Fairest - Marissa Meyer - E-Book

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Marissa Meyer

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Beschreibung

Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa? Acércate más y te contaré una historia: los oscuros secretos de la reina, que he anhelado develar. Si en Cinder, Scarlet y Cress odiaste a Levana, no te puedes perder la oportunidad de conocer su historia. Una historia que nadie contó… hasta ahora. En esta fascinante precuela de Crónicas Lunares, Marissa Meyer nos vuelve a sorprender con un relato sobre el amor y la guerra, la codicia y la muerte. El final está cada vez más cerca…

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Este libro es para los lectores. Los lunárticos. Los fans.

“Espejito, espejito,

¿quién es la más hermosa?

Acércate más y te contaré una historia:

los oscuros secretos de la reina, que he anhelado develar.

Su codicia puede haberla llevado

a robar y matar,

mientras que su maldad la condujo a quebrar la voluntad de un hombre.

Pero la peor tragedia que aún he de exponer es que todo eso lo hizo por amor…

Eso cuenta nuestra historia.

Y si alguna vez quisieras mi retrato de la reina impugnar, debes saber que no soy sino un espejo.

No puedo mentir”.

 

Yacía sobre una pira ardiente, con la espalda sobre carbones encendidos. Chispas blancas pasaban volando ante sus ojos, pero el alivio de la inconsciencia no llegaba. Su garganta estaba ronca de tanto gritar. El olor de su propia carne quemada entraba por su nariz. El humo escocía sus ojos. Ampollas iban brotando en su piel, y jirones enteros de esta se iban desprendiendo, dejando el tejido vivo debajo.

El dolor era implacable, la agonía interminable. Rogó que llegara la muerte, pero esta jamás acudió.

Estiró su única mano en un intento de apartar su cuerpo del fuego, pero el lecho de carbones crujió y se colapsó bajo su peso, sepultándola, hundiéndola más hondo entre las brasas y el humo.

A través de la confusión alcanzó a vislumbrar unos ojos amables. Una sonrisa cálida. Un dedo que le hacía señas. Ven aquí, hermanita…

Levana se atragantó y se incorporó sobresaltada, sus piernas enredadas en las pesadas mantas. Sus sábanas estaban húmedas y frías por el sudor, pero su piel seguía ardiendo a causa del sueño. Sentía la garganta irritada. Se esforzó por tragar, pero su saliva tenía gusto a humo y se estremeció. Luego, se sentó bajo la tenue luz matutina, temblando, tratando de alejar la pesadilla. La misma pesadilla que la había perseguido a lo largo de demasiados años, aquella de la que parecía que jamás podría escapar.

Se frotó repetidamente los brazos y los costados con las manos hasta que tuvo la certeza de que el fuego no había sido real. No estaba ardiendo viva. Estaba a salvo y sola en su recámara.

Con la respiración entrecortada, se deslizó al otro lado del colchón, lejos de las sábanas empapadas de sudor, y se recostó de nuevo. Temerosa de cerrar los ojos, se quedó contemplando el dosel y practicando una respiración lenta hasta que su pulso se estabilizó.

Trató de distraerse planeando quién sería aquel día.

Miles de posibilidades surgieron ante ella. Sería hermosa, pero había muchos tipos de belleza. Tono de piel, textura del cabello, forma de los ojos, largo del cuello, un lunar bien ubicado, cierta gracia en la manera de caminar.

Levana sabía mucho de belleza, del mismo modo que también sabía bastante sobre fealdad.

Y entonces recordó que el funeral sería hoy.

El pensamiento la hizo gemir. Qué agotador sería mantener el encanto todo el día, enfrente de tantos. No quería ir, pero no tenía alternativa.

Era un día inconveniente para estar agitada por pesadillas. Quizá lo mejor sería elegir algo familiar.

Mientras el sueño se perdía en su subconsciente, Levana acarició la idea de ser su madre aquel día. No como había sido la reina Jannali cuando murió, sino quizás una versión quinceañera. Sería una especie de homenaje asistir al funeral usando los pómulos de su madre y sus ojos, de un violeta intenso. Todo el mundo sabía que habían sido producto del encanto, pero nadie se había atrevido a decirlo en voz alta.

Pasó unos cuantos minutos imaginando cómo se habría visto su madre a su edad, y dejó que el encanto la envolviera. Cabello rubio plateado impecablemente peinado en un moño bajo. Piel tan blanca como el hielo. Un poco más baja de lo que llegaría a ser de adulta. Labios rosa pálido, como para no distraer el atractivo de aquellos ojos.

Hundirse en el encanto la tranquilizó. Pero apenas comprobó su aspecto se dio cuenta de que estaba mal.

Ella no quería ir al funeral de sus padres con el atuendo de una chica muerta.

Un toquecito discreto en la puerta interrumpió sus pensamientos.

Levana suspiró y rápidamente improvisó otro disfraz que había soñado unos días antes. Piel aceitunada, nariz respingada con gracia y cabello negro como el ala de un cuervo, con un corte adorablemente corto. Probó varios colores de ojos antes de dar con un impactante gris azulado, enmarcado por unas intensas pestañas negras.

Antes de concederse un cambio de opinión, se incrustó una joya de plata en la piel debajo de su ojo derecho. Una lágrima. Para probar que estaba de luto.

–Entre –dijo, abriendo los ojos.

Entró una doncella llevando una bandeja con el desayuno. La chica hizo una reverencia, sin alzar la vista del suelo –lo cual dejó sin utilidad el encanto de Levana– antes de aproximarse a la cama.

–Buenos días, Su Alteza.

Incorporándose, Levana permitió que la doncella acomodara la bandeja en su regazo y le colocara una servilleta de tela. La muchacha le sirvió té de jazmín en una taza de porcelana pintada a mano que había sido importada de la Tierra varias generaciones atrás, y lo aderezó con dos hojitas de menta y un chorrito de miel. Levana no dijo nada mientras la doncella destapaba una fuente de diminutos pastelillos rellenos de crema para que pudiera ver cómo lucía el conjunto antes de emplear un cuchillo de plata para cortarlos en bocados aún más pequeños.

Mientras la doncella se afanaba, Levana se fijó en el plato de frutas de brillantes colores: un durazno suavemente aterciopelado colocado en medio de un halo de moras negras y rojas, todas ellas espolvoreadas con azúcar impalpable.

–¿Alguna otra cosa que pueda traerle, Su Alteza?

–No, eso es todo. Pero envía a la otra en veinte minutos para que prepare mi vestido de luto.

–Por supuesto, Su Alteza –respondió, aunque ambas sabían que no había otra. Cada uno de los sirvientes del palacio eran el otro. A Levana no le importaba a quién enviara la doncella, siempre y cuando esa otra la enfundara adecuadamente en el impecable vestido largo gris que la modista había enviado la noche anterior. Levana no quería molestarse encantando su vestido además de su rostro, no con tantos pensamientos en la cabeza.

Con otra reverencia, la doncella abandonó la recámara, dejando a Levana con la vista clavada en la bandeja del desayuno. Apenas ahora caía en la cuenta de lo inapetente que se sentía. Le dolía el estómago, quizá como resabio del horrible sueño. O, supuso, podía ser tristeza, aunque era improbable.

No sintió demasiado la pérdida de sus padres, que ahora llevaban ausentes la mitad de un largo día. Ocho noches artificiales. Su muerte había sido terriblemente sangrienta, asesinados por un vacío que empleó su inmunidad al encanto lunar para infiltrarse en el palacio. El hombre le había disparado a dos guardias reales en la cabeza antes de alcanzar la recámara de sus padres, en el tercer piso, donde después de matar a otros tres guardias le había cortado la garganta a su madre, hundiendo el cuchillo tan hondo que le había seccionado parcialmente las vértebras. Luego había avanzado por el pasillo hasta donde su padre dormía con una de sus amantes, y lo había apuñalado dieciséis veces en el pecho.

La amante, que tenía salpicaduras de sangre por todo el rostro, seguía gritando cuando acudieron dos guardias reales.

El asesino vacío continuaba apuñalándolo.

Levana no había visto los cadáveres, pero sí las habitaciones a la mañana siguiente, y su primer pensamiento había sido que la sangre podría haberle dado un lindo tono a sus labios.

Sabía que no era un pensamiento adecuado, pero tampoco creía que a sus padres se les hubiera ocurrido algo mucho mejor si la asesinada hubiera sido ella.

Levana se las había arreglado para comer tres cuartas partes de un pastelillo y cinco moras pequeñas cuando la puerta de su habitación se abrió de nuevo. Su primera reacción fue de enojo por la intrusión: la doncella se había adelantado. Su segunda idea fue verificar que su encanto siguiera en su sitio. Sabía que el orden de las preocupaciones debía haber estado invertido.

Pero fue su hermana y no uno de los sirvientes sin rostro quien se deslizó en su habitación.

–¡Channary! –ladró Levana, apartando la bandeja. El té se derramó por los bordes de la taza, anegando el platito que la sostenía–. No te he dado permiso para entrar.

–Entonces quizá deberías echar llave a tu puerta –dijo Channary, avanzando por la alfombra como una anguila–. Hay asesinos por aquí, ¿sabes?

Lo dijo con una sonrisa totalmente despreocupada. ¿Y por qué habría de ser de otra manera? El asesino había sido ejecutado rápidamente en cuanto los guardias lo hallaron, con el cuchillo ensangrentado aún en la mano.

Levana no creía que allá afuera pudiera haber más vacíos tan enojados y desquiciados como para intentar otro ataque. Channary era simplemente una tonta si pensaba lo contrario.

Una tonta muy bella, claro, que son las peores. Su hermana tenía una encantadora piel bronceada, cabello castaño oscuro y unos ojos que se rasgaban hacia arriba justo en las comisuras, de manera que siempre se veía como si estuviera sonriendo, incluso cuando no sonriera. Levana estaba convencida de que la belleza de su hermana era producto del encanto, segura de que nadie que fuera tan horrible por dentro podía ser tan encantador en el exterior, pero Channary jamás confesaría una cosa o la otra. Si había algún resquicio en su ilusión de belleza, Levana aún estaba por descubrirlo. A la muy estúpida ni siquiera le molestaban los espejos.

Channary ya estaba vestida para el funeral, aunque el apagado tono gris de la tela era el único indicio de que había sido confeccionado para el duelo. La falda de red se extendía casi perpendicular a sus muslos, como el traje de una bailarina, y el top ceñido al cuerpo tenía incrustados miles de brillos plateados. Sus brazos estaban pintados con amplias franjas grises que subían en espiral por cada extremidad y luego se reunían en el pecho para formar un corazón. Dentro del corazón, alguien había escrito Se los extrañará.

En conjunto, su aspecto le produjo a Levana ganas de vomitar.

–¿Qué quieres? –preguntó, y se quitó las mantas.

–Verificar que no me avergonzarás con tu aspecto el día de hoy –Channary acercó la mano al párpado inferior de Levana con la intención de corroborar si la gema incrustada se sostenía. Dando un respingo, Levana le apartó la mano de un manotazo.

–Un detalle muy bien pensado –comentó Channary, sonriendo

–Menos fraudulento que asegurar que los vas a extrañar –dijo Levana clavando la mirada en el corazón pintado.

–¿Fraudulento? Al contrario: los voy a extrañar muchísimo. Especialmente las fiestas que Padre solía ofrecer durante la Tierra llena. Y tomar prestados los vestidos de Madre cuando iba de compras a AR-4 –vaciló–. Aunque supongo que ahora simplemente puedo quedarme con su modista, así que quizá no sea una gran pérdida después de todo –con una risita, se sentó en el borde de la cama, pescó una mora de la bandeja del desayuno y se la metió en la boca–. Deberías prepararte para decir algunas palabras en el funeral.

–¿Yo?

Era una idea pésima. Todo el mundo la estaría mirando, juzgando qué tan triste estaba. No creía que pudiera fingir tan bien.

–Tú también eres su hija. Y –con la voz repentina e inexplicablemente quebrada, Channary se dio unos toquecitos en el rabillo del ojo– no creo ser lo bastante fuerte para hacerlo todo yo sola. Me sentiré abrumada por la pena. Quizá me desmaye y necesite que un guardia me lleve en brazos a algún sitio oscuro y tranquilo para recuperarme –soltó un bufido y todos los indicios de tristeza se desvanecieron tan rápidamente como habían aparecido–. Es una idea atractiva. Quizá pueda ponerla en práctica cerca de aquel joven nuevo, el del pelo rizado. Parece bastante... servicial.

Levana hizo una mueca.

–¿Me vas a dejar sola para que yo guíe al reino entero de duelo y tú puedas retozar con uno de los guardias?

–Oh, basta –dijo Channary tapándose las orejas–. ¡Eres tan fastidiosa cuando lloriqueas!

–Tú vas a ser reina, Channary. Tú vas a tener que pronunciar discursos y tomar decisiones importantes que afectarán a todo el mundo en Luna. ¿No crees que es hora de que te lo tomes en serio?

Riendo, Channary se lamió los granos de azúcar que le quedaron en la punta de los dedos.

–¿Así como nuestros padres se lo tomaban con seriedad?

–Nuestros padres están muertos. Asesinados por un ciudadano que debe de haber creído que no estaban haciendo un buen trabajo.

Channary sacudió una mano en el aire.

–Ser reina es un derecho, hermanita. Un derecho que viene con un interminable suministro de hombres y sirvientes y hermosos vestidos. Deja que la corte y los taumaturgos se encarguen de todos los detalles aburridos. En lo que a mí se refiere, voy a pasar a la historia como la reina que jamás dejó de reír –echándose el cabello tras el hombro, recorrió la habitación con la mirada, observando el papel tapiz dorado y los cortinajes bordados a mano–. ¿Por qué no hay ningún espejo aquí? Quiero ver qué tan bonita me veo para mi actuación lacrimosa.

Levana salió de la cama y tomó una bata que descansaba sobre una silla.

–Sabes muy bien por qué no hay espejos.

Al escucharla, la sonrisa de Channary se ensanchó. Ella también saltó de la cama.

–Ah, sí, es verdad. Tus encantos son tan favorecedores en estos días que casi lo olvido.

Luego, rápida como una serpiente, Channary le cruzó el rostro con el dorso de la mano, con tal fuerza que la lanzó contra uno de los postes del dosel. Levana soltó un grito, y el shock hizo que perdiera el control sobre su encanto.

–Ah, ahí está mi patito feo –canturreó Channary. Aproximándose, tomó la barbilla de Levana y la sujetó firmemente antes de que esta pudiera alzar la mano para frotarse la mejilla ardiente–. Te sugiero que la próxima vez que pienses en contradecir una de mis órdenes te acuerdes de esto. Tal como amablemente me lo recordaste, voy a ser reina, y no toleraré que mis órdenes se cuestionen, en especial si se trata de mi patética hermanita. Tú hablarás por mí en el funeral.

Volviendo el rostro, Levana parpadeó para retener las lágrimas que habían acudido a sus ojos y se esforzó por reinstaurar su ilusión. Por ocultar su desfiguración. Por fingir que ella también era hermosa.

Con el rabillo del ojo alcanzó a ver que una doncella se quedaba paralizada en el umbral. Channary no había cerrado la puerta al entrar, y Levana estaba bastante segura de que la doncella lo había visto todo.

De inmediato, la sirvienta bajó la vista e hizo una reverencia.

Soltando la barbilla de Levana, Channary dio un paso atrás.

–Ponte tu vestido de luto, hermanita –dijo, volviendo a usar su linda sonrisa–. Tenemos un gran día por delante.

El gran salón estaba lleno de grises. Cabellos grises, maquillaje gris, guantes grises, vestidos grises, medias grises. Chaquetas negro carbón y mangas color brezo, zapatos blancos como las campanillas de invierno y sombreros de copa del color de la tormenta. A pesar de aquella paleta de tonos apagados, los invitados al funeral parecían cualquier cosa menos dolientes. Porque entre aquellos grises había vestido hechos de cintas que flotaban y joyería esculpida y flores escarchadas que crecían formando minúsculos jardines entre cabelleras generosamente esponjadas.

Levana podía imaginar que las modistas de Artemisa habían estado muy, muy ocupadas desde el asesinato.

Su propio vestido era apropiado. Un traje largo, hasta el suelo, de terciopelo damasco gris con motivos del mismo color y cuello alto de encaje que, supuso, se veía precioso con el cortísimo cabello negro que le sumaba encanto. No era tan vistoso como el tutú de Channary, pero al menos conservaba algo de dignidad.

En un estrado al frente del salón, un holograma mostraba al rey y la reina fallecidos tal como alguna vez se habían visto en sus años de juventud. Su madre –apenas un poco mayor que Levana ahora– tenía puesto su vestido de boda. Su padre estaba sentado en el trono, con su ancha espalda y su quijada cuadrada. Desde luego, eran retratos artísticos; las grabaciones de la familia real estaban estrictamente prohibidas, pero el artista había captado sus encantos casi a la perfección. La mirada acerada de su padre, la elegante manera en que su madre agitaba los dedos al saludar.

Levana se colocó junto a Channary en el estrado, aceptando besos en las manos y las condolencias de las familias lunares mientras iban desfilando. Sentía un nudo en el estómago, pues sabía que su hermana planeaba eludir las responsabilidades de ser la mayor y forzarla a dar el discurso. Aunque había estado practicando por años, cada vez que se dirigía a una audiencia Levana todavía sentía un miedo irracional a perder el control de su encanto y a que la vieran tal como era en realidad.

Los rumores eran bastante malos. Se murmuraba que la joven princesa no era para nada hermosa y que de hecho había resultado grotescamente desfigurada en algún trágico accidente en su infancia. Que era una suerte que nadie tuviera que verla nunca. Que todos tenían la fortuna de que ella fuera lo suficientemente hábil con el encanto para no tener que soportar semejante fealdad en su preciosa corte.

Hizo una inclinación con la cabeza para agradecer a una mujer sus mentiras acerca de cuán honorables habían sido sus padres, cuando su atención se fijó en un hombre que se hallaba varias personas más atrás en la fila.

El corazón le dio un vuelco. Sus movimientos se volvieron automáticos –asentir, ofrecer la mano, murmurar gracias– mientras el mundo se reducía a un borrón de tonos grises.

Sir Evret Hayle había llegado a ser guardia real en la escolta personal de su padre cuando Levana tenía solo ocho años de edad, y desde entonces lo había amado, a pesar de que sabía que era casi diez años mayor que ella. Su piel era oscura como el ébano, sus ojos rebosaban inteligencia y astucia cuando estaba en servicio, y júbilo cuando se hallaba relajado. Alguna vez había descubierto manchitas grises y esmeraldas en sus iris, y desde entonces se sentía fascinada por sus ojos, deseando que algún día volvieran a estar tan cerca como para poder admirar de nuevo esas pintitas. Su cabello era un denso revoltijo de cabellos ensortijados, suficientemente largos para parecer indómitos y lo bastante cortos para verse refinados. Levana no creía haberlo visto nunca sin su uniforme de guardia, que con tanta precisión marcaba cada músculo de sus brazos y hombros. Nunca, hasta hoy. Llevaba unos sencillos pantalones grises y una camisa estilo túnica que era casi demasiado informal para un funeral de la realeza. Parecía un príncipe.

Desde hacía siete años ella creía que era el hombre más guapo de toda la corte lunar. De la ciudad de Artemisa. De Luna entera. Lo había conocido antes de ser lo bastante mayor como para entender por qué su corazón latía tan fuerte cuando él estaba cerca.

Y ahora se aproximaba aún más. Solo los separaban cuatro personas. Tres. Dos.

Como la mano había comenzado a temblarle, Levana se irguió un poco más y ajustó el encanto de manera que sus ojos se vieran un poco más brillantes y la joya de su piel brillara como una lágrima de verdad. También se hizo un poquito más alta, de una estatura más cercana a la de Evret, aunque suficientemente pequeña como para parecer vulnerable y necesitada de protección.

Habían pasado muchos meses desde que había tenido una razón para estar tan cerca de él, y ahora aquí estaba, aproximándose con la mirada llena de compasión. Ahí estaban esas pinceladas de gris y esmeralda, así que al parecer no eran un invento de su imaginación. Por una vez, él no estaba desempeñando el papel de guardia, sino el de un doliente ciudadano de Luna.

Estaba tomando su mano y llevándosela a los labios. Aunque el beso cayó en el aire, por encima de sus nudillos, su pulso resonaba como el océano en sus oídos.

–Su Alteza –dijo, y escuchar su voz resultaba un tesoro casi tan raro como poder observar las manchitas en sus ojos–. Lamento mucho su pérdida. La pena nos embarga a todos, pero sé que a usted le pesa más que a cualquier otro.

Ella trató de guardar sus palabras en lo más recóndito de su mente para recuperarlas y analizarlas en algún momento en que él no estuviera sosteniendo su mano o atisbando en su alma. Sé que a usted le pesa más que a cualquier otro.

Aunque parecía honesto, Levana no creía que él sintiera demasiado aprecio por el rey y la reina. Quizá su pena se debía a que no había estado en servicio cuando ocurrieron los asesinatos, así que no había podido hacer nada por evitarlos. Levana percibió que él estaba excepcionalmente orgulloso de su puesto en la guardia real.

Por su parte, sin embargo, estaba agradecida de que Evret no hubiera estado ahí. De que hubieran sido otros los guardias que resultaron muertos.

–Gracias –musitó–. Su gentileza hace que sea un poco más fácil soportar este día, sir Hayle.

Eran las mismas palabras que les había dicho a incontables invitados en aquel mismo evento. Deseando ser suficientemente lista como para improvisar algo significativo, agregó:

–Espero que sepa que usted era uno de los favoritos de mi padre.

No tenía idea de si era verdad, pero al ver que la mirada de Evret se suavizaba, se volvió tan cierto como había esperado que fuera.

–Seguiré sirviendo con lealtad a su familia mientras sea capaz.

Una vez que intercambiaron las palabras apropiadas, él le soltó la mano. Su piel vibraba mientras la dejaba caer de nuevo a su costado.

Pero en vez de avanzar para ofrecer sus condolencias a Channary, Evret se volvió y le hizo señas a una mujer que se hallaba a su lado.