Exijo ser un héroe - Julio Osses Muñoz - E-Book

Exijo ser un héroe E-Book

Julio Osses Muñoz

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Beschreibung

Este libro se empezó a escribir cuando el autor aún era un adolescente y el trío de San Miguel daba sus primeros pasos. A medio camino entre el montaje de escenas documentales y el periodismo en primera persona, Osses reconstruye la historia de Los Prisioneros con entrevistas exclusivas a los integrantes del grupo y su círculo más cercano. Publicado por primera vez en 2002, esta versión actualizada reafirma su estatus de libro de culto sostenido en la sinceridad brutal de su relato y en el archivo de imágenes, recortes de prensa y material gráfico que lo acompañan, complementado por reseñas musicológicas de la discografía completa de la banda, que hacen de esta la edición definitiva de la biografía del grupo más importante del rock chileno cuando se cumplen cuatro décadas de su nacimiento.

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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión Cultural

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

[email protected]

www.ediciones.uc.cl

EXIJO SER UN HÉROE

La historia de Los Prisioneros

Julio Osses

© Inscripción N° 2023-A-9496

Derechos reservados

Septiembre 2023

ISBN 978-956-14-3172-0

ISBN digital 978-956-14-3173-7

Diseño de interior y tapas: Salvador Verdejo Vicencio

Diagramación: versión productora gráfica SpA

Agradecimientos a quienes ayudaron en la recopilación de fotografías, recortes de prensa y material gráfico para la realización de este libro: Luis Ortega (losprisioneros.com); Víctor Sepúlveda; Claudio Gutiérrez; fanáticos de Perú, Colombia y Ecuador; y diversos locatarios del Persa Franklin que durante los últimos 25 años colaboraron en la búsqueda de revistas de la época y carátulas de singles. También a las decenas de fotógrafos, fotógrafas, diseñadores y periodistas que en algún momento hicieron su aporte en la carrera de Los Prisioneros. Su trabajo narra una historia visual mágica y paralela, de la que esta edición pretende tomar constancia.

CIP – Pontificia Universidad Católica de Chile

Osses, Julio, autor.

Exijo ser un héroe : la historia de Los Prisioneros / Julio Osses

Los Prisioneros (Grupo Musical : Chile).

Música rock - Chile - Historia.

Músicos de rock - Chile – Biografías.

t.

Osses, Julio, autor.

2023 780.920983 + DDC23 RDA

La reproducción total o parcial de esta obra está prohibida por ley. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y respetar el derecho de autor.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

Prefiero que la gente me odie por ser quien soya que me ame por lo que no soy.

Kurt Cobain

Índice

PRIMERA PARTE

Jorge

Miguel

SEGUNDA PARTE

Los Prisioneros en sus propias palabras (1983-1986)

Los Prisioneros en sus propias palabras (1987-1990)

TERCERA PARTE

Los Prisioneros, abril de 1998: la entrevista

Claudio

CUARTA PARTE

Los Prisioneros: reseñas

Jorge

—Los buenos músicos son aburridos.

Los Prisioneros en un titular de revista Wikénde El Mercurio. 19 de abril de 1985.

—Cuando tenía 11, intenté hacer una canción con un amigo del colegio. Me quedó horrible. Pero al tiempo después, empecé a componer con Miguel. Yo hacía la música y el hacía letras. Con Claudio hacíamos canciones cómicas, y también el hacía parte de las letras y yo la música. Pero llegó un momento en que yo empecé a escribir letras y me quedaron súper buenas. O sea, al comienzo escribíamos entre todos. Pero las canciones que yo hacía solo me quedaban mejor. Y ahí quedé yo como el compositor.

De mi primera entrevista con Jorge González,en la casa de Federico Froebel.

¿A qué se debe que tus textos sean tan directos?

—A que no soy poeta, a que soy una persona de la calle, a que tengo educación de liceo fiscal.

Jorge González en entrevistacon revista La Bicicleta.

Abril de 1998

No hay histeria por Jorge González. Los saludos que le tocan son cálidos y tímidos. Estamos en Chile, país insignia del grito a mansalva. La mayor cantidad de transeúntes se limita a apuntarlo de lejos, con cara de asombro. “¡Prisionero!, ¡Prisionero!, grande Jorge…” grita un oficinista con maletín de junior desde la ventana de una micro, en la demostración más efusiva de esta tarde de sol caliente, caminando por el corazón comercial de Providencia. He acompañado a Jorge en trámites menores, toda la tarde, después de almorzar tallarines verdes con salsa de champiñones en mi casa de San Miguel. La idea es aprovechar al máximo el tiempo para las entrevistas. Nos subimos al auto y enciendo la grabadora. Me habla del estilo Señourrita, con que define “We are sudamerican rockers”, que no es otra cosa que la manera en que los gringos ven la música hecha en Latinoamérica. En este caso, una mezcla de rockabilly a-la-chicano y hip-hop.

Al finalizar la tarde, me pasa a dejar a la casa en su Fiat azul. En esa época aún usábamos contestadores automáticos y en el mío hay un mensaje de Claudio Narea. Quiere ver qué puedo hacer para que Jorge le pague una plata que le debe. Lo llamo de vuelta. Me dice que habló con Marco, el hermano de Jorge y guardián de este tipo de asuntos, pero que no ha tenido resultados. Pienso que me está poniendo en una situación difícil pero no lo digo en voz alta. Claudio es mi amigo y le digo que veré lo que puedo hacer, dentro de mi escaso diámetro de influencia. Corto el teléfono y me quedo pensando. Estoy metido hasta el cuello en la historia de Los Prisioneros.

Enero de 1999

Ha sido una tarde muy calurosa. Ya es de noche. El departamento sin cortinas que Jorge González ocupa junto a su novia en la calle Arzobispo Donoso acusa restos del aire caliente veraniego. Luego de varias semanas de interrupción, a causa de la apretada agenda de actuaciones de Los Dioses —el tour project post Prisioneros de González, Tapia y Argenis Brito, a finales de los años noventa—, Jorge ha decidido retomar las sesiones de entrevistas para este libro. En el televisor, La Red pasa la actuación grabada de Los Dioses en el Festival de Arica.

“Estuve conversando con Miguel… y yo cacho que es bueno que se me caiga el casete no más” dice para empezar la conversación. “No queremos herir a nadie. Yo menos. Pero lo que me importa es que lo que se diga (lo que se escriba), sea la verdad. Por eso lo cuento”, concluye.

Esa noche, en el departamento del Vaticano chico, durante varias horas, Jorge González habla sin filtro de la vorágine de hechos que rodearon a la separación de Los Prisioneros, en 1990. La falta de plata, las desavenencias artísticas. Y el famoso lío sentimental.

—Hasta La cultura de la basura, no sabíamos lo que era un fracaso. Pero se había ensalzado mucho mi figura como compositor… y entonces Claudio y Miguel decidieron que también querían componer. Yo no tengo buenos recuerdos de ese disco, porque creo que había mucha autoindulgencia alrededor. No estoy satisfecho porque creo que mis letras no estaban muy buenas. Hay gente que piensa que es el mejor. No estoy de acuerdo. Yo me siento una persona que tiene la onda de hacer canciones pop que pegan… y ese disco no fue tan popular… no me dejó satisfecho. Claro que en pinta y en los shows, fue nuestra mejor época. Y me distancié de los muchachos por una cosa natural. Estaba creciendo. Estaba abriendo mi mente. Y ellos estaban pegados.

En ese momento yo era una persona que estaba haciendo lo que le gustaba hacer, a su pinta. Y más encima tenía éxito. Pero creo que en el caso de esta chica, habría sido mejor si hubiéramos seguido siendo amigos. No era necesario que nos acostaremos. Pero yo en esa época no tenía mucha moral.

—¿Tuviste en algún momento la intención de conversar con Claudio?

—No, nunca. Siempre sentí que él y Miguel estaban muy lejanos de mí.

—¿Pero cachabas que eso podía separar a Los Prisioneros?

—No, no caché en ese momento. Yo creía que la cosa no iba pasar a mayores. Porque tenía muchas amigas con las que me había acostado una vez y nunca más. Pensé que con ella iba a ser así. No me imaginé que nos íbamos a enganchar de tal forma. Cuando uno es joven piensa que es necesario el sexo para relacionarse. Después ya te das cuenta que no. En todo caso yo no me arrepiento, porque aprendí ene. Hice parte de mis más bellas canciones por esa situación.

El ambiente se ha vuelto espeso. El fantasma de una certeza terrible flota en el aire. Se corporiza.

—Fue súper penca pa nosotros enfrentarnos. Porque yo lo quería ene. Y él me quería ene a mi… Yo me siento… y me he sentido súper culpable por eso. De hecho, cuando quedó la cagá, y el Claudio se volvió medio loco y nos pusimos súper mal… en el paso del 89 al 90… yo tomé la triste decisión de meterme en la tina y cortarme las venas… porque pensaba que me esperaban unos años bien difíciles. Y era verdad. Pensaba que había perdido la inocencia…

Jorge González cierra los ojos.

Había algún vinilo ochentero puesto en una tornamesa Technics 1200 con plato de cuarzo. Pero hace rato dejó de sonar.

—Me quedé dormido en el agua…

La voz de Jorge se ha vuelto quebradiza. Casi cantarina. El zumbido del ventilador es un murmullo gordo y aterciopelado, las palabras reverberan mullidas en un colchón invisible.

—Y no me morí. Cuando me estaba desvaneciendo… sentí que me estaba yendo a un lugar nada que ver. Onda retrocede cinco puntos. Y no me morí… Yo lo quería ene al Claudio… Y él me quería ene a mí… Yo me equivoqué en lo que hice. Pero desgraciadamente… era mi destino.

Hace una pausa larga.

—El poder y el éxito son dos cosas súper fuertes.

—¿Cuándo te diste cuenta de que las cosas estaban fuera de control?

—Las cosas nunca han estado bajo control, Julio —responde Jorge, con tono severo, casi enojado—. Yo soy lo que soy porque me dejé llevar por mi destino. Después de mi romance con esta niña, volver, separarnos, pelearnos, toda esa onda… nosotros seguíamos ensayando. Teníamos disco nuevo. Yo había hecho todas esas canciones, y entre medio fui a Los Ángeles, a grabar Corazones.

Hace otra pausa. En ningún momento respira hondo. Su color de voz es templado y profundo, como declamando.

—¿Cuánto alcanzó a ir Claudio [a los ensayos]?

—Como tres ensayos… salían súper bien con él… pero le dio lata y no fue más. Con Miguel encontramos que estaba bien. El Claudio, yo creo, encontraba que esas canciones eran buenas, pero… le dolían. Nos llamó un día para avisar que no iba a ir al ensayo. Otra mañana… estábamos en la casa de mi mamá, esperándolo… y no llegó. El apoyo de Miguel en esa época fue tan importante… porque a él se le desarmó la banda sin tener ni arte ni parte… de repente vio que todo se desintegraba y quedaba la cagá. Él fue súper importante, porque apechugó con todo. Al comienzo me odió…pero después me quiso. Cuando comprendió que yo estaba enamorado de verdad… me entendió.

—Pero igual con Miguel se distanciaron un poco…

—Un rato sí…pero después nos acercamos más. El hecho de que Corazones haya sido un disco exitoso, se debe en gran parte a Miguel, porque le puso el hombro y empujó la promoción… yo no tenía valor pa ná.

Mientras habla, pienso que este es un Jorge distinto al que aparece en los medios de comunicación. Más vulnerable, crudamente sincero, más parecido al personaje que asoma en sus discos. Dice que no es su interés volver atrás, pero que también siente que, en esas horas de verano en los noventa, cargadas de tensión premilenio, reunido con Miguel, tocando en la ruta, está empezando de nuevo.

—Siento que la música que seguí haciendo después [de Los Prisioneros] fue una evolución. Pero también creo que los dos discos [solistas] que hice [en los noventa] pecaron de unidimensionales porque me faltaba una banda. No eran tan buenos como los con Los Prisioneros. A pesar de que las ideas detrás eran buenas.

Hace un silencio largo. Fija la vista en la grabadora. Respira hondo por primera vez desde las últimas horas de la tarde.

—Nunca pienso en volver atrás. Prefiero pensar que nunca he estado mejor que ahora.

—Si tuvieras que elegir el mejor momento de los tres, el de mayor comunión, cuando sentiste estar en el triángulo perfecto…

—Yo creo que en La voz de los ‘80. Nuestro momento peak fue cuando grabamos ese disco. Porque ya para Pateando piedras el que siempre me acompañaba en la grabación era Miguel. El Claudio estaba pololeando, entonces casi siempre se iba más temprano. Además, en Pateando piedras yo tenía el concepto súper claro. Siempre he sido una persona que puede manejar muy bien lo abstracto. Imaginarme las pistas que iban… los arreglos sin hacerlos. Realmente me estaba disparando de los demás… cosa que a Miguel nunca le pareció mal. Pero a Claudio le empezó a producir un poco de incomodidad.

—Viéndolo desde adentro, ¿es posible tomar consciencia de lo que Los Prisioneros hicieron por la música chilena?

—Yo te voy a explicar cómo es la cosa. Yo siento que nosotros estamos conscientes de lo importante que fue lo que hicimos. Pero creo que los discos no quedaron tan buenos como hubiéramos querido. Al grabarlos, o al tocarlos, sentíamos eso. Creo que todavía no hemos hecho el disco que hubiéramos querido. Igual me llama la atención el hecho de que cuando nosotros estábamos haciendo todo eso, era por una hueá súper honesta, por hacer el bien, ¿cachai? Por hacer algo que fuera de verdad. Y resultó. Con eso desmentimos toda una movida que había de que para ser famosos y te fuera bien había que venderse y ser falso. Eso no es así. En Chile la única forma de pasar a la posteridad y que la gente se enamore de ti es ser honesto, como pasó con Violeta Parra. O con Víctor Jara.

—¿Te da lata que Los Prisioneros hayan terminado así? ¿Te hubiera gustado otro final?

—Encuentro alucinantemente romántico que nos hayamos separado por un lío de faldas… lo encuentro súper bello.

Agosto de 1999

—Aquí no figura ningún Jorge González…, ¿sabe el otro apellido?

—Mmm… Ríos, creo —le contesto, y pienso en lo bizarro de la situación.

La encargada de la ventanilla de Urgencias del Hospital Barros Luco hace su mejor esfuerzo, buscando con calma en los libros de registros a un paciente ingresado bajo ese nombre por intento de suicidio.

Me confirma que nadie de esas características figura en el libro. El Mercurio me ha encargado investigar la información que aparece ese mismo día sobre Jorge en Las Últimas Noticias, que aparte del intento suicida lo pinta desquiciado, saliendo a la calle en pijama, chocando su Mazda y haciendo escándalos nocturnos.

Lo que, personalmente, más me interesa confirmar o desmentir es lo del intento. Tomo un taxi a la casa de Beauchef. No tiene timbre, y la reja está cerrada con candado. Toco la puerta en la casa del lado. Hablo con varios vecinos, pero el único que acepta tocar el tema me dice que está preocupado por Jorge, que cree que está un poco enfermo, por su aspecto.

De vuelta en el diario, llamo a Marco González, el hermano menor de Jorge. No resulta una buena experiencia. Le pregunto su opinión, pero me responde que no tiene nada que hablar, que los periodistas son una peste, que le dan pena, que lo único que quieren es vender diarios a costa de su hermano, que es la carrera que siguen los que han sido sapos en el colegio y que su hermano está recibiendo el pago de Chile. Me repite varias veces que no quiere aprovecharse de la fama de su hermano para que su nombre aparezca en los diarios, que nunca lo ha hecho, que nunca lo hará. Le explico que no es a él a quién quiero entrevistar. Que quiero confirmar el estado de salud de su hermano y me repite que no va a hablar.

Dos días más tarde, Jorge me llama al celular. Me dice que está la escoba, que al Antonino, su hijo que vive en La Ligua, le preguntaron en el colegio si es cierto que su papá se murió y que los amigos de la Carola, su novia, llaman desesperados porque en el diario dice que le pega. Me pregunta qué puedo hacer yo para ayudarlo a desmentir. Yo le pregunto cómo está, me dice que bien y tranquilo hasta que todo eso salió publicado.

—Te he estado buscando —le digo.

—Sí supe, pero no te llamé porque le dijiste a mi hermano que querías hacerme una entrevista, y encuentro ná que ver salir hablando ahora —me responde.

Le digo que entonces es difícil desmentirlo. Me dice que estuvo a punto de llamar al diario que publicó la noticia, pero se arrepintió porque se dio cuenta de que cualquier cosa que dijera saldría publicada. Se me ocurre decirle que ahora sí que es el Charly García chileno.

Cambiamos de tema. Me cuenta que ya tiene listo su disco nuevo y que me va a llamar para que lo vaya a escuchar. Le digo que lo llamo yo, pero me explica que ha dejado de pagar el teléfono de su casa, porque no lo necesita. Concentrado en el disco, no quiere hablar con nadie.

Cinco semanas más tarde, pocos días después del 18 de septiembre, llamo a mi casa para tomar los mensajes del contestador, y en el primero aparece la voz de Jorge.

—Julius, estoy en la casa de mi mamá hasta como las siete. Llama, te paso a buscar y vamos a escuchar el disco, si no, aparécete mañana. Chao. Pííííp.

Miro el reloj. Son las ocho. Suena mi teléfono. Es Jorge. Está donde su hermano. Quedamos de juntarnos más tarde en Beauchef.

Diez meses antes

Miguel Tapia es el primero en llegar a mi departamento de El Llano Subercaseux, ubicado a pocas cuadras del Liceo 6 de San Miguel, donde nacieron Los Prisioneros. Miguel es extremadamente buen tipo, y con el tiempo se convertirá en un gran amigo. Después de unos nueve años, González, Narea y Tapia se van a juntar, hoy, en mi casa, por primera vez frente a una grabadora. Vamos de una carrera a comprar algo para picar y bebida y cerveza, para hacer fanshop. Cuando volvemos, Claudio está tocando el timbre. Jorge llega quince minutos más tarde, envuelto en una parka lila inflada, fosforescente y gigantesca. Comentamos la curiosa coincidencia de que Claudio y Miguel tengan sendos Toyota Tercel blancos. Claudio y Jorge toman bebida; Miguel, cerveza sola, y yo fanshop. Nos sentamos los cuatro en la mesa redonda del comedor.

Miguel se pone frente a mí, Claudio se ubica a mi derecha, y Jorge, a la izquierda. Primero les pregunto si Los Prisioneros llegaron hasta donde se lo habían planteado inicialmente. Me dicen que no, que podrían haber llegado más lejos con más apoyo y mejor infraestructura. Jorge es quien responde primero y Claudio habla poco, pero tiene salidas muy ingeniosas. “Los Prisioneros eran como Pinochet: dividíamos”, me dice. Hablamos de las declaraciones venenosas de esa época. Se lamenta de que “gente buena onda como el (Eduardo) Gatti haya caído en el saco de artesas que despreciábamos”. Hace alusión a la famosa leyenda de Jorge González insultando al ex líder de Los Blops, cara a cara en el Café del Cerro, cuando el sitio todavía era epicentro social del Canto Nuevo.

En 1986, la revista Súper Rock organizó en ese mismo lugar un foro para hablar del futuro del rock latino. Asistieron miembros de Engrupo, Aterrizaje Forzoso, Cinema, Aparato Raro y Pancho Puelma y los Socios. La crème de la crème del boom pop de los 80. El grupo de Puelma tiene en el sillín de la batería a un flaco alumno del maestro Carlos Figueroa: Mauricio “Clavito” Clavería. Una década y media más tarde, ya rebautizado por sus camaradas del grupo La Ley como “Perrín”, Clavería se gana un Grammy internacional por el disco Uno, cuando este grupo ya es la banda de rock en español que más discos vende en Sudamérica.

Jorge, que tiene una habilidad inquietante para acordarse de detalles, habla del look de la primera etapa y cuenta que la decisión de usar zapatillas North Star y chalecos con el borde de la polera asomando fue consciente, inspirado en los raperos del Bronx. En el fondo, el antilook.

Claudio se desconcentra fácilmente de la conversación. Al cuarto de hora me pide el teléfono, y luego se disculpa diciendo que tiene que irse a cuidar a su hijo. Me doy cuenta de que no está cómodo con la reunión y no insisto.

Hablamos de los primeros conciertos, esos donde el fuego de la insolencia adolescente sanmiguelina ya abrasaba todo a su paso. Jorge me explica que varias veces terminaron insultando al público —en su mayoría universitario e intelectual— porque se dieron cuenta de que les resultaba más excitante tenerlos en contra que aplaudiendo. Me ofrecen ir a la sala de ensayos donde empezaron a tocar, que hoy ha vuelto a ser una pieza de costura ocupada por la señora Ida, la mamá de Jorge. Termino mi fanshop. Partimos.

San Miguel es una de las pocas comunas puramente residenciales que van quedando en Santiago. Esta cualidad, y la agradable brisa en las tardes producto de un curioso fenómeno de microclima, la hacen ideal para caminar. Mientras nos dirigimos en el auto de Miguel a la famosa pieza de costura, Jorge recuerda sus años de adolescencia, y explica el romanticismo de recorrer a pie las calles de San Miguel sintiéndose héroe de alguna película imaginaria. La señora Ida Ríos nos recibe al fondo de un pasaje de la Novena Avenida. El pasado está en la sala: en las paredes hay afiches con imágenes de Jorge en Los Prisioneros y como solista.

Agosto de 1984

“Quiero ser el próximo presidente de Chile” dice Charly García en el número 54 de la revista La Bicicleta. Le toman varias declaraciones como esa en una conferencia de prensa delirante en el Hotel Carrera. Ningún medio escrito las publica. Excepto este sensacional magazín underground de izquierda, impreso en papel roneo, con una pauta de temas favoritos en que conviven La Nueva Trova, el punk-rock, el sexo, la política, posturas de guitarra y vanguardia teatral, Álvaro Godoy registra la primera presentación masiva del bigotudo bicolor, un periodista de Teleanálisis escribe bajo el seudónimo de L’ Angelo Misterioso una crónica sobre un recital de Los Prisioneros.

Es en El Trolley, un galpón abandonado, propiedad de los jubilados de Ferrocarriles del Estado, que se ha hecho famoso por acoger las teatrales performances de la vanguardia underground santiaguina. Está ubicado a pocas cuadras de la cárcel pública, el Mercado Central y el terminal donde salen los buses al litoral central, en la calle San Martín. Un barrio de los bravos, conocido por sus numerosas y colorinches prostíbulos.

Algunas semanas antes de la publicación de ese número de La Bicicleta, voy con dos amigos del colegio a jugar videos en el Diana de Los Bajos York, un subterráneo repleto de flippers, billares y librerías de usados ubicado al medio del Paseo Ahumada. Son pasadas las diez y media de la noche. Tras gastar toda nuestra provisión de monedas en fichas de video, nos quedamos conversando con tres niñas en la puerta del Burger Inn de Ahumada. Al rato, ellas toman una micro en la calle Catedral, frente al paseo Phillips, y nosotros nos vamos caminando a la casa. Menos mal que la noche está tibia. Mis amigos viven cerca de la Quinta Normal, yo un poco más abajo de la plaza Brasil, al lado de la plaza Yungay, más conocida como la del Roto Chileno, por la estatua ubicada en su centro, y que cada año recibe a las autoridades municipales el 20 de enero, día del Roto Chileno que combatió en las guerras del siglo XIX. El que siempre viene a esas festividades es Carlos Bombal, un alcalde fachoso —en todos los sentidos de la palabra— que se aparece por el barrio solo en esa fecha.

Bajamos por Rosas, y a uno de mis compañeros de viaje se le ocurre ir a mirar a las chiquillas de San Martín. Dice que a veces muestran algo a los gallos que van pasando. Pasando la calle San Pablo —a la vuelta del entonces Casino Las Vegas, donde se hace la Teletón, y durante los 70 se transmitía el afamado programa vespertino Dingolondango, con Enrique Maluenda— hay un montón de gente rara en la calle. Por el lado nuestro pasan dos niñas con abrigo largo, medias rayadas y telarañas pintadas al costado de la cara.

Un grupo de gente se apretuja contra alguna de las viejas fachadas de dos pisos. En la vereda del frente, las niñas regordetas están asomadas a la ventana mostrando el escote y le gritan cosas a la fauna de ropa rara.

“Estos cabros nos van a ayudar a empujar” dice al lado nuestro un tipo de camisa amarilla y patillas a lo Elvis, asomado del montón de gente.

No nos cuesta nada, así que hacemos un poco de fuerza contra la masa de gente, la puerta cede y en un minuto estamos dentro. El uniforme parece ser el negro, que es lo que casi todos llevan. El resto lleva bolso artesanal. Hay nubes de olor a marihuana y vino. “A moverse, mierda” grita alguien por micrófono. Es el cantante del grupo que está tocando en un rincón. Me acerco. Veo por primera vez a Los Prisioneros tocando. “Esta es para los artesas” grita Jorge González y tocan “Nunca quedas mal con nadie”. Jamás se me borra de la memoria ese puño en alto, cuando los instrumentos paran y grita “… y solo eres una mierda buena onda”. Siento un humo como familiar. Alguien se acerca y comienza a hablar. Me quedo piola.

Septiembre de 1997

Llevo dos días en Manhattan y acabo de cubrir los MTV Awards en el Radio City Music Hall para el diario, que también me ha encargado buscar a Jorge y tratar de entrevistarlo. Veo de cerca a Janet Jackson, a Mariah Carey, a Kevin Bacon (el actor de Footloose), a Lenny Kravitz y a las Spice Girls, que como andan en su primera visita a Estados Unidos, se adhieren como lapa a todo lo que parezca periodista o fotógrafo.

Voy a estar seis días, así que como souvlaki —una increíble versión árabe del taco mexicano, hecho en pan pita y relleno con lechuga, crema ácida, queso y pollo a la plancha bañado en soya— con jugo por cinco dólares en Central Park, y camino desde la mañana a la noche, alucinado por la enorme cantidad de tipos distintos de gente, las librerías y las enormes disquerías.

Se ha sabido poco de Jorge González desde que se fue a Estados Unidos el 95, con su novia Verónica, poco tiempo después de lanzar el disco El futuro se fue. Hace algunas semanas, Jorge estuvo en Chile de pasada para un taller de composición de música en el computador que ofreció en la acogedora sala de la SCD. No habló con ningún diario, pero al finalizar la segunda sesión a la que asistí, nos quedamos conversando un rato de música.

Ahora que estoy en Nueva York, lo llamo. Se acuerda perfectamente de mí, pero se niega a la entrevista. Me explica que no tiene nada que decir, que encuentra fome la idea, pero me invita a una reunión de amigos que tiene dos días después en su departamento de la 83 con Broadway.

A la noche siguiente, lo llamo del hotel para confirmar, y quedamos en juntarnos después de las once. Me dice que tome un taxi, porque el metro es peligroso y puedo perderme.

Es temprano. Voy a una grocery —versión Almac de las rotiserías chilenas— compro jugo de zanahoria, y busco un vino chileno para contribuir a la cena. Recorro tres cuadras pero no encuentro vino chileno. No compro vino.

El taxi se va por la orilla de Central Park y pasa frente al edificio Dakota. Lo reconozco de lejos por las gárgolas en el techo. Esta es un área de Nueva York cargada de vibraciones. Es el West Side, el lado progresista de Manhattan. O sea, el barrio de Lennon. Cruzando Central Park está el East Side. Del estilo Jackie Onassis. En este sector de Central Park, hay una pequeña plaza recordatoria llamada Strawberry Fields Forever. Es porque fue en la entrada del Dakota, donde todavía vive Yoko Ono, que Mark Chapman mató a Lennon. Eso en la realidad, porque en el terreno de la ficción, el interior del Dakota sirvió de escenario para la demoníaca película El Bebé de Rosemary, de Roman Polanski. Jorge vive en ese mismo barrio del West Side, a pocas cuadras.

En Manhattan todos los edificios parecen haber sido escenario de películas, y este no es menos, con un toldo enorme a la entrada y conserje portorriqueño. Jorge me abre la puerta, de inmediato me pide que deje los zapatos en la entrada y me presenta al venezolano Argenis Brito, su compañero de departamento. Argenis conoce igual que Jorge lo que es ser una celebridad adolescente, pero desde otro punto de vista, con su pasado como ex miembro del grupo Los Chamos, los Menudo venezolanos. En la reunión hay varios chilenos, algún gringo. Y Tetsu, un japonés que hace música ambient. Algunos meses más tarde, haciendo zapping, veré un documental del canal Film & Arts donde lo denominan como “uno de los músicos experimentales más importantes del fin de siglo”.

Con los años de estadía en Nueva York, y con sus amigos alemanes —como Uwe Schmidt, el músico alemán que bajo la chapa de Atom Heart, y residiendo en Chile, generó el disco de música electrónica más alabado por la crítica especializada del año 2000: El baile alemán. Básicamente un chispeante disco de covers de Kraftwerk, en clave tropical y con Argenis en las voces— Jorge ha hecho buenos contactos en la primera división de la música electrónica.

Son poco más de las diez, y de fondo suena el disco Gonzalo Martínez y sus congas pensantes. El japonés opina que es fascinante.

Algunos meses más tarde, Jorge lanza Gonzalo Martínez… en Chile, pero la crítica lo ignora y el concierto de presentación —en la Disco Planet, meca de la naciente escena electrónica chilena— fracasa por problemas de sonido. Aunque Jorge da muchas entrevistas, la promoción es un desastre y finalmente Gonzalo Martínez y sus congas pensantes termina vendiéndose poco. A pesar de contener una joyita como La Cumbia Triste, la mejor evocación de la pureza hecha música, desde “El cigarrito” de Víctor Jara.

De la despensa, Jorge saca una de las varias botellas de vino chileno que mantiene guardadas. Conversamos sobre Chile, le insisto sobre la entrevista y se niega otra vez. Pero me dice que después puedo escribir lo que quiera de esa reunión. Con el paso del tiempo, me acostumbro a esta receta de Jorge, que a él lo relaja de la presión de estar dando una entrevista, pero a mí me tensiona doblemente con la responsabilidad de contar bien las cosas, y no traicionar su confianza.

Septiembre de 1999

La casa de Jorge González en la calle Beauchef es la misma en que se hizo el video de “Sexo”, con las escobas sirviendo de guitarras. Cuando llego, está viendo “La vaca y el pollito”, unos dibujos animados que dan en el cable. Tiene barba de días, pero no se ve enfermo como esperaba, y se lo digo.

—Igual me voy a afeitar. Este era el look para las fotos del disco. Las sacamos para que parecieran una película. Como Taxi Driver… —agrega entusiasmado.

Han pasado un par de meses desde que lo visité por última vez. Fue mientras grababa el disco en la casa de su mamá, en la misma pieza en el patio donde ensayaban Los Prisioneros. Allí había armado un estudio, con las paredes cubiertas de telas blancas y una caseta con vidrio y todo. Originalmente aquí se registraría el abortado álbum de Los Dioses, con Miguel y Argenis. Incluso le serví de operador. Tuve que apretar rec en el computador, para que él pudiera grabar unos quiebres de batería. Jorge González es bastante buen baterista.