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Eterna Oscuridad es la fascinante historia de un joven británico que fue atacado por un vampiro y transformado en un ser inmortal. Andrew Mac Gregor, nuestro protagonista, decide ahora narrar sus experiencias, en un camino lleno de adversidad, de soledad y de oscuridad, pero también, de amor y valentía. Su travesía nos lleva a través del planeta, desde los rincones de Pekín hasta las entrañas de Buenos Aires, y a través del tiempo, desde fines del siglo XIX hasta nuestros días, revelándonos los increíbles orígenes del vampirismo y su verdadera relación con el cristianismo. Esta es la biografía, narrada en primera persona, de un vampiro que ha vivido más que cualquier ser humano y está dispuesto a revelarnos sus más oscuros secretos, sumergiéndonos en un universo maldito y peligroso, que la humanidad había decidido enterrar en un pasado lejano.
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Seitenzahl: 469
Veröffentlichungsjahr: 2022
Christian A. Kaufmann M.
Kaufmann M., Christian A. Eterna oscuridad / Christian A. Kaufmann M. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2123-1
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Prólogo
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Epílogo
“El hombre es mortal por sus temores e inmortal por sus deseos”.
Pitágoras
Los hechos que narraré en estas páginas serán muy probablemente considerados por el lector como una audaz quimera propia del autor, una obra literaria fantástica de finales del siglo XX elaborada con el único y sencillo fin de vender grandes cantidades de libros, o simplemente como una fábula creada por la trastornada y muy imaginativa inspiración de un demente. Sin embargo, yo no soy un escritor de novelas abstractas e irracionales, ni un inescrupuloso autor desesperado por mejorar su posición económica que, en mi caso, además, es absolutamente irrelevante. Yo soy, lisa y llanamente, lo que el mundo ha dado a llamar: un vampiro.
Sé perfectamente que no es sencillo tomar con seriedad semejante confidencia, y mucho menos si uno no desea ser calificado por los demás como un ingenuo. Yo lo entiendo. Nadie lo creería. Más aún en esta época en la que ustedes están viviendo. En el amanecer del siglo XXI parece ser que la única verdad es aquella que nos es dada a través de la ciencia. Y lo comprendo. Yo mismo, hace más de cien años, en mi juventud, no podía tomar en serio aquellas novelas sombrías y absurdas, aunque entretenidas, de vampiros y muertos vivientes que solía leer mientras viajaba camino al lugar donde desarrollaba mis estudios, durante los fríos inviernos ingleses en la última década de 1800. En aquellos tiempos yo era un joven con una educación de más estructurada que estudiaba ciencias en la universidad y, aun a pesar de haber nacido y crecido en el seno de una familia con fuertes raíces católicas que acudía cada domingo a misa, había comenzado a ver el mundo en general desde una perspectiva muy diferente a la inculcada por mis padres cuando era un niño. Cómo creer en vampiros, a pesar de todas las habladurías que llegaban de la Europa Central y que tanto temor nos habían causado en la niñez, haciendo que nuestros sueños se transformaran en horribles pesadillas, protagonizadas por engendros temibles que resucitaban desde sus tumbas y acechaban a sus víctimas bajo la luz de la luna. ¡Qué locura!
Pero lo cierto es que no todo es fábula. No todo es mentira. Algunas leyendas son en realidad historias con contexto verdadero, y una de esas historias reales es que el vampiro existe. El vampiro es real. El vampiro es ancestral y desde tiempos inmemoriales se abre paso aniquilando todo lo bueno que hay en ustedes. El vampiro vive gracias a la muerte de los demás. Extrae vida para vivir. El vampiro, aunque día a día muere por dentro porque su mayor pecado fue ansiar la vida eterna, camina entre los vivos dejando su pestilente aroma a destrucción y maldad.
Sin embargo, el objetivo primordial de este relato no es lograr que quien lo lea pueda creer en mí y en lo que soy, sino que lo hago con el fin de extraer los sentimientos más arraigados en lo profundo de mi mente y de mi inerte corazón, para llevarlos al exterior y arrastrar así con ellos al menos un poco de todo el dolor que constantemente me consume, me agobia y me impide sentir. Espero, tal vez ilusamente, de esta forma, aliviar mi alma y mi espíritu, ambos condenados a la eterna oscuridad.
Los nombres de los personajes y de algunos lugares que aquí se mencionan han sido cambiados pero, exceptuando ese detalle, deseo remarcar que no narraré otra cosa más que mi historia, y no escribiré ninguna otra cosa más que mi cruda verdad. Después, ustedes sacarán sus propias conclusiones acerca de quién soy… o no. Creer o tener fe, son privilegios que los humanos tienen gratuitamente. Yo no los poseo. Ser lo que soy siempre ha significado vivir entre engaños y mentiras. Es una constante en mi existencia. Este libro, empero, es mi confesión. Se podrá creer o no creer en su contenido. Sin embargo, quien logre abrir su mente a esta lectura podrá vislumbrar los pensamientos y sentimientos de alguien que ha vivido y que vivirá mucho más tiempo del que ningún ser humano podría imaginar jamás.
Soy la sombra en la oscuridad. Soy el aliento que apaga la luz del candelabro. Soy el hedor que revuelve sus tripas y lleva la desgracia. Soy aquel que termina con la vida. Yo soy el Nosferatu.
Nací con el nombre de Andrew Mac Gregor, en las afueras de Eyemouth, Scottish Borders, Escocia, en 1875. Único hijo de Rodderick Mac Gregor y de Sarah Neeson, ambos campesinos que habían prosperado en el negocio de las lanas, tuve una niñez marcada por la vida al aire libre, en libertad, rodeado de verdes pastizales y fértil tierra negra. El hogar de la familia Mac Gregor se centraba justo en la parte baja de una colina que desencadenaba en un gran y profundo acantilado, y desde allí se podían ver enormes barcos que surcaban los océanos, imponentes ante la bravura de las heladas aguas del Mar del Norte. Allí pasaba mis días, ayudando a mi padre en su trabajo, jugando con los animales de la granja y, en ocasiones, con algún pequeño vecino que se acercaba. De esa niñez, a menudo suelo recordarme recostado sobre la hierba, entre las ovejas que pastan, observando las aves. Recuerdo que tenía dos grandes ambiciones, dos deseos con los que soñaba en los días de mi infancia: el primero era poder volar como los pájaros a través de los cielos y recorrer el mundo entero sin que ninguna frontera ni ningún océano pudieran detenerme, y el segundo era el más extraño para un niño de mi edad, porque anhelaba vivir eternamente, vivir más de lo que todos los demás hombres en esta tierra pudieran hacerlo, porque consideraba que una sola vida era muy poca para un ser humano y sentía temor al paso del tiempo y a los rostros de los ancianos. Siendo tan solo una criatura, tenía miedo de envejecer. ¡Qué gran contraste con lo que finalmente terminé siendo y padeciendo! Pero esos sentimientos siempre preocupaban a mi madre. Ella parecía vigilarme constantemente. No con la normalidad que una madre cuida a su hijo, ella parecía inquietarse con mis aspiraciones. A veces incluso llegué a pensar que me temía. Creo que mi madre pensaba que yo era diferente a los demás niños. Ella estaba segura de que su hijo poseía alguna habilidad que la inquietaba, y debo darle crédito a eso porque no había dudas de que yo era distinto a mis amigos: más adulto, más inteligente, más capaz. También, con mayores inquietudes. Mi abuela, una escocesa de pura estirpe que enviudó muy pronto y tuvo que criar sola a mi padre en un mundo de hombres, solía decir que yo siempre intentaba encontrar una respuesta para todo, aun para lo que no las hay. Decía que era atrevido y muy sagaz para ser un niño. No, ella tampoco fue indiferente frente a mis comportamientos. Sin embargo, ignorando el verdadero y oscuro secreto que envolvía el destino de su nieto, desconociendo la verdad, creyó tener en mí tan solo a un muchacho con brillante intelecto. Estaba tan orgullosa. Por esa razón, fue ella quien convenció a mi padre para que se esforzara con su trabajo y así pudiera darme una educación más apropiada. Mi abuela deseaba evitarme el destino que toda la familia Mac Gregor había tenido en los últimos cien años: ser un simple campesino. Ella se negaba a desperdiciar el talento de su amado y único nieto y creía que ya era tiempo de que alguien se destacara dentro de la familia. Aunque mi madre sentía muchas dudas al respecto, dudas que solo ella parecía comprender, mi abuela insistió hasta convencerla también. Así fue como mis padres decidieron enviarme a un colegio en la ciudad de Edimburgo apenas tuve la edad que se requería para comenzar la educación, y debieron resignarse a la idea de que su hijo no siguiera sus pasos. También allí realicé mi preparatoria para el ingreso a la universidad. En 1893 la familia entera se trasladó a la vecina Inglaterra y se instaló en las afueras de la ciudad de Rochester, a orillas del río Medway, en Kent, con el propósito de cambiar de actividad económica, ya que la reciente pero masiva proliferación de industrias de la lana a lo largo y a lo ancho de toda Europa representaba una competencia imposible de sobrellevar para cualquier pequeño emprendimiento como el de mi padre. Sin embargo, mi familia no había pensado en Inglaterra solamente como una posibilidad de sostener o mejorar su posición económica, sino que también era el lugar ideal para que yo pudiera completar mi educación. Y entonces, el sueño de mi abuela finalmente se hizo realidad un año más tarde cuando logré ingresar a la Universidad de Cambridge.
Recuerdo aquellos años en la universidad con gran placer, pero también con cierta amargura por lo que ya no será. Esos años transcurrieron como si se tratase de un lento proceso a través del cual la insulsa oruga gris se transforma en una imponente libélula con enormes y sensacionales alas, de deslumbrantes y bellos colores. Allí no solo se estudiaba, sino que además se vivía. Era como un segundo hogar. Ocasionalmente viajaba hasta Rochester, haciendo una escala obligada en Londres para secundar a mi padre en su flamante y prolífico negocio, ahora de cueros y pieles. Sin embargo, cada vez que viajaba al hogar de mis padres, una opaca sensación se apoderaba de mí, porque podía observar que la relación entre ellos iba empeorando progresivamente. Esto, de allí a unos años más, los llevaría finalmente a la separación.
Pero la depresión que me causaba la ruptura de mi familia no se interpuso en mis progresos en la universidad. De hecho, mi desempeño fue tan sobresaliente que obtuve varios premios y distinciones por mis tesis médicas. Mis profesores se admiraban de mi capacidad de estudio, de mi facilidad para aprender. Lamentablemente también tuve problemas con mis compañeros, la gran mayoría de ellos ingleses protestantes, que veían en mí a un escocés católico que no debía ser mejor que ellos. Tuve muchos inconvenientes en ese triste aspecto, lo que se acentuaba a causa de mi casta de campesino. La arrogancia de algunos era tan baja que se alejaba con mucho de la idea de crecimiento intelectual que la universidad proponía. Recuerdo estos sucesos porque fue a causa de ellos que comencé a sentir con más conciencia que una fuerza extraña rodeaba mi destino, que un poder o una presencia que me guiaban actuaban por sí solos. Aún no logro borrar de mi mente la imagen de uno de mis compañeros cayendo desde las alturas de un edificio de la universidad y destrozándose en el frío suelo de piedras. Ese muchacho había sido la cabeza de una elite de jóvenes que se había hartado de mofarse de mí durante los últimos meses del segundo año. Los médicos dijeron que su muerte no había sido provocada por la caída, y que su cuello estaba tan monstruosamente roto que su cabeza había dado un extraño y horrendo giro de 180 grados. Toda la universidad lo vio morir. Fue como si algo lo empujara deliberadamente, luego de atacarlo con salvaje furia. Hubo una minuciosa investigación, pero la policía no logró demostrar que se había tratado de algo más que un suicidio o un accidente. Y esa no era la primera vez que algo así sucedía en mi vida. Otros eventos similares a este habían marcado mi infancia a fuego y me habían hecho sentir, a medida que se multiplicaban, como si yo fuera el indirecto hostigador, un culpable que se ocultaba en las siniestras tinieblas de la inocencia. Era como si alguien estuviera actuando a mis espaldas, y se deshacía de todo aquello que pudiera perjudicarme. Sentía como si alguien estuviera quitando las piedras de mi camino, protegiéndome. El futuro me demostraría más adelante, con una cruda revelación, que no estaba equivocado...
Pero, aun a pesar de las enormes trabas que debí superar, la universitaria fue una época que sin dudas me brindó grandes satisfacciones también. Me ayudó a tener más confianza, más entereza, lo que consecuentemente alivió aquellos remordimientos que sentía. Los progresos en los estudios también me hicieron obtener respeto y fama en el mundo académico. Me destaqué en ciencias, arte y cultura. La lectura fue una de las mayores actividades que desarrollé, lógicamente, y fue la literatura una de mis preferidas, y dentro de la literatura William Shakespeare era mi favorito. Sus relatos me ayudaron a mejorar mi forma de expresarme y, como efecto secundario, a conquistar a las damiselas que vivían en los alrededores, que caían bajo el noble hipnotismo de mis palabras, las cuales extraía de allí.
Y en parte fue también gracias a la literatura que tuviera la gran fortuna de conocer a la mujer más hermosa del universo, la mujer que se adueñaría de mi corazón para siempre y cuyo nombre ahora les daré a conocer: Rose Gaverdeen. Ella era la dama más especial y a la vez de mayor simpleza interior que existiera en todo Rochester. Delicada como una dulce paloma nívea y con el carácter de un corcel al que nunca nadie habría podido domar. Bella como un ángel y cautivante como un demonio, sus ojos brillaban más que cien mil esmeraldas. Su cabellera larga, ondulada y rojiza, bajaba como una cascada solo para detenerse en sus caderas, y desprendía un perfume solo comparable con el de las rosas más rojas de Inglaterra.
En realidad, el destino nos unió con la simple excusa de asistir a las nupcias de unos amigos que ambos compartíamos en Rochester. Peter Johnson había sido uno de mis compañeros de estudio durante los años en Cambridge, y nuestra amistad se había extendido más allá de los muros de la universidad al vivir en la misma ciudad. Juntos habíamos emprendido algunos proyectos científicos y publicado algunos artículos en un semanario estudiantil. Sus padres me adoraban como a un hijo más, y muy a menudo solía pasar fines de semana en su residencia, una hermosa mansión, que poseía una abadía propia, con jardines majestuosos, donde ese día se realizaba su boda con una joven que había conocido en Liverpool, durante un viaje de negocios. Amy Grant era su prometida y amiga personal de Lady Rose. Su belleza era indiscutida, con lo cual esa jornada mi fiel amigo Peter era el más envidiado por los hombres que allí se encontraban. Pero yo solo vi a Rose. Allí, nuestras miradas se cruzaron por primera vez en el preciso momento en que la novia hacía su imponente ingreso al salón nupcial y se daba inicio a la ceremonia. Lady Rose estaba sentada junto a la familia de la novia; yo, al otro lado del corredor que conducía al altar, con los invitados del pretendiente. Sin embargo, cuando Rose y yo nos miramos, por un instante el tiempo pareció detenerse y solo correr para nosotros dos. Aún puedo recordar, no vagamente, cómo su hermoso rostro se iluminaba con los rayos del sol que ingresaban a través de una gran ventana de la capilla. Sus mejillas rebozaban de color… Hasta que el paso de la blanca novia a través del pasillo ineludiblemente cortó el hechizo. No obstante, nuestros destinos ya habían sido marcados porque ella y yo éramos los padrinos de la boda.
Cuando la volví a ver por la noche, en la fiesta que siguió al casamiento, ella conversaba con otras señoritas acerca de un pasaje de una obra de Shakespeare de la que no lograban recordar el título.
“El mercader de Venecia”, exclamé, interrumpiendo de manera muy educada su conversación y saludando con cordial gesto.
Lady Rose sonrió con dulzura y fijó tímidamente sus ojos en los míos, penetrando en mi alma y llegando a lo más profundo de mi corazón. De inmediato supe que esa mujer sería realmente importante en mi vida. Era la persona que no había estado esperando, una de esas personas que se cruzan en la vida de alguien cuando menos se las espera, y revolucionan todo el presente y el futuro, sobre todo el futuro. Fue como si el mismísimo Dios nos hubiese unido allí esa noche. Juntos atravesaríamos las turbulentas y profundas aguas del amor y del dolor… y no sería, sin embargo, el mismo Dios que nos unió quien finalmente nos separaría para siempre.
* * *
Suele mencionarse en antiguos libros y en leyendas no escritas que el vampiro no ama. Se nos describe como animales sin sentimientos que asesinamos por alimento, en el mejor de los casos, o por diversión o satisfacción egoísta. En la novela de Bram Stocker, el vampiro Blad Tepes, al que el escritor llamó extrañamente Drácula solo porque pertenecía a la Orden del Dragón, es un ser carente de todo sentimiento, que ataca a veces por sangre y otras vaya uno a saber por qué. Blad en realidad se transformó en vampiro luego de su captura para evitar la muerte, pero fue destruido al poco tiempo de haber salido de su tumba. Él fue diabólico mientras estuvo vivo. Fue un empalador sin ninguna piedad mientras fue un ser humano. La actitud de la gran mayoría de los vampiros es una consecuencia directa de su paso por el mundo como seres humanos. Si el amor siempre fue únicamente propio o si fue hacia otras personas, si sus intereses se interpusieron siempre por sobre los de los demás o no, eso definirá en general la forma en que una vez convertido en vampiro se mueva por la tierra.
* * *
En 1898 debí regresar a Cambridge para mis exámenes finales y la tan ansiada graduación, luego de un corto pero feliz descanso que la universidad otorgaba a sus alumnos para visitar a sus respectivas familias y pasar las Navidades. Para ese entonces, Lady Rose y yo llevábamos juntos cerca de un año como novios oficiales. Con angustiosa pena por lo perdido, recuerdo hoy, más de una centuria después, que aquellos fueron los años más felices de mi vida, sin lugar a dudas. Compartir una conversación con ella, tomar su mano y acariciar su delicado rostro era una bendición para mí. Poseerla era el tesoro más grande e importante que yo podía ansiar. Reposar a su lado era descansar en el edén. Deseaba pasar el resto de mi vida con ella y ese sentimiento era recíproco. Por eso, antes de marcharme de regreso a la universidad, anunciamos a nuestras familias y amigos, en oportunidad de su cumpleaños, nuestro inminente compromiso, para el cual organizaríamos una gran celebración. Una celebración, no obstante, que nunca se llevaría a cabo porque sería precisamente la última noche que pasaría en Rochester la que cambiaría mi vida para siempre.
Luego de acompañar a Lady Rose hasta la casa de sus padres y despedirme de ella, abordé el carruaje que me llevaría a la estación de trenes, desde donde partiría rumbo a Cambridge. Recuerdo muy bien que aquella noche no parecía ser igual a las demás. Había una niebla intensa en el camino, el frío hacía que los huesos dolieran, y el viento silbaba entre los árboles como llamando a los demonios. De vez en cuando asomaba la cabeza por la ventanilla para observar al chofer, temeroso de que cometiera un error o se durmiera, pues lo había visto llevarse una petaca de licor a la boca en varias oportunidades, mientras aguardaba por mí en la casa de Lady Rose. Son esas ocasiones en las que uno cree que debería rehusarse a subir como pasajero, pero por educación, calla. Su rostro ahora se veía extraño, efectivamente, pero no porque estuviera ebrio, sino más bien porque parecía atemorizado. Pude ver que sacó del bolsillo de su abrigo una cruz de hierro de considerable tamaño y envolvió la cadena que la sujetaba en su mano derecha. Su cabeza se movía de lado a lado con nerviosismo, como si intentara ver algo o esperando que algo malo sucediera. Pensé que estaba volviéndome paranoico con aquel sujeto, de modo que me acomodé en mi asiento y cerré los ojos para intentar descansar un poco. El viaje era largo y la noche era fría, y aún restaba la travesía en ferrocarril, el cual solía retrasarse frecuentemente. A qué hora llegaría a Cambridge. ¿Qué hora era en este preciso momento? Bajé la cabeza y busqué con mi mano el reloj que se encontraba en mi bolsillo, pero ni siquiera pude fijarme la hora. El aparato salió despedido de mi mano al tiempo que yo me estrellaba violentamente contra el frente del carruaje, impulsado por la súbita y enérgica frenada de los caballos. Me incorporé dolorido, pero bruscamente, asustado por lo sucedido y también a causa de los fuertes relinchos de los animales. De pronto el chofer abrió la puerta, como fuera de sí, y me indicó con gestos desesperados que bajara.
—¡¿Vio lo que yo vi?! –dijo con su mirada perpleja–. ¡Casi atropello a esa señorita!
—¿De qué está hablando? –grité, mientras descendía del carruaje–. ¡Casi me mata a mí!
El hombre entonces relató gesticulando con nerviosismo que una joven vestida con ropa de cama de color blanco se interpuso entre el camino y el carruaje. De milagro, aseguraba, había logrado frenar los caballos.
—¿Una mujer a estas horas de la noche y en este lugar? ¿Y dónde fue?
—Corrió hacia allá –Y señaló la espesura del bosque.
Permanecimos de pie uno al lado del otro unos treinta segundos sin hablar y sin movernos.
—Le juro que era una dama.
—Una mujer sola en el medio del bosque y a medianoche…
—Tal vez estaba perdida…
—¿Y se perdió en camisola?
—Bueno… Yo…
—¡Un momento!
—¡¿Qué?! –dijo, asustado, pero en voz baja, como si tuviera miedo de que alguien lo escuchara.
—¡La vi!
—¡No! –volvió a decir, mordiéndose los labios.
Efectivamente, yo había visto una figura blanca moverse entre los árboles y que, de repente, había caído al suelo.
—¡Vamos a ver!
—¡Ni loco! –balbuceó el chofer y corrió junto a los caballos, santiguándose.
—De acuerdo –le dije, apoyando mi mano sobre su hombro para calmarlo–. Permanezca aquí y cuide el carruaje. No sea cosa que perdamos nuestro transporte.
—Yo que usted no iría…
Hice caso omiso a su advertencia y me adentré en la espesura del bosque.
* * *
En la Europa de finales del siglo XIX la mayoría de las historias de terror aún se transmitían de boca en boca. Ya había muchos escritores que habían empezado a hacerse eco de la popularidad de esas leyendas y estaban comenzando a publicarlas en periódicos, con modificaciones propias, pero la realidad es que en ese entonces todavía los cuentos de terror solían ser asunto de viejos de los pueblos alejados. La gran mayoría de esas historias provenían de la Europa Central. La peste negra había dejado muchísimas secuelas en la sociedad. Una plaga que había matado a cerca del treinta por ciento de la población del continente y a sesenta millones de personas en África y Asia y había dejado como consecuencia una serie de trastornos religiosos, sociales y económicos que habían tardado siglos en sanar. Esos trastornos dieron origen a un montón de historias de muerte. Los cuerpos eran quemados para no propagar la enfermedad y en ocasiones la desesperación llevó a quemar a personas que aún no habían fallecido, por ejemplo. Y también estaba la catalepsia, una condición que se caracterizaba por la falta de respuestas a los estímulos externos y rigidez corporal, lo que llevó a que muchas personas fueran sepultadas o, nuevamente, quemadas vivas. Gente que rasgaba los ataúdes desde el interior o comenzaba a gritar mientras era expuesta al fuego fueron situaciones bastante frecuentes en esa época, y con los años terminaron transformándose en cuentos que se narraban en las cantinas o en las casas de familia para asustar a los chicos. Esos cuentos se fueron mezclando con otros cuentos, los que narraban historias de criaturas rompiendo las bóvedas de los cementerios para escapar de sus propias tumbas, o de seres extraños y monstruosos que atacaban a la gente y les extraían la sangre del cuerpo o incluso se las comían, porque no todos los que salían de sus tumbas o eran quemados vivos eran seres humanos. También estaban los otros, los no muertos. Los Nosferatu. Los seres que habían empezado a aparecer en Europa y que propagaban su propia enfermedad. Historias más fantásticas, pero no menos reales, puedo asegurarles. Sea como sea, todos los campesinos europeos habían oído alguna historia de esas en su infancia, y la mayoría de ellos, aun en su adultez, no estaban dispuestos a comprobar si eran un mito o una realidad.
* * *
En esa época del año las ramas de los árboles no soportaban el peso de la nieve y cedían, por lo que el suelo se encontraba repleto de ramas pequeñas y miles de hojas. Cada paso era un crujir de hojas secas, un chillido de algún animal silvestre o el sonido de algún ave que revoloteaba entre los árboles. Sin lugar a dudas, pensé, la decisión de mi amigo el chofer de quedarse atrás había sido sabia, pero yo ya estaba en el baile, y tenía que bailar. Caminé a través de un sendero de tierra con el que me topé, pero no logré llegar a ningún lado. Enseguida se terminó. Todo era bosque y nada más. ¿Mis ojos me habían engañado? De pronto escuché un gemido. Un gemido humano y femenino, más precisamente. Parecía provenir desde el otro lado de un inmenso árbol situado a no más de 20 metros frente a mí. Hice un paso y sentí otro detrás de mí. Un segundo paso y la sensación se repitió. Pero detrás de mí no había nada. A unos pocos metros ya del lugar desde donde había provenido el gemido, pude distinguir finalmente la misma figura blanca que había creído ver cuando estaba con el chofer del carruaje. Apresuré el paso y llegué hasta ella, y con gran estupor vi entonces a una joven mujer que yacía en el suelo. Su cuello presentaba una horrorosa mordedura, que parecía haber sido provocada por un animal, y también había mucha sangre manchando su camisola, a la altura de su pubis. Sus ojos estaban abiertos a pesar de que ya había fallecido, y en ellos se reflejaba una mirada de terror que generaba angustia. El espanto me invadió y retrocedí, tropezando con una rama y cayendo al suelo. En ese momento sentí que algo pasó por encima de mí. Desesperado, me incorporé y pude ver, sobre una roca, a varios metros a mi derecha, un animal. Parecía ser un lobo, un lobo negro. Sus ojos, también negros como los de un tiburón, se fijaban en mí y de su rostro solo se desprendía violencia. Mi reacción fue instantánea. Me incorporé y salí corriendo a gran velocidad y no me detuve hasta llegar al lugar donde se encontraba el carruaje.
—¡Larguémonos de aquí! –grité al chofer, mientras subía al carruaje, quien no se detuvo a preguntar qué había sucedido y tomó las riendas para hacer marchar a los caballos. Pero ahí no había terminado todo. Restaba lo más asombroso. Mientras nos alejábamos del infierno, fui testigo de algo que me atormentó aún más: el enorme lobo salía de la espesura del bosque hacia el camino con lentitud, con tranquilidad, erigiéndose y caminando en dos patas, para finalmente tomar forma humana. Me froté los ojos con fuerza porque no pude entender lo que acababa de ver, pero la figura humana seguía ahí, de pie, hasta que una curva en el camino hizo que lo perdiera de vista.
Cuando llegamos a la estación del ferrocarril, todavía conmocionado, relaté lo que había visto al chofer y sugerí que avisara a la policía. De ser preciso, le dije además que me quedaría en Rochester para dar mi testimonio.
—¿Y quién va a creer semejante historia, señor? –dijo el chofer, acercándose al banco de la estación donde me encontraba sentado – ¿Un lobo aquí?
—Tal vez escapó de algún lugar. Cuando vean el cuerpo de la joven, tendrán que creerme.
El obeso chofer se quitó el sombrero y acomodó su cabello hacia atrás, sentándose a mi lado.
—El cuerpo ya no debe estar allí, mi amigo. Si el animal que vio era un lobo, ahora ya debe haberlo devorado por completo. Y si lo que me ha contado es cierto, y es muy probable que lo sea, tampoco van a encontrarlo –dijo, al tiempo que besaba la cruz que aún se encontraba sujetada a su mano–. Si lo que vio era un vampiro, ella ya debe estar con él.
—¿Un vampiro? –exclamé–. ¡Por favor!
—Le sugiero que tenga la sabiduría de escucharme –dijo con voz seca–. Que no pueda verlo no significa que no esté ahí. No vemos el oxígeno y por la gracia de Dios lo inhalamos a cada momento. No logramos sostener el viento en nuestras manos y sin embargo él nos golpea con fuerza increíble. El vampiro existe. Y si fuera usted, me iría de este lugar de inmediato. Usted lo vio y él sabe que lo vio, y sabe que lo vio porque quiso que lo viera…
El chofer metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó un libro. Extendió su mano y me lo entregó.
—Léalo en su viaje a Cambridge. Es solo un libro, pero lo que allí se dice de los muertos que caminan es cierto…
Observándolo con incredulidad, escuché el silbato del ferrocarril y corrí hasta el andén para no perderlo. Cuando encontré mi cabina, me recosté y caí rendido por el sueño, agotado por mi increíble aventura en el camino.
El libro que me había obsequiado el señor Howard (tal el apellido del chofer del carruaje, por si no lo había mencionado antes) se titulaba El mundo de los fantasmas, e incluía un ensayo llamado “Negociación y explicación de la materia y características de los espíritus y los vampiros, y así de los retornados de la muerte en Hungría, Moravia, etc.”. ¡Vaya título! Tenía la tapa negra y el título estaba escrito con letras de color oro. Era antiguo, pero se encontraba en buen estado. Su autor era un monje benedictino francés, Augustin Calmet, y databa del siglo XVIII. Circulaba de mi mano derecha a la izquierda, y viceversa, mientras lo miraba por unos segundos y luego enfocaba mi vista en el paisaje. El camino a Cambridge, decididamente, era largo y tedioso y yo no lograba sacar de mi cabeza lo que había ocurrido la noche anterior en el bosque. Esa pobre mujer. Ese inmenso animal. Esa figura humana que surgió del animal. ¿Qué diablos había sido eso? ¿Acaso mi imaginación? Pero yo sabía lo que había visto. Intentando despejar mi mente de esos pensamientos, decidí distraerme echándole un ojo al obsequio del señor Howard. Por supuesto que en aquel momento me pareció una narración llena de fantasía. Sin embargo, me sentí enormemente atraído por la idea de ser inmortal, ya que uno de mis peores temores, como mencioné antes, era el inevitable paso del tiempo, a pesar de mi juventud. Un hombre que podía vivir eternamente y siempre joven… Y no pude dejar de comparar a los demonios que eran los protagonistas de esa narración con aquella figura lobo–humano que había creído ver.
Pero el tiempo pasó y los hechos fueron olvidados. En 1899 obtuve mi título de doctor en Medicina y mi amada Rose organizó una celebración familiar en la casa de sus padres a la que también concurrieron algunos amigos. También por aquel entonces comenzó a rondar por mi cabeza la idea de enseñar en la universidad para ahorrar dinero y poner mi propio consultorio. Es que yo aún vivía con mis padres y tenía la imperiosa necesidad de independizarme. Con ese objetivo en mente, envié cartas a las universidades cercanas ofreciendo mis servicios. Todas las mañanas, apenas me levantaba de la cama, bajaba las escaleras para ver si alguien había dejado una misiva por debajo de la puerta. La ansiedad me mataba.
Una mañana, mientras aún dormía, alguien llamó a la puerta. Desperté de golpe y escuché a mi madre hablar con alguien. Me puse la bata y bajé velozmente.
—Es una carta para ti –dijo ella un tanto extrañada, mientras me la entregaba–. El cartero la acaba de dejar. Se lo veía nervioso al pobre hombre. Dijo que cuanto antes se deshiciera de ella se sentiría más aliviado…
Haciendo caso omiso de sus últimas palabras, busqué un estilete y abrí el sobre. Era una carta escrita a mano y no tenía el membrete de ninguna universidad. La había enviado un inversor privado, que prefería mantenerse en el anonimato, según especificaba. Me proponía realizar una investigación para él, y estaba dispuesto a montar un laboratorio exclusivo para ese fin, que luego de finalizado el trabajo, sería de mi propiedad.
—Hijo, algo no está bien con eso –dijo mi madre con el ceño fruncido–. Nadie va a obsequiarte un laboratorio porque sí…
—No es “porque sí”, madre. Estaré realizando un trabajo para él que puede llevar meses. Aquí dice que, además de dejarme el laboratorio, se hará cargo de todos mis gastos durante el período que dure la investigación. ¡Mira la suma, madre!
Mi madre observó la cifra y sus ojos se hicieron más grandes.
—¡No puedo creerlo!
—¿Ves, madre? Con esto no solo puedo pagar mis gastos sino también la boda. Rose estará feliz. ¡Esta es la oportunidad que había estado esperando! ¡Esto es un milagro!
—¿Y qué es lo que quiere ese señor que hagas para él, hijo? –preguntó mi madre, que parecía estar un poco asustada con el asunto.
—Bueno, acá dice que está al tanto de mis reconocidas tesis universitarias. Supongo que será algo relacionado con mis investigaciones con células.
—Estoy muy orgullosa de ti, Andrew –dijo emocionada–, pero ten cuidado, por favor…
El laboratorio del misterioso señor que firmaba la carta con las letras CH se encontraba situado en el barrio de Chelsea, en Londres, a tres horas aproximadamente de la casa de mi madre. A la mañana siguiente, busqué mi mejor atuendo y tomé un transporte hacia allí, muy emocionado. Se trataba de un edificio bastante moderno, que se destacaba en la zona por ser uno de los pocos que no tenía el típico diseño londinense, sino más bien americano. Cuando llegué a la puerta dispuesto a golpear, pude notar que esta se encontraba apenas abierta.
—¿Hay alguien en casa? Soy Andrew Mac Gregor.
Nadie respondió, así que ingresé, quitándome el sombrero. Me encontré de pie frente a un hall bastante grande, con moderno amueblamiento. Había un escritorio situado a mi izquierda, pero nadie se encontraba allí en ese momento. De hecho, el lugar entero parecía estar vacío de gente. Sobre una mesa pequeña situada a mi derecha que se hallaba debajo de un espejo con bordes de bronce, con algunos anotadores y una pequeña lámpara apoyados sobre ella, se hallaba una hoja de papel escrita a mano:
Señor Mac Gregor: lamento no poder conocerlo personalmente, pero sucede que soy un hombre con muchas ocupaciones. Estoy muy satisfecho de que haya aceptado mi propuesta de trabajo. Como mencioné en la carta anterior, estoy familiarizado con sus investigaciones relacionadas con mutaciones y trastornos celulares, y creo fehacientemente que esto le fascinará. Como hombre de ciencias que es, sabe perfectamente que el envejecimiento es un proceso cronológico y biológico natural e irremediable. Pero en ciertos tipos de trastornos, este proceso es acelerado, como ocurre con la comúnmente denominada “vejez prematura”. [Llamada en realidad “progeria”, se trataba de una enfermedad genética de la infancia, que había estado siendo estudiada por un médico inglés llamado Jonathan Hutchinson. Según este, el trastorno hacía que las células crecieran y murieran más rápido]. Es decir, si algo acelera el envejecimiento, creo yo que es remotamente posible también controlarlo para detenerlo o invertirlo. Eso, según mi evaluación, por supuesto, aunque no soy médico, quisiera aclarar.
Hasta allí la explicación del misterioso señor CH parecía normal. Es más, diría que muy interesante para mí, pues era evidente que me estaba proponiendo desarrollar una investigación relacionada con la inmortalidad del ser, algo que, como ya mencioné, me fascinaba. Sin embargo, fue lo que leí a continuación lo que me hizo cuestionar por completo los propósitos de sus deseos.
Creo fuertemente que esa mutación puede estar directamente relacionada con la enfermedad del vampirismo. Con tal motivo, hace años empecé a adquirir con gran interés y pagando cuantiosas cantidades de dinero cualquier información, cualquier indicio, fuere este escrito o hablado, que diera un poco de luz a mi oscuridad. Leyendas, rituales, todo servía. También comencé a hacer pruebas que se alejaban de la ciencia y se asemejaban mucho más notoriamente a la magia negra o brujería. Mi curiosidad obstinada me llevó a experimentar con casi todo, desde disecciones de murciélagos y otros animales (en procura de hallar alguna encima, glándula o célula milagrosa) hasta incluso beber sangre que obtuve en un hospital de manera ilegal, mezclada con otros ingredientes que tomé de una receta esotérica. La poción, por supuesto, no dio resultado. Pero nunca me doy por vencido. Espero, en verdad, que usted tampoco.
En ese momento mi mundo pareció derrumbarse. Es que me di cuenta de que estaba tratando con un demente. Caí en la cuenta de que había estado siendo engañado por un loco al que ni siquiera conocía. Mi madre tenía razón, después de todo: no existía tanta generosidad desinteresada en este mundo. Tal y como ella lo había pensado, yo había sido demasiado ingenuo y habían jugado con mi inocencia. Salí del laboratorio, cerré la puerta y dejé las llaves debajo de un tapete. La ilusión había terminado. Por terminado di el asunto. Sin embargo, sin saberlo, había dado un paso crucial hacia algo que era tan lóbrego como ineludible. Ya era demasiado tarde para arrepentimientos. Esto que me había ocurrido no había sido casualidad sino causalidad. Sin saberlo, alguien había estado siguiendo todos mis movimientos desde lo oculto, desde las sombras, y ahora ese alguien sabía que su hora de aparecer en mi vida había llegado.
Procurando recuperar el tiempo perdido con tanta ingenuidad en aquel laboratorio, decidí enviar una carta a mi amada Lady Rose para solicitarle que viajara cuanto antes para que pudiésemos efectuar el compromiso. Yo mismo había estado dilatando la fiesta por motivos económicos, y ahora caía en la cuenta de que solo había estado desperdiciando la oportunidad de ser feliz y de hacer feliz a la mujer que amaba. Al cabo de unos días recibí con gran satisfacción su respuesta: ella estaba feliz de recibir noticias mías y deseosa de verme. Venía en camino y nos casaríamos antes de la Navidad. Yo abandoné las grandes aspiraciones por el momento y acepté un puesto como “regent house” (regente colegiado) en la Universidad Metropolitana de Londres, y con el adelanto de sueldo que me otorgaron pude dejar la casa de mi madre y comprar una casona antigua pero bastante bonita en Highbury, ciudad apacible y hermosa situada no muy lejos de Londres. Llevaría tiempo terminar de pagarla, pero sería el hogar perfecto para Rose y para mí. Los estudios sobre la inmortalidad y el dinero ya no eran mi prioridad. Mi prioridad primera había vuelto a ser ella.
Una fría y nublosa noche de noviembre alguien hizo resonar las campanas en el pórtico de mi nueva casa justo cuando había logrado conciliar el sueño. ¿Quién podría ser a esas horas?, me pregunté, y las campanas sonaron una vez más. Mi reloj marcaba las tres de la madrugada, pero la cuerda se había terminado y las agujas estaban detenidas, así que deduje que sería más tarde, alrededor de las cuatro, o las cinco. Me vestí con una bata de invierno, salí de mi habitación y descendí por las oscuras escaleras que conducían al hall y a la entrada principal solo ayudado por la tímida luz de un candelabro que llevaba en mis manos. Ya desde la mitad de las escaleras pude sentir una extraña presencia, y en el suelo del hall parecía haber una especie de niebla de color verde intenso que se iba por debajo de la puerta. Cuando por fin bajé y me disponía a abrir la puerta, un sobre fue deslizado por debajo de esta. Y fue entonces cuando pude ver, a través de las cortinas de la ventana, la figura de un hombre, o mejor dicho, una figura humana. Una imagen fantasmagórica que causó tal escalofrío en mi cuerpo que me impidió moverme, ni siquiera para pestañear. Una figura negruzca que, ante mi asombrada presencia, no se movió horizontalmente, sino que se deslizó hacia arriba y desapareció. Al mismo instante, un hedor extraño se apoderó de todo el hall, un hedor tan lóbrego como el que se respira en las criptas de los cementerios, y un ramo de rosas rojas frescas que había dejado mi ama de llaves aquella misma noche antes de marcharse yacía marchito en su jarrón. A su lado, una figura de plata que representaba la crucifixión de Cristo, que se hallaba en el marco superior de la puerta, de pronto había sido invadida por un extraño moho verde. Debo reconocer que ante tal enigma no tuve el valor suficiente para abrir la puerta y salir a observar. Es que no lograba comprender, no podía hallar una explicación racional a lo que habían visto mis ojos. La imagen de aquel sujeto oscuro del bosque volvió a mi mente. Porque siempre, desde aquel momento, había permanecido en mis temores la idea de que me buscara. Juro que incluso pellizqué mi brazo para saber si estaba despierto. Cuando por fin logré moverme, tomé el sobre que había dejado la misteriosa sombra. Contenía una nota que estaba dirigida a mi persona y parecía ser la misma letra del demente del laboratorio, aquel que firmaba con las siglas CH. Es aquí, en este mismo instante, donde los hechos comienzan:
Debo reconocer que mi notable persistencia e interés denodado en la ciencia del vampirismo y la inmortalidad que este encierra, señor Mac Gregor, lo han desbordado de manera absoluta. Yo puedo darle las respuestas a todas sus preguntas, doctor. Necesito despejar sus dudas sobre mi persona. No soy un demente, estimado, y créame que no depositaría mi confianza y mis bienes en una persona que no tuviera toda mi confianza. Creo fervientemente en su trabajo y en su capacidad de investigación. Lo necesito, doctor. Y usted también me necesita. Le aseguro que su porvenir económico estaría asegurado. Si le interesa, véame mañana por la noche cuando las agujas del reloj marquen las diez, en el bar de Burrows. Por favor, acuda solo…
¿Acaso el extraño personaje podía conocerme? ¿Pero quién era él? ¿Qué buscaba? ¿Cómo esta persona había tomado conocimiento de mis investigaciones que, si bien es cierto que habían cobrado notoriedad, solo había sido a nivel local y del ambiente universitario? Qué quería de mí y qué era toda esa locura del vampirismo. Ya había tenido suficiente en el bosque con esa situación tan extraña y estresante que me había tocado vivir. ¿Podía estar este evento de alguna manera conectado con este misterioso sujeto? No. Imposible. Esas cosas no son reales. ¿Y la sombra? ¿La que había visto a través de la ventana de mi casa desplazándose de manera tan extraña? ¿Había sido acaso el producto de mi imaginación? ¿Sería posible que la luz emitida por la cerilla del candelabro que llevaba en mis manos pudiera haber reflejado esa figura desde un ángulo tal que mis ojos, llenos de agotamiento, fueran simplemente engañados? Las dudas desbordaron mi mente y me impidieron volver a conciliar el sueño por el resto de aquella noche. ¿Debería concurrir a la cita? ¿Y si se trataba de un millonario filántropo londinense al que le fascinaba gastar dinero? ¿Y si por temor yo perdía una oportunidad de progreso única? ¿Podría permanecer el resto de mi vida preguntándome qué había detrás de tanto misterio?
La mañana siguiente recibí tres nuevas misivas. La primera era muy agradable, puesto que provenía de Rochester y la enviaba mi querida Lady Rose Gaverdeen. Me ponía en conocimiento del momento exacto de su esperada llegada: el tren en el que venía arribaría a la estación central del ferrocarril de Highbury & Islington dentro de las próximas veinticuatro horas, exactamente el 9 de noviembre de 1899, a las 11:25 de la mañana. La segunda carta era más amarga y pertenecía a mi madre: me comunicaba su decisión de divorciarse de mi padre. Lo que tanto había temido en tiempos de mi niñez y adolescencia había finalmente sucedido. Su matrimonio se había acabado, cansada de soportar durante tantos años los excesos alcohólicos de mi padre, que ya se había vuelto inmanejable. Esta ruptura me llenó de dolor, pero sabía que tarde o temprano sucedería. Me contaba que se encontraba muy afligida por lo ocurrido, pero a la vez muy feliz por mi decisión de contraer matrimonio con Rose, e intentaría estar con nosotros para ese gran día. Inmediatamente contesté la carta, solidarizándome con mi madre, recordándole que, si tenía algún problema o necesitaba mi ayuda, no hiciera más que escribirme. Pero fue la tercera y última carta que recibí aquella mañana la que causó el mayor impacto sobre mí. Otra vez se trataba de un anónimo, y contenía un exiguo pliego con un mensaje aún más exiguo, pero desconcertantemente cargado de incógnitas. Decía lo siguiente:
Doctor Mac Gregor: No acuda a la reunión de esta noche bajo ninguna circunstancia. Desconoce el peligro al que se enfrenta si lo hace. Ya fue tentado una vez y la segunda sería la definitiva. Su vida y la de su prometida se verían terriblemente afectadas…”.
La caligrafía era perfecta, algo que destaco porque no era común en esa época, lo cual hacía suponer que se trataba de alguien con un importante nivel de educación. Igual que con la caligrafía del señor CH, pero lógicamente no era él. Se trataba de alguien más, una persona que también me conocía y que estaba intentando persuadirme de no asistir a una reunión a la que de todas formas aún no había resuelto asistir. Fue entonces cuando realmente comencé a sentirme preocupado. De pronto veía cómo mi privacidad era invadida por sombras ocultas, como también así la privacidad de Lady Rose, ya que el mensaje hacía referencia a mi prometida. Y ya no se trataba de una sola persona, ahora eran dos. Y me parecía bastante razonable pensar que ambos me conocían, y tal vez también se conocían entre sí. Y si no era el señor CH un loco de remate como en un principio había pensado, ¿qué quería de mí? Otra vez las dudas daban vueltas en mi cabeza. Había demasiados extraños a mi alrededor y todos parecían conocerme, mas yo era el único que caminaba por el lado oscuro de la verdad. Eso tenía que terminarse de una buena vez y tenía que ser antes de que llegara Lady Rose, pensé. Es que, si existía algún peligro serio, si algún hombre de mente atrofiada tramaba alguna locura, entonces tenía que evitar que mi prometida estuviera en el medio. Pero si, por el contrario, se trataba de un asunto que no era el que aparentaba ser y realmente podía el señor CH ser el inversionista serio que decía ser, no podía pues perder la oportunidad de conocerlo. Después de todo, ¿qué hay si el que intentaba persuadirme era en realidad un competidor? Solo había una forma de saber la verdad. Así, la decisión fue tomada. No importaba la intimidación, acudiría a esa cita y aclararía de una vez y para siempre esta misteriosa y perturbadora situación… No obstante, si en aquel momento hubiese tan solo presentido lo que iba a acontecer, jamás habría concurrido, puesto que ese se convertiría en el último día en el que podría ver el sol brillar con mis propios ojos. Esa cita era el último tramo de la delgada línea que separaba al Andrew ser humano del Andrew vampiro…
El bar de Burrows no era más que una aislada y deprimente taberna de los suburbios de Londres a la que se acercaban cotidianamente hombres de vida dura que encontraban un refugio en el alcohol para escapar de las arduas y nunca bien recompensadas jornadas de trabajo. También concurrían hasta allí aquellos a los que la bebida había atrapado y consumido, personajes que representaban lo más bajo a lo que un ser humano puede llegar, perdedores que no han podido luchar ni siquiera contra una botella de licor barato. La taberna olía a eso: perdición, decadencia. Uno de esos lugares un tanto apartados de la ciudad, de construcción mediocre y mal pintada y arreglada, ya que a sus clientes poco les importaba la higiene y mucho menos la fachada. Había allí un cantinero de mirada torcida, muy delgado y de rostro arrugado, que me condujo hasta una de las tantas mesas vacías del local –es que la mayoría de sus clientes preferían sentarse a lo largo de la barra para poder acceder más velozmente a los tragos– y pasó por la superficie de la tabla un trapo tan viejo y sucio que me hizo dudar si su propósito fue limpiarla o ensuciarla. ¿A este lugar concurría el extraño de la carta?, me pregunté. Un filántropo millonario y un miserable bar no eran del todo compatibles. Así que, por el momento, comenzó a tomar más fuerza la teoría del demente.
* * *
El libro titulado El mundo de los fantasmas contenía una serie de relatos supuestamente reales, e investigaciones realizadas por este monje francés, Augustin Calmet, abad de Senones, destacado exégeta e ideólogo de la Inquisición, quien realizó la primera diferenciación clara entre los vampiros y los demás espíritus malignos y demonios. Su contenido era una especie de guía para detectar demonios, vampiros y brujas. Se aseguraba en sus páginas que los demonios existían y asolaban la tierra desde los inicios de la humanidad. Los vampiros, también llamados No Muertos, o Nosferatu, eran una clase de esos demonios, tal vez de los más cercanos a los seres humanos, ya que se explicaba que, a diferencia de otras entidades, ellos habían sido seres humanos como nosotros en algún momento de sus vidas. Sus páginas también contenían la confesión de personas que aseguraban haber visto vampiros reales, incluso que habían hablado con sacerdotes católicos muy respetados que confirmaban la existencia del vampiro y su afinidad con el diablo. Eran historias que se remontaban al inicio de la era cristiana, al preciso momento de la muerte de Jesucristo. Fue allí donde al parecer había nacido el vampiro, un demonio creado por la ira de Dios. Dotados con la fuerza física de varios hombres, inmunes a las enfermedades y a las armas de fuego, seductores y peligrosos, por sobre todas las cosas, peligrosos. Seres que no sentían nada, ni dolor, ni tristeza, ni culpa. Eran prácticamente inmortales, y tampoco envejecían.
* * *
Ya que desconocía el aspecto del sujeto de la nota –y por supuesto, también su nombre–, solo podía tener paciencia y aguardar por su llegada. De modo que solicité al cantinero una cerveza ligera y aguardé a que el extraño se acercara a mí. Después de todo, no cabía duda de que él sí me conocía, y bastante bien. De modo que solo tenía que esperar. Y la espera se prolongó por más de cuarenta y cinco minutos. Para ese momento, mis nervios comenzaron a inquietarme. Cada individuo que ingresaba a la taberna y pasaba junto a mi mesa irremisiblemente llamaba mi atención. Llevaba mi mano al bolsillo superior de mi saco en busca del reloj a cada instante, lo miraba, miraba la puerta, y lo guardaba. Creo que es en ese momento cuando nos replanteamos todas las dudas ya respondidas. Es cuando la decisión se transforma en una nueva confusión, cuando sabemos que ya no sabemos. Es cuando nos arrepentimos de haber concurrido y deseamos estar en nuestro hogar, seguros y a salvo, pero parece que estamos sujetados a la silla con clavos. Y cuando ya me disponía a renunciar a la espera, cuando ya me había decidido a huir de allí y olvidarlo todo, la vieja y chillona portezuela de madera del bar de Burrows se abrió una vez más, y esta vez no fue un alcohólico perdido quien entró al local. Esta vez hizo su aparición la sombra de la ventana, el extraño de la carta, el supuesto demente, el misterioso personaje que aseguraba tener todas las respuestas a los enigmas del vampirismo… Y que realmente las tenía, aunque para ese momento yo no lo sabía. Mi destino ya había sido modificado y no tenía marcha atrás.
La inmortalidad. Esa era la parte de toda esta locura del vampirismo que más había llamado mi atención. Mis investigaciones universitarias habían estado influenciadas por la inmortalidad. La mayoría de mis tesis trataban sobre mutaciones genéticas o celulares y la aceleración o retraso del envejecimiento. Sentirme seducido por la proposición del señor CH no había sido una completa locura para mí. Algo dentro de mí deseaba profundamente que todo lo que afirmaba el extraño fuera cierto. Eso abriría las puertas a una investigación formidable, una investigación que había estado buscando incluso desde mi niñez. ¿De qué otra forma si no podía explicarse que yo estuviera esa noche ahí, sentado esperando a alguien que no conocía y que estaba casi seguro de que iba a proponerme alguna locura?
En ese entonces todavía no sabía cómo ni por qué, pero supe que era él de inmediato, incluso antes de que se acercara a mí. Recuerdo que, cuando entró, algunos clientes del bar se santiguaron y se marcharon, abandonando sus tragos, y el propio cantinero parecía más pálido de lo normal. No era porque lo conocieran. Él producía eso en la gente, sin dudas. Tenía aspecto de extranjero –aunque más tarde supe que no lo era– y aparentaba tener entre cincuenta y cincuenta y cinco años de edad. Era bastante alto y de sólida contextura, aunque delgado. Vestía un traje hecho a medida de color gris petróleo, sobre el que llevaba una fina y larga gabardina de color negro. De este mismo color era el sombrero que portaba sobre su cabeza, el cual dejaba entrever una cabellera tupida y negra, con algunas canas a los lados. Caminaba con elegantes movimientos y se acompañaba con un bastón. Me llamó mucho la atención que el mango de este fuera recto y no curvo como la mayoría de esa época. El futuro sería una respuesta. En sus manos mostraba algunos anillos de oro. Su rostro tenía el aspecto de alguien que ha vivido más de lo que aparenta: pálido, lampiño, con mirada de aquel que no necesita amenazar con un arma en la mano, sino que dice todo con sus ojos, negros como el más profundo de los abismos. Por un momento, recordé al lobo que mutó en hombre ante mi asombro aquella noche en el bosque…
Cuando por fin llegó a la mesa que yo ocupaba, se quitó el sombrero y, extendiendo su huesuda y pálida mano hacia mí en forma de saludo, exclamó con voz recia y aparentemente sincera:
—¡He esperado tanto tiempo este momento, doctor Mac Gregor!
En su boca se dibujó, no obstante, una lasciva sonrisa que descubrió, tras sus labios violáceos, unos agudos y amarillentos dientes.
—Parece conocerme muy bien –contesté confundido y algo temeroso, pero intentando conservar la calma–. Lamentablemente yo no he tenido el placer, señor…
—Chamberlain. Lord William Chamberlain, doctor –interrumpió de manera muy educada. Evidentemente no era un demente. De hecho, se trataba nada más y nada menos que de un lord–. Me complace que haya aceptado acudir a la cita y le ruego sepa disculparme por el misterioso procedimiento empleado, que estoy seguro debe haberlo incomodado, pero es la forma en que prefiero manejar los asuntos que realmente me interesan. Hay mucha competición en estos días…