Expulsados - Oscar Allende - E-Book

Expulsados E-Book

Oscar Allende

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Beschreibung

Los barrios, las calles y los edificios son como son por una serie de causas. Este libro da las claves para descifrar Santander. Un recorrido por el tiempo y los espacios de la ciudad, fruto de una profunda labor de investigación, que ofrece una explicación de por qué esta es como la conocemos hoy en día y cuestiona las decisiones sobre urbanismo y las razones por las que se tomaron, desde el incendio de 1941 hasta nuestros días. Expulsados analiza asuntos fundamentales para el cuerpo y el alma de la urbe, como el Plan General de Ordenación Urbana de 2012 o la gentrificación.

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Primera edición digital: febrero 2019 Colección Investigación

Dirección y coordinación: Antonio Rubio Campaña de crowdfunding: Raúl Gil

Ilustración de la cubierta: Juanma Samusenko Maquetación: Álvaro López Edición: María Luisa Toribio y Juan Francisco Gordo Revisión: María Antonia Díaz

Versión digital realizada por Libros.com

© 2019 Oscar Allende, Guillem Ruisánchez y Eva Mora © 2019 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-17643-07-2

Oscar Allende, Guillem Ruisánchez y Eva Mora

Expulsados

Santander, la transición urbanística pendiente

A nuestras madres, que dibujaron para nosotros una ciudad de ensueño.

 

A nuestras parejas, nuestras familias y nuestros amigos, con los que caminamos juntos por nuestras ciudades.

 

A Olivia y Diego, a Jana y Gael, a Enzo y Malena, para que sueñen su propia ciudad.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Prólogo. Por Olmo Calvo

Introducción. Por Oscar Allende

 

Primera parte. Una ciudad orgánica para una democracia orgánica

 

1. La ciudad de las dos caras

2. Santander, ciudad en llamas

3. La ciudad orgánica

4. El nuevo Santander

5. Un urbanismo de ganadores y perdedores

6. La ciudad que nació del fuego

En primera persona.

La noche del fuego

. Por Roberto Ruisánchez

 

Segunda parte. Los expulsados

 

Los años de la burbuja

7. El Cabildo, el castillo de naipes

8. Mendicouague, el aparcamiento de Castellón

9. La explosión de Tetuán: el nacimiento de un activista

La

plataformitis

10. El vial de Amparo, la anciana que levantó a una ciudad

11. El Pilón: el barrio que cambió una ley

12. Prado San Roque: la alternativa de los vecinos

13. La senda costera

14. La Marga: los nuevos movimientos llegan a las asociaciones

15. Sol, 57. El colapso de un modelo

Poesía.

Expulsados

, de José Elizondo

 

Tercera parte. Los beneficiados: investigación sobre el Plan General de Ordenación Urbana

 

Introducción

Los modelos de ciudad

   

16. El modelo de ciudad del PGOU 2012

   

17. La ciudad que pudo ser

   

18. La ciudad de los vecinos

   

19. Cuando las instituciones crean alarma

   

20. Pequeñas victorias, proyectos que se pararon

   

21. La ciudad de las empresas

En primera persona.

Las señoras de Santander

. Por María San Emeterio

La gentrificación

   

22. La gentrificación, descrita por los vecinos

   

23. Los mecanismos públicos de la gentrificación

El modelo económico

   

24. La gentrificación industrial (I): empresas perjudicadas

   

25. La gentrificación industrial (II): la difícil convivencia entre usos industriales y residenciales

   

26. La gentrificación industrial (III): la apuesta por el modelo de los centros comerciales

   

27. La última oleada de la gentrificación: la turistificación

Los beneficiados

   

28. Los nombres más beneficiados

   

29. Más que empresas

   

30. El Ayuntamiento favoreció a las eléctricas

   

31. El Ayuntamiento sacrificó espacios públicos

   

32. Grandes propietarios esquivaron las limitaciones del POL

   

33. La batalla de las oficinas

   

34. El PGOU legalizó una sentencia de derribo

   

35. El PCTCAN

   

36. San Martín

   

37. El Plan Sardinero

 

Cuarta parte. De 1941 a hoy: las cosas cambian

 

38. ¿Qué pasó entre 2008 y 2012?

39. El pensamiento crítico sobre el urbanismo se abrió camino

 

Conclusiones

Anexo

Mecenas

Contraportada

Prólogo

Por Olmo Calvo[1]

El derecho a la vivienda es el derecho a la vida. Porque un techo es algo más que un lugar donde cobijarte; es el espacio donde creces, compartes y sueñas. El inicio y el final de casi todo. Sin una casa es muy difícil tener un trabajo, una familia, una rutina, cocinar, asearte, estudiar o cualquier cosa que uno pueda imaginarse de su día a día.

Todo el mundo necesita un hogar, desde los jóvenes precarios españoles hasta los refugiados que buscan un sitio donde poder vivir alejados de guerras o situaciones de pobreza.

Pero lamentablemente la vivienda se ha convertido en un negocio muy rentable. Grandes, medianos e incluso pequeños capitales intentan sacar el máximo beneficio de una necesidad básica. Además, la especulación urbanística, el desempleo o el aumento de los pisos turísticos influyen en el mercado inmobiliario, cada vez más inaccesible para la gente humilde.

Durante los últimos años los desahucios han sido una de las caras más visibles de la crisis en España. En la mayoría de las ocasiones los afectados son familias trabajadoras que no pueden hacer frente a sus hipotecas al perder sus empleos, no ganan lo suficiente para pagar los alquileres por el aumento de los precios, o directamente son expulsadas de pisos que habían ocupado por absoluta necesidad. Como Miguel que, junto a su esposa y su hijo de tres meses, fue desalojado junto a otras 26 familias de dos bloques que ocupaban en Majadahonda, Madrid. El 25 de abril de 2017 decenas de guardias civiles con mazos y un ariete entraron en los edificios, ante la oposición de vecinos y activistas. Ese día yo hice muchas fotos, pero una se me quedó grabada en la cabeza: Miguel dándole el biberón a su hijo completamente rodeado de guardias civiles.

He visto muchos desahucios desde el año 2011; José Antonio, Ana, Marisa, Wilson, Cecilia, Marcelo, Hilda, Umberto, Emilia, Aurora, Lázaro, Cristina, Rebeca, Carmen… Todos víctimas de un sistema injusto. Pero también he visto resistencia, lucha y esperanza para combatirlos. Movimientos como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca o las asambleas barriales, que se han reproducido por toda la geografía española, convirtiéndose en un escudo social frente a estos abusos.

Aunque los desahucios son sólo la punta del iceberg del gran problema habitacional que existe en nuestras ciudades, directamente relacionado con el mercado laboral, la desigualdad y la especulación, y que hunde sus raíces en lo más profundo de nuestra sociedad.

En el año 2014 hice un trabajo en Madrid junto a la periodista Fabiola Barranco llamado Historias de la Crisis, en el que contábamos la realidad de diferentes personas a quienes no les había llegado la tan anunciada recuperación económica. A día de hoy sigue sin llegarles. Una de ellas era Adrián, que en su momento tenía 58 años y era una del 1.270.000 personas desempleadas de larga duración que se contabilizan en España. «No vales, ya no sirves porque eres viejo, no eres rentable», repetía decaído reproduciendo las palabras que tantas veces había escuchado desde que le despidieron de su trabajo como montador de pladur, después de 35 años dedicándose a ello.

Este padre de familia hablaba con una voz temblorosa y una mirada abatida. Comentaba cómo había cambiado su existencia, después de toda una vida trabajando «no tenía ni para comer». Además, estaba a punto de perder su hogar tras avalar a una de sus hijas para comprar una casa. Ella no podía pagar la hipoteca, y por lo tanto el banco le iba a embargar a él su piso como avalista.

Esta era sólo una de las historias, pero cualquiera de los otros protagonistas, Eva, Raquel, Rubén, Diana, Estela, Yasín o Mustafa, tenía, en mayor o menor medida, problemas con la vivienda. Algunos iban a ser desahuciados directamente o lo habían sido ya, otros se veían obligados a vivir con su familia por la imposibilidad de independizarse, y el resto vivían en habitaciones en casas compartidas porque tenían ingresos muy bajos debido a la precariedad laboral en que se encontraban.

Es fácil conocer a alguien de nuestro entorno en estas mismas circunstancias, e incluso a personas que llegaron a nuestro país en busca de refugio y no encontraron ni siquiera un techo donde guarecerse.

El deficiente sistema de acogida y asilo español, que no contempla el acceso a la vivienda como un derecho fundamental de quienes solicitan protección internacional, es responsable de este vacío vital que impide reconstruir las vidas a quienes huyen del horror de la guerra o la pobreza más absoluta. Aunque lo más difícil suele ser llegar hasta aquí. No sólo a España, sino a cualquier país europeo o con un alto índice de desarrollo humano.

Durante los últimos años he estado en diferentes países trabajando sobre las migraciones. En los años 2015 y 2016 fui testigo de la llegada a Grecia de miles y miles de refugiados, procedentes en su mayoría de Siria, Irak y Afganistán. Después de desembarcar en las islas griegas continuaban por la conocida como Ruta de los Balcanes, atravesando Macedonia, Hungría y Austria para intentar asentarse en Alemania, Holanda u otros países del norte de Europa. Pero la burocracia europea movió sus engranajes para cortar esa vía de acceso firmando un pacto con Turquía para controlar los flujos migratorios. Paralelamente, diferentes países construyeron vallas en sus fronteras.

En 2017 estuve en el barco de la ONG Proactiva Open Arms patrullando con ellos la principal ruta migratoria del Mediterráneo, desde las costas libias hasta Italia. En los últimos años cientos de miles de personas han sido rescatadas en esas aguas y miles han muerto ahogadas. Personas que huían de guerras o situaciones de pobreza buscando un hogar en Europa. En una de las fotos que hice se ven a decenas de mujeres y niños durmiendo en el interior del barco de Proactiva Open Arms horas después de ser localizados en un bote de goma a la deriva. En medio de la imagen hay un niño desnudo, Idris, de sólo tres años. A su lado está su madre, Aicha Keita. Ambos salieron de Mali escapando de la miseria y buscando, como todos y todas, un lugar donde vivir.

Durante los últimos años he fotografiado a personas desahuciadas, gente que luchaba por cambiar la realidad, supervivientes de guerras y situaciones de extrema pobreza que buscaban refugio en Europa… y todas ellas tenían algo en común, eran víctimas de un sistema injusto, gente humilde perdiendo su hogar.

Introducción

Por Oscar Allende

Cuando era pequeño, mi madre me contaba que una calle frente al paseo marítimo se llamaba el paseo de las Cerillas porque las farolas eran rectangulares y la luz estaba arriba, simulando eso, una cerilla. Con el tiempo descubrí que el nombre para esa calle era algo de lo que sólo era consciente yo; ella se lo inventó. Dibujó para mí una ciudad que era suya y mía, nuestra, de nadie más. Era nuestra ciudad.

Porque todas las ciudades son nuestra ciudad. En esa esquina nos besamos por primera vez, en aquella empezó a gatear nuestro retoño, allí era donde quedábamos los del grupo para charlar, ese es mi trozo de playa —en Cantabria, cuando eres adolescente, tu playa es una parcela tan tuya que sólo le falta el título de propiedad—, en ese bar te conocí y en ese otro me dejaste. Lloré en ese portal, trabajé en esa tienda y en aquella plaza fue donde me llamaron por teléfono para contarme esa noticia que cambió mi vida para siempre. Allí, en uno de los faros que tenemos en la ciudad de los tres faros, están las cenizas de mi mejor amigo.

Años después, paseé con mis sobrinos por el parque donde jugaba de niño, que hoy en día es un anexo a un centro cultural de la fundación del Banco Santander. Mi ciudad era ya su ciudad, pero hoy veo que es distinta. Las ciudades son de cada uno y son de todos, pero empiezan a tener dueño. Igual que yo echo de menos nuestro paseo de las Cerillas, en Santander todavía resuenan los ecos de, por ejemplo, el teatro Pereda, que desapareció, o los cines que volaron del centro. E incluso detalles más pequeños, como las baldosas de cuando éramos pequeños, desaparecidas mientras nuestros vecinos vascos han hecho de la baldosa de Bilbao todo un símbolo de su ciudad. Porque, al final, compartes tu ciudad, y es precisamente eso lo que hace que sea nuestra ciudad, la de todos, en la que entramos unos y otros pisando calles que otros pisaron antes que nosotros y que después pisarán aquellos que tendrán, de nuevo, que construir su ciudad.

La victoria de un equipo de fútbol, la inauguración de un evento, la ola de frío, la gran nevada, las elecciones, esa visita de alto nivel o los fuegos artificiales y las fiestas son esas experiencias colectivas que hacen que mi ciudad sea también nuestra ciudad. Pero a veces se nos olvida que, lejos de las inauguraciones, de las placas y los coleccionables de los periódicos en los centenarios, las ciudades se hacen a base de jirones, cráteres y desgarros.

En Santander lo sabemos muy bien. Sitúate sobre el mapa de la ciudad de las dos caras y los tres faros y mira a la cara a El Cabildo de Arriba, con tres muertes tras el derrumbe de un edificio en un barrio lleno de jeringuillas, putas y abandono; observa Tetuán, con un incendio que dejó a los propietarios como dueños de un solar; recuerda ese parque infantil al que se le dio la vuelta para construir un parking en el que entraron cuatro coches, nuestro aeropuerto de Castellón; ahí arriba tienes los barrios del Prado San Roque y El Pilón en vilo porque sus vistas a la bahía resultaban más atractivas de lo que puede soportar cualquier constructor adolescente… Más allá, en la zona más agreste, las salvajes fueron las máquinas, a las que hubo que domar para que no invadieran con cemento y vallas el recinto de la brisa del norte, y al final de la ciudad tienes —last but not least— ese gigantesco surco que es el vial donde antes estaba la casa de una anciana que se murió después de luchar demasiado. Se llamaba Amparo.

Todo empezó en el incendio y ha acabado, de momento, en la calle Sol, donde mientras escribíamos este libro surgió un nuevo socavón que ha dejado bastantes cosas al descubierto.

Hoy paseamos por las calles de nuestras ciudades y podemos comprobar que todo es mentira: las placas de las calles, el héroe local, esa fecha histórica y tantas otras cosas esconden un plan parcial, una modificación puntual, una baja temeraria, una licencia, una recalificación. Esa plaza que pisas la propuso un constructor y la levantó él recibiendo tu dinero. Si lees este libro verás que es un ejemplo real, y no será el único.

Así son las ciudades que no cuentan los cronistas, los barrios que no inaugura nadie, las entradas que no se escriben en Wikipedia. Las páginas en blanco de las escuelas de Arquitectura.

Las ciudades son puntos de encuentro

En las plazas, precisamente en las plazas, puntos de encuentro colectivo, surgió el 15-M, un movimiento que generó una onda expansiva y que, más allá de otros análisis, tuvo otro efecto: convirtió multitud de problemas considerados individuales, privados, en asuntos públicos, de todos. Porque antes de que volviéramos a las plazas ya había desahucios, ya había problemas de malnutrición infantil y gente que no podía pagar las facturas de la electricidad. Pero todo eso era problema de cada uno, tamizado incluso por el complejo del fracaso. Hoy en día eso —y ese es el gran legado del movimiento— ya no es así. Los gobiernos abren oficinas de mediación hipotecaria y en el Congreso de los Diputados se debate sobre pobreza energética, porque son problemas de todos.

Todos tenemos claro que en Educación y Sanidad, que son de todos, se han producido recortes, y que en rescates como el de las cajas o las autopistas se socializaron las pérdidas y se privatizaron los beneficios. ¿Y en Urbanismo? ¿Hay acaso algo más público que las calles y las plazas en las que nos cruzamos y convivimos? ¿No es el urbanismo una política pública que influye sobre nuestro transporte, nuestro trabajo y nuestro ocio? ¿No podemos romper ese modelo que beneficia a unos, las empresas del sector de la construcción, a costa de perjudicar a otros, que son los expropiados, los desalojados…?

Llevamos más tiempo hablando de urbanismo del que recordamos: los precios de la vivienda que no paraban de subir por más que se construyera, violando todas las leyes del mercado y el prometido efecto de la liberalización del suelo; el mobbing inmobiliario, que llevó a la creación de una fiscalía específica; los casos de corrupción que, de Marbella al norte de Madrid, están ligados una y otra vez al poder más cercano; el debate sobre la gentrificación, o cómo el urbanismo expulsa —sustituye— a los vecinos, o bien su derivada de la turistificación, el último debate que nuevamente no se ha querido afrontar en nuestro país.

La transición urbanística

En los últimos años hemos oído hablar de la necesidad de una segunda Transición y de profundizar en una mayor democracia, ese sistema que surgió en la ciudad griega, en la polis, de donde viene política. Más democracia, entendida como más participación, desde dentro y fuera de las instituciones, como una forma de desbordar la concepción de que democracia es simplemente meter un voto en una urna.

Parte de esa transición también es económica: empresas en comunión con las élites. Y en unos sectores que emanan directamente del franquismo: turismo y ladrillo. Ningún cambio por ahí. En Santander, además, el franquismo impregnó el urbanismo, porque el urbanismo es poder, el urbanismo es política y en nuestra ciudad la dictadura tuvo la suerte de encontrarse con un gigantesco solar gracias al incendio de 1941.

Santander es la única capital española en la que no ha habido un auténtico relevo político: el primer alcalde en democracia fue el mismo que el último del franquismo, asimilado ya al nuevo partido de gobierno, la UCD, y de ahí a Alianza Popular y al Partido Popular. Santander, una de las últimas ciudades —algo tendrá que ver— en retirar una estatua ecuestre de Franco de un espacio público, el principal de los suyos, la plaza del Ayuntamiento, es un símbolo. Si Marbella fue el icono de la corrupción urbanística, Santander lo es de la falta de transición urbanística y transparencia, de una búsqueda de un modelo de hacer ciudad a costa de quienes la viven. La ciudad la construyen las personas, no los ladrillos.

Pero pasa en todas partes, porque todas las ciudades son la misma ciudad. Si enfilas el barrio de San Francisco de Bilbao y tuerces hacia la derecha, puede que acabes en Lavapiés o en El Raval. Ahí está nuestro paseo Pereda, que se acaba convirtiendo en La Rambla, y si te asomas a la parte alta de la ciudad y sigues andando, puedes pasar del Albaicín granadino al barrio de Gracia. En todas ellas tenemos la sensación de que las decisiones las han tomado otros, de que nos están convirtiendo en figurantes y de que nos tratan como si estuviéramos de paso.

Esa recalificación democrática lo que reclama en el fondo es lo que hace que una democracia sea una democracia: la participación ciudadana, ciudadana de ciudad. De Santander al Cabañal, de Lavapiés al barrio de San Francisco, se impone cada vez más la necesidad de una transición urbanística que no llegó nunca, frente a una dictadura del ladrillo no superada que nos quiere fuera de su vista, desahuciados, refugiados, expatriados. Expulsados.

Primera parte

Una ciudad orgánica para una democracia orgánica

1. La ciudad de las dos caras

 

Te lo dirá cualquiera: los santanderinos son muy falsos, cuando te das la vuelta te estarán criticando. Hasta en el escudo sale que tienen dos caras. También te dirán que son acogedores, educados y entregados para informar al foráneo sobre su ciudad. Eso en un primer encuentro, porque el que pasa una temporada más larga que unas vacaciones en la ciudad dirá que los grupos de amigos son muy cerrados, herméticos y hasta endogámicos.

Pero efectivamente en el escudo de Santander vemos dos cabezas, las de sus patrones, Emeterio y Celedonio —cuyos restos, dice la tradición, están en la Iglesia del Santísimo Cristo, junto a la Catedral—, dos soldados romanos, mártires cristianos ejecutados en Calahorra, cuyas cabezas decapitadas llegaron a la capital de Cantabria por vía marítima. Esas dos caras son una constante en una ciudad marcada por la dualidad, por la diferencia, de la que conoceréis la cara amable de la postal: El Sardinero, La Magdalena. Pero que esconde, como una vieja casete, su cara B. La dualidad es parte esencial de la ciudad. El escaparate y la trastienda.

Santander es una península, rodeada de mar por todos sus límites, salvo por el oeste. Como particularidad, en comparación con otras capitales de la cornisa cantábrica, es una ciudad que mira al sur, donde se asienta la bahía más bonita de España y del mundo. Salvo los días de viento sur en los que, como indican los letreros en los antiguos portales del paseo Pereda, se accede por la puerta de atrás, recurriendo a la fachada norte como refugio. El fuerte viento sur, entre molesto y ciclónico, como en la noche del fuego, impedía cerrar las grandes puertas de madera de los burgueses portales de la primera línea del ensanche, a los pies de los muelles de Santander. Algunas de esas placas todavía indican el acceso por General Mola en días de sur, aunque la calle ahora se llama Ataúlfo Argenta, debido a la aplicación de la Ley de Memoria Histórica que está siendo especialmente lenta en Santander.

La ciudad mira hacia una de las bahías más hermosas. Esto es indiscutible para cualquier santanderino, pero además tiene alguna base. Santander, junto al golfo de Rosas, en Gerona, ingresó en el «Club de las bahías más bonitas del mundo», creado en 1997 por un diputado francés, Jérôme Bignon, que fue presidente de la entidad Conservación del Litoral. En ese club, la de Santander se codea con otras veintinueve bahías de veintitrés países del mundo, algunas tan afamadas como la de San Francisco. Pero mucho antes de eso el santanderino ya creía en su bahía por encima del resto de las cosas. Fuente de riqueza por la pesca en los primeros asentamientos, su puerto lanzó el crecimiento urbano tras la autorización para el comercio de Indias al romperse el monopolio de Cádiz en el siglo XVIII. Es el elemento fundamental del famoso marco incomparable con el que empiezan sus discursos las autoridades en los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Es también la alerta de que seguramente no dirán mucho más.

Es en el entorno de la bahía, entre el Palacio de La Magdalena y la playa de El Puntal de Somo —que pertenece a otro municipio, Ribamontán al Mar, pero es patrimonio imaginario de los santanderinos—, donde los santanderinos nos sentimos privilegiados. Las distancias son cortas en una capital muy manejable. Incluso en días laborables, es habitual aprovechar dos horas de sol a mediodía, con un bocata, en la playa. La tortilla de patata y el táper de lomo empanado lo dejamos para domingueros. Como somos de criticar a las espaldas, no es extraño encontrar cierta incomprensión hacia aquellos pocos que se van de la ciudad en verano, a viajar, para conocer mundo o para descansar. No se entiende, «con lo bonito que es Santander y lo bien que se está». No nos cansamos de contemplarla, la bahía; de vivirla en la plenitud de su luz, de sus vistas a la montaña y de su calma; de encogernos ante sus aguas abombadas y picadas en esos días de sur en los que es mejor entrar por la puerta de atrás. Los santanderinos nunca dejamos de hablar de Santander con orgullo, de presumir de ciudad, dentro y fuera de casa.

El marco es tan verdaderamente incomparable que distrae la atención de los más controvertidos asuntos públicos. Nuestros perfiles en las redes sociales, incluso los más críticos, se llenan de fotos de la bahía en los días soleados. Nueve de cada diez santanderinos escogidos al azar en el paseo entre Puertochico y los jardines de Pereda fotografiará una pedreñera que pone rumbo a El Puntal, en estos días, desde la azotea del Centro Botín, un auténtico selfiódromo santanderino. Siempre mirando la bahía y emblemas de su paisaje, como el ferry que conecta con Plymouth, o Los Reginas, el nombre de las barcas rojas y blancas que cruzan «al otro lado», o paseando por el mini zoo de La Magdalena, al que llegan, cada vez menos, los estudiantes de la UIMP en un palacio que una vez pisaron reyes.

Santander sabe a helado de Regma o de Capri, a vermú de solera, blancos y rabas, o a mediano —más leche que un cortado, pero sin ser un café con leche, servido en vaso—, tomado en una terraza en el paseo Pereda de espaldas al mar y mirando a la gente que pasea, estirado durante toda la tarde como sólo saben hacer las señoras santanderinas con el pelo azul o violeta, el que es en realidad el producto más típico de lo que hay quien sigue queriendo llamar la Atenas del Norte. Además de café mediano bebemos cerveza y llamamos medias a los tercios y cuartos a los quintos. Todo tiene su explicación: cuando había fábricas de cerveza, los bote-llines eran más bien botellas. De litro o medio litro. Santander, grande siempre (de nombre).

Una ciudad que presume de haber inventado las palas, las de verdad, las de madera maciza que pesan y con las que se juega con pelota de tenis, porque el mismo juego a la orilla de una playa del Mediterráneo se considera amanerado, en una ciudad que, siendo justos, puede que sea más machista que la media. Las palas en Santander se juegan con buen tono físico y de piel, con poderío bronceado en la playa del Camello. Y por aquí nos aparecen más contradicciones: el Camello toma su nombre de una roca que en realidad se parece a un dromedario, pero si ni el mismísimo Benito Pérez Galdós lo discutió en su obra Gloria (1877), pues tampoco vamos a ser nosotros…

La otra cara

Santander es una cinta que te empieza a gustar tanto por la cara A que rebobinas y la pones cien veces incluso antes de escuchar la cara B. Son las canciones más conocidas, las que no quieres dejar de escuchar. Una y otra vez. Hasta que das la vuelta al casete y empiezas a escuchar letras de historias que levantan la falda a esa ciudad bella, elegante y tradicional.

La otra cara de la postal no es tan luminosa, ni tan elegante, ni tradicional; es más oscura, raquera y canalla. Dos almas se cruzan una vez al año, al cierre de la última discoteca de Puertochico, a la hora de la procesión del Rosario en las fiestas del Carmen. Rara vez se encuentran las dos ciudades, pero si lo hacen es con cierto respeto histórico al conflicto. La cara B de Santander incluye barrios históricamente maltratados, como Castilla-Hermida, alejado del centro por las vías férreas, empujado hacia el puerto y sufriendo durante años que el viento del sur —el sur tiene la culpa— llevara el polvo del carbón que allí se descargaba directamente a las fachadas, casas y gargantas de los vecinos; o una parte alta de la ciudad que en otras urbes sería turística y que aquí está aún por explorar, porque en Santander los barrios bajos están en alto, como el céntrico y antiguo barrio en el que las casas, literalmente, se caen, con un desprecio al patrimonio histórico que le ha hecho una parte importante de su memoria sentimental, y unas zonas de expansión sin servicios ni continuidad que hacen que una capital de provincias dependa del coche como si de Los Ángeles se tratase. Periferias en las que se asentaron los expulsados que dan título a este libro, y que no son otros que los santanderinos de toda la vida.

El esplendor

También es una ciudad portuaria, en tiempos el puerto de Castilla. Una elección estratégica que significó el desarrollo de la línea férrea con Madrid, que acaba de cumplir ciento cincuenta años, para situar a Santander entre los primeros puertos de España conectados con la capital por ferrocarril. Un puerto venido a menos con el paso del tiempo y que hoy no resiste la comparación con sus competidores más cercanos: Bilbao o Gijón.

Santander es asimismo una bonita ciudad de vacaciones, desde las primeras manifestaciones de lo que hoy conocemos como turismo. Ciudad balneario como San Sebastián o Biarritz, fue la preferida de los reyes de España Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Nieta de la reina Victoria del Reino Unido, encontró en el paisaje y hasta en la arquitectura victoriana del Palacio de La Magdalena —regalo de la ciudad a los monarcas para reforzar esa marca en los primeros tiempos del turismo, a comienzos del siglo XX— una cierta nostalgia de Osborne House, el castillo de Osborne en la isla de Wight, donde aseguran las crónicas que fue feliz en su infancia.

Como otras ciudades de la cornisa cantábrica, Santander tuvo una gran influencia británica desde el desarrollo industrial. Como en otras ciudades de la cornisa cantábrica, hay manifestaciones desde la arquitectura de la calle del Carmen hasta el deporte: el equipo de fútbol de la ciudad se llama Racing, hay un pub en El Sardinero que se llama Orsay —de offside, en inglés fuera de juego—, dos equipos de hockey, tres de rugby…

Las catástrofes

Pese al embelesamiento de sus gentes con la bahía, es Santander una ciudad que le ha dado la espalda a su puerto. Y no por capricho, sino porque es una ciudad marcada por dos grandes catástrofes históricas. La primera, la explosión del barco Cabo Machichaco, en el año 1893, dejó más de quinientos noventa muertos, entre ellos la mayor parte de las élites políticas y económicas, las autoridades civiles y militares, que se habían acercado al lugar para seguir la evolución del llamativo incendio en cubierta y se vieron sorprendidas por la detonación de la carga, cincuenta y una toneladas de dinamita. En total, se registraron más de dos mil heridos en la que está considerada la mayor tragedia civil en la España del siglo XIX. El suceso del barco Cabo Machichaco es una explicación antropológica del distanciamiento y las tensiones entre la ciudad y su puerto, todavía vigentes durante todo el siglo XX. Santander, sin duda uno de los municipios con más kilómetros de costa de España, quedó de alguna manera aprisionada entre los muelles de su puerto y la difícil orografía que la separa de los lejanos acantilados del norte. De forma natural, varias generaciones han desconocido la línea del frente marítimo, más allá de ese centro del postureo local que es el paseo Pereda desde que empezó a desarrollarse el ensanche burgués de Santander, sobre todo los domingos, luciendo las mejores galas. Ni siquiera ahora, bien entrado el siglo XXI y con citas propicias para la apertura del frente de la bahía, como el Mundial de Vela de 2014, se empiezan a recuperar para la ciudad los muelles en toda su dimensión, de forma puntual, como en el área de Gamazo y como veremos más adelante, más relacionado con otros intereses del negocio inmobiliario. O bajo el nuevo Centro Botín, que ciertamente ha permitido acceder a un muelle que estaba cerrado para los vecinos, como zona portuaria que era.

La del barco Cabo Machichaco no es la única desgracia que ha padecido la ciudad: desde los años de la peste medieval hasta asedios de piratas, pasando por edificios que se caen, como el hotel Bahía o el hospital Valdecilla y un goteo de derrumbes en viviendas, hasta el punto de que es una tragedia la que hace que la urbe que vamos a descubrir en este libro sea como es hoy en la actualidad.

2. Santander, ciudad en llamas

 

La segunda gran tragedia fue el incendio de 1941. Se declaró en una noche de viento sur huracanado, el 15 de febrero, en el número 20 de la calle Cádiz. La historia no ha podido resolver si se produjo por un cortocircuito o por una chispa de una estufa o chimenea en una época en que eran habituales los braseros dentro de las viviendas, aunque esta última opción es la más contemplada en el septuagésimo quinto aniversario.

Recientemente, una de las principales investigadoras del incendio y sus consecuencias en el urbanismo de la ciudad, Ángela de Meer, ha revelado que el portal de la calle Cádiz donde se situó el inicio de la catástrofe estaba rodeado de un cóctel explosivo: examinando los impuestos de actividades económicas de la Cámara de Comercio ha descubierto que debajo había un almacén de madera, al lado un almacén de productos de droguería al por mayor y cruzando la calle, una carbonería.

Los bomberos, llegados desde el resto de Cantabria y desde otras ciudades españolas, poco pudieron hacer para detener la expansión de las llamas, que arrasaron 115.421 metros cuadrados que contenían las 37 calles que resultaron afectadas. Llegaron refuerzos desde ciudades cercanas como San Sebastián, Bilbao, Palencia, Burgos, Oviedo, Gijón, Avilés y hasta de Madrid, lugar de procedencia de la única víctima mortal, el bombero Julián Sánchez García, que falleció en el Hospital de Valdecilla; 115 personas resultaron heridas. El incendio destruyó 1.783 viviendas, 377 edificios; se quedaron sin casa más de 10.000 santanderinos, casi un 10 % de la población censada entonces. Más de 500 comercios desaparecieron y 7.000 personas se quedaron sin empleo.

Destrucción de la ciudad medieval

Lo que se quemó en el incendio fue la ciudad medieval, el casco histórico de Santander casi al completo. Precisamente esa trama urbana medieval, la estrechez de las calles, la cercanía de unas casas con otras y la tipología de madera de las viviendas facilitaron la propagación del incendio desde la Puebla Vieja —la zona de El Cabildo de Arriba adyacente a la calle Cádiz y la plaza de las Estaciones, donde se sitúa el origen del fuego— hacia la Puebla Nueva —los crecimientos medievales de la ciudad hacia el norte y el este—, al otro lado de la ría de Becedo, la Ribera, la actual calle Calvo Sotelo. De aquella ciudad medieval sólo quedarían dos arrabales, los crecimientos urbanos fuera de la muralla: el Arrabal de la Mar, actuales calles del Medio y Arrabal, y parte del Arrabal de la Puerta San Pedro, a partir de la calle Cuesta del Hospital, en El Cabildo de Arriba, por el cordal calle Altero hacia el oeste. Por el norte, el incendio llegó hasta la calle Tantín, donde estaba la estación principal de la compañía de electricidad, la Electra de Viesgo. De hecho, las crónicas del incendio relatan cómo el ejército autorizó voladuras controladas de edificios como cortafuegos para evitar el avance de las llamas, que tardaron cuarenta y ocho horas en extinguirse por completo.

Las fotos de la ciudad arrasada dieron la vuelta al mundo, fue noticia internacional. En la plaza de los Remedios, mujeres con sus hijos de la mano reunían en unos pocos metros cuadrados sus colchones y enseres de mayor valor. Con todo, la verdadera desgracia se consumó con el paso del tiempo.