, es innegable lo crueles que son. Que me refiera a ellos no significa que los justifique, pues se llevaban a cabo con el fin de satisfacer la curiosidad del ser humano, no para ayudar a los animales. En cualquier caso, las ratas y los cerdos no tendrían por qué mostrar empatía para asegurarse que no se los explote de forma innecesaria; sin embargo, y por desgracia, ni siquiera un hecho como ese ha comportado un cambio.

¡Qué ironía que a menudo creamos que la empatía y las emociones complejas son exclusivamente humanas y que no consigamos empatizar con los animales cuya sangre derramamos! El primatólogo Frans de Waal se refiere al rechazo de que existan dichas emociones y capacidades en animales no humanos como «antroponegación»,[6] término que acuñó para describir la conducta de menosprecio hacia la complejidad del resto de los animales. Como él afirma: «Si alguien pretende hacerme creer que un mono al que se le hacen cosquillas, y casi se atraganta de risa, tiene un estado de ánimo distinto al de un niño en la misma situación, lo tiene difícil».[7]

Y es que la negación de la inteligencia animal es uno de los argumentos que más esgrimimos para justificar lo que hacemos con los animales; diversos estudios han demostrado que está peor visto comer animales que se caractericen por ser «conscientes», pues existe una fuerte correlación negativa entre la inteligencia que les atribuimos y su comestibilidad.[8] Si creemos que los humanos son únicos, resulta más sencillo negar no solo la animalidad humana, sino también la humanidad de los animales no humanos, y si cuestionamos nuestra idea de los rasgos exclusivamente humanos, también cuestionaremos nuestras interacciones con el resto de los animales y el trato que les dispensamos.

De modo que, mientras observaba comer a Rupert, me acordé de todos los animales que estarían en ese momento encerrados en granjas, jaulas y mataderos, cuya autonomía se les negaba y cuyos cuerpos se veían reducidos a la categoría de materias primas, de objetos con personalidades que desdeñamos y con vidas que menospreciamos. Me imaginé que alguien intentara hacerle daño a Rupert y en cómo me haría sentir esa situación. ¿Qué derecho tenía de infligirles dolor y sufrimiento a otros seres vivos, sobre todo a aquellos con las cualidades y rasgos que tanto apreciaba en Rupert?

Entonces me di cuenta de que a Rupert lo había comprado por diez libras, ese era el valor que le habían asignado a su existencia. Una suma ínfima. Al comprar a Rupert, lo había tratado como un bien de consumo, y, sin embargo, para mí no era un objeto cuya propiedad estuviera determinada por un intercambio de dinero. Pero, si Rupert no era un bien de consumo, ¿por qué otros animales sí deberían serlo? ¿Por qué habría que negarle la autonomía a ningún otro animal?

En ese momento comprendí que no me bastaba con ser vegetariano. Vi claro que la explotación animal va mucho más allá de la compra de carne: se trata, primordialmente, de la forma en que percibimos nuestra relación con el resto de los seres sensibles. El consumo no es más que un síntoma. El verdadero problema está en nuestra mentalidad, una mentalidad que considera que ciertas vidas son menos importantes por el mero hecho del placer que obtenemos de comernos su carne o de vestir con sus pieles. Hemos permitido que nuestras capacidades físicas e intelectuales nos hayan llevado a tiranizar a las demás especies del planeta. En alguna ocasión, he oído decir que para los animales somos los demonios de este planeta y que este mundo es su infierno, un lugar de sumisión y dolor. No veo ninguna razón lógica para refutar algo así.

La diferencia moral entre un tallo de brócoli y el cuello de un cerdo

Quienes defienden que se coma la carne de los animales suelen afirmar que es moralmente aceptable explotarlos porque son menos inteligentes que nosotros, carecen de nuestras capacidades cognitivas y no pueden demostrar el mismo nivel de albedrío y responsabilidad o compromiso con los contratos sociales. No obstante, ¿realmente pensamos que la inteligencia debe definir el valor de una vida o que ser más inteligente que otra persona nos da derecho a herirla y a aprovecharnos de ella? Sería alarmante, pues esta forma de pensar se podría emplear para justificar que se inflija daño a un bebé humano o a aquellas personas con alguna discapacidad cognitiva, pues también carecen de esas habilidades. Afortunadamente, de momento, no solo pensamos que estas personas merezcan consideración moral, sino que además solemos prestarles especial atención a causa de su menor facultad cognitiva y albedrío. Que al mismo tiempo justifiquemos que los animales merecen menos consideración en la misma situación es, una vez más, buena muestra de la incoherencia con la que aplicamos nuestro sistema moral.

Incluso si de verdad nos rigiéramos por una filosofía que defendiera que la inteligencia define el valor de una vida, no criaríamos a los animales como lo hacemos ahora. Los cerdos, por ejemplo, han demostrado una inteligencia igual de alta o incluso mayor que la de los perros. Sin embargo, hay una especie a la que adoramos, que invitamos a entrar en casa, a la que damos un nombre y cuya muerte lloramos, y otra cuyas orejas grapamos con etiquetas numeradas, a la que dispensamos un trato de objeto y cuyas muertes pagamos e infravaloramos. Mucha gente llega incluso a burlarse de quienes lloran la muerte de los animales de granja. A una especie la convertimos en cenizas para recordar su vida y ponerla en valor, y a la otra la convertimos en heces. Además, si de verdad creyéramos que la inteligencia define el valor de una vida, todos seríamos veganos, puesto que las plantas que consumimos son cuantitativamente menos inteligentes que los animales que comemos.

Dicho esto, hay gente que asegura que comer plantas es moralmente lo mismo que comer animales, ya que ambos son seres vivos. No obstante, aunque las plantas están vivas y son capaces de cosas increíbles, su inteligencia no es equiparable a la sintiencia ni significa que tengan experiencias subjetivas o que puedan sentir dolor. Las plantas carecen de sistema nervioso central, de cerebro y de receptores del dolor. Así pues, mientras los animales responden a las situaciones, lo que hacen las plantas es reaccionar. Por eso una venus atrapamoscas no se cierra únicamente con el paso de las moscas, sino ante cualquier cosa que active un estímulo de presión sobre su trampa. Los animales, por su parte, responden de forma consciente a las situaciones a las que se enfrentan, por ello no se comen algo por el simple hecho de que se lo ofrezcas.

Además, debido a los piensos que consumen los animales y al hecho de que la ganadería es la primera causa de la deforestación de la selva tropical[9] y de la pérdida de hábitats,[10] mueren más plantas en la producción de alimentos no veganos que en la de los alimentos veganos. De manera que, aunque creyésemos que las plantas sufren o que merecen consideración moral por el hecho de estar vivas, seguiríamos moralmente obligados a hacernos veganos en cualquier caso. En definitiva, quienes apuntan a una hipocresía en comer plantas pero no animales están tratando de convencerse a sí mismos de que no existe ninguna diferencia moral tangible entre trocear un tallo de brócoli y rebanarle el cuello a un cerdo.

¿Nuestras papilas gustativas están por encima de sus vidas?

Dadas las dimensiones y la crudeza de la violencia que perpetuamos contra los animales, podríamos suponer que la razón para hacerlo se basa en algún acto sumamente lamentable, pero intrínsecamente necesario para nuestra supervivencia. Sin embargo, cuando ya hemos reconocido que no existe necesidad alguna de consumir productos de origen animal por razones de salud, el motivo principal para seguir haciéndolo es que nos gusta. Disfrutamos del sabor de un filete, del beicon y del queso, y ese hecho aislado tal vez sea la explicación más convincente para nuestra forma de tratar a los animales.

Aunque la mayoría de la gente no se dé cuenta, que el sabor sea la base de nuestra justificación para consumir productos de origen animal implica admitir, en resumidas cuentas, que nuestro placer es más importante que cualquier consideración moral. Puedo imaginarme muchas situaciones en las que un opresor sienta placer sensorial a expensas de una víctima, pero no por ello sus actos serán más aceptables. Así pues, ¿por qué el hecho de que disfrutemos del sabor de estos productos habría de justificar lo que les hacemos a los animales?

Veo muy improbable que alguien piense que el placer sensorial debe ser la norma empleada para juzgar moralmente nuestras acciones. Equivaldría a argüir que nuestras papilas gustativas están por encima de las vidas y de las experiencias subjetivas de un ser sensible. Pero lo cierto es que, cuando consumimos alguno de esos productos (incluyendo los lácteos y los huevos), un animal ya ha sido matado o está siendo explotado (y acabará siendo matado), y no hay justificación moral que haga aceptable esta priorización del gusto sobre la vida. Que el tiempo que disfrutamos de esos productos sea de apenas un cuarto de hora —lo que nos suele durar una comida— le quita más peso si cabe a la supuesta justificación moral del placer sensorial. Es inadmisible que haya tantos millones de seres sensibles sufriendo toda la vida y muriendo por un simple y fugaz momento de placer. Vidas arrasadas en forma de alimentos que consumimos y de los que nos olvidamos después.

El argumento pierde aún más consistencia cuando tenemos en cuenta que ya contamos con sustitutos y alimentos de origen vegetal a nuestra disposición, como hamburguesas, salchichas, helados, leche, chocolate e incluso queso (y sí, hay buenos quesos veganos, doy fe). Ni siquiera tenemos que renunciar al sabor de casi ningún producto de origen animal que hayamos disfrutado en el pasado, cada vez tenemos más alternativas deliciosas a nuestro alcance.

Nuestras diferencias no son lo importante

La clave de las justificaciones morales que esgrimimos para defender el consumo animal está en el concepto de «especismo», término acuñado en 1970 por Richard Ryder, un exviviseccionista que se convirtió en defensor de los derechos de los animales. En 1975, el filósofo Peter Singer lo popularizó en su libro Liberación animal. Singer define el especismo como un «prejuicio o actitud parcial favorable a los intereses de los miembros de nuestra propia especie y en contra de los de otras».[11] Dicho de otro modo, es un prejuicio que afirma que es correcto que prevalezca el deseo de un humano de comerse un sándwich de beicon sobre el deseo de un cerdo de no morir en una cámara de gas.

Que decidas favorecer a tu propia especie en una situación en la que tengas que elegir entre salvar a un miembro de la tuya o de una distinta (por ejemplo, que en un incendio salves antes a un niño que a un perro) estaría justificado, por supuesto, pero no sirve para justificar el especismo o para causar daño a animales no humanos de forma arbitraria. Del mismo modo, ante una situación en la que tuvieras que decidir forzosamente entre dejar vivir a un niño pequeño o a un humano de noventa y cinco años, el hecho de decantarte por el niño en una circunstancia así no justifica el edadismo o que se permita que un anciano sufra o muera sin necesidad.

Uno de los principales problemas de la mentalidad especista es que establece distinciones arbitrarias entre especies de animales, como ocurre con los perros y los cerdos. Es más: establece una forma de pensar discriminatoria que a su vez puede favorecer la explotación. Lleva la idea de la superioridad humana al extremo, al punto de pensar que los deseos banales e inútiles de un humano son moralmente válidos, como despellejar animales para conseguir una chaqueta de piel o de cuero, o meterlos a la fuerza en mataderos por un bocadillo, o separar a los terneros recién nacidos de sus madres para bebernos su leche.

Cabe señalar que el antiespecismo reconoce las enormes diferencias que hay entre los humanos y los no humanos, por ejemplo, en la forma física, la inteligencia o la sociabilidad. Sin embargo, lo que importa a la hora de decidir si los no humanos tienen valor moral no son las diferencias, sino las similitudes (sobre todo la sintiencia, es decir, la capacidad de sentir y experimentar cosas de forma subjetiva). Si la sintiencia es lo que nos otorga a los humanos la consideración moral, lo mismo debería ocurrir con los no humanos.

Aunque creyéramos que existe una diferencia moral entre los humanos y los no humanos, está claro que no sería tan significativa como para justificar que se torture y sacrifique a miles y miles de millones de animales todos los años. De hecho, el valor moral, por poco que sea, debería bastar para prohibir cualquier tipo de sacrificio, y la realidad objetiva del sufrimiento y de las experiencias subjetivas de los animales elimina de forma inmediata cualquier atisbo de admisibilidad cuando se trata de su explotación.

Sin embargo, el especismo está tan enraizado y normalizado en nuestra sociedad que ni siquiera nos parece un problema. Muchos humanos tienen en tan poca consideración a los animales que la idea de que estos puedan merecer consideración moral les resulta ofensiva, como si creyeran que reconocer que otros animales se merecen unos derechos fundamentales degradaría de algún modo a nuestra propia especie. A menudo hay personas que se ríen de aquellos que plantean estos asuntos, porque, evidentemente, es mucho más sencillo burlarse de la idea de que los animales tienen derechos fundamentales que mirar al trozo de carne que hay en nuestros platos e intentar justificar que los animales valen tan poco que hay que degollarlos por la simple y llana razón de que nos gusta comernos una parte de sus cuerpos.

En definitiva, es vital que reconozcamos que tenemos capacidad moral y que, por tanto, está en nuestra mano razonar y medir nuestras decisiones. En vez de considerar que matar animales es un requisito para nuestra supervivencia (como sucede con algunas especies de animales salvajes), podemos (y sería lo adecuado) responsabilizarnos de las decisiones que tomamos sobre lo que está bien y lo que está mal.

Hay quienes piensan que el veganismo implica ser un amante de los animales o desvivirse por ellos, pero dejar de dañar a alguien innecesariamente no es un acto de bondad. Que paseemos por la calle y decidamos no pegarle una patada a un perro no nos convierte en personas bondadosas. Del mismo modo, evitar que se obligue a los animales a entrar en cámaras de gas, en trituradoras y en líneas de sacrificio no es un acto de benevolencia, sino de justicia y respeto hacia la consideración moral básica que todo animal merece.

[3]Ralph Waldo Emerson, La conducta de la vida, trad. Javier Alcoriza Vento y Antonio Lastra Meliá, Pre-Textos, 2004.

[4]Nobuya Sato, Ling Tan, Kazushi Tate et al., «Rats demonstrate helping behavior toward a soaked conspecific», en Animal Cognition, n.º 18, 2015, pp. 1.039–1.047.

[5]Inonge Reimert, J. Elizabeth Bolhuis, Bas Kemp y T. Bas Rodenburg, «Emotions on the loose: emotional contagion and the role of oxytocin in pigs», en Animal Cognition, n.º 18, 2015, pp. 517–532.

[6]Frans B. M. de Waal, «Anthropomorphism and Anthropodenial: Consistency in Our Thinking about Humans and Other Animals», en Philosophical Topics, vol. 27, n.º 1, 1999, pp. 255–280. www.jstor.org/stable/43154308.

[7]Frans B. M. de Waal, «Lo que aprendí haciendo cosquillas a los simios», trad. M.ª Luisa Rodríguez Tapias, en El País, 13 de mayo de 2016. https://elpais.com/elpais/2016/05/12/ciencia/1463063308_272178.html.

[8]Steve Loughnan, Brock Bastian y Nick Haslam, «The Psychology of Eating Animals», en Current Directions in Psychological Science, vol. 23, n.º 2, 2014, pp. 104-­108.

[9]Hannah Ritchie, «Cutting down forests: what are the drivers of deforestation?», en Our World in Data, 23 de febrero de 2021. https://ourworldindata.org/what-are-drivers-deforestation.

[10]Brian Machovina, Kenneth J. Feeley y William J. Ripple, «Biodiversity conservation: The key is reducing meat consumption», en Science of the Total Environment, vol. 536, 2015, pp. 419–431.

[11]Peter Singer, Liberación animal, trad. Asociación Nacional para la Defensa de los Animales, Trotta, 1999. (N. del T.).

02

El pasado nos enseña por qué el veganismo debe ser el futuro

Cuando hablo con otras personas sobre veganismo, a menudo me dicen: «Estoy contigo, por eso intento comprar carne que provenga de pequeñas granjas locales». No obstante, la idea de que una granja cercana sea una opción más ética se desmorona cuando tienes en cuenta que todas las granjas están cerca de alguien. Además, el 98 por ciento de las granjas estadounidenses están clasificadas como «explotaciones familiares»,[12] lo que ayuda a comprender que ese concepto no solo no tiene nada que ver con el bienestar animal, sino que además es una estrategia comercial para vendernos un ideal romantizado e inexistente de la industria ganadera.

Yo mismo solía tener esta actitud. Una de las ideas más erróneas sobre el veganismo es que este nace en contra de la industria ganadera y que la preocupación moral en torno al consumo de productos de origen animal se centra simplemente en sus prácticas intensivas. Es una de las formas que se utilizan para evitar enfrentarnos a los problemas éticos que entraña el consumo animal: ponemos a la ganadería intensiva en el centro y pasamos por alto las ideas que han permitido, en primera instancia, que la ganadería intensiva exista. Si echamos la vista atrás, es fácil ver que la ganadería intensiva no fue el comienzo del problema y de las razones por las que nuestro futuro ha de ser progresivo y no regresivo. ¿Y cómo hemos llegado adonde estamos hoy?

Con frecuencia romantizamos la historia de la ganadería y añoramos esos «idílicos» días pasados. Aunque esta imagen supone reconocer lo destructiva y cruel que se ha vuelto la industria ganadera, lamentablemente obvia que esta nunca ha sido ni idílica ni desde luego humana. Lo cierto es que nuestra historia de explotación animal está plagada de ejemplos que muestran por qué una idealización del pasado no nos será de ayuda si queremos abordar los problemas más básicos que atañen a la industria ganadera actual. Es indicativo de las ideas profundamente erróneas que hay en torno a la producción masiva de animales para el consumo humano.

Percepción versus realidad

Siempre me ha sorprendido la cantidad de gente que dice estar en contra del maltrato animal cuando se le pregunta. Por ejemplo, una encuesta de 2017 realizada en los Estados Unidos mostraba que el 49 por ciento de su ciudadanía estaba de acuerdo con la siguiente afirmación: «Apoyo que se prohíba la ganadería intensiva». Un 47 por ciento también estaba de acuerdo con prohibir los mataderos.[13] Aun así, lo más llamativo de todo es que el 58 por ciento de los encuestados consideraba que los animales criados en granjas recibían un trato adecuado. Es una prueba concluyente de lo desconectados que estamos del proceso que viven los animales y de nuestra propia desinformación. El 50 por ciento de los encuestados se oponía a un método responsable de más del 99 por ciento de los productos de origen animal en los Estados Unidos, según los datos del censo gubernamental; aun así, la mayor parte de la gente creía, al mismo tiempo, que esos animales recibían un buen trato. Hay una contradicción evidente entre lo que los consumidores quieren, lo que realmente compran y lo que piensan que compran.

¿Cómo se explica entonces que una industria que prohibiría la mitad de la población no solo sea el sistema predominante de elaboración de productos de origen animal, sino que además pase prácticamente desapercibida y se perpetúe por las mismas personas que afirman oponerse a ella?

En política, hay un concepto llamado «la ventana de Overton» o, a veces, «ventana del discurso». Se trata de la variedad de ideas que, por lo general, estaríamos dispuestos a plantearnos o incluso a aceptar en un momento dado. Así pues, desde la perspectiva de un político, abarca las medidas que casi todos los votantes perciben como razonables y legítimas. Con el tiempo, la ventana se desplazará —para bien y para mal— debido a factores sociales y al cambio en las percepciones. Los activistas se esfuerzan por que esta ventana se mueva intentando convencer a los demás del valor de unas ideas que al principio pueden resultarles extremistas. Por ejemplo, hubo un tiempo en que el sufragio femenino era un concepto radical, pero, con el paso de los años, acabó convirtiéndose en una norma social.

Esta idea de una ventana en constante movimiento respecto a lo que percibimos como aceptable se puede aplicar también a la evolución de la explotación animal, pues el sistema que hoy tenemos y su magnitud se produjeron a través de cambios graduales en un extenso periodo de tiempo. Por desgracia, estos cambios han venido definidos por una industrialización exponencial y por aspiraciones de mayor eficiencia y rentabilidad. Hemos hecho que la ganadería sea cada vez más intensiva, encerrando a un número mayor de animales en espacios de menor tamaño, criándolos en menos tiempo y logrando que crezcan cada vez más. Fijémonos en la ganadería intensiva: la industrialización de la ganadería llegó en los años veinte del siglo pasado, pero fue adquiriendo mayor importancia a partir de los años sesenta; desde entonces, hemos visto cómo seguía aumentando. Sin embargo, para entender cómo hemos creado nuestro sistema agrícola actual, tenemos que remontarnos a una época previa a que siquiera tuviéramos sistemas agrícolas.

Desde los humildes comienzos

Los primeros humanos eran nómadas cuya supervivencia dependía de la caza y de la recolección. En la práctica, significa que la mayor parte de nuestra historia fuimos carroñeros oportunistas que se alimentaban, esencialmente, de plantas, de insectos, de algunos animales pequeños y de carroña. De hecho, se cree que los primeros humanos tal vez recurrieran ocasionalmente al tuétano de animales más grandes para alimentarse, al no poder competir con depredadores de mayor tamaño y fuerza que nosotros, lo que nos abocaba a esperar a que estos terminaran de comerse a los animales que hubieran matado. Cuando nos tocaba comer, no quedaba nada sustancioso, salvo los huesos, claro, cuyo tuétano posiblemente aprendiéramos a extraer. Por ende, durante la mayor parte de nuestra existencia, los humanos hemos estado en mitad de la cadena trófica, capaces de cazar animales más pequeños, pero todavía a merced de los depredadores.

Pese a que los animales solo constituían una parte de la dieta prehistórica, los detractores del veganismo suelen argüir que nuestro cerebro se desarrolló gracias a la caza y a la ingesta de animales. No obstante, sigue sin estar clara la razón por la que el cerebro empezó a crecer y evolucionar como lo hizo, y existen otras teorías a este respecto: por ejemplo, que el consumo de alimentos como las papas contribuyera a su crecimiento. Resulta más lógico en muchos sentidos, ya que el cerebro emplea en torno al 20 o el 25 por ciento de toda nuestra energía, y, teniendo en cuenta que la principal fuente de energía del cuerpo humano es la glucosa, el consumo de alimentos ricos en carbohidratos quizás fuera altamente beneficioso para nuestro desarrollo cognitivo. Este argumento se torna aún más convincente si tenemos en cuenta que hay quienes apuntan a que el uso del fuego contribuyó al crecimiento de nuestro cerebro. El fuego nos permitió cocinar alimentos que previamente habrían tenido una digestión más dura, como los cereales silvestres y los tubérculos, que se convirtieron en alimentos fundamentales de nuestra dieta y que son algunos de los más ricos en carbohidratos del planeta.

En 2021, esta teoría recibió el respaldo de un estudio que llevó a cabo un equipo internacional de investigadores.[14] En él, analizaron la placa dental de los primeros humanos y descubrieron bacterias de la boca adaptadas concretamente a la descomposición de la fécula, lo que únicamente habría sido posible si esta hubiera formado parte de nuestra dieta habitual.[15]

Naturalmente, la cocción de los alimentos favoreció también el consumo de la carne, que empezó a constituir una comida más segura y fácil de digerir. No obstante, aun asumiendo que el consumo de carne contribuyera a la «revolución cognitiva» (el nombre que suele recibir el periodo en que se desarrolló el cerebro del Homo sapiens), seguiría sin ser un argumento de peso para justificar el consumo de animales, sobre todo porque difícilmente se podrá argumentar que la carne cocinada nos esté convirtiendo ahora en una sociedad más inteligente. Lo que ocurriera hace decenas de miles de años, por significativo que fuera, no debería influir en determinar si lo que sufren los animales a nuestras manos sigue estando justificado.

A raíz de la revolución cognitiva comenzamos a colonizar el mundo. De África, origen del Homo sapiens, emigramos a otras partes del planeta, donde desgraciadamente surgió un patrón: la desaparición de la megafauna mundial. Colonizamos Australia, donde, por ejemplo, descubrimos aves no voladoras que doblaban el tamaño de los avestruces, los leones marsupiales, los koalas gigantes y los diprotodontes: wómbats gigantes que pesaban unas dos toneladas y media. Por desgracia, de las veinticuatro especies de animales australianos que pesaban más de cincuenta kilogramos se extinguieron veintitrés.

Pasó algo parecido cuando el Homo sapiens llegó por primera vez al continente americano y viajamos de Alaska a Canadá y a los Estados Unidos —donde vimos mamuts, dientes de sable, enormes perezosos terrestres de seis metros de altura y roedores gigantes del tamaño de osos—, antes de dirigirnos a Centroamérica y Sudamérica, donde nos cruzamos con todo tipo de reptiles y pájaros. Lamentablemente, cincuenta de los sesenta géneros de grandes animales que existían en Sudamérica se extinguieron, al igual que treinta y cuatro de los cuarenta y siete géneros de Norteamérica. Eran especies y géneros que llevaban existiendo decenas de millones de años y que habían sobrevivido a climas cambiantes, pero no eran rivales para el ser humano, que acabó de un plumazo con centenares de millones de años de evolución.

Los albores de la agricultura

Durante esa fase de colonización, entramos en el Neolítico, que empezó hace unos doce mil años. Fue en esa época cuando nos dimos cuenta de que podíamos cultivar plantas a partir de sus semillas y domesticar ciertas especies de animales, lo que nos condujo a la «revolución neolítica» o «agrícola». La agricultura surgió en el Creciente Fértil, una región que atraviesa Oriente Medio y comprende, entre otros, los territorios actuales de Irak, Siria y Egipto. Fue sumamente fértil gracias a la irrigación de los grandes ríos de la zona y a la diversidad climática.

Gracias a la agricultura, dejamos de ser nómadas y empezamos a vivir de forma más sedentaria y estable. Nuestra población también empezó a crecer notablemente. Se calcula que hace doce mil años apenas había cuatro millones de humanos en el planeta;[16] la agricultura ha permitido que la población mundial llegue a casi 8.000 millones de personas (un número que sigue subiendo).[17]

Durante la revolución neolítica domesticamos por primera vez a animales cuya cría hoy contamos por millares de millones, y empezamos a usarlos para aprovechar su carne, secreciones, pellejo y mano de obra. Este proceso implicaba la subyugación de los animales, cuyos deseos e instintos naturales debían suprimirse al máximo, por lo que se los azotó, embridó, ató y mutiló; además, si eran machos y no servían para la cría, también se los castraba. Muchas de las prácticas a las que se los sometía hace miles de años aún siguen vigentes.

Tomemos la producción de lácteos como ejemplo. A lo largo de la historia, los ganaderos han matado a los terneros machos después de nacer, algo que aún sigue siendo habitual en muchas explotaciones lecheras. Como alternativa, los ganaderos de antaño solían atar aros de espinas alrededor de las bocas de los terneros para que hirieran a sus madres si intentaban mamar; los ganaderos del presente emplean dispositivos diseñados con el mismo fin. Otros mataban a las crías, se las comían, rellenaban los pellejos y los embadurnaban de orina de la madre para engañarla y que produjera más leche para el consumo humano. Lo más perturbador es que es algo que sigue llevándose a cabo: hay ganaderos que rellenan los pellejos de los terneros muertos con heno para intentar confundir a las vacas para que sigan produciendo leche. Una práctica parecida consiste en desollar el ternero muerto y ponerle el pellejo a otro para que la madre del que ha muerto crea que la otra cría es suya.