Evolución - Francisco Javier Novo - E-Book

Evolución E-Book

Francisco Javier Novo

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Beschreibung

La vida ha ido apareciendo, como consecuencia de mecanismos puramente naturales.¿Qué sucede entonces con el Dios de los cristianos? ¿No era acaso un Dios creador? ¿Pueden ser compatibles ambas afirmaciones? Si nos aferramos a un dios-ingeniero-mago, es misión imposible. Pero defender la creación, según Ratzinger, no es eso: es defender únicamente que ese universo en devenir está lleno de significado, porque procede de una mente creadora. El autor explica de modo accesible cómo funciona la evolución, y argumenta que esa cadena de casualidades se ajusta muy bien a un Dios que da sentido a todo, y no a un dios artesano, como tantos cristianos todavía creen.

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Veröffentlichungsjahr: 2019

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JAVIER NOVO

EVOLUCIÓN

[Para creyentes y otros escépticos]

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

© 2018 by JAVIER NOVO

© 2018 byEdiciones Rialp, S. A.,

Colombia, 63, 8º A - 28016 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-5053-1

ISBN (edición ditital): 978-84-321-5054-8

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A los habitantes de Elmore,

por el maravilloso mes de junio londinense

en el que este libro vio la luz.

Este es un libro sencillo, accesible a cualquier lector que esté interesado en la relación entre la teoría de la evolución y la enseñanza cristiana sobre la creación, aunque no posea conocimientos muy profundos en ninguno de estos campos. Al ser el fruto de bastantes años de lecturas, conversaciones y reflexiones, es imposible incluir referencias bibliográficas a todas las fuentes empleadas (lo cual, además, añadiría un número de páginas que sobrepasaría la paciencia del editor). Todo ello me obliga a pedir disculpas a aquellos autores cuyas ideas y escritos he utilizado sin el debido reconocimiento en forma de citas a pie de página. En cualquier caso, algunos de los pensadores que más me han influido son citados expresamente en el texto.

CONTENIDO

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

1. «EL VATICANO NO ACEPTALA EVOLUCIÓN»

2. LA EVOLUCIÓN NO FUNCIONA ASÍ

3. LA EVOLUCIÓN FUNCIONA ASÍ

4. LOS INESPERADOS BANDAZOS DE LA EVOLUCIÓN

5. LA EVOLUCIÓN DA SALTOS

6. EVOLUCIÓN A LO GRANDE

7. LA BROMA DE LA EVOLUCIÓN

8. EVOLUCIÓN DE LA MENTE

9. EL FENÓMENO HUMANO

10. EVOLUCIÓN, DIOS Y AZAR

AUTOR

1.

«EL VATICANO NO ACEPTA LA EVOLUCIÓN»

TODAVÍA RECUERDO EL IMPACTO que me causó el título de un artículo publicado hace unos años por un conocido bloguero de Estados Unidos: “Por qué el Vaticano acepta el Big Bang pero no la evolución”. Podrá sonar fuerte a algunos, como a mí inicialmente; para otros no será más que el típico titular provocador cuyo fin es atraer lectores o generar controversia. Muchos pensarán que no responde a la realidad: todo el mundo sabe que la Iglesia Católica nunca ha condenado oficialmente la evolución. El propio Juan Pablo II escribió que los avances de las últimas décadas muestran claramente que se trata de algo más que una “teoría”, y tanto Benedicto XVI como Francisco se han pronunciado después en términos parecidos...

Sin embargo, siempre que trato el tema de la evolución con creyentes percibo a menudo la sombra de la duda, una cierta reticencia a asumir el hecho de la evolución de la Vida y del ser humano con todas sus consecuencias. Con demasiada frecuencia he podido constatar el recurso casi irresistible a señalar ciertos momentos de la historia del cosmos que la evolución supuestamente no puedeexplicar: la aparición de lo vivo, el fenómeno humano. Como si esos “huecos” constituyesen el único asidero a la noción de un Dios que realmente actúa en el mundo.

El problema se acentúa en el caso de los católicos de a pie, generaciones de creyentes para los que aceptar de verdad la evolución resulta incompatible con la acción divina en el cosmos, tal y como ellos la entienden. Lo más preocupante es que ni siquiera los propios implicados son conscientes de ello. Durante los últimos meses, buena parte de los creyentes católicos a los que explicaba mi intención de escribir este libro me decían: «Pero eso no hace falta, yo soy católico y creo en la evolución». Con rarísimas excepciones, tras unos minutos de charla llegábamos invariablemente a la conclusión de que, en realidad, aceptan una idea más o menos vaga de la evolución biológica, aferrándose a la vez a la idea de que se trata de una “simple” teoría aún por demostrar, con muchas limitaciones o huecos, especialmente en lo que se refiere a la evolución humana. O sea, no la aceptan de verdad.

En no pocos casos, la situación es mucho más grave. Desde hace años vengo dando conferencias, charlas, tertulias y coloquios sobre evolución a colectivos variados, lo que me ha permitido presenciar sucesos totalmente inesperados y —al menos para mí— dolorosos. Recuerdo escuchar a un matrimonio ya entrado en años, al pasar a mi lado cuando abandonaban el Planetario de Pamplona tras una conferencia que había impartido sobre evolución: «Entonces, lo que dice la Biblia no es verdad...». O aquella otra señora, universitaria jubilada, que toma el micrófono en el turno de preguntas y me espeta: «Si esto que nos ha dicho es cierto, todo lo que nos han enseñado sobre Jesucristo es mentira». Lo cual me dejó helado, porque en realidad yo había estado hablando sobre cómo los genes cambian a lo largo del tiempo haciendo que el fenómeno evolutivo sea posible. ¿Qué tendrá que ver todo eso con la Biblia, y mucho menos con la existencia histórica de Jesús y sus enseñanzas? Me resultaba tan difícil de comprender... era evidente que se me estaba escapando algo. «No es posible —pensaba para mis adentros— que los católicos aquí sean como los creacionistas americanos que sostienen la interpretación literal del Génesis».

Y sin embargo, mi experiencia de estos años me ha llevado al convencimiento de que la catequesis sobre la Creación, tal y como se ha venido impartiendo durante decenios, genera un clima poco favorable para aceptar sin miedos y con todas sus consecuencias el proceso evolutivo. Baste como botón de muestra la inquietud de un estudiante de primer curso de Universidad, que se me acercó preocupado después de un coloquio en su Colegio Mayor. «Yo me imaginaba la Creación —me dijo— como Dios que había ido haciendo las montañas y los ríos, y todo... pero parece que no fue así». Por lo visto, el profesor de religión de su colegio católico no había sido capaz de transmitirle una visión más matizada de la acción creadora de Dios. Le respondí que, efectivamente, no había sido así y que era muy importante que a sus dieciocho años se quitase cuanto antes esa idea de la cabeza y la reemplazase por otra algo más elaborada, porque de lo contrario su fe estaba en serio peligro. No le he vuelto a ver, pero espero que haya seguido mi consejo.

El problema se agudiza al tratar sobre la aparición del fenómeno humano. Porque, no nos engañemos, es más o menos fácil aceptar que las montañas, los ríos, los peces o las mariposas han aparecido por mecanismos puramente naturales, compatibles con las bellas imágenes utilizadas en la narración del Génesis sobre el poder del Creador. A muy pocos les preocupa la transición de reptiles a mamíferos, o al menos no ven en ello una gran amenaza para sus valores y creencias más profundas. Pero al enfrentarse al «insuflar el aliento de vida» con el que el texto bíblico describe la aparición del ser humano, la explicación casi ineludible es que Dios creó algo (un alma humana) que —en ese preciso instante— “insufló” en otro algo (un mono u otro primate que no era todavía humano). Para la inmensa mayoría de los católicos de a pie, aceptar que esto no sucedió realmente así supondría que Dios no ha tenido intervención alguna en la aparición del ser humano.

Y este es el núcleo fundamental del problema: en la mente de estas personas, si la llegada del ser humano a este planeta no ha sido exactamente así, entonces todo se reduce a puros mecanismos biológicos regidos por el ciego azar. Esta es, por desgracia, la única alternativa que se les ofrece. El gran desafío de la evolución para el cristianismo es que haría posible un universo sin propósito ni sentido, dando lugar a una imagen del mundo —una cosmovisión— que niega el significado de la especie humana; una visión en la que bondad, amor, justicia o arte son meros fenómenos naturales, artefactos de una selección natural inexorable, ciega y despiadada. Por tanto —continúa el razonamiento— la evolución (tal y como nos la presentan) no puede ser verdad ya que no explica en profundidad lo que significa ser humano.

Evidentemente —y por suerte para mí— no soy el único que ve la necesidad urgente de explicar estas cuestiones de modos nuevos, más acordes con los avances de la ciencia actual. En el prólogo de su libro Creación y Pecado, que recoge una serie de homilías sobre este tema pronunciadas cuando era arzobispo de Múnich, el cardenal Ratzinger expresa la silenciosa esperanza de un cristianismo renovado que ofrezca una alternativa a esta situación sin salida en la que parece encontrarse. Pero dicha alternativa, afirma, «sólo puede ser elaborada si la doctrina de la creación es nuevamente desarrollada. Esto debería ser, en consecuencia, considerado como uno de los compromisos más urgentes de la teología actual» (el énfasis es mío).

Con su habitual agudeza, el futuro papa Benedicto XVI describía la situación a la que se enfrenta el creyente que debe compaginar el relato del Génesis con los avances de la biología evolutiva. Se le dice que, en definitiva, el relato bíblico de la creación quiere transmitir sólo una idea: Dios ha creado el Universo. Y prosigue:

Creo que esta interpretación es correcta, pero no suficiente. Pues si se nos ha dicho que tenemos que distinguir entre las imágenes y el concepto, podríamos entonces replicar: ¿por qué no se nos ha dicho esto antes? Quizá esta explicación no sea más que un truco de la Iglesia y de los teólogos que, en realidad, se han quedado sin argumentos. De estas interpretaciones poco decididas de la palabra bíblica, hoy en moda, que más parecen un pretexto que una interpretación, surge este cristianismo enfermo, que ya no está en realidad de parte de sí mismo y que por eso no puede irradiar valor ni entusiasmo. Más bien da la impresión de ser una asociación que continúa hablando, aunque ya no tenga propiamente nada que decir, porque las palabras rebuscadas no se proponen convencer, sino que tratan solamente de esconder su deficiencia.

Lamentablemente se ha avanzado poco, a pesar de que esta empresa debiera ser «uno de los compromisos más urgentes de la teología actual». En 1992, unos años después de estas homilías, vio la luz el Catecismo de la Iglesia Católica. En esa monumental obra de explicación de la fe de los católicos, la cuestión de la evolución no es mencionada ni una sola vez; cuando uno acude al índice alfabético, se lleva la enorme sorpresa de que la entrada “Evolución” brilla por su ausencia, aunque aparecen otras como “Tabaco”. Claramente, todavía queda un largo camino por recorrer.

El propio Joseph Ratzinger, en un ensayo del año 2005 titulado La fe en la creación y la teoría de la evolución, propone con gran lucidez una vía de avance en la resolución de este problema. Explica en primer lugar el itinerario por el cual la fe cristiana en la creación quedó asociada a una determinada cosmovisión: una imagen estática del mundo en la que Dios creaba directamente cada especie individual. Este modo de pensar, que reinó durante siglos, lleva todavía hoy a muchos creyentes a querer “ver” la acción directa de Dios en algún cambio bioquímico o genético improbable, o en la repentina aparición de un alma espiritual; de no ser así, parece que toda su fe se tambalea y pierde pie. Pero ¿realmente tiene que ser así? ¿Es posible aceptar la noción de evolución con todas sus consecuencias y dar al mismo tiempo cabida a un Dios Creador?

Estoy convencido de que sí, y el propósito de este libro es mostrar un posible camino para lograrlo. Es más, creo que es absolutamente necesario, si queremos desarraigar ese cristianismo enfermo al que aludía Ratzinger. Si no lo hacemos, se empobrecerá enormemente el concepto mismo de Dios: no será más que un gran mago capaz de sacar cualquier truco de su chistera, ocupado en insuflar vida —o almas— en ciertos momentos de la historia natural, o en arreglar algo que se le había ido de las manos. Ese es el dios del creacionismo o de eso que se llama diseño inteligente, un dios que sólo puede actuar como lo haría un ingeniero: diseñando, construyendo y ensamblando piezas.

Dado que esta imagen del mundo ya no es sostenible, el cardenal Ratzinger se pregunta en ese mismo ensayo cómo sería posible mantener la fe en la creación abrazando a la vez la imagen del mundo que presenta la teoría de la evolución. Según esta cosmovisión moderna, dice el teólogo alemán, «el ser se entiende de forma dinámica, como ser en movimiento», no se encierra sobre sí mismo sino que explora, avanza no de modo rectilíneo, sino dando rodeos. Para conciliar esto con la fe en la creación, la pregunta fundamental que hemos de responder es si todo ese proceso tiene algún sentido, algún significado.

Varios escépticos, como el premio Nobel de Física Steven Weinberg, aluden al hecho de que la ciencia muestra la ausencia de propósito o sentido en las leyes que gobiernan el universo: «Cuanto más estudiamos el universo, menos sentido encontramos». Este punto es crucial porque si esto es así, entonces la imagen científica del mundo es realmente incompatible con la fe en la creación. Pero el conocimiento de los mecanismos evolutivos, por muy detallado que sea, nunca nos dirá nada acerca del sentido o significado que tienen; se trata de una cuestión totalmente ajena a la propia metodología científica. De hecho, ¿por qué debería la ciencia encontrar sentido? Un experimento diseñado para “encontrar sentido” al cosmos, o un artículo científico que incluyese una sección de “Resultados” en la que se mostrasen evidencias de “haber encontrado sentido”, serían muy sospechosos de pseudociencia. Sencillamente, no es el objeto de la ciencia experimental encontrar el sentido, propósito o significado que puedan tener los procesos naturales.

La cuestión última, por tanto, sería: ¿cuál es el verdadero fundamento de la fe del creyente en la creación?, ¿cuál es el contenido esencial de esa fe? Frente a la visión tanas veces ridiculizada por escépticos notables (y por desgracia asumida por muchos creyentes), la esencia de la fe no está en creer un conjunto de dogmas más o menos comprensibles u oscuros. Creo que una respuesta muy acertada es la que apunta el filósofo Robert Spaemann: el principal salto de fe que determina el sentimiento vital del creyente es «la conciencia de no ser una mota de polvo indiferente en un todo ciego y sin sentido, sino un ser de significado infinito porque posee significado para Dios». En esta línea, Ratzinger dice algo muy importante en el mismo ensayo citado anteriormente: «La fe en la creación no nos dice cuál es el sentido del mundo, sino simplemente que el mundo tiene sentido». Y concluye afirmando que creer en la creación no es otra cosa que entender ese mundo en devenir que nos presenta la ciencia como un mundo lleno de significado, porque procede de una mente creadora.