Estrella Fugaz - Sungju Lee - E-Book

Estrella Fugaz E-Book

Sungju Lee

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Beschreibung

Sungju era un niño acomodado más de familia militar en Pionyang, la capital norcoreana, cuando, tras la muerte del Líder Supremo, Kim il-Sung, debe despedirse de su perro y sus juguetes para mudarse de manera abrupta a un pueblo donde la realidad de su país sacudirá su vida por completo. Convertido en kotjebi, un niño de la calle, tendrá que ingeniárselas junto a su grupo de amigos para sobrevivir en una sociedad que tiene demasiado hambre como para pararse a ayudarlo.

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TÍTULO ORIGINAL Every Falling Star © 2016, Sungju Lee & Susan McClelland

Publicado porPlankton Press S.L.C/ Hernán Cortés 329679 Benahavis (Málaga)[email protected]

Primera edición en Plankton Press: noviembre 2022

© de esta edición, 2022 Plankton Press S.L.© de la traducción, 2022, Eva González© de la ilustración de cubierta, Sehee Chae

ISBN: 978-84-19362-16-2

Ilustración de portada: Sehee ChaeDiseño de cubierta y maquetación: Álvaro LópezImpresión y encuadernación: Kadmos

Tipografía: Sabon

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo sin autorización previa por escrito del titular de los derechos salvo para uso personal y no comercial.

Sungju Lee y Susan McClelland

ESTRELLA FUGAZ

La increíble historia de cómo sobreviví en Corea del Norte

Plankton Press2022

Cubierta

Página legal

Portada

Dedicatoria

Cita

Introducción

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo

Agradecimientos

Glosario

Contracubierta

Dedico este libro a aquellos que dejé atrás en Corea del Norte.Sungju Lee

«Se han cambiado algunos apellidos para proteger a los familiares que todavía viven en Corea del Norte. Los de mis hermanos, sin embargo, son reales, pues tengo la esperanza de que todavía estén vivos y puedan leer este libro.

Hasta que nos encontremos de nuevo».

Sungju Lee

Una breve historia de la Corea del siglo xx

Durante miles de años, sucesivas dinastías y monarcas gobernaron la península de Corea. La última y más influyente dinastía fue la Joseon. En 1876, los japoneses obligaron a Corea a firmar un tratado que finalmente terminaría con la dinastía Joseon. Bajo el mandato japonés, el pueblo coreano estuvo muy oprimido. Despojaron a los terratenientes de sus propiedades y muchos fueron obligados a trabajar como esclavos de los caciques japoneses. Gran parte de los monumentos y edificios construidos durante la dinastía Joseon fueron destruidos y abolidas la mayoría de sus tradiciones. Japón, que ocupó la península de Corea desde 1910 a 1945, quería integrar la región en su propio imperio.

Tras la derrota japonesa al final de la Segunda Guerra Mundial, estos territorios le fueron arrebatados. La península de Corea se dividió temporalmente en dos zonas económicas y gubernamentales diferentes: el norte, que estaba supervisado por la Unión Soviética, y el sur, custodiado por Estados Unidos. El plan era unificar las dos regiones tras unas elecciones democráticas. La Unión Soviética designó al líder de la guerrilla Kim Il-sung, que había regresado de su exilio en China en 1945, como jefe del gobierno temporal del norte. Este consiguió convencer a los soviéticos para que no participaran en ningún proceso electoral. Se aferró al socialismo y rechazó la democracia al estilo americano. Kim Il-sung creía que toda la región debía ser comunista.

En 1948, Estados Unidos concedió la independencia al sur, que se convirtió en la República de Corea. Poco después, el norte asumió el nombre de República Popular Democrática de Corea, o Corea del Norte. Los norcoreanos se refieren a su país como Joseon en honor a su última dinastía. Como la nación actual, la dinastía Joseon recibía el apodo de «Reino Ermitaño» porque se alejó del mundo exterior en un intento de evitar la invasión.

Los sistemas políticos y económicos de ambos países no podrían ser más diferentes. El sur cuenta con un gobierno democrático y una economía capitalista de libre mercado. Corea del Norte, por otra parte, es un estado comunista, con un solo partido político y sin elecciones. Casi todo es público, incluida la propiedad. Hasta el fracaso del programa nacional de racionamiento de alimentos a principios de la década de los 90, toda la comida, ropa y artículos de primera necesidad, incluida la vivienda, eran asignados y repartidos por el Estado basándose en las necesidades de cada individuo y en su posición en el Partido Comunista.

Kim Il-sung creía que era cuestión de tiempo que la ideología del norte se propagara al sur. Pensaba que las dos regiones volverían a unificarse bajo el comunismo. Estaba convencido de que Corea del Sur recibía financiación de Estados Unidos; de que, a efectos prácticos, era un «país marioneta». La guerra de Corea, entre junio de 1950 y julio de 1953, enfrentó a una Corea del Sur respaldada por Estados Unidos con una Corea del Norte que contaba con el apoyo de los soviéticos en un conflicto en el que ambas regiones aspiraban a unificar la península bajo un solo gobierno.

Con la excepción de la guerra, que tuvo como resultado algunos cambios geográficos y un dramático incremento de las tensiones entre el sur y el norte, los primeros años de Kim Il-sung no fueron malos para la gente de Corea del Norte. Se produjo un resurgimiento de las artes y se construyeron monumentos, museos, edificios, hoteles y parques de atracciones; había trabajo gracias al crecimiento de la agricultura y la industria, y alimentos de sobra que se repartían a través del sistema centralizado de racionamiento.

Durante sus años como presidente de Corea del Norte, Kim Il-sung fue venerado debido en gran parte a la difusión de libros, películas, programas radiofónicos y televisivos que hacían a la gente desconfiar de los occidentales, de China y de Japón, y adorar, casi como a un dios, a su líder. El gobierno supervisaba todas las emisiones y noticias, de modo que el estado y Kim Il-sung eran descritos solo en términos positivos. Los opositores y críticos con el régimen eran enviados a campos de trabajo o de reeducación, a veces junto a toda su familia.

En la década de los 90, Corea del Norte sufrió varios varapalos. Primero se produjo el fracaso del estado comunista de la Unión Soviética en 1991, tras lo que se permitió a los muchos países bajo su mandato formar sus propios gobiernos (la propia Unión Soviética se convirtió en la pseudodemocracia de Rusia). Como resultado, Corea del Norte perdió a su principal socio comercial y su fuente prominente de ayuda. Después, una serie de anomalías climáticas provocaron inundaciones devastadoras que desembocaron en una carestía de productos cultivados en el país. Si aquello no fue suficiente para matar al pueblo de inanición, sin duda lo hizo el fracaso del sistema nacional de racionamiento. El 8 de julio de 1994, Kim Il-sung murió. Su hijo, Kim Jong-il, fue su sucesor. El nuevo líder no estaba preparado para enfrentarse a aquellos problemas.

El país se sumió en una hambruna que, según algunas estimaciones, mató a más de un millón de sus aproximadamente veinticuatro millones de ciudadanos. En un intento desesperado por salvar sus vidas, los norcoreanos comenzaron a abandonar el país. Es casi imposible escapar de Corea del Norte dirigiéndose directamente a Corea del Sur porque la frontera entre ambos países está minada de explosivos. Por tanto, la ruta de escape principal es a través de China hasta Mongolia, Laos o Tailandia. China, no obstante, no reconoce a los norcoreanos como refugiados, sino, más bien, como inmigrantes económicos ilegales. Cualquier norcoreano descubierto en China es devuelto a su país, donde se enfrenta a la cárcel por intentar escapar.

Corea del Norte es, efectivamente, un Reino Ermitaño: una auténtica nación distópica.

Es en este escenario donde mi historia tiene lugar.

Prólogo

Mi soldado de juguete mira por encima de un montón de tierra, no lejos de donde mi padre, abeoji, mi madre, eomeoni, y yo acabamos de terminar un pícnic, cerca del río Taedong en Pionyang.

Mi padre y yo estamos colocando los soldados de juguete para recrear una de las decisivas batallas en las que nuestro líder eterno, Kim Il-sung, expulsó al ejército japonés de nuestro país, Joseon… O, como es conocido en la mayor parte de occidente, Corea del Norte. Mi padre está a cargo de las tropas japonesas. Mis tropas están divididas; parte de mi ejército se mantiene a la espera, detrás de mi general; el resto está oculto tras un arbusto junto al río. El ejército de mi padre está ubicado en el centro.

Llevo una pistola de madera que mi padre talló y pintó para mí. Mi madre es mi enfermera militar. La manta sobre la que hemos almorzado es ahora el hospital.

Mi padre le ha dibujado a su general un grueso bigote como el de Hitler usando el lápiz de ojos de mi eomeoni. Ella se ha enfadado porque ha roto la punta del lápiz. De hecho, cada vez que mi padre y yo jugamos a la guerra, él usa (y destroza) el maquillaje de mamá para decorar a sus soldados de juguete.

—De acuerdo, tu general será nuestro líder eterno, Kim Il-sung —dice mi madre. Hoy está muy enfadada. Realmente quiere derrotar a mi padre—. Como no tenemos teléfonos ni walkie-talkies, nuestras tropas necesitarán un modo de comunicarse unas con otras, así que toma esto.

Me pone algunas piedras pulidas en la mano. Sé lo que está a punto de decir a continuación: va a usar las tácticas militares de mi padre, las que me ha enseñado en otras jornadas de juego, contra él.

—Designa a uno de tus soldados para que se encargue de comunicar las órdenes de tu general a las tropas que están atrapadas al otro lado de los japoneses. Ese soldado deberá escabullirse a través del bosque para colocar en esa piedra grande —dice mi madre, señalándola— unas piedrecitas que indiquen al resto de soldados lo que el líder eterno quiere que hagan. Las piedras seguirán un código. Una piedra significa «alto el fuego, es demasiado peligroso atacar»; dos piedras significan «preparaos»; tres piedras significan «atacad a los japoneses esta noche, cuando la luna alcance su punto más alto en el cielo».

Asiento y tomo a uno de mis sargentos para convertirlo en el mensajero de mi guerrilla. Él se adentrará entre los pinos y los robles y dejará en la roca grande mis órdenes con el código de piedras.

Puedo sentirla en el aire. La victoria. Después de todo, Joseon siempre gana. ¡Somos el mejor país del mundo!

Tengo seis años.

Todavía no sé que esta táctica militar algún día me salvará la vida.

Capítulo 1

Sueño. Y, en mi sueño, soy un general del ejército de la República Popular Democrática de Corea. Estoy dirigiendo a mi unidad en el desfile del 25 de abril que celebra la fundación del Ejército Popular de Corea. Nuestro líder, Kim Il-sung, formó el Ejército en 1932. Bueno, en aquella época era en realidad poco más que un grupo de guerrilleros. Hoy es uno de los ejércitos más grandes del mundo, con casi nueve millones de miembros. La población de nuestro país es de solo de veinticinco millones, así que hay un montón de gente en el ejército.

Vale… Volvamos a mi sueño. La carretera que pasa ante la plaza de Kim Il-sung, en la capital del país, Pionyang, está bordeada de gente lanzando vítores y agitando magnolias blancas y largas ramas de cerezo en flor. Toda la ciudad ha salido a ver el desfile. Siempre lo hace.

Marcho sacando pecho con el uniforme del Ejército norcoreano, donde llevo línea tras línea de insignias. Porto una espada en el costado y mi arma, el Paektu semiautomático que lleva el nombre del lugar donde nació el hijo del líder eterno, Kim Jong-il, cruzada con firmeza sobre el cuerpo. Clavo los ojos, como láseres, enfrente de mí. Levanto alto las rodillas mientras la banda interpreta a mi espalda Desfile de la victoria.

Aunque no las miro, las mujeres del público llevan el traje tradicional norcoreano en los colores reservados para estas ocasiones especiales: vestidos amplios hasta el suelo con lazos en rosa pastel, azul celeste y suntuoso crema. También sé que hay globos amarillos, naranjas y blancos danzando por el despejado cielo azul.

Giro mi rostro solo cuando pasamos junto al escenario que han instalado en la plaza de Kim Il-sung para nuestro líder supremo, el propio Kim Il-sung. Saludo. Sé que nos mira con orgullo. Toda mi unidad está perfecta: desfilamos con precisión y le mostramos nuestra servidumbre, a él, nuestro padre eterno, que protege nuestra nación de la invasión surcoreana, de la expansión de los despiadados japoneses y de la cultura de excesos americana que amenaza nuestro modo de vida.

Joseon es el mejor país del mundo y en mi sueño me siento muy orgulloso de contribuir y hacer que Corea del Norte sea aún más segura.

Tuve ese sueño hace mucho, cuando vivía en un apartamento grande no muy lejos de la plaza de Kim Il-sung. Mi padre estaba en el Ejército y era mi destino seguir sus pasos. Me criaron para ser oficial del Ejército Popular de Corea, igual que él. Él ocupaba una posición importante y yo también lo haría.

El frigorífico de nuestro apartamento siempre estaba abastecido de carne y verdura fresca. Teníamos un televisor a color y un pequeño piano de cola en el que mi madre tocaba las canciones populares «Arirang» y «So-nian-jang-soo».

Nuestro hogar tenía tres dormitorios. Aunque yo tenía mi propia habitación, cada dos o tres noches me escabullía a la de mis padres para acurrucarme entre ellos. Me gustaba oler el perfume a lavanda y rosa de mi madre, tenue en su ropa y en la almohada, y notar el aliento almizcleño de mi padre en mi mejilla. Tumbarme entre ellos me hacía sentirme a salvo de los monstruos que, según había aprendido en el colegio, querían invadir mi país y esclavizarme: los americanos, los japoneses y el Ejército de Corea del Sur, que, por supuesto, estaba controlado por Estados Unidos.

En una pequeña caseta junto a nuestro edificio de apartamentos vivía mi perro, Bo-Cho, que significa «guardián». Bo-Cho era un pungsan criado en las montañas de la provincia de Ryanggang. Los pungsan eran difíciles de conseguir y solo los chicos especiales los recibían como mascota, o eso me dijo mi madre. En las noches de verano, cuando los grillos cantaban y yo tenía que abanicarme el rostro con las manos para mantenerme fresco, bajaba a hurtadillas y me hacía un ovillo junto a Bo-Cho, enroscándome contra su pelo blanco y suave. Con las cabezas sobresaliendo por la puerta de su caseta, la suya mirando hacia abajo y apoyada en sus patas y la mía mirando hacia las estrellas, le hablaba de El pequeño general, la mejor serie de dibujos animados de Joseon.

—La trama se desarrolla durante la dinastía Goryeo, que, como sabes, gobernó más o menos entre el 900 y el 1400 —le explicaba—. El padre del pequeño general falleció en el campo de batalla. Tras la muerte de su padre, el niño heredó su espada y se convirtió en un fantástico general que derrotó a muchos invasores. Eso significa que los niños también pueden ser fuertes y proteger su país.

Me despertaba por las mañanas con un ligero rocío humedeciéndome la cara y la ropa, y regresaba a mi dormitorio antes de que mi madre y mi padre descubrieran que había salido.

Mi padre tenía un trabajo importante. En aquel entonces no sabía qué hacía exactamente en el Ejército y no quiero decirlo ahora porque todavía podríamos tener familiares en Joseon que terminarían encarcelados si el gobierno descubriera que estoy compartiendo mi historia. Cuando mi padre llevaba su uniforme, yo me quedaba absorto mirando sus insignias, sobre todo las barras y estrellas que indicaban su rango y sus condecoraciones al coraje. Por las mañanas lo imitaba, sorbiendo té negro y leyendo el Rodong Sinmun, el periódico oficial del Partido del Trabajo de Corea, seguido del Joseon Inmingun, el periódico del Ejército Popular de Corea.

Cuando el aire húmedo del verano se volvía frío de nuevo, sabía que el colegio estaba a la vuelta de la esquina. Aquellas mañanas, me ponía mi uniforme del colegio y abandonaba el apartamento cogido de la mano de mi padre y bajando las escaleras a saltos. Nos despedíamos fuera; después, él seguía su camino y yo el mío, pero a menudo me detenía para observarlo mientras se alejaba caminando. Su paso era enérgico. Sus modales eran educados con aquellos junto a los que pasaba. Amable pero profesional. Y todos se inclinaban ante él.

—Cuando crezca quiero ser como tú —le dije.

Él sonrió.

—Bien. Estás aprendiendo a obedecer y a ser un buen ciudadano.

Mi colegio, un largo edificio de cemento, era mixto y para estudiantes de entre siete y once años. Siempre comenzábamos el día con una reverencia y escuchando las historias de nuestro líder eterno, Kim Il-sung. Mi favorita era Un viaje de mil millas. En ella, nuestro líder eterno es un niño pequeño que vive con su familia en el exilio, en Manchuria. Cuando tenía unos diez años, Kim Il-sung fue enviado por su padre a su ciudad natal en Joseon, Mangyongdae. Nuestro líder eterno tuvo que viajar solo, sin más comida y ropa que la que llevaba a su espalda. Atravesó tormentas de nieve, montañas cubiertas de hielo y riscos escarpados y se enfrentó al ataque de azores y halcones y otros depredadores, incluidos tigres, a su paso por los muchos valles reclamados por la muerte. Consiguió llegar a salvo a Mangyongdae, sobre todo gracias a la ayuda de desconocidos, otros coreanos.

Después de la historia, citábamos frases de nuestro líder eterno y a veces de Kim Jong-il. «La prioridad de los estudiantes es estudiar mucho —repetíamos en voz alta, de pie, con la espalda recta y los ojos clavados en la pared que teníamos delante—. Debemos darlo todo en la lucha por unificar la sociedad bajo la ideología revolucionaria del gran líder Kim Il-sung. Debemos aprender del gran líder y camarada Kim Il-sung y adoptar el aspecto comunista, los métodos de trabajo revolucionarios y un estilo de trabajo orientado al pueblo».

Historia (o lo que ahora llamo propaganda) era a menudo la primera, cuarta y última clase del día, y las lecciones casi siempre comenzaban con la misma introducción.

«Corea del Norte fue fundada en 1948 tras una larga batalla entre nuestros opresores japoneses y el ejército de liberación de Kim Il-sung. Nuestro valiente líder libró batallas sin comida, en el frío del profundo invierno y tras caminar miles de kilómetros para conducir a su ejército y liberar esta tierra de los extranjeros que nos habían esclavizado y arrebatado nuestros recursos naturales. Nuestro líder eterno convertía la arena de las riberas de los ríos Duman y Amnok en arroz para alimentar a sus ejércitos y transformaba las piñas de los pinos en granadas cuando sus tropas se quedaban sin armas…».

¡Guau! ¡Ese hombre era, por supuesto, mi ídolo! Yo quería ser valiente y tener poderes mágicos como él. Era el ídolo de todo el mundo.

Cuando era pequeño, mi madre me contó la leyenda de Dangun. Se dice que Dangun era «el nieto de los cielos» y su historia comenzó cuando su padre, Hwanung, decidió vivir en la tierra. Hwanung descendió al monte Paektu, donde construyó una ciudad en la que, con la ayuda de las fuerzas celestiales, los humanos progresaron en las artes, las ciencias y la agricultura.

Un tigre y una osa contaron a Hwanung que ellos también querían ser humanos. Hwanung les ordenó que comieran solo dientes de ajo y artemisa durante cien días. El tigre se rindió, pero la osa perseveró. Cuando la osa se volvió humana, estaba embarazada y sin esposo, así que Hwanung se casó con ella. El hijo de la osa, Dangun, se convirtió en el líder del reino celestial en la tierra y trasladó la capital a Pionyang.

En mi imaginación, Kim Il-sung era un descendiente de Dangun. Él también era un semidiós.

Después de Historia pasábamos a Geometría, Biología, Álgebra, Danza y Música. Esta última la odiaba porque me parecía cosa de chicas.

Después del colegio iba a clases de taekwondo en el sojo más estricto de todo Pionyang.

—Es donde comienzan su entrenamiento los chicos que quieren convertirse en líderes militares —me decía mi padre cada vez que iba a verme a las demostraciones.

Mi madre apartaba la mirada siempre que mi padre hablaba de mis planes de alistarme en el Ejército porque ella no quería que fuera militar. Una vez me dijo que mi padre nunca estaba en casa y que no quería que mi futura esposa sintiera el peso que ella sentía en su corazón siempre que él estaba lejos. Bajaba la mirada hacia un lado y me recordaba a un ciervo que vi una vez en el zoo del parque de atracciones Mangyongdae Yuheejang. Los irises de mi madre eran de un castaño claro, como el plumaje de un escribano siberiano, y su voz era como las canciones de amor que oía en la radio de mi padre.

Mi madre conocía el baile tradicional con abanicos. La vi hacerlo solo una vez, cuando tenía nueve años, en la casa de mi abuelo paterno. Giraba por la habitación con el vestido tradicional de falda blanca y corpiño rojo y un largo lazo dorado que bajaba desde su pecho hasta el suelo. También llevaba un tocado a juego con el dorado y rojo de los abanicos que movía por la habitación como las alas de un vencejo. En un equipo de música que había cerca, alguien había puesto una grabación de flauta y gayageum.

Mi madre me recordaba a los atardeceres de verano.

Mi cumpleaños es en marzo. No te diré el mes y el año occidental exacto ni el año por el calendario juche que usamos en Corea del Norte, el cual comienza en 1912, cuando nació Kim Il-sung. Pero puedo decirte que mi cumpleaños se celebra un mes antes de la mayor festividad de toda Corea del Norte: el cumpleaños de nuestro padre eterno, el 15 de abril, también conocido como el Día del Sol. Ese día, cada año, se publicaban un montón de historias en los periódicos sobre la infancia de nuestro líder supremo.

En mi cumpleaños invitaba a todos mis amigos a mi apartamento, a mis compañeros del colegio y a los alumnos del sojo de taekwondo. La comida de mi cumpleaños, como la de la mayoría de niños de Pionyang, solía ser huevos y cerdo, que, como siempre decía mi madre mientras nos entregaba nuestros cuencos, representaban «prosperidad y buena suerte».

Siempre terminaba mi cumpleaños jugando en el parque aunque el suelo siguiera cubierto de nieve. Mis amigos y yo representábamos batallas bélicas en las que yo era el general del Ejército de Joseon. Yo empezaba eligiendo a un chico para que formara parte de mi unidad y el niño que sería el líder de los imperialistas americanos escogía a continuación, así una y otra vez hasta que todos los niños eran elegidos. Después nos perseguíamos unos a otros usando palos como armas. Si mis tropas atrapaban a un miembro del ejército contrario, lo encerrábamos en la prisión improvisada entre los hierros retorcidos de las estructuras del parque. Naturalmente, mi bando siempre ganaba, ya que representábamos al mejor país del mundo. Después mis tropas marchaban a mi espalda, como en mi sueño, ante mi padre, a quien saludaba como si fuera nuestro Gran Padre Eterno en el escenario central de la plaza de Kim Il-sung.

Capítulo 2

La mayor parte de los ciudadanos de Estados Unidos recuerda dónde estaba el 11 de septiembre de 2001. Para los habitantes de Joseon, el día que todo el mundo recuerda es el 8 de julio de 1994, o del año 82 del calendario juche.

Era viernes. Yo volví del colegio y encontré nuestro apartamento vacío. Mi madre seguía trabajando, era profesora.

Me tumbé en el suelo debajo del piano de cola y jugué con mis soldaditos. Como era un día de colegio normal, no había emisiones televisivas y por tanto no podía ver El pequeño general. Estaba aburrido.

Aunque me satisfacía mucho cumplir con mis obligaciones infantiles para conseguir mi objetivo de llegar a ser un líder militar, la verdad era que también me sentía solo. Estaba intentando conseguir mi cinturón blanco en taekwondo y practicaba cada dos días. También estaba estudiando mucho en mi segundo ciclo de primaria para poder optar a una ingeniería en la universidad, ya que mi padre decía que siendo general y también ingeniero sería más valioso para el régimen. Podría construir túneles para que nuestros ejércitos se escondieran, por ejemplo. Pero yo era hijo único. Quería un hermano, un chico. Y por eso, en los momentos de tranquilidad como aquel, cuando solo se oía el tictac del reloj en el vestíbulo, la soledad se abría paso en mi interior como una rosa anhelando florecer.

Aquel día estaba especialmente triste porque algunos de mis amigos habían planeado una excursión a la costa durante las vacaciones escolares de agosto. Yo nunca había estado, pero quería ir. El trabajo de mi padre lo mantenía en Pionyang y, por tanto, mi madre y yo no iríamos a ninguna parte… como el resto de vacaciones de agosto de mi vida.

Entonces lo oí. ¿Una canción? No, un lamento, seguido de otro. Pronto varias voces comenzaron a llorar, casi aullando al unísono.

Me apoyé en la pared con todo el cuerpo temblando. Estaba asustado.

—Nos han invadido —susurré en voz alta y tiré mis soldaditos al suelo—. ¡Eomeoni! —grité, esperando que quizá, solo quizá, estuviera en alguna parte del apartamento. Había silencio, al menos dentro. Fuera, el ruido era cada vez mayor.

Me levanté, salí de debajo del piano y repté hasta la ventana. Mientras me acercaba, mi corazón comenzó a latir con fuerza, como si mis entrañas ya supieran algo que mis ojos todavía se estaban preparando para ver. Me levanté para abrir la ventana y descubrí que me temblaban las manos.

—Eomeoni —tartamudeé cuando escuché el pestillo de la puerta—. ¡Tienes que venir!

Era incapaz de apartar la mirada de la escena que había debajo.

—Adeul —me llamó mi madre. Sus pasos repiqueteaban con suavidad sobre el suelo de madera protegido por un pliego de papel de color mostaza.

Me rodeó con sus brazos y me sujetó con fuerza por la cintura.

—Adeul, no nos han invadido —me susurró al oído—. Ha pasado otra cosa. El líder eterno ha muerto.

Levanté la mirada. Mi madre tenía los ojos rojos y las lágrimas bajaban por sus mejillas hasta manchar su blusa de seda blanca.

—Eomeoni —dije, atragantándome con las palabras.

Mi madre se derrumbó entonces, conmigo todavía en sus brazos. Seguimos acurrucados así, tan perdidos en aquella bruma que ni siquiera nos levantamos para recibir a mi padre cuando llegó a casa. Lo único que recuerdo es que abeoji se tumbó también en el suelo junto a nosotros.

Los padres de mi madre (mi abuelo, hal-abeoji, y mi abuela, hal-meoni) nos encontraron a los tres en aquella posición cuando el crepúsculo se alzó sobre la ciudad.

El padre de mi madre era médico y trabajaba mucho, así que no lo veía demasiado. Al principio no lo reconocí porque su cabello escaseaba y se había vuelto grisáceo en las sienes, y las arrugas de su rostro se habían profundizado. Pero tenía los ojos caídos en los rabillos, como mi madre, y las cejas más pobladas que nadie que yo hubiera conocido. Mi abuela llevaba una cesta de magnolias blancas que decía que ofreceríamos en familia a los pies de la estatua de nuestro líder supremo en la colina Mansu.

—Para mostrar lo agradecidos que estamos por toda la abundancia que nuestro padre eterno nos ha proporcionado —susurró.

Intenté comer un poco de kimchi y cerdo con abeoji y mi abuelo, pero no conseguí que me llegara mucho al estómago. Jugaba con los palillos y miraba mi cuenco todo el rato. Mi madre había abierto las ventanas de par en par para que compartiéramos el duelo, que llegaba en grandes olas, como imaginaba que haría el mar contra una costa escarpada y agreste. En el interior estábamos todos callados, como una familia de ratones que una vez encontré anidando en un agujero diminuto donde terminaba la pared y comenzaba el suelo del vestíbulo de nuestro edificio de apartamentos.

Aquella noche acudimos en familia al monumento. Nos unimos a la multitud, que arrastraba los pies y avanzaba tan lentamente que reptando a cuatro patas habríamos llegado antes a la colina Mansu. Formábamos parte de un mar de cuerpos, llorábamos y nos balanceábamos de lado a lado sobre los tacones de nuestros zapatos como si el mundo hubiera terminado. Cuando por fin llegó el turno de mi familia para dejar las magnolias blancas y mostrar nuestro respeto, mi padre se inclinó tres veces y después lloró como todos los demás, lo que me sorprendió, porque yo nunca antes lo había visto llorar. Cuando me acerqué al monumento, mi madre tiró de mí hacia atrás. Rubicunda y sudando por la proximidad de tanta gente, me dio un fuerte pellizco en el brazo y me ordenó que yo también llorara.

—Pero no puedo —dije en voz tan baja que ni siquiera ella pudo oírme—. Creí que Kim Il-sung era un dios. Los dioses no se mueren.

Cuando llegamos a casa, me enviaron directamente a la cama. Di vueltas y más vueltas en la estera de mi dormitorio, escuchando los llantos del exterior hasta que por fin se alejaron, como un enjambre de abejas siguiendo a su reina a un nuevo hogar, y nuestro apartamento se quedó de nuevo en silencio excepto por el tictac del reloj y el carrillón que anunciaba las horas: una, dos, tres… Entonces fue cuando me levanté y caminé de puntillas hasta la puerta principal.

A diferencia de otras veces en las que me escabullía para estar con Bo-Cho, aquella noche mis pies se movieron como si llevara unos calcetines hechos de plomo. No dejaba de pensar que, cuando saliera, me encontraría con el espíritu de nuestro líder eterno, que estaría enfadado conmigo por no llorar. Por primera vez, también era consciente de que mis noches con Bo-Cho no me convertían en un buen hijo del gobierno. Pero me sentía más solo que atemorizado, así que continué y bajé de puntillas los peldaños de cemento.

Justo cuando abrí la puerta lateral de nuestro edificio de apartamentos y sentí el aire cálido de la noche abrazándome, una mano fuerte me agarró por el cuello de la camisa y tiró de mí hacia atrás. Cerré los ojos con fuerza, convencido de que estaba a punto de ver al fantasma del líder eterno.

—Abre los ojos, mi pequeño yaeya —dijo una voz que conocía.

Miré el rostro arrugado de mi abuelo, iluminado por la cerilla que estaba usando para encenderse un cigarrillo.

Me temblaban las piernas. Conocía a chicos a los que sus padres les pegaban cuando hacían algo malo. Estaba seguro de que eso era lo que me esperaba. A mis miedos se le sumó la fría mirada de mi abuelo mientras aspiraba su cigarrillo en silencio.

—¿A dónde vas? —acabó preguntándome mientras apagaba su cigarrillo y sacaba otro del bolsillo de su camisa. Su voz era suntuosa y tan suave como la miel, que solo había tomado con él. «Es muy difícil conseguir miel», me dijo en aquella ocasión mientras metía la cuchara en el líquido dulce y pegajoso y después lo vertía en un poco de agua caliente. «Mi sueño —añadió, guiñando un ojo—, es cuidar algún día de las abejas que hacen la miel».

Me rendí. No quería mentir a mi abuelo. Me enfrentaría a mi castigo.

—A ver a Bo-Cho —dije después de una larga pausa con un suspiro—. Voy a ver a Bo-Cho.

La risa de mi abuelo resonó, grave, para ascender y finalmente erupcionar como un volcán, asustándome con su fuerza. Estaba seguro de que iba a despertar a todo el edificio.

Entonces se detuvo, se llevó un dedo a los labios y dijo:

—Shhh —como si fuera yo quien estuviera haciendo ruido y no él—. Enséñame qué haces cuando te escabulles por la noche.

Asentí nerviosamente y señalé la caseta de Bo-Cho con una mano temblorosa.

—¿Solo te quedas ahí y lo miras? —me preguntó mi abuelo.

—No —admití, clavando un dedo del pie en el suelo—. Normalmente… —comencé pero me detuve—. Me da vergüenza decirlo.

—Normalmente ¿qué? —insistió.

—Normalmente me meto dentro —dije con otro suspiro.

—¿Dentro de qué? —me preguntó, sorprendiéndome porque terminó la pregunta con una carcajada. En clase de Historia había aprendido que el mejor modo de conseguir que los presos políticos revelen sus secretos es hacerlos reír y conseguir que confíen en sus interrogadores. Yo no sabía si mi abuelo estaba incitándome para que admitiera lo que hacía por la noche y así decidir el mejor modo de castigarme—. ¿Dentro de qué? —me preguntó de nuevo, levantando una ceja.

—Normalmente me meto en la caseta de Bo-Cho y me tumbo ahí con él —refunfuñé. A continuación me puse de rodillas, bajé la cabeza y comencé a suplicarle que se apiadara de mí—. Solo soy un niño, solo he vivido una década. Siento haber cometido el error de no llorar la muerte de nuestro padre eterno y de escabullirme para estar con Bo-Cho.

Los dedos de mi abuelo se extendieron sobre mi cabeza como los tentáculos de un pulpo. Por una vez, no estaba fumando.

—Vamos —dijo—. ¿Crees que cabremos los dos?

Estábamos un poco apretados, pero de algún modo conseguimos tumbarnos los tres con las cabezas asomando por la puerta. Bo-Cho apoyó su cabeza de suave pelaje corto sobre mi pecho mientras mi abuelo y yo mirábamos las estrellas. Durante un rato permanecimos en silencio, escuchando los grillos. Después, mi abuelo me preguntó si quería que me contara una historia.

—Sí, hal-abeoji —dije, sonriendo de oreja a oreja. Claro que quería.

«Había una vez dos hermanos, Heungbu y Nolbu. Nolbu era muy avaricioso, mientras que Heungbu era compasivo y amable. Cuando su padre murió, les dijeron a los muchachos que dividieran en dos su fortuna, pero Nolbu se negó. Se quedó con todo y Heungbu y su familia se volvieron muy pobres.

»Un día, una serpiente trepó a un árbol cerca de la casa de Heungbu con la intención de comerse a una golondrina. Heungbu ahuyentó a la serpiente y ayudó a la golondrina curándole sus heridas. La familia de la golondrina le entregó una semilla como agradecimiento. Esa semilla se convirtió en una calabaza que, cuando Heungbu la abrió, resultó estar llenas de joyas que proporcionaron a la familia una gran riqueza.

»Al enterarse de la buena suerte de Heungbu, Nolbu también deseó tener una calabaza. Así que le partió la pata a una golondrina y después se la curó, esperando que el ave recompensara su bondad con una semilla mágica. Pero, cuando Nolbu abrió su calabaza, salió de ella una gran penuria que volvió muy pobre a su familia».

—La moraleja de la historia —me dijo mi abuelo mientras me acariciaba la frente como hacía mi madre cuando tenía fiebre—, es que los buenos actos son los cimientos de una casa de gran riqueza y fortuna. La codicia y el egoísmo, sin embargo, son los cimientos de la destrucción. La casa que se construye sobre unos cimientos así un día se vendrá abajo, pase lo que pase.

Capítulo 3

Una oscura manta cubrió Pionyang, una manta que nos envolvió con fuerza desde el día en el que nuestro líder eterno murió hasta…, bueno, dos años y medio después. La gente hablaba en susurros por las calles cuando regresaban del trabajo a casa. En nuestro hogar, abeoji estaba siempre cansado. Ya no me daba clases de matemáticas ni me sermoneaba para que practicara taekwondo o para que estudiara más. Era como si ya no le importara si lo hacía bien o no. Mi madre decía que parte del duelo consistía en mantenerse callado y triste. Era nuestro modo, decía, de honrar la pérdida de nuestro líder eterno.

Al principio la creí y pensé que esa era la razón por la que la gente caminaba por la calle como globos desinflados cayendo del cielo después del Día del Sol. Pero las arrugas que mi madre tenía en la frente se profundizaron y ella dejó de tocar el piano. Entonces, empecé a preguntarme si había algo más que abeoji y ella no estaban contándome.

Me sentía más vacío que nunca.

Fue un día de colegio en enero de 1997, unos dos meses antes de mi décimo cumpleaños. Volvía del sojo de taekwondo caminando hacia mi casa por una acera cubierta de una capa de nieve en polvo. Tenía la boca abierta para atrapar copos de nieve con la lengua. Mientras me acercaba a mi edificio de apartamentos, dos cosas ocurrieron que fueron un presagio de que mi vida estaba a punto de dar un giro drástico… a peor.

La primera fue que, justo cuando pasé bajo la farola, la luz parpadeó y se apagó. La segunda fue descubrir un ave de presa, un halcón o un gavilán, muerto en la vía peatonal, con el buche blanco elevado como si fuera un rey, incluso en el más allá. Ni siquiera tuve que atravesar nuestra puerta y verme envuelto por la espesa tristeza para saberlo. Cuando vi la cara cubierta de lágrimas de eomeoni y a abeoji a su espalda, negando con la cabeza y balanceándose sobre sus talones mientras repetía «no, no, no», rompí a llorar y caí sobre mis rodillas. ¿Habían llamado del colegio para avisar de que había suspendido un examen? ¿No había obtenido la puntuación suficiente para conseguir mi primer cinturón en taekwondo? ¿Se había muerto alguien más?

—¿Te he decepcionado, abeoji? —exclamé, desesperado.

Mi madre me rodeó con los brazos y me frotó la espalda.

—Vamos a tomarnos unas largas vacaciones —susurró—. Tu padre…

—¿Mi padre qué?

—Le han pedido que se marche un tiempo… de vacaciones —dijo eomeoni, apretándome con tanta fuerza que me dolía.

—¿Por qué? —le pregunté zafándome de ella.

—Porque Estados Unidos está bloqueando nuestras importaciones y exportaciones. Estados Unidos amenaza nuestra pacífica tierra. —Le temblaba la voz, así que se detuvo y se aclaró la garganta—. Vamos a tomarnos unas largas vacaciones —repitió después. Intentó sonreír para tranquilizarme.

—No lo comprendo —comencé, mirándola. Tenía tantas ideas inundando mi cabeza que no sabía qué pregunta hacer primero—. Si Estados Unidos nos amenaza, tenemos que quedarnos aquí —dije al final. Nos necesitarían, a mi padre y a mí, para que ayudáramos a defender el país.

—Vamos a irnos de vacaciones al norte… cerca del mar —dijo mi padre con voz ronca. Me giré para mirarlo. Llevaba su ropa de trabajo del día anterior, incluyendo una chaqueta de lana con cuello Mao en color caqui que estaba tan arrugada como si hubiera dormido con ella puesta.

—¿Qué debo hacer? —pregunté con voz desesperada, mirando de nuevo a mi madre. Sus dulces ojos castaños se arrugaron en los rabillos, como una rosa que ya no está en todo su esplendor.

—Te traeré un baúl para que guardes tu ropa dentro.

—¿Y mis libros y cómics?

Mi padre tosió. Lo miré. Negó con la cabeza.

—No puedes llevártelo todo —susurró mi madre—. No habrá espacio. Te ayudaré a elegir lo que puedes llevarte.

Mi padre se acercó a eomeoni.

—Mientras estemos de vacaciones irás a un colegio nuevo —me dijo.

Solo lo miré. Ni siquiera parpadeé. Quería que contestara a mi pregunta sobre por qué nos marchábamos cuando nos necesitaban aquí, pero en Joseon un hijo nunca exige explicaciones de sus mayores. Tendría que esperar.

—¿Y Bo-Cho? —le pregunté. Mi padre bajó la mirada y se mordió el labio como si intentara no llorar—. ¿Quién cuidará de él?

—Alguien lo hará —me dijo.

Me giré rápidamente y corrí hacia la puerta delantera. Mi padre me siguió, llamándome y pidiéndome que me detuviera, pero yo no lo hice hasta que estuve en el exterior, donde vi a uno de los compañeros de mi padre llevándose a Bo-Cho por la correa.

Deseé que mis pies se movieran más rápido de lo que nunca se habían movido en mi vida.

Salí detrás del hombre pero, al doblar una esquina, me topé con una señora que empujaba un cochecito de bebé. Caí sobre el duro cemento con un golpe seco. Me quedé en el suelo llorando, como mi madre había querido que hiciera cuando murió Kim Il-sung, mientras la sangre de mis heridas teñía de rojo la nieve que tenía debajo y la gente y más nieve se reunían a mi alrededor.

Capítulo 4

Una semana después nos dirigimos a la estación de ferrocarril para nuestras supuestas vacaciones en el norte. Mi padre y yo bajamos las maletas al andén, así como el baúl de roble que habían fabricado especialmente para que mi madre guardara la ropa de cama, la delicada porcelana y la cubertería de su ajuar y la trasladara de la casa de sus padres a la de abeoji después de la boda. Mi madre me agarró la mano con fuerza y nos quedamos a un lado mientras mi padre entregaba a un policía los documentos que nos permitían viajar. Los documentos decían que íbamos a una ciudad llamada Gyeong-seong y que, mientras estuviéramos de vacaciones, mis padres servirían al país trabajando como obreros.

El agente de policía miró a mi padre de arriba abajo y después se giró e hizo lo mismo con mi madre y conmigo. Eomeoni se sonrojó y bajó la mirada. Yo me mantuve erguido, como si fuera a saludarlo. El policía susurró algunas palabras a mi padre, le devolvió los documentos y se alejó.

Mientras mi padre y yo arrastrábamos el baúl hasta el borde del andén para esperar el tren, mis ojos se fijaron en el policía, que se había detenido para hablar con algunos compañeros. Todos miraban a mi padre con expresiones que me provocaron un escalofrío. Había visto esa mirada antes, en los rostros de mis compañeros cuando hablábamos de los colonialistas japoneses y de los malvados americanos. Era una expresión que decía: «Somos mejores que tú».

En el tren, mi padre se echó hacia atrás en su asiento y cerró los ojos. Tenía la sensación de que deseaba escapar tanto como yo. Abrí mi cuaderno de dibujo y, con el único lápiz que mi madre me había dejado llevarme, dibujé un BTR-40, un vehículo blindado para transporte de personal que la Unión Soviética construyó y que nuestros ejércitos usaron en los años cincuenta para liberar el sur del control estadounidense.

Después de un tiempo, el constante balanceo del vagón me hizo sentirme mareado, así que cerré los ojos como abeoji. El traqueteo del tren me acunó hasta un sueño intermitente en el que todavía podía sentir la tensión de mis músculos. Soñé que estaba en Mangyongdae Yuheejang. Me vi en la noria, mirando las flores púrpuras y blancas de los lilos y a abeoji y eomeoni sonriendo y saludando. Podía oír la música del tiovivo cercano. Me sentía contento y despreocupado, sabiendo que, cuando bajara, disfrutaría de una bebida azucarada.

Desperté sobresaltado, sudando y respirando con dificultad. Miré a abeoji y eomeoni, que estaban ambos durmiendo. Contuve el aliento y me arreglé el cabello alborotado usando un poco de saliva y las palmas de las manos. Cerré mi libro de dibujos, me guardé el lápiz en el bolsillo de la camisa y miré por la ventana.

Deseé no haberlo hecho.