Estrellas y amapolas - Lucas Andrés Masán - E-Book

Estrellas y amapolas E-Book

Lucas Andrés Masán

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Beschreibung

El presente libro es un estudio histórico sobre la producción de imágenes, imaginaciones y sentidos en la Buenos Aires de la década de 1860. El análisis de una serie de pinturas permite ahondar en las formas del sentir y el pensar de una comunidad, empleando la trayectoria artística de Prilidiano Pueyrredón como pretexto metodológico para adentrarse en las dinámicas de mediados del siglo XIX.    Las imágenes son producciones complejas que condensan sentidos sociales, políticos y visuales. Entonces ¿bajo qué criterios las pinturas permiten obtener claves explicativas de nuestro pasado? ¿Qué elementos permiten explorar las producciones visuales con mayor densidad? ¿De qué manera las imágenes pueden contribuir al establecimiento de grandes metas colectivas y cómo influyeron en la modelación de las sensibilidades? ¿Qué operaciones sociales y visuales encarnaron estos lienzos? Estas son algunas de las preguntas que componen Estrellas y amapolas, cuyo itinerario oscila entre lo micro y lo macroscópico, el detalle y la generalidad, lo fugaz y lo perenne. A lo largo de estas páginas, lo visual es un herramienta que, en conexión con las fuentes escritas, permite formular interrogantes, establecer comparaciones, realizar comprobaciones y sugerir nuevas preguntas sobre el pasado.    Estrellas y amapolas muestra de qué modo se instituyeron acciones icónicas que condensaron una nueva pauta de escrúpulos resuelta a extender una modulación de los temples colectivos en tiempos de querellas e incertidumbres. Iluminando el costado imaginario del encuentro, las pinturas de Pueyrredón colocaron en el centro de la escena un nuevo sentido: el de una comunidad pacífica, con arreglo a lo cual se desarrollaba una sensibilidad civilizada que buscó consolidar una social congruencia, con nuevas y mejores formas de convergencia. Este libro resulta, por tanto, un examen detallado de las formas con que se construyeron modos de imaginar, representar y sentir de una comunidad en tiempos de cambios vertiginosos e indeterminaciones, pero también de sustanciales continuidades.

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Lucas Andrés Masán Estrellas y amapolas : Las pinturas rurales de Prilidiano Pueyrredón y las sensibilidades en la Buenos Aires de 18601a ed. - Buenos Aires / Barcelona: Miño y Dávila editores, 2023.Archivo digital (Descarga y Online)ISBN 978-84-18929-41-0 Depósito legal: M-28468-2022Thema: AGB / Individual artists, art monographs; AGA / History of art; AGB / Individual artists, art monographsBISAC: ART015100 / History / Modern (late 19th Century to 1945); ART016000 / Individual Artists / General; ART040000 / American / Hispanic American

Composición: Laura Bono y Eduardo Rosende

Edición: Primera. Junio de 2023

© 2023, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores s.l.

ISBN: 978-84-18929-40-3

e-ISBN: 978-84-18929-41-0

Lugar de edición: Buenos Aires, Argentina / Barcelona, España

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

En Buenos Aires: Miño y Dávila srl

Tacuarí 540 (C1071AAL), Buenos Aires, Argentina

e-mail producción: [email protected]

e-mail administración:[email protected]

web:www.minoydavila.com

Instagram:@minoydavila

Facebook:facebook.com/MinoyDavila

Índice
Agradecimientos
Prólogo,por José Emilio Burucúa
Primera parte: Un maravilloso ejemplo
Capítulo IUna ciudad moderna. Buenos Aires en la década de 1860
Capítulo IIPrilidiano Pueyrredón
Capítulo IIIIconografía rural en la ciudad
Segunda parte: Civilización y Modernidad
Capítulo IVContenciones
Capítulo VPresentaciones
Capítulo VIAmpliaciones
Capítulo VIIParticularismos
Conclusiones
Fuentes
Bibliografía

“Los cuadros son como las obras escritas –solo aquellas que encierran pensamientos pueden traducirse a otro idioma–; aquellas que escitan la reflexión y sobreviven al papel impreso destinado a morir en un dia como una amapola, óá brillar por siempre como una estrella. Dar voz al papel vitela ó al lienzo, bajo los toques májicos de unas cuantas cerdas empapadas en tinta de colores, es uno de los notables milagros de la imaginación del hombre. Pueyrredón, en la cuarta parte del papel que yo he tiznado con esta carta, ha creado un hombre vivo sobre un caballo que anda, rivalizando así con la naturaleza. Esto no se consigue sino a favor del ejercicio de dos envidiables facultades mentales –la de observar bien, y la de retener por largo tiempo lo observado sin que desvanezca–. Agréguese a estas dotes, la costosa iniciación en los secretos mecánicos del dibujo y del colorido, y se comprenderá entonces, por qué son tan escasos los pintores que descuellan”.

Juan María Gutiérrez,

“Un cuadro de Pueyrredón”

en Correo del Domingo, nº 70,

Buenos Aires, 30/04/1865.

Agradecimientos

Este libro es la adaptación de mi tesis doctoral realizada gracias a una beca del CONICET que me permitió sistematizar, organizar y profundizar mi trabajo sobre Prilidiano Pueyrredón. La tarea fue posible gracias al CIEP (UNICEN), espacio de trabajo a cuyos integrantes agradezco por haberme contenido y estimulado durante todo el proceso. Mi gratitud especial a Silvana A. Gómez, compañera y amiga que me impulsó hace muchos años en este bello camino con paciencia, solidez y un cariño infinito. Buena parte de este libro se lo debo a ella, por su confianza inquebrantable.

El proyecto que comenzó hace unos años llegó a buen puerto gracias a Mónica Blanco y Jorge Troisi Meleán, a quienes estoy agradecido por la orientación que me brindaron en momentos delicados de aquel largo proceso llamado tesis, como directora y co-director respectivamente. Agradezco especialmente a los jurados Sandra Fernández, Emir Reitano y Tomás Sanzón Corbo, cuyos aportes expandieron aquel trabajo y han sido de enorme valor para mi crecimiento personal y profesional. Mi especial gratitud a los miembros del Jurado Académico de AHILA por haber otorgado a Estrellas y amapolas una mención de honor en el Premio a la mejor Tesis Doctoral 2017-2021, y en especial a Mirian Galante por su generosidad para orientarme en aquel proceso tan estimulante.

En términos institucionales extiendo mi agradecimiento al personal del Archivo General de la Nación, la Biblioteca Nacional, el Museo Mitre, el Archivo Histórico Municipal de Buenos Aires, el Museo Pueyrredón, el Museo Nacional de Bellas Artes, las Bibliotecas de la Facultad de Humanidades de la FAHCE y de la UNICEN, sitios en donde encontré valiosos materiales que permitieron elaborar, profundizar y reencauzar este trabajo. También agradezco de corazón a los y las docentes que tuve en mi formación, particularmente al Lic. Álvaro Martín Cobo, cuyas clases ampliaron mis horizontes de juventud con eclécticas lecturas, siendo una nítida referencia intelectual y personal para mí. Tanto alumnos como profesores con quienes compartí el Instituto 10 y el IPAT me permitieron ejecutar la más fascinante de todas las acciones humanas como es aprender. Me siento infinitamente afortunado por ello y deudor con el Doctorado en Historia de la Universidad Nacional de La Plata y su personal, por la calidad académica y cordialidad de la que siempre fui depositario.

Tuve el gran privilegio de compartir en este recorrido instancias formativas con profesores, investigadores y estudiantes que me han permitido crecer. Agradezco profundamente a quienes marcaron en distintos sentidos mi formación de posgrado con sus enseñanzas y perspectivas, entre ellos Leticia Muñoz Cobeñas, Gerardo Caetano, Hugo Quiroga, Paula Kuffer, Andrés Bisso, Lila Caimari, Roxana Ynoub y Hernán Ulm, hacia quien guardo especial gratitud por orientar mi instancia de investigación en el IICA de la UNSa, experiencia que me enriqueció intelectual y humanamente.

Un trabajo de estas características se valió de apoyos incondicionales como la familia y mi grupo de amigos. Pepe, Euge, el pequeño Feli y los Arameos me cobijaron durante la fatigante empresa brindándome el cariño y alegría necesarios para aplacar ansiedades. Me siento muy afortunado de sentir que esta lista podría ser infinita para expresar tanta gratitud: colegas, profesores y estudiantes con quienes aprendí tanto en estos años, personas que me acercaron lecturas, ideas o imágenes, como así también quienes me enseñaron a pensar sin dejar de sentir. Entre todos destacan personas tan generosas como Valeria D’Agostino, Luciano Barandiarán y Ronen Man, cuyos lúcidos aportes expandieron siempre mis exploraciones.

Este libro no existiría de no ser por José Emilio Burucúa, quien me ofreció la posibilidad de reelaborar la tesis y publicarla dentro de la colección de Historia del Arte Argentino y Latinoamericano por él dirigida, permitiéndome así cumplir un gran anhelo. Su inspiradora figura, junto a la confianza y generosidad de una personalidad a la que tanto admiro, además de hacerme sentir orgulloso me motivaron infinitamente en esta bella empresa que jamás olvidaré y a quien estaré siempre agradecido. Agradezco también a Gerardo Miño por su tiempo y paciencia para atender a cada detalle editorial.

Mi mayor deseo es que en alguna parte de esta obra resuenen quienes son partícipes necesarios de la misma, mis guías. Quisiera en consecuencia, dedicar este libro a todos los que me enseñaron y fueron generosos conmigo, especialmente a mi mamá Miriam Llanos, quien criándome en soledad me compró mis primeros libritos, inculcándome así el amor por la lectura. Me dio, además, algo invaluable como el amor maternal, mostrándome a través suyo que rendirse no es una opción, pues con esfuerzo, amor y perseverancia, cualquier sueño puede ser realidad. Este libro prueba que mamá tenía razón.

Prólogo

La historiografía del arte nos ha dado buenas pruebas de que, por mucho y bueno que se haya escrito sobre la obra de quienes un gran consenso social e histórico ha venido considerando artistas mayores de las tradiciones de escuelas y estilos, siempre despuntan datos nuevos y aproximaciones distintas, enfoques inesperados, descubrimientos reveladores de algo no visto hasta ahora, que no sólo justifican sino más bien imponen un regreso hacia los grandes nombres del relato artístico. Todavía podemos estar seguros de que la figura y las creaciones de Leonardo o Miguel Ángel, los trabajos poético-iconográficos de la pintura T’ang, los jardines y las miniaturas mogules seguirán siendo motivo de textos originales de análisis e interpretación, de exposiciones inéditas que nos revelarán parentescos estéticos, derivaciones técnicas y procesos inusitados de invención. Sin embargo… (despunta aquí mismo una paradoja), sin embargo también sucede que, cuando aparecen trabajos sobre aquellos artistas, hay una voz interior que nos susurra:

Pero ¿otra vez este personaje? ¿De nuevo este estilo, este género estético? ¿Otra vez miraremos sus producciones y especularemos en torno a las excelencias formales, los enigmas y las densidades iconográficas? ¿Por qué no ocuparnos de personajes o movimientos de rangos menores? De seguro nos dirán cosas importantes acerca de las transmisiones de estilo, de sus pequeños cambios, de sus adaptaciones a lugares diferentes, de los deslizamientos de los significados que suelen relacionarse con aquellas variaciones.

Semejante contradicción en el núcleo de la historiografía del arte y del gusto es casi un lugar común de nuestra disciplina. Por ello, frente al libro de Lucas Masán, reaccionaremos quizá de modo ambivalente. “¡Qué bien, regresar al origen de nuestra cultura visual! Pero, ¿qué más encontraremos en un examen actual de la pintura y del dibujo realizados por Prilidiano Pueyrredón a mediados del siglo XIX?”. Nuestro colega es bien consciente del dilema o la perplejidad y, debido a ello, inicia su texto del modo en que indican las reglas del saber, de la ciencia del arte en este caso, desde los tiempos de Burckhardt y los visibilistas por lo menos. Vale decir que presenta rigurosamente los autores y las fases del tratamiento histórico y estético transitado por la producción de Prilidiano, de los pioneros como Schiaffino o Pagano a los historiadores de última generación, Malosetti, Amigo, Patricia Giunta, Peresan e Iglesias, Penhos. Nuestros contemporáneos trabajaron a partir de matrices teóricas densas y complejas, donde la historia social se une a la iconología, a la historia de las sensibilidades, a la antropología de la imagen, a la semiótica y al contrapunto con la filosofía del arte. No se trata tan sólo de que Masán haya introducido una nueva dimensión en su matriz (aunque lo ha hecho, sin duda, al articular todas esas cadenas de conceptos y fenómenos con la noción del proceso civilizatorio acuñada por Norbert Elias, nada menos). Me atrevería a decir que lo más nuevo y también lo más bello de este trabajo consiste en el haber dado vuelta, muchas veces como si fuera un guante, las preguntas que se han dirigido habitualmente a Pueyrredón y su época. Por ejemplo, las principales: “¿cuáles son los contenidos y las perspectivas conceptuales de la pintura rural de nuestro artista?” ha pasado a ser más bien “¿cuáles son los efectos buscados y conseguidos, en el ámbito de una cultura urbana y moderna por la cual se afanaba la sociedad porteña de 1850-70, de las escenas rurales tan elaboradas en los cuadros de Pueyrredón?”; o bien “¿cómo se han expresado y representado en términos visuales las necesidades, apetencias y limitaciones del mundo social en la obra de Prilidiano?” se ha invertido prácticamente en la formulación “¿de qué manera los paisajes y retratos de nuestro artista introdujeron, en el campo de la experiencia sensible, social y colectiva, nuevos modos de sentir, de ver y mirar, de comunicarse y convivir?”.

Las respuestas brindadas por Masán se apoyan en métodos inteligentes, v.g., la fragmentación y la recomposición de las imágenes del corpus principal que hacen posible descubrir y definir las prácticas del observar, pintar, contemplar y comprender mejor lo visible (somos conscientes, gracias a Chartier y De Certeau, de las dificultades enormes que debemos superar a la hora de describir y explicar las prácticas culturales). O asimismo las conexiones y paralelos buscados entre las escenas construidas por Pueyrredón y la simultaneidad de lo microscópico y lo inmenso que la civilización revolucionaria de las máquinas, del transporte y las comunicaciones hubo de convertir en escenario permanente de los modos inéditos de la vida, tan bien descriptos en el Manifiesto Comunista de 1848 al dar cuenta del vértigo, de las metamorfosis constantes, de la disolución de lo sólido en el aire.

No obstante, lo más extraordinario y estimulante del texto enorme, escrito por Lucas, es advertir que todo él estaba in nuce en un pasaje olvidado del intelectual de mediados del siglo XIX, pedagogo mayúsculo, maestro de las ciencias y las letras que fue Juan María Gutiérrez. Son unas pocas frases sobre Prilidiano Pueyrredón, desgranadas en un artículo de 1865 para el periódico porteño, Correo del Domingo. En ellas anida la síntesis de un planteo total acerca de la problematicidad y las jerarquías, tanto intelectuales cuanto sensibles, de las relaciones entre imágenes y palabras. Allí despuntan también la metáfora de las amapolas, para señalar lo efímero, y la metáfora de las estrellas, para mencionar lo perdurable, tal vez eterno. Literatura y pintura entretejen ambos estados de la materia y del alma. El hallazgo y la cita desvelan dos virtudes de este libro y su autor, a saber, inteligencia y posesión de una cultura vasta, múltiple, abierta. Es esperanzador que la academia argentina dé aún estos frutos, cuando parecería que transita una larga desolación, un páramo de sufrimiento ciudadano y social.

Ojalá comparta el lector el entusiasmo y la felicidad de recorrer las páginas del volumen que ahora sostienen sus manos.

Buenos Aires, 16 de febrero de 2022

José Emilio Burucúa

Academia Nacional de Bellas Artes

Academia Nacional de la Historia

Introducción general

No vemos con los ojos sino con el cerebro, atravesados por nuestras experiencias. Ver constituye por tanto un fenómeno social, ya que al observar construimos, anticipamos y proyectamos “en términos de lo que la cultura ha enseñado”.1 Esta dimensión constructiva de la mirada es el nodo central sobre el que orbita esta investigación, de carácter analítica e interpretativa. Siendo conscientes que “la época en que los historiadores creían que su tarea era trabajar únicamente con testimonios escritos, ha pasado hace tiempo”,2 y buscando efectuar un análisis histórico que conecte a las imágenes con su tiempo, en este libro auscultaremos el tono, composición y articulaciones de una constelación de acciones estéticas en un sitio y tiempo determinados: las pinturas de temática rural de Prilidiano Pueyrredón en la Buenos Aires de la década de 1860.

Prilidiano Pueyrredón, vida y obra

Prilidiano Pueyrredón (1823-1870) fue uno de los artistas más destacados del siglo XIX argentino y es considerado un precursor del arte nacional. Esta imagen obedeció a múltiples factores, entre ellos la cantidad y calidad de piezas producidas, así como la influencia que tuvo en su época como agente cultural y que expresó Juan María Gutiérrez en la semblanza con que iniciamos este capítulo. A propósito de ello, vale exponer que el artista condensó una nueva sensibilidad con sus pinturas, de entre las que focalizaremos en un conjunto de piezas que evocan escenarios, acciones y personajes del universo campesino, realizadas entre 1860 y 1867 (imagen 1).

Estos lienzos ofrecen distintas claves explicativas que permiten comprender las formas de construcción de visualidades y sensaciones por parte la elite urbana y letrada de la ciudad de Buenos Aires y, más en concreto, de la vanguardia terrateniente,3 de la que nuestro artista fue exponente. Conviene repasar algunos aspectos de su biografía para asomarnos a la complejidad del personaje.

Nacido en el seno de una reputada familia porteña en 1823, Prilidiano Pueyrredón se trasladó a Francia en 1835 para formarse en la École Polytechnique de París hasta 1849, cuando regresó por un tiempo a Buenos Aires producto del delicado estado de salud de su padre. Con el fallecimiento de éste en marzo de 1850, Prilidiano volvió a Europa y residió por un período en Cádiz hasta finales de 1854, año en que el vapor británico Great Western lo trajo nuevamente a su tierra natal donde permaneció hasta su muerte, el 3 de noviembre de 1870. Este período fue el más intenso, prolífico y determinante en la vida del artista, colocándose como un referente en la Buenos Aires de mediados del siglo XIX al desempeñar tareas no solo de pintor sino también de ingeniero, arquitecto, urbanista, paisajista y empresario. Esta plasticidad estuvo signada tanto por su trayectoria formativa cuanto por su caudal productivo, con aportes heterogéneos que incluyeron numerosas obras en el espacio público como las reformas de la Iglesia del Pilar, la construcción del Hospital General de Hombres, la remodelación de la Plaza de la Victoria o la proyección del Puente Barracas, entre otras.

Sin descuidar esta dimensión polifacética, centraremos nuestro análisis en su producción pictórica, donde también cultivó la variedad al efectuar retratos, paisajes, desnudos y escenas de costumbres, tanto urbanas como rurales. En el plano social su desempeño fue análogo, vinculado con los sectores dirigentes y con individuos notables en su época como Domingo Faustino Sarmiento, Juan María Gutiérrez, Miguel Azcuénaga, Cayetano María Cazón, José Gerónimo Iraola, José Roque Pérez, Vicente Quesada, Joseph Dobourdieu, Pedro Beare o Juan Rusiñol, entre otros. También participó en sitios e instituciones relevantes como el Concejo Municipal del Estado de Buenos Aires, la Sociedad Rural Argentina, el almacén de Fusoni hermanos, la mutual Unione e Benevolenza, la peña literaria de Miguel Oleguer y Feliú o el Círculo Literario. Este versátil posicionamiento, junto a sus intervenciones en el ámbito público, sugieren un protagonista muy conectado con las preocupaciones de su tiempo y cuyo polimorfismo representa una puerta de entrada excepcional para ingresar a un entramado sensible de mayor complejidad.

La elección de sus pinturas constituye un pretexto metodológico, por cuanto en el recorrido del artista y su producción confluyen elementos a priori disociados que ofrecen ricos matices. Dicha complejidad sustenta la convicción de que resultaría insuficiente simplificar la relevancia histórica de Pueyrredón a un único factor, ya que esta residió precisamente en una miríada de aspectos entrelazados que lo colocaron como un actor culturalmente complejo, dinámico y significativo de su tiempo. En efecto, la definición de sus múltiples y por momentos contradictorios perfiles asume una importancia capital en este libro, por cuanto nuestro artista fue miembro de la elite urbana y propietario rural que se desempeñó como pintor de “costumbres” mientras promovía novedades dentro de una sociedad en plena transformación. Se trató de un individuo formado casi íntegramente en el extranjero pero que desarrolló su actividad para “servir a la patria”, sin más aspiraciones que las de “dejar un nombre bien puesto”.4 Análogamente, cultivó lazos estrechos con aquel mundo notabiliar porteño llegando a oficiar como un engranaje clave en la modificación del espacio público urbano en los orígenes de la modernidad, durante la segunda mitad de la década de 1850. Mientras pertenecía a una elite terrateniente, asumía funciones tanto ejecutivas como legislativas, empresariales y de planificación en la ciudad. En paralelo a su ejercicio pictórico, además, emprendía negocios de diverso calibre que comprendieron desde la industria ganadera a la azucarera, pasando por la construcción de obra pública e incluso la promoción del ferrocarril. Heterogeneidades como estas nos perfilan un individuo moderno inscripto en una atmósfera general de nuevos ordenamientos políticos y sociales,5 configurando en sí mismo un personaje tan caleidoscópico como el contexto en que se incrustó, rubricando con su ejemplo el proverbio árabe recuperado por Marc Bloch acerca de que “los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres”.6 Con miras a comprender mejor su figura dentro de la Historia, ahondaremos en la literatura que lo posicionó como un auténtico ícono del arte nacional.

Debe señalarse que la historiografía sobre Prilidiano Pueyrredón es abundante y, aunque existen referencias a comienzos del siglo XX, no fue sino hasta la década de 1930 cuando su obra fue puesta en valor, considerando las pinturas de este “gentil y culto caballero de noble alcurnia”7 como parte esencial del ser nacional8 que “salvó del olvido la figura legendaria del gaucho argentino”.9 Estas operaciones que perfilaron al artista como una suerte de demiurgo, se produjeron en un contexto nacionalista en cuyo marco la obra de Pueyrredón experimentó avatares, el más importante de los cuales fue el traslado del óleo de Manuelita de Rosas (1851) del Museo Histórico Nacional (MHN) al Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA).10 Precisamente esta pieza le permitiría adquirir cierta masividad en mayo de 1933 cuando Caras y Caretas, el semanario más exitoso y popular de entonces, reprodujo una lámina de este retrato a página completa y a todo color.11 Estas inscripciones marcarían el pulso de un crecimiento exponencial de la imagen de nuestro pintor, en una atmósfera modelada por una visión tradicionalista12 que revisaba el pasado en búsqueda de las raíces y procuraba rescatar la figura del “gaucho”.13 No tardaría en asignarse a Pueyrredón un rol nítidamente definido como pintor costumbrista.

El ambiente general en que se produjeron estas primeras operaciones historiográficas se vio estimulado por otros eventos como la creación de la Escuela Nacional de Bellas Artes, el 18 de septiembre de 1940, bajo el nombre de Prilidiano Pueyrredón.14 En simultáneo, los contornos de nuestro artista adquirieron mayor precisión con investigaciones como las de Romero Brest,15 D’Onofrio16 o Pagano,17 pioneros en los estudios sistemáticos sobre el pintor.18 El primero enfatizó la “actitud estética” de nuestro artista y la variedad de géneros que cultivó, destacando el “estatismo” de sus escenas rurales y la “emoción metafísica” que contenían.19 Arminda D’Onofrio realizó un análisis profundo del pintor en vínculo con su época, subrayando su participación en el ámbito público y la búsqueda de una germinal institucionalización de la esfera artística. Pagano solidificó su tesis sobre la importancia de nuestro personaje, en una voluminosa obra financiada por el MNBA que asignó una especial relevancia al estudio catalográfico, con un exhaustivo “Índice descriptivo” efectuado por el historiador del arte y coleccionista Alfredo González Garaño. Con sus ricos matices, estas pesquisas estabilizaron la imagen de Pueyrredón dentro de la Historia del Arte, consolidando una estampa que trabajos posteriores profundizarían, con aportes relevantes como los de Ángel Nessi,20 Bonifacio Del Carril,21 Julio Payró22 y Adolfo Ribera,23 entre muchos otros.

Este panorama historiográfico24 se vio modificado en las postrimerías del siglo XX cuando, producto de una tendencia revitalizante de los estudios visuales a nivel global junto al reposicionamiento de la imagen dentro de las Ciencias Sociales, la historiografía del arte argentino experimentó una renovación vinculada a las figuras de Adolfo Ribera, Hector Schenone y especialmente José Emilio Burucúa. Será este último quien “modifica la manera de ‘hacer’ historia del arte”,25 otorgando énfasis a la relación entre imágenes e ideas. Nuevas preocupaciones reavivaron el interés por autores que, como Pueyrredón, ofrecían posibilidades heurísticas merced a su perfil heterogéneo. En este contexto, Laura Malosetti Costa publicó en 1995 un breve estudio26 en donde visitó un aspecto hasta entonces poco explorado, como su faceta de pintor de desnudos y, desmitificando la figura de un artista enigmático que creaba cuadros “obscenos y lascivos”, postuló que El baño (1865) y La siesta (c. 1865) resultaban un punto de tensión entre lo público y lo privado, siendo parte de un entramado de mayor complejidad como el afrancesamiento de la clase alta porteña.27El baño será nuevamente revisitado años después y desde otra perspectiva por Andrea Peresan y Aimé Iglesias,28 poniendo de relieve el rol social de un artista que se habría apartado del cánon “objetualizante” por entonces reinante de la mujer, para construir un retrato más íntimo del modelo femenino.

En 1999 el Banco Velox editó un trabajo con la colaboración de Roberto Amigo, Patricia Giunta y Félix Luna.29Amigo vio en la obra de Pueyrredón un dispositivo central para comprender los cambios en la cultura visual porteña de mediados del siglo XIX,30 ya que sus pinturas responderían a nuevos patrones artístico-culturales que, aun estando sujetos a las condiciones de producción local, posibilitaron una ampliación y “expansión de la visualidad burguesa”. Retomando las claves principales del citado trabajo de D’Onofrio, junto a los postulados expuestos por Pilar González en su tesis doctoral sobre las formas de sociabilidad en el Buenos Aires de mitad del XIX,31 Amigo destacó la participación de Pueyrredón en diferentes ámbitos de difusión de la visualidad en la época, enfatizando su contribución a la creación de formas simbólicas de identidad común ancladas en la pertenencia a una elite porteña, lo que “determinó las figuras que ocuparon el lugar de la memoria nacional”.32 En sintonía, Patricia Giunta hizo hincapié en la importancia de Pueyrredón en la construcción de un “arte nacional”, subrayando como rasgo distintivo que “define el espacio de la pampa como ningún otro artista lo hizo antes, transmitiendo la esencia de ese desierto, de esas grandes extensiones de planicie”.33 También en 1999 se lanzó la colección Nueva Historia Argentina, dirigida por José Emilio Burucúa, donde María Lía Munilla Lacasa destacó la multiplicidad de labores en las que se desempeñó nuestro personaje, señalando que con sus pinturas campestres “describió las características geográficas y sociales de la pampa argentina”.34 Aunque su examen no representa una mirada teleológica de la obra de arte, la autora recurre a una interpretación “clásica” para explicar Un alto en el campo (1861), enfatizando que aludiría a una “convivencia entre la ciudad y el campo encarnada en los grupos humanos que, reunidos en escenas particulares, exhiben su diversa procedencia social mediante sus vestimentas y hábitos”.35 Enfocando Un alto en el campo desde otro ángulo, Marta Penhos la explicaría como parte de una construcción paisajística compuesta por una tradición que incluía también relatos de viajeros.36

Como muestra este itinerario, estamos en presencia de un personaje muy visitado por la literatura vernácula pero cuya obra pictórica de temática rural aún no ha sido examinada con la suficiente densidad, pese a que en los últimos años se han efectuado indagaciones sobre Pueyrredón remarcando su importancia en conexión con su contexto,37 el mercado artístico38 o bien como continuación de la perspectiva ensayada por artistas precedentes.39 De allí que, sin desconocer el peso que la tradición pictórica local ejerció en nuestro artista o la importancia que sus obras adquirieron posteriormente, aquí concebimos a las pinturas no como “obras de arte” sino como acciones estéticas que posibilitaron una “diferenciación icónica”,40 en cuyos pliegues es posible acceder a la “actividad visual del pasado”,41 atendiendo por tanto a las posibilidades que estas imágenes activaron en su tiempo antes que asimilarlas como “ilustraciones” transparentes de costumbres locales definitivas. En otras palabras, vemos a Pueyrredón con otra lente que la de un pintor “costumbrista” que retrató las costumbres del campo, para evaluar su figura dentro de un entramado abigarrado del que sus producciones serán un centro de gravedad. En el interior de estas pinturas es posible auscultar huellas de una modificación en las sensibilidades urbanas, concebidas en su faz visual como una potestad de ver, mostrarse y mirar de una porción de la sociedad en una época determinada. Inscriptas en una atmósfera en donde compitieron modos de expresar la existencia, visualizar el espacio, imaginar los lugares, gestionar la sociedad, depurar las conductas y modelar las presentaciones hallaremos en estos lienzos registros de una nueva administración sensitiva que promovió una modalidad de las apariencias con criterios prudentes, contenidos, ordenados y pacíficos. En paralelo, la materialidad de las obras y las operaciones plásticas del artista condensan un conjunto de premisas “modernas” como la ampliación de horizontes y la yuxtaposición de escalas espaciales. Son telas modernas y civilizadas.

Moderna y civilizada.Una nueva sensibilidad, una nueva mirada

Dos conceptos que orientan la matriz teórica de este libro son las nociones de sensibilidades y de civilización, la primera de las cuales es empleada para definir la disposición humana de gestionar tanto los impulsos como los estímulos. Tomamos como fundamento lo expuesto por José Pedro Barrán acerca de una perspectiva que comprende más que una historia de los hábitos o del pensar para transformarse en “una historia de las emociones; de la rotundidad o brevedad culposa de la risa, o del sentimiento encogido y reducido a la intimidad; del cuerpo desenvuelto o del encorsetado por la vestimenta y la coacción social que juzga impúdica toda soltura”.42 Tal como demostró en su estudio sobre el caso uruguayo, durante la segunda mitad del siglo XIX emergió allí una nueva sensibilidad tendiente al disciplinamiento del individuo. Sobre este andamiaje teórico, y abrevando en contribuciones de la Historia de los sentidos,43 proponemos adentrarnos en el paisaje sensible de la década de 1860 analizando el sentir colectivo y los “sistemas de imágenes que permitieron el desencadenamiento”44 de una nueva pauta de escrúpulos en Buenos Aires.

Nuestro propósito es situar a las pinturas de Pueyrredón como acciones icónicas dentro de un campo sensitivo que involucró nuevas estrategias y proyecciones con miras a promover un modo de administrar las sensaciones o, retomando a Barrán, una sensibilidadcivilizada. Precisamente aquí entra en escena nuestro segundo componente teórico, tomado del análisis de Norbert Elias sobre los mecanismos con que la “civilización” de la conducta experimentó un paulatino “cambio en la regulación de los impulsos y las emociones”, algo que lejos de ser una posesión constituyó un proceso que produjo “testimonios de una cierta estructura de las relaciones humanas, de la sociedad y de un cierto modo de organizar los comportamientos humanos”.45 En virtud de su naturaleza abstracta, este devenir civilizatorio no ocurrió de manera planificada sino que fue modelado con la implantación de pautas de comportamiento más o menos refinadas a través del tiempo, lo cual se traduce en que, aunque no evidencien una trazabilidad lineal, sus perfiles sigan “un orden peculiar”,46 en períodos más o menos favorables para el impulso de unos criterios en desmedro de otros.47 Con éxitos dispares y dotada de cierta imprevisibilidad, esta modelación histórica tampoco asumió contenidos conceptuales inmutables. Pues aunque presente desde el siglo XVIII en el ámbito rioplatense para definir conductas sociales, no fue sino hasta mediados del siglo XIX en que la idea de “civilización” resultó un componente medular en la organización del estado moderno,48 condensando un peso social al remitir a “un estado o condición consumados de vida social organizada”.49

La centralidad de esta noción en el proyecto argentino y su estrecha vinculación con los sentidos de orden, modernidad y progreso, nos conduce a emplear la categoría de “acuerdo civilizatorio”50 para aludir a una tensión organizadora de los fenómenos culturales sobre los que posamos la lupa, calibrada por un antagonismo metafóricamente complementario entre “civilización” y “barbarie”.51 Instalada en planos espacio-temporales diversos y con distintas estructuras lógicas, esta bifurcación encarnó también una mutua dependencia cuya discrepancia consolidó un bosquejo que definió modelos sociales. Esta delimitación deviene sustancial, pues como expuso Roger Chartier, son justamente esquematizaciones de este tenor las que “generan las representaciones”, debiendo ser consideradas “como productores de lo social” en tanto enunciadores de “desgloses y clasificaciones posteriores”.52 En virtud de ello, es posible identificar en este binomio un transmisor de carácter ideológico cuyas adherencias articulan (simplificando, esbozando, representando y esquematizando) un conjunto de relaciones complejas basadas en la subordinación, el control y la dominación.53 En consecuencia, tal manifestación excede lo pintoresco para inscribirse como un proceso que impactó tanto en los sistemas de pensamiento como en la acción proyectiva, penetrando desde las manifestaciones culturales a la vida cotidiana y, desde luego, también en la producción que analizamos en este libro. A propósito de ello es que estas nociones vertebradoras funcionarán como “ilustraciones de época… y en un sentido más vasto que el de Sarmiento”,54 incluyendo la sensibilidad de los “excesos” –conductuales, sexuales, lúdicos, intersubjetivos y de gestión de conflictos– en oposición a una sensibilidad “disciplinadora” de aquellos. De manera tal que empleamos el término civilización como un centro de gravedad sobre el cual orbitaron pautas de escrúpulos que favorecieron, incitaron o fortalecieron una economía afectiva autocontrolada, constituida en base a posturas que incentivaron intercambios subjetivos disciplinados, un progresivo decoro y auto-coacción, una asimilación de esquemas dulcificados y lo que podríamos llamar de modo sintético como una depuración general del comportamiento. En esta demarcación situamos las pinturas rurales de Pueyrredón, configuradas sobre coordenadas de sentido específicas al ser pacíficas, contenidas, limpias, ordenadas. Rasgos que no son casuales ni fortuitos pues, como veremos, la nueva sensibilidad conoció ubicaciones múltiples, residiendo en, sobre, debajo, fuera y dentro de los individuos.

Queda planteado hasta aquí un paisaje compuesto por sensibilidades y pautas de escrúpulos que operan como categorías dinámicas, entrelazadas en una composición que no expresó una modificación radical de las pautas culturales sino instancias acompasadas de transformación social, un continuum provisto de avances, retrocesos, tensiones, polémicas y disputas de sentido. Ambas nociones resultan componentes de un mismo proceso de orden general cuyo desarrollo, ni lineal ni irreversible, postuló con gradualidad un nuevo modo de sentir en cuyos perfiles accederemos a través de estas pinturas. Esperamos que el lector encuentre repliques tanto observables en como también catalizados por estas imágenes del encuentro, diseñadas para la concordia social.

Por lo expuesto es que nuestra hipótesis heurística reside en considerar a estas pinturas como miradas modernas sobre la campaña construidas des-de la ciudad. Expresan, por consiguiente, dinámicas colectivas propias de ésta más que de aquella. Esta peculiaridad nos lleva a observar otra divi­soria como la de ciudad y campo, que también reconoce precariedad de límites al no referir a una concepción unívoca sino a términos variables que, al igual que civilización y barbarie, se implican recíprocamente. Asumiendo que, como ha señalado Fernand Braudel, “ciudades y campos no se separan nunca como el agua del aceite [sino que] coexisten separación y acercamiento, división y unión”,55 resulta posible asignar a cada área atributos en tanto “imagen”, ya que, como explicó Raymond Willliams, “La atracción que ejerce la idea de campo tiene que ver con estilos antiguos, naturales, humanos [mientras que la de la ciudad] estriba en el progreso, la modernización, el desarrollo”.56 Nos interesa esta demarcación en tanto aspiración colectiva, puesto que, independientemente de los límites efectivos o no de estos términos, resultan operativos por delinear horizontes de posibilidades a menudo presentes en el léxico e imaginaciones epocales. En lo que nos convoca, el rasgo distintivo de buena parte de la comunidad porteña durante la década de 1860 fue una actitud identificada con el movimiento y el progreso, tal como formulaba José María Cantilo en las páginas del Correo del Domingo en 1864, al señalar que la ciudad “Está movible, anhelosa, mira hacia adelante; anda, alienta, se precipita, quiere tener alas”.57 Aquella expresión condensaba un horizonte que estaba siendo interpelado y en cuyo seno se consustanciaba una modificación de las percepciones asociadas al tiempo y al espacio, deviniendo en lo que Ben Singer ha dado en llamar como un “reacondicionamiento del aparato sensorial del individuo”,58 por intermedio del cual “la mutación constante de la ciudad”59 se inscribiría como tónica de lo moderno. A raíz de ello es que el lector hallará en la idea de modernidad otro concepto nodal de este libro y que debe ser entendido en tanto dimensión neurológica,60 vinculada a la noción de “experiencia” en los términos enunciados por Peter Gay como un “encuentro mental con el mundo”.61

Estos trazos llevan a componer un cuadro en donde la ciudad resultó algo más que un sitio físico para constituirse como un locus espacial, temporal, visual y conceptual intersubjetivamente experimentable. De allí que busquemos examinar estas pinturas rurales dentro de una ciudad que se imaginaba modernizada, abierta y conectada al mundo,62 y en cuyo interior germinaban trastocamientos de lo sensible que implicaron un reposicionamiento colectivo de carácter mental o cognitivo. Como esperamos demostrar con este recorrido, la ciudad se inscribió como algo más complejo que una “gran aldea”63 para asumir una fisonomía moderna sobre cuyo temperamento readaptaría los intercambios, incluyendo múltiples aspectos como el de su cultura visual. Dichas estimulaciones, reacondicionadas por una nueva mirada según la cual era necesario ver el entorno en su variedad de perspectivas, serán los vectores sobre los que situaremos a las obras pictóricas, buscando asir la modernidad porteña desde su sentido maestro: la vista.64 De allí que no busquemos narrar una historia con trazos homogéneos sino exhumar los formatos evanescentes con que una porción de la sociedad se pensó e imaginó visualmente en relación con el espacio, las geografías y los individuos de un entorno situado en sus márgenes. Ante esta visión no lineal del fenómeno histórico, resulta necesario emprender una mirada oblicua de las pinturas, no sin antes subrayar que tanto la experiencia humana como sus percepciones son la resultante de una capacidad multi sensorial, no acotada a un único sentido como el de la visión. Parafraseando a Crary, estas pinturas de Pueyrredón no fueron contempladas en una situación de aislamiento estético sino en vinculación con otros estímulos visuales,65 y de allí que atendamos a la visión no sólo por trabajar con insumos pictóricos que revelan actividades visuales pretéritas sino también porque este sentido se halló muy solicitado entonces, inscripto en una coyuntura que estimulaba la incorporación de nuevas técnicas de reproducción y consumo icónicos, posibilitando una auténtica irrupción de lo visual como experiencia sensorial compartida. Una sociedad ávida de imágenes en cuyo núcleo se insertaron las pinturas de nuestro artista, localización que, vale remarcarlo, asumía formatos diversos que excedían los marcos de la pintura, yendo desde los lugares de sociabilidad hasta el espacio público, pasando por publicaciones periódicas, proyectos culturales, emprendimientos comerciales y desde luego, también las imaginaciones sociales. Mientras el proceso civilizatorio se consolidaba, el Estado se afianzaba y la sociedad se expandía, las sensibilidades se modificaban y la cultura visual se redefinía, promoviendo nuevas formas de gestionar los sentidos, las emociones y hasta el vínculo con el asombro. Los rasgos asumidos por este escenario, tanto como el enfoque adoptado en este libro, nos lleva a efectuar algunas precisiones que conecten a las imágenes con el pasado, convocadas en tanto objetos de estudio y como fuentes históricas.

El momento de la imagen y la imagen como fuente

Nuestra perspectiva sobre las pinturas de Pueyrredón es deudora de un proceso general de revalidación de lo iconográfico en cuyo seno surgieron los estudios visuales,66tradición que tensionó los postulados miméticos sobre la imagen, demostrando que lejos de formar parte de una relación especular con su entorno, lo visual es el resultado de una construcción temporalmente establecida, socialmente configurada, históricamente definida y culturalmente codificada. Este enfoque permite pensar la singularidad de las piezas pictóricas no en su dimensión estética, artística o estilística,67 sino como dispositivos condensadores de sentidos hacia el interior de una comunidad, o dicho en otras palabras: “imágenes” en vez de “ilustraciones”. Consideremos brevemente su genealogía, para situar luego un camino convergente con la Historia y su incorporación en la historiografía de nuestro país.

Desde finales del siglo XX se desarrolló en las Ciencias Sociales un viraje orientado al estudio de los fenómenos visuales que dio lugar a las propuestas de giro pictórico e icónico impulsadas por William Mitchell y Gottfried Boehm respectivamente.68 Con sus discrepancias, estos enfoques remitieron a un umbral común que podría sintetizarse como una episteme basada en una preferencia metodológica por lo iconográfico en el estudio de las sociedades.69 Este giro visual constituyó un momento antes que un conjunto de reglas, ya que se proponía abordar el material visual con una mayor sensibilidad,70 concibiendo a las imágenes como “enigmas” en tanto “problemas que hay que explicar”.71 Bajo esta tesitura, se veía en lo icónico un sitio de condensación de ideas o saberes propios de una cultura, y de allí que se buscase examinar “todas las formas de ver, de ser visto y de mostrar, es decir, todo lo que es fenómeno de la visión”.72 Se buscaba atender con ello no solo a “la construcción social de lo visual, sino también a la construcción visual de lo social”.73 Tal ampliación favoreció una nueva aproximación, valoración y clasificación del componente empírico,74 derivando en un conglomerado ecléctico que permitió atender a un amplio abanico y abrió caminos al diálogo transdisciplinar, conformándose como un corpus teórico tan caleidoscópico como desafiante.75 Dentro de esta tradición se encuentra la noción de “acto icónico” con que Horst Bredekamp designó a lo visual, en tanto operación que desempeña “un papel propio, activo, en la interacción con el observador”,76 y desde donde concebimos a las pinturas de Pueyrredón como instancias diferenciadoras que articulan distintos niveles de significado, examinando estas piezas desde un enfoque hasta ahora no ensayado sobre sus trabajos.

En otro sentido, el fundamento metodológico de emplear a las pinturas como fuentes abreva en una tradición historiográfica que apeló a lo visual desde distintas aristas, en trabajos que aunque no se inscriben dentro del citado giro, comparten con éste un zeitgeist que permitirían incluso historizarlo. Pues antes del momento de la imagen es posible rastrear vinculaciones entre aquellas y el estudio del pasado, en trabajos como los de Jacob Burckhardt en la segunda mitad del siglo XIX77 o Johan Huizinga a comienzos del siglo XX.78 Huelga decir que esta conexión entre la disciplina y las fuentes visuales ha sido por momentos también muy esquiva, en un camino sinuoso que comenzó a estabilizarse hacia la década de 1980,79 con estudios como Pesquisa sobre Piero (1982) de Carlo Ginzburg, quien, abogando por una “historia social de la expresión artística”, emprendió un examen de un conjunto de obras del pintor renacentista Piero Della Francesca (El bautismo, El ciclo de Arezzo y La flagelación). Remarcando la importancia del material visual en la reconstrucción de contextos complejos, Ginzburg advirtió sobre el peligro de “resbalar del círculo hermenéutico sano al círculo hermenéutico vicioso” que llevaría a una “interpretación iconológica incontrolada”80 o sobre interpretación del material documental. En trabajos posteriores Ginzburg remarcó la figura de Ernst Gombrich,81 tanto por su labor en el Instituto Warburg cuanto por sus indagaciones que oscilaron desde los usos sociales de las imágenes hasta una genealogía del gusto.82

Aquella temprana interpelación del historiador italiano en los ‘80, junto a un reperfilamiento de la episteme icónica, halló resonancias hacia el cambio de siglo con la publicación de distintos abordajes que abogaron por la imagen como insumo histórico,83 de entre quienes destacó Peter Burke con Eyewitnessing, libro publicado el año en que falleció Gombrich (2001) y que se introdujo como una cuña en el panorama historiográfico. Traducida al castellano como Visto y no visto, esta obra situó el tema en el centro del debate, tanto por sistematizar aportes de otros colegas como por colocar una piedra angular de esta nueva forma de abordaje, posicionándola dentro de la Nueva Historia Cultural.84 Criticando el uso que se hacía de las imágenes en la Historia hasta entonces y alegando por su empleo como documento histórico, lo visual poseía para Burke un valioso potencial empírico, por permitir acceder a ideas, actitudes, formas de comportamiento o mentalidades. También subrayó los peligros derivados de su naturaleza polisémica, advirtiendo sobre la “fragilidad” de estos testigos difíciles de traducir a palabras85 y cuyo empleo requiere cierta cautela, con algunas reglas que permitan a los historiadores “interrogar” a los “testimonios figurativos” con rigor disciplinar.86

Estas inquietudes sobre las imágenes tuvieron su correlato también en el ámbito historiográfico local, con trabajos que cobraron protagonismo y llegaron a situarse, según expuso Burucúa, “en el núcleo de los principales problemas historiográficos”.87 La importancia de esta afirmación reside tanto en su sentido como en quien la expuso, pues además de ser el promotor de los estudios sobre Aby Warburg en nuestro país a comienzos de la década de 1990,88 Burucúa ha cultivado una multiplicidad de temáticas y estudios, entre los que destacamos Historia y ambivalencia, en donde penetró en una pintura de Charles Pellegrini haciendo uso del método indiciario.89 También Laura Malosetti Costa representa esta nueva tendencia historiográfica, tanto en Los primeros modernos donde examinó el consumo cultural de nuevos actores y su impacto en la reconfiguración de las artes plásticas a finales del siglo XIX en Buenos Aires,90 como en “Los poderes de la pintura en Latinoamérica” en que estudióel impacto de las iconografías en los imaginarios a través de los acervos nacionales.91 Los caminos de Burucúa y Malosetti Costa convergieron en 2012 al publicar un breve pero contundente alegato en favor del empleo de material visual en la investigación histórica, advirtiendo sobre las apropiaciones discursivas que de las mismas puede hacerse dada su polisemia.92

Existen otros valiosos ejemplos de incorporación de imágenes en el estudio del pasado, como la labor de Gabriela Siracusano, quien ha analizado los aspectos simbólicos y materiales de las imágenes valiéndose de otras disciplinas (como la química o la medicina) para dar cuenta de los imaginarios o los usos sociales de los colores en la etapa colonial.93 También cabe resaltar las indagaciones de Marta Penhos, quien abordó en su tesis doctoral –dirigida por Héctor Schenone y co-dirigida por José Emilio Burucúa– las “modalidades del ver” en las expediciones del siglo XVIII de Matorras, Azara y Malaspina, trabajo que se transformó en el influyente libro Ver, conocer, dominar.94 Desde “Frente y perfil” a Paisaje con figuras, Penhos ha subrayado el carácter de construcción cultural de la mirada, mediada por operaciones cognitivas, decisiones estatales, incorporación tecnológica, itinerarios iconográficos, recursos representacionales y materiales visuales, concibiendo al elemento plástico como catalizador de aspiraciones colectivas.95

Aunque existen otros valiosos aportes que sirvieron como fundamento a nuestra investigación, expusimos para el lector aquí solo los más relevantes a fin de graficar una rica y expansiva tendencia.96 La polifonía marcada nos permite identificar, no obstante, un rasgo que condensa estas investigaciones de diferentes contextos, en diversas corrientes historiográficas, con distintas metodologías y empleando variados materiales documentales. Se trata de una perspectiva que identifica en el sustrato iconográfico una constelación de posibilidades heurísticas productivas, mostrando que no existe una única vía de acceso a este tipo de materiales y que tampoco su “finalidad” se agota en su faceta “documentalista”, “narrativa”, “literal” o “descriptiva”. La trazabilidad que ensayamos aquí nos muestra también una afortunada diversidad, pues ya sea para reconstruir el pasado de un modo más vívido,97 adentrarse en la cultura de la Edad Media o el Renacimiento,98 examinar las formas que adquiere el paisaje agrario italiano,99 ahondar en los modos dramáticos del ver,100 atender a las disputas filosóficas y religiosas de un momento determinado,101 escudriñar las actitudes de las personas ante la muerte,102 investigar las variaciones de concepciones sobre el entorno natural,103 indagar en los vehículos que permitieron construir el pasado,104 estudiar las modalidades que asumieron las batallas simbólicas, adentrarse en los mecanismos de las disputas iconográficas,105 o bien como una historia social de la expresión artística,106 el empleo de imágenes ofrece múltiples posibilidades que las sitúan como fuentes de gran riqueza. Por tanto, reducirlas a meras “ilustraciones” de afirmaciones a las que se ha llegado por otros medios –generalmente, mas no únicamente, textuales– sería desperdiciar el caudal que ofrece una rica cantera. Veamos entonces cómo es posible interrogar a los testimonios visuales y qué herramientas metodológicas nos permitirán adentrarnos en su compleja estructura.

Indicios y documentos. Lanzando profecías retrospectivas

La preocupación de Ginzburg acerca de la interpretación iconológica incontrolada y compartida por otros autores requiere evaluar los riesgos de sobredimensionar ciertos atributos de las obras aquí analizadas. Diremos a nuestro favor que el empleo del paradigma indiciario actúa como núcleo procedimental para el encadenamiento lógico de nuestras interpretaciones, junto a la triangulación de fuentes como instancia que garantiza el control sobre las variables del objeto de estudio y, al mismo tiempo, una vía de acceso para adentrarse en las pinturas.107 Favoreciendo dicha inmersión apelamos a los preceptos de la microhistoria italiana, como el paradigma de inferencias indiciales y la reducción de la escala de observación, concebidos en tanto praxis analítica cuyo formato será visible para el lector no solo en el examen de las fuentes sino también en la estructura del libro, alternando visiones generales con exámenes más detallados, tanto en las partes como en los capítulos.

Debe precisarse que la microhistoria, entendida como práctica histo­riográfica ecléctica, ha sido definida por una “reducción de la escala de observación, en un análisis microscópico y en un estudio intensivo del material documental”.108 Dicha abreviación se transforma en operación heurística, por cuanto “De la lente que el historiador utilice para observar los sucesos depende la posibilidad de detectar elementos significativos de mayor alcance”.109 Esta suerte de sala de ensayo constituyó “un complejo proyecto intelectual que utiliza el nivel de lo ‘local’ o de lo ‘regional’ como simple y estricto espacio de experimentación”,110 y cuya reducción de escala puede ser aplicable independientemente de las dimensiones del objeto analizado, siendo adaptable a distintas unidades y convirtiéndose, por consiguiente, en un procedimiento tan versátil como productivo. Esta ratio fundamenta Estrellas y amapolas, hurgando en lo efímero y lo perenne mediante la reducción de la escala de observación, el empleo de la biografía como recurso111 y el paradigma indiciario como opción metodológica.

Vale señalar que el concepto de indicio se remonta a finales del siglo XIX con la obra del médico y crítico de arte Giovanni Morelli (1816-1891), quien bajo el seudónimo de Iván Lermolieff propuso, entre 1874 y 1876,112 un método para detectar falsificaciones de obras artísticas examinando detalles, generalmente desatendidos, como los lóbulos de las orejas, las falanges de los dedos o la superficie de las uñas.113 A comienzos del siglo XX, Sigmund Freud retomó esta noción en su análisis del Moisés de Miguel Ángel,114 no conformándose con una impresión global (y hasta entonces fuertemente visitada de la escultura) sino atendiendo a partes subordinadas como las formas de las manos o las tablas que sostenían. Su procedimiento coteja las evidencias singulares dentro de un cúmulo más amplio de regularidades, reparando tanto en lo local de la pieza como en lo global del monumento funerario. A ello debe sumarse otro activo, que reside en la relativa autonomía que Freud le concedió a la creación plástica respecto de las fuentes literarias, en su caso textos bíblicos, con tantas contradicciones e irregularidades como cualquier otra fuente.115

Recuperando esta tradición de investigación, será Carlo Ginzburg quien le otorgue mayor operatividad a lo indicial en Pesquisa sobre Piero primero116 y, poco tiempo después, en su artículo “Indicios. Raíces de un paradigma de inferencias indiciales”,117 donde trazó la genealogía del mismo situándolo como el gesto más pretérito de la historia intelectual del género humano: el del cazador que escudriñaba rastros de su presa. Se trata de un modelo antiguo y operativo que permitió al sujeto desde los tiempos paleolíticos “leer en las huellas mudas (aunque no imperceptibles) dejadas por la presa, una serie coherente de eventos”118 que permiten descubrir rastros no directamente localizables. Este paradigma ha asumido distintas formas según los contextos históricos –denominado venatorio, adivinatorio, indiciario o semiótico– pero remitiendo al mismo umbral epistemológico marcado por la aptitud para “lanzar profecías retrospectivas”, puesto que ante la imposibilidad de reproducir las causas, éstas deben ser inferidas por sus efectos.119

Lo anterior nos revela al método indiciariocomo una opción apta por cuanto posibilita atender al evento singular de la pintura puesto en tensión con el universo de lo macroscópico,120 tal como efectuó José Emilio Burucúa en su estimulante análisis del retrato de Lucía Carranza de Rodríguez Orey.121 Este trabajo, junto a los de Freud y Ginzburg, ofició de brújula para nosotros por ser exámenes que auscultan zonas restringidas que permiten dar cuenta de una trama más densa.122 Estimulando el relevamiento de espacios restringidos –que pueden ser escenarios locales, aunque también trayectorias individuales o fragmentos de imágenes– como una modalidad que permite reponer en parte la arquitectura de la totalidad, lo indiciario se compone también de elementos ocultos a simple vista pero que pueden ser inferidos mediante el encadenamiento lógico de singularidades significativas. En este sentido es que situamos producciones de nuestro artista en relación con un ambiente social y visual que comprendió imaginaciones, deseos y estrategias diversas –de selección, recorte, manipulación, colocación, resignificación y/o proyección– que condensaron un proceso de mayor escala como la conformación de una nueva sensibilidad, cuyos puntos de fuga convergen en un nivel más abstracto sobre un telón de fondo como la conformación de un contrato social de magnitud. Ergo, las imágenes, no solo pueden “graficar” un momento, “reflejar” un instante, “ilustrar” una idea o ser parte de un “contexto”, sino también condensar un horizonte de posibilidades en donde una porción de la sociedad imaginó una convivencia social, proyectó un destino común y avizoró un paisaje más amplio de unión comunitaria.

Evitando, en el otro extremo, la amenaza de caer en la tiranía del detalle, las triangulaciones posibilitan controlar las interpretaciones iconológicas y dar cuenta de las correspondencias o tensiones que conformaron el entramado de estas producciones. A propósito del corpus empírico que propicia estas operaciones, se compone de documentos en variedad de formatos y soportes que permiten reconstruir más detalladamente el ambiente general en donde se desempeñaron estas acciones icónicas. En otro sentido, y con miras a evadir el peligro de la sobre interpretación, hemos empleado un caudal de evidencia que permita justificar las aseveraciones, regular los excesos y fundar las conjeturas, al tiempo que ampliar los horizontes de un círculo hermenéutico sano. Como el lector apreciará, algunas fuentes permitieron ahondar en el horizonte subjetivo de Pueyrredón y otras facilitaron su ampliación, formando parte del primer grupo la producción del artista tales como pinturas, grabados, dibujos, bocetos, planos y hasta su “dulce correspondencia” mantenida con la gaditana Alejandra Heredia durante la década de 1850, la cual será especialmente importante en nuestro segundo capítulo. Todo ello se articuló con otro tipo de documentación que incluyó álbumes litográficos, fotográficos y cartográficos; periódicos, revistas, almanaques y calendarios; registros estadísticos, censales y catastrales; actas de gobierno, disposiciones legales y normativas; proyecciones urbanísticas, registros gráficos y cartográficos; manuales de conducta, actas legislativas y relatos de viajeros, junto a otra literatura de diverso tenor. El eclecticismo del univeso empírico invita a transportarse, desde múltiples registros, a aquella moderna Buenos Aires de 1860 donde se produjeron, significaron y circularon las pinturas de Pueyrredón.

Lo anterior nos permite puntualizar que Estrellas y amapolas está concebido como un libro que invita al diálogo entre “imágenes” y “textos”. Para estos fines empleamos un concepto muy extendido en aquella época como el de álbum, adaptado aquí como recopilación significante que permite organizar el material visual en distintos grupos de acuerdo a las necesidades de cada capítulo, los cuales a su vez han sido organizados en dos grandes partes. La primera se denomina “Un maravilloso ejemplo” y constituye un examen del contexto donde se produjeron, circularon y consumieron estas imágenes rurales, empleando a Prilidiano Pueyrredón como vía de acceso. En el primer capítulo, examinamos las transformaciones experimentadas por la ciudad a partir de las ramificaciones que nos ofrece una pieza de Pueyrredón exhibida en 1860. En el segundo capítulo, damos cuenta de la trayectoria vital de nuestro personaje, destacando el ambiente parisino en que se formó durante su juventud y focalizando luego en su inserción en el Buenos Aires de mediados del siglo XIX. En el tercer capítulo, dirigimos la atención a las formas de inserción y circulación de sus pinturas rurales, enfatizando el vínculo de éstas con una “atmósfera ruralista” impulsada por la “vanguardia terrateniente” a la cual perteneció el artista.

“Civilización y modernidad” es el título de la segunda parte, en donde reducimos y ampliamos la lente para observar una trama de relaciones compuesta de iconografías, visualidad y sensibilidades. Relevando en clave indiciaria las pinturas, ahondamos en el horizonte de posibilidades que proyectaron o activaron y, aunque cada capítulo se presenta por separado para organizar la exposición, actúan de manera conjunta, articulando nodos de una sensibilidad civilizada impregnada de una visión moderna. De modo tal que, en el cuarto capítulo, examinamos las operaciones simbólicas que encarnan estas piezas como un “modo de contención” que deploró la soltura de las acciones en pos de una depuración del comportamiento, expuesto en composiciones contenidas, estrictas y disciplinadas. Como contrapartida de estas auto-coacciones, en nuestro quinto capítulo ahondamos en la gestión externa de aquellas contenciones, identificando los formatos de las presentaciones como una modalidad de coacción colectiva con la invocación de criterios asépticos, higiénicos y decorosos. Ambos capítulos analizan el despliegue público y privado de una concreción de modales “civilizados” a través de la pintura. En los dos últimos capítulos iremos un poco más allá para examinar el fenómeno desde una traza más amplia, recuperando la metodología de trabajo de nuestro artista para penetrar en la yuxtaposición de escalas de una trama cultural modernizante donde coexistieron lo micro y lo macro, el movimiento y la detención, el instante y la eternidad.

La conclusión más importante de este libro revelará un aspecto bifásico de las pinturas, tanto social como visual. Pues si por un lado estos lienzos representaron un despliegue pictórico de un mundo rural conveniente, nutrido de conductas reguladas, de un refinamiento de las maneras y de una depuración de las pautas de presentación; al mismo tiempo estas piezas también fueron acciones icónicas que engendraron, expresaron y estimularon un trastocamiento del régimen sensible de los habitantes de la ciudad, ofreciendo una mirada “moderna” del universo telúrico en particular. En términos metafóricos, esperamos abordar aspectos de un período no del todo explorado, capturando aquello que promovió Gutiérrez como propiedad del artista que nos sirve de “maravilloso ejemplo”: lo sempiterno de las estrellas junto a la fugacidad de las amapolas.

1Donald Lowe, Historia de la percepción burguesa, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 156.

2Carlo Ginzburg, Pesquisa sobre Piero. El Bautismo. El ciclo de Arezzo. La flagelación de Cristo, Barcelona, Muchnik, 1984, p. 22.

3Tulio Halperín Donghi, José Hernández y sus mundos, Buenos Aires, Sudamericana, 1985, p. 224.

4Prilidiano Pueyrredón, Carta a Alejandra Heredia, Buenos Aires, 1/11/1856.

5Marta Bonaudo (Dir.), Nueva Historia argentina, Tomo IV: Liberalismo, estado y orden burgués (1852-1880), Buenos Aires, Sudamericana, 1999; Beatriz Bragoni y Eduardo Míguez (Coord.), Un nuevo orden político. Provincias y Estado Nacional, 1852-1880, Buenos Aires, Biblos, 2010.

6Marc Bloch, Apología para la historia o el oficio de historiador, México, Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 64.

7Ricardo Gutiérrez, “Las obras de Pueyrredón en Amigos del Arte”, Caras y Caretas, nº 1.827, 7/10/1933, p. 125.

8El concepto general es de Pagano pero late en otros autores de la década de 1930. Resulta interesante observar cómo se reevaluó la figura de Pueyrredón en relativamente poco tiempo, pasando de ser un “primitivo” artista a uno “tradicionalista” y luego al “pintor criollo por excelencia”. Cfr. Edmundo Montagne, “Museo de Bellas Artes” en Mundial magazine, año II, nº 19, Buenos Aires, 1912, p. 605; Namuncurá, “Pedro Prilidiano Pueyrredón. El pintor criollo por excelencia”, Caras y Caretas, nº 1501, Buenos Aires, 9/7/1927, p. 179; José León Pagano, “Prilidiano Pueyrredón”, LaNación, Buenos Aires, 6/11/1932; Julio Rinaldini, “Experiencia de una exposición de arte”, Revista Sur, año VI, Buenos Aires, 1936, pp. 92-94.

9Eduardo Schiaffino, La pintura y la escultura en Argentina(1783-1894), Buenos Aires, Del autor, 1933, p. 152.

10Aunque el MNBA poseía el estudio del retrato que había sido donado por José Prudencio Guerrico al momento de su inauguración en 1896, el óleo fue reclamado al MHN en 1933 y éste, al ceder la pieza, encargó una copia al artista Rafael del Villar. Tales circunstancias motivaron la inclusión del pintor en los trabajos de Eduardo Schiaffino y de José León Pagano, quien condenó como un caso de “ceguera” el no haber reparado en Pueyrredón hasta entonces. Cfr. Eduardo Schiaffino, Catálogo de las obras expuestas en el Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires, 1896, p. 59; Eduardo Schiaffino, La pintura…, op. cit.; José León Pagano, El arte de los argentinos, Buenos Aires, el Autor, 1937, p. 191; Miguel Navarro, 120 años de Bellas Artes. Obras fundacionales del Museo Nacional de Bellas Artes, AAMNBA, 2016.

11El retrato formó parte de la campaña publicitaria del aceite de mesa “La negrita” producida por la célebre licorista Freixas & Cía. La lámina se entregaba tanto en la revista como también por correo o personalmente de manera gratuita “a toda persona que lo solicite”. Véase Caras y Caretas, año XXXVI, nº 1808, Buenos Aires, 27/5/1933, p. 150.

12Se trató de una época propensa al “rescate” de figuras del pasado en cuyos atributos se involucró gran parte del mundo cultural argentino. Véase Alejandro Cataruzza (Dir.), Nueva Historia argentina, Tomo 7: Crisis económica, avance del Estado e incertidumbre política (1930-1943), Buenos Aires, Sudamericana, 1999, p. 432; Alejandro Cataruzza, Historia Argentina, 1916-1955, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009, p. 149.

13En este escenario se revalidaría la figura del gaucho con la promoción de fiestas, celebraciones y procesiones diversas, desde la instauración del Día de la Tradición en 1939 al primer monumento al gaucho en 1948, precisamente el año en que Astrada publicó El mito gaucho como una reelaboración en clave filosófica y nacionalista del Martín Fierro. Este contexto general permite comprender la vindicación de Prilidiano Pueyrredón, y especialmente de su pintura rural, como parte de un entramado que incluyó numerosos dispositivos tendientes a estimular un sentimiento patriótico, postulando también un modelo de hombre argentino. Cfr. Carlos Astrada, El mito gaucho, Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, 2006 (1948); Matías Casas, “Entre peronistas y radicales: disputas en torno al monumento al gaucho en la provincia de Buenos Aires, 1947-1948”, Prohistoria, año XIX, nº 25, 2016, pp. 53-78.

14Decreto nº 72154/40, Boletín del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública de la Nación Argentina, nº 14, Buenos Aires, 1940, p. 1926.

15Jorge Romero Brest, Prilidiano Pueyrredón. Monografías de arte americano, Buenos Aires, Losada, 1942.

16Arminda D’Onofrio, La época y el arte de Prilidiano Pueyrredón, Buenos Aires, Sudamericana, 1944.

17José León Pagano, Prilidiano Pueyrredón, Buenos Aires, Academia Nacional de las Artes, 1945.

18Para una revisión más detallada de esta historiografía véase Lucas Andrés Masán, “El copo y la avalancha. Los estudios sobre Prilidiano Pueyrredón”, Boletín de Arte, nº 20, 2020, pp. 1-8.

19Jorge Romero Brest, Prilidiano Pueyrredón…, op. cit., p. 6 y p. 10.

20Ángel Osvaldo Nessi, “Prilidiano Pueyrredón, maestro del retrato”, Imagen, nº 4, 1947, pp. 57-64.

21Bonifacio Del Carril, Monumenta Iconographica. Paisajes, ciudades, tipos, usos y costumbres de la Argentina, 1536-1860, Buenos Aires, Emecé, 1964, pp. 13-14.

22Julio Payró, Prilidiano Pueyrredón, Joseph Dubordieu, la pirámide de mayo y la Catedral de Buenos Aires, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires/Facultad de Filosofía y Letras, 1972; Julio Payró, 23 pintores de la Argentina (1810-1900), Buenos Aires, EUDEBA, 1978.

23Adolfo Ribera,